Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
En una Lisboa gris y silenciosa, Bernardo Soares —uno de los múltiples rostros del enigmático Fernando Pessoa— escribe desde la sombra, lejos del ruido del mundo. El libro del desasosiego no es una novela, ni un diario, ni un ensayo, y sin embargo es todo eso a la vez: un mosaico de pensamientos, intuiciones y confesiones que revelan la vida interior de un hombre escindido entre el sueño y la realidad. Este libro inacabado, fragmentario y profundamente íntimo es un viaje hacia lo más hondo del alma humana. Con una prosa lírica y precisa, Pessoa nos enfrenta al vacío, al tedio, al anhelo de sentido y a la belleza inexplicable de lo cotidiano. Es un espejo oscuro donde cada lector verá reflejadas sus propias incertidumbres.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 716
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
La Colección Clásicos Libres está destinada a la difusión de traducciones inéditas de grandes títulos de la literatura universal, con libros que han marcado la historia del pensamiento, el arte y la narrativa.
Entre sus publicaciones más recientes destacan: Meditaciones, de Marco Aurelio; La ciudad de las damas, de Christine de Pizan; Fouché: el genio tenebroso, de Stefan Zweig; El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa; El diario de Ana Frank; El arte de amar, de Ovidio; Analectas, de Confucio; El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, entre otras...
Fernando Pessoa
LIBRO DELDESASOSIEGO
© Del texto: Fernando Pessoa
© De la traducción: Claudia Quiñones
© Ed. Perelló, SL, 2025
Calle de la Milagrosa Nº 26, Bajo
46009 - Valencia
Tlf. (+34) 644 79 79 83
http://edperello.es
I.S.B.N.: 979-13-87576-48-6
Fotocopiar este libro o ponerlo en línea libremente sin el permiso de los editores está penado por la ley.
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución,
la comunicación pública o transformación de esta obra solo puede hacerse
con la autorización de sus titulares, salvo disposición legal en contrario.
Contacta con CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)
si necesita fotocopiar o escanear un fragmento de este trabajo.
1
Prefacio
Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o ventas en las que, encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin trenes. En esos lugares poco frecuentados, excepto los domingos, es usual encontrarse con tipos curiosos, caras desinteresadas, una serie de apartes en la vida.
El deseo de sosiego y la conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a frecuentar uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco.
Era un hombre que aparentaba unos treinta años, delgado, más alto que bajo, encorvado exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido con cierto descuido no totalmente desaliñado. A la cara pálida y sin facciones interesantes, un aire de sufrimiento no le aportaba interés, y era difícil definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios: privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia procedente de haber sufrido mucho.
Cenaba siempre poco, y terminaba fumando tabaco de liar. Observaba de manera extraordinaria a las personas que había allí, no sospechosamente, sino con un interés especial; pero no las observaba como escrutándolas, sino como si se interesase por ellas y no quisiera fijarse en sus facciones o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue este rasgo curioso el que primero hizo que me interesase por él.
Pasé a verle mejor. Me di cuenta de que un aire inteligente animaba de un modo incierto sus facciones. Pero el abatimiento, la inercia de la angustia fría, cubría de forma regular ese aspecto que era difícil entrever, además de este, cualquier otro rasgo.
Supe casualmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado comercial, de una firma cercana.
Un día sucedió algo en la calle, por debajo de las ventanas: una pelea entre dos individuos. Los que estaban en el entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo también, además del individuo del que estoy hablando. Intercambié con él una frase casual, y me respondió en el mismo tono. Su voz era monótona y trémula, como la de las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar. Pero resultaba, quizás, absurdo conceder esa importancia a mi compañero vespertino de restaurante.
No sé por qué, empezamos a saludarnos desde aquel momento. Un día cualquiera, en el que tal vez nos aproximó la circunstancia absurda de coincidir en la cena a las nueve y media, empezamos una conversación accidental. Al rato, me preguntó si escribía. Respondí que sí. Le hablé de la revista Orpheu, que había aparecido hacía poco. La elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente asombrado. Me permití hacerle la observación de que me extrañaba, porque el arte de los que escriben en Orpheu suele ser para pocos. Por lo demás, añadió, aquel arte no le había ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente observó que, no teniendo dónde ir ni qué hacer, ni amigos a los que visitar, ni interés en leer libros, solía dedicar sus noches, en su cuarto alquilado, a escribir también.
Primera Parte
2
He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven solo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al otro lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.
Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en aquella distancia de todo a lo que comúnmente se le conoce como Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque si no se tiene fe en la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos inútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.
Reteniendo, de la ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo está sujeto a leyes fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos; y comprobando que ese precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entrenamiento de los atletas, y nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de erudición sentida. No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese dada, por cierta, otra realidad que nuestras sensaciones, en ellas nos refugiamos, y a ellas exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos empleamos asiduamente, no solo en la contemplación estética, sino también en la expresión de sus modos y resultados, es que la prosa o el verso que escribimos, destituidos de voluntad de querer convencer al entendimiento ajeno o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, como para dar objetividad al placer subjetivo de la lectura.
Sabemos bien que toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo más, o brisa leve que nos dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima substancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la tarde. No es este el concepto de los pesimistas, como aquel de Vigny, para quien la vida es una cárcel, en la que él tejía paja para distraerse. Ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valía que apliquemos a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como el preso que teje la paja, para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadones para distraerse, sin nada más.
Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta posada una prisión, porque estoy obligado a aguardar en ella; podría considerarla un lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que son a los que se encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo a lo que hacen a los que conversan en las salas, desde donde las músicas y las voces llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos en los colores y en los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo mientras espero.
Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Disfruto la brisa que me conceden y el alma que me han dado para disfrutarla, y no me interrogo más ni busco. Si lo que deje escrito en el libro de los viajeros pudiera, releído un día por otros, entretenerlos también durante el viaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se entretuvieran, también estará bien.
3
Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Cansados de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón de mitos dudosos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la metafísica. Ebrias de algo dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas solo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política, de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca definió.
Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados.
En la vida de hoy, el mundo solo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la sobreexcitación.
4
Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados solo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.
Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder esta y, por fin, perderlas a todas.
Nosotros perdimos esta, y también las otras.
Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.
Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos vida propia. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha.
Algunos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo previo, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución.
Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia.
Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte.
Pero otros., Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.
5
Envidio -pero no sé si envidio- a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir.
¿Qué tiene alguien que confesar que valga o que sirva? Lo que nos ha sucedido, o le ha sucedido a todo el mundo o solo a nosotros; en un caso, no es novedad, y en el otro no es cosa que se sea de comprender. Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir. Lo que confieso no tiene importancia, pues nada tiene importancia. Hago paisajes con lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones. Comprendo bien a las bordadoras gracias a la amargura, y a las que hacen punto de media porque hay vida. Mi vieja tía hacía solitarios durante lo infinito de la velada. Estas confesiones de sentir son solitarios míos. No los interpreto, como quien usase cartas para saber el destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no tienen valor propio. Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo figuras de cordel, como las que se tejen entre los dedos estirados y se pasan de unos niños a otros. Solo me preocupo de que el pulgar no estropee el lazo que le corresponde. Después, giro la mano y la imagen resulta diferente. Y vuelvo a empezar.
Vivir es hacer punto de media con una intención de los demás. Pero, al hacerlo, el pensamiento es libre, y todos los príncipes encantados pueden pasear por sus parques entre zambullida y zambullida de la aguja de marfil de pico al revés. Punto de ganchillo de las cosas… Intervalo… Nada…
Por lo demás, ¿con qué puedo contar conmigo? Una agudeza horrible de las sensaciones, y la comprensión profunda de estar sintiendo… Una inteligencia aguda para destruirme, y un poder de ensueño ávidamente deseoso de entretenerme… Una voluntad muerta y una reflexión que la arrulla, como a un hijo vivo… Sí, punto de ganchillo…
6
Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente en una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los Doradores, en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me dé para comer y beber, y dónde vivir, y un poco de espacio libre en el tiempo para soñar, escribir -dormir-, ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino?
He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados -pero también los tuvo el mozo de almacén o la modista, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguirlos o el destino de conseguirse con nosotros.
En sueños, soy igual que el mozo de almacén y la modista. Solo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma, soy su igual.
Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores cosmopolitas y […] Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para [la] Calle de los Doradores.
Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, posándome en mi cabeza, me vuelva más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza.
Sentiré nostalgia de Moreira, pero, ¿qué son las añoranzas ante las grandes ascensiones? Sé bien que el día que sea contable de la casa Vasques y C.ª será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la certidumbre.
7
El patrón Vasques. Siento, muchas veces, inexplicablemente, la hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mí ese hombre, salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de mis horas, durante un tiempo diurno de mi vida? Me trata bien, me habla con amabilidad, salvo en los momentos bruscos de preocupación desconocida en que no habla bien a alguien. Sí, ¿pero por qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Es una razón? ¿Qué es?
El patrón Vasques. Me acuerdo ya de él en el futuro con la nostalgia que sé que he de sentir entonces. Estaré tranquilo en una casa pequeña de los alrededores de algo, gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y buscaré, para continuar el no haberla hecho, disculpas diversas de aquella en que hoy me esquivo a mí mismo. O estaré internado en un asilo de mendigos, feliz por la derrota completa, mezclado con la ralea de los que se creyeron genios y no fueron más que mendigos con sueños, junto con la masa anónima de los que no tuvieron poder para vencer ni renuncia generosa para triunfar al revés. Esté donde esté, recordaré con nostalgia al patrón Vasques, a la oficina de la Calle de los Doradores, y la monotonía de la vida cotidiana será para mí como el recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían de ser míos.
El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde aquí mismo -estatura media, achaparrado, ordinario con límites y afectos, franco y astuto, brusco y afable-, jefe, aparte su dinero, en las manos peludas y lentas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados, el cuello ancho pero no gordo, los carrillos colorados y al mismo tiempo tersos, bajo la barba oscura siempre afeitada a tiempo. Le veo, veo sus gestos de vagar enérgico, los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la perturbación de su ocasión en que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa, una sonrisa ancha y humana, como el aplauso de una multitud.
Será, tal vez, porque no hay cerca de mí una figura que destaque más que el patrón Vasques por lo que, muchas veces, esa apariencia vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia y me distrae de mí mismo. Creo que hay símbolo. Creo o casi creo que en alguna parte, en una vida remota, este hombre fue en mi vida algo más importante que lo que es hoy.
