Letras de la Nueva España - Alfonso Reyes - E-Book

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Alfonso Reyes

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Beschreibung

Dividido en una introducción y siete capítulos, este ensayo recorre la historia de la literatura escrita en nuestra tierra desde la "Poesía indígena" hasta "La era crítica" de los siglos XVIII y XIX. Autores, obras, contextos y comentarios críticos hacen de su lectura una deliciosa revisión del desarrollo de nuestras letras a lo largo de cuatro siglos.

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ALFONSO REYES

Letras de la Nueva España

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA DE BOLSILLO

Alfonso Reyes

Letras de la Nueva España

Primera edición (SEP), 1946 Segunda edición (FCE-Tierra Firme), 1948 Tercera edición (Obras completas), 1960 Cuarta edición (Colección Popular), 1986 Quinta edición (Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2007 Primera edición electrónica, 2013

D. R. © 2007, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1679-1

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

PROEMIO

INTRODUCCIÓN: POESÍA INDÍGENA

I. LA HISPANIZACIÓN

II. LA CRÓNICA

III. TEATRO MISIONARIO

IV. EL TEATRO CRIOLLO EN EL SIGLO XVI

V. PRIMAVERA COLONIAL (XVI-XVII)

VI. VIRREINATO DE FILIGRANA 
(XVII-XVIII)

VII. LA ERA CRÍTICA (XVIII-XIX)

BIBLIOGRAFÍA SUMARIA

NOTAS ADICIONALES

CRONOLOGÍA

PROEMIO

En el volumen de varios autores México y la cultura (Secretaría de Educación Pública, 1946), apareció la primera versión de este ensayo, bajo el título Las letras patrias, seguido de una segunda parte que abarca de la Independencia a nuestros días, debida a la pluma de don José Luis Martínez. Al recoger aquí la parte relativa a las letras de la Nueva España —y esperamos que el señor Martínez no tardará mucho en publicar a su vez separadamente las páginas con que él contribuyó al conjunto y que actualmente ha puesto otra vez en trama, sometiéndolas a una nueva y profunda elaboración—, hemos conservado, con leves redibujos, el capítulo I, “Poesía indígena”, a manera de introducción, y hemos añadido los capítulos siguientes: I, “La hispanización”; II, “La crónica”; III, “Teatro misionario”; IV, “El teatro criollo en el siglo XVI”. Como consecuencia, el antiguo capítulo II, “Primavera colonial (XVI-XVII)”, pasa a ser capítulo V y ha sufrido muchas modificaciones. De allí en adelante, salvo los inevitables retoques que siempre se ofrecen a la relectura de las propias obras, se conserva más o menos la versión primitiva.

Aunque hago al pie de las páginas algunas referencias indispensables, reconozco una deuda general para con la crítica mexicana contemporánea, y me remito a la sumaria bibliografía final, ordenada por don José Luis Martínez.

A. R.

INTRODUCCIÓN: POESÍA INDÍGENA

1. LA LITERATURA española, bajo sus formas populares, las más prendidas al coloquio, las menos prendidas al alfabeto, entró a México por boca de los mismos conquistadores: proverbios y romances que Hernán Cortés y sus tenientes se cambiaban de caballo a caballo. Dos o tres pasajes de Bernal Díaz del Castillo representan esta hora simbólica. Ya es Cortés que dice a Juan de Escalante: “¡Cabra coja no tenga siesta!”, disponiéndose a averiguar en persona qué destino trae cierta nave surta en aguas de la Villa-Rica. Ya es Hernández Puertocarrero que, a la vista de San Juan de Ulúa, evoca el romance de Calaínos.

