Las guerras comerciales son guerras de clases - Pettis Klein - E-Book

Las guerras comerciales son guerras de clases E-Book

Pettis Klein

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Beschreibung

Las disputas comerciales suelen entenderse como conflictos entre países con intereses nacionales contrapuestos, pero como demuestran Matthew C. Klein y Michael Pettis, a menudo son el resultado inesperado de decisiones políticas internas para servir a los intereses de los ricos a costa de los trabajadores y los jubilados de a pie.  Klein y Pettis rastrean los orígenes de las actuales guerras comerciales en las decisiones tomadas por los políticos y los líderes empresariales de China, Europa y Estados Unidos en los últimos treinta años. En todo el mundo, los ricos han prosperado mientras los trabajadores ya no pueden permitirse comprar lo que producen, han perdido sus puestos de trabajo o se han visto obligados a endeudarse más.   En este desafío a la corriente dominante que invita a la reflexión, los autores ofrecen una narración coherente que muestra cómo las guerras de clases de la creciente desigualdad son una amenaza para la economía mundial y la paz internacional, y lo que podemos hacer al respecto.

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Abreviaturas

usadas en las notas

BCE: Banco Central Europeo

BEA: Oficina de Análisis Económico[1]

BPI: Banco de Pagos Internacionales

CFR: Consejo de Relaciones Exteriores[2]

CNUCYD: Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo

FMI: Fondo Monetario Internacional

FRB: Consejo de la Reserva Federal[3]

GGDC: Centro para el Desarrollo y el Crecimiento de Groninga[4]

IRS: Servicio de Impuestos Internos[5]

NBER: Oficina Nacional de Investigación Económica[6]

NSD: Centro Noruego de Datos para la Investigación[7]

OCDE: Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico

[1]Por sus siglas en inglés, Bureau of Economic Analysis. (N. del T.).

[2]Por sus siglas en inglés, Council on Foreign Relations. (N. del T.).

[3]Por sus siglas en inglés, Federal Reserve Board. (N. del T.).

[4]Por sus siglas en inglés, Groningen Growth and Development Centre. (N. del T.).

[5]Por sus siglas en inglés, Internal Revenue Service. (N. del T.).

[6]Por sus siglas en inglés, National Bureau of Economic Research. (N. del T.).

[7]Por sus siglas en inglés, Norwegian Center for Research Data. (N. del T.).

Prefacio a la

edición original

El mundo era muy distinto cuando terminamos de editar el texto de la edición en tapa dura de Las guerras comerciales son guerras de clase en enero de 2020. Los Gobiernos chino y estadounidense acababan de acordar su acuerdo comercial «Fase 1» para poner fin al conflicto arancelario que había comenzado en 2018. Los chinos habían prometido aumentar sus compras de bienes estadounidenses y acordado abrir parte de su sistema financiero a compañías estadounidenses. Los Gobiernos europeos estaban centrados en negociar el siguiente presupuesto de la Unión Europea para los próximos siete años —unas negociaciones más conflictivas que de costumbre por la reciente salida del Reino Unido— al mismo tiempo que se preparaban para un inminente conflicto comercial con Estados Unidos sobre cuestiones que iban de los impuestos a los gigantes estadounidenses de internet a cómo enfrentarse al cambio climático.

Apenas empezaban a aparecer algunas noticias sobre una enfermedad respiratoria en Wuhan, y, no obstante, el coronavirus acabaría siendo el acontecimiento definitorio de 2020. Murieron millones de personas, y muchos supervivientes experimentaron daños orgánicos duraderos. La economía global sufrió una convulsión sin precedentes, mientras trabajadores y consumidores intentaban evitar contagiarse. La actividad económica cayó entre un 20 y un 30 por ciento en unas pocas semanas. Los Gobiernos en buena parte del mundo respondieron ante el shock de la pandemia con medidas solo vistas con anterioridad en tiempo de guerra.

En ese contexto, explicar los conflictos y los desequilibrios comerciales no parecía algo muy importante. Pero aunque ciertamente no anticipamos la pandemia, sucesos recientes han reforzado la importancia de los argumentos de este libro. La pandemia ha exacerbado muchas de las distorsiones existentes, que nosotros habíamos destacado, en la renta, los ahorros y el gasto, que llevan a un aumento de la deuda y a unos crecientes desequilibrios comerciales en gran parte del mundo.

La pandemia fue también un recordatorio de que todo el mundo está interconectado, nos guste o no. La polución, el cambio climático y los virus respiratorios altamente contagiosos no respetan las fronteras. Países que habían logrado suprimir el virus se habían visto forzados a aislarse del resto del mundo hasta unos niveles sin precedentes, e incluso entonces tuvieron que reaccionar de manera agresiva para evitar que los brotes recurrentes se convirtiesen en las oleadas devastadoras vistas en América y Europa.

Un punto clave de este libro es que los desequilibrios económicos que se originan en una parte del mundo se transmiten globalmente, hasta alcanzar al mismo tiempo a grupos tan variados como los trabajadores migrantes chinos, los pensionistas alemanes y los trabajadores estadounidenses de la construcción, de formas sutiles y a menudo sorprendentes. Lo que podría parecer un asunto puramente doméstico de un país termina a menudo afectando al resto del mundo a través de los cambios en la balanza de pagos. Resulta de lo más elocuente que aquellos lugares que han logrado proteger a su población de la enfermedad hayan tenido mucho menos éxito en proteger a sus trabajadores y sus empresas de la catástrofe económica. Por ejemplo, entre finales de 2019 y finales de 2020, la actividad empresarial se ha desplomado en la misma medida en Corea del Sur y en Estados Unidos.[8]

Aunque cada vez más personas eran conscientes de que la salud pública y la protección medioambiental requieren una cooperación global, pocos lo eran de que la misma lógica se aplica a todo lo demás, desde los estándares laborales a los impuestos de sociedades. En otros términos, si un virus podía poner el mundo patas arriba, ¿por qué no podían hacer lo mismo el sistema bancario chino o las prácticas empresariales alemanas? Todo el mundo está interesado en evitar futuras pandemias, incluso aunque esto signifique implicarse en los asuntos «internos» de otras sociedades. Este libro argumenta que el mismo razonamiento se aplica a las crisis económicas y financieras.

Desgraciadamente, aunque el coronavirus ya se está diluyendo gracias al rápido descubrimiento y distribución de vacunas efectivas, no se puede decir lo mismo de las condiciones sociales y políticas que lo precedieron. Esto nos lleva a uno de los puntos centrales de nuestro libro: en cualquier país, la distribución de los ingresos tiene consecuencias económicas y financieras tanto internas como externas. La creciente desigualdad lleva a una cierta combinación de bajo consumo de bienes y servicios y alto endeudamiento. La concentración global de los ingresos a lo largo las últimas décadas ha sido responsable del más lento crecimiento de los niveles de vida en el mundo rico, del empeoramiento de los desequilibrios comerciales, y de la crisis financiera global. En muchas sociedades, el virus ha exacerbado estas desigualdades preexistentes, porque ha hecho más probable que los trabajadores con menores ingresos pierdan sus empleos y que enfermen y menos probable que sean poseedores de las acciones y las viviendas, que han visto cómo se apreciaba más su valor.

El virus también ha tenido unos efectos económicos desiguales entre países. Los exportadores de petróleo se han visto golpeados por el colapso de los precios de la energía, mientras que a los países que fabricaban productos electrónicos avanzados les ha ido relativamente bien, a medida que consumidores y negocios pasaban al teletrabajo. No obstante, al menos tan importantes como estas diferencias estructurales fueron las diferencias en cómo respondieron los Gobiernos al virus, de acuerdo con sus instituciones sociales y políticas. Algunos, como Estados Unidos, transfirieron billones de dólares directamente a trabajadores y consumidores con «pagos de impacto económico» y grandes mejoras en el sistema de seguro de desempleo, mientras que otros, como China, ofrecieron préstamos subsidiados para financiar el gasto en infraestructuras por parte de los Gobiernos locales e intervinieron en los mercados monetarios para apoyar a los exportadores.