8
¡Ah, comprendo! El patrón Vasques es la Vida. La Vida, monótona y necesaria, dirigente y desconocida. Este hombre trivial representa la banalidad de la Vida. Él lo es todo para mí, por fuera, porque la Vida lo es todo para mí por fuera.
Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan monótono como la misma Vida, pero solo en un sitio diferente. Sí, esta Calle de los Doradores comprende para mi todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución.
9
A veces, cuando levanto la cabeza aturdida de los libros en que escribo las cuentas ajenas y la ausencia de la propia vida siento una náusea física, que puede ser de inclinarme, pero que trasciende a los números y a la desilusión. La vida me disgusta como una medicina inútil. Y es entonces cuando siento con visiones claras lo fácil que sería alejarse de este tedio si tuviese la simple fuerza de querer alejarlo de verdad.
Vivimos gracias a la acción, es decir gracias a la voluntad. A los que no sabemos querer -seamos genios o mendigos nos hermana la impotencia. ¿De qué sirve llamarme genio si soy ayudante de contabilidad? Cuando Cesário Verde hizo que le dijeran al médico que era, no el señor Verde, empleado de comercio, sino el poeta Cesário Verde, se valió de uno de esos verbalismos del orgullo inútil que exudan el olor de la vanidad. Lo que siempre fue, pobrecillo, fue el señor Verde, empleado de comercio. El poeta nació después de su muerte, porque fue después de esta cuando nació la estimación por el poeta. Hacer, he ahí la inteligencia verdadera. Seré lo que quiera. Pero tengo que querer lo que sea. El éxito está en tener éxito, y no en tener condiciones para el éxito. Condiciones de palacio las tiene cualquiera en la ancha tierra, pero ¿dónde está el palacio si no lo hacen allí?
10
Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es -lo creo de verdad- una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte.
Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso.
En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión Intima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un ritual.
Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan solo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas solo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.
Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia corpórea el misterio impalpable del Universo.
11
Todo se penetra. La lectura de los clásicos, que no distinguen los anocheceres, me ha vuelto inteligibles muchos ocasos, en todos sus colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la que se distinguen los valores de los seres, de los sonidos y de las formas, y la capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde, y qué parte del amarillo existe en el verde azul del cielo.
En el fondo es lo mismo: la capacidad de distinguir y de sutilizar. Sin sintaxis no hay emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.
12
Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie -ni siquiera material o de ensueño-, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien. Tal página de Fialho, tal página de Chateaubriand, hacen remover mi vida a través de mis venas, me hacen rabiar palpitante de un placer inaccesible que estoy sintiendo. Tal página, incluso, de Vieira, en su fría perfección de ingeniería sintáctica, me hace vibrar como una rama al viento, en un delirio pasivo de algo en movimiento.
Como todos los grandes enamorados, me gusta el deleite de la pérdida de mí mismo, en la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas veces, escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiestas, cual niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren delicadamente, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas. Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa.
No lloro por nada que la vida traiga o se lleve. Hay sin embargo páginas en prosa que me han hecho llorar. Me acuerdo, como si lo estuviera viendo, de la noche en que, siendo todavía niño, leí por primera vez, en una antología, el célebre paso de Vieira sobre el Rey Salomón. «Fabricó Salomón un palacio…» Y seguí leyendo, hasta el final, nervioso, confuso; después rompí en un llanto feliz, como el que ninguna felicidad real me hará llorar, como el que ninguna tristeza de la vida me hará imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra lengua clara y majestuosa, aquel expresar las ideas en las palabras inevitables, correr de agua porque hay un declive, aquel asombro vocálico en que los sonidos son colores ideales; todo esto me embriagó instintivamente como una gran emoción política. Y, lo he dicho, lloré; hoy, al acordarme, lloro. No es –no– la añoranza de infancia, de la que no tengo añoranzas: es la nostalgia de la emoción de aquel momento, la tristeza de no poder leer ya por primera vez aquella gran seguridad sinfónica.
No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en cierto sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me pesaría que invadiesen o tomasen Portugal, siempre que no me molestasen personalmente. Pero odio, con aversión verdadera, con el único odio que siento, no a quien escribe mal portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe en ortografía simplificada, sino a la página mal escrita, como a persona propia, a la sintaxis equivocada, como a gente a la que golpear, a la ortografía sin ípsilon, como al escupitajo directo que me enoja independientemente de quien lo haya escupido.
Sí, porque la ortografía también es gente. La palabra es completa vista y oída. Y la gala de la transliteración grecorromana me la viste con su verdadero manto imperial, gracias al cual es reina y señora.
13
Por más que pertenezca, por el alma, al linaje de los románticos, no hallo reposo más que en la lectura de los clásicos. Su misma estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué. Capto en ellos una impresión alegre de vida ancha, que contempla amplios espacios sin recorrerlos. Los mismos dioses paganos reposan del misterio.
El curioso análisis de las sensaciones -a veces de las percepciones que suponemos tener-, la identificación del corazón con el paisaje, la revelación anatómica de todos los nervios, el uso del deseo como voluntad y de la aspiración como pensamiento, todas estas cosas, me resultan demasiado familiares para que, en otro, me aporten novedad, o me procuren sosiego. Siempre que las siento, desearía, precisamente porque las siento, estar sintiendo otra cosa. Y, cuando leo a un clásico, esa otra cosa me es dada.
