Lenin reactivado - Slavoj Zizek - E-Book

Lenin reactivado E-Book

Slavoj Zizek

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Beschreibung

Lenin reactivado es un llamamiento de algunos de los principales teóricos marxistas del mundo para recuperar la atención que merece la importante figura de Lenin, e insisten en la urgente necesidad de releer a Lenin ahora que el capitalismo global parece la única alternativa y resulta más fácil imaginar el fin del mundo que un cambio en el modelo de producción. Si Lenin reestructuró el pensamiento de Marx según las condiciones históricas de 1914, "Lenin reactivado" insta a una reinterpretación del proyecto revolucionario para el momento presente.

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Akal / Cuestiones de antagonismo / 61

Sebastian Budgen, Stathis Kouvelakis y Slavoj Žižek (eds.)

Lenin reactivado

Hacia una política de la verdad

Diseño de portada

RAG

Motivo de portada

Ana de Pablo Granizo

Traducción de

José María Amorto Salido;

Capítulo 5: Irina Álvarez Moreno

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Lenin Reloaded. Toward a Politics of Truth

© Duke University Press, 2007

© Ediciones Akal, S. A., 2010

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3986-0

Introducción

Repetir Lenin

Sebastian Budgen, Stathis Kouvelakis, Slavoj Žižek

El proyecto de este libro comenzó casi como un gesto provocativo, con la conferencia sobre Lenin («Hacia una política de la verdad: la recuperación de Lenin»), celebrada en febrero de 2001 en el Instituto Kulturwissenschaftliches de Essen (Alemania). Para algunos comentaristas de los medios se quedaba en eso: una provocación. Con los ensayos que forman este libro, algunos documentos presenta­dos en la conferencia, otros generosamente ofrecidos por sus autores para ser incluidos en este volumen, queremos mostrar que hay algo más que un intento de alarmar y escandalizar en una época dominada por el «consenso pospolítico».

¿Por qué centrarse hoy día en Lenin? Para nosotros la respuesta está clara: reivindicar el nombre de «Lenin» es una necesidad urgente precisamente ahora, en unos tiempos en que muy poca gente considera seriamente que siga habiendo posibles alternativas al capitalismo. En un momento en el que el capitalismo global aparece como la única alternativa y el sistema liberal democrático como la organización política óptima de la sociedad, realmente se ha vuelto más fácil imaginar el fin del mundo que un cambio mucho más modesto del modo de producción.

Esta hegemonía liberal democrática está sostenida por una tácita Denkverbot (prohibición de pensamiento), similar a la infame Berufsverbot (prohibición de dar empleo a izquierdistas en cualquier institución del Estado) que se produjo en Alemania a finales de los años sesenta. En el momento en que uno muestra la más mínima señal de compromiso con proyectos políticos que apuntan a un verdadero desafío del orden existente, él o ella recibe inmediatamente la siguiente respuesta: «A pesar de su benevolencia, ¡eso finaliza necesariamente en un nuevo Gulag!». El «regreso a la ética» de la actual filosofía política explota vergonzosamente los horrores del Gulag o del Holocausto como la táctica final de amedrantamiento con la que chantajearnos para que renunciemos a cualquier compromiso radical. De esta manera, los sinvergüenzas conformistas liberales pueden encontrar una hipócrita satisfacción en su defensa del orden existente; saben que hay corrupción, explotación y todo lo demás, pero denuncian cualquier intento de cambiar las cosas como éticamente peligroso e inaceptable, resucitando el fantasma del totalitarismo.

La salida de este punto muerto, la reafirmación actual de una política de la verdad, debería en primer lugar tomar la forma de un regreso a Lenin. Pero una vez más surge la pregunta: ¿por qué a Lenin, por qué no simplemente a Marx? ¿No es el verdadero regreso el regreso a los orígenes verdaderos?

Regresar a Marx se ha convertido en una moda académica. ¿Qué Marx obtenemos con estos regresos? Por un lado, en el mundo de habla inglesa, obtenemos al Marx de los estudios culturales, el Marx de los sofistas posmodernos, de la promesa mesiánica; en Europa continental, donde la división «tradicional» del trabajo intelectual es más fuerte, obtenemos un Marx depurado, aséptico, el autor «clásico» a quien se le puede conceder un lugar (marginal) en el panteón académico. Por el otro, tenemos al Marx que predijo la dinámica de la actual globalización y al que como tal se cita incluso en Wall Street. Lo que todas estas perspectivas tienen en común es la negación de la verdadera política; el pensamiento político posmoderno se opone al marxismo con minuciosidad, es esencialmente posmarxista. La referencia a Lenin nos permite evitar estas dos trampas.

Hay dos rasgos que distinguen su intervención. El primero es que no podemos enfatizar lo suficiente la externalidad de Lenin respecto a Marx. No era miembro de su círculo de iniciados, de hecho nunca se encontró ni con Marx ni con Engels. Además, llegaba de una tierra en las fronteras orientales de la «civilización europea». Esta externalidad es parte del argumento racista estándar occidental contra Lenin: introdujo en el marxismo el principio despótico ruso-asiático y dando un paso más, los propios rusos le repudiaron señalando sus orígenes tártaros. Sin embargo, resulta que solamente desde esta posición externa es posible recuperar el impulso original de la teoría. De la misma manera que San Pablo y Lacan rescribieron las enseñanzas originales en diferentes contextos (San Pablo reinterpretando la crucifixión de Cristo como su triunfo, Lacan leyendo a Freud a través de Saussure y el estadio del espejo), Lenin desplaza violentamente a Marx, arrancando su teoría de su contexto original, plantándola en otro momento histórico y así universalizándola de manera efectiva.

El segundo es que solamente por medio de ese desplazamiento violento se puede poner en funcionamiento la teoría original, materializando su potencial de intervención política. Resulta significativo que la primera vez que se escucha la singular voz de Lenin sea en ¿Qué hacer? El texto muestra su decisión de intervenir en la situación, no en el sentido pragmático de ajustar la teoría a demandas realistas por medio de los necesarios compromisos, sino por el contrario de eliminar todos los compromisos oportunistas, de adoptar la posición inequívocamente radical desde la que sólo es posible intervenir de tal manera que nuestra intervención cambie las coor­denadas de la situación.

La apuesta de Lenin, que hoy día, en nuestra era de relativismo posmoderno se muestra más actual que nunca, es que la verdad y el partidismo, el gesto de tomar una posición, no se excluyen mutuamente sino que son condición la una del otro; la verdad universal en una situación concreta solamente se puede articular desde una posición concienzudamente partidista. La verdad es siempre unilateral por definición. Esto por supuesto va contra la ideología predominante del compromiso, de encontrar un camino intermedio entre la multitud de intereses conflictivos.

