Las iglesias ortodoxas en España - Francisco Díez de Velasco - E-Book

Las iglesias ortodoxas en España E-Book

Francisco Díez de Velasco

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El cristianismo ortodoxo es en la actualidad la tercera minoría religiosa en España por número de seguidores. Esta introducción a las iglesias ortodoxas presentes en España constituye una estupenda y pionera radiografía, profusamente ilustrada, de una realidad mucho más plural y presente de lo que pudiera parecer a primera vista.

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Akal / Universitaria / Serie Religiones y mitos / 297

Francisco Díez de Velasco (ed.), María Victoria Contreras, Roberto Carlos Rodríguez, Sergio Pou y Óscar Salguero

Las iglesias ortodoxas en España

El cristianismo ortodoxo es en la actualidad la tercera minoría religiosa en España por número de seguidores. El presente libro, la primera introducción a las iglesias ortodoxas presentes en España que ve la luz, aspira a dar a conocer un conjunto de iglesias cuya presencia en nuestro país, cada vez más visible, se sustenta no solo en el peso de los fenómenos migratorios –tan importantes en el caso de los rumanos– o en el impacto del turismo –básico en el caso de los rusos–, sino también en la conversión de españoles a estos modelos cristianos que tanta solera e historia compartida presentan, también, con el mundo hispánico.

Fruto de un trabajo sistemático de investigación llevado a cabo por un equipo de cinco especialistas en el estudio de las minorías religiosas, esta ambiciosa obra se nutre del trabajo de campo y de las entrevistas realizadas a párrocos y responsables en España tanto de los principales patriarcados –el de Constantinopla, el de Moscú y la Iglesia Ortodoxa de Rumanía– y las congregaciones propiamente españolas –la Iglesia Ortodoxa Española o la Iglesia Ortodoxa Hispánica– como de otras redes con menor implantación, como las de la Iglesia Copta, la Armenia, la Búlgara o la Georgiana.

Francisco Díez de Velasco, coordinador de la obra, es catedrático de Historia de las Religiones de la Universidad de La Laguna. En Ediciones Akal ha publicado La historia de las religiones. Métodos y perspectivas (2005), Religiones en España. Historia y presente (2012) y El budismo en España. Historia, visibilización e implantación (2013). Roberto Carlos Rodríguez, Óscar Salguero, María Victoria Contreras y Sergio Pou completan la nómina de autores del volumen.

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Foto 1: Cruz ortodoxa en la cúpula de la Iglesia de San Miguel Arcángel, Altea, Alicante.

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Este trabajo se ha realizado en el contexto del proyecto de investigación «Iglesias ortodoxas en España», inserto en el contrato de I + D entre la Fundación Pluralismo y Convivencia y la Universidad de La Laguna (2012-2015).

La investigación en la que se basa el capítulo segundo se enmarca en el proyecto «La Historia de las Religiones y el Estudio de las Religiones en España antes del Concilio Vaticano II» (HAR2011-25292) del Plan Nacional de I + D + I.

El contenido de este libro ha sido revisado y validado por la Secretaría de la Asamblea Episcopal Ortodoxa de España y Portugal.

Créditos fotográficos: María Victoria Contreras Ortega, fotos 16, 29 y 30; Francisco Díez de Velasco, fotos 1 a 14, 33 y 40; Sergio Pou Hernández, fotos 15, 35, 36 y 37; Roberto Rodríguez González, fotos 17 a 27, 31, 32, 38 y 43; Oscar Salguero Montaño, fotos 28, 41, 42, 44, 45, 46 y 47; cedidas por Andrei Kordochkin, fotos 34 y 39.

© Los autores, 2015

© Ediciones Akal, S. A., 2015

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4202-0

Introducción

ortodoxos en españa

Francisco Díez de Velasco

Los cristianos ortodoxos y orientales representan en torno al 10% del cristianismo mundial. De los algo más de 2.000 millones de cristianos que se contabilizan en las estadísticas usuales, y que configuran la mayor religión actual por número de seguidores, la gran mayoría la forman los católicos que superan los 1.000 millones y siguen las diversas iglesias evangélicas y cristianas independientes con 800 millones. Por su parte, ortodoxos y orientales conforman un grupo de iglesias muy diverso que en su conjunto supera los 200 millones de fieles.

Ortodoxos, católicos, evangélicos, son nombres por medio de los que se intentan acotar diferencias, pero de los que no podemos dejar de exponer las limitaciones en aras de una reivindicación de universalidad, corrección doctrinal o cercanía con los mensajes del fundador del cristianismo que cada uno de los conjuntos que los aplican, en su propia medida, busca apuntalar. Evangélicos, que intenta diferenciar la opción que surge de la Reforma de Lutero, resulta una denominación que todos compartirían en tanto que definiría a los seguidores de los Evangelios, textos nucleares del cristianismo. La separación previa, la que alejó a los que llamamos ortodoxos de los que denominamos católicos, también juega con la elección de un término prestigioso. Ortodoxo (orthodóxos) quiere decir seguidor de la recta doctrina, que nombraría a quienes están en el correcto camino, que no se han desviado. Por su parte católico (katholikós que se podría traducir como conforme al todo, es decir, general o incluso universal: véase en general Cunningham, 2014, cap. 1, o Binns, 2009, pp. 5-7, para el concepto de ortodoxia) se refiere a la vocación común a toda forma de cristianismo, una religión marcadamente universalista desde los primeros momentos en que se fue caracterizando como una opción diferencial respecto del judaísmo. Así las iglesias que llamamos ortodoxas no renuncian a su catolicidad y suelen portar este nombre cuando buscan definirse de modo extenso: son católicas, aunque no romanas. Y la Iglesia Romana, la que acota su nombre como Católica, tampoco renuncia a su carácter de seguidora de la recta doctrina y las correctas enseñanzas y prácticas cristianas, no deja de reivindicar su vocación ortodoxa. Ambas, además, se consideran evangélicas aunque no tengan únicamente a las escrituras como fuente de la doctrina y otorguen una destacada importancia también a la tradición configurada por las palabras de los Padres de la Iglesia y las decisiones de los concilios. Podemos constatar en este asunto una doble pulsión de carácter general en el cristianismo hacia lo común y hacia lo diferencial que volveremos a revisar en otras ocasiones a lo largo de este libro específicamente para el caso ortodoxo.

Una vez hechas estas puntualizaciones sobre la convergencia en torno al prestigio de todas las anteriores denominaciones, nos centraremos solamente en el conjunto al que convencionalmente se suele nombrar como iglesias ortodoxas y orientales.

El grupo más numeroso de este tipo de cristianos lo forman las iglesias ortodoxas, que superan los 160 millones de fieles, mayoritariamente situados en Europa del Este, siendo la más grande en seguidores la Iglesia Ortodoxa Rusa que se organiza en torno al Patriarcado de Moscú y tiene cerca de 100 millones de fieles, seguida de las ucranianas (que están divididas en varios grupos que rondan los 35 millones), la Rumana (con 18 millones), la Griega (con 11 millones) y la Serbia (con 8 millones), de entre las que más seguidores tienen.

Por su parte las iglesias orientales, situadas en Oriente Medio y África resultan muy variadas en tamaño y cantidad de seguidores; las más numerosas son la Iglesia Etíope con cerca de 40 millones y la Copta por una parte y la Armenia por otra con cerca de 5-6 millones de fieles cada una.

