Lo que sucedió en las Vegas - Alisha Rai - E-Book

Lo que sucedió en las Vegas E-Book

Alisha Rai

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Beschreibung

Si volver con tu ex es una mala idea, que te secuestren junto a él es todavía peor.  Mira tiene un buen trabajo, amigos y criterio para vivir alejada de su disfuncional familia. Solo le falta una relación estable. Armada con una hoja de cálculo, se dispone a encontrarla, pero, para desesperación de Hema, su experta casamentera, no hace más que descartar a un candidato tras otro.  Últimamente, la vida de Naveen se limita a trabajar para mantener a flote el bufete de abogados de su abuelo, así que, cuando Mira regresa a su vida para solucionar unos asuntos de la herencia de su tía, no da crédito. Está decidido a que lo suyo no sobrepase lo estrictamente profesional, sobre todo teniendo en cuenta que Mira cortó con él. Hasta que algo se tuerce… Y Naveen y Mira se ven envueltos en una frenética carrera por Las Vegas para huir de ladrones de joyas, esquivar delincuentes y seguir las pistas para desenmarañar el lío que la familia de ella ha dejado tras de sí.

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Índice de contenido
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Capítulo veintiuno
Carta de la autora

Título original: Partners in Crime

©️ 2022 Alisha Rai

Traducción: Xavier Beltrán

Diseño de cu­b­ier­ta: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: noviembre 2023

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2023: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

Para mi marido desde hace aproximadamente nueve días (según la fecha de publicación). Lo primero que te pregunté fue qué te parecía compartir tus patatas fritas. Ahora el cincuenta por ciento de ellas es mío de por vida, legalmente. Lección número 1 sobre el matrimonio: nunca subestimes hasta dónde puedo llegar por unas patatas fritas. (Te quiero y me muero por ver lo que nos depara el futuro).

De: Amira Patel / [email protected]

Para: CasamenteraHema

Querida Hema:

Entiendo que estés frustrada conmigo. A mí también me sabe mal no haber considerado adecuado a ninguno de los últimos pretendientes.

Sé que piensas que soy demasiado quisquillosa, pero, como ya te dije, sé lo que quiero, y no es ninguno de esos hombres. ¿Paracaidismo? ¿Visitar París en un arrebato? El último no paraba de hablar sobre ser cómplices de un delito, hasta que lo informé de que estaba buscando a un compañero tan solo para actividades legales. No me puedo quedar con alguien que confía tan ciegamente en tópicos absurdos. Eso deja fría a cualquiera.

Espero con ganas los siguientes perfiles que me envíes.

Mira

Capítulo uno

Su casamentera iba a darle puerta.

Mira Patel se limpió suavemente la comisura de los labios con la servilleta y la colocó con cuidado al lado de su plato vacío.

—¿Me lo puedes repetir, por favor?

El tío con el que estaba comiendo cruzó las manos.

—Creo que deberíamos dejarlo.

Mira emitió un largo y grave suspiro para soltar todo el aire de los pulmones. Era justo lo que pensaba que le diría él.

Pequeña corrección. Su casamentera iba a matarla.

—Ya veo.

—Lo siento mucho. Lo he hablado con mi madre y, aunque estos últimos meses han estado bien, no cree que seamos compatibles. —Jay la miró con timidez. Era un hombre atractivo, con la cabeza afeitada y brillante, hombros anchos y ojos amables. «Que me atraiga (tenga o no un físico convencional)» era lo que había puesto en su lista. No era que estallaran fuegos artificiales cuando se tocaban, pero el sexo había sido satisfactorio y los arrumacos posteriores, prácticamente inexistentes. ¡Y eso estaba bien! La pasión no figuraba en su lista, tampoco los arrumacos. De hecho, no estaba segura de si se acordaría de cómo gestionar ninguna de esas dos cosas.

Miró por la ventana hacia el tráfico de Melrose. Habían conseguido mesa en uno de los mejores restaurantes de Los Ángeles. Era perfecto para ver y ser visto, aunque Mira era una de esos pocos residentes en la ciudad que no necesitaban llamar la atención.

—Tu madre no cree que seamos compatibles —repitió como un loro.

—Exacto.

—Todavía no conozco a tu madre. —Solo habían pasado tres meses, no habían llegado a ese punto. Hema era un tipo de casamentera relativamente moderno y aconsejaba a sus clientes que se conocieran durante un par de meses antes de meter por medio a los padres. Novio, familias, boda: ese era el orden correcto.

—Le he hablado de ti. Igual que Hema, claro, y tiene toda la información sobre tu biografía. Al principio estaba preocupada, pero luego consultó nuestras cartas astrales. Al parecer, Hema apuntó mal nuestros datos cuando nos visitó su astrólogo.

—Un error administrativo comprensible —murmuró ella. Mejor dicho, Hema ardía en deseos de deshacerse de Mira y había falseado los resultados astrológicos.

Si Mira creyera en horóscopos y en cartas astrales, le habría contado a todo el mundo que la suya estaba condenada al fracaso desde el inicio. Se había inventado su fecha de cumpleaños. Tampoco había ningún padre al que preguntárselo.

Un camarero los interrumpió para colocar un plato delante de ella, con un pastelito cubierto de una delicada crema blanca.

—Me he tomado la libertad de pedirte el postre mientras estabas en el baño —murmuró Jay.

«¿Para que las calabazas me sepan todavía más dulces?».

Le dio las gracias al camarero y luego apartó con cuidado las frambuesas del elegante pastelito. Las frambuesas le provocaban picor de garganta.

—¿Es sin lactosa?

—No, señorita.

—Ay, lo siento, me he olvidado de tu alergia.

Claro que se había olvidado. Mira dejó la cucharilla encima del plato.

—¿Te puedo preguntar por qué tu madre estaba preocupada desde el principio?

Jay puso una mueca.

—Pues… En realidad, no es importante.

—No, me encantaría saberlo. —Sin echarse demasiadas flores, podía afirmar que la mayoría de las madres indias le daban el visto bueno en la mayoría de las categorías: era guapa sin ser despampanante, de modales refinados, tenía un buen trabajo que era lo bastante aburrido como para no eclipsar el de su hijo, sensata y respetuosa. El hecho de que fuera tan modesta e inofensiva probablemente era la razón por la que Hema la había aguantado como clienta durante tanto tiempo.

—A ver… Cree que tu entorno es bastante misterioso. —Se apresuró a añadir—: Que Hema no aceptaría a una clienta que no viniera de una buena familia, claro.

A menos que la clienta fuera amiga de una familia que ya le había pagado dos veces un dineral.

Mira apretó el puño por debajo de la mesa. Había una categoría en la que nunca podría incluirse: «de buena familia».

—No hay ningún misterio. Mis padres murieron y no tengo hermanos. Y…

—Tienes una tía que gestiona una organización sin ánimo de lucro que se dedica a educar a mujeres jóvenes en áreas pobres del mundo, así que no la ves muy a menudo —acabó la frase Jay—. Ya lo sé. Eso me has contado.

Mira vio brillar las suspicacias en los ojos de él y apretó el puño con más fuerza. Uy. Se había acabado acostumbrando a contar esa historia. Parecía preparada, y nadie te cree cuando suenas demasiado tranquila.

—Tenía una tía —dijo en voz baja—. Murió el mes pasado, ¿recuerdas?

Jay tuvo la decencia de mostrarse incómodo.

—Perdona. Se me había olvidado. No parecía que estuvierais muy unidas.

