Letonia hasta en la sopa - Mercedes Cebrián - E-Book

Letonia hasta en la sopa E-Book

Mercedes Cebrián

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Beschreibung

Una residencia literaria en Letonia es el punto de partida de esta crónica tan ágil como reflexiva en la que la escritora española Mercedes Cebrián trata de entender el porqué de lo que come la gente en un lugar determinado del mundo. Ir por el mundo con las gafas culinarias puestas convierte el acto de cocinar, el de comer, e incluso el de comprar comida, en un estudio del alma humana. Desde esta perspectiva narra la escritora Mercedes Cebrián su viaje invernal a Letonia, un país que suele salir movido en las fotos por su compleja historia como miembro de la antigua URSS y, actualmente, de la Unión Europea. Todo libro es un intento de entender una realidad, en este caso, el porqué de lo que come la gente en un lugar determinado del mundo. En ello indaga esta crónica tan ágil como reflexiva que, en primera persona, analiza desde la curiosidad los encuentros y desencuentros que se producen al juntar a un grupo de europeos en una cocina compartida de una residencia literaria.

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Seitenzahl: 100

Veröffentlichungsjahr: 2024

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LETONIAHASTA ENLA SOPA

MERCEDESCEBRIÁN

 

 

Letonia hasta en la sopa

de Mercedes Cebrián

Primera edición: febrero de 2024

Colección: Hojas de col, 3

© 2024, de los textos, Mercedes Cebrián

© 2024, de los dibujos, Mercedes Cebrián

© 2024, Col&Col Ediciones

Corrección ortotipográfica: Aurelia Duchemin

Dirección editorial: Lakshmi Aguirre

Diseño de la colección: Karakter Studio

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-19483-37-9

THEMA: W WB

Producción del ePub: booqlab

www.colandcol.com

Sobre la autora

La escritora Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) ha publicado el libro de memorias sobre música y gastronomía Cocido y violonchelo (Literatura Random House 2022), así como tres poemarios, Muchacha de Castilla, Malgastar y Mercado común (La Bella Varsovia), y las novelas El genuino sabor y La nueva taxidermia (Literatura Random House), entre otros títulos.

Sus relatos, poemas y ensayos han aparecido en Letras Libres, The Indian Quarterly, Poetry London, Gatopardo, Modern Poetry in Translation y Diario de Poesía. Colabora asiduamente con la revista Letras Libres, con los suplementos El Viajero y Babelia de El País y Cultura/s de La Vanguardia. Tiene una columna mensual de gastronomía en el diario The Objective.

Ha sido escritora residente en la Academia de España en Roma (2006-2007), en el Civitella Ranieri Center de Italia y en el museo MALBA de Buenos Aires. Tiene un Máster en Estudios Hispánicos (Literatura y cine) por la Universidad de Pennsylvania (EE. UU.) Durante 2018 fue editora invitada del sello Caballo de Troya (Penguin Random House).

 

 

En un cruce de calles, me topé con un Lenin de granito en pleno saludo. Era el camarada Vladímir Ilich Lenin quien había cocinado el guisote amargo y repugnante que desde hacía más de medio siglo millones de personas se veían obligadas a tragarse. Yo misma había nacido en aquel guisote y en él tendría que morir.

NORA IKSTENA, Leche materna

 

 

Letonia, Estonia y Lituania: así las dice mucha gente, las tres seguidas, como si recitasen de carrerilla los nombres de los Reyes Magos o de las tres carabelas. ¡Así que te vas a Lituania el mes próximo! ¡Pásalo bien en Estonia! O incluso: ¿qué vas a hacer tanto tiempo en Laponia? Eso escucho a mi alrededor cuando digo que voy a pasar el mes de diciembre en una residencia para escritores de Letonia, la república báltica que justamente se les suele olvidar cuando solo mencionan una del trío.

Las residencias para escritores y traductores las debió de crear alguna divinidad: consisten en permitir que pases tiempo en un lugar lejos de tu casa –ese detalle es esencial– proporcionándote una habitación propia con baño también propio, algo que Virginia Woolf no mencionó, pero que es tan importante como lo primero. La residencia letona donde viviré tres semanas se llama Ventspils House y toma su nombre de la ciudad donde se encuentra, Ventspils, junto al mar Báltico. En algunas de estas residencias, las más lujosas, alguien les prepara la cena a los escritores. En esta nadie se encarga de nuestra alimentación, así que la cocina será uno de los espacios donde coincidiremos los residentes, como en un inmenso piso compartido. Sé que habrá dos traductores ucranianos: la institución los recibe con particular hospitalidad en este 2022 en el que sufren la invasión de Rusia.