La emigración de población que se ha producido desde países en los que estas confesiones cristianas son mayoritarias ha llevado a su creciente expansión en Europa occidental, América y más allá. Así, la globalización religiosa que caracteriza nuestro presente está llevando a la transformación de los cristianismos ortodoxos y orientales en propuestas religiosas de destacado impacto mundial.

En ese contexto se inscribe el notable crecimiento en España de estas opciones cristianas. Los números son muy reveladores. Hoy en día hay en nuestro país cerca de un centenar de iglesias ortodoxas rumanas que intentan servir a una feligresía teórica que ronda, sino supera, el medio millón de personas (aunque también hay muchos rumanos en España que no muestran interés por la religión o han optado por otras propuestas distintas de la ortodoxa). En todo caso, conforman, con diferencia, el conjunto de ortodoxos más numeroso en España en la actualidad. Le siguen ucranianos, rusos, búlgaros, moldavos y una larga lista de otros grupos nacionales que en ocasiones han llegado a poner en marcha iglesias propias o que, en otros casos, encuentran acomodo entre las propuestas que les resultan más afines o también en la red de parroquias y centros de culto que ha puesto en marcha el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, pues una de sus misiones es ofrecer atención religiosa a fieles ortodoxos sin distinción de nacionalidad. Todas estas iglesias, entre las que también hay que constatar la presencia de las propuestas cristianas orientales, como la copta o la armenia, suman en torno a otro centenar más de parroquias y centros de culto a añadir a los mayoritarios rumanos. En general los cristianos ortodoxos y orientales en España han puesto en marcha por tanto más de dos centenares de lugares estables de culto diseminados por toda la geografía nacional, que sirven a una población teórica que podría llegar a superar los 700.000 fieles (e incluso hasta el millón), aunque estos datos son muy aproximados e inseguros (es mejor pensar quizá en un entorno de 400.000, como plantearemos de modo tentativo más adelante en el capítulo segundo). Hay que tener presente que la identificación religiosa ortodoxa no es evidente en muchas de estas personas computadas que, además, caso de seguir una práctica religiosa continuada (asunto no siempre habitual en la ortodoxia) desde luego colapsarían los centros de culto disponibles cuya capacidad máxima no permite albergar ni una décima parte de esas cifras (pero resulta en este punto necesario distinguir, como también ocurre entre los católicos, entre confesión o identificación religiosa y práctica religiosa). En el panorama religioso español, en todo caso, forman la tercera minoría religiosa tras los musulmanes y los cristianos evangélicos (que superan ambos el millón de seguidores: Díez de Velasco, 2012, p. 22). Son más del 1% de la población que vive en España y están presentes con centros de culto en todas las comunidades autónomas y en casi todas las provincias.

No resulta por tanto extraño que desde el 15 de abril de 2010 la Comisión Asesora de Libertad Religiosa del Ministerio de Justicia haya reconocido a la Iglesia Ortodoxa el notorio arraigo en España: cumplen desde luego con los requisitos tanto de número como de implantación.

Éste es justamente el contexto que determina la presente investigación, pionera en nuestro país y que se inscribe en un conjunto que refleja, entre los ya numerosos estudios patrocinados por la Fundación Pluralismo y Convivencia, el interés por presentar una primera aproximación respecto de las características de las confesiones de notorio arraigo en España y sobre las que ya ha visto la luz el trabajo dedicado al budismo (Díez de Velasco, 2013a), y se esperan los que tratan específicamente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y de los Testigos de Jehová.

Contábamos de todos modos con los avances que sobre la presencia en nuestro país de cristianos ortodoxos se incluían en las monografías sobre la diversidad religiosa en diferentes comunidades autónomas promovidas desde esa misma fundación. Los análisis de estos datos constituyen capítulos con gran cantidad de información y síntesis muy útiles en los casos de Cataluña (Estruch, 2007), Comunidad Valenciana (Buades y Vidal, 2007), Castilla-La Mancha (Hernando de Larramendi, 2009), Andalucía (Briones y Tarrés, 2010), Aragón (Gómez y Franco, 2009) y Castilla y León (Valero y Moreno, 2012), pero se incluyen también informaciones en el resto de los volúmenes hasta ahora publicados (López, 2007, pp. 71-73, 182-183; Díez de Velasco, 2008, pp. 108-110; Ruiz Vieytez, 2010, pp. 81-94; Montes y Martínez, 2011, pp. 122-125; Lasheras, 2012, pp. 105-106).

El presente libro se ha dividido en cuatro partes y tiene la autoría de cada una de ellas un miembro del equipo de investigación, que es sobre quien ha recaído la labor de redacción de la misma. Hay tres dedicadas a patriarcados específicos, que se han singularizado por la importancia del impacto de los mismos en nuestro país. La parte primera (capítulos 3 a 5), que firma María Victoria Contreras, se ha dedicado al Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, el que tiene la prelación honorífica entre las iglesias ortodoxas y presenta el máximo rango canónico en España ya que constituye desde 2003 un arzobispado con sede en Madrid, ubicado en el centro de culto ortodoxo del país con una más dilatada historia, la Iglesia de los Santos Andrés y Demetrio, edificio exento ubicado en un barrio residencial de Madrid que desde aquel momento ostenta la categoría de catedral. La segunda (capítulos 6 a 9), redactada por Roberto Carlos Rodríguez se dedica a la Iglesia ortodoxa de Rumanía, la que mayor número de fieles y parroquias tiene en España y que ha elevado en 2007 al rango de obispado su estructura en nuestro país. La tercera (capítulos 10 a 13), firmada por Sergio Pou, se centra en el Patriarcado de Moscú que, aunque tiene una estructura canónica de inferior nivel, pues está liderada por un archimandrita que depende de la autoridad del obispo de Corsún, con sede en París, presenta una estructura destacada de iglesias propias de gran relevancia arquitectónica y notable visibilidad. La parte cuarta (capítulos 14 a 16), redactada por Óscar Salguero, recoge el variado conjunto de otras iglesias ortodoxas y orientales en España (búlgaras, georgianas, coptas, armenias, etc.), con especial dedicación a dos grupos singulares de iglesias ortodoxas de carácter vernáculo, la Iglesia Ortodoxa Española con sede principal en Barcelona y la Iglesia Ortodoxa Hispánica con sede principal en Sevilla. Por su parte los dos primeros capítulos, esta introducción y las conclusiones están redactados y firmados por el coordinador del volumen y de la investigación y se trata de reflexiones de carácter introductorio y conclusivo. Intentan mostrar las características generales de las iglesias ortodoxas y orientales a escala mundial y en nuestro país, su historia y futuro en España, así como exponer los elementos comunes que en los capítulos dedicados a iglesias específicas no quedarían adecuadamente reflejados.