No se trató de respuestas nacionales diferenciadas de Estados Unidos y China. Ambos conjuntos de políticas tuvieron un impacto sustancial sobre el resto del mundo, porque los dos países son parte de un sistema interconectado más amplio. La reticencia del Gobierno chino a apoyar a sus propios consumidores significaba que dependía de los consumidores extranjeros para preservar los empleos y los ingresos chinos —un enfoque que funcionó bien solo porque el Gobierno de Estados Unidos estaba transfiriendo dinero agresivamente a los consumidores estadounidenses sin poner límites acerca de dónde y cómo gastarlo—. La respuesta de China habría tenido unas implicaciones muy diferentes para la economía china y la economía global si la respuesta estadounidense hubiese sido distinta, y lo mismo se puede decir para Estados Unidos. Estos enfoques distintos significaron que, aunque ambos países experimentaron un desplome económico similar cuando el virus los golpeó, su recuperación sería radicalmente diferente. Esas diferencias fueron reconciliadas por medio de cambios en el comercio y las finanzas.

Aunque el virus se había originado en China, la agresiva respuesta del Gobierno central más o menos lo eliminó para marzo. Después de un cierre estricto de la actividad empresarial en enero y febrero, casi todos los indicadores económicos rebotaron en primavera, aunque decenas de miles de trabajadores migrantes recién desempleados se vieron obligados a retirarse al campo para vivir de una agricultura de subsistencia. Gran parte de la sociedad china regresó a algo parecido a la normalidad en el verano. No obstante, la recuperación económica de China fue profundamente desigual. Aunque la economía fue un 2,3 por ciento mayor en 2020 que en 2019, el consumo de productos no alimenticios o energéticos fue un 3 por ciento menor que en 2019 —y el gasto en restaurantes, un 17 por ciento menor—. La caída del consumo fue compensada por un gran incremento de la construcción (hasta un 8 por ciento), la inversión en infraestructura (hasta un 5 por ciento) y las exportaciones manufactureras (hasta un 4 por ciento).

El contraste con Estados Unidos, que fracasó por completo en evitar la propagación del virus, fue de lo más sorprendente. A diferencia de China, los vuelos domésticos en América nunca se recuperaron, y el consumo en restaurantes se quedó muy lejos del nivel prepandemia en la mayor parte del país. No obstante, aunque la economía de Estados Unidos cayó alrededor de un 3,5 por ciento en 2020 con respecto a 2019, el consumo de bienes no alimenticios ni energéticos fue un 4 por ciento mayor. En el mismo sentido, el gasto en construcción residencial creció casi un 10 por ciento. La magnitud de la respuesta fiscal y monetaria del Gobierno de Estados Unidos supuso que, a pesar de la pandemia, muchos estadounidenses dispusieran de más dinero que en toda su vida. Aunque mucha gente optó por reducir sus deudas y ahorrar, también usaron ese dinero extra para aumentar su gasto en la compra de coches y electrodomésticos y en renovar sus viviendas. Sin embargo, la producción manufacturera estadounidense fue un 6 por ciento menor en 2020 que en 2019, y las exportaciones cayeron un 16 por ciento.

Simplificando un poco, tanto el Gobierno chino como los consumidores estadounidenses —estos últimos, financiados por el Gobierno federal— apoyaron a los productores chinos, aunque los consumidores chinos recortaron sus gastos a costa de los manufactureros extranjeros. El efecto neto fue un aumento masivo del déficit comercial estadounidense, con un reflejo casi perfecto en el masivo incremento del superávit comercial chino. Si Estados Unidos y el resto del mundo hubiesen respondido al impacto económico del COVID-19 como lo hizo China, el resultado más probable habría sido un aumento del desempleo global, especialmente en la propia China. Cuando el mundo sufre una caída repentina en la demanda de bienes y servicios, unas políticas que fomentan la producción son solo efectivas si se equilibran por la decisión de otros países de apoyar el gasto de los consumidores.[9]

La pandemia aumentó los desequilibrios económicos y financieros existentes entre China y Estados Unidos, pero, desde un punto de vista más positivo, también marcó el comienzo de un reequilibrio entre los principales países europeos. Para comienzos de 2021, el notoriamente agarrado Gobierno alemán había prometido un apoyo directo a sus ciudadanos casi tan grande como el otorgado por Estados Unidos —y casi cuatro veces la cantidad ofrecida por el Gobierno de España en relación con el tamaño de su economía—. Aunque es bastante desafortunado que muchos Gobiernos europeos —particularmente Bélgica, Francia, Grecia, Italia, Portugal y España— se hayan visto limitados en sus acciones para proteger a sus consumidores y sus negocios del shock económico, resulta esperanzador y digno de mención el que la clase política alemana haya estado dispuesta a actuar de una manera tan agresiva en respuesta a la crisis. Contrasta fuertemente con su comportamiento en las últimas décadas y podría quizás ser el comienzo de un enfoque más ilustrado a la política económica.[10]

Una consecuencia inmediata fue que el gasto alemán en importaciones del resto del mundo cayó menos que el gasto del extranjero en exportaciones alemanas; el efecto neto sustrajo 1,1 puntos porcentuales de la producción doméstica total en 2020. En Italia, donde el Gobierno fue incapaz de gastar tanto, las importaciones cayeron más que las exportaciones, el resultado de lo cual fue que la balanza comercial impulsó la economía casi un 1 por ciento adicional.[11]

Aún más importante es el que los líderes de los veintisiete Estados miembros —liderados por el Gobierno alemán— acordaron que la Comisión Europea asumiese una deuda a su favor de 750.000 millones de euros, y gastar parte de ese dinero en planes de rescate colectivos. Aunque esas cantidades son pequeñas en relación con la magnitud del daño provocado por el coronavirus, el acuerdo es significativo porque es la primera vez que los jefes de gobierno europeos han acordado endeudarse conjuntamente para realizar proyectos comunes. Si funciona y se convierte en un precedente, la creación del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia podría ser el comienzo de la transición de la Unión Europea a algo mayor que la suma de sus partes. En lugar de unos conflictos inacabables por dinero entre el norte y el sur, o el este y el oeste, los europeos tendrían finalmente los medios para trascender sus diferencias y poder vivir mejor.[12]

Esto nos lleva a otro punto esencial de nuestro libro: la prosperidad no es un recurso escaso. Las sociedades no tienen éxito a costa de otros. Gracias a que todo está conectado a través del comercio y las finanzas, más producción y más consumo son, en última instancia, algo mejor para todo el mundo. El renacimiento de China tras el final del maoísmo no suponía necesariamente la desposesión de la clase media estadounidense, al igual que la liberación e integración de la Europa central y del este en Occidente no suponía obligatoriamente que los trabajadores de Francia, Alemania o Italia tuviesen que experimentar menores salarios, mayor desempleo y mayor deuda. Más bien fueron consecuencia de elecciones tomadas en todo el mundo por parte de los ricos, de las empresas que controlan y de los líderes políticos en los que influyen. El resultado perverso de estas decisiones es que nosotros, como especie, hemos vivido por debajo de nuestros medios durante décadas —reduciendo la tarta económica mundial— mientras más y más personas se han convencido de que deben sufrir personalmente para seguir siendo competitivas en los mercados globales.

Las buenas noticias son que estos argumentos han ganado popularidad desde que apareció este libro en mayo de 2020. Ya sea el presidente del Banco Central neerlandés, que advirtió de que «los trabajadores están recibiendo un trozo cada vez más pequeño de la tarta económica» y pidió «reformas que den a las familias más capacidad de gasto, para que puedan aumentar sus importaciones y reducir sus superávits comerciales»; los funcionarios del Partido Comunista Chino, que piden una «reforma del lado de la demanda» para redistribuir más ingresos a los trabajadores, o el nuevo presidente estadounidense, que hizo campaña a favor de apoyar a los productores estadounidenses no por medio de aranceles, sino de un incremento en el gasto gubernamental, parece que hay una sensación creciente de que el consenso prepandemia en economía política puede —y debe— ser revisado. Esperamos que la publicación de esta edición en rústica ayude a expandir aún más estas ideas.[13]

[8]OCDE, «Quaterly National Accounts», https://stats.oecd.org/viewhtml.aspx?datasetcode=QNA&lang=en.

