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La tensión sexual crecía sin parar… El primer encuentro entre Gracie O'Brien y Rocco de Marco, multimillonario y soltero de oro, fue memorable; él la vio robando canapés. Pero el segundo fue inolvidable… La inesperada visita de Gracie a su despacho era demasiado sospechosa… Él no podía creer en su inocencia. y la experiencia le había enseñado que era mejor tener a los enemigos cerca, hasta averiguar la verdad. Sin embargo, era muy difícil seguir enojado con la fascinante pelirroja… Ella le hacía sentir emociones que Rocco creía haber enterrado para siempre.
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Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Abby Green. Todos los derechos reservados.
LEYENDA DE PASIÓN, N.º 2183 - septiembre 2012
Título original: The Legend of de Marco
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0795-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
ROCCO de Marco miró a su alrededor y se sintió contento. Estaba en una habitación preciosa, en un museo muy prestigioso, en el centro de Londres. Había sido diseñado por un famoso arquitecto Art Deco en los años veinte y recibía la visita de millones de turistas que querían admirar sus espectaculares vidrieras.
La multitud también era exclusiva; políticos de alto rango, comentaristas de los medios de comunicación, celebridades de todo tipo y filántropos millonarios que controlaban los mercados de todo el mundo con solo levantar un dedo o arquear una ceja. Rocco, a sus treinta y dos años de edad, estaba en esa última categoría y por ello era el objetivo de todas las miradas. Un silencio especulativo se cernía sobre él; todos se preguntaban cómo había llegado a ser intocable en tan poco tiempo.
De repente se fijó en una rubia alta y elegante que estaba al otro lado del salón. Llevaba el pelo recogido en un moño clásico y sus ojos eran tan azules como altivos. Sin embargo, su expresión se suavizaba bajo la mirada de Rocco. Llevaba las mejillas cuidadosamente teñidas de colorete, pero el auténtico rubor no llegaba hasta ellas. Llevaba un rutilante vestido negro y, de alguna manera, Rocco sabía que era tan dura como los diamantes que brillaban sobre su pecho y en sus orejas. Ella sonrió y levantó su copa, mirándolo.
Una sensación triunfal recorrió a Rocco de pies a cabeza. Levantó su copa y la saludó también. La idea de cortejar a la distinguida señorita Honora Winthrop corría por sus venas como un delicioso néctar. Ese era el momento. Por fin estaba en lo más alto, por fin había llegado adonde siempre había querido estar, después de tanto esfuerzo. Nunca hubiera podido imaginar que se encontraría en esa situación; desempeñando el papel de anfitrión para una multitud como esa, formando parte de ella.
Por fin estaba lo bastante lejos de aquella infancia marginal vivida en una ciudad italiana; lejos de aquel niño salvaje, de la calle. Aquel niño no tenía salida. Su propio padre le había escupido en la calle y sus medias hermanas habían pasado por su lado sin siquiera mirarlo. Pero él se había abierto camino con uñas y dientes hasta llegar arriba, con agallas, determinación y una inteligencia avispada. Y hasta ese momento nadie conocía su verdadero pasado.
Dejó su copa vacía encima de la bandeja que sostenía un camarero, pero no la reemplazó por otra llena. Mantener la cabeza fresca era su primera regla de oro.
De pronto recordó aquel burdo tatuaje que había llevado durante años y que se había quitado. Había sido unas de las primeras cosas que había hecho al llegar a Londres casi quince años antes. Con solo pensar en ello, sintió un extraño cosquilleo en la piel.
Ahuyentó esos pensamientos y se dirigió con decisión hacia la señorita Honora Winthrop. Durante un breve instante sintió una claustrofobia repentina, pero consiguió controlarla. Estaba donde quería estar, en el sitio al que tanto le había costado llegar.
Se esforzó por poner su mejor cara. ¿Por qué tenía que esforzarse aún?
Rocco se molestó consigo mismo…
De repente reparó en una joven solitaria. Era evidente que no era tan llamativa o glamurosa como las otras mujeres. El vestido no le quedaba muy bien y su cabello era una masa vibrante de pelo rojo. Había algo indomable e irreverente en ella, algo que le llamaba poderosamente la atención.
Rocco olvidó su propósito inicial casi sin darse cuenta. No podía apartar la vista de aquella joven misteriosa. Antes de saber lo que estaba haciendo cambió de rumbo y se dirigió hacia ella.
