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Las tres joyas es una introducción didáctica al rico mundo del budismo. Está concebida para un público muy amplio: desde practicantes avezados hasta personas que simplemente quieran tener un conocimiento más preciso de los tres grandes ejes o "joyas" del budismo: la figura del Despierto (el Buda), su enseñanza (Dharma) y la comunidad de seguidores (Samgha). Con un estilo directo y asequible, Pániker profundiza primero en el personaje histórico Gautama Siddharta y cómo deviene el Buda Shakyamuni. Luego, repasa los conceptos esenciales de las filosofías budistas (sufrimiento, impermanencia, nirvana, vaciedad, ausencia de "yo", karma, etcétera). Finalmente, se explaya en la fascinante historia de la comunidad, desde sus orígenes índicos, hasta su expansión –y sus transformaciones– por el Sudeste Asiático (principalmente bajo la forma del budismo Theravada), Extremo Oriente (Mahayana), el mundo tibetano (Vajrayana) o en el Occidente contemporáneo. El libro está destinado a convertirse en un manual de introducción y referencia básico sobre una de las más profundas tradiciones espirituales del mundo.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
Agustín Pániker
LAS TRES JOYAS
El Buda, su enseñanza y la comunidad
Una introducción al budismo
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
© 2018 by Agustín Pániker
© de la edición en castellano: 2018 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
Revisión: Amelia Padilla
Composición: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Noviembre 2018
Primera edición digital: Enero 2019
ISBN papel: 978-84-9988-655-8
ISBN epub: 978-84-9988-685-5
ISBN kindle: 978-84-9988-686-2
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A Nuria y Salvador, mis padres
El budismo es una de las grandes tradiciones religiosas y espirituales del mundo. Lo practican y suscriben centenares de millones de personas en muchos países, sobre todo asiáticos, pero también en Europa o en las Américas, donde lleva décadas logrando una gran penetración. Es una tradición (o un cúmulo de ellas) con 2.500 años de historia y con una extraordinaria riqueza filosófica, literaria, artística, yóguica, ritual, mitológica…, en definitiva, cultural.
Tratar de resumir en pocas páginas su legendaria variedad es osado. Pensemos que, hasta hace relativamente poco, muchas corrientes budistas asiáticas desconocían la existencia de otras tradiciones hermanas. Razones no faltaban. Cómo es posible que se proclamen “budistas” –y sean aceptados como tales–, por ejemplo, un urbanita japonés que pertenece a una secta de reciente creación que no reconoce casi nada de las líneas del budismo antiguo; o un monje cingalés, que declara mantener vivas las directrices ascéticas fijadas por los seguidores inmediatos del Buda, hace más de dos mil años; o un dalit (exintocable) de la India, que encuentra en el budismo un camino de liberación de la opresión social y política; o una joven europea, para quien el budismo se ciñe a unas técnicas seculares de autoconocimiento basadas en la meditación.
Lo cierto es que delimitar lo que es budista –o lo que es menos budista– es un ejercicio ideológico y político que implica excluir, jerarquizar, devaluar, idealizar o reificar. Pero todos sabemos que las fronteras religiosas o culturales son ambiguas, porosas e inestables; sobre todo si nos alejamos del tiempo presente. Fíjense que hasta hace apenas dos siglos no existía un término –en sánscrito, pali, chino, tailandés o tibetano– que cobijara a todas esas expresiones rituales, filosóficas o meditativas que hoy llamamos –y, en retrospectiva, proyectamos en el pasado como– “budismo”.
Lo que hoy una mayoría entiende por “budismo” es un híbrido de tradiciones asiáticas de gran solera en interacción con las corrientes globalizadas de la modernidad. La concepción unitaria del budismo, como de la mayoría de los ismos religiosos, es hija de la modernidad; heredera de diálogos y maneras de entender el mundo gestadas en los dos últimos siglos. Pero es una concepción ya naturalizada e integrada por los budistas de todo el mundo, así como por los no budistas. Y una noción que se ancla en ciertos nexos de unión y en un centro de gravedad más o menos compartido. De forma que, con la cautela pertinente, asumiremos el reto de compendiar en unas pocas páginas los hilos conductores que podrían suturar la pluralidad de budismos. Este es el reto que debe afrontar un texto de cariz didáctico como el presente.
No se trata de desvelar el “verdadero” núcleo del budismo o descifrar lo que el Buda realmente enseñó hace veintitantos siglos (propósitos legítimos, pero me temo que inalcanzables), sino de algo más prosaico: introducirnos en el mundo del budismo. No en vano el embrión de este libro se gestó –a colación de mi interés personal en sus diversas modalidades– en las clases de “Introducción al budismo” que imparto en algunas maestrías universitarias. Quede dicho de antemano, sin embargo, que no me jacto de haber alcanzado niveles avanzados en la senda budista; mas estimo que puedo aportar una visión panorámica y generalista que concite el interés de un amplio espectro de lectores. Una visión precisamente no apologética, pero sí con la necesaria dosis de empatía. Así que para sintetizar he escogido una tríada –quizá no muy original, pero sí– muy querida por todas las tradiciones budistas: las “tres joyas” (sánscrito: tri-ratna). A saber:
el Buda (o figura del Despierto), que compondrá la Parte I,el Dharma (o enseñanza), que integrará la Parte II, yel Samgha (o comunidad), que ocupará la Parte III.Existe en el budismo una profesión de fe –más que un bautismo– que consiste en tomar tres veces “refugio” en estas “tres joyas”, raras y preciosas, capaces de liberarnos de la ignorancia y –como la noción de “refugio” implica– de protegernos del dolor y las adversidades. Aunque no todas las corrientes budistas interpretan las “tres joyas” de igual forma, constituyen un claro nexo de unión para todas. Si me apuran, la primera joya representa el referente primordial de eso que –precisamente en su honor– el mundo moderno convino en llamar “budismo”. Todos los budistas del mundo comparten el mismo maestro y emblema: el Buda [véase FIG. 1].
Aunque no sabemos en qué lengua habló el Buda (posiblemente un prácrito próximo al magadhi, una antigua lengua indoaria del norte de la India), en aras de la claridad utilizaremos la terminología sánscrita, que durante siglos fue la lengua culta panindia por antonomasia. Si bien en el budismo está asociada principalmente a una de sus corrientes (el Mahayana), tiene la ventaja de estar muy próxima a otra importante lengua litúrgica budista (el pali) y de acercarnos a otras tradiciones índicas, como el hinduismo y el jainismo, que también se expresaron en sánscrito.* Como especialista en India, es también mi intención resaltar el contexto índico en el que el budismo se originó y donde realizó sus primeros progresos (tratando de no caer, por ello, en el extendido sesgo “clasicista” que entiende que el budismo indio antiguo es más “genuino” que el de otros ámbitos y épocas). Del sánscrito asimismo se realizaron la mayoría de las traducciones de sutras al chino o al tibetano. Y la terminología budista en muchas lenguas asiáticas posee una indefectible huella del sánscrito. Pero recordemos que en su larga historia y expansión los budistas han empleado infinidad de lenguas: japonés, tocario, inglés, bengalí, tailandés, gandhari, español, mongol y un largo etcétera. El budismo es una religión “políglota”. El sánscrito no posee para los budistas la aureola sagrada que tiene para los hindúes (o el árabe para los musulmanes). Y es que en el corazón de esta religión hallamos una historia, la del Buda, y una historia puede narrarse en cualquier lengua.
FIGURA 1: Imagen del Buda Shakyamuni en el refinado estilo gupta. Sarnath (Uttar Pradesh), India. Dinastía Gupta, siglo v. Londres, Reino Unido: Museo Británico. (Foto: Agustín Pániker).