[9]Matthew C. Klein, «China’s Economy Did Well in 2020. The US Did Not, but It’s Better Off. Here’s Why», Barron’s, 20 de enero de 2021, https://www.barrons.com/articles/chinas-economy-did-well-in-2020-the-u-s-economy-did-not-but-its-betteroff-heres-why-51611176401.

[10]Julia Anderson, Enrixo Bergamini, Sybrand Brekelmans, Aliénor Cameron, Zsolt Darvas, Marta Domínguez Jiménez, Klaas Lenaerts y Catarina Midoes, «The Fiscal Response to the Economic Fallout from the Coronavirus», Bruegel, 24 de noviembre de 2020, https://www.bruegel.org/publications/datasets/covid-national-dataset/; Ernie Tedeschi, «Global Fiscal: US Dominates Core Fiscal Stimulus, Euro Area Relies More on Auto Stabilizers, Loans, and Deferrals», Evercore ISI, 5 de mayo de 2020. Datos actualizados a 29 de enero de 2021.

[11]Destatis, «Gross Domestic Product Down 5.0% in 2020», nota de prensa n.º 020 de 14 de enero de 2021, https://www.destatis.de/EN/Press/2021/01/PE21_020_811.htlm, e Istat, «Gross Domestic Product, Expenditure Components and Contribution to GDP Growth», http://dati.istat.it/?lang=en.

[12]Krzysztof Nankowski, Marien Ferdinandusse, Sebastian Hauptmeier, Pascal Jacquinot y Vilém Valenta, «The Macroeconomic Impact of the Next Generation EU Instrument on the Euro Area», European Central Bank Occasional Paper Series n.º 255, enero de 2021, https://www.ecb.europa.eu/pub/pdf/scpops/ecb.op255~9391447a99.en.pdf.

[13]Klaas Knot, «Emerging from the Crisis Stronger Together: How We Can Make Europe More Resilient, Prosperous and Sustainable», conferencia HJ Schoo impartida por Klaas Knot, Ámsterdam, 1 de septiembre de 2020, https://www.bis.org/review/r200922c.pdf; Ken Moak, «China’s Demand-side Reforms Could Sustain Long-term Economic Growth», China Daily, 24 de diciembre de 2020, http://www.chinadaily.com.cn/a/202012/24/WS5fe4346ba31024adoba9e1a4.htlm, y «The Biden Plan to Ensure the Future Is “Made in All of America” by All of America’s Workers», https://joebiden.com/made-in-america/.

Prefacio a la

edición española

Escribimos este libro porque estábamos asustados. La paz y la prosperidad no es el estado natural del ser humano, sino más bien logros que deben ser protegidos y mantenidos. Las personas están dispuestas a hacer cosas terribles si creen que el futuro será peor que el pasado.

Desgraciadamente, demasiadas élites en demasiados lugares han dejado de contribuir al sostenimiento del orden social en las últimas tres décadas. En lugar de construir una economía global duradera en la que las ganancias sean repartidas ampliamente, decidieron explotar las oportunidades creadas por la caída de la Unión Soviética para quedarse con todo lo que pudiesen. Aunque los niveles de vida aumentaron en las naciones liberadas, también lo hizo la desigualdad en muchas partes del mundo a medida que los ricos y las empresas que controlaban se quedaban con pedazos cada vez mayores de la renta a costa de los trabajadores y los jubilados. Algunos de estos pudieron mantener su poder adquisitivo endeudándose, pero ello resultó insostenible y terminó en nuevas crisis.

Aunque el mundo evitó una repetición de la Gran Depresión en 2007-2009, las dolorosamente lentas recuperaciones que siguieron a las caídas iniciales del PIB fueron casi tan dañinas. En vísperas de la pandemia, los ingresos globales eran un 17 por ciento menores de lo que esperaba el Fondo Monetario Internacional en su previsión de otoño de 2007.[14] La pérdida total a lo largo de todo el periodo fue de decenas de billones de dólares. Fue una catástrofe que arruinó vidas y dio poder a demagogos.

Nuestro temor, mientras terminábamos el manuscrito de la primera edición de enero de 2020, se debía a que muy pocas cosas habían cambiado. Puede que la concentración de la riqueza no haya ido a peor en la mayoría de las principales economías, pero los desequilibrios fundamentales que identificamos entre el gasto, la producción y la deuda seguían en pie. El mundo estaba aún en peligro, sobre todo por el desastre generado por un estancamiento prolongado. En el peor de los casos, se produciría una «quiebra del orden económico y financiero internacional» que recordaría al caos de la década de 1930.

A pesar del temor, también teníamos esperanza. Había solución a los problemas que habíamos identificado. Esa solución podría ser política e intelectualmente compleja, pero su existencia significaba que el mundo no estaba condenado a la guerra o la revolución. Quedaba espacio para tomar otras decisiones, y es por ello que terminamos el libro recordando a los lectores que los tipos de reformas por los que abogábamos ya se habían hecho antes, después de la Segunda Guerra Mundial. Nuestro objetivo era lograr algo similar sin la violencia que lo precedió.

Los años trascurridos desde entonces han vindicado tanto nuestros temores como nuestras esperanzas.

El coronavirus surgió casi inmediatamente después de que terminásemos nuestro manuscrito. Desde entonces ha matado a decenas de millones de personas, y muchos supervivientes han sufrido daños orgánicos a largo plazo. La economía global atravesó una convulsión sin precedentes mientras trabajadores y consumidores intentaban evitar contagiarse. La actividad empresarial cayó entre un 20 y un 30 por ciento en unas pocas semanas. El peligro era que esto llevase a despidos masivos, quiebras, ejecuciones hipotecarias y desahucios. La crisis financiera global de 2007-2009 habría parecido un mero accidente en comparación.

Afortunadamente, los responsables financieros y económicos de las principales economías lo hicieron mucho mejor que los responsables de gestionar la emergencia de salud pública. Globalmente, los Gobiernos gastaron once billones de dólares para apoyar la economía y luchar contra el virus, además de proporcionar otros seis billones de dólares en garantías crediticias para las empresas.[15]

Este apoyo no se distribuyó equitativamente. En un extremo estaba Estados Unidos, que fue tan generoso que la riqueza y la renta de los hogares crecieron durante la pandemia, mientras que la pobreza disminuyó (alrededor de la mitad del gasto público directo global para apoyar la economía vino del Gobierno federal estadounidense). Puede que los estadounidenses dejasen de ir al dentista, hacer películas o salir a cenar, pero hicieron todo lo posible para compensar todo ello reformando sus cocinas, derrochando en gimnasios caseros y equipando sus puestos de trabajo remotos. Los consumidores estadounidenses compraron un 5 por ciento más de bienes físicos en 2020 que en 2019, mientras que la inversión en construcción y renovación de viviendas subió un 7 por ciento. A pesar de ello, la producción industrial estadounidense fue un 6 por ciento menor en 2020 que en 2019, mientras que las exportaciones estadounidenses fueron un 13 por ciento menores, lo que ayuda a explicar por qué la producción económica total cayó un 3 por ciento.[16]

El problema era que el enfoque estadounidense era casi único. Aunque los Estados miembros de la Unión Europea acordaron eventualmente una financiación conjunta de un fondo común de seguro de desempleo y un fondo común de inversión,[17] los Gobiernos de muchos países europeos, especialmente aquellos que habían sufrido más durante la anterior década de crisis, creyeron que no se podían permitir ser demasiado generosos en su apoyo a los consumidores y las empresas.

Pero fue el Gobierno chino el que demostró ser el más tacaño de todos. No se pagó a las empresas para que mantuviesen los empleos, como se hizo en Australia, Canadá, el Reino Unido y gran parte de la Europa continental. Los centenares de millones de trabajadores de las ciudades costeras de China que habían migrado desde el campo eran inelegibles para el mísero subsidio de desempleo del país. Ni el Gobierno provincial ni el central dieron un paso adelante para compensar los agujeros del estado del bienestar, como se hizo en Estados Unidos. Enfrentados con la amenaza de morirse de hambre, decenas de millones de personas regresaron a sus lugares de origen para vivir como agricultores de subsistencia.

