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La sociedad valenciana, durante el período 1855-1936, estuvo inmersa en un proceso de transformación de sus patrones de vida y de salud. En este libro se abordan estos cambios desde un planteamiento metodológico transversal y dinámico, entre lo legislativo y lo cotidiano, entre el marco normativo y la realidad social. Con esta perspectiva, se analiza la influencia que ejerció en la sociedad y en la sanidad el desarrollo de la legislación sobre salud pública, asistencia sanitaria e higiene social, el funcionamiento de instituciones asistenciales ya existentes (las casas de beneficencia, el hospital, la asistencia médica domiciliaria), y la creación de otras nuevas (institutos y centros secundarios de higiene), así como las políticas de salud en el ámbito municipal y provincial (campañas y luchas sanitarias). Un ensayo bien documentado que ofrece una visión plural e integradora de la sanidad valenciana y de los problemas de salud de la población, en una etapa clave de su proceso de modernización.
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Seitenzahl: 559
Veröffentlichungsjahr: 2011
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LAS POLÍTICAS DE LA SALUD
LA SANIDAD VALENCIANA ENTRE 1855 Y 1936
Carmen Barona Vilar
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
2006
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Carmen Barona Vilar, 2006
© De esta edición: Universitat de València, 2006
Producción editorial: Maite Simón
Fotocomposición y maquetación: Inmaculada Mesa
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: Communico C.B.
ISBN: 84-370-6331-0
Realización ePub: produccioneditorial.com
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CREDITOS
DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN
I. LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL MODELO SANITARIO ESPAÑOL (1855-1936)
1. EL MARCO LEGISLATIVO GLOBAL Y LAS INSTITUCIONES
2. LA ASISTENCIA: DEL MODELO DE ACCIÓN SOCIAL DE LA BENEFICENCIA PÚBLICA A LAS PROPUESTAS DE INTERVENCIÓN DE LA HIGIENE SOCIAL
3. LAS LÍNEAS PRIORITARIAS DE LA POLÍTICA SANITARIA
4. LA ORGANIZACIÓN PROFESIONAL DE LA SALUD PÚBLICA
II. LA ORGANIZACIÓN DE LA SALUD PÚBLICA VALENCIANA (1882-1936)
1. LA SANIDAD MUNICIPAL (1882-1916)
2. LA SANIDAD PROVINCIAL: EL INSTITUTO PROVINCIAL DE HIGIENE DE VALENCIA [IPHV] (1916-1936)
3. OTRAS INSTITUCIONES QUE CONFORMABAN LA ORGANIZACIÓN SANITARIA PROVINCIAL
III. LA ORGANIZACIÓN DE LA ASISTENCIA SANITARIA VALENCIANA (1854-1936)
1. EL HOSPITAL PROVINCIAL EN EL MODELO ASISTENCIAL (1855-1936)
2. EL SISTEMA ASILAR EN EL MARCO DE LA BENEFICENCIA PROVINCIAL
3. EL DESARROLLO DE LA ASISTENCIA MÉDICA DOMICILIARIA (1854-1936)
FUENTES HISTÓRICAS Y BIBLIOGRAFÍA
A Pepe y Maru, mis padres
INTRODUCCIÓN
El análisis de las actividades que cada sociedad pone en marcha para intervenir sobre el proceso de salud-enfermedad de la población permite definir el modelo sanitario que la caracteriza en un momento histórico y espacio concretos. Consciente de la importancia de analizar los sistemas de salud como un elemento fundamental de la dinámica social, producto de la interrelación mutua entre los sistemas sanitario, social, económico y cultural, la historiografía del último cuarto de siglo ha propiciado un fuerte desarrollo de ciertos aspectos de la historia social de la medicina, que han desplazado el tradicional peso académico de la historia intelectual o de las ideas científicas. Las concepciones sobre la salud y la enfermedad, los movimientos de renovación científica o los estudios sobre las grandes figuras o las grandes etapas de la evolución del pensamiento médico, han dado paso a una mayor preocupación por otros aspectos tradicionalmente menos tomados en consideración: el enfermo como ciudadano, las manifestaciones de la enfermedad, la respuesta social y política a las crisis demográficas provocadas por ella, o las dimensiones culturales del enfermar.
Evidentemente, un cambio de orientación de estas características implica no sólo una mentalidad diferente por parte del historiador, sino también un cambio profundo en los métodos y en las técnicas de investigación. Frente al predominio casi abrumador de una historiografía basada principalmente en el texto, la erudición bio-bibliográfica y el análisis internalista o intelectual de las ideas científicas a partir de la investigación filológica de impresos o manuscritos, la reciente historiografía ha procurado un mayor acercamiento a la realidad del enfermar y a sus espacios. La historia del enfermo y de la enfermedad, el análisis de los espacios de interacción entre el médico y el enfermo, reclaman un acercamiento basado en todas esas fuentes que nos informan de la vida cotidiana, del sufrimiento individual y de la trascendencia social de la enfermedad y la muerte. En este caso, son principalmente los documentos de archivo de las instituciones, las memorias personales, los informes técnicos y otros documentos clínicos o de diversa índole, poco considerados por la historiografía médico-sanitaria tradicional, los que pueden dar luz sobre estas cuestiones. Por eso, la última historiografía médica se encuentra más relacionada en su discurso y su lenguaje con la historia social y de las instituciones, la historia económica, la historia cultural, la antropología, la demografía histórica o la epidemiología histórica. Difícilmente podría hacerse de otro modo una historia de la sanidad o un análisis histórico de las poblaciones enfermas sin considerar la compleja trama de elementos y relaciones que confluyen en la dinámica interna de las sociedades. Y no hay que olvidar que las manifestaciones específicas de la enfermedad, las formas de organización sanitaria o las políticas de higiene pública son, en cada población y momento histórico, una consecuencia de todo ello.
Por todas estas razones, la historia de la salud pública, de la sanidad, de la demografía sanitaria, de las políticas de salud y de las instituciones constituyen una de las corrientes predominantes en la historiografía médica actual. A ese ámbito se han consagrado algunos de los últimos congresos internacionales de la European Association for the History of Medicine and Public Health, en el seno de la cual se ha creado una red específica de ámbito europeo dedicada al estudio de la salud pública, que recientemente celebró en Ginebra un congreso internacional sobre historia de la salud infantil (2001). Algo semejante puede apuntarse con respecto a publicaciones periódicas como la británica Social History of Medicine o la española Dynamis, que dedica la mayor parte de su espacio a trabajos o monográficos de esta orientación.
En nuestro país el auge de la historia social de la salud y la sanidad ha tenido cuatro principales núcleos de difusión en Granada, Madrid, Alicante y Valencia, que han confluido en iniciativas como los Encuentros Marcelino Pascua celebrados a lo largo de los años noventa, proyectos interuniversitarios sobre historia del paludismo en España o las políticas de salud nacionales o internacionales, entre ellas las auspiciadas por la Fundación Rockefeller, sin olvidar, una fructífera colaboración con la Asociación Española de Demografía Histórica o estudios de ámbito nacional y municipal como las sucesivas Trobades sobre Salut i Malatia en els Municipis Valencians.