El estudio del fenómeno religioso ha mostrado que si a una tradición espiritual se le otorga el tiempo y el espacio suficientes asumirá en su seno casi todas las posiciones rituales e intelectuales admisibles ante las cuestiones religiosas fundamentales (cualquiera que haya sido su orientación inicial). El budismo es un claro ejemplo, ya que desde hace muchos siglos podemos encontrar la mayoría de formas de vida religiosa y casi todos los posicionamientos filosóficos posibles (incluso incompatibles entre sí). Puesto que no es monolítico, será entonces necesario matizar, desdoblar o cualificar algunas de las inevitables generalizaciones y hacernos eco de las posiciones y sensibilidades a veces divergentes entre sus tres o cuatro grandes corrientes contemporáneas: el Theravada (o budismo del sur), el Mahayana (o budismo del este), el Vajrayana (o budismo del norte) y el budismo moderno (o global). Con todo, procuraré no abusar de estos recursos. Mi prioridad es mantener el tono didáctico y centrarme en un núcleo razonablemente compartido. Los expertos sabrán excusar el uso de muletillas generalizadoras. (La segunda mitad del libro servirá para ilustrar las transformaciones del budismo en cada ámbito geográfico.)
Esta actitud, llamémosla “ecuménica” (este “camino medio”, cabría decir), es pertinente al tratarse de un texto divulgativo. Concuerda, por otra parte, con mi posición inclusivista y suprasectaria (no soy seguidor de ninguna de las grandes corrientes mentadas), característica del budismo moderno. Y es coherente con un enfoque multidisciplinar, que es histórico, religioso, filosófico y antropológico a la vez. Estimo que es la mejor forma de hacer justicia a la amplitud y riqueza de las “tres joyas”.
* * *
Varias personas han tenido la gentileza de leer este texto, aportar ideas, detectar errores u omisiones; en otras palabras, han contribuido a enriquecerlo. Mi mayor gratitud a: José Alias, Florence Carreté y Amelia Padilla.
Asimismo, esta obra no podría haber visto la luz sin las enseñanzas de determinados maestros o la lectura de estudiosos y budólogos que han ensanchado mi ángulo de visión y apreciación del budismo. La bibliografía da cuenta de mi deuda para con todos ellos. Tratándose de un texto divulgativo, puede haber cierta intertextualidad. Las notas bibliográficas solo se ciñen a las principales fuentes escriturales utilizadas.
Todo el mundo ha oído hablar del Buda (o el Buddha). Es una de esas figuras llamadas “universales”. Y uno de los arquetipos del “sabio” más reconocibles y loados. Aunque el Buda nunca pretendió fundar ningún ismo, nadie pone en duda que sin su personalidad el fenómeno que llamamos “budismo” no existiría.
La primera joya del budismo es, no obstante, más polifacética de lo que aparenta a primera vista. Al menos, tres niveles de significado convergen en ella. En primer lugar, “el Buda” remite a Siddhartha Gautama, un príncipe indio que vivió en las regiones del valle del Ganges hace unos 2.500 años y partió en pos de la sabiduría. En segundo lugar, remite a Shakyamuni, el sabio del clan shakya, desde el momento en que Gautama devino un buddha (“despierto”) tras hallar la senda que conduce a la bodhi (“despertar”). En tercer lugar, el Buda remite –aunque no para todas las corrientes budistas– a la mismísima trama “despierta” de la realidad, a veces referida como budeidad, dharmakaya, Adibuddha, Vairochana… En último término, designa a cualquier ser verdaderamente despierto.
Esta amplitud de significados es común en esta clase de figuras. Recordemos que otro rico símbolo universal como Jesús es para sus seguidores a la vez un hombre (Yehosua), el Mesías (el Christós) y Dios-hecho-hombre (Jesucristo).
La primera joya ha dado lugar a una iconografía exquisita [véanse FIG. 1, FIG. 6, FIG. 16, FIG. 20, etcétera], leyendas admirables y sofisticadas filosofías. Junto a Mahavira (“padre” del jainismo, religión con la que el budismo comparte bastantes trazos), es uno de los primeros nombres históricos de la India. ¡Y vaya que uno! Aun así, existe una bochornosa falta de certitud historiográfica acerca de sus fechas de nacimiento o muerte. Los expertos barajan arcos ¡de más de 200 años!
Ciertamente, la India premoderna no sintió la necesidad de registrar su cronología o escribir de forma acurada su historia. Ocurre que en Asia esto no es muy importante. Más todavía que con el caso de Jesús, quizá no sea tan vital saber lo que pasó “realmente” con la vida del Buda (cosa, por otra parte, harto difícil de conjeturar), sino conocer lo que sus seguidores han oído que pasó durante veinticinco siglos. En Asia, la tensión entre biografía (narrativa histórica) y hagiografía (recuento mítico) no suele –o solía– ser problemática. El devoto puede escoger según el contexto o su preferencia. No hay barrera nítida entre lo humano y lo sobrehumano o entre lo humano y lo divino. En India, quien realiza (quien “hace real”) lo divino es lo Divino. De ahí que el Buda, una vez despertó a la realidad tal-cual-es, fuera equiparado por algunas corrientes con la misma trama o naturaleza de la realidad (que, con lógica, llamaron “búdica”). Para muchos seguidores y practicantes del budismo, el Buda representa más la culminación de un arquetipo que se manifiesta en el mundo en distintas épocas (el último miembro de una cadena intemporal de buddhas), que lleva preparándose incontables eones cósmicos para completar su misión, que no un mero mortal que, gracias a su esfuerzo personal, se elevó hace veinticinco siglos por encima de la contingencia.
La moderna interpretación tiende a proyectar sobre la persona del Buda imágenes, presupuestos e ideas que seguramente dicen más de nosotros y de nuestros particulares puntos de vista que sobre la figura del Despierto. Hoy, por ejemplo, se tiende a devaluar la visión sobrenatural y a considerarlo, en cambio, como un reformador del brahmanismo; o es presentado cual psicólogo existencialista o como un humanista agnóstico, tal vez un místico, o como un pragmático… y hasta un deconstruccionista. Aunque no podemos soslayar los preconceptos y prejuicios con los que nos abrimos al mundo, estimo que podríamos tratar de minimizar los sesgos escuchando los textos, la historiografía y las tradiciones vivas.
Para ajustarnos a la estética moderna (porque es realmente la modernidad la que se ha interesado por el Buda histórico), limpiaremos su relato de muchas hipérboles mitológicas e interpolaremos algunas consideraciones históricas y referencias al contexto social y religioso de su época. No pasemos por alto que su vida y su mensaje no brotan de la nada. Y para muchos seguidores modernos –sobre todo de Occidente–, la dimensión “humana” del Buda, es decir, el maestro compasivo que enseña cómo lidiar con las dificultades en el camino hacia la iluminación, es la que realmente sirve de modelo y patrón con el que identificarse. (Esta es, además, la visión favorecida por los textos más antiguos del budismo, donde los aspectos mitológicos están subordinados a unos protagonistas muy humanos.) Soy consciente, sin embargo, de que con esa estrategia podemos distanciarnos de la religión tal y como la ha vivido y la vive la inmensa mayoría de devotos asiáticos. Por ello no vamos a higienizar al cien por cien el recuento y buscaremos un término medio. De esta forma podemos mantener la potencia narrativa que posee su historia y no caer en la imagen modernista de un budismo estrictamente analítico y pragmático.* Y es que su leyenda es un verdadero compendio de las enseñanzas, los valores, la filosofía y hasta de las prácticas budistas. Las historias asociadas a la vida del Buda no son anecdóticas. Expresan el misterio y asombro de la existencia, el propósito de la vida y la naturaleza de la realidad. Plasman aquello en lo que el Buda llegó a convertirse para sus admiradores. (Conviene tener esto siempre presente: todo lo que sabemos sobre la figura del Despierto proviene de lo que décadas y siglos después sus seguidores escucharon o creyeron saber de él.) Conocer su “vida” es la mejor y la más amena forma de entender su mensaje. La leyenda de cómo el príncipe Siddhartha devino el Buda constituye uno de los más bellos relatos –que nos ha llegado en forma de sutras, hagiografías, cuentos, pinturas, bajorrelieves, esculturas, ritos o festivales– del mundo.