Lo confieso sin tapujos ni vergüenza… No hay un trecho de Chateaubriand o un canto de Lamartine -trechos que tantas veces parecen ser la voz de lo que yo pienso, cantos que tantas veces parecen serme dichos para conocer- que me embelese y me eleve como un trecho de prosa de Vieira o una u otra oda de esos pocos clásicos nuestros que siguieron de veras a Horacio.
Leo y soy liberado. Adquiero objetividad. He dejado de ser yo y disperso. Y lo que leo, en vez de ser un traje mío que apenas veo y a veces me pesa, es la gran claridad del mundo exterior, toda ella aparente, el sol que ve a todos, la luna que mancha de sombras al suelo quieto, los espacios anchos que terminan en el mar, la solidez negra de los árboles que hacen señas verdes arriba, la paz sólida de los estanques de las quintas, los caminos cubiertos por las parras, en los declives de las cuestas.
Leo como quien abdica. Y, como la corona y el manto regios nunca son tan grandes como cuando el Rey que parte los deja en el suelo, depongo en los mosaicos de las antecámaras todos mis trofeos del tedio y del sueño, y subo la escalinata con la nobleza única de la mirada.
Leo como quien pasa. Y es en los clásicos, en los calmos, en los que, si sufren, no lo dicen, donde me siento sagrado transeúnte, ungido peregrino, contemplador sin razón del mundo sin propósito, Príncipe del Gran Exilio, que dio, al partir, al último mendigo, la limosna extrema de su desolación.
14
Detesto la lectura. Siento un tedio anticipado de las páginas desconocidas. Solo soy capaz de leer lo que ya conozco. Mi libro de cabecera es la Retórica del Padre Figueiredo, donde leo todas las noches, por la cada vez más milésima vez, la descripción, en el estilo de un portugués conventual y perfecto, las figuras retóricas, cuyos nombres, mil veces leídos, no he aprendido todavía. Pero me arrulla el lenguaje […] y sí me faltasen las palabras justas escritas con C, dormiría inquieto.
Debo, a pesar de ello, al libro del Padre Figueiredo, con su exageración de purismo, el relativo escrúpulo que siento –todo lo que puedo sentir- de escribir la lengua en que registro con la propiedad que…
Y leo:
(un trecho del P. Figueiredo) y esto me consuela de vivir
o, si no,
(un trecho sobre figuras) que vuelve en el prefacio
No exagero una pulgada verbal: siento todo esto.
Como otros pueden leer trechos en la Biblia, los leo de la Retórica. Tengo la ventaja del reposo y de la falta de devoción.
15
No conozco un placer tal como el de los libros, y poco leo. Los libros son presentaciones a los sueños, y no necesita presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entre en conversación con ellos. Nunca he podido leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa. Después de unos minutos, quien escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en ninguna parte.
Mis lecturas predilectas son la repetición de los libros triviales que duermen conmigo en mi cabecera. Hay dos que nunca me dejan -la Retórica del Padre Figueiredo y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa del Padre Freire. Estos libros los releo siempre, y bien; y, si es cierto que ya los he leído muchas veces, también es cierto que no he leído seguido ninguno de ellos. Debo a estos libros una disciplina que casi creo imposible en mí; una regla de escribir objetivado, una ley de la razón de que las cosas estén escritas.
El estilo afectado, claustral, humilde, del Padre Figueiredo es una disciplina que hace las delicias de mi entendimiento. La difusión, casi siempre sin disciplina, del Padre Freire entretiene a mi espíritu sin cansar, y me educa sin causarme preocupaciones. Son espíritus de eruditos y de sosegados que le sientan bien a mi ninguna disposición para ser como ellos, o como cualquier otra persona.
Leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo. Leo y me adormezco, y es como entre sueños como sigo la descripción de las figuras retóricas del Padre Figueiredo, y es por bosques encantados por donde oigo al Padre Freire enseñar que se debe decir Magdalena, pues Madalena solo lo dice el vulgo.
16
He meditado hoy, en un intervalo de sentir, en la forma de prosa que uso. Verdaderamente, ¿cómo escribo? He tenido, como todos han tenido, el deseo pervertido de querer tener un sistema y una norma. Es cierto que he escrito antes de la norma y del sistema; en esto, por tanto, no soy diferente de los demás.
Analizándome esta tarde, descubro que mi sistema de estilo se asienta en dos principios, e inmediatamente, y con la buena manera de los buenos clásicos, erijo estos dos principios en fundamentos generales de todo estilo: decir lo que se siente exactamente cómo se siente -claramente, si es claro; oscuramente, si es oscuro; confusamente, si es confuso- comprender que la gramática es un instrumento, y no una ley.
Supongamos que veo ante nosotros una muchacha de modales masculinos. Un ente humano vulgar dirá de ella, «Esa muchacha parece un muchacho». Otro ente humano y vulgar, ya más cerca de la conciencia de que hablar, es decir, dirá de ella «Esa muchacha es un muchacho». Otro igualmente consciente de los deberes de la expresión, pero más animado por el afecto de la concisión, que es la lujuria del pensamiento, dirá de ella «Ese muchacho». Yo diré «Esa muchacho», violando la más elemental de las reglas gramaticales, que manda que haya concordancia de género, como de número, entre la voz substantiva y la adjetiva. Y habré dicho bien: habré hablado en términos absolutos, fotográficamente, fuera de la vulgaridad de la norma, y de la cotidianeidad. No habré hablado: habré dicho.