Han sido varias las líneas de trabajo desarrolladas en España, que han contribuido con trabajos de historia social de la salud y la sanidad desde perspectivas diferentes. Entre estas líneas de trabajo podemos mencionar la que se consagra al análisis histórico del sistema sanitario español, que desarrolla aspectos como el marco sanitario normativo e institucional en diferentes momentos históricos, las políticas de higiene pública y la organización médica para su desarrollo o la respuesta político-social ante situaciones de crisis epidémicas.[1] Otro planteamiento diferente es el que aborda el modelo de sistema sanitario adoptado en un momento histórico concreto, que considera como factores explicativos de mayor interés las posiciones de la estructura social y política en ese momento. En este sentido, el discurso ideológico y las iniciativas políticas o la capacidad de influencia de las distintas fuerzas sociales adquieren una relevancia incuestionable.[2]
Otra de las líneas de trabajo abiertas es la que plantea la historia de la salud y la enfermedad desde una visión próxima a la historia cultural y antropológica, tomando en especial consideración la medida en que la modificación de las actitudes y creencias de la población puede suponer la conquista de mayores niveles de salud. Los estudios sobre el comportamiento de la población ante las campañas de vacunación, la medicina doméstica, las medidas de higiene o la lactancia natural son algunos ejemplos de esta línea de trabajo.[3]El desarrollo de la demografía y epidemiología históricas ha desplegado otro punto de vista en relación con la influencia de la enfermedad y la muerte en la evolución de las poblaciones y los sistemas de salud. Desde esta perspectiva, la investigación de la enfermedad y sus manifestaciones representa una tarea multidisciplinar en la que los datos estadísticos se han de complementar con otros de carácter cualitativo, procedentes de los múltiples aspectos que integran el comportamiento humano.[4]
Finalmente, queremos destacar otra de las líneas de trabajo planteadas recientemente, que toma como referencia el ámbito local en el que se desarrollan las políticas de salud, las instituciones para ponerlas en práctica, la evolución demográfica de su población y su manera de vivir los aspectos relacionados con la salud y la enfermedad. Se trata de una aproximación a la realidad de los municipios desde una perspectiva multidisciplinar, que integra la visión de historiadores, archiveros, médicos e historiadores de la medicina.[5]
Enmarcado entre estas coordenadas, este libro pretende ofrecer una perspectiva del contexto valenciano, que integre el desarrollo del marco normativo sobre salud pública, asistencia sanitaria e higiene social y su influencia en la realidad socio-sanitaria valenciana, a través de nuevas instituciones y nuevas políticas de salud. Se trata de articular la respuesta social y política que subyace en el proceso de transición sanitaria y demográfica, que de manera tan drástica transformó los patrones de vida y salud de la sociedad valenciana de la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX. Para llevar a cabo este análisis, resulta pues fundamental combinar las fuentes documentales, legislativas e impresas en forma de actas, memorias, expedientes, reglamentos, estadísticas, anuarios y boletines sanitarios municipales, provinciales y estatales, así como la prensa médica. Esta combinación hace posible desarrollar una perspectiva transversal y dinámica, entre lo legislativo y lo cotidiano, entre el marco normativo y la realidad social. La importancia relativa de cada una de las fuentes ha sido diferente en cada caso y, partiendo de su análisis, intentaré ofrecer una visión plural e integradora de la sanidad valenciana y de los problemas de salud de la población durante la época estudiada.
Este trabajo es la consecuencia del desarrollo de una línea de investigación sobre higiene y enfermedad en la España contemporánea, que ha tenido sus prin-cipales desarrollos en la sociedad valenciana de esta época. Se trata de una labor que se viene desarrollando durante el último decenio en el Departament d’Història de la Ciència i Documentació, de la Universitat de València dirigida principalmente por los profesores M. J. Báguena y J. L. Barona. Ha tenido diversos escenarios y dimensiones: la de seminario de estudiantes de licenciatura y doctorado, la de proyecto de investigación formalizado, y también ha propiciado cinco simposios sobre «Salut i malaltia en els municipis valencians (1813-1939)» celebrados en Forcall (1995), Benissa (1997), Alcoi (1998) Sueca (2000) y Ontinyent (2004), organizados con las universidades de Valencia, Alicante y Miguel Hernández, que abordaron aspectos técnicos y metodológicos, epidemiológicos, las infraestructuras sanitarias y las relaciones entre medio ambiente y salud.
El estudio de la génesis de la organización de la higiene pública y la asistencia sanitaria valencianas, durante la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, viene a llenar un hueco historiográfico, puesto que los numerosos estudios monográficos sobre epidemias o políticas municipales carecían del análisis de un contexto general previo, que sentara las bases de esos estudios monográficos más específicos y otros comparados posteriores. Es por ello que aspira a ocupar un lugar en ese rico contexto historiográfico que se proyecta transversalmente desde los estudios monográficos más concretos sobre la sociedad valenciana, hasta estudios de carácter internacional.
[1] Buen ejemplo de esta línea de trabajo resultan, entre otros, los trabajos de Rodríguez Ocaña (1987-88, 1992a, 1992b, 1994a, 1994b, 2000, 2001); Marset Campos (1998); Marset Campos, Rodríguez Ocaña y Sáez Gómez (1998); Marset Campos, Sáez Gómez y Martínez Navarro (1995); Martínez Navarro (1977, 1994); Porras Gallo (1993, 1994, 1998); Perdiguero (1997, 2001); Perdiguero, Bernabeu y Robles (1994); Bernabeu Mestre (1991b, 1992b, 1994, 2000); Bernabeu Mestre y Gascón Pérez (1995); J. L. Barona y C. Barona (1998); Barona, Bernabeu y Moncho (1999); Barona y Lloret (2000, 2002); C. Barona (1999, 2000, 2002) y Barona y Martínez (1997, 2000).
[2] Algunas de las contribuciones que se enmarcan bajo esta perspectiva son las de Huertas García-Alejo (1993, 1994a, 1994b, 2000) y Huertas; Campos (1992); Jiménez Lucena (1997, 1998a, 1998b); J. L. Barona (1998b); Barona y Lloret (1998); Bernabeu y Barona (2001); Molero Mesa y Jiménez Lucena (2000); Molero Mesa (1998) y Perdiguero (2004).
[3] Citaremos a modo de ejemplo los trabajos de Perdiguero (1995, 2000), y Perdiguero y Bernabeu (1996, 1999).
[4] En este sentido son importantes las aportaciones de Bernabeu Mestre (1991a, 1992a, 1995); Martínez Navarro (1992); Bernabeu Mestre y Perdiguero Gil (1996); Robles González, Bernabeu Mestre y García Benavides (1996a); Robles González, García Benavides y Bernabeu Mestre (1996b); Bernabeu Mestre y Robles González (2000); Barona y Barea (1996a, 1996b) y J. L. Barona (2000b).
[5] Una visión de la situación en los municipios valencianos se encuentra recopilada en diferentes monografías sobre el proceso de salud y enfermedad, el desarrollo de la higiene, la asistencia benéfico-sanitaria y la influencia del medio ambiente sobre la salud. Barona y Micó (1996); Bernabeu, Espulgues y Robles (1997); Beneito, Blay y Lloret (1999b); J. L Barona (2000a, 2002), y Barona y Perdiguero (2001).
I. LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL MODELO SANITARIO ESPAÑOL (1855-1936)
1. EL MARCO LEGISLATIVO GLOBAL Y LAS INSTITUCIONES
A lo largo del siglo XIX, la sociedad española vivió grandes transformaciones que afectaron tanto a su sistema político como a su estructura social. Estas transformaciones tuvieron lugar en el marco de la construcción del estado liberal, una de cuyas características más relevantes fue la sustitución de una sociedad estamental definida por el estatus, propia del Antiguo Régimen, por otra basada en las clases y dinamizada por la burguesía como grupo social emergente.
En el terreno sanitario, el siglo XIX también se constituyó en un período de importantes cambios que, en definitiva, tuvieron como objetivo contribuir a una mayor protección social frente al proceso de enfermar. Una de las aportaciones más importantes de este siglo fue la progresiva delimitación de lo que debía entrar a formar parte del terreno de lo público y que, por lo tanto, quedaba englobado en la esfera del Estado, frente a lo que escaparía a sus competencias y en consecuencia debía asumirse desde el sector privado. Centrándonos en el terreno de lo público, se fue perfilando de manera progresiva el marco de actuación de las diversas administraciones del Estado. Por una parte, los contenidos que debía asumir la administración periférica, representada por municipios y diputaciones provinciales, y por otra, los que eran responsabilidad exclusiva de la Administración Central. En definitiva, se fue asumiendo una serie de actuaciones en el marco de la higiene pública, que hasta ese momento habían tenido un carácter esporádico y básicamente centrado en el fenómeno epidémico. De una manera costosa en la segunda mitad del siglo XIX, y más intensa tras el movimiento regeneracionista que tuvo sus albores ya en las postrimerías del siglo, irían adoptando el cariz de actuación política.