Para nosotros «Lenin» no es el nombre nostálgico de una vieja certeza dogmática; al contrario, el Lenin que queremos recuperar es el Lenin en devenir, el Lenin cuya experiencia fundamental fue verse arrojado en una constelación nueva de catástrofes en la que los viejos puntos de referencia se revelaban inútiles, y que por ello se vio obligado a reinventar el marxismo. Nuestra idea es que no es suficiente con regresar a Lenin simplemente, como si se tratara de recrearse en un cuadro o visitar una lápida; de lo que se trata es de repetirlo o recargarlo, es decir, de recuperar el mismo impulso en la actual constelación. Este regreso dialéctico a Lenin no se dirige ni a una recreación nostálgica de los «viejos buenos tiempos revolucionarios» ni al oportunista ajuste pragmático del viejo programa a las «nuevas condiciones». Por el contrario, se dirige a repetir, en las actuales condiciones globales, el gesto «leniniano» que reinventa el proyecto revolucionario en las condiciones del imperialismo, el colonialismo y la guerra mundial, más exactamente, después del colapso político e ideológico de la larga época del progresivismo, en la catástrofe de 1914. Eric Hobsbawn definió el concepto de siglo xx como el tiempo que transcurre entre 1914, el final de la expansión pacífica del capitalismo, y 1990, el surgimiento de la nueva forma de capitalismo global después del colapso del Bloque del Este. Lo que hizo Lenin en 1914, es lo que deberíamos hacer en la actualidad.

Los textos incluidos en este volumen encajan en esta perspectiva, no a pesar sino debido a la multiplicidad de posiciones que ocupan y defienden. «Lenin» se encuentra aquí como la imperiosa libertad de suspender las trasnochadas coordenadas ideológicas existentes, la debilitante Denkverbot en la que vivimos. Simplemente significa ser autorizados a empezar a pensar y actuar de nuevo.

Los capítulos 1, 2, 4, 7-9 y 12-17 fueron distribuidos como ponencias en la conferencia de Essen. Los capítulos 3 y 5 se escribieron específicamente para este volumen. El capítulo 6 apareció originalmente en griego y fue traducido al inglés por Jeremy Lester de la Universidad de Reading, Gran Bretaña. El capítulo 8 lo tradujo del original francés Ian Birchall, y los capítulos 9, 10 y 11 fueron traducidos del francés original por David Fernbach. El capítulo 16 fue traducido del original italiano por Graeme Yhomson.

Los editores quieren aprovechar esta oportunidad para agradecer a Anne von der Heiden por su inestimable ayuda para organizar la conferencia, así como a Doug Henwood, Robert Pfaller y Charity Scribner por su participación.

PRIMERA PARTE

Recuperar a Lenin

1. El Uno se divide en Dos

Alain Badiou

Actualmente la oeuvre política de Lenin está totalmente dominada por la canónica oposición entre democracia y dictadura totalitaria. Pero en realidad este debate ya ha tenido lugar. Desde 1918 en adelante, los socialdemócratas «occidentales» encabezados por Kautsky han tratado de desacreditar, precisamente a través de la categoría de democracia, no solamente la Revolución bolchevique en su devenir histórico, sino también el pensamiento político de Lenin.

Nuestro interés se centra en la respuesta teórica de Lenin a ese ataque, contenido sobre todo en el panfleto que Kautsky publicó en Viena en 1918 con el título de «La dictadura del proletariado», y al que Lenin respondió en el famoso texto, «La revolución proletaria y el renegado Kautsky».

Kautsky, de manera natural para un partidario declarado del régimen político parlamentario y representativo, hacía hincapié casi exclusivamente sobre el derecho al voto. Lo que resulta interesante es que para Lenin la esencia misma de la desviación teórica de Kautsky se encuentra en esa manera de proceder. Esto no se debe en absoluto a que Lenin pensara que era un error apoyar el derecho al voto. No, Lenin considera que puede ser muy útil, incluso necesario, participar en las elecciones. Vehementemente lo repetiría en su texto sobre el izquierdismo en contra de quienes se oponían absolutamente a la participación en elecciones parlamentarias. La crítica de Lenin a Kautsky es mucho más sutil e interesante. Si Kautsky hubiera dicho: «estoy en contra de la decisión de los bolcheviques rusos de privar de derechos a los reac­cionarios y explotadores», habría tomado posición sobre lo que Lenin llama «una cuestión esencialmente rusa, y no sobre la cuestión de la dictadura del proletariado en general». Podría y debería haber titulado su texto «Contra los bolcheviques»; las cosas hubieran quedado políticamente claras. Pero eso no es lo que Kautsky hace. Él quiere intervenir en la cuestión de la dictadura del proletariado en general y de la democracia en general. La esencia de su desviación es haberlo hecho sobre la base de una decisión local en Rusia. La esencia de la desviación está siempre en argumentar sobre la base de alguna circunstancia táctica para negar los principios; en tomar como punto de partida una contradicción secundaria para hacer una afirmación revisionista sobre la concepción principal de la política.

Examinemos más de cerca la manera de proceder de Lenin:

Al hablar del derecho al voto, Kautsky se reveló como un oponente de los bolcheviques, al que la teoría le importa un comino. La teoría, es decir, el razonamiento general (no específicamente nacional) de los fundamentos de clase de la democracia y de la dictadura, se debe ocupar no de cuestiones particulares, como el derecho al voto, sino de la cuestión general de si la democracia puede mantenerse para los ricos, para los explotadores en el periodo histórico del derrocamiento de los explotadores y la sustitución de su Estado por el Estado de los explotados1.

De esta manera, la teoría es precisamente lo que integra en el pensamiento el momento de una cuestión. El momento de la cuestión de la democracia no viene definido de ninguna manera por una decisión táctica y localizada, como es la privación de derechos a los ricos y explotadores, una decisión unida a las particularidades de la Revolución rusa. Ese momento viene definido por el principio general de la victoria: nos encontramos, dice Lenin, en el momento de la revolución victoriosa, en el momento del colapso real de los explotadores. Ya ha pasado el momento de la Comuna de París, el momento del coraje y de la cruel derrota. Un teórico es alguien que considera una cuestión, por ejemplo la cuestión de la democracia, desde el interior de un momento determinado. Un renegado es alguien que no toma en cuenta el momento, alguien que utiliza una vicisitud particular como oportunidad para lo que es pura y simplemente su resentimiento político.

Aquí podemos ver claramente por qué Lenin es el pensador político que inaugura el siglo. Convierte la victoria, lo real de la política revolucionaria, en una condición interna de la teoría y de esta manera determina la mayor subjetividad política del siglo, por lo menos hasta su último cuarto.

El siglo xx, entre 1917 y finales de la década de los setenta, no es en absoluto un siglo de ideologías, de lo imaginario o de utopías, como dirían hoy los liberales. Su determinación subjetiva es leninista. Es la pasión de lo real, de lo que puede hacerse inmediatamente, aquí y ahora.

¿Qué nos dice el siglo de sí mismo? En cualquier caso, que no es un siglo de promesas sino de culminaciones. Un siglo del acto, de lo efectivo, del presente absoluto, no un siglo de anunciación y futuro. Después del milenio de intentos y fracasos, el siglo se vive como el de las victorias. Los actores del siglo xx relegan el culto de lo sublime y los vanos intentos, y por lo tanto el sometimiento ideológico al infeliz romanticismo del siglo xix. Nos dice: las derrotas han acabado, ¡ahora es el tiempo de las victorias! Esta subjetividad victoriosa sobrevive a todos los aparentes fracasos, no es empírica sino constitutiva. La victoria es la razón trascendental que organiza incluso la derrota. «Revolución» es uno de sus nombres. La Revolución de Octubre de 1917, después las revoluciones en China y Cuba y las victorias de argelinos y vietnamitas en sus luchas de liberación nacional, todas ellas sirven de prueba empírica de esa razón y derrotan a las derrotas; compensan las masacres de junio de 1848 o de la Comuna de París.