No obstante, el Gobierno chino no fue completamente pasivo. El gasto en infraestructuras se multiplicó a base de préstamos baratos por parte de bancos estatales, mientras que esos mismos prestamistas compraron moneda extranjera para abaratar el yuan y apoyar a los exportadores chinos. El resultado de esta inusual mezcla de políticas orientadas a la empresa fue que la producción total de China acabó siendo más de un 2 por ciento mayor en 2020 que en 2019, aunque el gasto de los consumidores en bienes fue un 4 por ciento menor. Para compensar la caída en el consumo de los hogares se produjo un aumento de la construcción residencial (un 8 por ciento), la inversión en infraestructuras (un 5 por ciento) y las exportaciones industriales (un 4 por ciento).[18]

Estas respuestas de Estados Unidos y China no se restringieron a ambas naciones. Las dos políticas tuvieron un impacto sustancial sobre el resto del mundo porque ambos países son parte de un sistema más amplio y conectado. La reticencia del Gobierno chino a apoyar a sus propios consumidores significaba que dependía en la práctica de consumidores extranjeros para preservar los empleos y los ingresos de los chinos —un enfoque que funcionó tan bien como lo hizo solo porque el Gobierno estadounidense estaba enviando agresivamente dinero a los consumidores estadounidenses sin límite sobre dónde y cómo gastarlo—. La respuesta de China habría tenido unas implicaciones muy diferentes para las economías china y global si la respuesta de Estados Unidos hubiese sido diferente, y lo mismo puede decirse de Estados Unidos. Los distintos enfoques explican por qué los dos países han tenido recuperaciones tan radicalmente distintas a pesar de experimentar una crisis económica similar cuando el virus golpeó por primera vez.

Para sobresimplificar solo ligeramente, tanto el Gobierno chino como los consumidores estadounidenses —estos últimos, financiados por el Gobierno federal— apoyaron a los productores chinos, incluso aunque los consumidores chinos recortaban su gasto a costa de los industriales extranjeros. El efecto neto fue un incremento masivo del déficit comercial de Estados Unidos que fue casi perfectamente igualado por un incremento masivo del superávit comercial de China. Si Estados Unidos y el resto del mundo hubiesen respondido al impacto económico del COVID-19 como lo hizo China, el resultado más probable habría sido un aumento del desempleo global, con una crisis especialmente severa en la propia China. Cuando el mundo sufre una caída repentina de la demanda de bienes y servicios, las políticas que fomentaban la producción son solo efectivas si se equilibran por otros países en lugar de apoyar el gasto de consumo adicional.

A comienzos de 2021, cuando escribimos un nuevo prefacio para la edición en rústica de este libro, éramos cautelosamente optimistas acerca del mundo pospandemia. La aguda emergencia sanitaria terminaría pronto gracias a las promesas de vacunaciones en masa y al desarrollo de potentes medicamentos antivirales. Las ganancias en productividad obtenidas con mucho esfuerzo significaban que había mucho espacio para un crecimiento rápido. Y los Gobiernos de todo el mundo —algunos de los cuales eran aconsejados por personas que habían leído Las guerras comerciales son guerras de clase— pedían ambiciosos programas de inversión pública en materias que iban desde la electrificación hasta el cuidado infantil. Parecía que volvía la socialdemocracia.

En gran medida, nuestro optimismo estaba justificado. Poco después de que los demócratas ganasen las elecciones al Senado de Georgia en enero de 2021, aprobaron el Plan de Rescate Americano, por valor de 1,9 billones de dólares. Coincidiendo casi exactamente con la «gran reapertura» impulsada por las vacunas, el empujón al poder adquisitivo de los consumidores estadounidenses —concentrado en el extremo inferior de la distribución de ingresos— fue tan masivo que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico estimó que impulsaría la tasa de crecimiento mundial en más de un punto porcentual. Aunque la mayoría de los beneficios serían para Estados Unidos, se preveía que el resto del mundo también mejoraría sustancialmente a medida que sus empresas vendiesen más bienes y servicios a los estadounidenses.[19]

Otras sociedades —especialmente, Canadá, China, Europa y Japón— podían haber seguido el ejemplo de Estados Unidos, pero decidieron no hacerlo. La consecuencia más obvia fue que su recuperación fue más lenta en comparación con este. De hecho, Estados Unidos tuvo un crecimiento tan intenso que estaba produciendo más bienes y servicios a finales de 2021 que en la previsión de la OCDE de noviembre de 2019 —y eso a pesar de una respuesta relativamente mala de salud pública y una crisis inicial relativamente profunda—. Todas las otras principales economías estaban mucho peor en comparación a lo que se esperaba antes de la pandemia.[20]

El corolario fue que el déficit comercial de Estados Unidos continuó creciendo porque la robusta demanda estadounidense de importaciones no vino acompañada de una demanda extranjera de exportaciones estadounidenses. La diferencia fue financiada pidiendo prestado a ahorradores del resto del mundo a intereses cercanos a cero. En otras palabras, los consumidores de fuera de Estados Unidos se vieron empujados por sus Gobiernos a vivir por debajo de sus medios, sin recibir nada a cambio. El mundo está peor de lo que podría haber estado.

Las buenas noticias eran que estos desequilibrios eran fundamentalmente distintos de los que precedieron a la crisis financiera de 2007-2009. A diferencia de entonces, los consumidores y empresas estadounidenses en 2021 estaban siendo protegidos por su Gobierno de los costes de malas políticas en el resto del mundo. Aún mejor, otras grandes economías parecían estar aprendiendo de la experiencia pospandémica de Estados Unidos, y estaban listas para unirse a este en 2022. La excepción más notable era China, donde el Gobierno había decidido acabar con los excesos del mercado inmobiliario sin proporcionar ningún ingreso compensador a los trabajadores y consumidores del país.

Antes de convertirse en el primer ministro de Japón, Kishida Fumio había hecho campaña por el liderazgo del gobernante Partido Liberal Democrático defendiendo una redistribución de la renta que diese a los consumidores más dinero para gastar. Aunque su predecesor, Abe Shinzo, había presidido un periodo de impresionante crecimiento de la economía japonesa, las ganancias se habían manifestado principalmente en forma de mayores beneficios empresariales y no tanto en salarios mayores para los trabajadores o mayor gasto de los consumidores. Desde que asumió el poder, Kishida ha impulsado cambios fiscales favorables a los trabajadores e incrementos masivos del gasto para apoyar a los consumidores, especialmente a los padres jóvenes.[21]

Europa también parecía estar moviéndose en la misma dirección. En febrero de 2021, Mario Draghi se convirtió en primer ministro de Italia y rápidamente firmó un acuerdo con Francia comprometiéndose a una cooperación más estrecha. Desde entonces, los dos Gobiernos han pedido que la inversión pública quede exenta de las onerosas reglas europeas sobre la deuda pública y los déficits. Mientras tanto, las elecciones neerlandesas de marzo resultaron en una nueva coalición de gobierno comprometida con un aumento del gasto social y de las inversiones verdes sin prestar atención a los límites de deuda y déficit del bloque. Hacia el verano, quedó claro que Alemania sería gobernada por una coalición liderada por los socialdemócratas, que estaban deseosos de revertir el daño causado por dos décadas de austeridad presupuestaria. Parecía cada vez más probable que los europeos tendrían finalmente los medios de trascender sus diferencias y hacer que todos sus residentes viviesen mejor.[22]

A pesar de estas razones para el optimismo, no todo iba bien. Un argumento central de este libro es que la prosperidad no es un recurso escaso, porque un aumento del consumo favorece más producción en un círculo virtuoso. Pero el boom de crecimiento que siguió a la gran reapertura fue en ocasiones acompañado de escaseces e inflación. La producción aumentó, pero no lo suficiente, al menos para ciertas mercancías.