Dicha leyenda se adecua a un patrón muy recurrente en las figuras de santos, yoguis y sabios de la India. Este modelo se basa en doce momentos significativos y auspiciosos, pero que en este libro resumiremos a la mitad.
La vida del príncipe Siddhartha Gautama refleja el camino que todo buddha transita en su última existencia. Este aspecto es importante a retener. Porque, a diferencia del relato del Cristo, el del Buda cuenta que ha habido otros buddhas y han transcurrido muchas existencias.
Un buddha es alguien que ha despertado del sueño de la ignorancia y ha recorrido la senda que conduce a la liberación. Es aquel que ha comprendido: un despierto. Algunos incluso afirmarían que es el universo percatándose de sí mismo.
Las tradiciones clásicas entienden que el camino que conduce a ese despertar requiere de infinidad de existencias. En el contexto religioso índico y de la mayor parte de Asia, la presente vida es solamente una dentro de una cadena. Los popularísimos jatakas (“Relatos de los nacimientos previos”), de los que conocemos varios centenares, son textos que se explayan en narrar las historias de las vidas anteriores del Buda. (Muchos son cuentos populares indios debidamente budizados.) Estos recuentos han tenido gran importancia como fuente de entretenimiento y forma de aleccionar sobre los principios esenciales del budismo: el cultivo de la generosidad, la retribución kármica, la amistad, etcétera. Poseen una fuerte carga pedagógica. En muchos países del Sudeste Asiático, por ejemplo, el relato de su existencia bajo la guisa del generoso príncipe Vessantara rivaliza en popularidad con el del propio príncipe Siddhartha [véase FIG. 2].
La “historia” del Buda, pues, suele comenzar mucho antes de nuestra era. Se inicia hace eones, cuando el asceta Sumedha encuentra al buddha Dipamkara, el primero de los buddhas del presente ciclo cósmico. Sumedha se afana en cultivar las grandes “perfecciones” (paramitas): la sabiduría, la generosidad, la paciencia, la contemplación, el esfuerzo y la honestidad. La habilidad y perseverancia en estas perfecciones siembra la semilla del “propósito de despertar” (bodhichitta) para el bien de todos los seres. Esta es la actitud propia de todo bodhisattva, es decir, de “aquel que va a devenir un buddha” (Theravada) o “quien aspira al despertar” (Mahayana).
La maestría de estas perfecciones durante incontables existencias conduce a un penúltimo nacimiento en Tushita, uno de los cielos de la cosmología tradicional budista, justo aquel en el que renacen los futuros buddhas. Según algunas versiones, el bodhisattva toma la “gran resolución” de proclamar una vez más el camino que conduce al despertar a esta humanidad. (Nótese, sin embargo, que no es una proclama de un ser divinamente escogido o enviado de ningún Dios.)
FIGURA 2: Escena de un Vessantara jataka tailandés. Muestra cuando el príncipe Vessantara dona su carruaje. Pintura sobre tela, 1920s-1930s. Baltimore, EE.UU.: Museo Walters Arts. (Foto: Wikimedia Commons).
Cuentan las hagiografías que el bodhisattva entra en el embrión de Mahamaya (o Maya), esposa de Shuddhodana, jefe del reino Shakya (o Sakiya), un pequeño principado del valle del Ganges, en lo que hoy sería la frontera entre Nepal y el estado indio de Bihar.
Mahamaya tiene los sueños premonitorios propios de cuando se avecina un nacimiento excepcional. Los consejeros del reino lo confirman. Significativamente, el príncipe Siddhartha nace –tras un plácido embarazo– en la clase de los reyes, nobles y guerreros (kshatriyas) y no en la de los sacerdotes y hombres de sabiduría (brahmanes), si bien su nombre de linaje, Gautama, delata cierto pedigrí brahmánico. Las hagiografías se explayan en las maravillas que acompañan a un nacimiento tan auspicioso y fuera de lo común: el niño sale por su propio pie del flanco derecho de Mahamaya, sin herirla; da siete pasos y proclama:
«He nacido para la sabiduría suprema, para el beneficio del mundo. Este es mi último nacimiento.»1
Y el universo entero se inunda de júbilo.
En tono más prosaico, las fechas de nacimiento y muerte que los historiadores barajan con más frecuencia son el -563 y el -483 respectivamente, dado que existe consenso en que vivió 80 años. Pero cada vez hay más expertos que se aventuran por fechas algo más recientes, quizá entre el -520 y el -440, y hasta el -480 y el -400. Téngase presente, no obstante, la precariedad de la datación en la antigua India. Hay budólogos que barajan una fecha tan antigua como el -624 para su nacimiento (fecha “oficial” para el budismo Theravada), mientras que otros –siguiendo la cronología india y no la cingalesa– lo establecen en el -448.
Siddhartha nace durante la luna llena del mes de vaisakha (mayo) en los jardines de Lumbini, una propiedad de la familia de su madre, donde esta recaló al salir de Kapilavastu, capital del reino Shakya, para dar a luz en su hogar paterno. Hoy, Lumbini –en la inhóspita región del Terai nepalí– es uno de los cuatro lugares sagrados o tirthas asociados a la vida del Buda, destino para peregrinos y turistas de todo el mundo. Ante la falta de certitudes arqueológicas, la paternidad de Kapilavastu se la disputan Tilaurakot en Nepal y Piprahwa en India, separadas por una docena de kilómetros a cada lado de la frontera.
Como debía ser costumbre entre los shakyas, Shuddhodana realiza con el recién nacido los ritos pertinentes ante la diosa Abhaya, la divinidad protectora del clan. Mientras, en las laderas del Himalaya, dícese que el sabio Asita se apercibe de que un nacimiento fuera de lo común ha tenido lugar y decide ir a ver al infante a Kapilavastu. Al alzarlo en brazos comprueba maravillado una a una las 32 marcas de todo “gran hombre” (mahapurusha), aquellas que solo poseen o un monarca universal (chakravartin), que gobierna sobre los cuatro cuadrantes del mundo, o un despierto (buddha): la protuberancia en la cabeza, grandes lóbulos, una complexión luminosa y un cuerpo bien erguido, un mechón de pelo en el entrecejo, largos dedos, unos profundos ojos de color azabache, etcétera. Asita exclama: “¡Es el incomparable!”; y luego llorará al saberse demasiado viejo para escuchar la doctrina que el Bienaventurado predicará. Para infortunio del rey (que se regocijaba con un heredero al trono), Asita certifica que la soberanía que alcanzará Siddhartha no será el poder mundano, sino el conocimiento que es indiferente a los placeres humanos.