Gracie O’Brien trataba de comportarse con indiferencia y desparpajo, como si estuviera acostumbrada a ser invitada a las fiestas más glamurosas en Londres. Pero era difícil… sobre todo para una camarera de bar. Ella estaba acostumbrada a la clase de sitios en los que los hombres le pellizcaban el trasero y le decían cosas desagradables. Apretó la mandíbula casi inconscientemente. Una licenciatura en Bellas Artes no servía para mucho en un mundo dominado por la economía, pero ella tenía un sueño. Sin embargo, por desgracia, para financiarse ese sueño tenía que ganarse la vida, comer y sobrevivir; algo difícil con un trabajo precario.
Gracie salió de esas reflexiones nocivas sacudiendo la cabeza. Podía arreglárselas con esos trabajos precarios. Podía mantenerse a flote y afrontar esa situación. Apretó con fuerza el bolso de fiesta contra el abdomen. ¿Adónde había ido Steven? Le había acompañado para hacerle un favor… Apretó los labios. La tensión se la comía en un entorno como ese… Y la preocupación que sentía por él también.
Hizo un esfuerzo por relajarse… La fiesta benéfica la organizaba todos los años la empresa para la que trabajaba su hermano, y se había convertido en un gran acontecimiento para él… De ahí sus cambios de humor y ese nerviosismo… Ambos tenían veinticuatro años y Gracie ya no podía seguir sintiéndose responsable de él… Ya no podía seguir cuidándole como había hecho toda la vida. Todavía llevaba las cicatrices de las peleas en las que se había metido para defenderle de algún matón… para proteger a su hermano pequeño, al que solo le llevaba veinte minutos.
Antes de abandonarles, su madre siempre le había recordado muy bien que su querido hijo había estado a punto de morir, mientras que ella, Gracie, había tenido la osadía de crecer más sana y fuerte que un roble.
«Me lo llevaría conmigo si pudiera. Él ha sido el único al que siempre quise. Pero está demasiado apegado a ti y no puedo hacerme cargo de un chiquillo malcriado».
Gracie reprimió la ola de emoción que la embargó de repente, la que siempre la invadía cuando recordaba aquel día. Suspiró al ver a su hermano a lo lejos. Su corazón se llenó de amor por él. Habían pasado muchas cosas desde aquel día, pero siempre habían velado el uno por el otro. La debilidad de Steven había sido tan grande que ni siquiera ella había logrado salvarle durante unos años, pero las cosas habían cambiado. Él había vuelto a la carga.
«Por favor, Gracie, de verdad quiero que me acompañes… Todos van a traer a sus esposas. No puedo desentonar. ¿Sabes lo importante que es haber conseguido un trabajo en De Marco International?…».
Y después había vuelto a ofrecerle el discurso de siempre acerca del magnífico Rocco de Marco; tanto así, que Gracie no había tenido más remedio que escucharle alabar a esa persona que no podía ser humana porque era demasiado perfecta. Y también le había escuchado porque había visto lo ansioso que estaba, y porque sabía lo mucho que había trabajado para lograr una oportunidad. Largas horas en la cárcel, estudiando, para sacarse el graduado y poder acceder a la universidad en cuanto saliera… El miedo constante de que pudiera recaer en las drogas…
Pero eso no había ocurrido. Por fin, su talento extraordinario y su inteligencia estaban sirviendo para algo. Estaba hablando con otro hombre. Mirándolo, nadie hubiera dicho que era su hermano. Steven era alto y delgado. Gracie medía poco más de metro y medio y su figura infantil siempre la había avergonzado. Era pelirroja, con pecas, ojos marrones; había salido a su padre irlandés. Otra razón por la que su madre la odiaba…
Hizo una mueca al ver que el vestido se le bajaba un poco más por el pecho, dejando al descubierto un centímetro más de piel en el escote… Nada del otro mundo. Se había comprado aquel vestido esa misma tarde en una tienda de segunda mano y ni siquiera se había molestado en probárselo. Un gran error… El vestido era por lo menos dos tallas más grande y le sobraba por todas partes.
Se cansó de esperar a Steven. Debía de estar demasiado ocupado. Le dio la espalda a la multitud y se subió el vestido. Se fijó en una mesa repleta de deliciosos platos llenos de canapés. De repente tuvo una idea.
Fue hacia aquellos exquisitos manjares… Y entonces sintió una voz a su lado.