Para Lenin, el instrumento de la victoria es la lucidez teórica y práctica a la vista de una confrontación decisiva, una guerra final, total. El hecho de que esta guerra será total significa que la victoria es una auténtica victoria. Por ello, es el siglo de la guerra. Pero decir esto entreteje varias ideas que giran alrededor de la cuestión del Dos o de la división antagonista. El siglo dice que su ley es la del Dos, la del antagonismo, y en este sentido el final de la Guerra Fría (imperialismo estadounidense contra bloque socialista) es la última representación total del Dos y también el final del siglo. Sin embargo, el Dos debe ser declinado de acuerdo con tres acepciones:

1. Hay un antagonismo central, dos subjetividades organizadas a escala planetaria que se encuentran en una lucha mortal. El siglo es el escenario de ese antagonismo.

2. Hay un antagonismo no menos violento entre dos maneras diferentes de considerar y pensar ese antagonismo. Es la esencia de la confrontación entre comunismo y fascismo. Para los comunistas la confrontación planetaria es, en última instancia, la confrontación entre las clases. Para los radicales fascistas, la confrontación es entre naciones y razas. Aquí hay un entrelazamiento de una tesis antagonista y de tesis antagónicas sobre el antagonismo. Esta segunda división es esencial, quizá incluso más que la primera. De hecho, había más antifascistas que comunistas, y la Segunda Guerra Mundial se produjo sobre esta oposición derivada y no sobre una concepción unificada del antagonismo, que con la excepción de la periferia (las guerras de Corea y Vietnam) solamente ha conducido a la guerra «fría».

3. El siglo invoca, como el siglo de la producción a través de la guerra, una unidad definitiva. El antagonismo será superado por la victoria de uno de los bloques sobre el otro. También se puede decir en este sentido que el siglo del Dos está animado por el deseo radical del Uno. Lo que da nombre a la articulación del antagonismo y a la violencia del Uno es la victoria como marca de lo real.

Quiero destacar que esto no es un esquema dialéctico. No hay nada que nos permita prever una síntesis, una superación interna de la contradicción; por el contrario, todo señala hacia la aniquilación de uno de los dos términos. El siglo es una figura de yuxtaposición no dialéctica del Dos y del Uno. De lo que se trata aquí es de saber qué balance del pensamiento dialéctico obtiene el siglo. ¿Cuál es el elemento conductor del desenlace victorioso, el propio antagonismo o el deseo del Uno? Esta es una de las mayores cuestiones filosóficas del leninismo, y gira en torno a lo que entendemos, dentro del pensamiento dialéctico, por la «unidad de los contrarios». Esta es la cuestión que más han desarrollado Mao y los comunistas chinos.

En China, alrededor de 1965, empezó lo que la prensa del país, que siempre se ha mostrado ingeniosa en poner nombre a los conflictos, denomino «una gran lucha de clases en el campo de la filosofía». Esta lucha opone a aquellos que piensan que la esencia de la dialéctica es la génesis del antagonismo y que la fórmula justa es «Uno se divide en dos», y aquellos que consideran que la esencia de la dialéctica es la síntesis de los conceptos contradictorios y que por ello la fórmula correcta es «Dos se unen en uno». Este escolasticismo aparente esconde una verdad esencial, porque trata de la identificación de la subjetividad revolucionaria, de su deseo constituyente. ¿Es el deseo de dividir, de emprender la guerra; o es el deseo de fusión, de unidad, de paz? En China en aquél momento se decía que estaban a la izquierda los que apoyaban la máxima del «Uno se divide en dos», mientras que a los que apoyaban «Dos se unen en uno» se les calificaba de «derechistas». ¿Por qué?

Si la máxima de la síntesis (dos se unen en uno) tomada como fórmula subjetiva, como el deseo del Uno, es derechista, se debe a que a los ojos de los revolucionarios chinos es completamente prematura. El sujeto de esta máxima no ha llegado a través del Dos hasta el final; todavía no conoce la victoria completa en la lucha de clases. De ahí se deduce que el Uno, de quien se alimenta su deseo, no es siquiera pensable, es decir, que bajo la cobertura de la síntesis se hace un llamamiento al antiguo Uno. Por ello esta interpretación de la dialéctica es restauracionista. No ser un conservador, sino ser un activista revolucionario en nuestros días, significa obligatoriamente desear la división. La cuestión de lo nuevo se convierte inmediatamente en la cuestión de la división creativa dentro de la singularidad de la situación.

En China, la Revolución cultural, especialmente durante los años 1966 y 1967, opone con una furia y confusión inimaginables a los defensores de cada versión del proyecto dialéctico. En realidad, están aquellos que como Mao, en ese momento prácticamente en minoría dentro de la dirección del partido, pensaban que el Estado socialista no debía significar el correcto y de alguna manera policiaco final de la política de masas, sino que por el contrario debía ser un estímulo que diera rienda suelta a esas masas bajo el lema de avanzar hacia el comunismo real. En el otro lado, estaban los que como Liu Shaoqi, y por encima de todos Deng Xiaoping, pensaban que el aspecto más importante era la gestión económica y que la movilización de las masas era más perniciosa que necesaria. Los jóvenes estudiantes eran la punta de lanza de la línea maoísta. Los cuadros del partido y un gran número de intelectuales se oponían a ellos más o menos abiertamente. Los campesinos permanecían a la expectativa. Los obreros, la fuerza decisiva, se encontraban divididos en organizaciones rivales, de modo que al final, a partir de 1967-1968, el Estado, que se encuentra en riesgo de ser desgarrado en el huracán político, debe dejar que sea el ejército el que intervenga. Comienza entonces un largo periodo de confrontaciones extremadamente violentas y complejas en la dirección del partido, que no excluye algunos estallidos populares; esta situación se mantiene hasta la muerte de Mao en 1976, a la que rápidamente sucede un golpe de Estado termidoriano que lleva a Deng de vuelta al poder.

Semejante agitación política es tan novedosa en sus apuestas, y al mismo tiempo tan oscura, que todavía no se han podido sacar muchas de las lecciones que indudablemente lleva consigo para el futuro de cualquier política de emancipación, a pesar de que proporcionara una inspiración decisiva al maoísmo francés entre 1967 y 1975, que fue de hecho la única tendencia política innovadora en Francia después de mayo de 1968. En cualquier caso, está claro que la Revolución cultural marca el cierre de una secuencia política completa en la que el objeto central era el partido y el mayor concepto político era el concepto de proletariado. Señala el final del leninismo formal, que en realidad era creación de Stalin. Aunque puede ser que también fuera lo más fiel al verdadero leninismo.