Como todo futuro buddha, posee las 37 condiciones para el despertar: la energía heroica, la ecuanimidad, la paz interior, etcétera. Recibió el nombre de Siddhartha (“El que logra su propósito”), al que suele añadirse el de su linaje o gotra, que funciona al modo de un apellido: Gautama. Su madre Mahamaya murió una semana más tarde, dicen que incapaz de soportar la alegría que le causaba haber portado y dado a luz a un ser tal. El niño fue criado por Mahaprajapati, hermana menor de Mahamaya, que al desposar luego al rey Shuddhodana, se convertirá en tía y madrastra del niño.
Aunque históricamente tampoco sabemos nada –absolutamente nada– del período de infancia y juventud, la leyenda del Buda cuenta que Shuddhodana trataba de escurrir la profecía de Asita. Con tal de que su hijo no renunciara al trono –y dejara el reino Shakya a merced de sus enemigos–, lo tenía casi permanentemente recluido en palacio y rodeado de lujos. Los criados eran siempre jóvenes, las flores nunca estaban marchitas, disponía de un harén de doncellas, sabrosos manjares, buena música, etcétera. Se trataba de evitar que el príncipe sintiera la caducidad, la tristeza o la fealdad de la existencia. Metafóricamente, puede considerarse el palacio de Kapilavastu como la prisión de la ignorancia.
Dicen que recibió la educación pertinente a los de su rango: artes marciales, tiro al arco, equitación, música, danza, canto, interpretación de los sueños y hasta ¡el lenguaje de los pájaros! Las hagiografías nos hablan de múltiples anécdotas de juventud, en las que destaca por su valentía e inteligencia, ya fuera por su pericia en la arquería, la maestría en el ajedrez o su conocimiento de los vedas, las enseñanzas sagradas. La imagen que se nos presenta es la de una vida principesca en sus residencias palaciegas de Kapilavastu. Pero, a la vez, se dibuja la imagen de un joven que va mostrando cada vez más aversión por los placeres y lujos que le rodean. Aunque posiblemente el reino Shakya no pasaría de ser una modesta república tribal encabezada por Shuddhodana, los recuentos siempre dibujan una juventud “kshatriya”, esto es, de noble príncipe, rodeado de todo tipo de lujos. El trasfondo queda claro: cuanto más se tiene, más formidable parecerá la renuncia. Como todo hindú de pro a los 16 años fue desposado –o acordado su matrimonio– con la hermosa y discreta Yashodhara. (Otras fuentes sitúan sus nupcias hacia los 27 o 28 años.)
Hoy sabemos que, en efecto, el reino Shakya era una pequeña “república” tribal que –como las de Vrijji, Malla, Koliya o Kalama– tomaba su nombre de la etnia y clan que lo componía. A diferencia de los grandes reinos, las pequeñas confederaciones tribales como la de los shakyas –en un talante similar al de las ciudades-Estado de la Grecia antigua– estaban dirigidas por asambleas democráticas (gana-samghas) controladas por algunos linajes nobles, como el de los Gautama. Shakya era un Estado periférico, mucho más insignificante de lo que la literatura budista da a entender, constituido por unas 500 familias, poco impregnado de la ideología y la religiosidad de los brahmanes. Seguramente, los shakyas eran adoradores del sol, los duendes de la vegetación y los espíritus semidivinos (yakshas), que veneraban en pequeñas capillas o santuarios (chaityas), si bien podían recurrir a sacerdotes y astrólogos de casta brahmán para ciertos sacramentos. La “república” Shakya era vasalla del poderoso reino de Kaushala; a su vez, rival del pujante reino de Magadha, situado algo más al este (alrededor de la actual ciudad de Patna), y que, a la postre, se convertiría en el primer gran imperio indio.
Posiblemente, el cargo de “jefe” en estas repúblicas tribales sería electo y no hereditario (lo que pone en cuestión que Siddhartha fuera el heredero al trono). Shuddhodana no pasaría de ser el “jefe” de la asamblea de los shakyas. Como sea, la república Shakya no jugó nunca un papel destacado en la historia india. Algo que atestiguarían los peregrinos chinos, siglos más tarde, decepcionados por la desolación del lugar donde había nacido y crecido el incomparable Shakyamuni. Está claro que las condiciones de vida que disfrutó el joven Siddhartha poco tendrían que ver con los lujos y fastos descritos en la literatura hagiográfica.
Los siglos -VI y -V son de extraordinaria importancia en la historia del Sur de Asia. Nacen los primeros Estados (se habla siempre de dieciséis), en permanente tensión y guerra entre sí [véase FIG. 3]. Es también allí, en el curso medio y bajo del Ganges, donde se transita de la sociedad seminómada y tribal de los clanes védicos a una sociedad urbana, sedentaria, agraria y mercantil. El incremento de la población (y la densidad demográfica) es notorio. La agricultura conoce un auge formidable. El desarrollo de la economía es espectacular, el comercio se expande de forma considerable, aparece la moneda, las comunicaciones mejoran, los ejércitos aumentan, etcétera. Las grandes urbes de la cuenca del Ganges son, además, importantes centros religiosos y de aprendizaje. La complejidad del ritual –dirigido por los sacerdotes de las castas de brahmanes– es impresionante. Las nociones de realeza y del arte de gobernar se sofistican. Aparece –o reaparece, ya que había existido durante la ya olvidada civilización del Indo– la escritura. El desarrollo de la vida urbana, la especialización económica y las nuevas monarquías conllevó una nueva conciencia de la individualidad (y del sentido de aislamiento que comporta). Es importante señalar que el budismo difícilmente habría podido cuajar de no haberse dado estas hondas transformaciones socioeconómicas. Aunque, como es obvio, no podemos reducirlo únicamente a estos factores, sin el superávit de riqueza de la nueva sociedad gangética no habrían podido mantenerse órdenes mendicantes no productivas como la jainista o la budista.
FIGURA 3: Mapa del valle del Ganges en tiempos del Buda con los lugares relevantes asociados a su vida y al budismo antiguo. (Fuente: Agustín Pániker).
De hecho, puede detectarse que el centro de gravedad de la sociedad y la economía india se está desplazando hacia allí, hacia lo que hoy es el este de Uttar Pradesh, el estado de Bihar y parte de Bengala. Fue en este cambiante contexto social, económico y político donde se inscribió la vida del Buda. Aunque en su época esa zona baja del Ganges probablemente sería considerada una “periferia” por el establishment brahmánico, es evidente que era una zona mucho más abierta a la innovación y a un mensaje nuevo para un mundo en rápida transformación. El “centro” de la ortodoxia se sentía todavía en el Punjab, la patria del sánscrito y los vedas, la tierra donde se llevan a cabo los inmemoriales sacrificios a las divinidades, dirigidos por los brahmanes y financiados por los monarcas.
Los textos utilizan una hermosa parábola para mostrarnos el impacto que la contingencia y la caducidad produjeron en el joven Siddhartha. Acompañado de su auriga Chandaka (o Channa), un día el príncipe decidió hacer una expedición fuera de palacio. Al enterarse, el rey ordenó que se eliminara de los caminos todo rastro de fealdad o motivo de malestar; pero no pudo evitar que en una primera salida se toparan con un anciano decrépito. Impresionado por el repentino encuentro con la cruda realidad, Gautama descubrió por boca de Chandaka que todos los seres estamos condenados a envejecer, perder la memoria, la belleza y el coraje. En una segunda expedición dieron con un enfermo, tembloroso por la fiebre. De nuevo, Chandaka le comunicó que ese mal es inherente a la existencia. Shuddhodana empezó a temer que las profecías sobre el destino de su hijo no iban mal encaminadas. De modo que organizó una tercera salida con la que cambiar el preocupado semblante del príncipe. En las afueras de la ciudad, empero, se cruzaron con un cortejo fúnebre que llevaba un cadáver al crematorio. Gautama conoció que la muerte es el inexorable destino final de la vida. Las tres imágenes del envejecimiento, la enfermedad y la muerte son metáforas de duhkha, un concepto que suele traducirse por sufrimiento, dolor, contingencia o insatisfacción. Son asimismo símiles de anitya, la transitoriedad y caducidad de la existencia. Gautama quedó profundamente impactado al sentir que él también iba a envejecer, enfermar y morir.