—Cata Francia, Montesinos;

cata París la ciudad;

cata las aguas del Duero,

do van a dar a la mar—,

y a quien, entendiéndole la intención, contestaba Cortés:

Dénos Dios ventura en armas

como al paladín Roldán…

Ya es el bachiller Alonso Pérez que, después de la Noche Triste, oyendo suspirar a Cortés que contemplaba desde lo alto del templo de Tacuba la recién abandonada ciudad de México, le reprochaba suavemente: “Señor Capitán, no esté vuestra merced tan triste, que en las guerras estas cosas suelen acaecer, y no se dirá por vuestra merced:

Mira Nero, de Tarpeya,

a Roma cómo se ardía…”*

Poco después, España nos enviará su literatura renacentista, cuyo acre verdor pronto se ablanda en la dulcedumbre petrarquizante y se sobresalta en las desazones estéticas del Siglo de Oro.—Y México ¿qué literatura autóctona poseía?

2. Hay una poesía indígena perdida en mucha parte, como enlazada con una civilización que el conquistador reprimía de caso pensado, confundida con un material religioso que el misionero tenía el encargo de expurgar, entendiéndolo como gentil y diabólico, y mal preservado en la tradición oral, puesto que el jeroglifo no podía preservarla como la partitura es capaz de preservar la música, y la escritura fonética apenas se ensayaba.

La gente conquistadora ¿qué había de cuidarse de respetar los documentos de aquella vetusta poesía, cuando los mismos tlaxcaltecas, aliados del invasor, dieron fin a los archivos de Texcoco y Tenochtitlán? Ella, transmitida de boca en boca, tal vez se refugia en los rincones más inaccesibles; huye o se disimula entre los últimos vates y sacerdotes, que más bien ocultan su jerarquía; asume aires de conspiración y desaparece poco a poco. Sus últimos ecos expresan el terror ante los hombres blancos y barbados, la pólvora, los corceles. El soldado no era folklorista ni erudito. El misionero era, al menos, caritativamente curioso. Pero toda la piadosa comprensión de un Sahagún o la un tanto desconcertada de Durán no bastaban para detener el derrumbe histórico, ni tampoco se lo proponían.

Así, restaurada a posteriori y cuando ha dejado ya de existir, como quien revela las letras borrosas de un palimpsesto; retocada a veces; otras, estropeada al ser reducida al alfabeto; mezclada de textos auténticos, anteriores a la conquista, y de textos tardíos; ora reconstruida hipotéticamente por cuanto a sus asuntos; ora consciente o inconscientemente contaminada por el bagaje humanístico o bíblico del fraile que la recogía en los labios de sus azorados catecúmenos, ella ha dejado, sin embargo, reliquias de inconfundible aroma añejo, que acusan una estética y una ideación no europeas y que permiten apreciar su sabor.

Pertenece tal poesía a la etapa mítica de la mente —idea implicada en la emoción— que Vico ha llamado “la mente heroica”. Corresponde a aquella “barbarie” de que ya hablaba Baudelaire en las geniales anticipaciones de L’Art Romantique, ejemplificándola con el arte mexicano, el egipcio y el ninivita: no barbarie por deficiencia, sino barbarie que, en su orden, alcanza la perfección, entre infantil y sintética; que domina los conjuntos bajo una visión subjetiva y fantástica; que es casi palpación en el asedio realista de los pormenores, a través de sinonimias y difrasismo, y todavía anterior y ajena al sentido de la personalidad envolvente.

Los poemas conservados en lengua indígena se desarrollan en estrofas irregulares, versículos y grupos esticométricos, pies rítmicos sin cuenta silábica (a menudo, para el náhuatl, trocaicos), paralelismos o balanceos de vocablos, frases y periodos, recurrencia de estribillos. Se los recitaba y salmodiaba, se los acompañaba de música, danza y escenario de pantomima.

3. Esta poesía, toda ella anónima, es fruto de dos distintas civilizaciones indígenas. Una es la civilización materna o medioamericana, tanto en aquella primera etapa fluvial que, aun antes de la Era Cristiana, durante unos cinco siglos, y cuando la mayor parte de Europa dormía su pesadilla prehistórica, se extendió de Chiapas a Honduras por las cercanías del Usumacinta, como en aquella segunda etapa de su misteriosa dispersión, hacia el siglo VI de nuestra Era, cuando, tras las “tribulaciones y emigraciones” —lenguaje de Toynbee—, la encontramos repartida entre Yucatán y la Guatemala montañosa. El abandono de la sede original o “alba” ¿fue efecto de catástrofes naturales, guerras, sobrepoblación, agotamiento del suelo, acaso epidemias? “¡Una civilización aniquilada por un mosquito!”, exagera Paul Valéry.