Dicho sea de paso, actualmente hay una moda entre los que están deseando entregarse con renovado servilismo al imperialismo y al capitalismo, de llamar a este episodio sin precedentes una lucha por el poder bestial y sangrienta, en la que Mao, encontrándose en minoría dentro del Politburó, intentó por medios aceptables o corruptos recobrar una posición predominante. A esta gente les contestaremos, en primer lugar, que llamar a este tipo de episodio político una lucha por el poder es afirmar de manera ridícula lo que es obvio: los militantes que tomaron parte en la Revolución cultural citaban a Lenin constantemente cuando decía (quizá no su mejor logro, aunque eso sea otra cuestión) que en el fondo «el único problema es el problema del poder». La amenazada posición de Mao estaba explícitamente en juego y el propio Mao lo había reconocido así. Los «descubrimientos» de nuestros sinólogos eran simplemente temas inmanentes y explícitos en la cuasi guerra civil que tuvo lugar en China entre 1965 y 1976, una guerra en la que la verdadera secuencia revolucionaria (marcada por el surgimiento de una nueva forma de pensamiento político) fue solamente el segmento inicial (entre 1965 y 1968). Por otra parte, ¿desde cuando nuestros filósofos de la política han considerado un hecho terrible que un líder político amenazado trate de recobrar su influencia? ¿No es eso lo que, día tras día, explican como la exquisita esencia democrática de la política parlamentaria? Podríamos añadir que el significado y la importancia de una lucha por el poder se juzga por lo que está en juego, especialmente cuando los medios de esa lucha son los clásicos medios revolucionarios, recordando que Mao decía que la revolución no es «una cena de gala». Implicaba una movilización sin precedentes de millones de jóvenes y obreros, una libertad de expresión y de movimiento nunca vista, gigantescas manifestaciones, reuniones políticas en los centros de trabajo o de estudio, discusiones simplistas y brutales, denuncias públicas y una frecuente y anárquica utilización de la violencia, incluyendo la violencia armada. ¿Y quién puede decir hoy que Deng Xiaoping, a quien los activistas de la Revolución cultural llamaban «el segundo de los altos dirigentes que a pesar de ser miembros del partido siguen la senda capitalista», no siguió una línea de desarrollo y construcción social completamente opuesta a la de Mao, que era colectivista e innovadora? ¿No quedó claro que, tras de la muerte de Mao, cuando alcanzó el poder mediante un golpe en la dirección del partido, se dedicó a impulsar en China, durante la década de los años ochenta y hasta su muerte, una forma de neocapitalismo del tipo más salvaje, completamente corrupto y totalmente ilegítimo, que sin embargo preservaba la tiranía del partido? Realmente se estaba produciendo lo que los chinos en su conciso lenguaje llamaban «una lucha entre dos clases, dos caminos y dos líneas», que se manifestaba en cada cuestión y especialmente en las más importantes (la relación entre ciudad y campo, entre trabajo intelectual y manual, entre partido y masas, etcétera).

Pero ¿qué decir de la violencia, que a menudo fue extrema? ¿Qué decir de los cientos o miles de personas que murieron? ¿Qué decir de las persecuciones, especialmente contra los intelectuales? Sobre eso, lo que podemos decir es lo mismo que se puede decir de todos los episodios de violencia que dejan huella en la historia, incluyendo cualquier intento serio actual de construir una política de la libertad: no se puede esperar que la política sea blanda de corazón, progresista y pacífica si lo que pretende es la subversión radical del orden eterno; ese orden que somete la sociedad al dominio de la riqueza y de los ricos, del poder y los poderosos, de la ciencia y los científicos, del capital y sus servidores. Ya existe una gran y rigurosa violencia de pensamiento cuando uno deja de tolerar la idea de que lo que la gente piense no vale nada, de que la inteligencia colectiva de los obreros no vale nada, de que realmente cualquier pensamiento que no se muestre conforme con el orden en el que está perpetuada la obscena regla del beneficio, no vale nada. Cuando se lleva a la práctica el tema de la emancipación total, en el presente, en el entusiasmo del presente absoluto, tal implementación está siempre situada más allá del bien y del mal, porque en medio de la acción el único bien que se conoce es el que lleva el preciado nombre por el cual el orden establecido nombra su propia persistencia. La violencia extrema es por ello el correlativo recíproco del entusiasmo extremo, ya que lo que realmente está en juego es, hablando como Nietzsche, la transvaloración de todos los valores. La pasión leninista por lo real, que también es una pasión por el pensamiento, no conoce ninguna moral. La moral, como Nietzsche sabía, sólo tiene el estatus de una genealogía. Consecuentemente, para un leninista el umbral de tolerancia es extremadamente alto en relación a lo que, en nuestro pacífico y viejo mundo actual, es para nosotros lo peor.

A esto se debe claramente el que alguna gente hable hoy día de la barbarie del siglo. Pero es completamente injusto aislar de lo real esta dimensión de la pasión. Incluso si se trata de la persecución de los intelectuales, desastrosa como espectáculo y por sus efectos, es importante recordar que lo que la hace posible es el hecho de que no son los privilegios del conocimiento los que dictan el acceso político a lo real. Tal fue el caso de la Revolución francesa, cuando Fouquier-Tinville condenó a muerte a Lavoisier, el fundador de la química moderna, diciendo «la República no necesita eruditos». Fue una declaración bárbara, completamente extremista e irracional, pero hay que saber leerla más allá de sí misma, bajo su forma axiomática y abreviada: «La República no necesita». La captura política de un fragmento de lo real no se deriva de la necesidad, del interés o de su correlativo; tampoco del conocimiento privilegiado, sino de la incidencia (y sólo de ella) de un pensamiento que pueda ser colectivizado. En otras palabras, la política, cuando existe, encuentra su propio principio concerniente a lo real, y no necesita otra cosa que a sí misma.

¿Se tomaría hoy día por bárbaro cualquier intento de someter el pensamiento a la prueba de lo real, sea o no sea político? La pasión por lo real, fuertemente enfriada, da lugar temporalmente a una aceptación de la realidad, una aceptación que algunas veces puede tener una forma alegre y algunas veces triste.

Ciertamente la pasión por lo real está siempre acompañada por una proliferación de la semblanza. Para un revolucionario el mundo es un lugar viejo, lleno de corrupción y traiciones. Constantemente hay que estar volviendo a empezar de nuevo con la purificación, con revelar lo real bajo sus velos.

Hay que subrayar que purificar lo real significa extraerlo de la realidad que lo envuelve y lo oscurece. De ahí la violenta predilección por la superficie y por la transparencia. El siglo intenta reaccionar contra la profundidad. Postula una intensa crítica de lo fundamental y de lo que se encuentra más allá; promueve lo inmediato y la superficie sensitiva. Propone, siguiendo a Nietzsche, librarse de los «mundos detrás del mundo» y establecer que lo real es idéntico a la apariencia. El pensamiento, precisamente porque lo que le anima no es la idea sino lo real, tiene que entender la apariencia como apariencia, o lo real como puro evento de su apariencia. Para poder llegar a este punto es necesario destruir toda profundidad, toda presunción de sustancia, toda aseveración de realidad. La realidad forma un obstáculo para el descubrimiento de lo real como superficie pura. Hay una lucha contra la semblanza. Pero como la semblanza de la realidad se adhiere a lo real, la destrucción de la semblanza identifica la destrucción pura y simple. Al final de su purificación, lo real como ausencia de realidad es la nada. Esta vía emprendida en muchas ocasiones en el siglo por la política, el arte o la ciencia, recibirá el nombre de la vía del terrorismo nihilista. Como su animación subjetiva es la pasión por lo real, no es una aceptación de la nada sino una creación, y parece apropiado reconocer en ella un nihilismo activo.

¿Dónde nos encontramos hoy en día? La figura del nihilismo activo se considera completamente obsoleta. Toda actividad razonable está limitada, restringida, bordeada por las gravitaciones de la realidad. Lo mejor que puede hacer uno es evitar el mal, y para ello el camino más corto es evitar cualquier contacto con lo real. Finalmente uno encuentra de nuevo la nada, la nada de lo real, y en ese sentido uno se encuentra siempre dentro del nihilismo. Pero como uno ha suprimido el elemento terrorista, el deseo de purificar lo real, el nihilismo se encuentra desactivado. Se ha convertido en un nihilismo pasivo, reactivo, un nihilismo hostil a cualquier acción y a cualquier pensamiento.