La gramática, al definir el uso, hace divisiones legítimas y falsas. Divide, por ejemplo, los verbos en transitivos e intransitivos; sin embargo, el hombre de saber decir tiene muchas veces que convertir un verbo transitivo en intransitivo para fotografiar lo que siente, y no para, como el común de los animales hombres, el ver a oscuras. Si quiero decir que existo, diré «Soy». Si quiero decir que existo como alma separada, diré «Soy yo». Pero si quiero decir que existo como entidad que a sí misma se dirige y forma, que ejerce junto a sí misma la función divina de crearse, ¿cómo he de emplear el verbo «ser» sino convirtiéndolo súbitamente en transitivo? Y entonces, triunfalmente, antigramaticalmente supremo, diré «Me soy». Habré dicho una filosofía en dos palabras pequeñas. ¿Cuán preferible no es esto a no decir nada en cuarenta frases? ¿Qué más se puede exigir de la filosofía y de la dicción?
Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente. Sírvase de ella quien sabe mandar en sus expresiones. Se cuenta de Segismundo, Rey de Roma, que, habiendo, en un discurso público, cometido un error gramatical, respondió a quien le habló de él, «Soy Rey de Roma, y además de la gramática». Y la historia narra que fue conocido en ella como Segismundo «supergrammaticam». ¡Maravilloso símbolo! Cada hombre que sabe decir lo que dice es, a su manera, Rey de Roma. El título es regio y la razón del título es serse.
17
Desde que las últimas lluvias han dejado el cielo y se han quedado en la tierra -ciclo limpio, tierra húmeda y brillante- la claridad mayor de la vida que como el azul ha vuelto a lo alto, y en la frescura de haber habido agua se ha alegrado abajo, ha dejado un cielo propio en las almas, una frescura suya en los corazones.
Somos, por poco que lo queramos, siervos del tiempo y de sus colores y formas, súbditos del cielo y de la tierra. Aquel de nosotros que más se meta en sí mismo, despreciando lo que le rodea, ese mismo no se aísla por los mismos caminos cuando llueve que cuando el cielo está sereno. Oscuras transmutaciones, sentidas tal vez solo en lo íntimo de los sentimientos abstractos, se producen porque llueve o porque ha dejado de llover, se sienten sin que se sientan porque, sin sentir, se ha sentido al tiempo.
Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos. Por eso, aquel que desprecia al ambiente no es el mismo que por él se alegra o padece. En la vasta colonia de nuestro ser hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente. En este mismo momento, en que escribo, en un intervalo legítimo del hoy escaso trabajo, estas pocas palabras de impresión, soy yo quien las escribe atentamente, soy yo el que está contento de no tener que trabajar en este momento, soy yo el que está viendo el cielo allá fuera, invisible desde aquí, soy yo el que está pensando todo esto, soy yo el que siente al cuerpo contento y a las manos vagamente frías. Y todo este mundo mío de gente ajena entre sí proyecta, como una multitud diversa pero compacta, una sombra única –este cuerpo quieto y escribiente con que me reclino, de pie, contra el escritorio alto de Borges, donde he venido a buscar mi secante, que le había prestado.
18
Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que he sido otro, que he sentido otro, que he pensado otro. Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo.
Encuentro a veces, en la confusión vacía de mis gavetas literarias, papeles escritos por mí hace diez años, hace quince años, hace quizá más años. Y muchos de ellos me parecen de un extraño; no me reconozco en ellos. Hubo quien los escribió, y fui yo. Los sentí yo, pero fue como en otra vida, de la que hubiese despertado como de un sueño ajeno.
Es frecuente que encuentre cosas escritas por mí cuando todavía era muy joven, fragmentos de los diecisiete años, fragmentos de los veinte años. Y algunos tienen un poder de expresión que no recuerdo poder haber tenido en aquel tiempo de mi vida. Hay en ciertas frases, en varios períodos, de cosas escritas a pocos pasos de mi adolescencia, que me parecen producto de tal cual soy ahora, educado por años y experiencias. Reconozco que no soy el mismo que era. Y, habiendo sentido que me encuentro hoy en un progreso grande de lo que he sido, pregunto dónde está el avance si entonces era el mismo que soy ahora.
Hay en esto un misterio que me desvirtúa y me oprime.
Hace unos días sufrí una impresión espantosa con un breve escrito de mi pasado. Recuerdo perfectamente que mi escrúpulo, por lo menos relativo, por el lenguaje data de hace pocos años. Encontré en un cajón un escrito mío, mucho más antiguo, en que ese mismo escrúpulo estaba fuertemente acentuado. No me comprendí en el pasado positivamente. ¿Cómo he avanzado hacia lo que ya era? ¿Cómo me he conocido hoy lo que me desconocí ayer? Y todo se me confunde en un laberinto donde, conmigo, me extravío de mí.
Devaneo con el pensamiento, y estoy seguro de que esto que escribo ya lo he escrito. Lo recuerdo. Y pregunto al que en mí presume de ser si no habrá en el platonismo de las sensaciones otra anamnesis más inclinada, otro recuerdo de una vida anterior que apenas sea de esta vida…
Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?