—Estábamos unidas. —Que solo hablaran un par de veces al año no significaba que no la quisiera y no hubiese llorado su muerte.

Jay esa semana había estado fuera de la ciudad. La primera noche, después de recibir la llamada de las autoridades de México, Mira había llorado hasta quedarse dormida. Había vuelto a llorar unos días después cuando recibió por correo las cenizas de su tía y otra vez esa misma noche cuando la enterró, sola. Para cuando fue a recoger a Jay al aeropuerto, se había quedado sin lágrimas, y estaba más decidida a concentrarse en su futuro.

«Así es como te dan las gracias por ir a recoger a un hombre al aeropuerto en hora punta cuando lleváis solo dos meses de relación. Para el futuro, eso solo se hace si eres su prometida o esposa».

—Lo siento —repitió él.

Mira deseaba poder llevarse a la boca una porción gigante de ese pastel cargado de lactosa.

—Me gustas. Es que… son mis padres.

—Y ¿lo único que importa es lo que piense tu familia de mí?

Él ladeó la cabeza con el gesto demudado por la confusión.

—A ver, para mí es muy importante. Eso ya lo sabías.

Sí. Aparecía en su perfil. ¿Acaso pretendía que él se rebelara contra toda su familia por ella?

«Sí».

Se dio una bofetada mentalmente. La Mira de trece años podía soñar con un hombre que hiciera ese tipo de cosas. La Mira de treinta y cinco años comprendía el valor de pensar con la cabeza en vez de con el corazón.

—No quería hacerte perder el tiempo ni perderlo yo.

—Lo entiendo —dijo ella, y recobró todavía más aplomo. No iba a montar ninguna escenita allí—. Gracias por informarme.

Él dejó la servilleta sobre la mesa.

—Puedo decírselo a Hema, si quieres.

¿Podía bloquear las llamadas de esa mujer? No, eso no la detendría. Hema le enviaría la carta de renuncia por paloma mensajera.

—Claro. —Se irguió—. ¿Te encargas de dejarle claro que es cosa tuya, porfa? —Como si fuera a importar.

—Ah. Vale. —Jay se ajustó la corbata—. Se le escapó que en los últimos años habías tenido varios emparejamientos fallidos. Eso a lo mejor también ha influido en la decisión de mis padres. Mi madre no quiere a una nuera tan exigente.

Maldita Hema. Claramente, estaba harta de que Mira se cargara su éxito sin mácula, y eso se había puesto por delante de su sentido de negocio.

Mira bebió un sorbo del vaso. No pensaba repasar su historial de fracasos sentimentales con alguien que ya era agua pasada.

—Claro.

—Adiós, Mira —Jay se levantó—. Buena suerte.

—Igualmente.

El camarero volvió al cabo de un par de minutos y se aclaró la garganta. Mira se preguntó cuántas rupturas habría vivido. Probablemente ninguna tan insulsa como aquella. Asintió.

—Supongo que ha dejado pagada la cuenta, ¿no? —le preguntó ella.

—Me temo que no, señorita.

Le dio la tarjeta de crédito y se pasó el rato antes de irse jugueteando con las sobras trituradas del pastelito excesivamente caro que había pagado y no se podía comer.

Salió a la calle y miró hacia el cielo para que el sol de primavera le acariciara la cara mientras esperaba a que llegara su coche. El enorme dolor del fracaso amenazaba con envolverla, y tuvo que esforzarse para hacerlo retroceder.

El aparcacoches le trajo su vehículo. Condujo alrededor de la manzana, dejó atrás la biblioteca pública y aparcó en el garaje.

Soltó un grito que no era muy agudo, sino más bien una exclamación gutural de frustración. Lo hizo otra vez, y otra, hasta que hubo liberado algunas de las emociones que le hervían por dentro. Como una sangría, pero menos repugnante.

Uno a uno, levantó los dedos aferrados al volante y sacó el móvil del bolsillo de la falda. Las prendas sin bolsillos le parecían una mierda. Nunca se sabe qué puedes necesitar en un momento dado, como por ejemplo el salvavidas de una amiga.

El teléfono dio tono.

—Vamos, vamos —murmuró.

Al fin, la bonita cara sonriente de su mejor amiga llenó la pantalla.

—Oye, ¿estás…?

—Jay me acaba de dejar.

Christine ladeó la cabeza. Su media melena de color negro azulado le rozaba el hombro. Llevaba puesto un largo camisón rojo y naranja. Su marido y ella estaban visitando a su familia en la India, pero para dormir llevaba esa ropa colorida desde que Mira la conocía, desde su primera noche en la universidad, cuando las habían emparejado como compañeras de habitación.

—Menudo capullo —dijo de inmediato, e hizo que Mira se sintiera algo mejor—. ¿Por qué?

«Porque no soy de buena familia. Por más que finja lo contrario, tu familia no es la mía».

—Qué más da.

Se oyó un carraspeo, y Ted, el marido de Christine, apareció en la pantalla. Tenía la nariz quemada por el sol y se le estaba pelando, pero parecía feliz.

—Hola, Mira.

A primera vista, formaban una pareja muy rara. Christine actuaba con una confianza que rayaba en la arrogancia, mientras que Ted era más sumiso. Christine parecía haber salido de una pasarela de París, alta y angulosa, con una mandíbula tenaz y fuerte, y una piel brillante color chocolate; Ted, por el contrario, era de tez pálida y pecosa, y parecía salido de la portada del Diario de contabilidad, que era, de hecho, su periódico preferido.

—Hola, Ted —lo saludó Mira, obediente. No era que Ted le cayese mal, tenían muchas cosas en común e incluso trabajaban en la misma empresa de contabilidad. De hecho, Christine había conocido a Ted en una de las fiestas de la empresa de Mira.

Los dos eran personas un tanto extrañas. Hablar con él, más allá de los lugares comunes, estuviera Christine presente o no, era… complicado.

Ted miró hacia el teléfono.

—¿Estás bien?

—Completamente.

—No está bien. La acaban de dejar.

—Ay, cuánto lo siento, Mira.

Christine le lanzó a su marido una mirada afectuosa.

—Cariño, tengo sed. ¿Me puedes traer un vaso de agua, por favor? Y un sándwich.

Ted asintió de inmediato.

—Pues claro.

Christine esperó unos instantes y se acercó a la pantalla.

—Desde que descubrimos lo del embarazo, me ha estado ahogando a base de agua cada pocos minutos.

—Qué bonito —murmuró Mira. ¿Por qué no podía ser para ella tan fácil como le había sido a Christine? Su amiga había conocido a alguien, habían estado saliendo durante un año y él estaba hidratando a su futuro hijo.

—Lo siento, cariño. Sé que por lo menos con este tío ibas con pies de plomo.

Mira observó a una niña entrar en la biblioteca cogida de la mano de su padre.

—Así funciona este juego. Es imposible rechazar a una docena de hombres y esperar que ninguno te rechace a ti.

—Está claro que es un idiota —dijo Christine, leal a su amiga.

—¿Tú crees?

—El idiota más grande del mundo. Eres una joya preciosa y perfecta, y él es una babosa viscosa que se ha quedado atrapada en un chicle en el suelo de un cine. Estoy segura de que había muchísimas banderas rojas.

Sus labios se curvaron hacia arriba, le había subido el ánimo.

—Era demasiado rico.

—Ay, no. —Christine arqueó una ceja—. Eso no.

Mira soltó una risa contenida en forma de un resoplido.