Tengo una mañana entera para pasear por Riga antes de tomar mi autobús para Ventspils. Seis grados bajo cero son una excusa inmejorable para comer abundante, y a eso voy tras conocer el centro histórico de la ciudad, que presume de haber formado parte de la Liga Hanseática en el pasado y de integrar la lista de lugares patrimonio de la humanidad en el presente, gracias a sus edificios art nouveau. Diría que me apetece probar la comida eslava, pero estaría incurriendo en imprecisiones: Letonia es un país báltico, de religión luterana. Prefiere su influencia alemana a la mano larguísima y atenazante de Rusia, la vecina que nunca se sabe por dónde saldrá. A una parte de la actual Letonia, durante un tiempo, se la dividieron entre Polonia y Suecia, pero eso sucedió entre los siglos XVI y XVIII, y no queda nadie vivo que lo recuerde.

Llegar a Letonia es una lección de geopolítica: eslava no es, y eso se nota en su idioma, que no se parece a ningún otro de Europa salvo al de su vecina Lituania. Pero, al mismo tiempo, tira tanto de ella su pasado soviético que esta muchacha snob que viene de la península ibérica fantasea con festines de blinis, pelmeņi y varéniques, cuando, por lo visto, la alimentación del país se centra más bien en las patatas, la carne y los pescados ahumados. Lo que sí comparte con otros países limítrofes como Bielorrusia y la propia Rusia es el trigo sarraceno (griķi, se llama en letón), y no sé si mucho más.

Sea como sea, yo estoy preparada para cualquier tradición culinaria que incluya algo reconfortante con lo que combatir el frío, y me da la impresión de que aquí saben mucho al respecto.

El desayuno-buffet del hotel donde he pasado la noche me ha dado bastantes pistas acerca del panorama culinario letón, pues la comida es tan legible como un texto con buen cuerpo de letra, en Helvética o Times New Roman tamaño 16. Somos niños ante un buffet, ese parque de atracciones de la comida con el que, por milagro, la pandemia no logró acabar. Al verlo, perdemos el sentido de la mesura que con tanto esfuerzo nos inculcaron tanto en casa como en el colegio y nos lanzamos de cabeza sobre él.

No sé si me influyeron la iluminación dura del salón de desayunos, su decoración profusa y desnortada, sus muebles de melamina o los modales engullidores del huésped de la mesa de al lado, pero sorprendentemente, nada de lo que veía ante mí me seducía lo suficiente. Con la vista sí me lo llevaba al plato, pero mi mano izquierda no llegaba ni a hacer el gesto de agarrar el cucharón para servirse. Un guiso llevaba pepino con maíz, repollo y pimiento rojo; otro parecía cercano a una ensaladilla rusa. Destacaba por su tamaño la tortilla de zanahoria y brócoli inserta en un gran molde metálico, con ínfulas de quiche. Y había salchichas hervidas de las que yo llamo por defecto de Frankfurt, con su inconfundible vapor ahumado que sube hasta la nariz y abre todos los poros. Al lado estaban los huevos revueltos, y en otro de los recipientes metálicos reaparecían la zanahoria y el brócoli reunidos esta vez en un salteado con coliflor. También había champiñones en salsa de crema y a la entrada te invitaban a una copa de prosecco. El comedor abría a las siete y media de la mañana. Mi paseo matinal por Riga me puso la nariz tan colorada como la del reno Rodolfo, uno de los que tira del trineo de Papá Noel. Como la mente y el cuerpo humanos son bastante previsibles, ante el frío, lo que quise hacer fue ponerme a cubierto y comerme una sopa, que funcionó como indicio de lo que serían mis días aquí. Tras dudar si entrar en un restaurante ruso, que estaba vacío, ya fuese por la guerra contra Ucrania o por la mala fama de sus platos, encontré un restaurante turístico de comida letona en la calle Kungu iela, aunque escribir iela después de calle sea redundante, pues ambas palabras significan lo mismo. El ambiente acogedor del local me invitaba a entrar. Si me hubieran dicho que era una fonda bretona o tirolesa, me lo habría creído, pues el interiorismo e iluminación cálidos eran los característicos de cualquier lugar europeo de clima desapacible. La ornamentación incluía pequeñas barricas de vino o licor, como si el restaurante fuese un gran perro san Bernardo destinado a reconfortarte con sus viandas y bebidas.