19
Otra vez encontré un fragmento mío escrito en francés, sobre el que ya habían pasado quince años. Nunca he estado en Francia, nunca he contendido de cerca con franceses, nunca he hecho un uso, por lo tanto, de aquella lengua de la que me hubiese desacostumbrado. Leo hoy tanto francés como siempre. Soy más viejo, soy más práctico de pensamiento: deberé haber progresado. Y ese fragmento de mi pasado lejano muestra una seguridad que ya no poseo hoy en el uso del francés; el estilo es fluido, como hoy no podré tenerlo en ese idioma; hay trozos enteros, frases completas, formas y modos de expresión, que acentúan un dominio de aquella lengua del que me he extraviado sin que me acordase de que lo tenía. ¿Cómo se explica eso? ¿Por quién me he sustituido dentro de mí?
Bien sé que es fácil formular una teoría de la fluidez de las cosas y de las almas, comprender que somos un decurso interior de vida, imaginar que lo que somos en una cantidad grande, que pasamos por nosotros, que hemos sido muchos… Pero aquí hay otra cosa que no el mero decurso de la personalidad entre las propias márgenes: hay el otro absoluto, un ser ajeno que fue mío. Que perdiese, con el acrecentamiento de la edad, la imaginación, la emoción, un tipo de inteligencia, un modo de sentimiento, todo eso, aunque me produjese pena, no me asombraría. ¿Pero a qué asisto cuando me leo como a un extraño? ¿A qué orilla estoy si me veo en el fondo?
Otras veces encuentro trechos que no recuerdo haber escrito -lo que es poco admirable-, pero que ni siquiera me acuerdo de poder haber escrito, lo cual me aterra. Ciertas frases pertenecen a otra mentalidad. Es como si encontrase un retrato antiguo, sin duda mío, con una estatura diferente, con unas facciones desconocidas, pero indiscutiblemente mío, pavorosamente yo.
20
Omar tenía una personalidad; yo, afortunada o desgraciadamente, no tengo ninguna. De lo que soy a una hora, a la hora siguiente me alejo; de lo que he sido un día, al día siguiente me he olvidado. Quien, como Omar, es quien es, vive en un solo mundo, que es el exterior; quien, como yo, no es quien es, vive no solo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior. Su filosofía, aunque quiera ser la misma que la de Omar, forzosamente no podrá serlo. Así, sin que de verdad lo quiera, tengo en mí, como si fuesen almas, las filosofías que critique; Omar podía rechazarlas todas, pues eran exteriores a él; no las puedo rechazar yo, porque son yo.
21
Al final de este día queda lo que quedó de ayer y quedará de mañana: el ansia insaciable innúmera de ser siempre el mismo y otro.
22
Mi hábito vital de incredulidad en todo, especialmente en el instinto, y mi actitud natural de insinceridad, son la negación de obstáculos en que hago esto constantemente. En realidad, lo que sucede es que hago de los otros mi sueño, doblándome sus opiniones para, expandiéndolas por medio de mi raciocinio y mi intuición, volverlas mías y (yo, no teniendo opinión, puedo tener las de ellos lo mismo que cualesquiera otras) para doblarías a mi gusto y hacer de sus opiniones cosas emparentadas con mis sueños.
De tal manera antepongo el sueño a la vida que consigo, en el trato verbal, (no teniendo otro) continuar soñando, y persistir, a través de las opiniones ajenas y de los sentimientos de los demás, en la línea fluida de la vida, una personalidad sin forma.
Cada otro es un canal o una reguera por donde el agua del mar solo corre a gusto de ellos, marcado, con los resplandores del agua al sol, el curso curvo de su orientación más real que podría hacer su sequedad.
Pareciéndole a veces, a mi análisis rápido, parasitar a los otros, lo que sucede en realidad es que les obligo a ser parásitos de mi posterior emoción. Hábito de vivir las /cortezas/ de sus individualidades. Calco sus pisadas en la arcilla de mi espíritu y así, más que ellos, llevándolas para dentro de mi conciencia, he dado sus pasos y andado por sus caminos.
En general, debido al hábito que tengo de, desdoblándome, seguir al mismo tiempo dos, diferentes operaciones /mentales/, yo, al paso que me voy adaptando en exceso y lucidez al sentir de ellos, voy analizando en mí su desconocido estado de alma, haciendo el análisis puramente objetivo de lo que ellos son y piensan. Así, entre sueños, y sin abandonar mi devaneo ininterrumpido, voy, no solo viviéndoles la esencia refinada de sus emociones a veces muertas, sino comprendiendo y clasificando las lógicas sin conexión de las diferentes fuerzas de su espíritu que yacían a veces en un estado simple de su alma.
Y, en medio de todo esto, su fisonomía, su traje, sus gestos, no se me escapan. Vivo al mismo tiempo sus sueños, el alma del instinto y el cuerpo y actitudes suyas. En una gran dispersión unificada, me asiento en ellos y creo y soy, a cada instante de la conversación, una multitud de seres, conscientes e inconscientes, analizados y analíticos, que se reúnen en un abanico abierto.
23
Toda de sueño. Mis amigos soñados. Sus familias, hábitos, profesiones y […]
24
Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Solo me conozco como sinfonía.
25
Hoy he llegado, de repente, a una sensación absurda y justa. Me he dado cuenta, en un destello interno, de que no soy nadie. Nadie, absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago, aquello donde había supuesto una ciudad era una llanura desierta; y la luz siniestra que me mostró a mí no reveló un cielo encima de ella. Me han robado el poder de ser antes de que el mundo fuese. Si tuve que reencarnar, he reencarnado sin mí, sin haber reencarnado yo.
Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie.
No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme.
Pienso siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios, mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, desde la trampa de allí arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin dirección, infinita y vacía. Mi alma es un maelstrom negro, vasto vértigo alrededor del vacío, movimiento de un océano infinito en torno a un agujero de nada, y en las aguas que son más giro que aguas boyan todas las imágenes de lo que he visto y oído en el mundo -van casas, caras, libros, cajones, rastros de música y sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo.
Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo circulo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor.
Y es, en mí, como si el infierno mismo se jactase, sin por lo menos la humanidad de los diablos riéndose, la locura graznada del universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de todos los mundos fluctuando negro al viento, disforme, anacrónico, sin Dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en las tinieblas de las tinieblas, imposible, único, todo.
¡Poder saber pensar! ¡Poder saber sentir!
Mi madre murió muy pronto, y yo no llegué a conocerla…
26
Dar a cada emoción una personalidad, a cada estado de alma un alma.
27
No teniendo nada que hacer; ni pensar en qué hacer, voy a poner en este papel la descripción de un ideal: apunte.
La sensibilidad de Mallarmé dentro del estilo de Vieira; soñar como Verlaine en el cuerpo de Horacio; ser Homero a la luz de la luna.
Sentirlo todo de todas las maneras; saber pensar con las emociones y sentir con el pensamiento; no desear mucho sino con la imaginación; sufrir con coquetería; ver claro para escribir justo; conocerse con fingimiento y táctica; naturalizarse diferente y con todos los documentos; en suma, usar por dentro todas las sensaciones, quitándoles las cáscara hasta llegar a Dios; pero envolver de nuevo y reponer en el escaparate como ese dependiente que desde aquí estoy viendo con las cajas pequeñas de betún de la nueva marca.
Todos estos ideales, posibles o imposibles, se acaban ahora. Tengo la realidad ante mí: no es ni siquiera el dependiente, es su mano (a él no le veo), tentáculo absurdo de un alma con familia y suerte que hace muecas de araña sin tela en el estirarse de la reposición de allí enfrente.
/Y una de las cajas se ha caído, como el destino de todo el mundo. /
28
«Sentir es un tostón.» Estas palabras casuales de la conversación de unos minutos de no sé qué comensal se han quedado brillando para siempre dentro de mi memoria. La misma forma plebeya de la frase le pone sal y pimienta.
29
Crear dentro de mí un estado con una política, con partidos y revoluciones, y ser yo todo esto, ser yo Dios en el panteísmo real de ese pueblo mío, esencia y acción de sus cuerpos, de sus almas, de la tierra que pisan y de los actos que hacen. Ser todo, ser ellos y no ellos. ¡Ay de mí! Este es todavía uno de los sueños que no logro ejecutar. Si lo realizase tal vez me moriría, no sé por qué, pero no se debe poder vivir después de esto, grande el sacrilegio cometido contra Dios, gran usurpación del poder divino de serlo todo.
¡El placer que me proporcionaría crear un jesuitismo de las sensaciones!
Hay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle. Hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una individualidad absolutamente humana. Pasos de párrafos míos hay que me hielan de pavor, los siento claramente como personas, tan recortados contra las paredes de mi cuarto, en la noche, en la sombra, […] He escrito frases cuyo sonido, leídas en voz alta o baja -es imposible ocultarlo- es absolutamente el de una cosa que ha cobrado exterioridad absoluta y alma enteramente.
¿Por qué expongo yo de vez en cuando procedimientos contradictorios e inconciliables de soñar y de aprender a soñar? Porque, probablemente, tanto me he acostumbrado a sentir lo falso como lo verdadero, lo soñado tan nítidamente como lo visto, que he perdido la distinción humana, falsa creo, entre la verdad y la mentira.
Basta que yo vea nítidamente, con los ojos o con los oídos, o con otro sentido cualquiera, para que sienta que aquello es real. Puede, incluso, ser que yo sienta dos cosas inconexas al mismo tiempo. No importa.
Hay criaturas que son capaces de sufrir durante largas horas por no serles posible ser una figura de un cuadro o de un naipe de baraja de cartas. Hay almas sobre quien pesa como una maldición el no serles posible ser hoy gente de la Edad Media. Este sentimiento me sucedió en otros tiempos. Hoy no me sucede. Me he refinado más allá de eso. Pero me duele, por ejemplo, no poder soñarme dos reyes en reinos diferentes, pertenecientes, por ejemplo, a universos con diferentes especies de espacios y tiempos. No conseguir esto me disgusta de verdad. Me sabe a pasar hambre.
Poder soñar lo inconcebible visualizándolo es uno de los grandes triunfos que ni yo, que soy tan grande, consigo sino raras veces. Si, soñar que soy, por ejemplo, simultáneamente, separadamente, sin confusión, el hombre y la mujer de un paseo que un hombre y una mujer se dan a la orilla de un río. Verme, al mismo tiempo, con igual nitidez, del mismo modo, sin mezcla, siendo las dos cosas con igual integración en ellas, un navío consciente en un mar del Sur y una página impresa de un libro antiguo. ¡Qué absurdo parece esto! Pero todo es él, y el sueño es, sin embargo, lo que menos lo es.