—Ahora me alegro de no haberlo conocido. Lo habría odiado y habría sido un tormento decidir si decírtelo o no. Nos ha ahorrado a las dos el mal trago.

—Mmm. —Era probable que a Christine le hubiese caído fatal Jay; solo le había caído bien uno de los hombres que le había enviado Hema a Mira. No era de sorprender que hubiera sido la única vez que, ante la ruptura, Christine no se había puesto inequívocamente del lado de Mira. Tanto porque a Christine le caía bien el chico como porque el mensaje de «no eres tú, soy yo» que le mandó Mira al tío después de conocer a su familia no había sido su momento de mayor madurez.

—Lo que vas a hacer es sacar esa hoja de cálculo que tienes y añadir «ningún nombre que empiece por J» a tu lista de requisitos. Díselo a Hema.

Mira cogió aire.

—Ya que sacas el tema, por eso te llamaba. No he dejado de pensar en lo enfadada que estará Hema.

Christine se tumbó en la cama. El ventilador de techo giraba y proyectaba sombras bajo la luz tenue de su habitación de la casa de su abuela.

—¿Lo primero que te viene a la cabeza después de que corte contigo el tío al que estabas evaluando para casarte con él es si has decepcionado o no a tu casamentera? —Relajó la frente—. Bueno, supongo que es positivo. No parece que te haya roto el corazón.

Para que te rompieran el corazón, primero había que entregar el corazón, y eso era algo que Mira no estaba ni tentada a hacer.

—No. No me ha roto el corazón. Jay no. Pero quizá es la gota que colma el vaso para Hema.

—Pero ¡si te ha dejado él a ti!

Y confiaba en que Jay lo admitiría, pero eso no supondría ninguna diferencia.

—Dudo de que le importe. Tu familia apostó por mí con Hema, así que diles a tus padres cuánto lo siento, porfa. —Christine no había necesitado a una casamentera, pero sus dos hermanas mayores habían usado los servicios de esa infame anciana. Mira había asistido a sus ostentosas bodas en Chennai. Habían brillado de felicidad y no paraban de soltar cumplidos a su diminuta invitada de honor, la casamentera que las había emparejado con sus almas gemelas.

Era lo que quería Mira. Lo anhelaba con cada fibra de su ser. No la lujosa boda, pero sí todo lo demás.

Christine hizo un sonido como para restarle importancia.

—A mis padres no les importa. Ni a mí. Solo nos importas tú. —Mira desvió la vista para no tener que mirar a los ojos demasiado comprensivos de su amiga—. ¿Cuándo dices que vuelves a casa?

—Dentro de dos semanas, y saldremos a darnos un atracón de helado sin lactosa.

Parpadeó varias veces. Debía de tener una pestaña en el ojo.

—Te he dicho que estoy bien.

—Y yo te digo que no es verdad.

Mira devolvió la mirada al teléfono. Soltó una exhalación baja y entrecortada.

—Te juro que no estaba enamorada de él ni nada.

—Estabas enamorada de la posibilidad. —Christine hablaba con voz suave—. Has tenido un año complicado, Mira. No te machaques demasiado.

Mira se mordió el interior de la mejilla. Christine era una de las pocas personas de su vida que lo sabía todo sobre ella, incluyendo su pasado y las pérdidas recientes con las que había tenido que lidiar. Una de esas pérdidas no la había afectado demasiado. La otra sí.

Arrugó la nariz.

—¿Mira? ¿Qué pasa?

Ojalá pudiera verbalizar al menos una fracción de los sentimientos que se revolvían en su interior. Normalmente era capaz de controlar y enterrar esas emociones, pero ese día estaba sensible.

«Estoy triste por la muerte de mi tía y me siento culpable por lo fría que era nuestra relación».

«Estoy preocupada porque estoy a punto de perder un gran recurso para encontrar lo que tú tienes cuando Hema asegure que no se me puede emparejar con nadie».

«Estoy cansada de volver a casa sola».

«¿Soy un desastre?».

«Desearía de corazón que ese pastelito por el que he pagado 35 dólares hubiera sido sin lactosa».

Mira abrió la boca, pero nada de eso salió de ella, porque su teléfono emitió un pitido, señal de otra llamada entrante. No era Hema, gracias a Dios. Una llamada de un desconocido procedente de California, pero eso era común porque durante la pausa de la comida tenía desviado el número de su despacho. En su empresa era una contable experimentada, y algunas veces había emergencias.

—Tengo que dejarte, creo que me llaman del trabajo.

Christine asintió. Ella se dedicaba al mundo de la moda y apreciaba mucho que Mira fuera una profesional responsable.

—Te llamaré mañana. Iremos de tiendas, quiero comprarte unos cuantos vestidos.

A Mira le importaba poco la ropa nueva, pero Christine lo haría quisiera ella o no; además, quería volver a ver a su amiga.

—Claro. Que descanses.

—Te quiero.

—Y yo a ti. —Mira respondió a la otra llamada, cambiando el tono para sonar menos como una soltera triste y más como una profesional titulada a la que se le podía confiar los datos financieros—. Soy Amira Patel. ¿En qué puedo ayudarle?

Al otro lado de la línea la recibió un silencio, y entonces una mujer joven habló.

—Buscaba a Mira Chaudhary.

Mira se puso tensa y se olvidó de que acababan de romper con ella y de su deprimente vida amorosa. Se convirtieron en detalles sin importancia.

«Mira Chaudhary».

Era un nombre que hacía tiempo que no oía. Era un nombre que la llenaba de pavor y de ansiedad y de recuerdos que prefería olvidar.

—¿Puedo saber quién pregunta?

—Me llamo Aparna y la llamo desde el bufete Ambedkar.

—¿Y de qué se trata? —Su tono ya no estaba bien modulado, era cortante. Solía tratar con bufetes a menudo por su trabajo, pero ninguno conocía el nombre que había dejado atrás cuando con dieciocho años abandonó a su familia en Nevada.

La mujer se quedó callada, y su tono se ensombreció.

—Tiene relación con el patrimonio de Rhea Chaudhary. ¿Hablo con Mira Chaudhary?

Mira se puso el teléfono en el regazo y se apretó las mejillas con las manos calientes.

—Sí —susurró.

—Le pido disculpas por haber tardado tanto en ponerme en contacto con usted, pero ha habido algunas confusiones y me ha costado localizarla. Sentimos mucho su pérdida.

—Gracias —contestó Mira automáticamente—. ¿Cómo me ha encontrado?

—Soy una detective muy hábil —contestó Aparna en tono burlón.

Debía de serlo. Mira no se había esforzado en ocultarse cuando se fue de casa, pero había estado muy decidida a alejarse de su padre.

Aparna siguió hablando.

—Nos gustaría hablar con usted sobre el patrimonio de su tía. Puedo organizar una videollamada con su abogado cuando a usted le vaya bien.

¿Una videollamada en la que se quedaría mirando a un hombre recitando las últimas voluntades de su tía a través de una pantalla, para que retumbaran por todo su piso?

Observó el salpicadero con los ojos entrecerrados. Tenía el depósito lleno y el resto de ese soleado viernes libre.

—Estoy en Los Ángeles. ¿Usted dónde está? Puedo acercarme a su despacho hoy, si su abogado tiene tiempo. —A lo mejor así se regodeaba en su pena, pero por lo menos ocuparse del patrimonio de su tía sería algo productivo.

Y tal vez la haría sentir que estaba haciendo algo por esa mujer, mitigando un poco de la culpa. Eso estaría bien.