Pedí una crema de guisantes tan, pero tan típica que no venía servida en un plato hondo sino en una hogaza de pan de centeno parecida a un champiñón de tamaño descomunal, de los que harían ganar al agricultor que lo cultivase la medalla de oro en una feria rural. ¿Quién se cree que los letones comen habitualmente en esas vajillas de pan, malgastando una hogaza por cada sopa ingerida? Nadie, pero aun así la llegada de la hogaza-cuenco a la mesa es una sorpresa simpática, que poco después se torna aparatosa, como si te obligasen a comer con una chistera calada en la cabeza. La crema no era de color verde, sino amarillenta. Después aprendí que en Letonia hay guisantes de varios colores, incluso unos grises, enormes, que se comen por Navidad con panceta y se llaman pelēkie zirņi.

Ya estoy en Ventspils, ciudad de treinta y cinco mil habitantes y siete grados bajo cero en el exterior, lo que se traduce en cuatro gatos por la calle y un trenecito navideño que da incesantes vueltas por el centro con seis pasajeros de media, entre niños y adultos, en cada trayecto. La arteria comercial de la ciudad la tengo bajo mi ventana: se llama Annas iela y es una minúscula calle Preciados (ese es mi principal referente de calle peatonal navideña, la de Madrid), con adornos festivos que cuelgan de lado a lado, diseñados por los estudiantes de una escuela de arte local. No puedo decir que sea una calle muy transitada, pero algo de movimiento tiene, gracias a su cajero automático, a su tienda de lanas y a otra de velas, mieles, jabones y demás productos que ayudan a sentirse bien en casa, espacio donde los habitantes de la ciudad pasan muchos ratos.

Mi ventana da también a la plaza de la iglesia, donde han instalado un árbol de Navidad de gran tamaño con cajas de cartón rojas a sus pies que simulan ser regalos. Desde aquí veo el Rātsgalds, un restaurante instalado en una casa enorme. Su nombre en letón quiere decir ‘ayuntamiento’. La nieve cubre por completo las sillas y mesas de hierro de su terraza, que siguen ahí fuera con la esperanza de poder usarse pronto.

Por suerte, Europa del Norte se hizo con reservas de gas para este invierno en guerra y las casas de Ventspils están muy bien caldeadas. Infinitamente mejor que la mía de Madrid, diría. Para facilitar que se derrita la nieve, son frecuentes los tejados a dos aguas, algo que imitamos en la arquitectura del sur de Europa, más bien como ofrenda para ver si el Dios de la Nieve se anima a dejar caer algunos copos.

Lo primero que hago tras instalarme en mi habitación es ir al supermercado más cercano a comprar provisiones básicas. Es una de las sucursales más pequeñas de la cadena Rimi, muy implantada en Letonia. Por eso le añaden el calificativo express, que siempre ha sido sinónimo de para unas prisas. A pesar de ello, tiene más productos de los que esperaba. De hecho, podría vivir comiendo solamente los alimentos que venden en el Rimi Express y no se hundiría el mundo: mandarinas y aguacates de buena calidad y a un precio nada escandaloso, pues por algo estamos en el mercado común europeo. También hay pollo, huevos, queso emmental y salmón ahumado. Y un pan integral que inevitablemente asocio con Centroeuropa: bien oscuro, casi dulzón de sabor por la melaza o el extracto de malta que lleva, capaz de opacar sin piedad el sabor de un jamón de bellota si se lo propusiese. Vaya baile geográfico tengo en lo que respecta a la comida: por momentos creo que estoy en Europa Central, otros en Europa del Norte y, muy a menudo, en Europa del Este. La globalización y la deriva postsoviética del país no me lo ponen fácil. Mi paladar, que vive de clichés, sigue intentando situarse.