Pero hay que evidenciar que, a pesar de esta autoría individual de los capítulos y partes específicas, el trabajo de investigación y recopilación de información ha resultado una labor de carácter colectivo e incluso hasta el trabajo de redacción, si bien es obra personal de cada firmante, ha estado sometido a sistemáticas puestas en común y revisiones por parte de los demás autores: se trata por tanto de una labor de equipo. En particular quienes luego se han encargado de la redacción del capítulo o parte determinada no siempre han sido quienes han realizado las visitas a los centros específicos de culto, ni las entrevistas a sus párrocos y encargadas y encargados, ni las entrevistas a los responsables de cada Patriarcado en toda España o algún territorio específico, tanto vicarios, arciprestes o archimandritas, como al Obispo de la Iglesia Ortodoxa de Rumanía, al Arzobispo del Patriarcado Ecuménico o al secretario de la Asamblea Episcopal Ortodoxa de España y Portugal (al que hay que agradecer particularmente su amabilidad, ayuda e incluso la corrección de los borradores de este trabajo). El equipo dividió el país en zonas sobre las que el trabajo de campo fue llevado a cabo de modo extensivo sin diferenciar patriarcados o iglesias. Posteriormente los datos, informes, entrevistas, grabaciones, material gráfico y otros elementos documentales fueron estudiados y analizados por los autores firmantes de cada parte o capítulo. Solo en unas pocas ocasiones una misma zona pudo, por obvios motivos de limitación de recursos, ser visitada de modo más específico, de hecho solo los casos de Madrid y Barcelona han sido tratados de esa forma más exhaustiva y deseable en la que quien se encargó de la redacción de un capítulo específico también visitó las parroquias y centros de culto adscritos al patriarcado que investigaba y realizó las entrevistas clave. Desde luego esta labor de visita a los centros, dado que se encuentran diseminados por toda España, ha presentado problemas logísticos en ocasiones muy difíciles de superar. No se ha podido realizar, por tanto, la visita a todos los centros de culto, pero se ha intentado acceder a los más relevantes en opinión del equipo de investigación y también a todos aquellos que desde los principales patriarcados con presencia en España se estimaron como importantes e imprescindibles. En todo caso, se ha conseguido la información suficiente de los demás centros por parte de los principales responsables de las iglesias.

El método de trabajo seguido ha consistido en desarrollar una investigación de campo en la que la pieza fundamental ha sido la entrevista a los responsables de las iglesias y a las autoridades de los patriarcados. Se ha empleado un modelo de cuestionario estandarizado, previamente consensuado en sus diversos apartados y características con la entidad que ha patrocinado el trabajo, la Fundación Pluralismo y Convivencia. Se trató de una adaptación a las especificidades de las iglesias ortodoxas y orientales de los cuestionarios que ya se emplearon con anterioridad en otras investigaciones llevadas a cabo desde esa fundación. En el caso de nuestro equipo, habían consistido en especial en la confección del mapa de las minorías religiosas en Canarias (Díez de Velasco, 2008, donde también se trató de la implantación de iglesias ortodoxas –en pp. 108-110–) y más recientemente de la documentación sobre Canarias del proyecto GESDIVERE (Gestión de la Diversidad Religiosa) en el que en nuestro caso se escogieron para una investigación en detalle cuatro municipios y cuatro comunidades religiosas (ninguna ortodoxa) cuyos datos, junto con los proporcionados por equipos radicados en la mayoría de las demás comunidades autónomas españolas, dieron como resultado final la confección de una guía para la gestión de la diversidad religiosa para toda España (OBPRE, 2011). Los cuestionarios que se han utilizado en el caso de nuestra investigación sobre los ortodoxos han incluido más parámetros que los que se emplearon en el mapa sobre las minorías religiosas en Canarias, pero menos que en el caso de los grupos estudiados en el proyecto GESDIVERE, ya que en esa ocasión se hizo un seguimiento dilatado en el tiempo con numerosas visitas a los grupos estudiados que en el caso de la presente investigación no ha sido posible por lo extenso del territorio de estudio (toda España) y las limitaciones logísticas y temporales del proyecto. En cualquier caso, en el cuestionario utilizado se han incluido tanto preguntas sobre las características generales de los centros y sus responsables y asistentes habituales, como de su historia, necesidades y perspectivas de futuro, que han servido de base documental en la confección de los capítulos del libro. Pero además de los cuestionarios estandarizados, en ocasiones se emplearon modelos de escucha menos estructurados cuando la situación lo requería, con entrevistas menos cerradas o realizadas ad hoc (por ejemplo para los responsables en niveles superiores a la parroquia). También se observó en lo posible la vida religiosa de los centros, asistiendo a ceremonias, hablando con los fieles, documentando cómo se construían o remodelaban algunos templos (por ejemplo la Iglesia rusa de Santa María Magdalena en Madrid, visitada en más de media docena de ocasiones), o hasta cómo crecía a lo largo de los años la implantación ortodoxa en algunos ámbitos, pues hay que tener en cuenta que, en particular en el caso de Canarias, donde radica la mayoría del equipo de investigación, el seguimiento de las comunidades ortodoxas se lleva haciendo desde 2006 y desde 2008 en el caso de Andalucía, en cuyos equipos de investigación sobre el mapa de minorías y el proyecto GESDIVERE ha participado Óscar Salguero, redactor de la parte cuarta de este libro.

El presente trabajo tiene la ambición, en resumen, de ofrecer un primer panorama de conjunto del cristianismo ortodoxo y oriental en un ámbito que pudiera parecer algo marginal, como es el español, pero que presenta interesantes especificidades. Frente a los modelos erísticos, como el que propugnó Samuel Huntington (1997, pp. 29 ss.), que harían de la ortodoxia una rémora de una antigua idea internacionalista errática que se transformaría, al desaparecer el comunismo, en un nuevo elemento definidor de una civilización en choque con otras, justamente lo que encontramos en nuestro caso es que la ortodoxia resulta un elemento tanto vertebrador destacado de una diversidad enriquecedora como potenciador de los modelos globales que construyen una cultura mundial de paz basada, en este ámbito, en la consolidación de la libertad religiosa también en el campo religioso español. Estamos, desde luego, bien lejos de cualquier contexto de civilizaciones herméticas y enfrentadas donde la religión (y la ortodoxia en especial) pudiera ser un elemento potenciador del conflicto.

Visibilizar la ortodoxia en España, como intentamos en última instancia en este libro en la línea de otros trabajos del equipo y del que esto firma (Díez de Velasco, 2008; 2010a-b; 2012; 2013a-b), puede servir para desactivar, gracias al conocimiento compartido, estereotipos y distorsiones, y constatar la presencia en nuestro país de una serie de fascinantes modos de entender el cristianismo que pudieran parecer recientes y de impacto superficial entre nosotros, pero que en realidad tienen una larga potencia cronológica y una implantación notable como se ilustrará con detalle a lo largo de los capítulos y partes que constituyen este trabajo.

I. Características generales de la ortodoxia y las iglesias orientales

Francisco Díez de Velasco

Para caracterizar la relevancia y especificidades del cristianismo ortodoxo y su presencia en España, resulta necesario en primer término hacer memoria, aunque sea muy someramente, de una milenaria historia común marcada por los encuentros y desencuentros y cuyo final se suele situar en el año 1054 con unas mutuas excomuniones que simbolizaron la ruptura entre cristianismo de Occidente y de Oriente, entre el catolicismo y la ortodoxia, entre la curia romana y el Papado a su cabeza por una parte y el Patriarcado de Constantinopla y quienes se encuentran en comunión con él por la otra. Se trata de una fecha simbólica que ha poblado un imaginario colectivo del extrañamiento y que se intentó contrarrestar en 1965 con la anulación de aquellas excomuniones y el replanteamiento de dichas relaciones por parte del papa de Roma Pablo VI y el patriarca ecuménico de Constantinopla Atenágoras I. Posteriormente se ha mantenido y acrecentado ese diálogo como ejemplifica el encuentro entre el papa Francisco y el patriarca Bartolomé en noviembre de 2014 en Estambul, precedido de otros equivalentes por parte de sus predecesores.