El otro camino que ha esbozado el siglo, lo llamaría el camino sustractivo, el que intenta mantener la pasión por lo real sin dar paso al encanto paroxístico del terror; significa exponer como la verdadera cuestión no la destrucción de la realidad, sino una diferencia mínima. Consiste no en aniquilar la realidad en su superficie, sino en purificarla sustrayéndola de su unidad aparente para poder detectar la pequeñísima diferencia, el término efímero que la constituye. Lo que sucede apenas difiere del lugar donde sucede. En este «apenas» es donde se encuentra todo el gesto, en esta excepción inmanente.

En ambos caminos, la cuestión clave es la de lo nuevo. ¿Qué es lo nuevo? Esta es la obsesión del siglo. Desde sus inicios, se ha presentado a sí mismo como una figura de advenimiento, de comienzo, y por encima de todo del advenimiento o del comienzo del hombre, del hombre nuevo.

Esta frase, que quizá sea más estalinista que leninista, se pude entender de dos maneras. Para una multitud de pensadores, especialmente en el campo del pensamiento fascista (incluyendo a Heidegger), el hombre nuevo es en parte una restitución del hombre viejo, que fue obliterado y corrompido. La purificación es, en realidad, un proceso más o menos violento de regreso a un origen que ha desaparecido. Lo nuevo es una reproducción de lo auténtico. En última instancia, la tarea del siglo es la restitución por medio de la destrucción, esto es, la restitución de los orígenes por medio de la destrucción de lo no auténtico.

Para otro grupo de pensadores, especialmente en el campo del comunismo marxista, el hombre nuevo es una creación real, algo que todavía no ha llegado a existir porque surge de la destrucción de antagonismos históricos. Está más allá de la clase, más allá del Estado.

El hombre nuevo es o bien restaurado o bien producido.

En el primer caso, la definición del hombre nuevo está enraizada en totalizaciones míticas, tales como la raza, la nación, la sangre y la tierra. El hombre nuevo es una colección de características (nórdico, ario, guerrero y así sucesivamente).

En el segundo caso, por el contrario, el hombre nuevo resiste todas las categorizaciones y caracterizaciones. Especialmente se resiste a la familia, a la propiedad privada y al Estado-nación. Esta es la tesis de Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Marx también hizo hincapié en que la singularidad universal del proletariado era resistir la categorización, no tener características, y especialmente, en el sentido estricto, no tener nacionalidad particular. Esta concepción negativa y universal del hombre nuevo, que rechaza toda categorización, se mantiene durante todo el siglo. Es importante señalar la hostilidad hacia la familia como un núcleo egoísta fundamental de la búsqueda de las raíces, tradición y orígenes. El mensaje de Gide «¡Familias, os odio a todas!», participa en la vindicación de esta clase de hombre nuevo.

Resulta llamativo ver que a finales del siglo la idea de la familia ha recuperado su estatus consensual y casi tabú. En la actualidad los jóvenes adoran a sus familias y parecen no querer abandonar el nido. El Partido Verde alemán, que se considera un partido de la oposición (algo relativo si hablamos de gobernar), vislumbra un día en el que podrá denominarse el «partido de la familia». Incluso los homosexuales, que durante este siglo, como podemos ver con Gide, eran una fuerza opositora, están pidiendo su integración en la familia, en el patrimonio nacional y reclaman su derecho a la ciudadanía. Esto nos dice algo sobre dónde nos encontramos en la actualidad. Hablando en términos progresistas, en el presente real del siglo xx, el hombre nuevo era, en primer lugar, el que podía escapar de la familia, de las correas de la propiedad privada y del despotismo del Estado. Era el que quería una subversión militante y una victoria política en el sentido leninista. Hoy día parece que la «modernización», como dirían nuestros maestros, consiste en ser un pequeño buen padre, una pequeña buena madre, un pequeño buen hijo, ser un ejecutivo eficiente, ganar todo lo que uno pueda y desempeñar el papel de ciudadano responsable. La consigna ahora es «Haz dinero, protege a la familia, gana votos».

El siglo deriva en un cierre alrededor de tres temas: la innovación subjetiva imposible, el confort y la repetición. En otras palabras, la obsesión. El siglo finaliza en una obsesión por la seguridad, acaba con una máxima que es realmente abyecta: real­mente no está tan mal estar donde estás…, hay y ha habido peores rumbos. Y esta obsesión va completamente en contra de un siglo que, como entendieron tanto Freud como Lenin, había nacido bajo el signo de la histeria devastadora, de su activismo y de su intransigente militarismo.

Nos encontramos aquí, retomando la obra de Lenin, a fin de reactivar siguiendo criterios políticos la propia cuestión de la teoría. Lo hacemos contra la sombría obsesión predominante. ¿Cuál es vuestra crítica del mundo existente? ¿Qué puedes proponer como nuevo? ¿Qué puedes imaginar y crear? Y finalmente, hablando en términos de Sylvain Lazarus, ¿qué piensas? ¿qué es la política como pensamiento?

1 V. I. Lenin, «The Proletarian Revolution and the Renegade Kautsky» [1918], Collected Works XXVIII, Moscú, Progress Publishers, 1974, p. 269 [ed. cast.: «Contra el revisionismo. La revolución proletaria y el renegado Kautsky», en Obras completas, Madrid, Akal, 1976; Obras escogidas, 3 vols., Moscú, Editorial Progreso, 1985].

2. ¿Leninismo en el sigloxxi?

Lenin, Weber y la política de la responsabilidad

Alex Callinicos

«Incesantemente, el hombre que piensa honra al camarada Lenin», escribió Bertolt Brecht en la década de los treinta. En la actualidad, tanto el hombre como la mujer que piensan se encuentran bastante lejos de semejante tarea. Demonizado y despreciado, Lenin permanece firmemente más allá de lo políticamente aceptable tanto entre los círculos liberales de la izquierda bien pensant, como en los de la derecha.

La historiografía de moda reproduce fielmente esa postura. El retrato de Lenin que hace Orlando Figes, en su execrable proclama antibolchevique A People’s Tragedy, presentándole como un matón aristocrático y machista es evidentemente absurdo y está plagado de inexactitudes1. La reciente biografía de Robert Service proporciona una reconstrucción mucho más convincente del entorno familiar de Lenin, donde hace hincapié en la reciente y precaria entrada en la burguesía de los Ulianov, para luego caer en el camino de la denuncia rutinaria, carente de cualquier revelación significativa procedente de los archivos.

La interpretación que hace Service de un comentario del líder menchevique Fedor Dan sobre Lenin en sus años de exilio es reveladora de su método general. «No hay otra persona que esté tan preocupada 24 horas al día por la revolución, que no tenga otros pensamientos que los de la revolución y que, incluso cuando duerme, sueñe con ella». La lectura evidente de este comentario es que adscribe a Lenin una determinación poco corriente, una cualidad del carácter que, como otros lugares comunes que recoge, supone tanto fuerza como debilidad. Pero Service glosa la nota de Dan como muestra de la creencia de Lenin de que «solamente sus ideas podían realmente hacer avanzar la causa revolucionaria». En la página siguiente esta glosa ya se ha convertido en «megalomanía»2; y cuando el autor llega a la Guerra Civil ya ha perdido cualquier mesura. La ejecución de Nicolás II y su familia en julio de 1918 se atribuye a la «rabia», «sed de venganza» y odio de Lenin hacia los Romanov, sin ninguna consideración del origen o clase de razonamientos que, de manera equivocada o no, pudieran haber motivado la decisión bolchevique de fusilar a la familia imperial3.