Parte del problema fue que las decisiones realizadas en lo peor de la crisis de cerrar fábricas, cancelar órdenes de componentes críticos, desmantelar el gasto en mantenimiento e inversión y empujar a trabajadores cualificados a la jubilación anticipada dejaron a las empresas mal preparadas para el rápido rebote en el gasto de los consumidores. Estas cuestiones eran especialmente agudas en el caso de la fabricación de vehículos de motor, petróleo y gas y carne envasada y en el transporte aéreo, que eran asimismo los sectores industriales que más contribuyeron a los excesivos aumentos de precios en 2021.

El otro problema fue que la combinación de bienes y servicios demandados por los consumidores cambió de manera muy violenta en un lapso de tiempo muy corto. No se les pidió a las empresas en su conjunto que produjesen más —el gasto global real en consumo estaba muy por debajo de lo que se había predicho antes de la pandemia—, pero algunas empresas estaban enfrentándose a una demanda de los consumidores sin precedentes mientras otras estaban luchando para mantener sus pedidos. Más aún, nadie sabía si estaban experimentando un beneficio extraordinario puntual, en cuyo caso sería un error invertir más, o si había habido cambios fundamentales en lo que debía producirse. Muchas compañías decidieron obtener beneficios en lugar de planear para cuando volviese a haber crecimiento.

Esto también tuvo implicaciones para el mercado laboral. Decenas de millones de trabajadores cambiaron de empleo, más de una vez. Aquellas empresas a las que les iba francamente bien, como las de los servicios de almacenamiento y reparto, aumentaron sus salarios para conseguir sus objetivos de personal. Otros sectores —especialmente, los que habían sido fuertemente golpeados por la pandemia, como enfermería, cuidados de la infancia y hospitales— se las vieron y se las desearon para retener a sus trabajadores sin ofrecer grandes aumentos salariales. Los jefes de todo el mundo se quejaban de escasez de trabajadores al mismo tiempo que los trabajadores, especialmente aquellos en los extremos más bajos de la escala de ingresos, experimentaban sus mayores aumentos salariales en una generación.

Con el tiempo, estas fuerzas inflacionistas se habrían esfumado por sí solas. Los precios y los salarios podrían haber sido mayores que antes, lo que supondría un coste puntual de la pandemia, pero la tasa de crecimiento de los precios probablemente se habría normalizado sin la necesidad de una crisis económica que dañase desproporcionadamente a los trabajadores. Cuando entrábamos en 2022, nuestra esperanza era que la gente corriente de gran parte del mundo consolidase sus bien merecidas mejoras económicas.

Y entonces Rusia invadió brutalmente Ucrania. Más allá de la pérdida de vidas y de la destrucción de hogares, empresas e infraestructuras ucranianas, la guerra trastornó el comercio de mercancías vitales, desde fertilizantes a paladio y neón. Los europeos dejaron de comprar gas natural y combustible diésel a Rusia, poniendo así una extraordinaria presión en los suministradores y sus clientes en sitios tan lejanos como Australia, China y Estados Unidos. La amenaza de una hambruna masiva, temida desde comienzos del conflicto debido a la importancia global del trigo del mar Negro, fue evitada solo gracias a las inesperadas buenas cosechas en Latinoamérica y Australia. La decisión del Gobierno chino de reimponer confinamientos draconianos para controlar las últimas variantes del coronavirus ha reducido la presión global sobre la energía y las mercancías industriales, pero solo a un coste severo para el pueblo chino.[23]

La guerra que empezó después de que nuestro libro fuera publicado no era el tipo de guerra que nosotros temíamos. Más aún, el escenario que nos preocupaba —el debilitamiento de la Alianza Atlántica en medio de crecientes tensiones tanto entre los estadounidenses y los europeos como entre los propios europeos— no se produjo. Las diferencias que pudiesen existir eran insignificantes en comparación con el peligro planteado por la agresión rusa. A un coste considerable para sus propias empresas, los aliados, incluyendo grandes democracias asiáticas como Japón, Corea del Sur y Taiwán, acordaron rápidamente un conjunto sin precedentes de sanciones financieras y controles de exportación para paralizar la industria militar rusa.

Las sanciones no impidieron que los rusos vendiesen muchas de sus exportaciones, especialmente petróleo y gas natural, a clientes del resto del mundo. Eso fue una decepción para aquellos observadores que creían firmemente que la capacidad de ganar dólares y euros es necesariamente una fuente de fortaleza económica. Pero las sanciones fueron muy efectivas en impedir que los rusos usasen sus ganancias en divisas para importar componentes y piezas críticas, sin las cuales no podrían reemplazar sus pérdidas de equipo en el campo de batalla.

Las exportaciones, como explicamos en este libro, no son fines en sí mismos, sino el precio que cada sociedad debe pagar por el privilegio de importar bienes y servicios del exterior. Aunque a algunos críticos se les escapó este matiz, los rusos lo entendieron a la perfección. Es por ello que, al final, respondieron a las sanciones impuestas por los aliados con restricciones sobre sus propias exportaciones de mercancías valiosas, yendo incluso tan lejos como para bloquear el transporte terrestre de mercancías desde países neutrales, como el carbón desde Kazajistán.[24]

La guerra podría también tener un efecto saludable en las políticas europeas, especialmente en Alemania. Los compromisos pasados con la rectitud presupuestaria fueron abandonados rápidamente para hacer sitio a más gasto en defensa. El ministro de Finanzas alemán rechazó a sus opositores domésticos preocupados por el déficit diciendo que este gasto extra era «una inversión en nuestra libertad».[25] Mientras tanto, cargos públicos en países que habían sido más sensatos acerca de sus suministradores de energía, como Francia y España, se encontraron repentinamente en la novedosa posición de dar lecciones a sus colegas alemanes sobre las consecuencias de unas políticas irresponsables. Una escasez reciente —o, al menos, unos precios elevados— de la electricidad y el gas natural podría provocar una revisión de las normas presupuestarias europeas para facilitar una mayor inversión en fuentes de energía alternativas, incluyendo la energía nuclear.

Mientras escribo esto, a finales de 2022, el gran peligro actual es que los responsables de las principales economías sobrerreaccionen al incremento temporal de los precios atribuible a la pandemia y a la guerra. Los trabajadores de muchos países ya están sufriendo como consecuencia del aumento de los precios de los alimentos y la energía. Lo último que necesitamos es una respuesta política diseñada para revertir sus mejoras salariales amenazándolos con pérdidas de empleo. Desgraciadamente, este parece ser el enfoque preferido de los políticos en gran parte del mundo —con la admirable excepción de Japón—.

Si los responsables políticos tienen éxito en aplastar el gasto e incrementar el desempleo, probablemente aliviarán algunas escaseces y presiones inflacionarias. Pero el coste será severo. Las empresas volverán a aprender, una vez más, que no tiene sentido invertir para el crecimiento, porque los políticos ahogarán cualquier boom antes de que esas inversiones tengan la posibilidad de ser rentables. Los fabricantes de semiconductores ya han cancelado decenas de miles de millones de dólares de planes de gasto de capital en 2022, a medida que empieza a estar claro cómo piensan enfrentarse los políticos al desabastecimiento que había emergido en 2020 y 2021.[26] Los trabajadores aprenderán, de nuevo, que no se les permitirá aumentar su porcentaje de la renta nacional sin convertirse en enemigos del Estado.

Como explicamos en este libro, las décadas anteriores a la pandemia se caracterizaron por sistemáticos déficits de gasto. Unas distribuciones de ingresos sesgadas suprimieron la demanda y generaron conflictos sobre quién podría obtener ingresos en un mercado estancado. Los conflictos internacionales sobre desequilibrios de mercado eran síntomas de este problema fundamentalmente global. Aunque el boom de 2021 dio pistas acerca de cómo el mundo podía escapar de esta trampa, la voluntad de volver a las viejas recetas en 2022 implica que no hay todavía un consenso intelectual y político en torno a ello. Las circunstancias han cambiado dramáticamente desde que finalizamos el manuscrito original, pero el mensaje de Las guerras comerciales son guerras de clase sigue siendo tan relevante como siempre.

MATTHEW C. KLEIN,

noviembre de 2022

[14]FMI, «Historical Economic Outlook Forecast Database», https://www.imf.org/external/pubs/ft/weo/data/WEOhistorical.xlsx.