Pero es necesario poner de relieve que estos dos cristianismos, ya desde antes del siglo xi, habían evidenciado principalmente, aunque no siempre, sus diferencias más que sus semejanzas: hablaban y pensaban de maneras distintas, cada vez con más fuerza e impacto global en el caso del catolicismo y cada vez con mayor debilidad en el caso de la ortodoxia constantinopolitana y de las iglesias de Oriente. Estas últimas anegadas por el impacto del islam árabe ya desde el siglo vii, la anterior marcada por la tutela y el dominio del islam turco desde el siglo xv, resultando una excepción desde el siglo xvii el gran auge de la ortodoxia rusa que acompañó a la expansión del Imperio zarista y también la fortaleza de otras iglesias del este de Europa. Pero, por su parte, la expansión europea hacia América, África y Asia propiciada por potencias católicas como España y Portugal hizo del obispo de Roma el gran referente religioso mundial del cristianismo desde el siglo xvi, a pesar del enorme reto que resultó para esta influencia la Reforma y el surgimiento de los modelos de cristianismo evangélico y luego el impacto de la Modernidad y sus modos de entender el mundo que redefinían el papel de las religiones, y en particular del cristianismo, en la esfera de lo público.

Nos encontramos en España, en el extremo occidente mediterráneo de las tierras cristianas y exclusivamente católica desde el siglo xvi, que las propuestas y modelos de la ortodoxia han solido estimarse como asuntos ajenos, alejados de la línea principal por la que ha discurrido la historia religiosa del país y que solo comienzan a alcanzar alguna notoriedad en las dos últimas décadas como consecuencia del peso del flujo migratorio de poblaciones ortodoxas llegadas a España desde países del este de Europa y del oriente mediterráneo. En las páginas siguientes se intentará trenzar un relato en el que se buscará resaltar no únicamente las diferencias sino también los elementos compartidos que pueden llegar a revelar que la presencia de cristianos ortodoxos y orientales en España, más que solo una novedad, podría también enjuiciarse como un retorno o un reencuentro (Díez de Velasco, 2012, pp. 268ss.). Para ello se comenzará por constatar el carácter diverso del cristianismo, que ha generado modelos diferentes de entender la religión a lo largo del tiempo y cuyo reflejo en la historia de España hay que resaltar, pero a la vez es necesario poner de relieve que se trata de una opción religiosa que se caracteriza por el peso de los elementos comunes, que no se pueden escamotear: la tendencia hacia lo propio, hacia la particularidad se acompaña de una pulsión hacia lo compartido por todos, hacia lo ecuménico.

La diversidad cristiana en los primeros siglos: diferencias, convergencias y concilios

Desde luego el cristianismo ha tendido a la diversidad desde sus comienzos. Revisar someramente algunos puntos destacados de esta constante puede permitirnos ubicar las peculiaridades de la ortodoxia y de los cristianismos orientales en un marco más amplio que el que solamente busque detectar diferencias y semejanzas con el catolicismo.

Hay que partir de la constatación de que no todos los discípulos y seguidores entendieron de igual modo la predicación de Jesús y muy pronto se propusieron puntos de vista distintos, por ejemplo, entre quienes planteaban que se debían mantener las prácticas de vida en el marco de las exigencias del judaísmo y quienes pensaban que cualquiera, sin necesidad de tener que cumplir las prescripciones de la Torá, podía ser tenido por miembro de esa nueva comunidad de creencias cuyos seguidores comenzaban a denominarse cristianos. Pocos años después de la muerte de Jesús, la cantidad de no judíos convertidos al cristianismo fue suficiente como para motivar una primera controversia que se intentó resolver parcialmente en torno al 48-49 con la no obligatoriedad de la circuncisión y del cumplimiento estricto judaico para ellos. San Pablo actuó como defensor de éstos y en sus numerosos viajes de misión por todo el mundo romano procuró atraer a las poblaciones no judías. Para ello desarrolló un modelo de cristianismo que redefinía el sistema referencial teológico judío y su entramado de preceptos, prescripciones y prohibiciones. Abierto a cualquiera, el cristianismo con san Pablo y sus seguidores se convierte en una religión verdaderamente universalista que poseía en potencia el germen de un desarrollo a gran escala. Frente a esta opción de apuesta por la universalidad, una parte de los cristianos de Palestina optaron por no romper con el judaísmo en lo que atañía al cumplimiento de la Ley, aunque se separaron en lo que tenía que ver con la valoración de la figura de Jesús. Mientras fueron dirigidos por el prestigioso apóstol Santiago, hasta su lapidación en el año 62, parece que no hubo un fuerte enfrentamiento respecto de los modos paulinos de predicación en lo que tenía que ver con los no judíos, aunque no sin ciertas reticencias. La siguiente controversia desarrollada en Antioquía es muy reveladora: en esta ciudad, todavía hoy sede nominal de varios patriarcados cristianos (Binns, 2009, pp. 15 ss.), y en la que convivían cristianos de origen tanto judío como no judío, se produjo un litigio porque los primeros, a los que se suele denominar como judeocristianos, promovieron la separación de mesas entre los dos grupos. Para ellos debía de ser más importante el vínculo que fraguaba el cumplimiento de los preceptos alimentarios (y en general identitarios) judíos que el vínculo de la pertenencia a una misma nueva senda de creencias compartidas. Así parecería que la seña de identidad cristiana resultaba menoscabada. Esta posición, que incluso parece que apoyó en alguna medida san Pedro, pudiera haber llevado al cristianismo a una temprana separación en dos grupos religiosos independientes si no se hubiera resuelto con una solución unificadora favorable a la opción universalista.

En todo caso, muchos judeocristianos mantuvieron fuertes reticencias hacia la figura de san Pablo e incluso un abierto rechazo a la nueva teología que propugnaba. La cristología judeocristiana parece que incidía más en el carácter mesiánico que en el divino y es posible que desde muy pronto hubiese discrepancias que llevaron a ciertos grupos, de los que nos ha quedado información solo de algunos, por ejemplo los ebionitas, a dudar de la divinidad de Jesús al que veneraban solamente como profeta y mesías. La importancia del judeocristianismo y su teología alternativa se eclipsó por una parte como consecuencia del debilitamiento del judaísmo con la destrucción del templo y la represión romana a partir del año 70, pero sobre todo tras el espectacular crecimiento del cristianismo no judío; el mensaje universalista de estos últimos terminó convirtiéndose en el único que pesó en la consolidación del dogma. Pero se mantuvieron grupos de judeocristianos, en especial más allá de los límites del Imperio romano, que mantenían modelos cristológicos que, por ejemplo, se asemejan a los que se proponen en el islam.

