Las Tiendas de Color Canela y Otros Cuentos - Bruno Schulz - E-Book

Las Tiendas de Color Canela y Otros Cuentos E-Book

Bruno Schulz

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Beschreibung

Las Tiendas de Color Canela y otros cuentos, de Bruno Schulz, es una colección singular que sumerge al lector en el universo fantástico y poético del autor polaco, donde memoria, imaginación y mito se entrelazan. Publicada originalmente en 1934, la obra recrea la atmósfera de una pequeña ciudad provinciana a través de los ojos de un narrador que combina recuerdos de infancia con elementos oníricos y alegóricos. En este espacio, la realidad cotidiana —calles, tiendas, casas, mercados— se transforma en escenarios cargados de simbolismo, revelando un mundo a la vez íntimo y universal. Entre los relatos, destacan aquellos reunidos bajo el ciclo de los Maniquíes, como Tratado de Maniquíes o el segundo libro del Génesis, donde Schulz explora la idea de la creación del mundo a partir de una materia viva y maleable, comparando el arte de modelar con el acto divino de la génesis. En estas narraciones, la figura del padre adquiere un papel central: inventor, visionario y demiurgo, que mezcla ciencia, alquimia e imaginación en sus reflexiones y experimentos. A través de él, el autor cuestiona la naturaleza de la vida, de la forma y de la creación artística. Otros cuentos, como Don Karol y La noche de la gran temporada, amplían el repertorio onírico de Schulz, introduciendo personajes excéntricos y situaciones fantásticas que desdibujan las fronteras de lo real. Lo cotidiano se convierte en espectáculo, carnaval y rito, mostrando cómo el lenguaje poético del autor tiene la capacidad de transformar objetos triviales en símbolos cargados de misterio. La propia ciudad, con sus tiendas de canela y sus calles laberínticas, se convierte en una entidad viva, impregnada de significados ocultos. Bruno Schulz (1892–1942) fue uno de los grandes maestros de la literatura centroeuropea del siglo XX. Su obra, aunque breve, influyó profundamente en lectores y escritores posteriores, al proponer una escritura en la que la imaginación recrea el mundo como mito personal y colectivo. Con Las Tiendas de Color Canela y otros cuentos, ofreció una de las visiones más originales de la literatura moderna: una prosa lírica, impregnada de simbolismo y sensibilidad, que convierte la experiencia individual en mito universal.

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Seitenzahl: 345

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Bruno Schultz

LAS TIENDAS DE COLOR CANELA Y OTROS CUENTOS

Sumario

PRESENTACIÓN

LAS TIENDAS DE COLOR CANELA

AGOSTO

VISITACIÓN

LOS PÁJAROS

LOS MANIQUÍES

TRATADO DE MANIQUÍES O EL SEGUNDO LIBRO DEL GÉNESIS

TRATADO DE MANIQUÍES (CONTINUACIÓN) O LA SEGUNDA VERSIÓN DEL GÉNESIS

TRATADO DE MANIQUÍES (FIN)

NEMROD

EL SEÑOR

DON KAROL

LA CALLE DE LOS COCODRILOS

LA NOCHE DE LA GRAN TEMPORADA

EL LIBRO

LA ÉPOCA GENIAL

LA PRIMAVERA

LA NOCHE DE JULIO

MI PADRE ENTRA EN EL CUERPO DE BOMBEROS

 EL SEGUNDO OTOÑO

LA TEMPORADA MUERTA

PRESENTACIÓN

Bruno Schulz

(1892–1942)

Bruno Schulzfue un escritor, ensayista y artista polaco-judío, considerado una de las voces más originales y poéticas de la literatura europea del siglo XX. Nacido en Drohobycz, entonces parte del Imperio austrohúngaro (hoy Ucrania), Schulz es recordado por su prosa onírica, cargada de simbolismo e imágenes visionarias, que explora la memoria, la subjetividad y la transformación de la realidad en mito. Aunque su producción literaria fue breve, dejó una huella perdurable en la literatura universal.

Infancia y educación

Schulz nació en el seno de una familia judía de clase media. Desde joven mostró inclinaciones artísticas tanto en la escritura como en el dibujo. Estudió arquitectura y artes plásticas en Leópolis (Lwów) y Viena, pero regresó a su ciudad natal, donde trabajó como profesor de dibujo en una escuela secundaria. La vida provinciana y la figura de su padre se convirtieron en fuentes centrales de su imaginación literaria, nutriendo muchos de los símbolos y atmósferas de su obra.

Carrera y contribuciones

Durante su vida, Schulz publicó únicamente dos colecciones de relatos: Las tiendas de canela (1934, también conocida como La calle de los cocodrilos) y Sanatorio bajo la clepsidra (1937). En estos libros creó un universo literario único, en el que lo cotidiano se transforma en fantástico mediante un lenguaje poético y lleno de imágenes surrealistas. Su estilo ha sido vinculado al surrealismo y al modernismo europeo, aunque mantiene una identidad singular, profundamente enraizada en su experiencia personal y cultural.

Además de escritor, Schulz fue un destacado artista gráfico e ilustrador, cuyas obras plásticas reflejaban la misma intensidad simbólica y expresiva de su literatura. Su arte visual y su prosa forman un corpus artístico coherente y profundamente personal.

Impacto y legado

Aunque su obra es reducida en extensión, es considerada una de las más innovadoras del siglo XX. Schulz elevó la memoria personal, la vida provinciana y la experiencia judía a la categoría de materia universal, creando un mundo literario donde lo real y lo fantástico se entrelazan de manera inédita.

Su influencia se percibe en escritores como Czesław Miłosz e Isaac Bashevis Singer, y hasta hoy su legado sigue inspirando a autores, críticos y artistas en todo el mundo. Su estilo lírico y simbólico lo ha consolidado como uno de los grandes modernistas europeos.