[15]FMI, «Fiscal Policies in Response to Covid-19 Database».

[16]Oficina de Análisis Económico de Estados Unidos, «National Income and Product Accounts», tablas 1.5.3 y 2.6; Consejo de la Reserva Federal, «Financial Accounts», tabla L. 101; Consejo de la Reserva Federal, «Industrial Production and Capacity Utilization».

[17]Comisión Europea, «Report on the European Instrument for Temporary Support to mitigate Unemployment Risks in an Emergency (SURE) following the COVID19 outbreak pursuant to Article 14 of Council Regulation (EU) 2020/672», 22 de septiembre de 2021, https://ec.europa.eu/info/sites/default/files/economy-finance/sure_one_year_on.pdf; Comisión Europea, «Recovery Plan for Europe», https://ec.europa.eu/info/strategy/recovery-plan-europe_en.

[18]Oficina Nacional de Estadística (China), «Households’ Income and Consumption Expenditure, 2020», 19 de enero de 2021, https://www.stats.gov.cn/english/PressRelease/202101/t20210119_1812523.htlm.

[19]Matthew C. Klein, «The Global Recovery Is Made in the U.S.A. We’re Better Off For It», Barron’s, 12 de marzo de 2021, https://www.barrons.com/articles/theglobal-recovery-is-made-in-the-u-s-a-were-better-off-for-it-51615585501.

[20]Matthew C. Klein, «What Should We Do About Inflation? (Part 1)», The Overshoot, 14 de junio de 2022, https://theovershoot.co/p/what-should-we-do-about-inflation.

[21]Matthew C. Klein, «Fumio Kishida’s ‘New Capitalism’ Might Be Just What the Country Needs», The Overshoot, 8 de octubre de 2021, https://theovershoot.co/p/fumiokishidas-new-japanese-capitalism.

[22]Matthew C. Klein, «The Overshoot’s 2021 Year in Review», The Overshoot, 24 de diciembre de 2021, https://theovershoot.co/p/the-overshoots-2021-year-in-review.

[23]Matthew C. Klein, «Beijing is Tanking the Domestic Economy —And Helping the World», Financial Times, 16 de agosto de 2022, https://www.ft.com/content/3ac0e731-ce11-4f1d-94fa-deda8b27322c.

[24]Matthew C. Klein, «On the Russian Oil Sanctions», The Overshoot, 2 de junio de 2022, https://theovershoot.co/p/russia-sanctions-update-april-imports; Vasily Milkin y Ksenia Potaeva, «Ministry of Energy Proposes to Ban the Transit of Kazakh Coal», Vedomosti, 2 de noviembre de 2022, https://www.vedomosti.ru/business/2022/11/03/948673-minenergo-predlagaet-zapretit-tranzit-kazahstanskogo-uglya.

[25]Reuters, «Germany’s hike in defense spending will be financed by debt - minister», Financial Post, 27 de febrero de 2022, https://financialpost.com/pmn/business-pmn/germanys-hike-in-defense-spending-will-be-financed-by-debt-minister.

[26]Mark Gurman y Debby Wu, «Intel is Planning Thousands of Job Cuts in Face of PC Slump», Bloomberg, 11 de octubre de 2022, https://www.bloomberg.com/news/articles/2022-10-11/intel-is-planning-thousands-of-job-cuts-in-face-of-pc-slowdown; Ben Blanchard y Sarah Wu, «TSMC cuts capex on tool delays, demand woes: cautious on outlook», Reuters, 13 de octubre de 2022, https://www.reuters.com/technology/tsmc-q3-profit-jumps-80-beats-market-expectations-2022-10-13/; Sohee Kim, «SK Hynix Cuts Capex in Half with ‘Unprecedented’ Demand Drop», Bloomberg, 25 de octubre de 2022, https://finance.yahoo.com/news/sk-hynix-halve-2023-capital-231425173.html.

Agradecimientos

Este libro es un proyecto conjunto entre dos autores que viven a seis mil millas de distancia —un acuerdo genuinamente transpacífico entre San Francisco y Pekín—. Aunque el producto final es nuestro, gran parte del mismo se ha beneficiado de las ideas y el talento de otros. Como muchas otras cosas en la moderna economía global, nuestro libro no habría sido posible sin las contribuciones de muchas personas de todo el mundo.

Matt querría empezar agradeciendo a los maestros que le enseñaron a escribir y pensar críticamente mucho antes de entrar en el periodismo, especialmente, a Earl Bell, Ted Bromund, David Bromwich y Donald Kagan. Su influencia ha sido inestimable a lo largo de su carrera. Matt también querría agradecer a sus antiguos colegas de Bridgewater por enseñarle economía y finanzas, así como por introducirle a los escritos de Michael sobre China y la balanza de pagos.

Michael querría agradecer a los brillantes estudiantes de su seminario sobre bancos centrales en la Universidad de Pekín, con los cuales discutió estas y otras cuestiones muchas veces y que le obligaron a comprender las cuestiones básicas.

Matt querría agradecer a la Fundación Marjorie Deane de Periodismo Financiero por facilitarle sus primeros pasos como escritor mediante una beca en TheEconomist. Tuvo la fortuna de tener muchos mentores y editores excelentes a lo largo de los años, incluyendo a Ryan Avent, Clive Crook, Cardiff Garcia, James Greiff, Brian Hershberg, Greg Ip, Izabella Kaminska, Zanny Minton-Beddoes y Robert Sabat. Matt querría agradecer especialmente a Sebastian Mallaby, que, hace casi una década, contrató a Matt como ayudante de investigación para trabajar en una biografía de Alan Greenspan. Sebastian fomentó las ambiciones de Matt en una época en la que convertirte en escritor parecía la peor forma de ganarte la vida. Siempre ha sido una valiosa fuente de consejos sobre decisiones profesionales —especialmente la decisión de escribir este libro—.

Preparar la propuesta y encontrar al editor adecuado no ha sido fácil. Además de a Sebastian, agradecemos a Tim Harford, Anna Pitoniak, Reiham Salam, Amir Sufi y Martin Wolf, que fueron increíblemente generosos con sus sugerencias y sus contactos personales.

Ha sido un placer trabajar con Yale University Press. Nos gustaría agradecer a Seth Dilchik, Laura Jones Dooley, Dorothea Halliday, Kristy Leonard, Karen Olson y Margaret Otzel su apoyo y su consejo a todo lo largo del proceso. Agradecemos también al revisor anónimo, que proporcionó útiles sugerencias para mejorar el manuscrito. Bill Nelson transformó la hoja de cálculo de Matt en elegantes ilustraciones.

Muchas de las ideas de este libro son el producto de conversaciones con otras personas. Aunque muchos han contribuido a nuestro pensamiento, agradecemos especialmente a Robert Aliber, Kenneth Austin, Ed Conway, sobre Bretton Woods; Brad Delong, Niall Ferguson, Jacob Feygin, Marcel Fratzscher, sobre Alemania; a Cardiff Garcia, al embajador Jorge Guajardo, a Stephanie Kelton, al formidable veterano de Wall Street Robert Kowit, a George Magnus, Sebastian Mallaby, Atif Mian, Julio Mota, Christian Odendahl, Zoltan Pozsar, Dani Rodrik, Reihan Salam, Martin Sandbu, Srinivas Thiruvadanthai, Adam Tooze, Kelle Tsai, sobre los bancos informales en China; a Ángel Ubide, Duncan Weldon, Martin Wolf y Gabriel Zucman.

Brad Setser y Harry X. Wu también nos proporcionaron generosamente sus datos sobre el comercio manufacturero, la acumulación global de reservas externas y la productividad china. Durante nuestras muchas reuniones en la oficina del Fondo Monetario Internacional en Pekín, nuestro anfitrión, Alfred Shipke, junto con Logan Wright, Rodney Jones y Chen Long, pasaron horas dándose y quitándose la razón sobre la evolución de la economía china, y de todas estas discusiones Michael tomó muchas de nuestras mejores ideas.