Los continuos vaivenes políticos acaecidos en España a lo largo del ochocientos se tradujeron en períodos alternos de aceleración y desaceleración del proceso de transición del Antiguo Régimen y de sus estructuras, representadas por el Protomedicato y por la Junta Suprema de Sanidad, hacia el modelo propuesto desde la ideología liberal. Ya en los albores del siglo, las propuestas y proyectos de las Cortes de Cádiz integraron las primeras tentativas de este modelo, si bien la implantación del gobierno absolutista de Fernando VII en 1814 truncó la posibilidad de poner en práctica su iniciativa de elaborar el primer código sanitario español. Este intento volvió a verse frustrado durante el Trienio Liberal, ahora además con la participación en su elaboración de destacadas figuras, como Mateo Seoane (López Piñero, 1984: 9-26). Hubo de acercarse el siglo a sus años centrales para poder dar a luz, de nuevo en el transcurso de un período político dominado por los progresistas, el primer texto legislativo sanitario de rango superior, la Ley de Sanidad, que vio la luz el 28 de noviembre de 1855. Ya en los años que precedieron a su publicación, se había ido abonando el terreno, con el Real Decreto Orgánico de Sanidad de 17 de marzo de 1847, que acabó con las estructuras sanitarias heredadas del Antiguo Régimen. Si bien la Ley de Sanidad sufrió pequeñas modificaciones en años sucesivos, además de varios intentos de sustitución en los últimos años de la centuria, para adaptar su contenido a los adelantos científicos, éstos no llegaron a consolidarse, por lo que esta leyfue el eje alrededor del cual giró la construcción del modelo sanitario decimonónico (Granjel, 1974: 87-136).
El modelo organizativo que se desarrolló a partir de la Ley de Sanidad de 1855 se basó en una centralización de la política sanitaria desde su órgano rector, la Dirección General de Sanidad, en el seno del Ministerio de la Gobernación. Esta centralización se vio perpetuada a escala provincial con la delegación en la figura de los gobernadores civiles de la toma de decisiones sobre política sanitaria. Sin embargo, la independencia de los gobiernos provinciales en lo que se refiere a la adopción de estrategias en el terreno de la higiene pública fue muy limitada, y siempre estuvo tutelada por el Gobierno Central. Ni qué decir tiene, la escasa capacidad concedida al poder municipal para desarrollar iniciativas en el terreno sanitario, hecho que en más de una ocasión constituyó motivo de discrepancias, e incluso de enfrentamientos entre los distintos niveles de la administración. Dado que la ley de 1855 dedicaba escasa atención a las competencias de los ayuntamientos, sus atribuciones no sufrieron variaciones importantes respecto a las que estableciera ya en 1813 la Instrucción para el Gobierno Económico-político de las Provincias, centradas básicamente en garantizar el cumplimiento de las medidas de higiene en sus diferentes vertientes. Éstas abarcaban la higiene urbana, la de los alimentos, la de los cementerios; así como el control de las aguas, tanto las de bebida, como las estancadas o nocivas para la salud (Perdiguero, 1997: 21). Aunque el período revolucionario dio a la luz una ley municipal y una provincial, ambas publicadas con fecha de 21 de octubre de 1868, su aportación no supuso novedad alguna en relación con los requerimientos de los ayuntamientos, como tampoco la supusieron las nuevas leyes municipales y provinciales promulgadas en los años setenta.[1]
A la necesidad de cambio y modernización que comenzaba a hacerse patente en la sociedad española de finales del siglo XIX, bajo la influencia de los países más desarrollados de nuestro entorno europeo, se unió el cambio en los riesgos para la salud, y el concepto de especificidad etiológica ganó terreno, como producto del desarrollo de la microbiología, e incorporó la nueva concepción del contagio animado a las ideas etiológicas de corte ambientalista y químico características de la etapa anterior. Estos cambios en la interpretación del proceso de enfermar condujeron irremediablemente a una serie de variaciones en las estrategias para prevenir y combatir la enfermedad. La organización sanitaria y el papel de los profesionales de la salud tampoco pudieron mantenerse al margen de estas innovaciones, y ello justificó la necesidad de crear un nuevo marco legal capaz de dar respuesta al desarrollo de una nueva administración sanitaria, minuciosamente ordenada en la Instrucción General de Sanidad, decretada en enero de 1904. A pesar de no disponer de un rango legislativo superior, su contenido y aplicación constituyeron un verdadero cambio en la orientación de la política sanitaria española, con una clara inspiración en los modelos organizativos vigentes en Francia e Italia.[2]
La Instrucción de Sanidad de 1904 no fue más que la culminación de una serie de tentativas de sustitución de la Ley de Sanidad de 1855, iniciadas a partir de la Restauración Borbónica de 1875, que habían resultado estériles. La primera fue el Proyecto de Ley de Sanidadde 1882, que no llegó a consolidarse por los sucesivos cambios ministeriales coincidentes con su tramitación. Transcurrieron doce años hasta dar paso a un segundo intento, con el Proyecto de Ley de Bases de 1894. Éste, a pesar de haber obtenido la aprobación por el senado, no llegó a obtener luz verde en el congreso, debido en parte al incremento presupuestario que llevaba implícito. El tercer intento frustrado se produjo en 1899 con la presentación ante el senado de un nuevo Proyecto de Ley de bases de Sanidad, defendido por Ángel Pulido y Fernández-Caro, y que corrió la misma suerte que el anterior. Con estos antecedentes y para evitar un nuevo fracaso, la Instrucción General de Sanidad no fue tramitada como una ley sometida a aprobación parlamentaria, sino que entró en vigor como un decreto-ley y, aunque pretendidamente debía tener carácter provisional, mantuvo su vigencia hasta 1944 (García Caeiro, 1998).
El modelo por ella propuesto definió tres componentes en la nueva estructura administrativa. El nivel ejecutivo lo integraba el Ministerio de la Gobernación y los gobiernos civiles, como delegaciones provinciales de éste. En segundo lugar, mantuvo el nivel consultivo heredado del siglo anterior que estaba representado por el Real Consejo de Sanidad y las juntas de sanidad provinciales y municipales. El tercer nivel, y principal aportación, fue la creación de un organismo técnico representado por las inspecciones de sanidad en cada uno de los niveles administrativos general, provincial y municipal. Hay que señalar, que la nueva propuesta organizativa diseñada por la Instrucción General de Sanidad no disfrutó de inmediata efectividad, y esperó todavía algún tiempo hasta llegar a hacerse efectiva (Rodríguez Ocaña, 1994a; Martínez Navarro, 1994).
Por tanto, la organización sanitaria en el período que se centra este trabajo pivotó sobre dos grandes textos legislativos: la Ley de Sanidad de 1855, y la Instrucción General de Sanidad de 1904. La primera supuso la ruptura con las estructuras características del Antiguo Régimen y la constitución de un sistema sanitario acorde con el prototipo de mentalidad liberal. Planteó la asunción por el Estado de actuaciones sanitarias inespecíficas, encaminadas básicamente a combatir el fenómeno epidémico y, en el terreno de la asistencia sanitaria, el establecimiento de un régimen de beneficencia para atender a los huérfanos pobres y menesterosos. Aunque este modelo asistencial no se modificó sustancialmente, la Instrucción de 1904 potenció las acciones higiénico-sanitarias al incorporar los postulados de la bacteriología y la «higiene de laboratorio», sin dejar de conceder importancia a las epidemias. A ello sumó un creciente interés por la información sanitaria obtenida mediante la cuantificación de los fenómenos relacionados con la salud y la enfermedad, a través del desarrollo de la estadística demográfica y sanitaria, elemento clave para el desarrollo de la higiene social. También cabe destacar el estímulo que supuso la Instrucción General de Sanidad en la paulatina consolidación de la administración sanitaria periférica, tanto provincial como municipal.
A pesar de que la Instrucción General de Sanidad planteó una importante propuesta de modernización y descentralización en la organización sanitaria, realmente fue a partir de la segunda década del novecientos cuando comenzaron a hacerse patentes los primeros cambios organizativos, y se materializaron tras la publicación de los reglamentos de Sanidad Municipal y Provincial.[3] A pesar de su gestación en plena dictadura de Primo de Rivera, representaron una importante renovación y ampliación de las atribuciones de los niveles administrativos municipal y provincial respectivamente, y por otra parte orientaron sus propuestas desde la perspectiva propia de la mentalidad higienista más avanzada del momento.
