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Beschreibung

EL ASTUTO DIOS VIKINGO. Asgard, la morada de los dioses, recibe a un huésped muy especial. Se trata de Loki, hijo de un gigante y una diosa, a quien Odín, el primero de los dioses, apadrina y protege. Sin embargo, la presencia de Loki en Asgard pronto se convertirá en un problema. Es un dios seductor que siempre está dispuesto a agradar, pero su naturaleza sibilina y cambiante hace que sus ardides, siempre tramados en beneficio propio, perjudiquen a los demás dioses. Esto provocará un creciente desdénhacia él que mutará en humillación y rechazo, y Loki acumulará un resentimiento visceral cuya culminación tendrá consecuencias apocalípticas. Las aventuras y desventuras del dios más sagaz, inteligente, astuto, embaucador y ambiguo de Asgard. No en vano, su figura recuerda a la del ángel caído. La caída en desgracia de un dios y su conversión en el agente que conducirá a un terrible y profetizado destino: el Ragnarök.

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ÍNDICE

I. La profecía de Ragnarök

II. El collar de Freya

III. Las manzanas de la juventud

IV. El exilio de Loki

V. Los hijos de Loki

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

ILa profecía de Ragnarök

—1—La chispa del caos

ue un estremecimiento real, tan certero y penetrante como si la hoja de un cuchillo se hubiera hundido en su corazón. Agitado por esa sensación, Odín se revolvió en el Hlidskjalf, el alto sitial que domina los nueve mundos. Alzó sus ojos dolidos hacia la lejanía, en dirección a las tierras de Jötunheim, la región que servía de morada a los gigantes. Pero no veía los yermos páramos propios del lugar; su mirada estaba velada por una terrible premonición: una guerra universal, el destino de los dioses.

En su visión, un manto gélido lo cubría todo, un invierno sin fin, como jamás se había conocido. En el cielo, lobos colosales y despiadados habían dado caza al sol y la luna, y su preciada carga había desaparecido entre sus fauces. Oscuridad, frío. Montañas, valles y llanuras conmoviéndose en descomunales estertores, como si la tierra misma estuviera de parto… Pero no eran esos los signos de una vida que comienza, sino de la muerte que acaba con todo.

Con un escalofrío, Odín vio tres monstruosos seres, hermanos todos ellos, los heraldos de la destrucción total.

El primero de los monstruos tenía forma de mujer. Por un lado, su imagen era la de una joven bella y lozana, por el otro, su semblante era putrefacto y siniestro. A su paso, hasta los pastos más verdes se secaban, las criaturas se estremecían de terror bajo su mirada tenebrosa. Había abandonado sus dominios oscuros para reclamar todo lo vivo y convertirlo en muerte con su lóbrego abrazo.

El segundo monstruo era una serpiente gigantesca, larga como el hambre en invierno. Cada una de sus escamas habría servido de muro a un palacio y de sus colmillos se vertían cascadas de veneno. Con su formidable cuerpo estrangulaba las raíces del gran fresno Yggdrasil, lenta pero inexorablemente.

En una oquedad cavernosa se debatía el tercer monstruo, una enorme bestia de dientes afilados. Unas cadenas mágicas lo habían apresado hasta entonces, pero ahora los eslabones se habían quebrado y el furibundo animal había quedado libre con un aullido de excitación. En sus ojos de hielo, Odín vio su propio final. Y también el reflejo de una gran pira universal, desatada para consumirlo todo.

Por delante de las tres monstruosas criaturas, caminaba sereno su padre. La sangre regaba sus pies, sangre que daba alimento a sus hijos. Una sonrisa perversa asomó a su rostro, sabedor de la traición que marcaba su nombre. No había en él remordimiento alguno, sino la plena satisfacción de quien ha cumplido la más feroz de las venganzas.

Odín exhaló un ronco quejido; la visión ya había pasado. Solo quedó el latido de su corazón, un tambor alocado cuyo redoble llenaba el silencio sagrado de su sitial. A sus ojos, los nueve mundos eran ya un túmulo, aunque sabía que esos tiempos eran lejanos y que aún tenían que sucederse muchos inviernos para que tales cosas ocurrieran. Sobre sus hombros, los dos fieles cuervos Hugin y Munin sacudieron las alas y revolvieron su plumaje, inquietos por los funestos presagios.