En 1942, durante la ocupación nazi de Polonia, Bruno Schulz fue asesinado por un oficial alemán, truncando una de las trayectorias literarias más prometedoras de su generación. Varios de sus proyectos quedaron inconclusos, entre ellos su novela perdida El Mesías.

Hoy, Schulz es celebrado como un maestro de la prosa poética. Su breve pero extraordinaria producción permanece como testimonio del poder de la imaginación y de la resistencia cultural frente a la tragedia histórica.

Sobre la obra

Las Tiendas de Color Canela y otros cuentos, de Bruno Schulz, es una colección singular que sumerge al lector en el universo fantástico y poético del autor polaco, donde memoria, imaginación y mito se entrelazan. Publicada originalmente en 1934, la obra recrea la atmósfera de una pequeña ciudad provinciana a través de los ojos de un narrador que combina recuerdos de infancia con elementos oníricos y alegóricos. En este espacio, la realidad cotidiana —calles, tiendas, casas, mercados— se transforma en escenarios cargados de simbolismo, revelando un mundo a la vez íntimo y universal.

Entre los relatos, destacan aquellos reunidos bajo el ciclo de los Maniquíes, como Tratado de Maniquíes o el segundo libro del Génesis, donde Schulz explora la idea de la creación del mundo a partir de una materia viva y maleable, comparando el arte de modelar con el acto divino de la génesis. En estas narraciones, la figura del padre adquiere un papel central: inventor, visionario y demiurgo, que mezcla ciencia, alquimia e imaginación en sus reflexiones y experimentos. A través de él, el autor cuestiona la naturaleza de la vida, de la forma y de la creación artística.

Otros cuentos, como Don Karol y La noche de la gran temporada, amplían el repertorio onírico de Schulz, introduciendo personajes excéntricos y situaciones fantásticas que desdibujan las fronteras de lo real. Lo cotidiano se convierte en espectáculo, carnaval y rito, mostrando cómo el lenguaje poético del autor tiene la capacidad de transformar objetos triviales en símbolos cargados de misterio. La propia ciudad, con sus tiendas de canela y sus calles laberínticas, se convierte en una entidad viva, impregnada de significados ocultos.

Bruno Schulz (1892–1942) fue uno de los grandes maestros de la literatura centroeuropea del siglo XX. Su obra, aunque breve, influyó profundamente en lectores y escritores posteriores, al proponer una escritura en la que la imaginación recrea el mundo como mito personal y colectivo. Con Las Tiendas de Color Canela y otros cuentos, ofreció una de las visiones más originales de la literatura moderna: una prosa lírica, impregnada de simbolismo y sensibilidad, que convierte la experiencia individual en mito universal.

LAS TIENDAS DE COLOR CANELA

En la época de los días más cortos, invernales y somnolientos, días abrazados de ambos lados, del alba y de la noche, en los bordes peludos de los ocasos, dificultosamente llamados al orden, mi padre se hallaba ya perdido, entregado, poseído por aquella esfera.

Su rostro y su cabeza se cubrían entonces de un tupido y feroz vello canoso que despuntaba irregularmente en forma de pinchos, largos pinceles que brotaban de las verrugas, las cejas, las fosas nasales, lo cual le daba a su fisonomía un aspecto de zorro viejo y enfurruñado.

Su olfato y su oído se agudizaban inconmensurablemente y por el juego de su cara silenciosa y tensa se notaba que a través de estos sentidos permanecía en contacto permanente con el mundo invisible de los recovecos oscuros, agujeros ratoniles, mugrientos espacios vacíos bajo el suelo y los conductos de las chimeneas.

Todos los crujidos, chasquidos nocturnos, la vida secreta y chirriante del suelo, tenía en él a un observador inequívoco y atento, a un espía y a un cómplice de la conjura. Eso le absorbía hasta tal punto que se sumía enteramente en esa esfera inalcanzable para nosotros y ni siquiera intentaba rendirnos cuentas de ello.

A veces, cuando los excesos de la esfera invisible devenían demasiado absurdos, sacudía los dedos y se reía de sí mismo; entonces su mirada se cruzaba con la de nuestro gato, experto en los secretos de aquel mundo, y levantaba su cara fría, cínica, atigresada, guiñando las achinadas rendijas de sus ojos, diríase por aburrimiento o indiferencia.

Ocurría durante la comida que, de repente, dejaba el cuchillo y el tenedor y, con la servilleta anudada bajo la barbilla, se levantaba con un gesto felino, se acercaba de puntillas a la puerta de la habitación vacía y, con máxima cautela, miraba por el hueco de la cerradura. Después, levemente avergonzado, regresaba a la mesa con sonrisa insegura, murmurando y susurrando algo incomprensible que pertenecía al monólogo interior en el que se sumía.

Para darle una cierta satisfacción y apartarlo de sus búsquedas enfermizas, mi madre lo llevaba de paseo al atardecer y él se prestaba callado, sin resistirse, mas también sin convicción, despistado y carente de espíritu. Una vez, incluso fuimos al teatro.

De nuevo visitábamos aquella sala enorme, mal iluminada y sucia, colmada de barullo humano y caos incontrolado. Pero cuando por fin atravesamos el gentío surgió ante nuestros ojos un gran telón azul pálido como el cielo del firmamento. Las enormes máscaras pintadas de color rosa, con sus pómulos inflados, se bañaban en ese espacioso telar. Ese cielo artificial fluía a lo largo y a lo ancho, creciendo en el enorme aliento del pathos y la grandilocuencia, en medio de la atmósfera de este mundo artificial y resplandeciente que se edificaba sobre los andamios crujientes del escenario. El escalofrío que recorría el rostro magnífico de este cielo, la respiración del telar que avivaba las máscaras, descubría lo ilusorio de ese firmamento, provocaba la vibración de esa realidad que en los instantes metafísicos sentíamos como una reverberación del misterio.

