Leyendas medievales - Herman Hesse - E-Book

Leyendas medievales E-Book

Herman Hesse

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Beschreibung

A lo largo de toda su vida, y antes de que comenzara a escribir leyendas sobre temas antiguos, Hermann Hesse ya se había ocupado detenidamente la tradición narrativa del medioevo alemán. En 1918 recopiló narraciones para una edición expresamente dirigida a los prisioneros de guerra alemanes. Pero fue en 1925 cuando tuvo la oportunidad de publicar una selección más extensa de Leyendas medievales de «aquella época fabulosa que creó, además de la brujería, el culto a la Virgen, además de salvajes facecias, la leyenda de Parsifal, además del arte de las máscaras de grotesca risa, las grandes catedrales góticas». Esta selección recoge por primera vez todos estos cuentos ilustrativos de la vida y del pensamiento de los siglos XIII a XV. «Su ropaje —nos dice el autor— es viejo, el contenido no es viejo ni nuevo, sino intemporal y siempre merece toda nuestra renovada participación, como todo lo humano la merece».

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Hermann Hesse

Leyendas Medievales

Hermann Hesse

LEYENDAS MEDIEVALES

Greenbooks editore
ISBN 978-88-99941-73-4
Edición Digital
Deciembre 2016
ISBN: 978-88-99941-73-4
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Indice

LEYENDAS MEDIEVALES

Introducción

Del «Dialogus miraculorum» de Caesarius de Heisterbach, versión alemana de Hermann Hesse

De un monje ingenuo que probó carne en un castillo, con lo cual recuperó todo el ganado para su convento

Castigo de un jugador que blasfemó contra la Virgen

El abad Pedro de Clairvaux y el caballero

Del caballero y el manzano

De la salvación del alma

De la desventaja del predicar

La penitencia del noble

Visita al infierno

Breve tentación

El falso Mesías

De la fe verdadera y de la creencia en los milagros

Hermann Hesse: Caesarius de Heisterbach

De las «Gesta Romanorum», según la versión de J. G. Th. Graesse

De la soberbia excesiva, y de cómo los orgullosos llegan a menudo a la mayor humillación

De la vida del santo Alexius, hijo del emperador Eufemianus

Eustaquius

Hermann Hesse: Las Gesta Romanorum

El viaje marítimo de Viena

Notas

LEYENDAS MEDIEVALES

Introducción

Los relatos de este libro provienen de dos fuentes medievales: el Dialogus miraculorum de Caesarius, prior del convento de Heisterbach, y las Gesta Romanorum. Yo mismo he traducido los cuentos de Caesarius; los de las Gesta Romanorum provienen de la traducción de Graesse, publicada en 1842.

El Dialogus miraculorum surgió en el siglo XIII. Caesarius murió alrededor de 1245. En realidad no es un libro de cuentos, sino de instrucción y devoción teológicas, escrito con la intención de enseñar a los jóvenes novicios. Las muchas historias breves intercaladas por el sabio sólo estaban concebidas como ejemplos e ilustraciones, y hoy día sobreviven al resto del contenido del libro y nos placen no sólo como bellas narraciones, interesantes y en parte excelentemente expuestas, sino también como fuente importante de la historia cultural de la Alemania de entonces.

Las Gesta Romanorum son un poco posteriores al Dialogus miraculorum. El manuscrito más antiguo que nos ha llegado de esta muy popular colección de cuentos proviene de Inglaterra, y es del año 1342. Los estudiosos no se han puesto de acuerdo acerca de si el libro surgió en Inglaterra o en Alemania; ya en época muy temprana encuentran traducciones tanto inglesas como alemanas del texto latino, con añadidos de todo tipo. Lo seguro es que las Gesta fueron durante más de dos siglos uno de los libros más leídos en Europa y que se hicieron traducciones a muchos idiomas.