—Por supuesto. Le haremos un hueco si puede venir antes de las cuatro. Estamos en Artesia. —La mujer recitó rápidamente una dirección que Mira apuntó en el teléfono. Según los estándares de Los Ángeles, Artesia quedaba lejos, pero la distancia era una vieja conocida de Mira—. Gracias. La veré dentro de aproximadamente una hora.

Antes de salir del aparcamiento, bajó el retrovisor e inspeccionó su reflejo. Llevaba el pelo recogido en un moño impoluto del que no se escapaba ni un mechón. Ninguna arruga se atrevía a arruinar su ropa. El pintalabios todavía seguía dentro de los límites de sus labios, aunque se había zampado dos platos de comida aclamada a nivel internacional.

Cerró los ojos durante un segundo. En su mente, visualizó cada una de sus emociones. Tristeza, remordimiento, soledad, miedo. Eran fardos de dolor lacerante, envueltos en pinchos. Con cuidado de no pincharse, los cogió todos y los metió en un tarro, y luego colocó ese tarro en un estante alto y comprobó que no se podía caer. Cuando volvió a abrir los ojos, su cerebro estaba calmado, preparado para seguir adelante. Con suerte, esos sentimientos se quedarían allí arriba el tiempo suficiente como para que pudiera arreglar los asuntos de su tía correctamente.

O eternamente. Eternamente también resultaría la mar de conveniente.

Capítulo dos

—Me gustaría comprarte una casa como regalo de boda.

Al fin le llamó la atención la que de otro modo sería otra llamada tediosa. Naveen Desai se apretó el puente de la nariz y se reclinó en la silla de su abuelo. No importaba que el anciano hiciera meses que no se sentara en ella. Siempre sería la silla de su abuelo, igual que seguía siendo de su abuelo el escritorio marcado y en el cartel de la puerta todavía podía leerse «Ravi Ambedkar y Socios».

Apoyó el teléfono en una montaña de libros de Derecho para poder ver mejor la cara de su madre.

—Conque una casa, ¿eh?

Su madre emitió un sonido afirmativo. Estaba iluminada por detrás por la ventana inmensa que había en su despacho, situado en un rascacielos, y que ofrecía una vista impresionante de San Francisco. Llevaba el pelo suelto y los mechones grises de las sienes le rodeaban el elegante rostro.

—Sí.

—Un piso no —dejó claro—. Nada de compartir pared ni comunidad de propietarios.

—Una casa entera.

—¿Dónde?

—¿Dónde, qué?

—¿Dónde estará la casa? ¿Hablamos de Artesia, Hollywood Hills, Malibú…? La ubicación marca la diferencia en el sur de California.

—Donde quieras.

—¿Puede tener piscina?

—Por supuesto.

—Cuatro habitaciones estaría bien.

—Necesitas espacio para cuando crezca la familia.

—¿Y la prometida viene incluida o me la tengo que buscar yo?

Su madre hizo un mohín con los labios. Los llevaba pintados del mismo tono discreto desde que él era pequeño.

—Es broma, ¿verdad?

—Un poco.

Apartó un montón un archivos. Siempre había algún montón de archivos. Su abuelo era un abogado de los que tocaban todos los palos, así que en un día cualquiera Naveen tenía que enfrentarse al estado de inmigración de un niño, mediar entre riñas de pareja sobre acuerdos prenupciales escritos en servilletas o repartir joyas preciosas entre herederos que todavía sollozaban. Por lo menos no era tan aburrido como su antiguo trabajo en Miller-Lane, uno de los bufetes de más prestigio. Y, aunque el volumen de trabajo era mucho mayor, había menos probabilidades de que acabara convirtiéndose en un alcohólico funcional.

Su madre se cruzó de brazos y tamborileó con los dedos, con una manicura perfecta.

—Naveen, vas a agotar mi paciencia.

—Lo siento, mamá. Ahora estoy un poco liado. ¿Solo me has llamado para hablar de hipotéticos regalos de boda? —Abrió una carpeta.

—¿Liado con qué, exactamente? ¿Trabajando hasta caer exhausto a cambio de que te paguen en biryanis?

Se esforzó por no dirigir la vista hacia la neverita que había en una esquina. Su abuelo siempre había tenido una allí. Naveen se había dado cuenta, al aceptar el puesto un año antes, de que la nevera era necesaria cuando tenías a varios clientes que te traían comida como método de pago.

—Tú eres la que siempre me dice que coma menos fuera de casa. Así no me tengo que preocupar por no tener comida casera.

—Si te casaras, podrías tener las comidas caseras que quisieras.

Sutil, así era su madre.

—Eso es un poco machista, mamá. ¿No quieres que me junte con una chica con estudios? ¿Cómo va a volver a casa después de trabajar de nueve a cinco y a ponerse a cocinar?

—No digo que tenga que cocinar ella. Nunca me has visto cocinar para tu padre, ¿a que no? No, pero me encargué de contratar a un cocinero.

Naveen sonrió a regañadientes. En vida de su padre, ella había adoptado el papel de ama de casa hacendosa que se quedaba en el hogar mientras su carrera en Historia del Arte iba acumulando polvo. Tras la muerte de su padre seis años atrás, sus tíos se dieron cuenta rápidamente de que Shweta tenía una mente hecha para los negocios, y ella asumió con eficiencia el papel de su marido en la cadena hotelera de la familia.

—No necesito a un cocinero y no necesito a una esposa. No te preocupes por mí.

Su madre soltó un suspiro alto y entrecortado.

—¿Qué hiciste el fin de semana pasado, Naveen?

—Trabajar. He tenido tres vistas esta semana.

—¿Y qué harás el finde que viene?

—Trabajar.

—¿Y el siguiente?

—Ya veo por dónde vas, pero estoy bien. Saco tiempo para mis aficiones en los ratos en que no trabajo. —«Solo que no quiero decirte nada sobre esas aficiones porque entonces sí que te vas a preocupar por mí»—. Estamos teniendo unos días muy ocupados en el bufete.

—Ah, qué me vas a contar. —Levantó la barbilla hacia el techo—. Tu abuelo siempre estaba así de ocupado. El bufete siempre iba primero.

Naveen intentó pensar con cuidado sus siguientes palabras, consciente de que la relación de su madre con su abuelo era un campo de minas de palabras no verbalizadas y resentimiento. Ravi había sido un padre distante, y nunca le acabó de convencer el hombre con el que se había casado su hija. La abuela de Naveen había mantenido la paz entre todos, pero, tras la muerte de esta y la de su padre, Ravi y Shweta se habían quedado anclados en el rencor.

—Yo no soy como él, y tampoco es que tenga un montón de responsabilidades de las que hacerme cargo.

—¡Te tienes que hacer cargo de tu futuro!

Se lo había puesto en bandeja a su madre.

—Relájate, mamá.

—¿Cómo quieres que me relaje? Te ocultas en ese despacho deplorable, pasas la mayor parte de tu tiempo libre cuidando de tu abuelo y no hay ninguna perspectiva de matrimonio en el horizonte. ¿Qué se supone que les tengo que decir a mis amigos cuando me preguntan por ti?

Naveen cogió el testamento que se suponía que debía estar leyendo.

—¿A quién le importa lo que piensen?

Su madre negó con la cabeza, y su cabello se balanceó.

—A ti no te importa porque no vives aquí, Naveen. Pero a mí sí.