Las sugerencias y las críticas de Christian Odendahl y Adam Tooze mejoraron inmensamente el capítulo sobre Alemania y Europa. Cardiff Garcia y Sebastian Mallaby nos hicieron comentarios inestimables con respecto a la introducción, el capítulo sobre el papel del dólar en el sistema financiero global y las conclusiones. Ed Eyerman y un profesor de la Universidad de Pekín que prefiere permanecer en el anonimato leyeron todo el libro y nos ofrecieron valiosos consejos, y Shenglong Tian fue de gran ayuda revisión tras revisión. Los padres de Matt, Andrew y Lisa, y la esposa de Matt, Frances, leyeron todo el manuscrito, incluyendo múltiples versiones de determinadas secciones. Sus preguntas y correcciones fueron esenciales.

Uno de los temas de este libro es que las decisiones que se toman en un sitio tienen efectos inesperados en otros. Matt decidió trabajar en un libro sin reducir el tiempo que dedicaba a su trabajo diario, y Frances sufrió las consecuencias de tener un marido ocupado durante incontables noches, mañanas y fines de semana. Matt le agradece su comprensión y apoyo.

Introducción

Casi todo el mundo está conectado por el comercio y los sistemas financieros globales. Cuando compramos algo, vamos al trabajo o ahorramos, nuestras acciones afectan a miles de millones de personas a miles de millas de distancia —al igual que otras personas al otro lado del mundo nos afectan todos los días con sus decisiones mundanas—.

Aunque estos vínculos económicos tienen muchos beneficios, también pueden transmitir problemas de una sociedad a otra. Los que viven en un país son en ocasiones responsables por lo inasequible de la vivienda, las crisis de deuda, el desempleo y la polución en otro. El Gobierno chino persigue a los sindicalistas y ofrece préstamos bancarios baratos a los inversores inmobiliarios y los trabajadores industriales estadounidenses pierden sus empleos. Las empresas alemanas reducen los salarios y el Gobierno alemán recorta el gasto social y los españoles se encuentran con una burbuja inmobiliaria.

La tesis de este libro es que las crecientes desigualdades dentro de los países precipitan los conflictos comerciales entre ellos. Es este, en última instancia, un argumento optimista: no creemos que el mundo esté destinado a soportar un conflicto de suma cero entre naciones o bloques económicos. Los chinos y los alemanes no son el mal, ni tampoco vivimos en un mundo en el que los países solo pueden prosperar a costa de otros. Los problemas de las últimas décadas no tienen sus raíces en el conflicto geopolítico o en unos caracteres nacionales incompatibles. Han sido causados más bien por unas transferencias masivas de ingresos hacia los ricos y las empresas que estos controlan.

Las personas normales en todo el mundo están siendo privadas de poder adquisitivo —y engañadas por chovinistas y oportunistas para que crean que sus intereses son fundamentalmente incompatibles—. Un conflicto global entre clases económicas dentro de los países está siendo malinterpretado como una serie de conflictos entre países con intereses rivales. El peligro está en una repetición de la década de 1930, en la que la ruptura del orden económico y financiero internacional socavó la democracia y fomentó un nacionalismo virulento. Entonces, las consecuencias fueron la guerra, la revolución y el genocidio. Afortunadamente, las cosas no son ni de lejos tan graves ahora como lo eran entonces. Pero esto no es una excusa para la complacencia.

La escalada en la disputa comercial entre los Gobiernos de China y Estados Unidos es la demostración más obvia de los riesgos. Entre 2002 y 2010, los votantes en circunscripciones al Congreso en las que muchas empresas fabricaban bienes que competían con las importaciones de China eligieron a representantes crecientemente extremistas —de izquierdas y de derechas—. Donald Trump, que se distinguía en parte de otros republicanos por su hostilidad al comercio y hacia China en particular, ganó en ochenta y nueve de los cien condados más afectados por la competencia de las importaciones chinas en las primarias republicanas de 2016. Algunas estimaciones muestran que habría perdido las elecciones generales si no hubiese sido por la radicalización inducida por la cuestión comercial de los votantes de Míchigan, Pensilvania y Wisconsin.[27]

Como presidente, Trump ha seguido por esa vía imponiendo aranceles punitivos a la mayor parte de las importaciones chinas, designando oficialmente a ese país como un «manipulador monetario» y bloqueando las inversiones chinas en las empresas estadounidenses. A diferencia de la mayoría de las otras políticas de Trump, el enfrentamiento con China acerca del comercio ha sido popular a lo largo de todo el espectro político estadounidense. Charles Schumer, el líder demócrata en el Senado, alabó los aranceles punitivos de 2018 porque «China es nuestro verdadero enemigo comercial» y «amenaza a millones de futuros trabajos estadounidenses».[28]

Este consenso político se basa en una verdad importante: las políticas del Gobierno chino antes de 2008 destruyeron millones de empleos estadounidenses e inflaron la burbuja de deuda inmobiliaria. Las cosas han mejorado algo desde entonces, pero la durabilidad de esta mejora es tenue, en el mejor de los casos, y el país sigue siendo una rémora para la economía global.[29]

Y, no obstante, no hay conflicto económico entre Estados Unidos y China como países. El pueblo chino no es el enemigo. Hay más bien un conflicto entre clases económicas dentro de China que se ha extendido a Estados Unidos. Las transferencias sistemáticas de riqueza de los trabajadores chinos a las élites chinas distorsionan la economía china estrangulando el poder adquisitivo y subsidiando la producción a costa del consumo. Eso, a su vez, distorsiona la economía global creando excedentes de bienes industriales y aumentando los precios de las acciones, los bonos y los bienes inmuebles. El subconsumo chino destruye empleos en otros sitios, mientras que unos valores inflados de los activos llevan a los ciclos devastadores de booms, colapsos y crisis de deuda.

Las políticas de China no solo dañan a los estadounidenses, también a los trabajadores corrientes de China y a sus pensionistas. Los trabajadores chinos están mal pagados en relación con el valor de lo que producen y tienen que pagar demasiados impuestos. No pueden acceder a los bienes y servicios que deberían ser capaces de permitirse. Respiran aire contaminado y beben agua contaminada porque muchos funcionarios gubernamentales locales sitúan los intereses financieros de los políticamente bien conectados propietarios de empresas por encima del bienestar del público.

La inevitable consecuencia fuera de China es una combinación de caída del empleo y aumento de la deuda. Los estadounidenses han asumido gran parte de estos costes, gracias en parte a la colusión de los intereses empresariales estadounidenses con los de los políticos e industriales chinos.

Los aranceles y la retórica nacionalista no resolverán los desequilibrios de China, pero probablemente sí reforzarán la creencia equivocada —en ambos lados— de que China y Estados Unidos tienen intereses económicos incompatibles. Unos agravios legítimos mal manejados podrían amenazar la paz internacional sin ni siquiera solucionar los problemas subyacentes. Las guerras de clase ya están causando guerras comerciales, como lo hicieron en el pasado. Sería una tragedia si llevasen a algo peor.

Por otro lado, no hacer nada no es una opción. La economía china es demasiado grande como para que el resto del mundo acepte de manera pasiva las consecuencias de sus distorsiones internas. Podría resultar extraño pensar en las políticas económicas domésticas de China como sujeto legítimo para la diplomacia internacional, pero se trata de una implicación necesaria de las conexiones globales que vinculan a la humanidad. Convencer a las élites chinas de que permitan que los trabajadores chinos consuman una parte mayor de lo que producen es uno de los grandes desafíos políticos de nuestra era. Revertir las transferencias de los ciudadanos corrientes a los ricos a lo largo de los últimos treinta años está en el interés tanto de la población china como de la estadounidense.

Es mucho menos probable que la situación en Europa derive en una confrontación militar, pero en cierta medida su confusión intelectual y sus patologías domésticas son incluso peores. A lo largo de los últimos años, Europa, no China, se ha convertido en la mayor amenaza a la economía mundial, y por razones similares: los Gobiernos, primero en Alemania y después en todo el continente, han aumentado los impuestos al consumo, desmantelado protecciones al mercado de trabajo y empujado a millones de personas a trabajos mal pagados a tiempo parcial. Como en China, los trabajadores europeos son cada vez más incapaces de permitirse comprar lo que producen. Desde comienzos de 2010, el gasto por hogar en la zona euro ha crecido apenas a la mitad de la tasa de la producción global.[30]

Aunque hay importantes diferencias entre China y Europa —por ejemplo, los europeos han recortado el gasto en infraestructuras hasta el punto en que los puentes y las carreteras se están volviendo inutilizables—, las similitudes son más importantes por cómo afectan a la prosperidad económica global. Hoy, el impacto global de las distorsiones internas en Europa es casi tan grande como el impacto de los desequilibrios de China en su momento álgido en vísperas de la crisis financiera de 2008.