Desde hace casi doscientos años nuestra formación ha estado enfocada por completo hacia la Antigüedad; nuestro pasado alemán y toda la cultura de la Edad Media cristiana han sido olvidados y desplazados de manera casi incomprensible; en ningún instituto alemán de enseñanza media se leía siquiera, además del latín ciceroniano, el latín eclesiástico, pese a que había sido durante siglos el idioma de la cultura de nuestros padres. Hoy día, cuando nuestra cultura aparece perturbada y sus fundamentos espirituales son sometidos a una nueva crítica desde muchos ángulos, se alzan entre nosotros (como ya sucediera, dicho sea de paso, cien años atrás, transitoriamente, entre los románticos) muchas voces a favor de aquel medioevo olvidado y despreciado. Del mismo modo que en las artes plásticas se han admirado nuevamente —y en parte se han redescubierto— las obras de la arquitectura y plástica románicas y góticas, comenzamos también a orientarnos lentamente en la literatura del medioevo monacal, y en ella, al igual que en el arte piadoso e íntimo de aquella época, hallamos la misma bóveda celestial y un mundo igualmente concebido en torno a un centro divino, la misma escala jerárquica de las cualidades y caracteres humanos. Existe una nueva juventud católica que se declara partidaria entusiasta de estos ideales. Libros de apasionada profesión de fe como Welt des Mittelalters (El mundo del medioevo), de Landsberg, y Folgen der Reformation (Consecuencias de la Reforma), de Hugo Ball, dan un vigoroso testimonio de este cambio.

Esta publicación no tiene la intención de actuar propagandísticamente a favor o en contra de esta nueva ola católica.

Cuando vuelvan a enfriarse las actuales temperaturas se demostrará que el renovado amor e interés por el arte y por la poesía medievales forman parte de lo bueno y duradero de esta ola espiritual.

Desde el comienzo del romanticismo, el espíritu moderno vuelve a mirar ávidamente una y otra vez hacia el medioevo y el gótico, hacia el ambiente de aquella época fabulosa, que ha creado, además de la brujería, el culto a la Virgen, además de salvajes facecias, la leyenda de Parsifal, además del arte de las máscaras grotescas, las grandes catedrales góticas… y para esto es imprescindible el conocimiento de Caesarius de Heisterbach. Del jardín de la literatura medieval surgirán aún varias sorpresas, pero ninguna de ellas será a un tiempo más original y típica que el Dialogus de Caesarius.

En Caesarius hallamos esa mezcla de aspiraciones entrañablemente nobles con un salvaje abandono, de apareamiento de lo diabólico con lo celestial, de moral escolástico-fanática desfigurada hasta la caricatura con sentimientos nobles y santos, mezcla ésta típica del espíritu medieval, del mismo modo que Caesarius fue sin duda un espíritu sumiso y obstinado, pero ferviente y puro, en cuyas exteriorizaciones y extravíos reconocemos con simpatía una parte típica de ser medieval alemán. Este hombre extraño fue a la vez un narrador tan excelente, que su manual dogmático de los milagros, precisamente el Dialogus miraculorum, se convirtió en sus manos en uno de los libros de cuentos más bellos y coloridos del medioevo alemán. (1911).

Durante toda la Edad Media, desde el siglo VI y a partir de San Benito, la mayoría de los conventos no fueron sólo lugar de práctica del ascetismo y del alejamiento del mundo, sino también patria de toda cultura, de toda sabiduría, de toda música, de la enseñanza escolar y del cuidado de los enfermos y menesterosos. (1941).

HERMANN HESSE

Del «Dialogus miraculorum» de Caesarius de Heisterbach, versión alemana de Hermann Hesse

De un monje ingenuo que probó carne en un castillo, con lo cual recuperó todo el ganado para su convento

C uando el abad cisterciense señor Wido fue enviado a Colonia para confirmar la elección del rey Otón contra su opositor Felipe, contó allí una divertida historia de santa ingenuidad.

«Una de las casas de nuestra orden —así comienza a narrar— estaba bajo el dominio de un hombre aristocrático y poderoso. El tirano, que no temía a Dios ni a los hombres, atormentaba el convento a menudo y de cualquier modo. Se llevaba lo que quería: trigo, vino y ganado, dejándoles a los monjes sólo lo que le venía en gana. Se había acostumbrado a ello como si fuera su derecho, y el convento, tras haberse quejado frecuentemente y en vano, ahora lo soportaba con suspiros y silencios. Y así fue que un día robó la mayor parte del rebaño y dio orden de llevarlo a su castillo. Al enterarse de esto el abad y los monjes, se irritaron no poco y se debatió mucho qué debía hacerse. Se decidió que uno de ellos, en lo posible el abad, fuera al castillo y le comunicara al malvado cuál era el pago seguro que le esperaba en el más allá. Pero el abad dijo:

»—No iré; no tiene sentido intentar persuadirlo.