El Reglamento de Sanidad Municipal establecía las competencias que debían asumir los ayuntamientos en materia de higiene pública, resultando especialmente interesantes las relacionadas con el aprovisionamiento de agua potable, eliminación y tratamiento de excretas y aguas residuales, higiene de las viviendas, instalación de industrias, higiene alimentaria o prevención de infecciones y epidemias. Además, asignaba a los municipios la responsabilidad de mantener a su cargo al Cuerpo de Inspectores Municipales de Sanidad y de proporcionar asistencia médica gratuita a las familias pobres residentes en su municipio. Para ello los ayuntamientos debían contratar a médicos y farmacéuticos titulares, matronas o parteras para la asistencia gratuita a las embarazadas pobres y practicantes, que además de sus funciones propias, servirían de auxiliares a los inspectores municipales de Sanidad. Los contenidos de este reglamento fueron ensalzados y observados con muy buen ojo desde los países vecinos más avanzados, tal como quedó de manifiesto en el estudio realizado por el Dr. Hapke (1929: 7) que co-mo funcionario médico de Prusia viajó por España durante dos meses a lo largo de 1927, y resaltó entre sus observaciones la importante aportación que suponía para España la publicación de su Reglamento de Sanidad Municipal.
En el ámbito provincial, el Reglamento de Sanidad Provincial establecía la organización sanitaria en esta demarcación territorial, perpetuando a los gobernadores civiles como máxima autoridad sanitaria, con el apoyo técnico de los inspectores provinciales y la Junta Provincial de Sanidad. El capítulo III del re-glamento se dedica por completo a describir de manera exhaustiva la organización y el funcionamiento de los institutos provinciales de higiene. A continuación se ocupaba de la asistencia benéfico-sanitaria provincial, a cargo de las diputaciones, dedicando varios artículos a la necesidad de que, tanto en los establecimientos benéficos como en los hospitales, se organizasen servicios de aislamiento de enfermos infecciosos y de desinfección, y en los hospitales servicio de rayos X para mejorar el diagnóstico y tratamiento del cáncer, una sala o departamento para la hospitalización de las meretrices enfermas, y una sala especial para enfermos avanzados de tuberculosis pulmonar. A continuación se ocupaba de las organizaciones sanitarias de carácter social, entre las que hacía mención expresa a los dispensarios.
Con la llegada de la Segunda República, se ratificaron las propuestas que venían funcionando desde 1925 en lo relativo a la sanidad municipal, e incluso se fortalecieron al alcanzar rango de ley.[4]Pero la principal aportación legislativa en materia sanitaria de esta etapa fue sin duda la Ley de Coordinación Sanitaria de 1934, y los reglamentos de 14 de junio de 1935 para su desarrollo, que al tiempo que creaba las mancomunidades de municipios, establecía unas normas de colaboración entre los tres niveles de la administración: central, provincial y municipal, en un intento de racionalizar los recursos higiénico-sanitarios y asistenciales. La defensa de la salud como línea estratégica de actuación del Gobierno Republicano se reflejó definitivamente en la creación de un ministerio de sanidad, aunque no fue hasta 1933, con Alejandro Lerroux como presidente del Consejo de Ministros, cuando se produjo un intento de racionalización de la organización sanitaria, al hacer depender las competencias de sanidad y beneficencia del Ministerio de Trabajo. La adscripción de la Dirección General de Sanidad a gobernación contenía innegables reminiscencias del papel policial y represivo achacado a veces a la salud pública. Aunque la propuesta de creación de un ministerio de sanidad autónomo contó con muchos seguidores, no faltaron quienes consideraron más pertinente agrupar competencias. Finalmente, se produjo una transformación de la Subsecretaría de Sanidad y Beneficencia ubicada en el Ministerio de la Gobernación, en otra del mismo rango denominada de sanidad y previsión, que pasó a depender del Ministerio de Trabajo, Sanidad y Previsión. Un decreto de 25 de abril de 1933 estableció definitivamente la adscripción de sanidad a trabajo.
1.1 El órgano rector de la política sanitaria: de la Dirección General de Sanidad a las inspecciones generales de sanidad
La Dirección General de Sanidad se creó por Real Decreto Orgánico de Sanidad de 17 de marzo de 1847, al tiempo que se daba por finalizada la labor del órgano rector de las actuaciones sanitarias durante el siglo XVIII, la Junta Suprema de Sanidad, que no era sino un apéndice del propio Consejo de Castilla, desde el cual se habían dirigido desde 1720 las acciones sanitarias, orientadas casi exclusivamente a prevenir e impedir la importación de enfermedades infecciosas de carácter epidémico y a combatir los focos ya existentes. Las actividades de la junta, que no tenía asignación presupuestaria específica y cuyos miembros no percibían remuneración alguna, tuvieron un carácter puramente administrativo. Se basaban en centralizar la información sobre el lugar y momento de aparición de estas enfermedades, para posteriormente dictar normas totalmente inespecíficas del tipo de las cuarentenas, los aislamientos y los cordones sanitarios. Por otro lado, su composición a cargo de algunos de los ministros del Consejo de Castilla, con ausencia de médicos en su seno, le obligaba a recurrir al Protomedicato cuando necesitaba asesoramiento técnico de los profesionales (Rodríguez Ocaña, 1987-88; Peset y Peset, 1972).
Inspirándose en la Ley de Sanidad de Inglaterra de 1848, la Ley de Sanidad española de 1855 también apostó por mantener la Dirección General de Sanidad, como una estructura pública estable capaz de atender los asuntos sanitarios. Se ubicó en el Ministerio de la Gobernación, por considerar asunto de orden público el problema de las epidemias, principal problema sanitario y social del momento. El artículo 1.º de la Ley de Sanidad de 1855, al reafirmar el carácter centralizador de los gobiernos isabelinos, concedió a la Dirección General de Sanidad la potestad de dirigir la política sanitaria del país, teniendo en todo momento una doble perspectiva en lo que se refería estrictamente al campo de la salud pública, mediante el desarrollo de actuaciones diferenciadas en lo que denominó Sanidad Exterior o Marítima y Sanidad Interior o Terrestre. Esta doble vertiente de actuación se mantuvo prácticamente inalterada en las diferentes propuestas y cambios de denominación de las estructuras administrativas centrales, aunque no de una manera equilibrada. Así, el modelo propuesto desde la Ley de Sanidad de 1855 apostaba por conceder un mayor peso a los aspectos relacionados con la sanidad marítima respecto a la terrestre. Se entiende fácilmente que el control de las fronteras marítimas se convirtiera en una herramienta prioritaria para prevenir la importación de enfermedades epidémicas. Este desequilibrio se reflejó muy bien en la estructura de la Dirección General de Sanidad, definida por el Reglamento para el régimen interior del Ministerio de la Gobernaciónde 26 de febrero de 1889, en el que quedaba dividida en tres secciones, dos de ellas dedicadas a la beneficencia general y particular, y la tercera dividida en un negociado para los temas de sanidad terrestre, y otro para los de sanidad marítima.
La supresión temporal de la Dirección General de Sanidad, por Real Orden de 20 de diciembre de 1892, debido a razones de economía en el presupuesto, determinó que la sección de sanidad pasase a depender directamente de la Subsecretaría del Ministerio de Gobernación, aunque sin afectar a los cometidos que venía desempeñando (Oyuelos, 1895). Hubo de llegar el verano de 1899 para que esta institución volviese a recuperar el rango de dirección general, hecho que se vio forzado por el desafío de la peste en el vecino Portugal y la mala imagen que España presentaba en relación con la falta de atención a la salubridad y la higiene pública, situación que la colocó en el punto de mira de los demás países europeos. Así fue como Francisco Silvela, que accedió al poder para liquidar los rescoldos de la guerra colonial e iniciar una política de reconstrucción, se percató de la responsabilidad contraída y del peligro que se cernía, y delegó en el ministro Eduardo Dato la responsabilidad de evitar la invasión epidémica. Éste creó entonces la Dirección General de Sanidad, a cuyo frente situó al higienista Carlos María Cortezo, cuyo paso por la Administración Central dejaría una importante huella. En primer lugar, estableció dos inspecciones generales de fronteras como medida inmediata para afrontar la amenaza epidémica, situando a su cargo a Ángel Pulido y Amalio Gimeno. Además, Cortezo fue el inspirador de la reforma sanitaria que más tarde quedaría plasmada en la Instrucción General de Sanidad.