El viento sopló con fuerza, como queriendo arrastrar con él sus tribulaciones, y Odín buscó el sosiego en la hermosa vista que se abría ante él. Desde el trono Hlidskjalf no veía las paredes ni el techo del gran salón donde este estaba situado, sino que el palacio se desvanecía para brindarle la creación entera. El palacio de Valaskjalf se alzaba en un lugar privilegiado, en lo alto de una vertiginosa cima, y a sus pies el joven mundo al que él mismo había dado el nombre de Asgard —«el recinto de los ases»— se estaba levantando en una promesa de gloria y esplendor como nunca se había conocido. Aquí y allá se veían construcciones en ciernes, rivalizando entre sí en grandeza y lujo. Pronto construiría su propio palacio a los pies de aquel trono pedregoso, con un salón que arrancaría lágrimas de admiración a todo aquel que lo pisara.

—¿Qué ocurre, esposo?

Frigg había notado su perturbación y había acudido a su lado con premura. Su distinguido semblante, sereno casi siempre, estaba ahora ensombrecido por la preocupación. Solo entonces Odín notó que sus manos, las manos del primero de los dioses, del Padre de Todos, estaban temblando, aferradas como garras a la dura piedra de su trono. Ella frunció los labios, no hacían faltan las palabras, ya sabía lo ocurrido.

—Es esa premonición, otra vez… —se lamentó, sobrecogida. Y se envolvió en su manto, como si aquella prenda inútil pudiera salvarla del frío eterno que estaba por llegar.

Odín desvió la vista hacia el horizonte, hacia Jötunheim, que estaba situado en los márgenes del mundo que había dado a los hombres, Midgard.

—¿Cómo nace el fuego, mi señora?

Frigg volvió la mirada hacia el mismo punto, buscando inútilmente el motivo de aquella extraña pregunta. También ella podía alcanzar a ver lo que sucedía en los otros mundos que pendían de las ramas de Yggdrasil.

—Cuando un rayo cae sobre la hojarasca seca1 se prenden las llamas —contestó ella—. Así nace el fuego.

Odín asintió con gesto sombrío.

—¿Y qué ves allí a lo lejos, en las tierras de los gigantes?

Frigg escudriñó la distancia, afanándose en encontrar en los páramos de Jötunheim alguna pista que le indicara qué era aquello que tanto perturbaba a su esposo.

—Veo una oscura cueva de paredes heladas, en su interior, una mujer está sufriendo los dolores del parto. Se llama Laufey, «la frondosa». Diría que es una diosa… pero no estoy segura, no consigo verla bien.

—¿Qué ocurre ahora? —indagó Odín.

—Laufey grita de dolor. Ha alumbrado un bebé sano y muy hermoso, que recoge en sus brazos. Pero algo ocurre…

Odín frunció el ceño.

—El padre es un gigante al que llaman Farbauti, «el que golpea peligrosamente» —continuó diciendo Frigg—. Fue su semilla quien lo concibió, pero por alguna razón la madre se niega a darle su nombre a su hijo, como es tradición. Laufey llama a la criatura así: Loki Laufeyjarson.

Frigg retiró su mirada de la lejanía y se volvió hacia su esposo.

—Es inusual, desde luego. No he sabido hasta ahora de ninguna madre que diera su propio nombre a su hijo, ni de ninguna diosa que se dejara seducir por un gigante. Quizás es esa la razón por la que ha rechazado al padre de su hijo; tal vez fue forzada… —sospechó—. Sin embargo, no logro entender el motivo de tu preocupación, mi señor. ¿En qué podría afectarnos todo ello?

Odín acarició el plumaje de uno de sus cuervos, buscando en su compañero alado la paz que le faltaba en ese momento.

—La chispa del caos acaba de prenderse. Esa criatura nacida de una unión tan singular traerá el desequilibrio al mundo. No parece gran cosa, pero hasta la pavesa más insignificante puede encender un fuego que lo consuma todo. ¿No sería lo más prudente apagarla ahora, estrujarla entre mis dedos y sofocar su existencia antes de que las llamas sean ingobernables?