Los años que median entre la muerte de san Pedro y san Pablo, en la década de los años sesenta del siglo i, y la convocatoria del primero de los concilios ecuménicos (es decir, comunes a toda la Cristiandad), el de Nicea, en 325, marcan un espectacular desarrollo del cristianismo, a pesar de puntuales persecuciones por parte de los gobernantes romanos y también se produce la progresiva consolidación de un sistema común de referencias religiosas. Una de las fortalezas de esta religión ha sido justamente su capacidad de conformar señas de identidad comunes que se adaptaban a las necesidades de los diferentes tiempos y lugares configurando líneas principales de creencias producto de consensos y voluntades mayoritarias, convertidas en ocasiones en rodillo de las opciones minoritarias que podían llegar a optar por vía de separación. De todos modos, hay que prevenirse de la tendencia ortodoxista, basada en reverter al pasado lo que luego será estatuido como ortodoxia (recta creencia), pues ha reinterpretado el panorama del cristianismo previo al Concilio de Nicea convirtiéndolo en una línea principal y correcta a cuyo alrededor se producía una acumulación de herejías y de luchas contra las tendencias a la desviación. Hasta que el cristianismo no se convierte en una religión de Estado y se ponen en marcha, amparados por el poder político, los mecanismos para determinar de modo consensuado la teología común, el concepto de ortodoxia como tal no tenía un sentido pleno. Los grupos de judeocristianos mantuvieron discrepancias incluso sobre la cualidad divina de Jesucristo y entre los cristianos no judíos las influencias filosóficas griegas, especialmente el platonismo o el gnosticismo, fueron diseñando cristianismos muy diversos, cuya aceptación general o rechazo posterior dotó o no de carta de naturaleza. Si el judeocristianismo hubiera sido la opción triunfante, el cristianismo paulino hubiera sido tenido por herejía, del mismo modo que el cristianismo que predicaba Marción (muerto hacia el 160) se convirtió en herejía. Este pensador desarrolló un planteamiento radical (extremando las consecuencias de la posición paulina) que le llevó a negar el valor del Antiguo Testamento y a dudar de muchos textos cristianos produciendo un primer conjunto de escritos tenidos por aceptables para su grupo, un primer canon cristiano que, por ejemplo, solo aceptaba un evangelio, el de Lucas.

Serán también tenidas por heréticas las corrientes gnósticas que impregnaron el cristianismo antiguo planteando algunas de ellas una explicación dualista extrema, incluso de los textos tenidos por sagrados. El Dios judío, tal como aparece en el Antiguo Testamento sería el creador desvariado del engañoso mundo visible, prisión de las almas puras y por tanto de naturaleza perversa, frente al Dios del Nuevo Testamento, que sería el único verdadero y digno de recibir culto. Como se puede ver, desde la época más antigua la teología de quienes se consideraban como cristianos fue muy variada y los concilios justamente se promovieron para intentar encauzar los límites de lo comúnmente aceptado, aunque terminasen separando a unos cristianos de otros, como veremos, y generando algunas de las divisiones entre ortodoxos y cristianos orientales que perduran hasta hoy y que también podemos encontrar en el panorama de la España actual.

En la época previa a Nicea, además de establecerse el corpus de textos sagrados aceptados, que conocemos como Nuevo Testamento, también comenzó a consolidarse la estructura eclesiástica. En la época más antigua parece que no debieron de existir trabas en algunas comunidades para que cualquier miembro, incluso una mujer, si sentía la llamada a hacerlo (tenía los carismas), predicase y liderase las ceremonias religiosas. Si bien en las comunidades judeocristianas en la primera etapa tuvo un gran peso la influencia de figuras como Santiago, san Pedro y san Juan, de todos modos en ninguno de los casos estos personajes especiales actuaron como sacerdotes. Parece como si las comunidades hubiesen renunciado, quizá como marca identificadora, a un sistema sacerdotal como el que existía entre judíos o en las demás religiones con las que interactuaban.

Posteriormente, a finales del siglo i, y como consecuencia de que se retrasaba el esperado retorno triunfante de Jesucristo y de la necesidad de institucionalizar los órganos de toma de decisiones, se consolida un cargo fundamental en la historia posterior: el episcopado. Elegido por la comunidad y originalmente adscrito a tareas de índole económica, el obispo fue aumentando sus competencias de supervisión hasta que terminó convirtiéndose en el vértice de una estructura piramidal: era quien gobernaba la comunidad cristiana que se ubicaba en torno a una ciudad, que era la sede episcopal. El obispo se irá convirtiendo en las ciudades romanas en un personaje poderoso capaz de aglutinar a grupos amplios de población. Pero, a la vez, se fueron propiciando rivalidades entre obispos y sus seguidores, que escondían en muchas ocasiones enfrentamientos antiguos entre ciudades, territorios o grupos, que se materializaron en discusiones teológicas que fueron afinando progresivamente la doctrina cristiana.

Una decisión del emperador Constantino, monarca del 324 al 337, aunque, ya desde 312 soberano efectivo de la parte occidental del Imperio, modificó radicalmente la posición del cristianismo en el seno del mundo romano. No solo dejó de estar perseguido y fue tolerado sino que la política del emperador tuvo una marcada tendencia procristiana, dotando a las iglesias y a sus máximos responsables incluso de poderes de índole no religiosa, como la capacidad episcopal de arbitraje en litigios otorgada en 318. Constantino utilizó la estructura organizativa episcopal para consolidar su dominio, pero también el armazón ideológico cristiano para legitimar su posición en el vértice de la pirámide de poder. El emperador será único como único es el Dios de los cristianos, su posición no podrá tener rival ni sombra puesto que la legitimidad se la otorga también el nuevo Dios, superior en prerrogativas a todos los ahora pequeños dioses del paganismo. Creó una figura nueva, la del monarca cristiano, defensor de la fe y cuyos actos legitima la voluntad divina. Nace aquí una tendencia consistente en que el gobernante, ya tome el nombre de emperador, rey, zar o incluso hasta sultán, intervenga y en ocasiones determine las decisiones de índole religiosa. La fortaleza y autonomía del obispo de Roma se basó en buena medida en que se libró, salvo en momentos excepcionales, del estricto sometimiento a gobernantes poderosos que influyesen en sus decisiones. Por el contrario, en particular los obispos de Constantinopla o de Moscú, pero en general casi todos los líderes del cristianismo ortodoxo y oriental, carecieron, salvo excepciones, de esa libertad.

La estructuración en torno a obispados que proliferaron en las ciudades con un número suficiente de población cristiana evidenció la necesidad de encontrar instrumentos para la toma de decisiones cuando éstas superasen el marco local del ámbito de cada obispo. Comenzaron a desarrollarse reuniones para coordinar la acción a nivel regional, surgiendo así los concilios y sínodos provinciales (Teja, 1999), órganos de consenso de las decisiones comunes. El paso siguiente lo dio Constantino al convocar en Nicea en 325, al año siguiente de su entronización como emperador único, el primero de los concilios ecuménicos, que marcó el camino a seguir para estructurar el cristianismo y ordenarlo. En este Concilio de Nicea, que contó con una firme supervisión imperial, se intentó poner de acuerdo a más de dos centenares de obispos, principalmente orientales, sobre diversos asuntos entre los que tuvo una preeminencia destacada la cuestión cristológica relativa a las figuras del Padre y el Hijo dentro de la Trinidad cristiana. Arrio de Alejandría defendía que el Hijo fue creado, que era criatura subordinada al creador y, por tanto, que hubo una época en la que el Hijo aún no existía y, sin embargo, sí existía el Padre y era único Dios. Así Jesucristo tenía atributos divinos, pero no era Dios en la misma plena medida que el Padre. El Concilio se decantó contra Arrio planteando que no había subordinación del Hijo al Padre sino que ambos eran de la misma substancia. Se aplicó el término «consubstanciales», en griego homooúsioi, para definir su carácter, a propuesta del obispo hispano Osio de Córdoba, muy cercano al emperador y que tuvo una posición preeminente como presidente religioso del Concilio. La condena contra Arrio y sus posiciones se mitigó con algunos emperadores posteriores y parece que Constancio, sucesor de Constantino, intentó que Osio, ya muy anciano, se retractara de sus posiciones antiarrianas, y se ha planteado que la fuerte presión a la que fue sometido le llevó quizá a capitular en alguna medida. La Iglesia Católica ha condenado su recuerdo durante siglos dando crédito a esta supuesta flaqueza, mientras que para los ortodoxos es venerado como santo al plantear que nunca se sometió, y su fiesta se celebra el 27 de agosto. Así entre los ortodoxos de España en la actualidad hay una destacada reivindicación de san Osio con iglesias dedicadas a su persona y ceremonias conmemorando su festividad, frente al cierto olvido de los católicos. Un fenómeno comparable se ha producido con el propio emperador Constantino, que se dice que fue bautizado en el lecho de muerte (además por un obispo arriano) y que para los ortodoxos ha sido elevado a los altares, y no así para los católicos.