–La comida no se va a acabar, ¿sabes? La mayoría de la gente que hay por aquí no ha comido en años.
Aquella cínica observación flotó en el aire por encima de Gracie. La joven se sonrojó violentamente y asió con fuerza el canapé que acababa de envolver en una servilleta para guardar en el bolso. Ya era el cuarto. Miró a su izquierda, de donde provenía la voz. Se topó con una inmaculada camisa blanca, una pajarita… Y entonces vio al hombre más apuesto que jamás había visto en su vida. El canapé se le cayó de la mano y fue a parar directamente al bolso. Se quedó embelesada, hipnotizada. Unos ojos oscuros brillaban en aquel rostro salvajemente hermoso. Gracie casi tuvo ganas de hacer una reverencia… Aquel desconocido desprendía un carisma escandalosamente sexual.
–Yo… –no podía hablar.
Se hizo el silencio.
–¿Tú…? –él arqueó una ceja, esbozó una media sonrisa.
La mirada de Gracie fue a parar a esos labios perfectos… Había algo tan provocadoramente sensual en aquella boca, como si estuviera hecha para besar, y solo para besar. Cualquier otra cosa hubiera sido un desperdicio.
Con la cara ardiendo de vergüenza, Gracie levantó la vista de nuevo hacia esos ojos negros. Era consciente de que aquel hombre era altísimo, el ancho de su espalda casi intimidaba. Tenía el pelo grueso y negro, con un mechón rizado que le caía sobre la frente. Le daba un aire travieso que no hacía más que mejorar aquellos rasgos duros y altivos. Aquel desconocido tenía un porte soberbio, regio. Llevaba las manos metidas en los bolsillos con desparpajo…
Gracia logró bajar los ojos por fin.
–La comida no es para mí. Es para…
Buscó una excusa desesperadamente y entonces pensó en qué diría Steven si la echaban de allí por ello. A lo mejor se había confundido del todo con aquel hombre… Volvió a mirarlo.
–¿Es de la seguridad? –le preguntó con prudencia.
Casi al mismo tiempo que las palabras salían de su boca, Gracie supo que debería haber guardado silencio. Transcurrió una fracción de segundo y él se echó a reír. El golpe de la vergüenza, saber que todo aquello le quedaba demasiado grande, la hizo responder con contundencia.
–Tampoco es para tanto. ¿Cómo iba a saber quién es?
El hombre dejó de reírse, pero sus ojos brillaron con un gesto divertido, despertando la ira de Gracie. Ella sabía que estaba reaccionando a ese efecto tan peculiar que él estaba teniendo en su cuerpo. Nunca se había sentido así antes. A pesar del calor que había en el salón, tenía la piel de gallina. Sus sentidos estaban más despiertos que nunca. Podía oír su propio corazón, latiendo estruendosamente… Y tenía calor, como si le estuvieran prendiendo fuego por dentro.
–¿No sabes quién soy?
Una gran incredulidad se dibujó en el rostro perfecto del desconocido… aunque en realidad, no lo era tanto. Gracie se fijó con más atención y se dio cuenta de que tenía la nariz ligeramente torcida, como si se la hubieran roto, y tenía diminutas cicatrices por una mejilla. También tenía otra cicatriz que iba desde la mandíbula hasta la sien, en el otro lado de la cara.
Gracie se estremeció un poco, como si hubiera reconocido algo de aquel hombre a un nivel muy primario e instintivo, como si compartieran algo… Absurdo. La única cosa que podía compartir con un hombre como él era el aire que respiraban. La pregunta de él la devolvió a la Tierra.
Levantó la barbilla.
–Bueno, no soy adivina. Y usted no lleva una etiqueta con el nombre puesto, así que ¿cómo voy a saber quién es?
Él cerró la boca y apretó los labios, como si intentara reprimir una risotada. Gracie, por su parte, tuvo que reprimir las ganas de darle un puñetazo.
–¿Quién es, si es que es tan importante que todo el mundo debería conocerlo?
Él sacudió la cabeza y se puso serio de repente. Gracie volvió a temblar. Había un brillo especulativo en su mirada. Detrás de aquel encanto sencillo se escondía algo mucho menos benévolo, algo oscuro, calculador…
–¿Por qué no me dices quién eres tú?
Gracie abrió la boca, pero en ese momento un hombre se interpuso entre ellos y se dirigió hacia el desconocido misterioso, ignorando a Gracie completamente.