En una cuarta salida, sin embargo, Gautama atisbó en un bosquecillo a un hombre de intensa mirada y semblante sosegado. Únicamente portaba una túnica, un bastón y un cuenco para mendigar. Era un shramana, un hombre santo. Chandaka le informó que ese sabio había renunciado al mundo y anhelaba la paz interior. A partir de ese momento, la historia del Buda vira de forma drástica hacia la renuncia.
Naturalmente, la historia de las salidas de palacio forma parte del material hagiográfico tardío, pero ilustra a la perfección el punto de partida de la senda budista: la percatación de la vulnerabilidad, contingencia y finitud del ser humano.
La tentación (que en el budismo toma la forma mitológica de Mara, el “Señor del deseo”) de quedarse en palacio y seguir una vida convencional –de ritos y placeres– de espaldas a la realidad era grande. Pero Gautama hizo caso omiso a las arengas de su padre y, esa noche de plenilunio, decidió partir. Aunque su primer impulso había sido el de quedarse con su esposa y su hijo recién nacido, más fuerte era el anhelo de libertad.*
Había decidido renunciar a la vida guiada por el cumplimiento de los deberes, la repetición ciega de la tradición condicionada por la ignorancia, el sufrimiento y la finitud. Este aspecto debe tenerse siempre presente. El mensaje que nos transmite la leyenda del Buda no se reduce a su “iluminación” y a la prédica del Dharma. Su historia muestra el coraje de quien renuncia a la seguridad del hombre-en-el-mundo y, en lo que se conoce como “noble búsqueda”, se abre a lo desconocido. Despertó a Chandaka, ensillaron a Kanthaka, su caballo favorito, y, al girar la mirada hacia el lugar donde habían transcurrido su infancia y su juventud, prometió no regresar hasta que no hubiera encontrado la forma de liberarse del sufrimiento y haber puesto fin a la condición de duhkha. En el bosquecillo de los eremitas se deshizo de sus vestimentas y se rapó el cabello: marcas de su nuevo estatus renunciante. Tenía 29 años.
Gautama se convirtió en un “asceta itinerante” o “renunciante” (sadhu, parivrajaka, shramana, muni, samnyasin, bhikshu…), una figura de hondísimo calado en la India.
El renunciante es alguien que ha dejado todas sus posesiones, ha abandonado el ritual (doméstico, de casta, público…) y ha renunciado al beneficio kármico que su cumplimiento le pudiera reportar. Téngase en cuenta que en India la vida del hombre-en-el-mundo ha estado siempre repleta de sacramentos (nacimiento, tonsura del cabello, iniciación, matrimonio…), ritos (a las divinidades, los antepasados, culto en el templo, festivales…) y tabúes rituales (alimentarios, de interacción con otras personas…) que se pasa el día cumpliendo. El renunciante rompe precisamente con el engranaje laboral, social, familiar y ritual. Todavía hoy, muchos sadhus hindúes realizan su propio sacramento funerario cuando toman la renuncia plena (y son considerados legalmente “muertos”).
Solo o en compañía de otros renunciantes, el shramana persigue el camino que le lleve a la genuina libertad, que llamarán nirvana, mukti, moksha o kaivalya, se defina esta meta como la realización de lo Absoluto, el más allá de la muerte, el cese de la ignorancia, la prístina solitud, la dicha suprema, la unión con Dios, la liberación del ciclo de las transmigraciones, etcétera. La sociedad india siempre ha concedido que existen múltiples senderos para alcanzar la ultimidad.
Sabemos, en efecto, que la antigua India generó numerosas corrientes de renunciantes y ascetas itinerantes que anhelaban la liberación de la ignorancia y el infinito ciclo de las transmigraciones. La corriente en la que se enmarca el Buda ha de insertarse en los movimientos genéricamente llamados “shramánicos” (de shramana, “esforzado”). Entre estos, destacarían los nirgranthas (más tarde conocidos como jainistas), los ajivikas (de orientación determinista), los ajñanikas (agnósticos y escépticos), los charvakas (materialistas) o el movimiento que precisamente él daría forma, el de los bauddhas (también apodados shakyas, y que, con los siglos, cristalizará en el fenómeno que hoy llamamos “budismo”). Algunas de estas corrientes se entregaban a arduas prácticas ascéticas, otras estaban centradas en formas de meditación y las había que tenían un carácter más filosófico o sofista. Como los sutras budistas y jainistas nos han reportado, los debates filosóficos entre estos sabios y maestros espirituales eran comunes. El punto esencial que distingue a los shramanas de otros movimientos de renunciantes era su oposición abierta al aparato ritualista-clerical, centrado en el sacrificio (yajña) y en la autoridad de los vedas y las castas sacerdotales (brahmanes).
En esa época empezaba a tomar forma en el norte de la India la división de la sociedad en diferentes castas y clases, con la de los brahmanes en la cúspide ritual y ejerciendo cierto monopolio en la religiosidad pública. Esta religión hegemónica es la que a posteriori llamamos “védica”, dado su fundamento en los vedas: unas colecciones de himnos para ser recitados en los sacrificios (como la famosa antología del Rig-veda), especulaciones acerca del significado de los ritos y las enseñanzas místicas que ahondan en las equivalencias entre el microcosmos y el macrocosmos (uno de los temas preferidos de las upanishads). Este inmenso material espiritual se transmitía de boca en boca a través de sofisticados métodos mnemónicos. La idea central del vedismo era que los ritos –públicos o domésticos– mantenían tanto la armonía social como la armonía cósmica (hasta el punto de que, como se escucha en un antiguo texto védico, el sol no se levantaría si el brahmán no hiciera en la madrugada el sacrificio al fuego). Esa congruencia más tarde sería designada como dharma.
Dada la centralidad de los brahmanes en la religión védica (tanto por su papel de sacerdotes, el de transmisores y custodios del conocimiento sagrado, por sus indagaciones espirituales en el significado del sacrificio, como por su compleja asociación con las monarquías), no es infrecuente designar este núcleo religioso e ideológico como “brahmanismo”; pero lo cierto es que nunca ha poseído –ni pretendido poseer– demasiada homogeneidad.
La alianza entre reyes y brahmanes, urdida a lo largo del extenso período védico, no obstante, empezaba a ser turbada por los movimientos shramánicos, que deben enmarcarse con este horizonte socioespiritual de fondo. Al negar toda autoridad a los textos védicos y a sus custodios (los brahmanes), y al sospechar del ritualismo aldeano que acaba por hacer del dharma un mero cumplimiento del deber ritual, los shramanas se convierten en personas y movimientos con un plus de disidencia y heterodoxia (desde el punto de vista de los brahmanes, claro). Algunos siglos más tarde, hacia el -300, el famoso Megástenes, embajador griego en la corte de Pataliputra, dividía a los pensadores indios justamente en estos dos grupos: los bracmanes y los sarmanes.