La segunda civilización indígena, filial y seguramente inferior a la otra, es la vagamente llamada mexicana. Se sitúa en nuestros altiplanos y abarca el náhuatl o azteca, el zapoteca, el tarasco, el otomí, etcétera.

Entre una y otra se ha roto el cordón umbilical, hay un hiato histórico, las separan vastos espacios y abismos de tiempo. La absorción de la cultura yucateca por los pueblos de la meseta mexicana pudo acontecer allá por los siglos XII a XIII. En una y otra etapa, los poetas, como los homéridas, seguirán añadiendo secularmente sus nuevos tributos al patrimonio hereditario: una nueva frase, un versículo más, una referencia complementaria. De suerte que, en las reliquias de tal poesía, se mezclan lo arcaico, lo posterior y lo moderno, de arduo discernimiento a veces. Y aparte de que cruce, de la una a la otra, la corriente subterránea que las enlaza —al punto que los mitos mexicanos se esclarecen a la luz de las cosmogonías meridionales—, es indudable que la unificación de la conquista, por irregular que haya sido, pudo crear entre ambas ciertas contaminaciones tardías y más o menos intencionales. Y esto, aun dejando ya de lado completamente las “locuras toltecas”, que decía el profesor Raynaud, acaso imaginadas, como las locuras pelásgicas de la antigüedad mediterránea, para relacionar el presente con un pretérito ya olvidado.

Al orden vetusto o medioamericano pertenecen —“Ramayanas y Mahabáratas de América”— el corpus bíblico del Popol-Vuh o Libro del Consejo, que muestra mayor pureza arcaica; los Libros de Chilam Balam, donde es más sensible la confusión de épocas, estilos, grafías; y otros documentos secundarios que complementan a los anteriores respecto al periodo ya histórico de emigraciones y poblamientos, o al último ocaso de la fábula. Tales son el Título de los señores de Totonicapan y los Anales de los Xahil. Escritos en distintas lenguas de la familia maya, alfabetizados desde mediados del siglo XVI —con acrecentamientos tardíos y aun interpolaciones del XIX— por ex sacerdotes y escribas que los redactaban sigilosamente según las versiones orales y los antiguos textos hieráticos y jeroglíficos, empiezan en la Creación y cubren hasta la época hispana, donde no pueden menos de penetrarse a veces de cristianismo. Las distintas épocas y fases se proyectan en un solo plano.

Al orden mexicano pertenecen himnos, cantares, epigramas y prosificaciones incrustadas en las crónicas castellanas, de los más variados asuntos, sacros, heroicos y profanos.

4. La arqueología dista mucho de haber agotado sus sorpresas. Todavía, mientras se redactaba este ensayo, la zona mexicana daba de sí las pinturas del Paraíso de Teotihuacán (1942), y poco después, en la zona maya, las pinturas de Bonampak acaban de deslumbrar al mundo (1946). Con respecto a la zona maya, todos saben algo de aquel calendario casi-juliano —anterior al de Europa—; de aquella cronología estupenda; de aquella astronomía familiarizada con las revoluciones y fases de los cuerpos celestes; de aquella numeración vigesimal que se adelantó a descubrir el “cero”; de aquella arquitectura monumental, florida y simbólica, tan excelsa como la del Nilo; de aquella sociedad fundada en el equilibrio de clanes, que pesaba sobre la población de esclavos albañiles y picapedreros. En proceso que va de la estela inscrita al manuscrito pintado, la escritura alcanza una etapa gráfica estimable, si inferior a la egipcia; y seguirá evolucionando hasta el “Alfabeto de Landa” en pleno siglo XVI.**