Naveen se quedó callado. Su madre vivía en una burbuja extraña, en un barrio de la bahía de San Francisco en el que habitaban familias surasiáticas ricas y poderosas, incluyendo a sus propias tías y tíos. La madre de Naveen era una mujer poderosa, pero los cuchicheos a veces eran despiadados.

—Lo siento, mamá —dijo en voz baja—. Lo entiendo. Les puedes decir que estoy buscando mi propio camino en el mundo como profesional autónomo en vez de matarme a trabajar para hacer rico a otro en un gran bufete y que soy un buen nieto que cuida con amor de tu padre…

La puerta de su despacho se abrió de par en par sin que llamase nadie.

—Me ofende que se refieran a mí como si fuera un inválido —bramó su abuelo, con voz alta y estruendosa.

—Yo no he dicho eso —respondió Naveen calmado.

Su madre puso los ojos en blanco, aunque no podía ver a su padre.

—Ahora no, papá. —El tono que empleaba con su padre era impaciente, pero eso no era nada nuevo.

—Sí, ahora sí, si estáis hablando de mí. —La silla de ruedas de su abuelo zumbó mientras entraba en el abarrotado despacho. El anciano llevaba el cabello peinado con cuidado, y su traje estaba impoluto, aunque le iba holgado debido a su flaqueza. Tenía los hombros caídos, pero los ojos de Ravi Ambedkar eran casi igual de penetrantes que cuando había colgado la placa en la puerta para ejercer la abogacía en esa ciudad, hacía casi sesenta años.

Naveen siempre había tenido conexión con el huraño de su abuelo. Había sido Ravi el que lo había empujado a estudiar Derecho, el que lo había consolado cuando fracasó su compromiso de matrimonio, el que se había presentado en la puerta de su casa dieciocho meses atrás y le había dicho sin reparos que tenía un problema con la bebida, igual que había sido él el que se había encargado de que fuera a rehabilitación.

Así pues, para Naveen no suponía gran cosa mudarse para llevar las riendas del despacho de su abuelo tras conocer su diagnóstico de párkinson. Ese hombre le había salvado la vida. Lo mínimo que podía hacer Naveen era intentar salvar su legado.

—El mundo no gira a tu alrededor —le espetó Shweta con exasperación—. Estoy preocupada por mi hijo pequeño y por el hecho de que está soltero y se va a quedar solo para siempre en medio de la nada.

—Esto no es en medio de la nada. Estoy en el condado de Los Ángeles, mamá. —De mala cara, Naveen le dio la vuelta al teléfono para que su madre y su abuelo pudieran verse.

Ravi se cruzó de brazos.

—¿Estás preparado para tener prometida, Naveen? Yo te buscaré a diez chicas. A diez chicas para cada día de la semana. Puedes entrevistarlas aquí.

Su abuelo no estaba exagerando. Esa oficina fue uno de los primeros edificios de Pioneer Boulevard, una autoproclamada pequeña India, y su abuelo les había echado un cable a todos en esa comunidad. Si alguna familia surasiática cercana tenía alguna hija en edad casadera, la enviarían de inmediato cuando se enteraran de que Naveen estaba en el mercado.

Sin embargo, no irían por él. Les importaría más bien poco quién era como persona. Era el nieto de Ravi Ambedkar, igual que más al norte era el hijo de Shweta Desai.

«O el hermano pequeño de Kiran».

No. Como mínimo, la mayoría de la gente sabía que no debía pronunciar el nombre de su hermano en su presencia.

—No busca contratar a una secretaria, sino esposa —saltó su madre—. Es cuestión de calidad, no de cantidad. Hijo, mándame una foto de cara actual y haré correr la voz. Eres alto, no tendrás ningún problema.

Esa confianza era más para ella que para él. Su pasado un tanto descerebrado y su previo intento fallido de matrimonio, que había sido demasiado sonado, le daban mala imagen ante la alta sociedad con la que se codeaba su madre.

—No hace falta, pero gracias a los dos por vuestras ofertas.

—Hema está deseosa de ayudar en todo lo que pueda —insistió su madre.

Naveen se reclinó en el asiento, ansioso por poner distancia física entre esa idea y él.

—Mmm, no. Definitivamente, no quiero la ayuda de Hema.

—Pero ¡si tiene un índice de éxito del cien por cien!

Su abuelo soltó una carcajada.

—Esa amiga tuya ya ha fracasado dos veces con Naveen.

—Un futuro cien por cien de éxito —se autocorrigió su madre.

—Nunca le ha encontrado pareja a Naveen, así que por lo menos será un noventa y nueve por ciento.

—Le encontró a Payal. —Su madre parpadeó, como si supiera que había pronunciado un nombre que no debía.

Era curioso que el nombre de Payal ya no doliese tanto como antes. Y era positivo. Naveen abrió la boca, pero a nadie le importaba lo que tuviese que decir.

—¿Cuántas mujeres traerá esta vez para que rechacen a Naveen en esta ronda?

Naveen puso los ojos en blanco y clavó la vista en el techo. Había desarrollado enseguida cierta insensibilidad a las críticas de su abuelo.

Pero su madre no, así que soltó un grito ahogado:

—No seas grosero con mi hijo.

—No soy grosero, soy sincero. El muchacho acarrea ya dos compromisos fallidos y tiene solo treinta y pocos años. Debe acertar esta vez o la gente empezará a pensar que el problema lo tiene él.

—Técnicamente, es un solo compromiso fallido —murmuró Naveen, aunque nadie le prestaba atención. Hacía unos años, le había dado dos oportunidades a la amiga y vecina de su madre en un momento de debilidad, y solo porque había crecido oyendo las historias del brillante triunfo de Hema, la casamentera. Su primera candidata había salido corriendo por motivos que él todavía no comprendía. La segunda lo había dejado plantado.

Ninguna de las dos le hacía creer en el bombo publicitario de Hema.

—Hay muchas chicas que harán la vista gorda al pasado de Naveen una vez que les expliquemos las circunstancias.

Su abuelo abrió la boca, pero Naveen lo interrumpió, convencido de que iba a decir algo polémico.

—De hecho… ¡Buenas noticias! Esta noche tengo una cita.

Como esperaba, eso cerró el pico a sus familiares. Su abuelo se secó la frente con el pañuelo bordado que siempre llevaba encima. La mano le temblaba más de lo habitual, y eso preocupó a Naveen.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad —contestó Naveen—. Soy muy capaz de conocer a mujeres por mi cuenta.

—Bueno. —Shweta se quedó callada un momento—. Háblanos de ella.

—No hay mucho que decir.

Su madre entrecerró los ojos oscuros y jugueteó con el puño de su chaqueta.

—¿Cuántos años tiene?

—Más o menos mi edad.

—¿Trabajo?

—También es abogada.

—¿Es de aquí? —preguntó su abuelo con esperanza—. A lo mejor conozco a su familia.

—No.

Su madre juntó las manos bajo el mentón.

—¿Cómo os conocisteis?

Naveen se encogió de hombros.

—Por una aplicación.

—Esas aplicaciones de citas no son más que sandeces —musitó su abuelo—. No la llevarás a uno de esos escape rooms, ¿verdad?

A Naveen se le pusieron rojas las orejas. Le había mencionado a su abuelo una sola vez que le gustaban los escape rooms y luego se había tenido que pasar una hora explicándole lo que eran. El hombre no se resistía a meterse con él por eso en cada ocasión que se le presentaba.

—No.

—¿Qué narices es un escape room?