—¿Qué fuego puede resistirse al gobierno del Padre de Todos? —le reprochó Frigg—. Si una llama lo amenazara, él tomaría ese fuego para doblegarlo bajo su voluntad, lo pondría a su servicio. ¿Acaso no lo llaman también el Padre de la Victoria, el de la mirada ardiente?

Herido en su orgullo, Odín asintió. Frigg sabía bien cómo retorcer sus entrañas.

—Un niño recién nacido no puede ser una amenaza para nadie —insistió Frigg—. Decís que traerá el desequilibrio al mundo, pero quizás una intervención podría ser la causa de un trastorno mayor.

—Vive ahora, pues, Loki Laufeyjarson —susurró el Padre de Todos—. Crece y disfruta en paz de tus primeros inviernos. Después veremos de qué modo ha prendido esa chispa que llevas en tu interior.

Más tarde, cuando Frigg dejó el sitial y los cuervos Hugin y Munin volaron en busca de nuevas, el Padre de Todos se acomodó en su trono con los miembros más relajados.

Una ráfaga tibia de viento alcanzó el sitial y jugó con sus largos cabellos. El verano estaba en ciernes y Odín disfrutó de la caricia, deseando que su desasosiego fuera infundado.

Pero la serenidad de su sitial era solo aparente. En su corazón ya no había quietud posible. En su memoria todavía se removían los terrores que había presenciado, recuerdos de un futuro que aún estaba por tejerse, un entramado que él debía deshacer por todos los medios.

En sus oídos aún oía una y otra vez a los tres monstruos aclamando el nombre de su padre, cada uno en su lenguaje:

—Loki —susurraba la diosa de la muerte, con sus labios marchitos.

—Loki —siseaba la serpiente del mundo, con su lengua bífida.

—¡Loki! —aulló exultante el gran lobo negro, antes de que cayera la noche eterna.

Los copos blancos descendían del cielo espesos como plumas de ganso, el suelo había quedado enterrado por una considerable capa de nieve que haría imposible cualquier huida, pero Loki, hundido hasta las rodillas y jadeando como un animal exhausto, no se resignaba a dejarse capturar. En su mano apretaba un tesoro: un precioso brazalete de oro.

—¡Loki Laufeyjarson! ¡Devuelve lo que has robado, ladrón! —aulló un gigante tras él, más cerca de lo que había supuesto—. ¡Te desollaré como a un conejo! ¡Te abriré como si fueras un cerdo y te haré tragar tus propias tripas!

—Eso será si me atrapas —susurró Loki para sí, con una sonrisa burlona.

Un páramo helado se extendía frente a él, las ráfagas ocultaban el horizonte, pero en realidad no había mucho que ver allí: tan solo un tétrico cementerio de troncos y ramas convertidas en hielo, que en otro tiempo debió de ser un fértil bosque. No había ningún lugar donde esconderse, pero él traía su propio escondite consigo. Cerró los ojos, listo para el cambio.

Loki no ignoraba sus orígenes: por sus venas corría la sangre de los gigantes, y de ellos había heredado una cualidad muy útil para este tipo de situaciones comprometidas.

En solo un instante, su cuerpo se transformó: sus orejas se estiraron hasta volverse puntiagudas, sus brazos y piernas se convirtieron en patas, su ropa pasó a ser un tupido pelaje invernal, propio de aquellas tierras. Loki era ahora un joven zorro nival; tomó su preciosa captura entre los dientes y saltó hacia delante ágilmente, dispuesto a escapar.

Un mazo bestial, tan grande como un árbol, silbó en su dirección y, demasiado tarde, Loki comprendió que no había escapatoria para él. Recibió el brutal impacto con tanta violencia que ni siquiera tuvo tiempo para un último pensamiento.