5. La Biblia India del Popol-Vuh o Libro del Consejo, poema en lengua quiché alfabetizado hacia 1554-1558, “que contiene pasajes evidentemente antiguos y presenta numerosos vestigios de antiguas poesías salmodiadas o cantadas, y a veces con bailables, muestra, como tantos otros documentos de la América Media (así en el drama-baile del Varón de Rabinal, inestimable joya en la corona literaria de Guatemala), un empleo muy frecuente y aun excesivo del paralelismo y el balanceo; y no sólo en las ideas, frases y periodos, sino también en los nombres propios —dioses, héroes, jefes, lugares— acoplados inútilmente en parejas, muchas veces de sentido igual o casi igual” (G. Raynaud). Estos nombres son de muy delicada traducción; si, en ocasiones, un miembro de la pareja explica al otro, en ocasiones también, cuando se da el traspaso de una lengua a otra, o por cualquiera otra circunstancia se olvida el sentido original, la incomprensión da lugar a todo un mito explicativo, al “cuento etiológico” de los mitólogos. Tampoco escasean los errores causados por la transcripción de ideogramas o fonogramas, y otros achaques habituales. Centón de versiones orales y textos hieráticos, pretender sacar de aquí una historia seguida todavía parecía a Max Müller cosa quimérica. La ciencia, con todo, logra al fin traslucir entre las nubes tornasoladas del Popol-Vuh una síntesis histórica. Véase, en tal sentido, la diáfana introducción que don Adrián Recinos —ilustre guatemalteco a quien la ingratitud de la política devolvió a las Musas— pone al frente de su recientísima y sabia traducción (1947). Aunque se ha pretendido atribuir la obra a un indio Diego Reynoso, las pruebas son endebles, por lo que “el famoso manuscrito tiene que seguirse considerando como un documento anónimo, escrito por uno o más descendientes de la raza quiché, conforme a la tradición de sus antepasados” (A. Recinos).

La primera parte trata del origen del mundo y creación del hombre; la segunda y más extensa narra hazañas de los héroes míticos Hunahpú e Ixbalanqué. Ha inspirado a los poetas alemanes; se la compara con el Ramayana por aquella mágica participación de los animales en los destinos humanos; con la Ilíada por la intervención divina en los combates terrestres; con la Odisea por las aventuras fantásticas o las escenas de apacible intimidad. La publicación de su primera versión en 1857 marca un nuevo rumbo en el estudio de las antigüedades americanas.

He aquí, pues, un laberinto de cosmogonía, teogonía y génesis humana; creación, no ex nihilo, sino arrancada, como entre los griegos, de alguna materia preexistente; antropocentrismo que junta en el pecho del hombre los doce puntos cardinales, según los tres cuadros concéntricos del cielo, la tierra y la infratierra; mezcla de religión, en que el sacerdote implora, y de magia, en que ordena y esclaviza al dios con la palabra; cábala de los números sacros; parangón del contraste egeo-helénico entre una creencia de los vencidos, popular, ctónica, algo perseguida, oculta en cavernas e impregnada de “nagualismo” (espíritu guardián y metamorfosis animales), y una creencia oficial de los vencedores, instituida en iglesia, y al cabo, menos resistente que la otra al embate del cristianismo, según todavía se comprueba en la brava supervivencia de los lacandones.

Comienza el poema enumerando grandiosamente los seres divinos y sus varias denominaciones; las tres únicas verdaderas diosas, las Madres —Abuela, Dadora de Monos y Virgen-Sangre, la Eva del sistema— acompañadas por “paredros” masculinos o dioses menores como en las mitologías egeo-asiáticas. Nos cuenta las genealogías de los Increados, Poderosos o Maestros Gigantes que, con ayuda de los Abuelos, van engendrando cielo y tierra, agua, plantas, animales y, al fin, los astros (la luz ya existía desde antes); y que, necesitados de plegarias y presentes, sustento espiritual y físico que mal podrían darles los animales, intentan al fin plasmar a los humanos.

La tarea adelanta entre peripecias sin cuento, guerras sobrenaturales, Gigantomaquias de los descendientes divinos con los Espíritus de la Desaparición —simbolizadas en los desafíos del Juego de Pelota—, ecos de cataclismos y aun de guerras entre las tribus, congregación de energías vitales, rayos y truenos. Pero todo ello, en vez de entes humanos, apenas produce brutos y simios.