Las máscaras hacían ondular sus párpados rojos, los labios coloreados susurraban algo tácitamente y yo sabía que llegaría ese momento en el que la tensión del misterio alcanzaría el cénit y entonces el embravecido cielo del telón se rompería de veras, se levantaría y mostraría cosas inauditas y encantadoras.

Pero no me fue dado llegar a este momento porque mientras tanto mi padre empezó a manifestar cierta inquietud; se agarró a los bolsillos y concluyó diciendo que había olvidado la cartera con dinero y documentos importantes.

Tras una breve conferencia con mi madre en la que la honestidad de Adela fue sometida a una valoración apresurada y tajante, me propusieron que volviese a casa en busca de la cartera extraviada. Según mi madre faltaba aún mucho tiempo para que empezase el espectáculo y tomando en cuenta mi agilidad podría retornar a tiempo.

Salí en la noche invernal, variopinta de iluminaciones celestiales. Era una de esas noches claras en las cuales el firmamento estelar es tan amplio y ramificado que parece descompuesto y dividido en laberintos de cielos diversos que saturaban todo el mes de las noches invernales y cubrían con sus cúpulas argentas y pintadas todos los fenómenos, las aventuras y los carnavales.

Resulta una ligereza imperdonable enviar a un niño con una misión importante y urgente en una noche semejante ya que en su penumbra las calles se multiplican, se enredan, se confunden entre sí. En el fondo de la ciudad se abrían calles dobles, calles sosias, calles engañosas y falsas. La imaginación encantada y confusa creaba planos ilusorios de la ciudad supuestamente conocidos desde hacía tiempo, donde estas calles tenían su lugar y su nombre y la noche, en su fertilidad inagotable, no encontraba mejor ocupación que aportar con denuedo nuevas configuraciones imaginarias. Esas tentaciones de la noche invernal suelen empezar inocentemente con el deseo de acortar el camino, utilizar un atajo. Se crean combinaciones tentadoras, se sesga el camino complicado y seguro con un pasaje desconocido. Mas esta vez comenzó de manera diferente.

Tras dar algunos pasos me di cuenta de que no llevaba abrigo. Quería volver, pero me parecía una pérdida de tiempo porque la noche no era nada fría, al contrario, diríase vetada por corrientes de un calor extraño, vahos de una falsa primavera. La nieve se encogía en borreguillos blancos, en un vellocino dulce e inocente que olía a violetas. En borreguillos semejantes se diluía aquel cielo, en el cual la luna se duplicaba y triplicaba mostrando en esta metamorfosis todas sus fases y posiciones.

Aquel día el cielo desnudaba su construcción interior, sus preparados anatómicos que ilustraban las espirales y los nodulos de luz, las incisiones cúbicas, añiladas, de la noche, el plasma del espacio, la redecilla de sueños nocturnos.

En noche semejante es imposible andar por la calle Podwala o por cualquier otra de las calles oscuras que constituyen el reverso, el forro de las cuatro líneas de la plaza Mayor sin recordar que a esta hora tardía aún permanecen abiertas algunas de aquellas tiendas curiosas y atrayentes, que solemos olvidar los días normales. Las llamo las tiendas de color canela por los tonos oscuros de sus fachadas.

Esos verdaderos comercios nobles, abiertos en la noche tardía, fueron siempre objeto de mis sueños ardientes.

Sus interiores mal iluminados, oscuros y solemnes, olían profundamente a pintura, laca, incienso, aromas de países lejanos y extrañas materias. Allí podías hallar fuegos de bengalas, cajitas encantadas, sellos de países desaparecidos, índigos, calafonía de Malabar, huevos de insectos exóticos, papagayos, tucanes, salamandras vivas y basiliscos, raíz de Mandrágora, mecanismos de Nuremberg, homúnculos en tiestos, microscopios, catalejos, y sobre todo libros curiosos y extravagantes, viejos folios repletos de extraños dibujos e historias asombrosas.

Recuerdo a estos viejos y nobles mercaderes que atendían a los clientes con ojos bajos, en un silencio discreto, lleno de sabiduría y comprensión para sus deseos más íntimos. Mas, ante todo, había allí una librería donde en una ocasión hojeé unas láminas excitantes y prohibidas, las publicaciones de los clubs secretos que revelaban misterios apremiantes y embriagadores.

¡En tan pocas ocasiones surgía la posibilidad de visitar esas tiendas con una pequeña pero suficiente suma de dinero en los bolsillos! No podía perderme esta oportunidad pese a la importancia de la misión que me había sido encomendada.

Según mis cálculos, había que sumergirse en una callejuela lateral y cruzar dos o tres perpendiculares para alcanzar la zona de las tiendas nocturnas. Eso me alejaba de mi objetivo, pero podía recuperar mi retraso regresando por el camino de las Minas de sal.

Alado por el deseo de visitar las tiendas de color canela, doblé la esquina en la calle conocida y proseguí, mejor volando que caminando, cuidando no equivocar el camino. Así dejé atrás la tercera y cuarta perpendicular, pero la calle deseada no aparecía. Además ni tan siquiera la configuración de las calles respondía a la imagen esperada. Ni rastro de las tiendas. Iba por una calle cuyas casas no tenían portales, sólo ventanas herméticamente cerradas, cegadas con reflejos lunares. "Del otro lado de estas casas tiene que estar la calle buscada", pensé. Apresuré el paso con inquietud, renunciando en el fondo a la idea de visitar las tiendas. Me acercaba a la salida intranquilo por saber adonde me conduciría. Penetré en un camino ancho, con edificios espaciados, muy largo y recto. En seguida me envolvió el aliento del gran espacio. Allí estaban, al borde de la calle o en el fondo de los jardines, las villas alegres, las viviendas enjabelgadas de los ricos. En sus intersticios se dejaban ver parques y enredaderas de frutales. El cuadro recordaba a la lejana calle Leszniañska, en su tramo bajo, raramente visitado. La luz de la luna, diluida en mil borreguillos, en escamas plateadas sobre el cielo, era pálida y tan clara como la del día; sólo los parques y los jardines negreaban en el paisaje argento.