30
Me he creado eco y abismo, pensando. Me he multiplicado profundizándome. El más pequeño episodio -una alteración que sale de la luz, la caída enrollada de una hoja seca, el pétalo que se despega amarillecido, la voz del otro lado del muro o los pasos de quien la dice junto a los de quien la debe escuchar, el portón entreabierto de la quinta vieja, el patio que se abre con un arco de las casas aglomeradas a la luz de la luna-, todas estas cosas, que no me pertenecen, me prenden la meditación sensible con lazos de resonancia y de añoranza. En cada una de esas sensaciones soy otro, me renuevo dolorosamente en cada impresión indefinida. Vivo de impresiones que no me pertenecen, perdulario de renuncias, otro en el modo como soy yo.
31
He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo, y yo no.
Para crear, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que ahí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas.
32
Encontrar la personalidad en la pérdida de ella -la misma fe acredita este sentido de destino.
33
Dijo Amiel que un paisaje es un estado de alma, pero la frase es una felicidad indolente de soñador débil. Desde que el paisaje es paisaje deja de ser un estado de alma. Objetivar es crear, y nadie dice que un poema hecho es un estado de estar pensando en hacerlo. Ver es tal vez soñar, pero si le llamamos ver en vez de llamarle soñar, es que distinguimos soñar de ver.
Por lo demás, ¿de qué sirven estas especulaciones de psicología verbal? Independientemente de mí, crece hierba, llueve en la hierba que crece, y el sol dora la extensión de la hierba que ha crecido o va a crecer; se yerguen los montes desde muy antiguo, y el viento pasa del mismo modo como Homero, aunque no existiese, lo oyó. Más certeza sería decir que un estado de alma es un paisaje; habría en la frase la ventaja de no contener la mentira de una teoría, sino tan solamente la verdad de una metáfora.
Estas palabras ocasionales me han sido dictadas por la gran extensión de la ciudad, vista a la luz universal del sol, desde el alto de San Pedro de Alcántara. Cada vez que así contemplo una extensión ancha, y me abandono desde el metro setenta de altura, y sesenta y un kilos de peso, en que físicamente consisto, tengo una sonrisa grandemente metafísica para los que sueñan que el sueño es sueño, y amo la verdad de lo exterior absoluto con una virtud noble del entendimiento.
El Tajo al fondo es un lago azul, y los montes de la Otra Banda son los de una Suiza achatada. Sale un barco pequeño -vapor carguero negro- del lado del Pozo del Obispo hacia la barra que no veo. Que los dioses todos me conserven, hasta la hora en que cese este aspecto de mí, la noción clara y solar de la realidad exterior, el instinto de mi poca importancia, el consuelo de ser pequeño y de poder pensar en ser feliz.
34
No creo en el paisaje. Sí. No lo digo porque crea en el «el paisaje es un estado de alma» de Amiel, uno de los buenos momentos verbales de la más insoportable interioridad. Lo digo porque no creo.
35
Desde que los últimos calores del estío dejaban de ser rigurosos al sol empañado, comenzaba el otoño antes de que llegase, en una leve tristeza prolijamente indefinida, que parecía un deseo de no sonreír del cielo. Era un azul unas veces más claro, otras más verde, de la propia ausencia de substancia del color alto; era una especie de olvido en las nubes, púrpuras indiferentes y difuminadas; era, no ya un torpor, sino un tedio, en toda la soledad quieta por donde las nubes pasan.
La entrada del verdadero otoño era después anunciada por un frío dentro del no-frío del aire, por un difuminarse de los colores que todavía no se habían difuminado, por algo de penumbra y de alejamiento en lo que había sido el tono de los paisajes y el aspecto disperso de las cosas. No iba todavía a morir, pero todo, como en una sonrisa que todavía faltaba, se transformaba en añoranza para la vida.
Venía, por fin, el otoño verdadero: el aire se tornaba frío de viento; sonaban las hojas con un tono seco, aunque no fuesen hojas secas; toda la tierra tomaba el color y la forma impalpable de un pantano indeterminado. Se decoloraba lo que había sido la última sonrisa, en un cansancio de párpados, en una indiferencia de gestos. Y así todo cuanto siente, o suponemos que siente, apretaba, íntima, al pecho su propia despedida. Un son de remolino en un atrio fluctuaba a través de nuestra conciencia de otra cosa cualquiera. Agradaba convalecer para sentir verdaderamente la vida.
Pero las primeras lluvias del invierno, llegadas también en el otoño ya riguroso, lavaban estas tintas como sin respeto. Vientos altos, rechinando en las cosas paradas, desordenando cosas presas, arrastrando cosas móviles, erguían, entre los clamores irregulares de la lluvia, palabras ausentes de protesta anónima, sones tristes y casi rabiosos de desesperación sin alma.
Y por fin el otoño menguaba, a frío y ceniciento. Era un otoño de invierno el que venía ahora, un polvo vuelto del todo barro, pero, al mismo tiempo, algo de lo que el frío del invierno trae de bueno: verano riguroso terminado, primavera por llegar, otoño definiéndose en invierno, en fin. Y en el aire alto, por donde los tonos empañados ya no recordaban ni calor ni tristeza, todo era propicio a la noche y a la meditación indefinida. Así era todo para mi antes de pensarlo. Hoy, si lo escribo, es porque lo recuerdo. El otoño que tengo es el que he perdido.
36
Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente a la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.