Al fin, vencidos por los Magos Luminosos todos los Demonios Sombríos, vencidas las Tinieblas, se descubre al Rey de los Cereales, el Maíz, que incorporado en la carne viva, hace al hombre, al agrícola, al maya-quiché, contrapuesto al bárbaro y selvático.

Pero antes de llegar a este acierto, han acontecido algunas calamidades. Los Abuelos habían engendrado a unos Mellizos, cuyo primogénito, a su vez, engendró en una vaga diosa a dos Artistas. Los cuales, reducidos a Dioses-Pitecos, serán, entre otros pueblos de categoría inferior, los sumos patronos de las artes. Durante el combate de pelota en que las divinidades de la Desaparición son “descalificadas” por haber incurrido en faltas, el primogénito de los Mellizos ha tenido tiempo de unirse a la Virgen-Sangre, hija de los lugares penumbrosos, quien concibe una descendencia. Escapa Sangre a las maldiciones paternas, vence pruebas y peripecias, llega a la tierra y se hospeda en el país de los Artistas, donde da a luz dos nuevos Magos —Brujo y Brujito— que, hostigados por la envidia de sus mayores, los metamorfosean en monos, y éstos escapan a la selva.

Por orden de los dioses supremos, los Magos combaten y derrotan al falso dios Guacamayo, que pretendía ser el Sol y la Luna y es posible residuo de las luchas religiosas entre quichés y yucatecos anteriores al siglo VI. Cumplida esta hazaña, atacan a dos divinidades terrestres que son sus hijos: el Pez-Tierra y el Titán-Terremoto. Aquí se intercalan episodios de la lucha entre el Pez-Tierra y ciertos entes que serán las Pléyades, y otros sucesos complicados.

Sobreviene otro desafío de pelota, otra Titanomaquia entre los Jefes del Lugar de la Desaparición y los Dioses Magos, y la alianza, como en el Ramayana, entre los Magos y los Animales, con quienes aquéllos se cambian la sacra Palabra de la Jungla. Y como, además, los nombres de los jefes adversos han sido descubiertos, apoderándose de tales nombres resulta fácil derrotarlos. Pero antes deben dejarse matar, o bien fingirlo, “ritos de pasaje” indispensables para que pueda darse el retorno de la Desaparición a la Vida. Y entonces transforman a los vencidos en Dioses de la Muerte y la Desgracia, subordinándolos para siempre a las divinidades del cielo.

De paso, se nos revelan las prescripciones necesarias para escapar al aniquilamiento absoluto, pues hay que saber morir rectamente si hemos de salvar el arco de ultratumba —verdadero Libro de los Muertos comparable al ritual de Osiris—, y también se nos dan a conocer algunos festejos y danzas de los “naguales”. Resuelto ya definitivamente el combate entre la Luz y las Tinieblas, los Magos suben al cielo metamorfoseados en el Sol y la Luna.

Y pasamos de la teogonía a la leyenda, preludio de la historia. También aquí, como en Grecia, las hazañas divinas quedan relegadas a un pasado anterior al tiempo, el “tiempo arqueológico” de Picard. Los dioses ya no obran por sí, obran a través de los héroes intermediarios, semidioses o protectores nacionales: Volcán, Sembrador y Pluvioso. Surgen cuatro héroes, seres gigantescos y muy sabios, que los dioses sus creadores, celosos, reducen gradualmente a la dimensión de jefes, sacrificadores titulados, capitanes de emigraciones. Ellos conducen a las tribus, tal vez según el camino del sol; viven por varias generaciones; pelean con hordas salvajes; no siempre triunfan.

Interceptan este magno desfile los cuentos etiológicos sobre la invención del nacimiento, el don del fuego, el porqué de ciertos animales, fábulas ejemplares y castigo de soberbios, dioses tentados por las muchachas, el equívoco que explica los sacrificios humanos y otros temas universales del folklore.

