Lanzas y potros - Victor Arreguine - E-Book

Lanzas y potros E-Book

Victor Arreguine

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Beschreibung

«Lanzas y potros» (1913) es una recopilación de cuentos de Víctor Arreguine, como, por ejemplo, «Lanzas y potros», relato gauchesco que da nombre a la antología, «Idilio», «Un capitán, un filósofo y una moza», «Belén en Catamarca», «La derrota», «Amor que pasa» o «Sugestión».

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Seitenzahl: 141

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Victor Arreguine

Lanzas y potros

 

Saga

Lanzas y potros

 

Copyright © 1913, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726682410

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LANZAS Y POTROS

El pelotón de gauchos se había detenido de repente en medio del campo, y como aquella parada en pleno día, cuando la costumbre era galopar varias horas sin descanso, no tuviera explicación, el teniente Juan Gómez, volviendo el tajeado rostro al montón de potros y hombres, dirigió la palabra a todos y a nadie:

— ¿Y esto?

Los jinetes permanecían inmóviles; los corceles olfateaban. Entonces el teniente gritó: ¡Adelante! y todos partieron. Por la tarde vieron rojo el horizonte.

— Desde aquí debemos flanquear la quemazón, dijo al oficial un viejo barbudo.

Y añadió en tanto galopaban:

— Los pastizales se queman como yesca.

Poco después tropezaban con gamos y guanacos que venían huyendo de los campos incendiados, locos de terror, con la claridad del fuego en los ojazos.

Nubes de garzas, cuervos y chimangos pasaban a diversas alturas, escapando en confunsión de la gran faja roja que se acercaba despidiendo estrellas de fuego. Las gramillas y los algarrobos estaban marchitos mucho antes que los asaltara el oleaje de llamas. Todo el campo, al frente, hasta perderse de vista, un mar de fuego. Y el rojo mar roncaba, bramaba contra la vida.

Primero pasaron los grandes: los guanacos, las águilas, los pumas, los fuertes, los que llevan la delantera en las derrotas. Después avanzó el pueblo de débiles: las ratas chamuscadas, los lechuzones, los mendigos hediondos de la naturaleza; los inválidos, los tontos, la carne de presa. Y por último, con alas brillantes o pesadas corazas los insectos, en polvorosa, en luminosa nube, como si la Vía Láctea hubiese descendido a la tierra, entre cenizas, llamas y caliginoso viento. Y detrás de las fieras y las sabandijas, tres hombres montados en un caballo viejo.

— ¡Por aquí! gritaba el más pequeño de los tres, señalando un flanco pelado y salitroso de la incendiada pampa, hacia el cual corría también el rojo oleaje.

El teniente Gómez se adelantó a los fugitivos, gritándoles:

— ¿De qué gente son?

— Desertores, respondió uno.

— ¿De qué juerza?

— De la de López.

— Güeno. Vayan dentrando a la playa no má. Y seguido de cerca penetró en el erial salitroso donde estaban sus gauchos. El caballo viejo fué degollado. Tres de sus patas quedaron extendidas al aire.

* * *

Recen un credo, ordenó el teniente a los tres infelices, al caer la tarde. El fresco pastizal y olorosa menta apenas si sentían como débil aura solar el soplo del incendio distante. Uno de los prisioneros preguntó:

— ¿Estamos en San Juan, mi teniente?

— ¿Y pa qué querés saberlo, pues?

— No me gustaría dejar la osamenta fuera de mi provincia.

— Los cuervos de toas partes son los mesmos. ¿Ya resastes tu credo?

— Ya.

— Que te aproveche . . .

Y ordenó a uno de sus hombres:

— A ver, González. . . tóquele la refalosa a este bicho.

* * *

Luego que los prisioneros estuvieron degollados, a la usanza de entonces, el teniente levantó las cabezas, las sopesó, las puso en tierra, las volvió a sopesar, y haciéndoles un largo tajo entre los maxilares inferiores, fuélas enhebrando en peluda lonja de cuero, y acabada la paciente labor ató la sarta a los tientos, en ancas del caballo.

Durante la marcha nocturna el viejo Farías se le acercó y le dijo:

— ¿Cuántos van con éstos, teniente?

— Ya no ievo cuenta, mi amigo, y le entró una como fiebre de referir sus hazañas.