Es bastante fácil descartar semejantes casos de chapuzas intelectuales como ejemplos del impacto negativo sobre la investigación histórica del triunfalismo capitalista posterior a 1989. Pero, dejando de lado esta clase de material, sigue habiendo una cuestión mucho más seria a la que responder: ¿tiene Lenin algo que decir a la izquierda en el siglo xxi? Esta pregunta se plantea en una coyuntura política muy importante, cuando está creciendo la resistencia al capitalismo global, como muestra la sucesión de manifestaciones de Seattle, Washington, Millau, Melbourne, Praga, Seúl, Niza y Davos. Algunas de las corrientes más fuertes en la nueva izquierda que surgen en estas protestas están explícitamente comprometidas con formas de organización muy descentralizadas, que en gran medida parecen ser la antítesis de la concepción leninista del partido de vanguardia. Incluso los anarquistas algunas veces buscan excluir de las coaliciones anticapitalistas a cualquiera que defienda esta idea, calificándolos de autoritarios4.

Entonces, ¿tiene algo que decir hoy en día Lenin a la nueva izquierda anticapitalista? Tenemos una gran deuda con Slavoj Žižek por responder a esta pregunta con un contundente «¡sí!». Utilizando el capital cultural, que sus brillantes ensayos han acumulado en la pasada década, para pedir un regreso a Lenin, Žižek ha contribuido a abrir un espacio en la izquierda donde se puede reanudar un debate serio sobre Lenin. Al analizar críticamente la forma precisa en que Žižek ha realizado este llamamiento, estoy actuando (o espero hacerlo) dentro del espíritu de solidaridad que debería inspirar el trabajo de los intelectuales anticapitalistas, cuando se implican en discusiones estratégicas necesarias para enfrentarse al enemigo común.

Como deja claro este pasaje de presentación de esta conferencia, para Žižek el leninismo marca una división dentro de la izquierda anticapitalista:

La concepción política de Lenin es el auténtico contrapunto, no sólo del oportunismo pragmático de centroizquierda, sino también a la actitud izquierdista [...] marginalista, de lo que Lacan llamaba «el narcisismo de la causa perdida» [le narcissme de la chose perdue]. Lo que tienen en común un verdadero leninista y un político conservador es el hecho de que ambos rechazan lo que podríamos llamar la irresponsabilidad izquierdista liberal, es decir, el abogar por grandes proyectos de solidaridad, libertad, etc., escabulléndose cuando el precio a pagar pasa por medidas políticas concretas, a menudo «crueles». Al igual que un auténtico conservador, un verdadero leninista no teme pasar a la acción, responsabilizarse de todas las consecuencias, por desagradables que puedan ser, de realizar su proyecto político. Kipling (a quien Bertolt Brecht admiraba mucho), despreciaba a los liberales británicos que defendían la justicia y la libertad mientras, calladamente, se apoyaban en los conservadores para que les hicieran el necesario trabajo sucio. Lo mismo se puede decir de la relación de los izquierdistas liberales (o «socialistas democráticos») con los comunistas leninistas: los izquierdistas liberales rechazan el compromiso socialdemócrata; quieren una auténtica revolución pero eluden el precio real que hay que pagar por ella; prefieren recurrir al alma bella y conservar las manos limpias. En contra de esta falsa posición del izquierdismo liberal (de aquellos que quieren una verdadera democracia para el pueblo, pero sin una policía secreta que luche contra la contrarrevolución, y sin que se vean amenazados sus privilegios académicos), [...] un leninista, como un conservador, es auténtico en el sentido de que asume por completo las consecuencias de sus decisiones. Es plenamente consciente de lo que significa tomar el poder y ejercerlo. Ahí reside la grandeza de Lenin después de que los bolcheviques tomaran el poder: en neto contraste con el fervor histérico revolucionario, atrapado en un círculo vicioso de aquellos que prefieren permanecer en la oposición y (pública o privadamente) rehúyen la responsabilidad de hacerse cargo de las cosas, de culminar el cambio desde la actividad subversiva a la responsabilidad por el desarrollo sin impedimentos del edificio social, Lenin abrazó heroicamente la pesada carga de hacer funcionar el Estado, de hacer todos los compromisos necesarios, pero también de tomar las desagradables medidas necesarias para que el poder bolchevique no se derrumbara [...]5.

Žižek identifica aquí el leninismo con lo que podríamos llamar la política de la responsabilidad, diferenciando ésta del «izquierdismo liberal», expresión que utiliza para referirse no a los defensores de la Tercera Vía de Blair, Clinton y sus cómplices posmodernos, sino, por el contrario, a aquellos que se oponen genuinamente al capitalismo global, pero se escabullen de las duras consecuencias de aplicar sus principios. Al menos tácitamente, el «izquierdismo liberal» así entendido alcanza a la tradición trotskista: ¿no nos lleva a reconocer a Trotsky y a aquellos influenciados por él entre los que caen víctimas del «fervor histérico revolucionario atrapado en un círculo vicioso, aquellos que prefieren permanecer en la oposición y (pública o privadamente) rehúyen la responsabilidad de hacerse cargo de las cosas, de culminar el cambio desde la actividad subversiva a la responsabilidad por el desarrollo sin impedimentos del edificio social»?

Por el contrario, «igual que un auténtico conservador, un verdadero leninista no teme pasar a la acción, responsabilizarse de todas las consecuencias, por desagradables que puedan ser, de realizar su proyecto político». Esta oposición entre el «izquierdismo liberal» ansioso por salvar la Belleza del Alma y el «verdadero leninista» que duramente acepta la responsabilidad por las consecuencias, recuerda nada menos que las conocidas páginas finales de la conferencia de Max Weber, «La política como vocación». En ella, distingue entre dos maneras fundamentales por las cuales la ética y la política pueden conectarse:

La actividad éticamente orientada puede seguir dos máximas fundamentalmente diferentes e irreconciliablemente opuestas: la «ética de la convicción de principios» [Gesinnung] o la «ética de la responsabilidad». No se trata en absoluto de que la ética de la convicción equivalga a la irresponsabilidad, ni de que la ética de la responsabilidad signifique la ausencia de convicciones. Pero hay una profunda oposición entre actuar siguiendo la máxima de la ética de la convicción (hablando en términos religiosos, «el cristiano hace lo que está bien y deja el resultado en manos de Dios») y actuar bajo la máxima de la ética de la responsabilidad, que significa que uno debe responder de las (previsibles) consecuencias de sus acciones6.