El modelo cristológico del arrianismo se volvió a condenar, esta vez de modo definitivo, en el siguiente de los concilios ecuménicos, el de Constantinopla, pero su influencia continuó consolidándose en particular tras la conversión de los godos al cristianismo, que se hizo según el credo arriano y que llevó a que, en particular en las provincias hispanas, que cayeron bajo el dominio de gobernantes godos (visigodos, suevos o vándalos) el arrianismo fuese influyente durante siglos, hasta su abandono por el rey visigodo Recaredo y sus súbditos (aunque no todos) en 589 y la común aceptación de los modelos de cristianismo que surgieron de Nicea y de los siguientes concilios ecuménicos, y en los que se reconocen tanto los que se llamarían católicos como ortodoxos (y que en estos momentos se referían a un mismo conjunto de iglesias en comunión). Veremos como el emperador Justiniano a mediados del siglo vi planteará como una de las razones para la toma de control del sudeste de la península Ibérica la defensa de la verdadera ortodoxia/catolicidad cristiana frente al arrianismo visigodo, asunto que determinó que hubiese obispos de raigambre bizantina en ese territorio durante tres cuartos de siglo y mucho más tiempo en Ceuta o en las Baleares.

En Nicea también se tomaron otras decisiones, en especial de índole organizativa, diseñando los poderes y competencias episcopales que fueron sancionados por la autoridad imperial que otorgó rango legal a las conclusiones conciliares. Es en particular importante para la historia que nos interesa la preeminencia que se otorgó a tres sedes episcopales: Roma, Antioquía, Alejandría, a las que se asimiló también una cuarta, Jerusalén. En el panorama de los muchos centenares de obispos que jalonaban las tierras del Imperio romano, se optó por reconocer cuatro voces como especialmente destacadas, la del obispo de Roma, capital del Imperio, la del de Jerusalén, la ciudad en la que surgió y se consolidó el cristianismo a pesar de su peso menor en ese momento y las de los líderes de dos sedes particularmente importantes, Antioquía, donde radicaba la comunidad cristiana más influyente de Asia Menor, y Alejandría, la gran ciudad africana y una de las mayores del imperio y donde las disputas teológicas tenían una particular relevancia.

La siguiente controversia teológica tuvo como centro al Espíritu Santo, que algunos estimaban inferior al Padre y al Hijo. El emperador Teodosio, hispano de nacimiento, soberano único desde 392 a 395 (emperador de Oriente desde 379), que además convirtió al cristianismo, a partir del 391, en la religión oficial del Imperio, proscribiéndose los cultos paganos, convocó el Concilio de Constantinopla en 381, en la nueva capital, en el que se determinó la identidad divina de las tres personas de la Trinidad y sus relaciones. Se conformó así el credo cristiano que se denomina niceno-constantinopolitano por haberse establecido en estos dos concilios. Se tomó también la decisión, en el canon tercero, de incluir a Constantinopla entre las ahora cinco sedes episcopales principales y además en un papel de preeminencia honorífica en lo relativo a las sedes orientales y solo detrás de la sede de Roma en ese privilegio. La razón esgrimida era que Constantinopla era la nueva Roma («Nea Roma» en griego, la lengua del Oriente del Imperio), y la fórmula, muy escueta, se desarrollará en el Concilio de Calcedonia como luego veremos.

En este Concilio de Constantinopla se plantearon por tanto dos cuestiones que serán claves en lo que finalmente se convertirán en elementos en la discordia entre ortodoxos y católicos: el papel preeminente del obispo de Constantinopla y lo que posteriormente se manifestará como la controversia en torno a la formula Filioque. En efecto, y parece que comenzando quizá en la capital del Imperio sasánida, Ctesifonte, o en la península Ibérica, en Toledo, en el siglo v, se incluyó en algunas comunidades en el credo un elemento nuevo. Frente a la fórmula surgida del Concilio de Constantinopla que decía «creemos en el Espíritu Santo que procede del Padre», se añadió «y del Hijo» («Filioque» en latín). Si procedía exclusivamente del Padre se mantenía una visión de la Trinidad bien distinta, dadas las sutilezas en las que se mueven estos teólogos (Binns, 2009, pp. 238 ss.; o especialmente Siecienski, 2010 con completa argumentación) que si el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo y, por tanto, había dos o tres momentos sucesivos en la conformación trinitaria. En el cristianismo occidental la fórmula tuvo un destacado impacto y, si bien fue rechazada por los obispos de Roma en diversas ocasiones, su uso era muy común en la zona franca, y terminó a comienzos del siglo xi incluyéndose incluso en el credo romano, y convirtiéndose en una seña de identidad diferencial del catolicismo frente a la ortodoxia, aunque en los últimos tiempos, quizá porque la erudición trinitaria resulte menos interesante que en el pasado si de ella se deriva un obstáculo para el ecumenismo, este enfrentamiento se esté mitigando y quizá el uso de la fórmula del Filioque pueda terminar desapareciendo.

La controversia teológica se concentró posteriormente de nuevo en la figura de Cristo al que algunos reconocían dos naturalezas separadas (divina y humana), y otros, dos naturalezas unidas. El alejandrino Nestorio, que llegó a ser obispo de Constantinopla, defendió a ultranza la primera opción planteando que María solo podía llevar el título de madre de Cristo (Christotókos) pero no el de madre de Dios (Theotókos). Para resolver el conflicto el emperador Teodosio II (nacido en 401, emperador de Oriente de 408 a 450) eligió la ciudad de Éfeso, cuya divinidad tutelar en la época clásica había sido la Diosa Ártemis (virgen pero allí también con características maternales), para desarrollar en 431 otro de los concilios, el tercero de los ecuménicos. Las sesiones fueron complicadas (Teja, 1995), con los dos bandos actuando por separado, será finalmente el emperador el que zanjará las cuestiones apoyando la cualidad de Theotókos de María. Los seguidores del modelo propugnado por Nestorio prosperaron fuera de los límites orientales del Imperio bizantino y tuvieron una expansión destacada hacia el interior de Asia, perdurando hasta la actualidad en zonas de Oriente Medio, bajo la denominación de Iglesia Asiria. En el caso de la península Ibérica, los modelos nestorianos tuvieron, desde luego, una limitada influencia (Presedo, 2003, pp. 106-107, cap. XXVII).