— . . . Pero, ninguno, ño Farías, como el chinito, a-í-á en Mendoza . . . ¡Lo viera! lo que pataleó pa morir! Y cuando vino la china vieja, la madre, y lo vido, lo tapó con el reboso.

El incendio seguía avanzando por la pampa.

* * *

En la llanura el viento; sobre la llanura, el cielo; en el cielo, el desierto mundo lunar. Y allá, donde se funde el horizonte con la llanura, casi tocando los pastos movedizos, las Pléyades, cual en días de Homero.

El ojo de fuego de Aldebarán, el ojo del toro mitológico, mira con espanto el gesto de Orión, el tahalí de tres estrellas, el brazo levantado, la espada flamígera. Duermen bajo el ojo sanguinolento y bajo el enorme gesto del gigante, los mansos ganados, almas intermedias entre la materia y el hombre. Los ranchos sin una luz, semejan costras de la tierra. Y por entre el silencio, al tranco, va Juan Gómez, el de las viejas historias.

Viene mal a caballo, pues tiene seca la pierna derecha y débil como un palo de tambor el fémur.

Cruzada sobre el caballo trae su sucia muleta gastada por el uso, y de vez en cuando, por pura maldad, la levanta para castigar el caballo.

— ¡Zaino! grita y talonea a la pobre bestia que se dirige hacia el rojo Aldebarán. Y el rojo Aldebarán parece mirar, alternativamente, ya a Orión, ya al jinete baldado.

Por el cerebro de Juan Gómez van desfilando marchas en duras noches de invierno, caballos semisalvajes, hombres y más hombres, figuras descoloridas, ya borradas del mundo. ¿Realidad o ilusión? Sueña que va a entrar en batalla.

— ¡Vamo, zaino! y otro muletazo.

El caballo viejo baja las orejas, se encoje, tira dos coces al aire y el cojo cae amenazando con la muleta.

El caballo flaco se pierde en los pastizales; Juan Gómez queda abandonado frente al amenazante Orión. No sabe porque lo amenazan los astros. En cada palpitación de las estrellas lee una muda amenaza; él, que jamás la vió en semblantes humanos.

IDILIO

La marca que deja en el ojo el pastizal entre el que se ha vivido durante generaciones, bien impresa la llevaba Juan Ran, biznieto de un desertor inglés perdido en la Pampa. Juan Ran, gaucho a más no poder, vivía en un ranchejo de adobe. Su haber consistía en una pringosa gaucha, seis hijos varones, un perro infinitamente perezoso y un campito donde pastaban algunas ovejas. Esto, sin contar dos caballos que eran como la pierna derecha y la pierna izquierda de Juan Ran. El aire de miseria del rancho se olía desde larga distancia. El vasco Ipar, cuando pasaba por las inmediaciones, apuraba el galope para librarse de la nube de moscas y de la podredumbre que llenaba el aire, desprendida de desperdicios y osamentas.

Pedro Noya, alias Gavilán, conductor de una diligencia, solía decir al llegar al pueblo comido por el desierto:

— Vengo de catorce leguas sin tomar agua. En la pulpería el agua es de pozo y me hace daño, y lo de doña Fermina queda a una legua del camino. De lo de Juan Ran no hay que hablar. La de la pipa está abombada. Es una gente que no se rasca la sarna por no mover el brazo.

Lo de la sarna era relativamente verdad: podían estar y estaban sarnosas casi todas las ovejas; el perro tenía una paleta agusanada; pero en lo tocante a los seres humanos, esta vez, como tantas otras, Pedro Noya mentía. Ni un arbolito, ni siquiera el clásico ombú de las llanuras, daba sombra al campo de Ran. Yuyos, abrojos, gramilla y espinoso cardo, eso sí. La vez que se comía un choclo, el choclo provenía de la chacrita del gringo Mástola, sita a dos horas de distancia.

Juan Ran solía ordenar a su primogénito:

— A ver si te vas hasta lo del gringo y le manoteas media docena de choclos. Llevá el zaino, y como no estés aquí antes de la puesta del sol te he de arrimar una marimba de palos. Andá, y si agarrás alguna perdiz por el camino no se la vayas a dar a tu madre. Ella, que le pida a doña Fermina.