Efectivamente, Cortezo fue nombrado director por Real Decreto de 15 de agosto de 1899 y cesado el 5 de enero de 1900, pero dos años más tarde volvió a la Dirección General de Sanidad desde el 7 de diciembre de 1902 al 12 de enero de 1904 –esta vez siendo ministro de gobernación Maura–, año en que se promulgó la Instrucción de Sanidad, en la que él mismo apostó por suprimir el cargo que desempeñaba, para sustituirlo por dos inspecciones generales de sanidad, a las que concedía un carácter eminentemente técnico. La finalidad no era otra que evitar los continuos cambios de titular en un órgano rector sometido a las constantes influencias del juego político. En sólo cinco años, desde la creación de la Dirección General de Sanidad en 1899 hasta la promulgación de la Instrucción de Sanidaden 1904, desempeñaron este cargo cuatro titulares. Así, la obra de Cortezo fue continuada por Francisco Cortejarana, que tomó posesión el 5 de enero de 1900 siendo ministro Dato, y dimitió el 10 de marzo de 1901, siendo ministro Segismundo Moret.[5]Éste apostó por Ángel Pulido para cubrir la vacante durante un período que no superó los dos años (García y Antuña, 1994), pues como ya se ha comentado, la llegada de Maura al Ministerio de Gobernación supuso de nuevo el acceso de Cortezo a la dirección.
En la nueva estructura organizativa que se planteó en 1904, la Inspección General de Sanidad Exterior asumió la dirección de todos los servicios de puertos, aduanas, importación y exportación de ganados y mercancías, vigilancia sanitaria de transportes, estadística sanitaria, cooperación sanitaria internacional y cuanto atañese a la relación sanitaria con países extranjeros. A la Inspección General de Sanidad Interior correspondía velar por los servicios de higiene general, municipal y provincial, la vacunación e inoculaciones preventivas, personal y establecimientos de aguas minerales, cementerios y policía mortuoria, así como la vigilancia de la asistencia médica tanto domiciliaria como hospitalaria, y de instituciones benéficas.
En un primer momento ambos cargos fueron ocupados por Manuel Alonso Sañudo y Eloy Bejarano, respectivamente. A la muerte del primero, el cargo de inspector de Sanidad Exterior fue ocupado por Manuel Martín Salazar, que más tarde asumió la única dirección resultante de la fusión temporal de ambas inspecciones generales por Real Decreto de 31 de mayo de 1916, hasta que los servicios de la Administración Sanitaria Central sufrieron una nueva división en 1919. Quedaron estructurados en tres subinspecciones: de interior, exterior e instituciones sanitarias –que ocuparon Leonardo Rodrigo Lavín, Manuel Romero y Francisco Murillo, respectivamente. A ellas se añadió un cuarta, administrativa, al promulgarse su reglamento el 27 de julio de 1920. Esta situación duró hasta febrero de 1922, cuando de nuevo se creó la Dirección General de Sanidad y las subinspecciones se transformaron en inspecciones generales, y algo más tarde en subdirecciones generales, manteniendo sus competencias de manera invariable tanto a lo largo de la dictadura de Primo de Rivera, como con el Gobierno Provisional Republicano. Durante la etapa de la dictadura, estuvo al frente de la Dirección General de Sanidad Francisco Murillo Palacios, que ya en 1909 se había hecho cargo de la Sanidad Exterior y más tarde de la Inspección General de Instituciones Sanitarias, experiencia que seguramente le resultó de gran valor en esta nueva etapa, en la que se gestaron los reglamentos de sanidad municipal y provincial en 1925, primer impulso importante para el desarrollo de la sanidad periférica (Dirección General de Sanidad, 1930c).
Durante la Segunda República se produjeron numerosos cambios estructurales centrales, de manera que la Dirección General de Sanidad sufrió variaciones de ubicación entre los ministerios de Gobernación y Trabajo, hasta que en 1934 se creó el Ministerio de Sanidad, unido a los de Trabajo y Previsión, que en 1935 pasó a denominarse de Justicia, Trabajo y Sanidad. Sin duda merece la pena destacar durante esta etapa la labor realizada por Marcelino Pascua, quien a partir del 15 de abril de 1931 sustituyó a José Alberto Palanca al frente de la Dirección General de Sanidad, para poner en marcha una importante labor de reforma de la sanidad española, apostando por la descentralización de la estructura administrativa y la potenciación de la sanidad local. Potenció los institutos provinciales de higiene y creó una red de centros secundarios de higiene en el ámbito municipal para llevar a cabo un ambicioso programa de reconstrucción sanitaria, para lo cual contó con un nutrido grupo de colaboradores, que en muchos casos tenían vinculación con la Escuela Nacional de Sanidad y la Rockefeller Foundation, como es el caso de Julio Bravo, Román García Durán o Sadí de Buen (Bernabeu, 2000).
Los importantes y sucesivos cambios en la estructura administrativa del órgano rector a partir de la segunda década del siglo XX, implicaron cambios de denominación y la creación de nuevos servicios que hicieron crecer y consolidarse a la Administración Sanitaria Central. Además, la incorporación de los avances científicos aportados desde los postulados de la higiene y desde la mentalidad etiopatogénica, convirtieron esta etapa en el punto de inflexión a partir del cual el lugar preferente en la política sanitaria española pasó a ocuparlo el interés y la preocupación por el estado habitual de la salud pública, frente a la preocupación por la amenaza externa que había sido la idea dominante en la mentalidad de quienes tomaban la iniciativa en materia de política sanitaria en épocas precedentes. En este sentido, es necesario destacar la influencia no sólo de los que ostentaron cargos de responsabilidad en la Administración pública Central, como los ya mencionados Cortezo, Pulido, Alonso Sañudo, Martín Salazar, Amalio Gimeno, Francisco Murillo o Marcelino Pascua y Eloy Bejarano, sino que además asistimos a un período de gran efervescencia del «movimiento higienista». Ello aportó una importante difusión del higienismo a través del periodismo científico, que jugó un papel trascendental en la sensibilización de sectores sociales con influencia en la vida pública.
La estructura interna del órgano rector también hubo de adaptarse al proceso modernizador, de manera que observando el Reglamento de la Inspección General de Sanidad de 1920, vemos cómo a las ya clásicas subinspecciones de sanidad exterior e interior sumó otra denominada de institutos de higiene e instituciones sanitarias, que se perpetuó con la creación dos años después de la Dirección General de Sanidad. Ya en la etapa republicana, ésta sufrió una nueva reorganización con la finalidad de adaptar su estructura a las líneas estratégicas de actuación del nuevo gobierno, por medio de la creación de nuevos servicios capaces de alcanzar los objetivos incluidos dentro de las prioridades sanitarias. De esta forma, la Dirección General de Sanidad quedaba estructurada en cuatro secciones. La Inspección General de Sanidad Interior, integrada por los servicios de Epidemiología General, Estadística Sanitaria, Higiene de la Alimentación, Higiene Infantil, Lucha Antivenérea, Higiene Rural, Comisaría Sanitaria, Aguas Mineromedicinales, Régimen de Cementerios, Higiene Provincial y Municipal, Profesiones Sanitarias, inspectores municipales de sanidad e institutos provinciales de higiene. La Inspección General de Sanidad Exterior: Comunicaciones y Transportes, con los servicios de Régimen Sanitario de Puertos y Fronteras; Higiene de la Marina Civil; Emigración; Higiene Social de las Zonas Marítimas; Transporte, y Sanidad Internacional y Colonial. La Inspección General de Instituciones Sanitarias contaba con los servicios encargados de las diferentes luchas sanitarias contra la lepra, el paludismo, el tracoma y la tuberculosis; de la higiene mental; la propaganda sanitaria; la ingeniería sanitaria; el Instituto Nacional de Higiene; el Hospital Nacional de Enfermedades Infecciosas; los institutos de Farmacobiología, de Venereología y del Cáncer; la Escuela Nacional de Sanidad; la Escuela Nacional de Puericultura y la Comisión de Investigaciones Sanitarias. Finalmente, la Dirección General de Sanidad contaba con una sección de Contabilidad.