El siguiente paso en la controversia ha sido mucho más relevante pues ha generado una división notable entre ortodoxos y cristianos orientales que perdura hasta hoy y tiene, además, reflejo en España en la actualidad. Hay que partir del planteamiento del monje alejandrino Eutiques de que Cristo no tenía más que una sola naturaleza, la divina, configurando así la doctrina monofisita («mónos phýsis»: «una naturaleza»). En otro de estos concilios, que en esta ocasión no ha sido reconocido como ecuménico, desarrollado en 449 de nuevo en Éfeso, y al que no se permitió el pleno acceso a los delegados del obispo de Roma, se optó por aceptar estos postulados. Pero el emperador Marciano (soberano de 450 a 457), dado el descontento general, optó por intentar dirimir las diferencias apostando de nuevo por el modelo conciliar, esta vez reuniéndolo en Calcedonia en 451, que sí que es aceptado como ecuménico, el cuarto, y que ha resultado clave llegándose a definir a una serie de iglesias orientales bajo la apelación de precalcedonienses o también como monofisitas, aunque sean nombres que no a todos gusten actualmente.

Las iglesias principales de este tipo son la Copta y la de Etiopía y de Eritrea entre las africanas, y entre las asiáticas la Armenia y la Jacobita o Siriaca con su presencia en la India como Iglesia Ortodoxa Malankar. En España en la actualidad, como se mostrará en el capítulo 16, hay tanto iglesias coptas (con media decena de centros de culto) como armenias (con tres lugares de culto) que si bien aceptan los tres primeros concilios ecuménicos, a partir de Calcedonia no comparten la cristología y los planteamientos de los grupos que se engloban como ortodoxos y católicos, aunque actualmente las posturas están muy cercanas.

En este Concilio de Calcedonia se decidió desarrollar mejor el papel de Constantinopla, dándole una preeminencia sobre las demás iglesias orientales y la igualdad (a excepción de la primacía honorífica) respecto de la sede romana. De este modo la estructura política que hacía del Imperio romano un sistema bicéfalo permeaba la estructura eclesiástica, mostrando que eran los criterios políticos y no solo los histórico-simbólicos o doctrinales los que determinaban las prelaciones entre sedes episcopales. El papa León (440-461) se negará a aceptar este punto (el canon 28), marcando el comienzo del enfrentamiento entre ambas sedes que, por ejemplo, no dejó de recordar el papa Pío XII en una encíclica dictada justamente quince siglos después de este Concilio (aunque también hay que señalar que durante la dominación latina del Imperio de Oriente entre 1204 y 1261, Roma aceptó sin dificultad el citado canon 28).

Alejamientos, acercamientos y rupturas entre católicos y ortodoxos

Las puntualizaciones y diferencias doctrinales prosiguieron a la vez que se siguieron convocando concilios más o menos ecuménicos, pero estos cuatro primeros tendrán un especial prestigio aceptado por los grupos mayoritarios en los que se dividió el cristianismo. Y dejarán establecidos los límites de la querella entre sedes episcopales por la preeminencia, causa de la segunda gran división en el cristianismo tras la que marcó Calcedonia y la separación de las iglesias monofisitas, y que tardará más de medio milenio en llegar a ser plenamente evidente, al romperse a la postre en 1054 la comunión entre quienes reivindicarán llamarse católicos y quienes se dirán ortodoxos (Acerbi, 2008).

El sistema conciliar, se mostró eficaz tanto para consensuar las decisiones (potenciando la catolicidad, es decir la universalidad) como a la hora de encauzar lo que se estimaban modelos rectos de creer (es decir la ortodoxia), pero tendió a potenciar una estructura piramidal en la que la configuración de la doctrina escapaba completamente a la intervención del común de los fieles. Sin embargo, la recepción por parte de éstos de los dogmas de fe resultados de las votaciones episcopales, era lo que daba legitimidad y canonicidad a lo acordado por los obispos en los concilios, aunque en ocasiones las decisiones fuesen resultado de votaciones en algunos casos muy reñidas. Éstas determinaban cuál era la interpretación ortodoxa y cual la herética, que se convertía, además, en punible como consecuencia de la imbricación en todo el proceso del poder político que llegaba a penar con el exilio y otros castigos a quienes pensaban de modo distinto a lo decidido en los concilios. Al encumbrar a ciertos obispos se tendió a potenciar aún más un modelo piramidal que otorgaba mayor peso a ciertas voces preeminentes y que terminó desactivando el modelo más horizontal previo. En este contexto en el que se reconoció una singularidad preeminente primero a tres sedes (Roma, Antioquía, Alejandría) a las que se asociaba la de Jerusalén, y luego a cinco (el modelo pentárquico), con la inclusión de Constantinopla, para posteriormente privilegiar a dos principales, las capitales imperiales (Roma y Constantinopla), se fueron por tanto consolidando las bases para la tendencia a postular una única primacía.

El obispo de Roma sustentaba su posición de honor en el papel de la ciudad como capital imperial y en la consolidación de una línea apostólica que partía de san Pedro. Pero también jugaba a su favor el que en el occidente del mundo cristiano ninguna sede episcopal se pudiese comparar con Roma, mientras que en la zona oriental se ubicaban cuatro sedes principales. Además, la separación del ámbito occidental, en el que la unidad política se rompió y desapareció el poder imperial, y el oriental, bien vertebrado bajo el Imperio bizantino, dejó al obispo de Roma una mayor libertad de decisión, salvo excepciones, como cuando la injerencia de algunos reyes era muy destacada, por ejemplo durante el conflicto de las investiduras en los siglos xi y xii, o durante el llamado Cisma de Occidente en que llegó a haber tres papas a la vez, controlados por diversos monarcas. La fortaleza del Papado de Roma la mayor parte del tiempo le llevó a legislar en asuntos religiosos que le atañían sin la necesidad del consenso de sínodos ni concilios, e incluso terminó por convocar concilios, tenidos por ecuménicos por la Iglesia Católica, pero que las iglesias ortodoxas no reconocen.

El control musulmán a partir del siglo vii sobre tres de las sedes episcopales principales del sistema pentárquico (Alejandría, Antioquía y Jerusalén) no hizo más que fortalecer en Oriente el papel del obispo de Constantinopla, pero a costa de contar con un ámbito geográfico y de seguidores más mermado. Se planteaban así dos modelos romanos. Por una parte se desarrolló aquel en el que un obispo, el patriarca de la Nueva Roma, dependía de un poder político superior que podía mediatizar sus decisiones y hasta deponerlo si no se plegaba a sus intereses y que para las decisiones importantes seguía el sistema sinodal. Por otra parte se fortaleció el de la «primera Roma», aunque en un ámbito político mucho más fragmentado, donde el obispo, el papa, era más inmune a las injerencias externas (aunque éstas no faltasen), tenía una gran libertad en la toma de decisiones por encima o al margen del modelo sinodal y, además, cumplía el papel de aparecer como uno de los pocos elementos vertebradores de esos territorios tan divididos.