—Shweta, escucha. —Ravi se inclinó hacia delante en la silla—. El muchacho quiere que lo encierren en una habitación.

Las cejas de Shweta salieron disparadas hacia arriba hasta tocar la línea de su flequillo.

—Ay, no. El hijo de Jana también se metió en algo de eso. —Bajó el tono hasta adoptar un leve susurro—. Es algo perverso.

Naveen se frotó las sienes.

—No es tan raro, mamá.

—Mis amigos tenían razón, debería haberme asegurado de que después de la muerte de tu padre tuvieras a un hombre fuerte cerca para que te educara bien.

—Papá murió cuando tenía veintiocho años —respondió Naveen, a la par que Ravi exclamaba:

—¡Me tenía a mí!

—Si es una adicción, podemos hablarlo, Naveen. No tienes por qué afrontarlo solo como la última vez.

Naveen sabía que era una suerte increíble contar con una familia que priorizara su salud mental y se preocupara por ella. Tenía muchos amigos cuyos padres y abuelos inmigrantes no se interesaban tanto por ellos.

Aun así, lo hacían de una manera muy torpe.

—No es un adicción, y no es nada por lo que preocuparse. Es un juego. Usas pistas para superar pruebas y al final tienes que descubrir cómo salir de la habitación cerrada. Normalmente son temáticos. Como una búsqueda del tesoro. Fui después de la rehabilitación con Alan, un tío del que me hice amigo allí, y hemos ido un par de veces.

Más de un par de veces, pero no tenían por qué saberlo. Solo se preocuparían y se meterían más con él.

Su madre se llevó una mano al pecho.

—Ah, vale. Que es un juego.

—Y paga un buen dineral para jugar.

Shweta hizo caso omiso a su padre.

—Cuando sea marido y padre, no tendrá tiempo para esos pasatiempos absurdos. Volvamos a lo de la cita.

«Ah, sí. Su cita ficticia».

—¿Por qué me interrogas como si pensaras que te estoy mintiendo?

—Porque sé cuándo me mientes, y creo que es el caso.

Bien visto, porque lo era.

Antes de que pudiera hablar, su abuelo saltó en su rescate.

—Deja al muchacho en paz, Shweta. Que tenga su cita.

Su madre cedió.

—Muy bien. Incluso si te casas sin mi ayuda, te compraré una casa, que lo sepas.

Su abuelo puso los ojos en blanco y se acercó a la nevera a golpe de rueda.

—¿Estás sobornando al chico, Shweta? ¿Es así como lo hacen en la familia de tu marido?

Naveen se puso tenso.

—Abuelo, que también es mi familia. —Tal vez tuviera problemas con miembros concretos de su familia, pero todavía quería a su padre.

Su abuelo tuvo la decencia de parecer avergonzado.

—Claro, claro. Ya sabes a qué me refiero.

A la mayoría de los padres les encantaría que sus hijos se casaran con alguien rico, pero Ravi tenía unos orígenes más humildes y se había mostrado receloso con los Desai desde el momento en que Shweta se había fugado para casarse con el padre de Naveen. Ni siquiera la felicidad de su hija con ese hombre le había hecho cambiar de parecer.

Y habían sido felices. Siempre tan acaramelados que provocaban náuseas —bueno, náuseas a sus hijos—. Y eso le había creado a Naveen unas expectativas nada realistas de cómo funcionaba el matrimonio. Y era una de las numerosas razones por las que todavía estaba soltero.

—Es un símbolo de amor y felicitaciones, papá. Pero, claro, cómo ibas tú a saber nada de eso.

Naveen se frotó la nuca.

—No necesito una casa, mamá. Estaba de coña. Soy completamente feliz en el piso del abuelo. —El pequeño estudio había sido un garaje, pero lo habían convertido en una vivienda adicional, equipada incluso con una pequeña cocina. Que él apenas usaba, gracias a la mencionada nevera en la que estaba hurgando su abuelo.

—Mi nieto no tiene necesidad de todas esas cosas tuyas tan sofisticadas. —El abuelo sacó una botella de refresco de la marca Thums Up que el tendero de al lado le había dejado en agradecimiento a la ayuda recibida con un ticket de aparcamiento.

Por suerte, su madre ignoró la pulla.

—Acabo de comprarle a tu hermano un solar cerca de nuestra casa. Creo que sería lo justo.

Pronunció las palabras con un tono desenfadado deliberado, pero sonaron como el estallido de una bomba. El único sonido que había en la habitación era el tictac del reloj de la pared.

—No quiero nada de lo que tiene Kiran —dijo al final Naveen en voz baja.

—Ya ha pasado mucho tiempo —apuntó su abuelo.

Naveen se rascó la nariz. Esa era probablemente la única cosa para la que su madre y su abuelo aunaban fuerzas: para su reconciliación con Kiran.

—No el suficiente.

—Te echa de menos —añadió Shweta.

—¿Eso te ha dicho?

—Pues claro.

—Mira quién miente ahora. —Le lanzó a su madre una mirada irónica.

—Sé leer entre líneas. —Su madre abrió las ventanas de la nariz.

—Te traicionó. —Ravi tomó un sorbo del refresco—. Puedo entender tu enfado. Pero es tu hermano y siempre lo será.

—Estoy harta de tener dos chats grupales de la familia, uno contigo y otro con él. —Su madre se pasó los dedos por el pelo y se cargó el peinado—. Necesito que hables con él, Naveen. Ha intentado contactar contigo muchas veces.

¿Había dos chats grupales? ¿Qué saludos de buenos días se estaba perdiendo en el otro?

—¿Eso es lo que te ha dicho? ¿Que ha intentado contactar conmigo varias veces?

—Sé que lo ha intentado. Fue a verte a rehabilitación y tú le diste la espalda.

—Fue una vez. Eso no son varias veces.

—Siempre me pregunta por ti.

—A mí también me llama para saber cómo estás —añadió su abuelo—. Me dice que no te quiere molestar llamándote por teléfono.

—Pero puedes llamarlo. Quiere que lo llames, de verdad. —Shweta desvió la mirada al suelo—. A tu padre se le rompería el corazón si supiera que hace dos años que sus hijos no se hablan.

Hala. Era un golpe bajo, porque Naveen sabía que su madre tenía razón.

Durante esos años, había pensado en llamar a Kiran, pero algo lo detenía siempre. Es que no se podía imaginar cómo iba a ser esa conversación ni lo que se iban a decir.

Y también estaba la rabia. Esa rabia terrible que le hacía sentir que perdía los estribos.

No le gustaba experimentar esas emociones profundas como pozos. Podían llevarlo por caminos oscuros y peligrosos, y lo último que quería hacer era bajarse del tren en el que se había subido con tanto esfuerzo.

—Alucino con vosotros dos. ¿Acaso no estáis de mi lado?

—Claro, hombre —dijo su abuelo—. Siempre estoy de tu lado. Pero él también es mi nieto y odia el daño que te hizo.

Naveen se rascó la nariz.

—Pues que lo hubiera pensado antes de haberme hecho lo que me hizo.

Una mujer de pelo rizado y aspecto de muchacho apareció en la habitación con rostro curioso.

—¿Antes de que quién hiciera qué?

—Nada —respondió Naveen, agradecido por la interrupción. Alegró el tono de su voz a propósito. «Suena agradable, suena alegre»—. ¿Tú también estás aquí para unirte a la reunión familiar para soltarme un sermón y que me case, Aparna?

—Hola, Aparna —la saludó su madre por teléfono. Naveen detestó lo sumisa que sonaba, pero estaba demasiado herido como para consolarla en ese momento.