Al observar atentamente uno de los edificios llegué a la conclusión de que se trataba de la parte posterior jamás vista del Liceo. Precisamente me estaba acercando a la verja, la cual, para mi sorpresa, aparecía abierta y con el vestíbulo iluminado. Entré y me hallé sobre la moqueta roja del pasillo. Esperaba pasar inadvertido en el edificio y salir por la puerta principal, acortando así el camino a la perfección.

Recordé que a esta hora tardía debía tener lugar en la sala del profesor Arendt una de sus clases extras, para las cuales nos reuníamos en la temporada invernal ardiendo con esa noble pasión por el dibujo que nos había insuflado ese magnífico maestro.

Un grupito de alumnos aplicados se perdía en la gran sala oscura, sobre cuyas paredes crecían y estallaban las sombras de nuestras cabezas proyectadas por dos pequeñas velas embutidas en cuellos de botella.

A decir verdad, poco dibujábamos durante esas horas y el profesor no era muy exigente. Algunos traían cojines y, acomodados en los bancos, daban una cabezadita. Sólo los más apasionados dibujaban bajo la vela, en el cerco dorado de su resplandor.

Era costumbre que esperásemos largo tiempo al profesor aburriéndonos entre convulsiones somnolientas. Por fin se abrían las puertas de su habitación y entraba él — pequeño, con su barba magnífica, repleto de sonrisas esotéricas, discretos silencios y aromas misteriosos. Cerraba rápidamente la puerta de su gabinete en la que se apretujaban una caterva de sombras de yeso, fragmentos clásicos, Níobes dolorosas, Danais y Tantálidos, todo el Olimpo triste y yermo que desde hacía años se marchitaba en este museo de escayolas. El ocaso de este cuarto se confundía con el día y se vertía sonámbulo de sueños de yeso, miradas vacías, óvalos palidecientes y ensimismamientos que se alejaban hacia la nada. A veces nos gustaba escuchar apretados contra la puerta el silencio colmado de suspiros y susurros de estas ruinas que se derrumbaban entre las telarañas de este ocaso divino descompuesto en el aburrimiento y la monotonía.

El profesor paseaba magnánimo, plagado de unción, a lo largo de los bancos vacíos en cuyos asientos nosotros, dispersos en grupitos, dibujábamos en el resplandor de la noche invernal. El ambiente era acogedor y somnoliento.

Aquí y allá mis compañeros se acomodaban para dormir. Las velas se consumían paulatinamente en las botellas. El profesor se sumergía en una vitrina profunda, saturada de viejos folios, ilustraciones a la antigua moda, grabados impresos. Con gestos esotéricos nos enseñaba añejas litografías de paisajes nocturnos, frondosidades oscuras, las avenidas de los parques invernales negreando sobre los blancos caminos de la luna.

El tiempo corría inadvertido entre conversaciones cansinas, irregular, haciendo una suerte de nudos en la fluidez de las horas, tragando en ocasiones intervalos vacíos. Inesperadamente, nos encontrábamos ya en el camino de vuelta, sobre el sendero blanco de nieve flanqueado por una mata de arbustos negros y secos. Caminábamos a lo largo de este límite peludo de la oscuridad frotándonos contra la piel osuna de la maleza que crujía bajo nuestros pies en la clara noche sin luna de un día lácteo y ausente del calendario. Pasada la medianoche la blancura dispersa de esta luz, de la nieve, del aire pálido, de los espacios lechosos, era como un papel gris del grabado donde se enrevesaban las líneas negras azabache de vegetaciones profundas. La noche repetía esa serie de nocturnos, las ilustraciones sonámbulas del profesor Arendt, y proseguía sus fantasías.

En el espesor de antracita del parque, en la pelambre de los arbustos, en la masa de leña crujiente, se formaban a veces nichos, nidos del negror más profundo, plagados de enredos, de gestos secretos, que conversaban por medio de señas. Estos nidos eran acogedores y calurosos. Allí nos sentábamos sobre la nieve blanda y estival en nuestros abrigos peludos y comíamos los frutos que nos ofrecía esta frondosidad de avellana, aquel invierno primaveral. Los ermitaños, visones e ickeumones, peludos y husmeantes animalitos alargados que olían a leche, se escurrían silenciosamente entre las ramas. Suponíamos que entre ellos se encontraban los ejemplares del gabinete escolar que, aunque disecados y algo calvos, vaciados en su interior, oían en esta noche la voz del viejo instinto de celo y, en un corto e ilusorio revivir, regresaban a la madriguera.

Mas, poco a poco, se apagaba la fosforescencia de la nieve primaveral y llegaba la niebla espesa de hulla que preludiaba al amanecer. Algunos se dormían en la nieve cálida, otros encontraban a tientas las puertas de sus casas, entraban en sus interiores oscuros, en los sueños de sus padres y hermanos, en los epílogos del profundo roncar qué alcanzaban en sus caminos.

Esos paseos nocturnos estaban para mí repletos de un donaire misterioso; tampoco podía ahora perder la oportunidad de asomarme un instante a la clase de dibujo, decidido a quedarme tan sólo un momento. Pero, al subir las escaleras de cedro que resonaban sonoras, me di cuenta de que me hallaba en la parte ajena, jamás visitada, del edificio.