Antes de 2012, Europa en su conjunto no mostraba desequilibrios en relación con el resto del mundo porque los desequilibrios domésticos dentro de ciertos países, especialmente Alemania, eran absorbidos por otros europeos, particularmente los países en crisis, como España, Grecia, Italia, Irlanda, Portugal y los países bálticos. Los alemanes consumían menos de lo que producían e invertían poco en su país, lo que generaba grandes superávits con el resto del mundo. Al mismo tiempo, españoles, griegos y otros experimentaban un boom, gastando mucho más de lo que ganaban y endeudándose para cubrir la diferencia. En los años anteriores a la crisis financiera global, España tenía el segundo mayor déficit comercial del mundo, solo detrás de Estados Unidos, mientras que Grecia, un país de solo once millones de habitantes, tenía el quinto mayor. Pero las patologías de Alemania —aumento de la desigualdad, depresión del consumo y subinversión sistemática— eran una anticipación de lo que le esperaba al resto del continente.[31]

Los nacionalistas han respondido avivando los prejuicios étnicos mientras permitían a las élites pasar por alto las cuestiones económicas fundamentales. Los políticos alemanes demandaron que el Gobierno griego pagase sus deudas —muchas de las cuales habían sido adquiridas por bancos alemanes durante el boom— vendiendo islas. Los tabloides fueron más allá y sugirieron la liquidación de tesoros nacionales, como la Acrópolis de Atenas. El Gobierno griego respondió reviviendo antiguas demandas de reparaciones por las atrocidades nazis. En una fecha tan reciente como 2017, Jeroen Dijsselbloem, el entonces ministro de Finanzas neerlandés y presidente del Eurogrupo, culpó de la crisis a gente que «se gasta todo el dinero en bebida y mujeres y después pide ayuda».[32]

Que los tabloides realicen afirmaciones tan estúpidas ya es muy malo, pero que los políticos malinterpreten la crisis hasta el punto de que adjudiquen culpas por características nacionales no es solo irresponsable, sino erróneo. La crisis europea no fue originada por un conflicto entre alemanes fascistas y griegos deshonestos: se trataba de la distribución de los ingresos. Las políticas alemanas desarrolladas en respuesta a los shocks gemelos de la unificación y la liberación poscomunista del este de Europa transfirieron poder adquisitivo de los trabajadores y los jubilados a los ultrarricos, lo que a su vez obligó a los vecinos de Alemania a tolerar una combinación de creciente desempleo y elevado endeudamiento. El triste resultado fue que los líderes alemanes socavaron lo que debería haber sido una de las transformaciones más positivas de la época moderna: la creación de una Europa saludable y unificada. El peligro ahora es que Europa y Estados Unidos —las dos mayores economías del mundo— entren en una guerra comercial propia, socavando tanto la prosperidad global como la muy importante alianza entre las democracias mundiales.

Todo lo viejo vuelve a ser nuevo

Esta no es la primera vez que la economía global ha sido distorsionada por un aumento de la desigualdad. En muchos sentidos, la situación actual recuerda al mundo de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Entonces, la extremadamente desigual distribución de los ingresos en los países europeos ricos hacía que los trabajadores no pudiesen permitirse consumir todos los productos industriales que producían. Mientras tanto, los ricos tenían muchísimo dinero para invertir, pero carecían de oportunidades atractivas en casa. No tenía sentido construir más fábricas cuando los consumidores locales no podían comprar más bienes. Si la distribución de los ingresos hubiese sido más desigual, los trabajadores habrían tenido más poder adquisitivo y hubiesen sido capaces de permitirse consumir todo lo que producían, mientras que los ricos lo habrían tenido más fácil para generar la rentabilidad que deseaban de sus inversiones.

Las élites de esa época rechazaron esa opción, pero también querían evitar que el desempleo aumentase hasta el punto de provocar revoluciones. Su solución fue traspasar su exceso de producción a mercados cautivos en el exterior. Extranjeros en posesiones imperiales y Estados cuasi independientes comprarían los bienes que los locales no podían permitirse y luego pagarían por los mismos pidiendo prestado a tipos de interés relativamente altos garantizados por ejércitos de ocupación y cañoneros. Los inversores británicos, franceses, neerlandeses y alemanes financiaron proyectos en Australia, Latinoamérica, Canadá, África, India, China y el sudeste asiático. También construyeron ferrocarriles y exportaron de todo, desde maquinaria a equipo militar y bienes de lujo. La conquista violenta fue la consecuencia lógica de las distorsiones macroeconómicas creadas por una extrema desigualdad.

Esto lo reconocían astutos observadores de la época. Según el economista y crítico social británico John A. Hobson, la necesidad de encontrar salidas para el «excedente de capital que no puede encontrar inversiones factibles dentro del país» era la explicación central del imperialismo estadounidense y europeo. El problema subyacente era un sistema económico y político que «ponía grandes excedentes en las manos de una plutocracia». La concentración de los ingresos dio a los ricos «un exceso de capacidad de consumo que no pueden usar» a coste de todo lo demás. Esto, en última instancia, es contraproducente, dado que «solo el consumo da vida al capital y lo vuelve capaz de generar beneficios». Los ahorradores ricos, por tanto, tenían que buscar «nuevas áreas para inversión y especulación rentables». Finalmente, esta búsqueda favoreció que unos poderosos intereses domésticos «colocasen una parte cada vez mayor de sus recursos económicos fuera del área de su actual dominio político, y que después estimulasen una política de expansión para hacerse con nuevos territorios».

Las buenas noticias eran que la combinación tóxica de desigualdad e imperialismo podría ser pacíficamente resuelta cambiando la distribución de los ingresos. «Los mercados domésticos —escribió Hobson— son capaces de una expansión infinita» en la medida en que «la “renta” o el poder para demandar mercancías estén distribuidos de manera apropiada» entre la gente. «No hay necesidad de abrir nuevos mercados externos», escribió Hobson, porque «todo lo que se produce en Inglaterra puede consumirse en Inglaterra».[33]

Hobson expuso este argumento en 1902. Nadie le hizo caso. Doce años más tarde, el mundo que describió fue destrozado por la Primera Guerra Mundial, aunque las dinámicas no cambiaron. En la década de 1920, los estadounidenses ricos eran la fuente del excedente, y fueron los europeos los que se vieron obligados a absorberlo. Más recientemente, Kenneth Austin, un economista del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, señaló que las ideas de Hobson se podrían aplicar perfectamente a las actuales China, Japón y Alemania, con Estados Unidos actuando como el sumidero de los excedentes extranjeros. A finales del siglo XIX, en la década de 1920 y en la actualidad, el daño causado por unas distribuciones de ingresos extremadamente desiguales se ha extendido a otros países a través del comercio y los sistemas financieros globales.[34]

Hobson reconocía que todo el mundo —o casi todo el mundo— podía mejorar a través de transferencias de los ultrarricos a la gente corriente, especialmente en aquellos lugares donde la desigualdad es más extrema. También se dio cuenta de que una moderada redistribución dentro de las naciones podía resolver pacíficamente los conflictos económicos entre ellas. Desgraciadamente, sus ideas fueron ignoradas y olvidadas. También parecían innecesarias durante los años del boom de mediados del siglo XX. Pero los rápidos incrementos de la desigualdad y la profundización de los vínculos económicos que atraviesan las fronteras nacionales desde el final de la Guerra Fría han hecho que la sabiduría de Hobson sea más relevante que nunca. El desafío es intelectual (conseguir que la gente aprecie este punto de vista) y político (derrotar unos intereses arraigados que se benefician del statu quo).