Las guerras de tribus, sus disputas por los climas propicios, son ya prefiguraciones de la historia, humosas todavía de magia y leyenda. Así las visitas al Edén de Tula (no es la Tula mexicana) y las evocaciones de la Edad Áurea. Luego, rápidamente, pisamos el suelo ya real, y se enumeran las tribus, las familias o Grandes Mansiones, las capitanías y sacerdocios. En la voz del Popol-Vuh, celebran sus nupcias lo maravilloso y lo grotesco.

6. Los Libros de Chilam Balam son los códices yucatecos más importantes que se conocen. Se los supone redactados a lo largo de cuatro siglos, del XVI al XIX, o si se prefiere, retocados, y completan una veintena. El manuscrito más notable de este corpus apareció en Chumayel hacia 1850. Está adornado con profusión de dibujos. Es, en su mayoría, un texto místico, pero también toca hechos históricos, y también con toque todavía legendario. En él se esclarecen, o al menos se investigan, ciertos ciclos cronológicos llamados “Katunes”; y como acontece para otros documentos vetustos, los especialistas contraponen aquellas elasticidades del tiempo, visto a distancias seculares, que se dicen la Cuenta Mayor y la Menor. Los aparentes acertijos resultan ahora ser verdaderas fórmulas de iniciación mágica o religiosa. El contenido es heterogéneo. Los iniciados acumulaban allí cuanto sabían, como en preciosa arca secreta: desde las profecías del sacerdote Chilam Balam, hasta las noticias sobre plantas medicinales, la fauna regional, la ceiba totémica. Predominan las nociones míticas sobre los cuatro rumbos del universo —origen de las cuatro razas, amarilla, blanca, roja y negra—, y la preocupación de propiciar a las divinidades agrícolas. El estilo hace pensar a los críticos en los Upanishadas, el Atarva-Veda, “los nebulosos textos iranios”.

Pero, al parecer, nada merma, ni siquiera el evidente contagio con especies bíblicas o almanaques y lunarios de la moderna Europa (aun hay huellas de latinismo eclesiástico y profano), la importancia de los hechos históricos que el Chilam Balam deja traslucir. Las tribus parten de Tulapan, se acercan a Chichén, se trasladan a Champotón, regresan a su antigua morada, se encuentran con nuevos establecimientos, celebran confederaciones, conocen una era feliz con los tres monarcas hermanos de Chichén, padecen guerras intestinas, caen bajo la tiranía opresora de Mayapán, que al fin se derrumba (Landa cree poder fijar su caída en 1566). Vaivén secular apreciado bajo dimensión diminuta, como los movimientos de un hormiguero, y que procede a través de epidemias, plagas y huracanes. Y el puño español pone fin al despedazamiento anárquico, y Mérida es fundada a comienzos del 1542.

7. Los mayas, dueños de una música singular —trompetas y flautas, percutores y cascabeles, conchas de tortugas y el “teponaguaztli” de madera hueca y que corría varias leguas a favor del viento—, distinguían casi a nuestro modo los registros vocales (bajos, barítonos, tenores, contraltos, sopranos) y conocían unas danzas graves y otras livianas. Contaban con un teatro musicado y con bailables, el de los “ixtoles”, y otro de pantomima y recitación, en que los actores o “baldzames”, como en la incipiente comedia griega, se consentían burlas y sátiras contra los personajes presentes. Su cantor principal gozaba de sitio privilegiado en el templo. Los cantos remedaban al “zachic” o pájaro de cien voces, “zenzontle” mexicano. En el siglo XVI, Sánchez de Aguilar pondera sus farsas y admira su gracejo y su espíritu chocarrero, recomendando a la Iglesia que, en vez de prohibirla como se había intentado al principio, aproveche aquella vieja costumbre y le dé una aplicación más honesta, sustituyendo los temas gentiles con temas de utilidad religiosa.***