Ningún susurro, por muy sutil que fuese, interrumpía el solemne silencio. Los pasillos de esta parte eran amplios y, enmoquetados, rebosaban de distinción. Pequeñas, débiles lámparas, brillaban en sus recodos. Al traspasar una de ellas me encontré en un pasillo aún más grande y revestido de un lujo palaciego. Una de sus paredes se abría hacia la vivienda en amplias arcadas de cristal. Allí comenzaba una larga hilera de habitaciones decoradas con una magnificencia deslumbrante. Por la enfilada de entelados de seda, espejos dorados, costosos muebles y arañas de cristal corría la mirada en pos de la pulpa esponjosa de estos interiores colmados de vibraciones multicolores y arabescos reverberantes, guirnaldas intrincadas y flores que eclosionaban. El profundo silencio de los salones rebosaba los espejos de miradas misteriosas y sembraba el pánico entre los arabescos que surcaban los rizos a lo largo de las paredes y se perdían en el estucado de los blancos techos.

Sentía admiración y veneraba este lujo; me daba cuenta de que mi escapada nocturna me había conducido inesperadamente hasta el ala de su casa particular. Permanecí clavado por la curiosidad con el corazón latiendo, dispuesto a huir al menor ruido. ¿Cómo podría justificar mi espionaje nocturno, mi curiosidad atrevida? En uno de los mullidos sillones de terciopelo podía estar sentada, inadvertida y silenciosa, la hija del director quien de repente levantaría su mirada del libro para dirigir sobre mí sus ojos negros, sibilinos y tranquilos, cuya mirada nadie podía soportar.

Pero ceder a mitad de camino sin realizar el plan hubiera sido una cobardía. Además, un profundo silencio reinaba alrededor de los interiores llenos de suntuosidad, iluminados por la luz de un tiempo indefinido. A través de los arcos, en el otro extremo del enorme salón, se veía una gran puerta acristalada que conducía a la terraza. El silencio me envalentonó. No me parecía arriesgado bajar unos cuantos escalones, situarme al nivel del salón y, en unas cuantas zancadas, atravesar la alfombra grande, costosa, y alcanzar la terraza desde la cual podía llegar sin dificultad a una calle muy bien conocida.

Así lo hice. Al descender junto al parquet del salón, bajo las grandes palmeras que se disparaban desde los tiestos hasta los arabescos del techo, me percaté de que me hallaba prácticamente en suelo neutral ya que el salón carecía de pared delantera.

Era una especie de gran logia que se unía con la ayuda de escalones a la plaza de la villa. Se trataba ciertamente de una rama de esa plaza y ya los muebles se situaban en el pavimento, descendí los escalones de piedra y me encontré de nuevo en la calle.

Las constelaciones vagaban encima de mi cabeza, todas las estrellas se habían dado la vuelta, más a la luna, hundida entre los edredones de las nubes iluminadas con su presencia invisible, se le antojaba tener aún un largo camino por delante y sumergida en largos procedimientos celestiales no pensaba en el alba.

En la calle negreaban algunos simones destartalados como los inválidos y durmientes crustáceos o cucarachas. El cochero se inclinó en su asiento. Tenía úna cara pequeña, roja y bondadosa. "¿Vamos, señorito?", preguntó. El coche tembló con todas las articulaciones y muñecas de su cuerpo múltiple y se movió sobre sus ligeras ruedas.

Mas ¿quién en una noche como ésta se confía al capricho de un simonero indisciplinado e indomable?

En medio del crujir de los radios, en el clapotear de la caja y el capote no conseguía ponerme de acuerdo con él respecto al fin del viaje.

Asentía descuidadamente con la cabeza a todo y canturreaba mientras cruzaba el camino de la ciudad.

Delante de una taberna, un grupo de simoneros nos saludó amistosamente con la mano. Él les respondió algo alegremente y, sin frenar el vehículo, me lanzó las riendas sobre mis rodillas, bajó del asiento y se unió al grupo de colegas. El caballo, un viejo y sabio caballo simonero, lanzó una mirada atrás y siguió adelante con su trote uniforme y simonil. A decir verdad, el caballero despertaba confianza, parecía más inteligente que el cochero. Pero yo no sabía montar y tenía que dejarse llevar. Entramos en una calle periférica trazada a ambos lados por jardines que poco a poco se convertían en parques y éstos a su vez en bosques.

Jamás olvidaré este viaje luminoso en la noche invernal más clara.

El mapa multicolor del firmamento se engrandeció en forma de una cúpula inconmensurable en la cual se amontonaban continentes fantásticos, océanos y mares trazados por las líneas de remolinos y corrientes estelares de la geografía celestial. El aire se volvió ligero y luminoso como una gasa plateada. Olía a violetas. Bajo la nieve lanosa como el astracán blanco asomaban anémonas temblorosas con una chispa de luz lunar en sus copas delicadas. Todo el bosque parecía iluminarse con miles de luces, estrellas que el firmamento de diciembre rociaba en abundancia. El aire jadeaba una primavera oculta, la pureza inefable de la nieve y las violetas. Penetramos en un terreno montañoso. Las líneas de las colinas, erizadas con las fustas desnudas de sus árboles se elevaban hacia el cielo como suspiros de placer. En estas laderas dichosas vi grupos de caminantes que recogían entre los arbustos las estrellas caídas y húmedas de la nieve. El camino se volvía abrupto, el caballo resbalaba y dificultosamente tiraba del carro que sonaba con todas sus articulaciones. Me sentía feliz. Mi pecho aspiraba esa plácida primavera del aire, el frescor de las estrellas y la nieve. En el pecho del caballo se acumulaba un muro de blanca espuma de nieve que se hacía más y más alto. Con pena surcaba el caballo su masa pura y fresca.