Pronunciada en enero de 1919, en el periodo que siguió a la Revolución alemana de noviembre de 1918, en los días del fracaso del levantamiento izquierdista en Berlín en el que mueren Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, la conferencia que constituye «La política como vocación» está lejos de ser la pieza de erudición carente de interés que supuestamente es. Como ha señalado Perry Anderson, el texto rebosa retórica contrarrevolucionaria y nacionalista7. Para Weber, el principal ejemplo de ética de la convicción es la izquierda revolucionaria: válida cuando se experimenta auténticamente –lo que para Weber no sucede en «nueve de cada diez casos», donde «me encuentro con charlatanes, gente que está intoxicada por sensaciones románticas pero que no sienten verdaderamente las responsabilidades que están asumiendo»–, la ética de la convicción implica una renuncia a este mundo y al triunfo en la práctica. Cualquier intento práctico de hacer realidad los principios absolutos debe fracasar inevitablemente, ya que requiere el recurso a la violencia inherente a toda política y por ello una lucha con «los poderes diabólicos que acechan en toda violencia». No sólo los actos políticos contraen compromisos morales, sino que el propio movimiento revolucionario se convierte en vehículo de intereses materiales, que inevitablemente utilizaran sus promesas para legitimarse a sí mismos, «porque la interpretación materialista de la historia no es un taxi al que uno se puede subir a voluntad ¡y no hace excepciones con los portadores de revoluciones!»8.

El ánimo político que se encuentra detrás de la oposición que hace Weber entre las éticas de la convicción y de la responsabilidad se expresa de la mejor manera en esta carta a Robert Michels, escrita cuando este último todavía era un sindicalista marxista:

Hay dos posibilidades. O bien (1), «mi reino no es de este mundo» (Tolstoy, o un sindicalismo cuidadosamente elaborado) [...]. O bien (2), la afirmación cultural (es decir, objetiva, una cultura expresada en «logros» técnicos, etc.) como adaptación a la condición sociológica de toda «tecnología», ya sea económica, política o de cualquier otra clase [...]. En el caso 2, cualquier discurso sobre «revolución» es una farsa, cualquier pensamiento de abolir la «dominación del hombre por el hombre» por medio de cualquier clase de sistema social «socialista», o de la forma más elaborada de «democracia» es una utopía [...]. Quien desee vivir como un «hombre moderno», incluso en el sentido de disponer de su periódico diario, de sus trenes y tranvías, renuncia a todos esos ideales que vagamente apelan a uno tan pronto como abandona la base del revolucionarismo por sí mismo, sin ningún «objetivo», sin ningún «objetivo» que pueda ser pensable9.

La ética de la responsabilidad implica por ello la aceptación de las realidades objetivas del mundo moderno, realidades que convierten tanto la democracia como el socialismo en meras utopías. El practicante de esta ética renuncia a la revolución y estoicamente acepta el necesario carácter de compromiso de toda acción política, que surge de su enredo en el nexo impredecible de causa y efecto y de su dependencia de «fines moralmente sospechosos o por lo menos de fines moralmente peligrosos»10. La retórica y la construcción completa de «La política como vocación» deja clara la preferencia de Weber por esta instancia ética en contra de lo que retrata como el diletantismo destructivo de sus enemigos bolcheviques y espartaquistas.

Por ello resulta muy paradójico encontrar a Žižek utilizando términos muy similares a Weber: «un verdadero leninista –recordemos– no teme [...] responsabilizarse de todas las consecuencias, por desagradables que puedan ser, de realizar su proyecto político», ya que la ética de la responsabilidad exige que «uno debe responder de las (previsibles) consecuencias de sus acciones». Sin embargo, para Žižek esto define la instancia ética del revolucionario auténtico en oposición al alma bella del izquierdista liberal, que al rehuir las sucias consecuencias prácticas de realizar su convicción ética deja el mundo tal como está.

No hay que temer necesariamente a las paradojas. De hecho, llevando a Lenin y a Weber al mismo campo intelectual, podemos arrojar luz sobre lo que es específico y válido en una genuina política leninista. En cualquier caso, es lo que trataré de hacer en el resto de este ensayo.

La centralidad de la teoría

La primera cosa que hay que señalar son las premisas filosóficas que implica la contraposición de Weber. La distinción entre la ética de la responsabilidad y de la convicción corresponde a una escisión neokantiana entre hechos y valores. El carácter incondicional de los objetivos normativos que persiguen los practicantes de la ética de la convicción, refleja su independencia de cualquier estado real de las cosas. «Mi reino no es de este mundo»: una vida gobernada por la convicción final no puede mezclar evaluaciones factuales con consideraciones éticas. Por lo tanto, la valoración de las consecuencias que supone la ética de la responsabilidad contiene irreparablemente la práctica realista de la política, inherentemente comprometida como está con los «diabólicos poderes» de la violencia.

Pero la versión neokantiana de Weber está incluida en la contraposición en una segunda forma. Ambas éticas tienen en común el hecho de que no pueden justificarse racionalmente: «El que uno tenga el deber de actuar sobre la base de una ética de la convicción o de una ética de la responsabilidad, o que uno deba hacer una cosa u otra, es algo sobre lo que no se puede dar instrucciones a nadie»11. La adopción de cualquier conjunto de valores no se puede reducir a un juicio racionalmente motivado. Una fosa inherente separa la manera en que es el mundo de los fines que gobiernan la acción humana: solamente se puede cruzar con un salto, con una decisión que no viene implícita en ningún conjunto de principios normativos, y real­mente no es necesario para una persona reconocer la autoridad de semejantes principios. La razón solamente puede desempeñar como mucho un papel instrumental, identificando los medios más efectivos para alcanzar unos fines en cuya selección no ha tenido ningún papel12.

Lo que Perry Anderson describe acertadamente como el «decisionismo» de Weber, parece pertenecer a otro mundo respecto a la aproximación de Lenin a la política13. Esto se expresa mejor en dos etapas. En primer lugar considerando el papel desempeñado por el análisis teórico en la política leninista, y después confrontando el lugar que ocupa en ese análisis todo tipo de consideración ética. La figura de Lenin como un maquiavélico oportunista está ahora bien arraigada en la principal corriente del discurso académico, siendo Robert Service la expresión más reciente de este juicio convencional, como se ve cuando habla del Segundo Congreso de la Internacional Comunista en el verano de 1920:

Siempre que Lenin tuviera a la vista un objetivo de la política práctica, se mostraba el carácter casual de su marxismo. Aunque reflexionaba seriamente sobre teoría económica y social y le gustaba ceñirse a sus ideas básicas, su adherencia no era absoluta. A mediados de la década de los años veinte su prioridad estaba en la liberación global de la energía revolucionaria. Las ideas sobre las inevitables etapas del desarrollo social se habían desvanecido; mejor era hacer la revolución como se pudiera que dar forma a una teoría sofisticada que no se materialice. Si algunas veces era necesario hacer algún juego de manos intelectual, se hacía. Incluso cuando se movía sobre políticas previamente declaradas, Lenin era difícil de entender por su volatilidad. Afirmaba que los partidos pertenecientes a la Comintern debían romper con las variantes «oportunistas» del socialismo que rechazaban la necesidad de la «dictadura del proletariado», pero simultáneamente pedía a los comunistas británicos que se afiliaran al Partido Laborista. La razón que daba era que el comunismo en el Reino Unido era todavía demasiado endeble para formar un partido independiente14.