1.2 Otras instituciones dependientes de la Administración Central: del Instituto Nacional de Higiene a la Escuela Nacional de Sanidad
Junto a la Dirección General de Sanidad se fue constituyendo una serie de instituciones, también dependientes de la Administración Central del Estado. Su finalidad era apoyar e impulsar algunas de las principales líneas estratégicas de actuación de la política sanitaria, tales como la elaboración y administración de vacunas, que llevó a la creación del Instituto Nacional de Vacunación en los años setenta del ochocientos, y que con el transcurso del tiempo cambió de denominación al adquirir nuevas competencias, para adaptarse a los importantes cambios científicos del momento. Este Instituto, encargado de elaborar, distribuir y administrar la vacuna antivariólica, se convirtió más tarde en el Instituto Nacional de Higiene, que constituyó un importante centro de referencia del Estado para apoyar y combatir los diversos focos epidémicos que pudieran declararse, utilizando los métodos de desinfección y esterilización en boga, y desarrollando los conocimientos aportados por la medicina de laboratorio (Porras, 1998).
La necesidad de difundir los nuevos conocimientos y técnicas en este campo fue la que determinó que, a lo largo de su andadura –entre 1894 y 1924–, el Instituto Nacional de Higiene también empezara a asumir competencias en el campo de la docencia, para formar al personal de unos institutos provinciales de higiene, cada vez más implantados. Este cometido acabó convirtiéndose en la función primordial de la Escuela Nacional de Sanidad, institución en la que quedó transformado el Instituto Nacional de Higiene a partir de 1924. A su cargo quedaba la formación de todos los sanitarios funcionarios del Estado y la acreditación de los conocimientos necesarios para desempeñar los puestos de inspectores de sanidad. También la actualización de conocimientos sobre determinados problemas de salud cuyo abordaje se consideraba prioritario, no sólo para el cuerpo médico sino también para el personal de enfermería y auxiliar.
Los antecedentes del Instituto Nacional de Higiene se sitúan en el Instituto Central de Vacunación, creado por Real Decreto de 24 de julio de 1871, por el Ministerio de Fomento, pero con dependencia de la Real Academia Nacional de Medicina. El objetivo primordial de esta institución, creada a imagen y semejanza de otras ya existentes en diferentes ciudades europeas, consistió en propagar la vacunación antivariólica y erigirse en centro de referencia para los institutos y centros de vacunación de las diferentes provincias del Estado español. De acuerdo con su reglamento de 1876, la fabricación y distribución de la linfa vacunal la proporcionaba de manera gratuita a todas las personas capaces de acreditar su condición de «pobre», o en caso contrario, a un precio de 2,5 pesetas por una vacunación directa de la ternera de brazo a brazo, de 3 pesetas por un tubo de linfa animal o humanizada, de 2 pesetas por un cristal de características similares a la anterior y de 15 pesetas por una costra seca de ternera.
En 1894, por Real Decreto de 23 de octubre, pasó a denominarse Instituto Nacional de Higiene de Alfonso XIII, que aunque inicialmente mantuvo el hilo conductor de su predecesor,[6]con el tiempo no centró su cometido exclusivamente en la elaboración y distribución de las vacunas, sino que intentó dar respuesta a las necesidades de la nueva mentalidad etiopatogénica con el desarrollo de la medicina de laboratorio. Sin embargo, debieron pasar algunos años para que este objetivo pudiera llevarse a efecto,[7]pues ello exigía la construcción de un nuevo edificio capaz de albergar las dependencias necesarias. Así, en 1912, siendo inspector general Eloy Bejarano y director del Instituto de Higiene, Santiago Ramón y Cajal, se inauguró el nuevo edificio dotado de laboratorios para albergar las secciones de análisis químico y bacteriológico (Obra sanitaria en España durante los años 1910-1912,1914: 119-125). A ello se sumó la creación de una sección de epidemiología, con material y personal propios, encargada de intervenir ante la presentación de cualquier brote epidémico, establecer las medidas precisas para su extinción y, en caso necesario, desplazarse hasta aquel punto del país donde hubiese hecho su aparición el foco epidémico, con el material transportable necesario, para estudiarlo y combatirlo lo más precozmente posible.
Con el objeto de almacenar, custodiar y conservar en condiciones apropiadas el material necesario para atender los brotes epidémicos –barracas de aislamiento con su complemento de camas y mobiliario, estufas de desinfección, material de esterilización de aguas, laboratorio transportable para análisis químico– se constituyó el denominado Parque Central de Sanidad Civil, como una sección del Instituto Nacional de Higiene, y se albergó en un edificio propio, con la finalidad de servir también como centro de referencia en la enseñanza de las prácticas más modernas de desinfección y esterilización.[8]La asignación de presupuestos extraordinarios en 1912 para la compra de material de desinfección hizo posible que este centro estuviese dotado desde el momento de su inauguración de los equipos de desinfección más modernos (Obra sanitaria en España durante los años 1910-1912,1914: 125-134). Del mismo modo, la dotación de esterilizadores por calor, capaces de someter el agua a 105º de temperatura tras haberla filtrado, constituyó una de las herramientas utilizadas para potabilizar el agua, vehículo predilecto de infecciones epidémicas como el cólera o la fiebre tifoidea.
En 1919, por Real Decreto de 31 de enero, el Instituto Nacional de Higiene de Alfonso XIII pasó a depender de la Inspección General de Instituciones Sanitarias, del mismo modo que lo hicieron los sanatorios marítimos y leproserías, así como la Brigada Sanitaria Central. Ésta, por su carácter ambulante, quedaba adscrita mientras permaneciera en Madrid, bien al Instituto de Alfonso XIII, bien al Hospital del Rey o al Parque Central, a conveniencia y criterio de la Inspección General. Por Real Decreto de 9 de diciembre de 1924 se creó la Escuela Nacional de Sanidad, a partir del Instituto Nacional de Higiene de Alfonso XIII y del Hospital del Rey, para dar respuesta a la reivindicación ampliamente compartida desde diversos sectores relacionados con la sanidad, de proporcionar un cierto grado de especialización al personal sanitario, en el terreno de la higiene y la salud pública. La utilización de las dos instituciones preexistentes permitiría un ahorro considerable a las autoridades sanitarias, al aportar por un lado los laboratorios apropiados para la enseñanza de la microbiología, serología, desinfección y las materias de física y química aplicadas a la higiene, y por otro un hospital para estudiar los procesos infecciosos prevalentes y la manera de abordarlos desde la perspectiva médico-social (Bernabeu, 1994).
Sin embargo, esta ambiciosa propuesta inicial de objetivos hubo de adaptarse a la realidad de los presupuestos, cuya limitación hizo necesario priorizar inicialmente la formación de los médicos funcionarios, de manera que la primera promoción de la escuela dio como resultado la formación de 12 alumnos para la obtención del título de «oficial sanitario» en 1925, proporción que se fue ampliando en años sucesivos. La aprobación de su reglamento en el Real Decreto de 12 de abril de 1930 marcó el inicio de una nueva etapa que supuso su consolidación al quedar constituida como un organismo autónomo dependiente de la Dirección General de Sanidad, bajo la dirección del catedrático de Parasitología Gustavo Pittaluga. La figura de Pittaluga fue clave en el impulso adquirido por la escuela en esta etapa, en la que a la ya clásica docencia dirigida a los médicos que aspiraban a obtener el título de oficial sanitario, se sumaron otras como las de la higiene escolar, la ingeniería sanitaria, la higiene alimentaria, la formación de veterinarios y farmacéuticos o la creación y formación del Cuerpo de Enfermeras Visitadoras. De este modo, en 1930 la escuela contaba con un nutrido grupo de profesores para hacerse cargo de un plan docente estructurado en las áreas de Bacteriología, Inmunología y Serología; En-fermedades Infecciosas; Parasitología; Estadística Sanitaria y Demografía; Epi-demiología; Higiene del Trabajo Industrial y Profesional; Higiene General Privada y Pública; Higiene Escolar; Ingeniería Sanitaria e Higiene Urbana; Medicina Social y Legislación Sanitaria; Administración Sanitaria y Sanidad Internacional; Museo, Iconografía y Propaganda y Extensión de Cultura Sanitaria y, finalmente, Higiene de la Alimentación y de la Nutrición y Técnica Bromatológica (Dirección General de Sanidad, 1930e).