Descendí del simón. El caballo jadeaba duramente con la cabeza gacha. Abracé su cabeza a mi pecho; en sus grandes ojos negros brillaban las lágrimas. Entonces vi en su vientre una herida enorme y negra. "¿Por qué no me lo has dicho?", susurré entre lágrimas. "Querido es para ti", dijo él, y se volvió muy pequeño, como un caballito de madera. Lo dejé. Me sentía extrañamente ligero y feliz. Me quedé pensando si esperar el pequeño ferrocarril local que pasaba por allí o retornar a la ciudad andando. Opté por bajar la empinada serpentina del bosque, al principio con paso ligero, más tarde, cogiendo velocidad, cruzándola en una carrera uniforme y feliz que pronto se convirtió en una suerte de deslizamiento de esquiador.

Podía regular la velocidad a mi gusto y dirigir el recorrido a través de ligeros giros corporales.

Cerca de la ciudad frené esta carrera triunfal normalizando mi paso. La luna aún seguía en lo alto. Las transformaciones del cielo, las metamorfosis de sus cúpulas múltiples en configuraciones cada vez más filigraneadas, no tenían fin. El cielo, en esta noche hechizada, abría su mecanismo interno cual astrolabio de plata y mostraba las matemáticas áureas de sus ruedas en evoluciones infinitas.

En la plaza me encontré con algunas personas que disfrutaban de su paseo. Todos, encantados con el espectáculo de esta noche, tenían las cabezas levantadas y plateadas por la magia del cielo.

La preocupación por la cartera de mi padre me abandonó totalmente. Verdaderamente, mi padre, sumergido en sus rarezas, se había olvidado de la pérdida y mi madre no se preocupaba.

Tal noche, la única del año, logras pensamientos felices, inspiraciones, los proféticos toques del dedo divino. Colmado de ideas e intuiciones geniales quise dirigirme a casa cuando mis compañeros se cruzaron en mi camino con los libros debajo del brazo. Habían salido muy pronto de la escuela despertados por la claridad de la noche que no quería finalizar.

Nos fuimos todos de paseo por la calle que bajaba bruscamente, que nos traía el hálito de las violetas, inseguros de vivir en la magia argentífera de la noche que se reflejaba en la nieve o en el alba que se levantaba.

AGOSTO

I

En julio, mi padre solía irse al balneario y me dejaba con mi madre y mi hermano mayor a la voluntad de los días veraniegos abrasadoramente blancos y alucinógenos. Ebrios de esta luz, hojeábamos el gran opúsculo de las vacaciones cuyas hojas ardían resplandorosamente y ocultaban en su fondo la pulpa de peras doradas, dulces hasta el desmayo.

Adela volvía en las mañanas luminosas cual Pomona de fuego de día acalorado y vertía en su cesta la belleza policromada del sol, las cerezas brillantes, llenas de agua bajo su piel transparente, las guindas misteriosas y negras cuyo aroma superaba su sabor, albaricoques que mecían en sus carnes el quid de las largas tardes; y, al lado de esta poesía pura de las frutas, descargaba también trozos de carne con su teclado de costillas, las algas de las verduras como crustáceos muertos y medusas, material crudo de la comida con ese sabor aún indefinido y yermo, sus telúricos ingredientes con su aroma salvaje y campestre.

Esos días, la oscura cara del primer piso al lado de la plaza Mayor era atravesada por el enorme verano; el silencio de las vibrantes capas aéreas, las baldosas de resplandor que dormían su sueño apasionado sobre el suelo; la melodía del organillo surgida de la veta dorada más profunda del día; dos o tres compases del estribillo interpretado al piano en algún lugar una y otra vez, desmayándose al sol sobre las aceras blancas, perdidas en el fuego del día profundo.

Tras hacer la limpieza, Adela corría la sombra sobre las habitaciones cerrando sus cortinas de hilo. Entonces, los colores bajaban una octava y el cuarto se oscurecía sumido en la claridad del abismo marítimo, reflejado opacamente en los espejos verdes y todo el color del día respiraba entre las cortinas ligeramente ondeantes en los sueños de la hora del atardecer.

Los sábados por la tarde salía de paseo con mi madre. Desde la semioscuridad del recibidor se entraba directamente en el baño solar del día. Los peatones, hollando en el oro, mantenían los ojos semicerrados por el ardor, casi como pegados con miel, y el labio superior subido descubría sus encías y dientes. Y quienes pisaban este día áureo llevaban ese rictus de calor, como si el sol impusiera a sus feligreses la misma máscara de la cofradía solar; y todos los que iban por la calle se encontraban, pasaban unos junto a otros, ancianos y jóvenes, niños y mujeres, se saludaban con esa careta pintada sobre los rostros con una gruesa capa de tizne dorado, exhibían ese rictus báquico, la máscara bárbara de un culto pagano.

La plaza Mayor, vacía y amarilla de verdor veía barrer su polvo, igual que en el desierto bíblico, por los vientos calurosos. Las espinosas acacias, crecidas en la soledad de la plaza amarilla, bullían sobre ella con su hojarasca clara, sus ramos de filigranas verdes noblemente dispuestos a semejanza de los gobelinos viejos.

Parecía que los árboles excitasen el viento estremeciendo teatralmente sus coronas, para mostrar, en patéticas flexiones, la elegancia de sus abanicos foliáceos de vientos plateados como pieles de zorro.

Las viejas casas, pulidas por el viento de muchos días, se teñían con los reflejos de la gran atmósfera, los ecos y los recuerdos de los colores diseminados en la profundidad del tiempo policromático. Parecía que generaciones enteras de días estivales desconchaban (como artesanos pacientes quitando el moho de los estucos de las fachadas) los azulejos engañosos y día a día descubrían a la luz la faz verdadera de las casas, la fisonomía de la vida y del destino que iba formándolas desde su interior.

Ahora las ventanas dormían cegadas por el resplandor de la plaza desértica: los balcones confesaban su soledad al cielo, los vestíbulos abiertos olían a frescor y a vino.