Sin embargo, lo que una biografía intelectual seria de Lenin debería mostrar no es tanto su actitud casual hacia la teoría, sino la manera sistemática en la que cada giro significativo de los acontecimientos le llevaba a reconsiderar la mejor manera de entender la situación desde la perspectiva teórica15. Antes de la Revolución de 1905, el análisis riguroso de la estructura agraria que hizo en El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899), le proporcionó la base teórica para su crítica de las esperanzas populistas del socialismo rural. La capacidad para la acción colectiva que demostró el campesinado en 1905 obligó a una nueva valoración que se realizaba en La cuestión agraria y las críticas de Marx (1908) y en El programa agrario de la socialdemocracia rusa en la primera Revolución rusa (1908). La crisis en la que se precipitó el movimiento socialista internacional con el estallido de la Primera Guerra Mundial le llevó a una reconsideración más general de la teoría y estrategia socialista, que se reflejó claramente en los «Cuadernos filosóficos», producto de su lectura de Hegel, y en El imperialismo, fase superior del capitalismo. El proceso culminó con El Estado y la revolución, un texto incompleto de teoría marxista del Estado escrito en el verano de 1917, cuando se encontraba en medio de las revoluciones de febrero y octubre.

Lo que sugiere esta evidencia no es el retrato del oportunista cínico ni del dogmático fanático que realiza la historiografía convencional. Por el contrario, lo que vemos es un rastreo constante, hacia delante y hacia atrás, entre la teoría y la práctica, a medida que los nuevos problemas obligan, incluso en las situaciones más apremiantes, a retroceder y reconsiderar la situación desde una perspectiva teórica. Pero decir esto no es resolver exactamente la cuestión de cómo entiende Lenin la relación entre el análisis teórico y la práctica política. Reflexionando cerca del final de su vida, sobre la Revolución de Octubre, citó una conocida frase de Napoleón: «On s’engage et puis… on voit». Traducida libremente quiere decir: «Primero lánzate a la batalla y después ya veremos qué pasa»16. Esto parece invitar a una lectura decisionista de su actuación en 1917, convirtiendo la Revolución de Octubre en un juego de dados.

Sin embargo, semejante lectura sería engañosa. El papel de Lenin en 1917 refleja más bien dos temas clave de su pensamiento político. El primero, la complejidad y lo imprevisible de la historia y el segundo, la necesidad de la intervención política. El primer tema donde resulta más evidente quizá sea en las «Cartas desde lejos», en las que Lenin saludaba a la Revolución de Febrero. En la primera carta comenta la manera aparentemente milagrosa que había llevado al derrocamiento del zar: «No hay milagros en la naturaleza ni en la historia, pero cada vuelco repentino en la historia, y esto se aplica a todas las revoluciones, presenta tal riqueza de contenido, despliega combinaciones tan insospechadas y específicas de formas de lucha, y produce tales alineamientos de las fuerzas de los contendientes, que para la mente profana hay muchas cosas que deben parecer milagrosas»17.

Lenin procede a analizar los diversos elementos que confluyeron en febrero de 1917: los largos conflictos que arrastraba la sociedad rusa; el «poderoso acelerador» proporcionado por la Primera Guerra Mundial; la relativa debilidad de las grandes potencias; las conspiraciones de los conservadores y liberales que, con el apoyo anglo-francés, habían llegado a la conclusión de que la dinastía de los Romanov era un obstáculo para la continuación eficaz de la guerra; y el creciente descontento de los obreros y de la guarnición militar en San Petersburgo. Todo ello «como resultado de una situación histórica extremadamente única, de corrientes absolutamente diferentes, de intereses de clase absolutamente heterogéneos, de luchas políticas y sociales absolutamente contrarias, se habían fundido de un modo sorprendentemente “armonioso”»18.

Althusser, por supuesto, utilizó este mismo texto en «Contradicción y sobredeterminación» para defender una interpretación de la dialéctica marxista que realzara la complejidad inherente del proceso histórico, su irreductibilidad a una simple esencia, aunque ésta fuera la economía19. Sin embargo, ahora estoy más interesado en las implicaciones que supone esta complejidad para la acción política. Si elementos «absolutamente heterogéneos» pueden formar «combinaciones tan insospechadas y específicas» como las que Lenin analiza en las «Cartas desde lejos», entonces hay límites claros para lo que, incluso la mejor de las teorías, pueda predecir. Esto no significa que los acontecimientos históricos sean ininteligibles, o auténticos milagros, sino que el proceso que lleva a un «giro abrupto de la historia» a menudo puede entenderse solamente a través de la reconstrucción retrospectiva, como hizo Lenin cuando pretendía entender la Revolución de Febrero después de que le hubiera tomado, como a todos, por sorpresa.

En lo que pasa por ser el pensamiento contemporáneo, semejante reconocimiento de lo que Merleau-Ponty llamó la ambigüedad de la historia, conduce normalmente a eludir la acción política y a la contemplación pasiva de las ironías producidas por un mundo social infinitamente complejo. Este no fue el caso de Lenin: la propia impredecibilidad de la historia hace necesario que intervengamos para darla forma. En ¿Qué hacer? (1902), Lenin responde a la afirmación de que las cosas son demasiado complicadas para que la organización revolucionaria centralizada que propone pueda hacer avanzar al movimiento socialista en Rusia, con la conocida metáfora del eslabón clave de la cadena:

Cada una de las cuestiones «recorre un círculo vicioso» porque la vida política en su conjunto es una cadena sin fin formada por un infinito número de eslabones. Todo el arte de la política se reduce a encontrar y agarrar tan fuerte como se pueda el eslabón que menos pueda ser arrancado de nuestras manos, el que en un momento dado es el más importante, el que por encima de todo garantiza a su poseedor la posesión de toda la cadena20.

Pero la intervención política no es un salto a ciegas en la oscuridad. Se necesita un cuidadoso análisis para identificar el eslabón clave, el que supone la comprensión de «toda la cadena». Por ello Lenin, después de la Revolución de Febrero, hablando de «la situación política real», dice que «primero debemos esforzarnos por todos los medios en definirla con la mayor precisión objetiva posible de forma que las tácticas marxistas puedan estar basadas sobre la única base sólida posible: la base de los hechos»21. «Los giros abruptos de la historia» puede que sean impredecibles, pero de ahí no se deduce que las circunstancias que los producen no posean ciertos contornos fundamentales que un análisis teórico puede identificar correctamente para guiar la intervención política.

En el otoño de 1917, cuando Lenin bombardeaba al comité central bolchevique con cartas en las que pedía la organización de la insurrección, sus argumentos se basaban en un análisis del equilibrio de fuerzas con el telón de fondo de una situación militar y económica que se estaba degradando con rapidez. Este análisis concluía con la predicción de que, si los bolcheviques no tomaban el poder rápidamente, la clase dirigente intentaría destruir la revolución, ya fuera con un golpe militar, como el intentado por el general Kornilov en agosto de 1917, o dejando que el ejército alemán tomara Petrogrado. «La historia no perdonará a los revolucionarios por andar con dilaciones cuando podían alzarse con la victoria [...] mientras se arriesgan a perder mucho mañana; de hecho, se arriesgan a perderlo todo», escribía el 24 de octubre al borde de la sublevación bolchevique22. Así, la situación política tiene una determinada estructura que puede desvelarse mediante análisis; al mismo tiempo, en contra de las interpretaciones fatalistas del marxismo, hay más de un resultado posible para las situaciones; y, finalmente, el que prevalece depende en parte de las acciones de los propios revolucionarios.

Desde luego, cualquier evaluación del equilibrio de fuerzas puede resultar ser por lo menos parcialmente equivocada. Desde esta perspectiva es desde donde debemos interpretar su cita sobre Napoleón, «On s’engage et puis… on voit