–Señor De Marco, ya están listos para escuchar su discurso.
Gracie se quedó perpleja. ¿Señor De Marco? El hombre con el que acababa de hablar era Rocco de Marco… Tal y como Steven se lo había descrito, siempre se había imaginado a alguien muchísimo mayor, de estatura pequeña, gordo, siempre fumando un puro… Pero el hombre que tenía ante ella debía de tener treinta y pocos…
Cuando el que los había interrumpido se marchó, Rocco de Marco se acercó a Gracie. Su aroma la golpeó de inmediato; era almizclada, y muy masculina. Él extendió una mano y, todavía sorprendida, ella levantó la suya. Sin dejar de mirarla ni un segundo, él se inclinó y le dio un beso en el dorso de la mano… Nada más sentir el roce de sus labios en la mano, Gracie sintió que el corazón le daba un vuelco; la sangre empezó a correr más rápido por sus venas…
Él se incorporó y le soltó la mano. Ya no estaba especulando. Estaba siendo seductor, insinuante.
–No te vayas, ¿quieres? Todavía no me has dicho quién eres.
Y entonces, después de dedicarle una mirada abrasadora, dio media vuelta y se perdió entre la multitud. En ese momento Gracie pudo respirar de nuevo; le observó desde lejos. Era más alto que la mayoría y la gente se echaba a un lado a su paso para facilitarle el camino. Espaldas anchas, caderas estrechas… Perfección.
Era Rocco de Marco, hombre de negocios, millonario, una leyenda viviente… Algunos lo llamaban genio… Buscó a su hermano con la mirada y le encontró. Steven miraba a Rocco como si estuviera hipnotizado… Sin saber muy bien por qué era tan importante salir de allí, Gracie supo que tenía que marcharse. La idea de volver a vérselas con aquel hombre resultaba de lo más turbadora. Su falta de aplomo la avergonzaba. La piel enrojecida de las manos le picaba… Todo la gente que estaba en esa sala debía de saber quién era él; todos menos ella. Las joyas que llevaban las mujeres eran de verdad, no como las suyas, que eran poco menos que de plástico. Ese no era su lugar.
Pensó en lo que había ocurrido un rato antes. El hombre más importante de todos le había visto robando canapés y guardándoselos en el bolso. De repente se imaginó a su hermano Steven, presentándoselo… Se quedó blanca como la leche con solo pensarlo. Steven se iba a morir de vergüenza si Rocco de Marco decía algo. A lo mejor incluso tenía problemas. El sentido de la responsabilidad se apoderó de ella y entonces hizo lo único que podía hacer.
Huyó.
Rocco de Marco examinó el artículo que le habían dedicado en el suplemento de economía del periódico e hizo una mueca. La caricatura de su cara le hacía más masculino y siniestro. Pero cuando vio su foto junto a la bellísima Honora Winthrop, sintió una descarga de satisfacción. Sabía que hacían buena pareja, blanco y negro… La instantánea había sido tomada en la fiesta benéfica organizada por su empresa en el London Museum, la semana anterior. Aquella noche se había embarcado en una campaña con la que pretendía consagrar su lugar en la alta sociedad de forma permanente. Y eso solo se conseguía a base de seducción…
Su sonrisa se volvió dura y despiadada al recordar el entusiasmo de la señorita Winthrop; fácilmente hubiera podido llevársela a la cama… Pero hasta ese momento se había resistido a sus encantos. Esa noche había decidido que su objetivo sería casarse con ella y el sexo no podía arruinarle el plan. Su sonrisa se desvaneció cuando reconoció que no le había costado mucho esfuerzo resistírsele.
De repente, el recuerdo de una pelirroja pequeña y pizpireta se presentó en su memoria. La imagen fue tan vívida que le hizo levantarse de la silla en la que estaba sentado. Se detuvo frente a la ventana panorámica de su despacho, que ofrecía las mejores vistas de Londres.
Apretó la mandíbula, rechazando el recuerdo con contundencia. Después de dar aquel discurso, en vez de dirigirse hacia Honora, se había ido a buscar a aquella joven misteriosa directamente, pero ella había desaparecido. Todavía podía recordar lo mucho que se había sorprendido, indignado. Nadie, y mucho menos una mujer, huía de él de esa manera. En los quince años que llevaba fuera de Italia, jamás se había desviado de sus planes, siempre cuidadosamente forjados… Jamás… hasta ese día. Y ella ni siquiera era hermosa, pero tenía algo… Algo en ella había apelado a sus instintos más primarios.