—Hola, tía —respondió su prima con alegría—. No, ningún sermón a la vista. Te quería decir que la señorita Chaudhary está aquí, y le he dicho que espere en la sala de reuniones.

Naveen se miró el reloj.

—Llega pronto. —Y no había tenido la oportunidad de examinar por completo su expediente.

—¿Quién ha venido? —inquirió Ravi.

—La heredera del patrimonio de Rhea Chaudhary. He tardado bastante en localizarla. Se ve que se cambió el nombre —lo informó Aparna. Era la hija de la prima de su madre, pero la llamaba «prima» igual. Era unos años mayor que Naveen y también vivía puerta con puerta con su abuelo, aunque en su propia casa. Tenía la energía de una madre, ya que, de hecho, era madre soltera de un niño de cinco años. También era su investigadora privada, notaria y todo el personal administrativo que tenían.

—Ah. —Ravi entrecerró los ojos y Naveen supo que su abuelo estaba buscando en los archivos de su cerebro y no había encontrado nada—. No… no me acuerdo.

Ravi odiaba no acordarse de algo, y en esos tiempos ocurría más a menudo.

—Es un caso sin complicación. Empezaste a trabajar con Rhea hace un año o así. Por lo visto, ni siquiera la conociste en persona. —Por aquel entonces, Naveen todavía no colaboraba con el bufete, pero su abuelo todavía estaba en el despacho. Ravi solo dio un paso atrás gigante cuando empezó a olvidarse de detalles importantes. Su abuelo era orgulloso, pero también muy consciente de sí mismo, y no quería ensuciar su nombre con una mala praxis—. A todo esto, su sobrina estaba en la zona. Ha preferido venir en persona. Así el proceso será más fácil.

Shweta se removió en el asiento.

—Muy bien. Me tengo que ir a una reunión. ¿Me llamarás esta noche para contarme cómo ha ido la cita?

—Si no se ha hecho tarde.

—Adiós, Naveen, Aparna. —Su madre hizo una pausa—. Papá.

Ravi inclinó la cabeza.

—Shweta.

Aparna se inclinó por la parte trasera de la silla de ruedas de Ravi.

—¿Quieres que te lleve a casa, abuelo?

—Debería reunirme con esa clienta. Mi nombre todavía figura en la puerta.

Le tembló la mano cuando la levantó para llevársela a los labios y apurar la lata.

Naveen vio la evidente fatiga que desprendían los ojos de su abuelo. Vestirse e ir hasta la oficina, con ayuda de su enfermera o no, se estaba convirtiendo en una tarea cada vez más ardua para él.

—No, vete a casa. —Naveen cerró el archivo—. Este es fácil, y me gustaría tener algo de tiempo para prepararme para mi cita de después. —Afortunadamente, tenía planes para el día siguiente (sí, otro escape room con Alan y con unos tíos que no conocía), así que ya tenía pensado quedarse hasta tarde en el despacho para ponerse al día con el trabajo.

Pillar algo de cena en uno de los restaurantes que había en la calle y comerse su naan y pollo tikka masala en su mesa mientras redactaba bocetos de votos prematrimoniales quizá no fuera la cita que su familia creía que estaba disfrutando, pero al menos era un momento de tranquilidad.

—Está bien —gruñó Ravi—. Quédate hoy hasta tarde. Recuerdo la primera vez que vi a tu abuela, estuvimos despiertos hasta las tres de la mañana, aunque al día siguiente teníamos clase.

Naveen tragó saliva y saboreó sus mentiras con más intensidad.

—No nos adelantemos.

—Eres un buen chico, Naveen. Quiero lo mejor para ti.

Su abuelo abrió la boca como si quisiera decirle algo más, pero entonces le hizo un gesto a Aparna para que lo llevara a casa.

Naveen bajó la vista para esconder sus sentimientos encontrados mientras su prima y su abuelo se marchaban. Solo había experimentado una o dos veces en su vida ese tipo de fascinación desenfrenada con una mujer. Una parte de él, una parte muy grande, lo anhelaba. Otra parte de él, la parte que claramente iba ganando, prefería coger comida para llevar y redactar un acuerdo prematrimonial.

«No pienses en eso ni en tu hermano. Todavía te queda trabajo que hacer».

Dedicó un minuto a peinarse el pelo con los dedos en el espejo de la pared y, acto seguido, se apresuró a dirigirse a la pequeña sala de reuniones mientras intentaba leer a toda velocidad el expediente de su clienta, Chaudhary. Había muerto en el extranjero; una heredera, la sobrina; solo un pequeño sobre de activos en herencia. Compuso una apropiada expresión seria y entró en la habitación.

—Señorita Chaudhary, le pido disculpas por hacerla esperar y la acompaño en el…

Se quedó sin voz cuando la mujer que estaba delante de la ventana se giró para mirarlo. Era preciosa, con unos ojos grandes oscuros y un par de rizos sueltos que reseguían su carita redonda. Su cuerpo estaba formado por una sucesión de curvas ordenadas con pulcritud. Llevaba puesta una falda negra que le llegaba hasta las rodillas y se estrechaba en sus caderas, y una blusa de seda rosa decorada con una lazada atada al cuello. Unos delicados botones de perla le recorrían el torso.

Naveen había desabrochado esos botones una vez, esas perlas, una a una.

Había recorrido su piel color miel con las manos, con los labios, con la lengua. La había acariciado hasta que ella se retorció de anhelo debajo de él y hasta que notó su cuerpo suave y blando bajo el suyo. Le había besado lágrimas de pasión de las mejillas y mordisqueado la oreja para hacerla sonreír. Debían de haber pasado tres años, y ella tal vez hubiera cambiado físicamente —tenía más curvas, las mejillas un poco más redondas, un maquillaje más discreto y el pelo recogido en un moño, en vez de alisado sin compasión y corto—, pero hay personas que no se olvidan nunca.

Sobre todo cuando hacen que uno crea en un final feliz y luego se lo arrebatan en abrir y cerrar de ojos.

La chica movió el cuello, con la mirada clavada en él.

—¿Tú? —dijo sin aliento.

Naveen cerró el archivo de golpe.

—Amira. Cuánto tiempo sin hablar. —Hizo una pausa—. O, mejor dicho, sin escribirnos.

Capítulo tres

Hostia puta.

¿Era cosa del karma? ¿O un chiste cósmico interminable? ¿Acaso alguien en el universo había decidido que ese era el día nacional de meterse con Mira?

No había otra explicación que justificara por qué se tenía que encontrar cara a cara con el primer hombre avalado por Hema al que había rechazado, justo después de que el último pretendiente enviado por esa mujer acabara de rechazarla.

«No solo es tu primer pretendiente, sino que también es el primero al que diste calabazas sin piedad con un triste mensaje de texto».

Mira había hecho un buen trabajo eliminando la voz de su padre de su cabeza, pero en esos momentos le susurraba: «Mira, el problema es que te quedas paralizada y dudas. Tu cerebro siempre tiene que ir más rápido que tu cuerpo».

No estaba equivocado. Solo había pasado un minuto desde que Naveen había entrado en la habitación, pero se le había hecho eterno. Revisó los contenedores de cristal donde había guardado sus emociones, se aseguró de que no pudieran salir y levantó la barbilla. Encontrarse con un ex justo en ese instante no era del todo oportuno, pero iba a fingir estar entera y que no la afectaba. Eso se le daba de coña.