Si un avispero se hubiera colado en su cabeza y cada una de las avispas le hubiera clavado su aguijón en los sesos, no se habría sentido peor. Si un herrero le hubiera machacado los brazos y las piernas sobre un yunque, no habría sentido más dolor. Fue el despertar más penoso de la historia de los nueve mundos, Loki estuvo seguro de ello. Apenas pudo abrir los ojos una rendija, y deseó que aquel mazo que lo había sorprendido en su huida hubiera acabado su trabajo.

Todo él era un amasijo de magulladuras y costras secas. Había recuperado la forma humana y se encontraba medio desnudo, firmemente encadenado a una roca escarchada. Le pareció una precaución ridícula teniendo en cuenta su estado; dudaba que pudiera dar más de dos pasos sin ayuda. Pero no, aquellas no eran unas vulgares cadenas, notó. Los eslabones de hierro resplandecían con una extraña luz ondulante en la penumbra; debía de tratarse de alguna clase de artificio fabricado por los enanos para impedir que volviera a utilizar sus hechizos.

—Estás vivo, muchacho —comentó una voz sorprendida, muy cerca de él—. Creí que habías muerto. Habría apostado un barril de hidromiel, si fueran otras las circunstancias…

Loki se volvió hacia la voz con demasiada brusquedad y no pudo reprimir un alarido, azotado por el latigazo que sufrieron sus miembros. Respiró hondo y luchó por ignorar el dolor, no quería desvanecerse otra vez. Una vez recuperado el aliento, echó una ojeada a su interlocutor.

Era un hombre maduro que también se encontraba atado por las mismas cadenas evanescentes. Y, a juzgar por las marcas de su cuerpo, tampoco había sido tratado con benevolencia. Su pecho mostraba las señales de una paciente tortura con hierros al rojo vivo, la sangre seca salpicaba su barba y su cabello largo, sucio y enredado caía sobre su semblante. Le faltaba un ojo, era tuerto, aunque la herida parecía de otro tiempo.

—Me llamo Grimnir —se presentó el desconocido.

En ese momento, unas risotadas profundas lo interrumpieron, reverberando en las paredes de la enorme caverna. Era el gigante: había recibido en su refugio a un nutrido grupo de acompañantes, tan enormes como él. Entraron todos con gran algarabía y se acomodaron frente al fuego, donde bullía un caldero tan grande que hubiera podido alojar a una res entera. Se desprendieron ruidosamente de sus muchas armas: mazos y hachas que habían bebido la sangre de sus enemigos. Por suerte, parecían estar muy entretenidos, festejando alguna victoria, por lo que los prisioneros pasaron desapercibidos para ellos, al menos por el momento; aquella reunión parecía mucho más importante que dos pequeños cautivos.

El gigante que los había encadenado gritó con una voz atronadora que hizo temblar la bóveda de piedra.

—¡Yrsa, Snotra! Las gargantas de mis amigos están secas. Estúpidas holgazanas, ¿por qué no habéis traído ya bebida y comida para todos?

Dos gigantas se apresuraron a acudir a su llamada, con grandes jarras en sus manos. Eran fuertes y hermosas, de cabellos blancos como la nieve. Se esforzaron en atender bien a los recién llegados, pero cuando nadie las miraba, sus ojos se volvían, furtivos, hacia los prisioneros. Loki no tardó en darse cuenta de que no era él precisamente el objeto de su atención.

—¿Quién te satisfizo más, Snotra o Yrsa? —le preguntó Loki con una sonrisa astuta. La situación no podía ser más difícil, pero ¿qué sería de la vida sin un poco de diversión?—. Dime, Grimnir: ¿merecieron la pena?

—La merecieron —confesó su compañero de cautiverio, gratamente sorprendido por su sagacidad—. Y volvería a hacerlo sin dudar. ¿Qué me dices de ti, muchacho? ¿Valió la pena robar mi brazalete?

La diversión de Loki se esfumó por completo, en cambio Grimnir rio a placer, a costa de su incomodidad.

—Hár me lo arrebató después de sorprenderme con sus hijas, así que en realidad robaste a un ladrón —le explicó, haciéndole ver que no se lo tendría en cuenta—. ¿Cuál es tu nombre, muchacho?

—Me llamo Ulf —mintió Loki, sin ningún tapujo.