Como muestra una comparación entre jainismo y budismo (los dos movimientos shramánicos más importantes), ambos utilizan terminología y análisis muy similares, en especial la secuencia de un ciclo de renacimientos condicionado por el karma y que solo se detiene con la liberación, comparten una organización monástica casi idéntica (llamada por ambos Samgha, que significa “asamblea”), se fundamentan en los mismos valores éticos y hasta las hagiografías de sus líderes son virtualmente intercambiables. Ambos se inician en esas “repúblicas tribales” (Vrijji y Shakya, respectivamente), menos inclinadas hacia el brahmanismo ortodoxo. Debido a su localización en el curso bajo del Ganges, hay quien los inserta en lo que sería una cultura religiosa propia de la región de Magadha.
Los renunciantes crean una sociedad paralela, a la que se entra por la iniciación; una fraternidad que se fundamenta en una serie de reglas de conducta y de moral (como la no violencia, la desposesión o la castidad) y despliega una serie de símbolos de identidad o de secta (como marcas en la frente, objetos emblemáticos, vestimentas, peinados, tonsuras, etcétera); una agrupación en la que la autoridad recae en la experiencia o el carisma del santo, iluminado o sabio (y menos en una intemporal revelación textual). En realidad, con estos movimientos de renunciantes estamos asistiendo al nacimiento del monaquismo. (Más tarde, vía el maniqueísmo, algunos aspectos del monaquismo índico influirían en la tendencia sirio-cristiana al monacato.)
Muchos de los valores y prácticas de estos grupos eran compartidos incluso por los movimientos de renuncia mejor ubicados en las corrientes brahmánicas. Por tanto, en términos históricos, tampoco deberían trazarse fronteras demasiado fijas entre renunciantes brahmánicos y shramánicos. Como muestran filosofías como el Samkhya y el Yoga, o las enseñanzas gnósticas e iniciáticas de las upanishads (corrientes hoy adscritas al tronco brahmánico), todas comparten multitud de elementos y simbología con las enseñanzas shramánicas del jainismo o el budismo. Por eso encontramos yoguis entre los brahmanes y entre los shramanas. Algunos sabios brahmánicos habían abandonado el rito exotérico en favor de un ritual esotérico. El fuego sacrificial pasó a ser el prana o aliento de la respiración interior. Los cielos del cosmos espejeaban los trances yóguicos. La inmortalidad anhelada en el vedismo antiguo se transformó en la liberación (mukti). La reforma del ritual iniciada por los sabios brahmánicos de las upanishads (ya pavimentada por los poetas-videntes o rishis que siglos atrás habían dado forma al Rig-veda) dio paso nada más y nada menos que al descubrimiento del mundo interior; a la introspección.
Dicho de otra manera: en el momento en que el shramana Gautama se embarca en su búsqueda espiritual, la religión védica está en plena transformación. De hecho, puede conceptualizarse el universo de las upanishads (muy activo entre el -800 y el -300) como un giro en el pensamiento y la práctica de la religiosidad védica; un cambio de orientación que logró reunir las corrientes ritualistas del establishment brahmánico con las corrientes yóguicas y místicas de grupos periféricos. No en vano la tradición hindú asimismo ensalzará la figura del renunciante (samnyasin), centrado en la indagación en el espíritu (atman, purusha) y el mundo interior. Esta figura relativiza el ritual mágico y, en compañía de un pequeño grupo de iniciados, busca la trascendencia indagando en los recovecos y misterios de su naturaleza íntima.
En ningún caso hay que considerar el budismo como una “reforma” del brahmanismo o el hinduismo. Esta fue, dicho sea de paso, una de las primeras construcciones colonialistas u “orientalistas” del budismo. Proyectando las nociones abrahámicas de religiosidad sobre la antigua India, los primeros budólogos e indianistas occidentales entendieron que Siddhartha Gautama fue una especie de “Lutero”, un reformador que protestó ante el ritualismo y el casteísmo del hinduismo. (El tropo se ha replicado con insistencia hasta la actualidad. Muchos apologetas occidentales del budismo no cesan de exagerar las diferencias con el hinduismo de corte brahmánico, que siempre aparece descrito en términos muy negativos: una religión dominada por un clero tiránico, que tiene controlada la sociedad bajo los tabúes de casta, las supersticiones, la patriarquía, el ritualismo y una onírica filosofía absolutista.) Cuando lo cierto es que en aquellos tiempos ni siquiera existía una religión institucionalizada llamada “hinduismo” (sino una compleja red de prácticas, creencias y textos que gravitaban alrededor del vedismo, el brahmanismo y la religión popular, a partir de los cuales, siglos más tarde, se coagulará eso que hemos convenido en llamar “hinduismo”). Es incuestionable que los movimientos shramánicos despliegan un talante bastante anticlerical, pero su relación con la tradición védica se asemeja más a la de la primitiva disidencia cristiana respecto a una matriz judía que no a ninguna “reforma” de una religión preestablecida.
Aunque el budismo se extenderá por todo Asia, en sus orígenes es ciento por ciento índico, nacido como respuesta a inquietudes espirituales típicamente indias. La mayoría de las enseñanzas del Buda –incluido su talante pragmático, introspectivo y escéptico– pueden derivarse de la cultura intelectual y espiritual de su tiempo. Las ideas de karma, transmigración o liberación, por ejemplo, aún con las lógicas diferencias interpretativas, forman parte de una común visión índica de la realidad. El mensaje del Buda no brota de la nada. El renunicante brahmánico y el shramana comparten un mismo ethos. Los sutras budistas apremian a abandonar los sangrientos sacrificios de animales –típicos de la religiosidad védica– y alientan –igual que los maestros de las upanishads– el sacrifico interior bajo la forma de la renuncia a la vida de hombre-en-el-mundo.
A la vez, y tomando ahora un marco de referencia más amplio, los movimientos shramánicos y de las upanishads son paradigmáticos de lo que ha venido a llamarse “era axial” (una noción que no es del agrado de todo el mundo, pero válida para un recuento didáctico como el nuestro): cuando en distintos lugares del Viejo Mundo –entre el -800 y el -200 aproximadamente– grupos de personas (renunciantes, sofistas, filósofos, profetas, monjes y hasta avatares divinos) abandonan su posición social y las tradiciones que han recibido por herencia para dedicarse –normalmente en el marco de una academia o grupo iniciático– a un objetivo más allá de la capacidad humana: la liberación, el paraíso, Dios, la salvación, el atman, el Ser, el nirvana, el dao, etcétera. La mayoría de pensadores axiales –y con los de la India claramente en vanguardia– relativizó las doctrinas metafísicas y los rituales exotéricos para centrarse en el mundo interior y el comportamiento. Esta nueva orientación espiritual –común a China, India, Persia, Israel o Grecia– supone una apertura de horizontes decisiva, cuando se abandonan formas más étnicas o locales de conducta y pensamiento religioso.
Tras la renuncia, Gautama pasó una semana meditando en solitario. Consciente de su inexperiencia fue en busca de algún maestro entre los brahmanes, yoguis y eremitas. Hasta recalar en el reino de Magadha.
Cuentan que el primer maestro del joven shramana Gautama fue Alara Kalama –presumiblemente un sabio samkhya– muy conocido en la región. Pero lo rechazó al poco tiempo para unirse al célebre Udraka Ramaputra, un maestro –quizá un yogui upanishádico– que enseñaba formas de contemplación pura. (Nada nos hace pensar que estas dos figuras no fueran personajes históricos.) A pesar de que Udraka lo situó como un igual y hasta le propuso dirigir su escuela en las cercanías de Rajagriha, su enseñanza tampoco le cautivó y Gautama prosiguió su búsqueda espiritual en solitario.