—Naveen. ¿Qué haces aquí?

Cerró la puerta de una patada tras de sí sin apartar la vista ni un segundo. Mira catalogó los cambios que veía en él lo más rápido que podía. Desde la última vez que se vieron, tres años antes, había ganado peso, pero tenía la cara más chupada. Sus hombros eran anchos y su cabeza casi rozaba el marco de la puerta. Llevaba el pelo más largo. Los rizos suaves le caían por la frente y le daban un aspecto juvenil encantador, que contrastaba con los ángulos duros de su rostro. Unos hilos plateados brillaban en sus sienes.

Las manos de Naveen se aferraban a los archivos. Llevaba puesto un anillo de oro decorado con una pequeña gema negra cuadrada. Era el anillo de su padre, igual que el Rolex que llevaba en la muñeca. Mira lo había ayudado a ponerse ese reloj más de una vez, después de pasar la noche juntos.

Tal vez solo hubieran salido seis meses, pero habían compartido muchas noches.

Se estremeció. «Ahora no. Ni se te ocurra pensar en esas noches ahora».

—Trabajo aquí. —Dio un paso hacia ella, y Mira dio un paso atrás. La habitación le parecía muy pequeña.

—Trabajas en Miller-Lane. —Como el abogado corporativo de primera que era. Naveen había estado más ocupado y había sido más ambicioso que ella, que no era moco de pavo. En aquel entonces, ella estaba decidida a llegar a un puesto superior y él estaba decidido a encontrar pareja.

—Antes sí. Ahora trabajo aquí.

—Tu nombre no figura en la puerta.

Naveen arqueó una ceja. En algún momento de los últimos años, se había encargado de librarse de su unicejo. A ella no le importaba. Le daba a su cara un leve descanso a la perfección.

—Ravi Ambedkar es mi abuelo. Este es su despacho. Me ocupo de sus casos mientras está fuera.

Mira apenas recordaba haberlo oído hablar de su abuelo con cariño. No lo había conocido cuando estuvieron saliendo, pero en gran parte era porque normalmente ella se desplazaba hasta San Francisco. El resto de su familia estaba más al norte, en una comunidad privada exclusiva. La enorme casa de su madre tenía dos escaleras, candelabros de cristal y un piano que no usaba nadie. Hablando de riqueza desmedida.

Mira le había enviado el mensaje que de pronto resultaba infame mientras se alejaba de esa mansión con el coche. Eran buenos tiempos.

Los engranajes que se habían quedado atascados en su cerebro cuando lo vio empezaron a moverse, de manera atropellada y emitiendo un chirrido.

—Un momento… ¿Eres el abogado.. de mi tía?

—Supongo que ahora sí. —Naveen examinó el archivo que tenía en las manos—. Tu tía contrató los servicios de mi abuelo hará cosa de un año, cuando todavía estaba activo. Ahora está prácticamente jubilado.

Una vez más: hostia puta.

Mira paseó la vista por la pequeña habitación. No estaba sucia ni desordenada, pero había hecho suficientes auditorías forenses como para pasar mucho tiempo en bufetes exclusivos. Ese era el de un profesional solitario, concentrado en la comunidad a la que servía. La sala de espera tenía un sofá desgastado y un sillón destartalado. El ascensor no funcionaba, y en él se podía ver un cartel en inglés, hindi y urdu que le indicaba el camino hacia las escaleras. La sala de reuniones contaba con una ventana situada muy arriba de la pared, con lo que no se podía apreciar las vistas.

«Rhea nunca habría ido a un bufete exclusivo».

Era verdad. A Rhea nunca le habían importado las apariencias. Había aprovechado la que había sido una pequeña herencia de los abuelos de Mira y la había invertido en una organización sin ánimo de lucro bien fundada de la que había podido vivir cómodamente gracias al pequeño salario que sacaba de ella. Al mismo tiempo, el padre de Mira, que era su hermano pequeño, invirtió la herencia en un día de juego al blackjack.

Pero, en fin, ¿por qué había acudido a ese abogado en concreto? ¿Qué probabilidades había de que de entre todos los abogados del mundo —o incluso solo de California— su tía escogiera a uno al que Mira conocía?

—¿Por qué escogió a tu abuelo?

—Durante los últimos cincuenta años, ha gestionado herencias de esta zona. Si ella quería apoyar a los negocios locales, él habría sido su primera opción.

—Ni siquiera era de aquí. ¿Por qué le iba a importar apoyar a los negocios locales?

Naveen la miró de soslayo.

—¿Porque la ciudad no quiere reconocer ni apoyar este lugar como la Pequeña India y en la prensa ha salido mucho que nuestro barrio se muere? Si le importaba ni que fuera un poco la cultura, es posible que estuviese interesada en ayudar.

Era factible. Su tía Rhea había dirigido una organización sin ánimo de lucro y siempre había estado interesada en apoyar a la gente de su comunidad. Aquel podía ser otro de esos chistes cósmicos. Pero aun así…

Había una cosa que a su padre le encantaba decir, algo sobre que las coincidencias no existen.

Mira le había hablado de Naveen a Rhea. Su cumpleaños había sido la semana después de la ruptura, y había estado más deprimida de lo que debería estar alguien que, cubierta de la cabeza a los pies de urticaria causada por el estrés, había salido corriendo, dejando atrás a ese hombre. Rhea la había llamado, como siempre hacía por su cumpleaños, y Mira se había desahogado de una manera muy impropia de ella.

¿Acaso le había mencionado su nombre? Tal vez el de pila. ¿Le había dado alguna otra información para que pudiera identificarlo? ¿Suficiente como para que Rhea lo localizase y lo contratara unos años después?

«¿Con qué intención?, ¿para procurar desde el más allá que te vuelvas a ver con tu ex? Qué absurdo. Ni siquiera conoció a Naveen cuando estabas saliendo con él. Y a diferencia del resto de tu familia, no era precisamente una maestra en el arte de la manipulación. ¿Entonces? ¿Todo era una coincidencia? ¿Lo del destino era real? Ni hablar».

—¿Y no te parece raro? —insistió Mira.

Él se quedó callado durante unos segundos.

—Lo raro es que estuviéramos saliendo durante seis meses, te presentara a mi familia, hablásemos de casarnos y que durante todo ese tiempo te conociese como Amira Patel. No como Mira Chaudhary.

Ah. En ese momento de sorpresa, se había olvidado del nombre que él había musitado cuando había entrado en la habitación.

El silencio los envolvió, y Naveen dio otro paso. Esa vez, Mira no se apartó.

—Es muy raro, Mira. ¿No crees?

Una sílaba. Había escogido deliberadamente un apodo que tenía una sílaba menos que el nombre por el que la habían llamado durante los primeros dieciocho años de su vida. Mucha gente había acortado Amira a Mira, incluso Christine, antes de que conociera su pasado.

En ese caso, ¿por qué un escalofrío le recorrió la espalda al oír cómo Naveen pronunciaba su nombre de nacimiento?

—Patel es el apellido de soltera de mi madre. —Era cierto—. Por eso lo uso.

—¿Y también usas un nombre de pila distinto?

Mira se mordió el interior de la mejilla.

—Sí.

Naveen frunció el ceño, gesto que provocó que se le formaran arrugas entre las cejas.

—Ajá.

—No es que fuera algo tan importante.

—¿Que no lo es? A mí me lo parece. Yo no tengo apodo. Nadie de mis conocidos tiene uno.

Mira apretó el puño sobre la espalda.