—¿Ulf, «lobo»? —rio Grimnir—. Más bien Melrakki, «zorro de las nieves», querrás decir.

Aquel desconocido disfrutaba poniéndolo a prueba, y Loki no encontró ni el humor ni las ganas de responder de forma ingeniosa.

«Loki vio que su interlocutor era un hombre maduro que también se encontraba atado por las mismas cadenas. En ese momento, unas risotadas profundas lo interrumpieron».

Cuando el gigante lo arrastró a la cueva y lo ató a las cadenas, aún debía de mantener la forma de zorro, dedujo Loki. Así que Grimnir debía de haber presenciado cómo cambiaba de forma. Él se sentía muy orgulloso de esa habilidad, se consideraba un maestro del disfraz, no solo en cuanto a su aspecto, sino especialmente en cuanto al arte de enmascarar la verdad. Este había sido su único recurso para sobrevivir en un mundo hostil, pero, por primera vez en su vida, las palabras adecuadas no acudieron a su boca.

—Me siento muy cansado —replicó, para eludir la cuestión.

Quizás si se hacía el dormido, Grimnir no le haría más preguntas incómodas… Al menos por un rato.

Loki dejó caer sus párpados y entonces vio a su madre. Laufey siempre le venía a la cabeza cuando invocaba un hechizo. Fue ella quien le enseñó pacientemente a manejar esa cualidad, que en realidad era herencia de su padre, al que nunca conoció. Le regañaba cuando lo hacía para robar o para espiar, y todavía seguiría haciéndolo si no hubiera muerto asesinada ante sus propios ojos cuando era niño, atrapada en una furiosa contienda entre gigantes y dioses.

Desde entonces se había visto obligado a recurrir a sus hechizos para sobrevivir; aquella era una tierra dura y hostil, pero Loki nunca había olvidado las enseñanzas de su madre. Se sentía orgulloso de llevar su nombre, hijo de Laufey, en vez de trazar su linaje desde su padre, como era habitual. Lo hacía con dignidad y no le importaba que otros se burlaran de ello.

Con un suspiro, hizo un esfuerzo por ignorar el padecimiento de su maltrecho cuerpo. Las cadenas se le clavaban en la carne y las piernas se le habían dormido.

Con los ojos cerrados, percibió aún mejor las voces de los gigantes en la cueva. Se jactaban de haber escarmentado a un grupo de jóvenes dioses que habían osado adentrarse en Jötunheim dos días atrás, camino del sur.

Unas cadenas tintinearon, pero no eran las suyas. Loki abrió un ojo y vio que era Grimnir quien las tensaba, con la mirada fija en el grupo de gigantes.

—El mismísimo hijo de Odín, un bravucón de pelo rojo, iba a la cabeza. Thor, lo llamaban —explicó uno de los gigantes, mientras la cerveza resbalaba de su boca y se derramaba sobre su pecho—. Luchaba como un demonio, y poco faltó para que le aplastara la cabeza a Klaufi.

Todos estallaron en risas, menos el aludido, que se acarició una herida en la frente. Yrsa le ofreció una gran pieza de carne asada para compensarlo. Aunque resentido, Klaufi aceptó sus atenciones de buena gana.

—No vivirá mucho tiempo para brindar por su victoria —masculló Klaufi—. Cuenta con un buen brazo, es cierto, y lleva la furia de la tormenta en sus venas, pero mañana, al alba, le espera una sorpresa en el desfiladero del Tejo Negro. Él y todos quienes lo acompañan van directos a territorio de trolls2, y el desfiladero es perfecto para una emboscada. No saldrán vivos de allí…

Dicho esto, aplastó un insecto que correteaba por el suelo de la caverna y todos estallaron en gritos y risas de regocijo, festejando por anticipado su revancha.

Grimnir apretó los puños y por un momento Loki creyó que rompería los eslabones solo con la fuerza de su voluntad.

—¡Tengo algo especial para celebrarlo! —les anunció Hár—.Hijas, liberad a ese rufián que os sedujo y traedlo aquí, nos divertiremos un rato.