8. La poesía indígena de la zona mexicana —segundo orden o segunda civilización— tiene un género épico y un género lírico. Sus fuentes datan del siglo XVI: una veintena de himnos rituales, en náhuatl —los comunicaron a Sahagún diez o doce principales ancianos de Tepepulco—; unos poemas cuyo carácter poético y métrico no fue expresamente reconocido por los cronistas que se proponían aprovecharlos; las prosificaciones castellanas que éstos incorporan en sus crónicas (asunto sujeto a cautela, y en que sólo han de usarse los textos más dignos de confianza, porque Torquemada, por ejemplo, adaptó la vida de Nezahualcóyotl a la de David); y el Ms. de sesenta y dos Cantares mexicanos que custodia nuestra Biblioteca Nacional. El género épico cubre las tres principales regiones de Tezcoco, Tenochtitlán y Tlaxcala; el lírico, varias regiones de la Mesa Central.

9. La épica tiene un subgénero sacro —cosmogonía y teogonía, relación ritual del hombre con los dioses— y un subgénero heroico: monarcas, jefes y capitantes más o menos deificados por la leyenda. Ya se humaniza el tema sacro, ya el heroico se diviniza. Quetzalcóatl, mezclado de realidad y fábula como Pitágoras, es personaje histórico, aunque indeciso, y acaba convertido en astro y hasta interviene en la creación. A veces, ha acertado el viejo Evhemero. Su yerro consiste en querer tener siempre razón. Para él todos los dioses son meros príncipes y bienhechores, exaltados a lo sobrehumano por la adoración de la posteridad. Más cuerdo es decir que, en la etapa mítica de la mente, reina una suprema libertad poética para viajar entre cielo y tierra, sin plan alguno de gratitud histórica y por simple impulso imaginativo.

El subgénero épico-sacro cuenta con un material revuelto y abundante: mitos del Sol, la conocida leyenda de Los soles cosmogónicos, etc. Sobre un mosaico de residuos, el P. Garibay reconstruye un posible Poema de la Creación y un posible Poema de Tláloc y Xochiquétzal que sería de los más antiguos.

El subgénero épico-heroico ofrece un ciclo tezcocano, el más artificioso; un ciclo tenochca, sobrio y abundante; un ciclo tlaxcalteca, muy escaso, pero de carácter singular.

A Tezcoco corresponden un Poema de Quetzalcóatl, imagen radiosa y omnipresente; un Poema de Ixtlilxóchitl, gran novela, infausta historia del rey chichimeca, que los viejos, “no con pocas lágrimas”, recitaron al cronista su descendiente, don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, donde aparece el magnífico episodio de la “Muerte de Cihuacuecuenotzin”; un Nezahualcóyotl, fantásticas aventuras del joven rey, nutrido con raíces en su destierro montaraz, poeta solitario en mitad de la naturaleza y llamado a empuñar las riendas de tres naciones; unas Andanzas de Ichazotlaloatzin, y otros fragmentos.

A Tenochtitlán corresponden un nuevo Poema de Quetzalcóatl; un Poema de Mixcóatl, que puede ser parte o preliminar del anterior; una Peregrinación de los aztecas, documentada en códices, cantares indios y traducciones; un muy importante Poema de Huitzilopochtli cuya primera parte, relativa al nacimiento del dios, se conserva en náhuatl, y el resto, prosificado en varias crónicas castellanas; un Ciclo de Moctezuma Ilhuicamina, especie de Nezahualcóyotl atenuado; un Ciclo de Moctezuma Xocoyotzin, Moctezuma II, comenzado antes y terminado después de la conquista, y otros fragmentos.

A Tlaxcala corresponde un grupo de trozos poemáticos, tan sólo documentados en el cronista Muñoz Camargo, vástago de aquel pueblo.

10. En cuanto a la lírica, a menudo coral y destinada a ceremonias sociales —matiz épico todavía, tránsito semejante al de Píndaro—, recorre un amplio diapasón, desde el sentimiento religioso y colectivo, pasando por las efusiones personales, hasta el epigrama, propio colibrí de la poesía: “Uta japonés”, decía Urbina. Se la divide, más bien por rutina, en cuatro subgéneros: Canto de Águilas o de Guerra, laudes heroicos, fastos guerreros, estímulos al combate que el griego llamaría “embaterias”; Canto de Flores,