Doña Fermina era una pobre alemana cuyo marido vagando de baile en baile con su guitarra, a fuer de excelente tocador, músico de oído, artista por inspiración, cebaba su vicio, el beberaje, donde quiera que la gente moza se juntaba para solazarse con «gatos», « pericones» y «cielos». En trescientas leguas a la redonda resonaba la fama de este perillán filarmónico, y cuando había estado «en las Uropas», porque estuvo, en efecto, una vez en el viejo mundo, con su guitarra habíase ganado el corazón de una rubia de un piringundín europeo, la misma doña Fermina, que abandonando el negocio de su tía se vino con el cuidador de ganado. En tal carácter, en un buque de vela, marchara años atrás el afamado guitarrero, «por saber mundo», según él; por unas puñaladas, según Pedro Noya, de cuyo dudoso testimonio pocos eran los que hacían confianza.

Doña Fermina, en las tibias primaveras cavaba la tierra como un hombre — porque poseía unas fanegadas de tierra — y en los ardientes veranos regaba sus tomateras, sus pimientos y sus flores, con un sombrero de su marido en la cabeza. Lo cual no quitaba que diese educación a Guadalupe, una hijita habida por ahí, por el bellaco de su consorte. Iba por los trece años la niña y por lo hacendosa y buena no se diferenciaba de una perfecta señorita. Hacía punto de media, bordaba flores y leía de corrido en un viejo librote con láminas; pero su gran habilidad era la cocina. Tanto que Heliogábalo hubiese podido confiar a sus manecitas el más fabuloso condimento o el manir la más delicada caza.

El primogénito de Juan Ran solía ir a lo de doña Fermina cuando el hambre apretaba en el rancho de sus padres, y se pasaba las horas muertas contemplando los deditos de Guadalupe infatigables en la labor y le parecía que de ellos y no de la aguja y del ovillejo brotaba la malla. En el jardín revoloteaban las mariposas, esas hermosas hijas y madres de gusanos, Nanás del aire, vestidas de rosa, azul y oro, una tarde en que llegó el muchacho a despedirse de la alemana y de la niña.

A la interrogación de la primera, manifestó que se iba a trabajar a lo de Mástola, porque todos los suyos estaban muy pobres; pero al quedar solo con Guadalupe le confesó la verdad: su padre acababa de pegarle una tremenda paliza, y le mostró, arremangándose la sucia manga, el brazo derecho, para que viera las equimosis. Hambre y rebencazos. El no aguantaba más. Si el borracho de su padre quería comer choclos, que los robase con toda su alma; si quería cueros de nutria para comprar caña, que se fuese él a la orilla del río y las cazase. Se iba a correr mundo; el mundo era grande, y si viven los pajaritos, él también viviría. Y el muchacho lagrimeaba, medio de vergüenza, medio de coraje. Guadalupe había dejado la labor y lo miraba con su seriedad habitual. Entre aquellas almitas la gran ley creadora acababa de tender un hilo de fuego. Tan inocentes como Pablo y Virginia, este Pablo y esta Virginia de la llanura, ignoraban la naturaleza de su afecto.

Se sentían hermanos, pero cuando la ausencia puso entre ellos meses y meses, ella, en cada jinete lejano creía percibir la silueta del primogénito; él, rodando de estancia en estancia, soñaba ser rico para volar a sus pagos y no separarse ya de Guadalupe. Y así fué creciendo, creciendo aquella llamita azul, hasta mudarse en hoguera. Los tres años que pasaron sin verse ¡qué largos! Cada sol le parecía al primogénito un cansado gigante que se acostara en mitad de su celeste camino; y cada noche de invierno en la negra llanura, toda una vida, un esperar de condenado. A los tres años no pudo más. Ensilló el mejor caballo de su amigo el mayordomo, a quien dijera el motivo de su viaje, y partió a sus lejanos pagos, comiéndose el viento y la tierra en el galope. La tierra volaba bajo los cuatro cascos; los grandes árboles junto a que pasaba, al volver la cabeza para calcular lo andado, aparecían raquíticos en el horizonte.

Mucho antes de divisar sus pagos, en la pulpería de Rabufeti, frente a la cual pateaban hasta seis caballos, y dentro de la cual bebía alcohol de papas doble número de gauchos, supo, por boca de un paisano que ya le era inútil seguir adelante.