Se había pasado casi toda la velada buscándola, sin dejar de pensar en ese encuentro fortuito. A esas alturas tendría que haber estado a años luz de aquella vida del pasado. Estaba a punto de subir el peldaño decisivo, el que le llevaría a la esfera más alta, al estrato más elitista, lejos del pasado.
Un tanto agobiado, Rocco se frotó la nuca. Ese momento de introspección tan intenso se debía al problema de seguridad que había habido recientemente en su empresa. Se había descubierto rápido, pero le había hecho abrir los ojos, le había hecho darse cuenta de lo peligrosamente complaciente que se estaba volviendo.
Había contratado a Steven Murray un mes antes, simplemente porque le había dado buenas vibraciones, lo cual no era una práctica habitual en él. Pero se había dejado impresionar por las ganas y la inteligencia del muchacho… Y algo en él le había recordado a ese joven emprendedor y luchador que una vez había sido. Su currículum no decía mucho, pero había decidido darle una oportunidad de todos modos.
Y Steven Murray se lo había pagado transfiriendo un millón de euros a una cuenta ilocalizable y se había esfumado de la faz de la Tierra. Solo habían pasado siete días desde la fiesta de la empresa… Fue como una bofetada en la cara, y le recordó que no podía permitirse bajar la guardia ni por un segundo.
Todos le darían la espalda si se mostraba como un empresario débil y vulnerable. Y si eso llegaba a ocurrir, Honora Winthrop lo miraría con desprecio y jamás aceptaría una proposición de matrimonio. Llevaba mucho tiempo teniendo el control absoluto y de repente le había dado por seducir a mujeres con vestidos de saldo y contratar a empleados por instinto. Estaba poniendo en peligro todo aquello por lo que tanto había luchado. El dinero le hacía poderoso, pero la aceptación social era lo único que podía mantenerle en el poder para siempre. Esa pequeña grieta que había aparecido en su armadura de hierro le preocupaba mucho. La gente ya empezaba a sentir curiosidad acerca de su pasado, y no quería darle ningún motivo a la prensa sensacionalista para que ahondaran un poco más en su pasado. Su equipo de seguridad no había logrado encontrar a Steven Murray… Pero no descansaría hasta que dieran con él para darle su merecido.
Rocco le dio la espalda a la ventana y agarró la chaqueta. El crepúsculo se cernía sobre la ciudad y todos los despachos estaban vacíos ya. Normalmente ese era su momento preferido para trabajar, cuando todo el mundo se había marchado ya. Le gustaba oír el silencio. Era reconfortante. Era algo tan distinto a esa ensordecedora cacofonía de la juventud. Justo cuando iba a salir del despacho, sonó el teléfono. Dio media vuelta y contestó. Escuchó lo que le decía la persona que estaba al otro lado de la línea y su cuerpo se tensó de inmediato.
–Que la traigan aquí –dijo, casi escupiendo las palabras.
Fue hacia el ascensor y vio cómo se iluminaban los números de las plantas. Alguien preguntaba por Steven Murray… Hubo una pausa cuando el ascensor se detuvo y, justo antes de que se abrieran las puertas, Rocco sintió que el corazón le daba un vuelco, como si algo importante estuviera a punto de ocurrir.
Las puertas se abrieron por fin… Ante él apareció una joven menuda vestida con una camiseta gris, unos vaqueros viejos y una especie de rebeca atada a la cintura. Una mata de pelo rojo recogido en una coleta le caía sobre un hombro, llegando casi hasta sus pechos. Tenía la cara pálida, con forma de corazón. Las pecas se le veían más que nunca. Sus ojos, enormes y marrones, tenían reflejos dorados y verdes.
No tardó ni una fracción de segundo en reconocerla. Sin saber muy bien lo que hacía, la agarró de los brazos y tiró de ella.
–¡Tú!
TÚ… –repitió Gracie con un hilo de voz–. ¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó, anonadada. Rocco tiró de ella y la sacó del ascensor. El corazón se le salía del pecho. Sus manos fuertes eran como cepos sobre sus pequeños brazos.
–Este edificio es mío –masculló él, taladrándola con la mirada–. Creo que la pregunta adecuada es por qué estás tú aquí… ¿Por qué buscas a Steven Murray?