»El prior y el administrador tampoco tenían ningún deseo de ir; entonces el abad preguntó:

»—¿Queda alguno que quiera ir?

»Todos callaron, pero uno, por impulso divino, respondió de inmediato:

»—¡Que vaya ese monje! —y nombró a uno muy anciano y de espíritu muy ingenuo. Se llama al monje y se le pregunta si quiere ir al castillo: él se aviene, y se le envía allá. Al despedirse del abad, le dijo con la gran inocencia de su corazón: »—Padre, si se me restituye una parte de lo robado, ¿he de aceptar, o no?

»El abad le contestó:

»—En nombre de Dios, acepta lo que puedas conseguir. Poco es mejor que nada.

»El monje partió. Llegó al castillo y le transmitió al tirano el encargo y pedido del abad y de los hermanos. Y puesto que la ingenuidad del justo, según Job, es una lámpara despreciada ante los ojos del malvado, el tirano dio poca importancia a sus palabras y dijo burlonamente:

»—Esperad, domine, hasta que hayáis desayunado; luego obtendréis la respuesta.

»A la hora del desayuno se le sentó a la mesa común y se le sirvieron las mismas comidas que a los demás, a saber, una buena ración de carne. El santo varón recordó las palabras de su abad y se sirvió cuanta carne podía, y comió como los demás para no ser desobediente; pues no le cabía sospecha que la carne tan abundantemente ofrecida provenía del rebaño de su convento. El señor del castillo estaba sentado junto con su esposa frente al monje y se daba buena cuenta de que el religioso estaba comiendo carne, por lo cual le llamó después de la comida y le preguntó:

»—Decid, buen hombre: ¿suele comer carne vuestra comunidad?

»—¡Jamás! —exclamó el monje, y aquél prosiguió preguntando:

»—¿Tampoco cuando estáis de viaje?

»El monje contestó:

»—No, no comen carne, ni dentro ni fuera.

»El tirano preguntó:

»—¿Y por qué habéis comido carne hoy?

»El hermano dijo:

»—Cuando el abad me envió aquí, me ordenó que no rechazara parte alguna que pudiera recuperar de nuestro ganado. Ahora bien, al verme movido a creer que la carne servida era de la nuestra, y como temía que no se me devolvería nada más que lo que pudieran apresar mis dientes, he comido por obediencia, para no volver con las manos totalmente vacías.

»Y puesto que Dios no rechaza al ingenuo, ni le da la mano al impío, el noble, conmovido por la ingenuidad o más bien exhortado por el Espíritu Santo que hablaba por boca del anciano, dijo:

»—Esperadme, que consultaré con mi esposa respecto de qué hacer con vuestro asunto.

»Se allegó a su esposa y le narró lo que había dicho el viejo, agregando luego:

»—Temo el pronto castigo de Dios, si ahora rechazo a este hombre tan simple y tan bueno.

»También la mujer sintió algo similar y dio una respuesta afirmativa. El noble regresó y le dijo al anciano:

»—Buen padre: a causa de vuestra santa ingenuidad, que me ha movido a compasión, quiero devolver a vuestro convento lo que queda de aquel ganado, y también quiero reparar cuanto pueda mis injusticias para con vosotros, y no mortificaros nunca más a partir de hoy.

»Ante estas palabras el anciano expresó su agradecimiento, regresó contento con su botín al convento y les llevó a sus sorprendidos hermanos la respuesta del poderoso. A partir de entonces vivieron en paz y aprendieron por ese ejemplo cuán grande es la virtud de la ingenuidad».

Tenéis aquí un ejemplo de cómo a veces una acción, que en otras ocasiones está prohibida, puede volverse luminosa y buena gracias a las buenas intenciones y a un corazón puro. En verdad el monje habría cometido un pecado al comer carne, si la ingenuidad no le hubiese disculpado. Y el final de la historia muestra que no sólo no cometió un pecado, sino que además su acción fue meritoria.

De la eficacia del ejemplo U n abad de la orden negra (benedictino), un hombre bueno y de conducta probada, tenía unos monjes muy caprichosos y descuidados. Un día, algunos de ellos se habían procurado diversos tipos de carne y vinos finos. Por temor a su abad no osaban consumir estas cosas en los recintos del convento, sino que se juntaron en un gran tonel de vino vacío y llevaron allí sus provisiones. Esto le fue informado secretamente al abad, y muy apesadumbrado se allegó de prisa, miró dentro del tonel y con su presencia convirtió la alegría de los bebedores en tristeza. Les observó, viéndoles muy asustados, y simulando estar muy animado se les acercó y dijo:

—Ajá, hermanos, ¿habéis querido celebrar esta francachela sin mi participación? Eso no está bien. Por cierto que os acompañaré.