— ¡Grande se ha puesto el forastero! exclamó en cuanto lo hubo reconocido. Dentre y tome algo. Yo pago.

El primogénito, en cuyo labio alardeaba un bigotito negro, entró y pidió la usual bebida del gauchaje:

— Mozo, una caña.

— ¿Pa sus pagos va? — preguntó el rubio.

— Verdá.

— ¿Y no sabe nada?

— ¿Qué?

— Pues en seguidita que usté ganó pal campo, su padre le vendió el campito a unos carcamanes, que de a poquito se van apoderando de todo. ¡Ha visto, amigo! Son lo mesmo que los gorriones estos carcamanes. Donde ellos pisan, el chingolito criollo espianta. Y desaparece la mesma golondrina. Va pa cuatro veranos que no veo sino gorriones y vencejos. El gorrión lo ha invadido todo.

— ¿Y pa qué vendería mi padre su tierrita? ¿Es muerto alguno de los míos?

— No le sabría decir de lo último, porque tuitos se jueron en una carreta que yo mesmo les presté. Lo de vender el campo y las ovejas y el caballo overo por cuatro riales, no es menester que se lo mente. Juan Ran es hombre de mucha sed y necesitaba agua pa apagar el incendio.

El primogénito soportó con una mirada de soslayo esta alusión a las costumbres de su deudo, y al rato:

— ¿Y la alemana? — balbuceó.

— ¿Doña Fermina? Que Dios la tenga en descanso . . .

— ¿Murió? ¿Y cuándo?

— Hará un año, pa agosto.

— ¿Y la chiquilina?

— La chiquilina, como se quedó sola, estuvo primero en lo de doña Gervasia, aquella vieja de la Tranquera, que todavía cachetea a los hijos que ya tienen barba blanca. Y de ahí, la chiquilina voló con Noya el Gavilán.

UN CAPITÁN, UN FILÓSOFO Y UNA MOZA

Orla, péñola mía, de hojas de espadaña las riberas del riacho viboreante al pie de las Lomas Azules; saluda a la achira y al ceibo de encarnada flor; no agravies al nativo caraguatá llamándole bromelia espinosa, ni a la salvaje tuna con el nombre de opuncia; viste de áureos botones la encantada fronda; haz escurrirse por debajo de las espinosas matas a la iguana verdosa; fabrica en las ramas mal tejidos nidos de tórtola; sigue el vuelo de la gran paloma roja silvestre; pon, pues estamos en horas vernales, luz en los peñascos; cuídate en fin, de comparar la primavera, que este año viene recatada y rosada de auroras a las vírgenes locas del evangelio.

¿O no ves cuál esplende el azul por encima de las Lomas Azules, ni qué bien sienta al pueblecillo de las Colinas su toca de nubes albares?

Pero no sigas, que las gentes de la localidad no han de entenderte, ocupadas como se hallan en investigar con quién habrá levantado el vuelo Penélope, la hija mayor de Flora Calventos.

No sigas que el hecho, con algunos granos de porfía, ha formado allí dos azufradas facciones, y ni los apretados árboles ni el aire de oro serían fuerza a distraer a quienes afirman que la vieron fugarse en la balsa con el filósofo, ni a los que juran haberla divisado en el instante de alzarla en ancas de su tordillo el capitán y seguir cumbres arriba.

* * *

¡El honor! Tal era el tema de doña Flora y también su defensa, a estar a la opinión pública de las Colinas y hasta de Puerto Seco, aldeucha triste y ventosa, a la orilla del mar, y fondeadero del primer acorazado del país, nave de cinco cañones y dos pies de calado.

Las Colinas se ligaba a este arenoso lugar por una locomotora tuberculosa, según su perpetua afonía, ronquidos, toses y quebrantos. El jefe de tráfico la examinaba, desde que llegaba bufante y sudorosa, y era de verlo con el aspecto de un duende, en las horas de las noche, revisar, farol en mano, émbolos, pistones y ejes.

Doña Flora, al unir sus dos palabras sacramentales, echaba violentamente atrás la cabeza y luego asumía el aire grave y altanero de las sibilas. Del movimiento resultaba, a veces, un viajecito de la peluca hacia el occipucio y el quedar en descubierto rojiza superficie craneana, otrora «selva de ébanos» en el verso de un poeta local.