Aunque descartara estas vías, está claro que el Buda integraría ideas y técnicas de sabios shramánicos; y de vías espirituales como el Samkhya o el Yoga antiguos, hoy consideradas soteriologías –o caminos de liberación– hindúes. (El hecho de proclamar que practicó y, finalmente, desechó estos sistemas, es asimismo una manera propagandística de subordinarlos, como se explicita en textos tardíos.) Se dice que con estos maestros Gautama aprendió y logró alcanzar trances meditativos (dhyanas) muy profundos, hasta «la esfera de ni percepción ni de no percepción».2 Se trata de prácticas e ideas comunes entre grupos de sabios, ascetas y yoguis de la antigüedad, que compartían la noción de que la liberación se alcanza por la supresión de las actividades de la mente. De ahí que el objetivo de la senda se denomine nirodha-samapatti, o sea, el “estado de cesación”. Avancemos que estos trances serán integrados en el camino budista (en el último ramal del “óctuple sendero”) como parte de la genuina vía hacia el despertar.
Relativizadas las vías yóguicas, durante los siguientes seis años Gautama optó por entregarse a una práctica ascética muy rigurosa, seguramente al estilo de los nirgranthas (jainistas), quizá el grupo shramánico más consolidado de la época y que había hecho de la ascesis (tapas) y la no violencia (ahimsa) su camino de purificación. Literalmente, tapas es el “ardor” o “recalentamiento” generado por las privaciones y mortificaciones. Las tradiciones ascéticas de la India siempre han considerado que ese ardor es capaz de “quemar” las impurezas y turbaciones que nos ciegan y atan a este mundo.
Los detalles que se dan en los sutras apuntan a que Gautama practicó con los nirgranthas. Junto a cinco discípulos que había logrado reunir, se entregó con frenesí al ayuno (la práctica por antonomasia del ascetismo indio), hasta convertirse en un cadáver andante. Ganose entonces el título de Shakyamuni, el “asceta de los shakyas”. Se exponía al tórrido sol o al frío más intenso, se alimentaba de unos pocos granos de arroz al día y hasta de su orina y excrementos, se entregaba a extenuantes ejercicios de retención de la respiración, dormía sobre un lecho de pinchos, etcétera. (Tampoco nada hace pensar que los recuentos sobre sus años de ascetismo no se hayan fundamentado en el Buda histórico.) Las pastoras que llevaban sus rebaños junto al río Nairañjana lo llamaban el “demonio de polvo”.
Aunque el Buda recurrirá en el futuro a largos retiros de control de la respiración en solitario y algunas corrientes posteriores adoptarán ciertas prácticas ascéticas –y puede decirse que el monaquismo budista ha retenido en general las ideas de contención y privación–, parece que las penurias extremas y las mortificaciones no convencieron al shramana Gautama. Dice la leyenda que, extenuado tras tantos años de austeridades, Gautama se desplomó. En sueños vio a su madre, que le recordó su excepcional parto; y le exhortó a regresar a la vida para cumplir el destino que tenía asignado. Al despabilar, Gautama entendió que «el ascetismo, en sus variadas formas, es sufrimiento».3 La idea de que la felicidad ha de ser evitada a toda costa y que la senda que conduce a la sabiduría exige la automortificación le pareció errónea. Y se preguntó: «¿Podría existir otra senda que lleve al despertar?».4
Gautama decidió probar un “camino medio”, una vía a caballo entre el severo ascetismo practicado durante esos años (con los jainistas y los ajivikas en la mirilla) y la abúlica autoindulgencia de su vida en palacio (con la vista puesta en los materialistas y en el brahmán, que sigue una placentera vida de deberes rituales). Rompió su ayuno al aceptar un caldo de la pastora Sujata y tomó un baño purificador (que simboliza su rechazo a la vía ascética) en el río Nairañjana. La historia de la joven Sujata, que lo confunde primero con un espíritu del árbol, un yaksha, añade al relato un toque femenino de calidez. Defraudados, los cinco compañeros de ordalías lo abandonaron.
Sin familia, sin estatus, sin posesiones, sin maestros ni discípulos, aturdido y confundido, se dirigió a un bosquecillo en Urivilva (o Uruvela), no lejos de la ciudad de Gaya. Llevaba seis años buscando en vano. Acababa de cumplir los 35. Por la tarde, preparó un cojín con hierbas kusha a la sombra de un ashvata (o ficus religiosa), o sea, una higuera de Bengala (el árbol que luego llamarán de la bodhi, del “despertar”). Sentado en la posición del loto, mirando al este, el bodhisattva supo que había llegado al lugar preciso. Tomó el voto de no levantarse hasta haber despertado a la realidad y haber resuelto el problema del sufrimiento.
Pasaron las horas… tres días y tres noches en total. Gautama alcanzó niveles de concentración jamás atisbados por ningún yogui. Y como otros buddhas pretéritos antes que él, fue atacado de nuevo por Mara. Literalmente, mara significa “el que hace morir” y representa la Muerte (mrityu). A la vez, Mara significa el engaño, el deseo y la tentación (no muy distinto del Satán de otras tradiciones); y, por ende, es quien sostiene el samsara o mundo de la ignorancia en perpetuo movimiento. Desde una perspectiva psicológica, Mara es la alegoría de la dificultad en la búsqueda espiritual y hasta de los kleshas o turbaciones mentales del buscador. Mara es la sombra [véase FIG. 11]. (Y hasta podría argumentarse que, desde un punto de vista biológico, Mara correspondería a nuestros instintos básicos guiados por la selección natural.)
Como señor del “mundo del Deseo” (Kamadhatu), o sea, nuestro mundo, Mara nos tiene sometidos en el apego, las pasiones y la inmoralidad. Sentado en meditación bajo la majestuosa higuera, el bodhisattva está amenazando el mismísimo reino de Mara. El Maligno sabe que si Gautama despierta, se convertirá en un buddha, en alguien que habrá hallado la forma de emanciparse del deseo y el apego. Y si es inmune a las fuerzas de Mara y muestra el camino de salida del samsara, la Tierra ya no estará bajo control de la Muerte. Un viejo texto, el Sutta-nipata, relata una treta significativa: Mara le pide que abandone la búsqueda y siga una vida convencional de ritos y buenas acciones para generar karma meritorio (la tradicional senda brahmánica). La respuesta de Gautama es inapelable: ¿de qué sirve el mérito kármico si se está resuelto a despertar? El mérito podría conducirle a un renacimiento celestial, pero la bodhi es el nirvana, la libertad total.
Desalentado, Mara le ataca con los dardos de la pasión. Pero el asceta ya es inmune a los deseos primarios. Le envía entonces hordas de demonios y monstruos tremebundos. Las hagiografías se recrean en las viscosidades y maldades de los ejércitos de la Muerte. Las lecturas modernas entienden que la lucha contra Mara es una pugna interna, de modo que los ejércitos representarían turbaciones como el miedo, la duda, el orgullo o la torpeza. Gautama se mantiene impávido. Para el bodhisattva, las hordas de monstruos son espejismos. Mara opta por despacharle a sus tres hijas, duchas en las artes eróticas, que tratan de seducirlo contorneando sus caderas y mostrándole sus tiernos pechos. Pero ni la música celestial ni los susurros eróticos ni los vendavales y granizos alteran al imperturbable shramana. Incontables vidas de práctica entregada lo habían preparado. El bodhisattva se mantiene firme en la concentración, absolutamente consciente de la respiración, el cuerpo físico, los sentidos, las emociones, el flujo mental y la consciencia. Capta cómo surgen y actúan las turbaciones (kleshas), es decir, cómo funciona el mundo de Mara, representado por los tres “fuegos” o “venenos”: el odio, la codicia y la ofuscación. Y, finalmente, los supera.