Un hatajo de harapientos, salvado de la llameante ola de calor, se escondía en un rincón de la plaza, rodeaba un fragmento del muro y lo sometía a prueba sin cesar lanzando botones y monedas como si pudieran leer el verdadero misterio del muro garabateado con jeroglíficos de fisuras y grietas que formaban el horóscopo de esos redondeles metálicos. Por otra parte, la plaza estaba vacía.

Se esperaba que se acercara al vestíbulo abovedado, lleno de los barriles del bodeguero, refugiado en las sombras de las acacias temblorosas, el asnillo del Samaritano llevado por el bozal, y dos peones bajarían cuidadosamente a su amo enfermo de la silla que ardía y lo subirían por las escaleras frescas hacia el piso oloroso a sabat.

Así recorrimos mi madre y yo los dos lados soleados de la plaza, llevando nuestras sombras truncadas por todas las casas como por un teclado. Las baldosas del pavimento pasaban después bajo nuestros pasos suaves y llanos, unos rosa pálido como la piel humana, otros dorados y lívidos, todos ellos planos, cálidos, aterciopelados bajo el sol, como unos rostros solares pisoteados hasta no poder ser reconocidos, hasta albergar la plácida nada.

Al fin, en la esquina de la calle Stryska nos sumimos en la sombra de la farmacia. El enorme balón lleno de jugo de frambuesa en la ancha ventana boticaria simbolizaba el frescor de los bálsamos que podían sedar cualquier dolencia. Unas cuantas casas más allá, la calle no podía mantener el decoro de la ciudad, parecíase a un campesino que al regresar a su pueblo natal se desviste por el camino de su elegancia urbana convirtiéndose, a medida que se acerca a su hogar, en un harapiento labriego.

Las casitas del extrarradio se ahogaban en las ventanas, en el frondoso y enredado florecer de sus pequeños jardines. Olvidadas por el gran día señoreaban silenciosamente las hierbas, flores y malezas, contentas con ese interludio que podían soñar en los márgenes del tiempo, en los confines del día infinito. Un enorme girasol, elevado sobre su potente tallo y enfermo de elefantiasis, esperaba en el luto amarillo de los últimos y tristes días de su existir doblándose bajo el tamaño exagerado de su monstruosa corpulencia. Mas, las ingenuas campanillas provincianas y las florecillas de percal vivían impotentes en sus camisas rosas y blancas, sin mostrar comprensión hacia la gran tragedia del girasol.

II

La enrevesada profusión de hierbas, hierbajos, malezas y cardos hierve en el fuego del mediodía. La siesta del jardín zumba con el enjambre de moscas. El rastrojo dorado grita al sol como la langosta parda; en la lluvia torrencial del fuego chillan las cigarras; las vainas explotan silenciosamente como los grillos. En dirección a la valla, la mata de hierbas se eleva en una prominente colina jorobada, como si el jardín girara al revés en sueños y sus macizos hombros campesinos respiraran el silencio de la tierra. Sobre los hombros del jardín la mujeril y desaliñada frondosidad de agosto crecida en los sordos precipicios de enormes bardanas, desbordaba las capas de escamas peludas de las hojas con sus grandes lenguas de verdor carnoso. Allí esas mujeronas apoltronadas se expandieron semidevoradoras por sus faldas airadas. Allí el jardín vendía por nada los más baratos ramos de lilas salvajes, la semilla de plátanos apestando a jabón, el aguardiente agreste de la menta y toda la baratija de agosto.

Pero al otro lado de la valla, detrás de la guarida del estío, en la cual dominaba la torpeza de los hierbajos atontados, había un vertedero invadido vorazmente por bardanas. Nadie sabía que, precisamente allí, agosto celebraba su orgía pagana. En este vertedero se hallaba la cama de la infeliz muchacha Tluya, allí estaba apoyada contra la valla y cubierta de lilas salvajes. Así la llamábamos todos. Sobre un montón de desperdicios, cazuelas viejas, zapatillas, ruinas y escombros se encontraba la cama pintada de verde, apoyada en dos ladrillos viejos cuando carecía de patas.

En los escombros al aire, enfurecida por el calor, henchida con los relámpagos de los moscones excitados por el sol, chirriaba con unos sonajeros invisibles incitando a la locura.

Tluya está acuclillada entre sábanas amarillas y harapos. Su cabeza enorme se eriza y se recoge en una cola de cabellos negros. Su cara se contrae como el fuelle de una armónica y a cada rato un rictus de llanto compone esa figura en miles de pliegues verticales y la sorpresa vuelve a estirarlos, alisa los pliegues, descubre las rendijas de sus ojos pequeños y las encías húmedas con sus dientes amarillentos bajo un labio carnoso y morrudo. Pasan horas llenas de calor y aburrimiento en cuyo transcurso Tluya farfulla en voz baja, dormita, gruñe y carraspea. Las moscas la rodean en un espeso enjambre. Mas, de repente, todo ese montón de trapos sucios, harapos y trizas comienza a moverse animado por el runrún de las ratas. Las moscas se despiertan ahuyentadas y levantan un gran enjambre rugiente, plagado de rabiosos zumbidos, reflejos y reverberaciones. Y mientras los trapos caen al suelo y se derraman sobre el vertedero como ratas alarmadas, surge entre ellas y despaciosamente se desenvuelve el cogollo, el núcleo del vertedero: semidesnuda y morena, semejante a una deidad pagana, se levanta sobre sus piernas cortas e infantiles y sobre su cuello colmado de ira y sobre su cara enrojecida de rabia donde, como pinturas bárbaras, florecen los arabescos de sus venas hinchadas, se alza un grito animal, un rugido ronco surgido de los bronquios y las bocinas de ese pecho semianimal y semidivino. Las bardanas quemadas por el sol gritan, las plantas se hinchan y presumen de su carne indecente, los hierbajos beben su veneno brillante y la tonta, ronca en su alarido, golpea en convulsiones frenéticas, con apasionamiento feroz su regazo carnoso contra el tronco de lilas salvajes que chirría bajo la obstinación de esa pasión lujuriosa, encantado por todo ese coro de fecundidad desnaturalizada, pagana.