Como resumen de la actividad docente correspondiente al curso 1931-32, la Escuela Nacional de Sanidad, a través del curso de oficiales sanitarios, expidió 19 títulos, y además realizó dos cursos especiales dirigidos a ingenieros y arquitectos, un curso de parasitología y patología tropical y otro para alumnos de sexto curso de la Escuela Especial de Ingenieros de Caminos. Además, participó en las pruebas de aptitud para concursar a plazas del Cuerpo Médico de Sanidad Nacional, la organización de viajes de prácticas y excursiones y el desarrollo de un ciclo de conferencias a cargo de un nutrido grupo de profesores tanto españoles como extranjeros (Dirección General de Sanidad, 1933b).
Antes de iniciarse la Guerra Civil española se produjeron nuevos cambios que afectaron a la estructura y funcionamiento de la escuela. El primero en 1932, siendo Marcelino Pascua director general de Sanidad, consistió en la publicación de un nuevo reglamento (Decreto de 3 de junio de 1932), que obedecía fundamentalmente a la necesidad de realizar un ajuste presupuestario y en cierto modo supuso una merma de la autonomía que el anterior reglamento le había otorgado. El segundo cambio tuvo lugar en 1934 al constituirse el Instituto Nacional de Sanidad, quedando integrada la Escuela Nacional de Sanidad en la sección de estudios sanitarios de dicho Instituto (Bernabeu, 1994). En definitiva, el proyecto iniciado con la constitución de la Escuela Nacional de Sanidad representó un importante progreso para la sanidad española del momento, al contribuir de manera primordial a formar adecuadamente a los profesionales que en aquellos momentos debían desempeñar las tareas propias de la salud pública en España.
1.3 Las juntas provinciales y municipales de sanidad
Las juntas de sanidad fueron instituciones concebidas en el marco de la Administración Sanitaria borbónica del siglo XVIII, como estructuras dedicadas a proteger la salud de las poblaciones frente a la invasión externa de enfermedades epidémicas. La amenaza de que la peste de Marsella pudiera extenderse hasta tierras españolas determinó que desde 1720 el Consejo de Castilla albergase una Suprema Junta de Sanidad, formada por algunos de los ministros de aquel alto organismo. Desde esta institución, emanaban las recomendaciones sobre las medidas que debían adoptarse a escala provincial y local y definía el origen sospechoso de personas y mercancías que se debían vigilar en los puertos de mar (Peset y Peset, 1972: 175). Las actividades de la Junta Suprema en el siglo XVIII quedaron restringidas a medidas exclusivamente administrativas, basadas en el control de la información sobre dónde y cuándo aparecían las enfermedades mortíferas. La ausencia de médicos en su seno determinó el carácter general de las instrucciones y recomendaciones propuestas desde este organismo que, independientemente de que la amenaza fuese de peste, fiebre amarilla o cólera, se basaban una y otra vez en aislar a las poblaciones afectas mediante el establecimiento de cordones sanitarios y la imposición de cuarentenas.
Para completar la organización del sistema de prevención y control de las epidemias, la Administración Sanitaria borbónica estableció juntas en los principales puertos de mar, que actuaron desde 1720 como delegadas de la Junta Suprema. A partir de 1800, el temor a la propagación de la fiebre amarilla a las poblaciones del interior de la Península creó una situación de alarma que determinó la generalización del sistema de juntas sanitarias. Así, por Real Orden de 30 de septiembre de 1800, se estableció el mandato de formar juntas de sanidad en todas las capitales de provincia y pueblos cabeza de partido, imitando a las ya habituales de los puertos de mar. Éstas se formaban y desaparecían en función de la coyuntura epidémica, hasta que por fin obtuvieron su sanción definitiva en la Ley de Sanidad de 1855 (Rodríguez Ocaña, 1987-88).
La supresión de la Junta Suprema de Sanidad en 1847, como cúspide de la estructura piramidal de la organización sanitaria, dio paso a la creación de la Dirección General de Sanidad como órgano ejecutivo, y del Consejo de Sanidad del Reino como órgano consultivo. Pero en el ámbito periférico no se produjeron cambios, ya que se mantuvo la estructura jerárquica de juntas de sanidad provinciales, de cabeza de partido y municipales. El capítulo XI de la Ley de Sanidad de 1855 estableció la clasificación definitiva de las juntas de sanidad en provinciales y municipales. Las primeras, presididas por el gobernador civil, establecía la ley que contaran además con un diputado provincial como vicepresidente, el alcalde, el capitán del puerto en su caso, un arquitecto o ingeniero civil, dos profesores de la Facultad de Medicina, dos de la de Farmacia y uno de la de Cirugía, un veterinario y tres vecinos representantes de la propiedad, la industria y el comercio. Las juntas municipales, presididas por el alcalde, debían contar también con un profesor de Medicina, otro de Farmacia y otro de Cirugía, un veterinario y tres vecinos.
La idea de las juntas de sanidad resultaba presumiblemente buena, pues permitiría que aquellos en cuyas manos estaba la capacidad de tomar decisiones sobre política sanitaria –alcaldes y gobernadores civiles– contasen con un órgano consultivo integrado por expertos en materia de sanidad, capaces de recomendar las medidas de urgencia necesarias en caso de epidemia.[9]Sin embargo, la efectividad real de estas instituciones parece que no resultó muy grande, a juzgar por las opiniones que de ellas se fueron emitiendo. Sobre todo se criticaba su excesiva dependencia del nivel político y la falta de autonomía y capacidad de decisión en momentos de crisis epidémicas. Además, se consideraba que la existencia de juntas en todos los municipios podía ser excesiva, por lo que se planteó como alternativa una reducción de su número y una garantía de su mayor nivel científico-técnico. Así fue precisamente como se pronunció la Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona en el informe que emitió con fecha 14 de mayo de 1871 (Giné y Partagás, 1871: 208-213). También recibieron la crítica de algunos de los más significados higienistas de la segunda mitad del siglo XIX. Méndez Álvaro (1853: 36) consideraba innecesaria y poco operativa la excesiva proliferación de estas instituciones y proponía que se estableciesen únicamente en los municipios grandes, pero concediéndoles atribuciones ejecutivas para mantener la tutela de las comisiones de salubridad establecidas en los pueblos más pequeños. Por su parte, Monlau (1869) criticaba la condición altruista con que prestaban su servicio los miembros que componían las juntas y proponía potenciar su carácter técnico mediante el nombramiento de unos inspectores de salubridad local o médicos higienistas en las capitales de provincia y en las ciudades más pobladas.
En la nueva propuesta organizativa emanada de la Instrucción General de Sanidad de 1904, se siguió contando con la existencia de juntas provinciales –que coincidirían con las municipales en las capitales de provincia– y municipales. A la tradicional composición de las primeras se sumaron los inspectores provinciales de Sanidad, como secretarios de la Junta Provincial, a cuyo cargo quedaba la dirección técnica, organización y vigilancia del servicio de higiene de la prostitución en la capital respectiva. También se le atribuyó a la comisión permanente de la Junta Provincial de Sanidad el deber de establecer un laboratorio de higiene para realizar, como mínimo, los análisis de sustancias alimenticias y con dotación de material de desinfección. Por último, también se hizo responsable a esta comisión de organizar un instituto de vacunación, capaz de atender las necesidades de la provincia. Respecto a las juntas municipales de sanidad, en los municipios de más de 25.000 almas, debían constituirse del mismo modo y tener las mismas atribuciones que las provinciales. Entre sus obligaciones también se estableció la creación de laboratorios de análisis y desinfección, pero no de institutos de vacunación.