Y se lavó las manos, comió y bebió con ellos y les devolvió con su ejemplo la alegría perdida. Al día siguiente —pero después de haber prevenido e instruido al prior—, el abad se presentó en el cabildo en presencia de aquellos monjes, le pidió humildemente perdón al prior, simulando temor y temblor, y exclamó:

—Señor prior, os confieso a vos y a todos mis hermanos aquí presentes, que yo, pecador, he caído en el vicio de la gula y que ayer, escondido secretamente en un tonel de vino y contraviniendo los preceptos y las reglas de mi santo padre Benito, he comido carne.

Tras estas palabras se sentó y comenzó a prepararse para los ejercicios expiatorios. Al prior, que quería impedir que los realizara, le respondió:

—Dejadme sufrir los latigazos; es mejor que expíe aquí que en la vida futura.

Después del castigo y de la penitencia volvió a su sitio. Pero aquellos monjes temieron que les llamaría si ocultaban su culpa, de modo que también se levantaron y confesaron el mismo pecado. El abad les hizo aplicar un fuerte castigo por un monje previamente instruido para ello, les vituperó en duros términos y les amenazó con severas penas en caso de que volviera a suceder algo similar. Como un médico sabio, curó así con el ejemplo lo que no podía remediar con palabras.

Castigo de un jugador que blasfemó contra la Virgen

E n el Librum Miraculorum de Claraevallis leemos algo espantoso sobre dos jugadores. Como uno de ellos había perdido el juego y sintió envidia del otro, que había tenido suerte, comenzó a blasfemar contra Dios Nuestro Señor para mostrar su ira. Mas su camarada, poseído por el mismo espíritu del mal, exclamó:

—¡Calla! ¡Tú ni siquiera sabes blasfemar bien! —tras lo cual comenzó a injuriar y a calumniar a Dios aún más terriblemente. Pero cuando prosiguió insultando y denostando a la Madre de Dios, sintióse una voz desde arriba:

—Que yo sea calumniado aún puedo consentirlo, pero que lo sea mi madre no lo puedo tolerar.

Pronto un invisible rayo horadó al hombre allí mismo, dejándole una herida visible; entre espumarajos el jugador entregó su alma a Dios.

El abad Pedro de Clairvaux y el caballero

E l señor Pedro, abad de Clairvaux, a quien una enfermedad había dejado tuerto, un hombre santo, sucesor del apóstol Pedro tanto por el nombre como por sus actos, era llamado «Hijo de la Paloma» por su gran pureza e inocencia. Con él y con sus hermanos mantenía una querella un caballero a causa de ciertas propiedades. Fijaron un día en que el caballero llegaría a un acuerdo con el abad, o presentaría su querella ante el juez.

El caballero concurrió con sus amigos, y también llegó el abad, acompañado sólo por un monje ingenuo. Pero no acudieron a caballo, sino a pie. El honorable abad, que amaba la paz y la pobreza y despreciaba las posesiones temporales, le dijo al caballero ante todos los presentes:

—Eres un hombre de Cristo. Si dices verdadera y realmente que las propiedades en cuestión te pertenecen y tienen que llegar a ser tuyas, tu testimonio me basta.

Aquél, más preocupado por conseguir las propiedades que por la verdad, contestó:

—Digo con verdad que estas propiedades son mías.

El abad replicó:

—Pues que sean tuyas; no las reclamaré en el futuro.

Y así regresó a Clairvaux. El caballero llegó a su casa y se presentó ante su esposa con aires de triunfador; pero una vez que le hubo relatado todo lo que había dicho el abad y lo que él mismo había hecho, la mujer se asustó mucho con aquellas palabras tan puras e ingenuas y dijo:

—Has actuado pérfidamente contra este santo abad; Dios nos castigará. Si no devuelves las propiedades al convento, no quiero tratar más contigo.

Atemorizado, el caballero se dirigió a Clairvaux, renunció a aquellas propiedades y le pidió perdón al abad por la injusticia cometida.

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