La madre de Tluya se presta a lavar los suelos de las campesinas. Es una mujer pequeña y amarilla como el azafrán; también trata con azafrán los suelos, las mesas de pino, los bancos y las verjas, que limpia en las casas modestas. Una vez Adela me llevó a la casa de esa vieja Maryska. Era a hora temprana, entramos en un cuarto pintado de azul en cuyo suelo apisonado yacía el sol del amanecer, que amarilleaba con fuerza en ese silencio matutino medido con el estridente crujir de un reloj campesino que colgaba de la pared. En un cajón cubierto de paja dormitaba Maryska la tonta, pálida como la cal y silenciosa como un guante recién abandonado por su mano. El silencio, construido a la medida de su sueño, parloteaba amarillo, contrastado, mal silencio que monologaba, discutía, recitaba en voz alta y con vulgaridad su monólogo maniático. El tiempo de Maryska, ese tiempo aprisionado dentro de su alma, brotó de ella terriblemente real, creciente en el silencio del amanecer del ruidoso relojmolino como la harina mala, la harina pulverulenta, la harina tonta de los locos.

En una de estas casitas, rodeada de varas dé color marrón, sumida en el verdor abundante del jardín, vivía la tía Ágata. Al entrar pasábamos por el jardín delimitado por bolas de cristal coloreado colocadas sobre palos; rosas, verdes y violetas guardaban mundos enteros luminosos y claros como esos cuadros ideales y felices encerrados en la perfección inalcanzable de las pompas de jabón. Hallábamos un aroma familiar en el vestíbulo semioscuro con sus viejos óleos carcomidos por el moho y cegados por la vejez. En este antiguo olor conocido cabía la vida de esta gente, el alambique de la raza, la clase de la sangre y el secreto de su destino, contenidos inadvertidamente en el sucederse diario de su tiempo propio. Las viejas y sabias puertas, cuyos oscuros susurros dejaban pasar y salir, testigos mudos de las entradas y salidas de la madre, las hijas y los hijos, se abrieron sin ruido, igual que las puertas de un armario, y nos introdujimos en el interior de sus vidas. Permanecían sentados a la sombra de su sino, sin defenderse. Sus primeros gestos torpes nos desvelaron su misterio. ¿Acaso no nos emparentaba la sangre y el destinó?

La habitación era oscura y aterciopelada, tapices azul marino como un dibujo dorado cubrían sus senos, mas el eco del día llameante aún vibraba aquí con su color cobre sobre los marcos de los cuadros, los pomos y las ramas doradas, ya tamizados por el verdor espeso del jardín. Al lado de la pared se levantó la tía Ágata, colosal y exuberante, de carnes redondas y blancas, moteada por la herrumbre roja de las pecas. Nos sentamos junto a ellos, a la orilla de su destino, un poco avergonzados por este desamparo con el que se nos entregaban sin objeciones, y bebíamos agua con jugo de rosas, una bebida extraña en la cual hallé la esencia más profunda del sábado canicular.

La tía se quejaba. Y era ése el tono dominante de sus conversaciones, la voz de esa cara blanca y fértil que parecía flotar ya fuera de los límites de su persona a duras penas mantenida en su conjunto, en los lazos de la forma individual e, incluso en ese conjunto, ya multiplicada y a punto de descomponerse, hacerse ramas y vertirse sobre la familia. Era una fertilidad casi autosuficiente, una femineidad desprovista de frenos y patológicamente exuberante.

Sucedía que el simple aroma de lo masculino, el olor a humo de tabaco, el chiste varonil, podía impulsar a esa femineidad llameante en su lujuriosa proliferación. Y en realidad todas sus quejas del marido, del servicio, sus preocupaciones por los niños eran tan sólo caprichos de su fertilidad insatisfecha, la continuación de esa coquetería hosca, airada y llorona con la que castigaba en vano al marido. El tío Marek, pequeño, encorvado, con el rostro esterilizado por el sexo, se asentaba en su fracaso gris, asumiendo el destino a la sombra de un desprecio infinito en el que creía descansar. En sus ojos grises brillaba la lejana brisa del jardín que se extendía en la ventana. A veces, con un movimiento débil, intentaba hacer algunas observaciones, oponerse, pero, la oleada de femineidad arrogante rechazaba de lado este gesto sin importancia, pasaba triunfalmente junto a él y, con su estrepitosa marejada, ahogaba los débiles reflejos de su masculinidad.

Había algo trágico en esta fertilidad desaliñada y desmesurada, allí se hallaba esa miseria de la creación luchando en el límite de la nada y de la muerte, había un heroísmo de la femineidad todopoderosa y triunfante en su fertilidad sobre la invalidez de la naturaleza, sobre la insuficiencia del hombre. Mas la visión de la prole mostraba la razón de este pánico maternal, de esta locura de parir que se agotaba en fetos malogrados, en una generación efemérica de fantasmas sin sangre ni rostro.

Entró Lucía, la mediana, una cabeza demasiado desarrollada y madura sobre un cuerpo rollizo de carne blanca y delicada. Me dio su manita de muñeca y de improviso floreció todo su rostro cuál pivonia desbordante en su plenitud rosa.

Infeliz a causa de sus rubores que desvelaban desvergonzadamente los secretos de la menstruación, entornaba los ojos y enrojecía aún más bajo el roce de las preguntas más indiferentes, por más que todas contenían una alusión oculta a su mocedad hipersensible.

Emil, el mayor de los primos, con su bigote rubio claro y su rostro del que la vida había borrado cualquier expresión, paseaba por la habitación con las manos en los bolsillos de sus pantalones de pinzas.