Para mostrar a la Muerte su inquebrantable determinación, el bodhisattva desliza con suavidad su mano derecha hasta tocar con los dedos la tierra, pues la diosa Tierra (Bhumi) en persona, hogar de todos los seres vivos, ha sido testigo de los infinitos actos de sacrificio del bodhisattva durante eones cósmicos. La diosa corrobora la superación de los tres venenos y rubrica la victoria del asceta ante el Maligno. Pues «tal es su afinidad con la creación –loa la diosa–, tal el poder físico y mental de sus merecimientos, que no se levantará hasta liberar a las criaturas de los engaños que atan a la mente».5 Cuando Mara escucha esta reprensión, sabe que ha perdido la contienda. La iconografía budista simbolizará el momento sublime del despertar con la bhumisparsha-mudra o “gesto de tocar la Tierra”; cuando el meditador, en la posición del loto, invoca a la Tierra con su mano derecha como testigo de su despertar y victoria sobre Mara [véase FIG. 4]. En algún lugar del cosmos, los dioses se regocijan: “esta noche nacerá un buddha”. Asoma la luna llena de vaisakha (mayo).
FIGURA 4: Imagen del Buda en bhumisparsha-mudra. Bronce laosiano del siglo XVIII. A diferencia de otros gestos o mudras, que son compartidos por la iconografía panindia, la bhumisparsha es única del budismo. Vientián, Laos: Museo Ho Phra Keo. (Foto: Wikimedia Commons).
Técnicamente, el cese del deseo y las turbaciones equivaldría a la iluminación. Pero la mayoría de los relatos coinciden en que, cuando hablamos del “despertar pleno” de un buddha (samyak-sambodhi), eso no es suficiente. La erradicación de las turbaciones equivale a la purificación; pero el despertar exige comprender las cosas tal-cual-son. Por ello, los textos cuentan que al caer la noche, Gautama asciende por trances yóguicos aún más sublimes (trances que, desde un punto de vista menos legendario, posiblemente llevaría años –y no un mera noche– cultivando). Las tradiciones budistas se regodearán en los conocimientos excepcionales que un yogui de este calibre puede desplegar (aspecto importante para entender el carisma y la reverencia que el Buda tendrá en la mayor parte de Asia durante siglos y, mucho después, entre los ocultistas de Occidente). Los textos en sánscrito y en pali coinciden, por ejemplo, en que un buddha es capaz de conocer con su “ojo divino” el karma pasado, presente o futuro de todos los seres, incluidos sus destinos, sus inclinaciones o sus estados mentales. Como es natural, el nuevo Buda tuvo la visión de sus incontables vidas anteriores (cuando fue pez, cangrejo, cebú, ganso, elefante, concubina, mercader o asceta) y reconoció su propio linaje de buddhas del pasado; hasta su existencia en el cielo Tushita, antes de entrar en el vientre de Mahamaya. A medida que recordaba sus vidas previas sentía gran cercanía por todos los seres vivientes, con quienes había compartido destino y padecimientos en tantas ocasiones. Más importante aún: el recuerdo de sus existencias anteriores y los mecanismos del karma quizá le ayudaron a entender la naturaleza condicionada y compuesta de nuestra presente identidad.
El despertar pleno requiere, como decíamos, un discernimiento total. Es una mirada lúcida, una visión de la realidad sin obstrucciones. Por ello, la mayoría de los recuentos señalan que los conocimientos sublimes de vidas anteriores se dieron en las primeras horas de la noche y, por tanto, antes de la samyak-sambodhi.
Al fin, con la mente calma y sosegada, despliega la visión lúcida que penetra los fenómenos y la naturaleza de las cosas. Gautama medita sobre la experiencia humana hasta captar las leyes que rigen el sufrimiento y el ciclo de las existencias. De madrugada “despierta”. Ve las cosas tal-cual-son (yathabhutam):
«Todo lo constituido es impermanente… todo lo constituido entraña sufrimiento… todo es sin entidad.»6
Impermanencia (anitya), sufrimiento (duhkha) y ausencia de entidad (anatman) son conocidas como las tres “marcas de la existencia”. Hablaremos de ellas en profundidad en la próxima Parte.
Gautama descubre al unísono la ley de causación y originación dependiente (pratitya-samutpada). Es decir, captó que cada estado o situación no es sino el efecto de una causa y una condición previa. Entendió que la ignorancia es la causa de que broten nuestros pensamientos, que a su vez generan nuestro contacto sensorial con las cosas, y la sensación origina el deseo, que es causa del apego, condición para que se dé el sufrimiento, la enfermedad, la muerte… y así sucesivamente. Se trata de una visión tan cuerda como profunda. Gautama captó que el deseo y el apego son el principal factor que nos mantiene en la rueda de las existencias. Y entendió que la salida se encuentra en el cese de la ignorancia.
Si todo depende de otros factores y condiciones, entonces, nada posee autonomía plena. Las cosas no acaban en sí mismas, sino que dependen de sus relaciones. Les falta esencia, substancia, identidad. De modo que incluso la continuidad de su propia persona en vidas anteriores fue percibida como una ilusión. El despertar a la realidad tal-cual-es consiste en aprehender la paradoja de que ¡no hay entidad ni esencia personal que despierte! Tremendo. La trascendencia del sujeto implica, por tanto, la trascendencia de la muerte (Mara).
¡Ojo! Gautama no tiene reparos en hablar de sus vidas pasadas o recurrir al pronombre personal en primera persona. Como veremos en la próxima Parte, la doctrina del anatman (la falta de esencia propia de la experiencia) no rechaza la subjetividad o la individualidad. La insubstancialidad o falta de entidad tiene que ver con la idea de un agente permanente, un espíritu eterno o un “Yo” inmutable.
En la hondura de la noche, focaliza su atención en las famosas “cuatro nobles verdades”: la verdad del sufrimiento, la verdad del origen del sufrimiento, la verdad del cese del sufrimiento y la verdad del camino que conduce al fin del sufrimiento. Esta última (el “óctuple sendero”) constituye el remedio por él utilizado para erradicar la ignorancia y detener los influjos –como el deseo sensual, la sed de existencia y el resto de “venenos” y turbaciones– que nos atan a este mundo. Una vez ha percibido las verdades de forma plena y directa, se libera de la ignorancia, el deseo, la acción apegada y, por ende, del renacimiento. Toma consciencia de su libertad:
«¡Mi nacimiento ha concluido, mi esfuerzo ha sido consumado, lo que tenía que hacerse ha sido hecho, nunca más volveré a nacer!»7
Deviene el Despierto, el Buda.
Esta experiencia epistémica y vivencial, la samyak-sambodhi o “despertar total e insuperable”, constituye el núcleo de la espiritualidad que con los siglos llamaremos “budismo”. No se trata de un estado particular de consciencia ni de un destello de sabiduría. El propio Buda hablará más bien de un proceso. De un proceso gradual que culmina años –y hasta existencias– de búsqueda, frustraciones, aprendizaje, esfuerzo y perfeccionamiento. Un proceso que muestra que uno no puede ser verdaderamente libre si no trasciende los apegos y las trampas de la mente y ve la realidad de las cosas.
FIGURA 5: El Buda en meditación (dhyana-mudra) en el “área del despertar”, protegido por la serpiente (naga) Mucalinda. Estilo jemer, siglos X-XI. Singapur, Singapur: Museo de Civilizaciones Asiáticas. (Foto: Agustín Pániker).
Los principales conceptos filosóficos del budismo aparecen y quedan entretejidos en el mítico recuento del despertar: el karma, la transmigración (samsara), la iluminación (bodhi), el surgimiento condicionado (pratitya-samutpada), la realidad del sufrimiento (duhkha), la impermanencia (anitya