El caso del Filioque antes expuesto muestra una tendencia hacia la conformación de lenguajes teológicos diferenciales por parte de los occidentales. Los puentes de diálogo podían romperse en ocasiones como ocurrió del modo más evidente a finales del siglo v y comienzos del vi en la época de Acacio como patriarca de Constantinopla o en el siglo ix en la época de Focio (san Focio para los ortodoxos) en ese mismo puesto. Aunque generalmente se reconstruían, queda de manifiesto que progresivamente se estaba tendiendo a no utilizar un idioma común, ni siquiera en el lenguaje del culto. La zona occidental latinizó progresivamente hasta los modelos litúrgicos, tendiendo a hacer desaparecer los modos locales, como ocurrió en el caso hispano con el rito mozárabe, que en ocasiones reivindican algunos ortodoxos actuales, por su proximidad con los modelos litúrgicos más antiguos en los que se reconocen. La zona oriental, aunque con múltiples lenguas y liturgias, también tendió a privilegiar el griego y un modelo de ritual cargado del boato de los ceremoniales imperiales bizantinos. Así los asuntos que interesaban de modo destacado a unos podían resultar muy ajenos a los otros. Un buen ejemplo lo ofrece la crisis iconoclasta que enfrentó en los siglos viii y ix a partidarios y contrarios a utilizar imágenes en el culto, y que provocó terribles persecuciones en el territorio bizantino pero que en la zona occidental no tuvo incidencia destacable.

Como vimos, esta tendencia a la mutua desconexión lleva a que se tienda a andaduras cada vez más independientes resultando un hito tenido por especialmente significativo el año 1054, con el intercambio de excomuniones y exclusiones. Se produjo durante el mandato de un papa, León IX (1049-1054) que se destacó por su celo en definir lo que se denomina el primatus Petri (la preeminencia petrina, es decir papal). Institucionalizó una estructura eclesial nueva, cada vez más diferente de lo que se hacía en Oriente, basada en el colegio cardenalicio, que buscaba una mayor independencia de las injerencias de los poderes seculares. Sus sucesores desarrollarán en años sucesivos estos cambios, en 1059 se decide que la elección papal la realizará el colegio cardenalicio y en 1075 que solamente el papa podrá nombrar obispos, sin intervención de reyes y nobles, lo que pondrá en marcha el ya citado conflicto de las investiduras entre el Papado y las autoridades, especialmente del Sacro Imperio Romano Germánico, enfrentados por determinar quién tenía la potestad del nombramiento de cargos religiosos, asunto que a la larga se resolvió de modo favorable a las tesis romanas. En este contexto de afirmación del poder papal surge una medida que determinará otra característica identificadora del catolicismo que lo separará de la práctica oriental y de lo habitual hasta ese momento: el celibato obligatorio sacerdotal. Desde mediados del siglo xi con el papa León IX (y luego Gregorio VII) hasta mediados del siguiente con Inocencio II (1130-1143) el matrimonio de los eclesiásticos pasa de ser causa de la pérdida del estado sacerdotal a resultar nulo de pleno derecho (en 1139 en el Concilio de Letrán). El Papado, cada vez más liberado de la necesidad de consensuar con los obispos de Oriente y en especial con el Patriarcado de Constantinopla sus decisiones, se estima capacitado para soslayar toda una práctica eclesial milenaria e imponer una nueva forma de entender el ministerio sacerdotal. Así encontramos sacerdotes exclusivamente célibes entre los católicos mientras que entre los ortodoxos los sacerdotes pueden estar casados y tener hijos, no así los monjes, célibes en ambos modelos cristianos. Como en la ortodoxia los cargos principales de liderazgo recaen sobre monjes, encontramos que el entramado de sacerdotes casados (o no casados, a voluntad) está gobernado por obispos y otros cargos (como los archimandritas) que sí son célibes. En España la gran mayoría de los párrocos que tutelan las iglesias ortodoxas están casados, tienen hijos y sus esposas cumplen un papel no desdeñable en las comunidades, asunto que choca con lo que ocurre con los párrocos católicos (y que plantea no pocos interrogantes futuros).

Volviendo al relato histórico, la Iglesia Católica en aquellas fechas, con el papa Gregorio VII que actuaba en realidad casi como un monarca secular, y con sus sucesores, se embarcó en la empresa bélica de rescatar Jerusalén y la Tierra Santa (Palestina) del control musulmán y ayudar en la defensa de una Constantinopla cada vez más cercada, a pesar de su esplendor, dado que era la ciudad más grande y próspera de Europa en aquel entonces (y casi se podría decir que de todo el mundo). Las Cruzadas, que comienzan en 1096 y se extienden durante casi 200 años (hasta el 1291) son intentos sucesivos de consolidar bastiones cristianos en el Oriente Medio, pero se harán desde una perspectiva netamente católica: se incluyen obispos católicos en sedes que ya contaban con otros obispos cristianos, llegándose a nombrar patriarcas latinos en Antioquía y hasta en Constantinopla, y más que apoyar la causa bizantina en cuanto que cristiana frente a otra religión tenida por invasora, se llegó a atacar hasta la propia Constantinopla, como ocurrió en la Cuarta Cruzada, en 1204, que preludió el agónico final de lo poco que quedaba del Imperio romano de Oriente levantado por Constantino, aunque la caída definitiva tardaría todavía dos siglos y medio en materializarse. La toma por los turcos de la capital bizantina en 1453 marcó el final completo del Imperio romano y terminó evidenciando, en lo que se refiere a la religión, la mayor fortaleza, a la postre, de la Roma original sobre la Nueva Roma y poco después la reivindicación de una tercera Roma, Moscú, como sede emergente.

Con anterioridad, esa fortaleza papal se había puesto de manifiesto en diversas ocasiones, ya que los siglos xiii y xiv marcaron una época de acercamientos y alejamientos entre católicos y ortodoxos, donde la debilidad de los segundos les llevó a claudicar, aunque fuese brevemente, ante las exigencias de los primeros. Así en el Segundo Concilio de Lyon, de 1274, tenido por ecuménico por los católicos (el que hace el número catorce), pero no reconocido finalmente por las iglesias ortodoxas, los delegados del patriarca de Constantinopla aceptaron tanto la primacía del papa como la inclusión de la fórmula Filioque en el credo. De hecho parecía que la división entre cristianos se había resuelto, si bien a favor de las tesis romanas. Pero a su vuelta a Constantinopla se encontraron con un rechazo tal entre la población y la mayoría del clero, que convirtió en papel mojado lo resuelto en Lyon, a pesar de las ventajas que hubiera podido procurar a los bizantinos un auténtico apoyo occidental frente a los turcos.

Otro momento destacado lo encontramos en el concilio que empezó en Basilea en 1431, pasó por Ferrara y se concluyó en Florencia en 1445 y es reconocido como el número diecisiete de los ecuménicos por los católicos. Los bizantinos aceptaron sus resultados desde 1439, en que se firmó la declaración Laetentur Coeli de unión de las iglesias romana y constantinopolitana, hasta la separación definitiva en 1472, aunque con la caída en 1453 de Constantinopla en manos turcas dejaron de tener sentido unas decisiones que, desde su comienzo, habían suscitado mucho rechazo entre la población y el clero tanto de Constantinopla como de otras zonas de Oriente. Las consecuencias de los planteamientos de este concilio, que marcaron el camino entre los católicos para potenciar las uniones con otras iglesias de Oriente, han llegado hasta hoy. Frente a las políticas de latinización anteriores, se garantizó a partir de este momento (aunque con replanteamientos en ocasiones) la autonomía canónica y litúrgica de las iglesias que se acogiesen a la unión con Roma, a quienes se conoce como uniatas, aunque el término resulte despectivo para algunos y se hayan buscado otras alternativas como la denominación de greco-católicos (que no sirve para las iglesias orientales que no se reconocen en la herencia griega, por ejemplo), o la de iglesias católicas orientales, el más utilizado (aunque también plantea algún problema puesto que el nombre de católico, en cuanto que etimológicamente quiere decir universal, lo reivindican muchas iglesias orientales que no están en comunión con la católica romana).