Es posible que las críticas de las que habían sido objeto las juntas de sanidad en la segunda mitad del siglo XIX sirvieran para reorientar su papel, que al parecer adoptó un cariz más técnico a lo largo del primer tercio del siglo XX, bajo el estímulo de los nuevos preceptos legislativos que fueron definiendo el panorama organizativo municipal y provincial. Así, los reglamentos de Sanidad Municipal y Provincial de 1925 también contribuyeron a definir las funciones de las juntas de sanidad. A las municipales se les atribuyó el deber de redactar un reglamento de sanidad municipal, en el cual quedaran recogidas las necesidades y condiciones especiales de su término municipal. También el de vigilar el estado higiénico-sanitario de la circunscripción y de proponer la medidas y reformas que considerasen convenientes para mejorarlo. Las funciones de las juntas provinciales se centraron en apoyar, vigilar y servir de consultoras de las municipales, y velar por una adecuada organización de la higiene pública en el marco provincial. En este sentido, quedaba bajo su responsabilidad la custodia de la higiene de las vías públicas y del suministro y conducción de aguas, cuidar del cumplimiento de las disposiciones sanitarias y de la protección a la infancia –defensa frente a las enfermedades evitables, mujeres embarazadas, expósitos–, así como intervenir en la organización técnica y administrativa de la profilaxis pública contra las enfermedades venéreas.
Un claro ejemplo del cometido llevado a cabo por estas instituciones, de acuerdo con lo establecido en los preceptos legislativos mencionados, lo encontramos en la elaboración del Reglamento de Higiene para la provincia de Valencia(Junta Provincial de Sanidad, 1926), redactado por su Junta Provincial de Sanidad y aprobado por el ministro de la Gobernación en enero de 1926. En él se establecían con detalle exhaustivo las principales normas de higiene pública que debían seguirse en la provincia, de acuerdo con los planteamientos más avanzados sobre higiene imperantes en esos momentos. En respuesta a lo establecido por el Reglamento de Sanidad Provincial, la Junta Provincial de Sanidad de Valencia también se hizo cargo de la organización de un dispensario antivenéreo, para poner en práctica los principios terapéuticos y profilácticos que caracterizaban la función propia de los nuevos establecimientos (Instituto Provincial de Higiene, 1931d). La elaboración de informes relativos a problemas de salud concretos y específicos de la provincia de Valencia –fiebres tifoideas, vacunación antidiftérica, gripe, etc.– y la sanción de la adjudicación de las plazas de médicos titulares contratados en los pueblos, completaban los cometidos de su Junta Provincial de Sanidad.
En resumen, puede afirmarse que en la segunda mitad del siglo XIX, las juntas de sanidad fueron organismos de consulta del poder político, que actuaban fundamentalmente emitiendo informes y recomendaciones sobre todo cuando hacía su aparición un brote epidémico. Con la llegada del siglo XX, su actuación pasó de lo esporádico a mantener un cierto grado de regularidad, y con una clara tendencia a ver potenciado su perfil científico-técnico.
1.4 Los institutos municipales de higiene
La progresiva incorporación de los postulados de la bacteriología y la «higiene de laboratorio» que venía siendo una realidad desde las postrimerías del ochocientos, experimentó un importante impulso con la llegada del nuevo siglo. Ello hizo que resultase necesaria la creación de nuevas estructuras sanitarias en el marco de la administración sanitaria periférica, para dar apoyo a las acciones higiénico-sanitarias derivadas de la nueva visión que aportaba la mentalidad etiopatogénica sobre el proceso de enfermar y sus consecuencias terapéuticas y profilácticas.[10]De este modo, los laboratorios químicos, que ya habían comenzado a constituirse a finales del siglo XIX como núcleos pioneros en el desarrollo de actuaciones higiénicas, tales como la realización de análisis químicos y bacteriológicos de las aguas y alimentos, con la llegada del nuevo siglo ampliaron progresivamente sus funciones hasta convertirse en laboratorios microbiológicos e institutos de higiene. La publicación de la Circular de 4 de enero de 1889, que establecía el traspaso de competencias en materia de higiene desde los gobiernos civiles a los ayuntamientos, fue el principal motor en la constitución de los primeros laboratorios, de manera que las principales capitales dispusieron de laboratorios químicos municipales en las postrimerías del ochocientos. Así, el Ayuntamiento de Madrid fundó en 1878 su Laboratorio Químico Municipal, y Barcelona contó con un Laboratorio Municipal de Microbiología desde 1886 (Roca, 1988), cuya dirección fue asignada inicialmente a Jaime Ferrán con el móvil de aplicar la vacuna antirrábica, lo que dio pie a la constitución en 1891 del primer Instituto Municipal de la Salud, bajo la dirección de Luis Comenge Ferrer.[11]Siguiendo este mismo proceso, la ciudad de Valencia también fue consolidando paulatinamente los servicios municipales de higiene desde la constitución de su Laboratorio Químico en 1881, al que se sumó a partir de 1894 un laboratorio bacteriológico, formando parte del Cuerpo Municipal de Higiene, que dio paso en 1911 al Instituto Municipal de Higiene.
Estos ejemplos eran los que desde el órgano rector se pretendían generalizar a todas las capitales de provincia, de manera que tras la Instrucción General deSanidad se volvió a publicar una disposición en 1908, en la que se recordaba que los municipios que fuesen capitales de provincia y aquellos ayuntamientos con más de 10.000 almas deberían disponer ineludiblemente de laboratorios, y los de población menor deberían asociarse para costear entre todos un laboratorio. Sin embargo, la aplicación de estos preceptos legislativos no debió de ser absoluta, pues nueve años más tarde fue necesario reiterar el cumplimiento de esta obligación en las capitales y poblaciones importantes (RO 3 de octubre de 1918), obligación que se reafirmó con la publicación del Reglamento de Sanidad Municipal en 1925. En él se establecían como funciones primordiales de estos centros el análisis de aguas potables e industriales, el análisis de toda clase de alimentos y bebidas y la atención a los problemas higiénico-sanitarios de la urbe, especialmente en lo referente a la eliminación de excretas y aguas residuales, higiene de vías públicas, saneamiento de edificios y terrenos, acarreo y tratamiento de basuras, policía de mercados, ferias, etc. Al mismo tiempo, establecía como referentes para el apoyo y el intercambio científico al Instituto Nacional de Bacteriología e Higiene y a los correspondientes institutos provinciales.
1.5 Los institutos provinciales de higiene
La iniciativa surgida en el ámbito municipal de desarrollar estructuras con actividades específicas en el campo de la higiene pública se acompañó, con un cierto desfase en el tiempo, del desarrollo de otras de carácter provincial, que empezaron a prosperar a partir del segundo decenio del siglo XX y tomaron auge tras la aprobación en 1925 del Reglamento de Sanidad Provincial. Mantenidas en muchos casos por las diputaciones provinciales y en otros por mancomunidades municipales, fueron sumando importancia con el transcurso del tiempo, hasta alcanzar su mayor grado de autonomía y desarrollo en el período republicano.
Los primeros institutos provinciales de higiene se crearon en torno a los años veinte, por ejemplo, Valencia contaba con esta institución desde 1916 (Barona, 1999) y Alicante a partir de 1924 (Perdiguero, Bernabeu y Robles, 1994). A partir de 1921 se sumó una nueva iniciativa promovida desde la Administración Central, consistente en la creación de la Brigada Sanitaria Central en Madrid y de brigadas sanitarias en todas las capitales de provincia.[12]Eran organizaciones ambulantes, para prestar apoyo técnico a aquellas poblaciones donde se hiciera necesario combatir las enfermedades endémicas o epidémicas. La Brigada Sanitaria Central dependía directamente del subinspector de instituciones sanitarias y actuaba apoyando la labor del Instituto Alfonso XIII, el Hospital del Rey y el Parque Central. Su plantilla la integraban un subjefe médico y tres ayudantes médicos, un auxiliar con título de practicante, dos mecánicos y tres desinfectadores, tal como recogía el Reglamento para el Servicio de la Brigada Sanitaria Central (RO 18 de noviembre de 1921).
Laboratorio Bacteriológico. Publicado en J. Peset Aleixandre (1922-1923): «El Instituto Provincial de Higiene de Valencia». Anales de la Universidad de Valencia, 3, 453-475.