—Me temo que os habéis equivocado de rufián, gran Hár —intervino de pronto Loki, con la voz bien alta y el corazón acelerado—. Vuestro amigo Klaufi las sedujo primero.

Haciendo un gran esfuerzo, Loki trató de erguirse en toda su dignidad.

Klaufi también se puso en pie, iracundo, solo que le sacaba dos cuerpos de altura.

—¿Quién es esa… alimaña?

—Soy el que sabe lo que les haces a las hijas de Hár cuando su padre no mira —contestó muy seguro de sí mismo, aunque por dentro temblaba como una llama. Cada palabra que salía de su boca era una mentira descarada y, si su plan no salía bien, estaba seguro de que lo iba a pagar muy caro.

—¡Klaufi! ¡Juraste que cuidarías de mis hijas cuando las dejé a tu cargo! —lo increpó Hár, cada vez más tenso, al contrario de Loki, que veía como el azar se aliaba de forma inesperada con sus invenciones.

Snotra, que llegaba en ese momento cargada con una barrica, abrió la boca para defenderse, pero su padre no tuvo paciencia para escuchar sus palabras. La duda ya estaba sembrada y había germinado en forma de ira cegadora. Hár se arrojó sobre su amigo y este, sin más explicación, se defendió en consonancia. Bajo la bóveda cavernosa se desató una magnífica pelea para deleite de sus amigos, de sus hijas y, especialmente, de los dos prisioneros encadenados.

Entretenidos como estaban, los gigantes no se dieron cuenta de que, mientras una hermana trataba de separar a los dos contendientes, la otra estaba librando a los prisioneros de sus cadenas.

—¡Marchad deprisa! —los apremió Yrsa.

—No olvidaré tu ayuda —le prometió Grimnir, frotándose aliviado las muñecas.

—En realidad no lo hago por ti, querido Grimnir —le confesó la giganta—, sino por el hermoso muchacho que tan buenos momentos nos ha regalado.

Con una de sus enormes manos, acarició el rostro maltrecho de Loki.

—¿Tú también…? —se sorprendió Grimnir.

Loki se encogió de hombros, como si no fuera nada.

—¿Estaréis bien, preciosas?

La giganta sonrió.

—Han vaciado cuatro barriles de cerveza, cuando se levanten por la mañana no recordarán nada de esta noche ¡y seguirán siendo tan amigos como siempre!

Yrsa se despidió de ellos y acudió junto a su hermana para poner fin a la pelea. Loki suspiró: volvía a ser libre. Sin embargo, el primer paso hacia su libertad fue tan doloroso que se le saltaron las lágrimas. Apenas se tenía en pie, de modo que Grimnir lo sostuvo contra su costado. Había recuperado su brazalete de oro y algo más que el gigante le había arrebatado: un retorcido cayado de madera de fresno, que sostenía con fuerza.

—Ahora camina a mi lado, Melrakki.

Juntos buscaron a toda prisa la salida.

Ya sentían el aliento helado de Jötunheim en sus rostros cuando Hár advirtió su fuga.

Al ver que no llegaría a tiempo para atraparlos, tomó la roca más grande de la cueva, que tenía el tamaño de un carromato, y la arrojó con todas sus fuerzas en su dirección. Loki estaba tan preocupado en escapar que no la vio venir.

—¡Muchacho! —gritó Grimnir, y lo apartó a tiempo.

El suelo tembló bajo el impacto de la roca, que se quebró en mil pedazos.

Loki comprobó con asombro que estaba vivo e intacto. Había faltado muy poco para que esa roca se convirtiera en su túmulo.

—Me has salvado la vida —exhaló, aturdido.

—¡Ahorra el aliento y corre! ¡Marcha al desfiladero del Tejo Negro, advierte a Thor de la emboscada!

Grimnir habló empuñando el cayado con una firmeza inusitada, como si se tratase de un arma temible en sus manos. Pero Loki comprendió que su fuerza no radicaba en esa vara. Bajo sus pies, el mundo entero parecía conmoverse, como si Grimnir de alguna manera hubiera conectado con la piedra madre y esta se revolviera, presta para acudir en su ayuda. Ya no parecía herido ni postrado, y se irguió con la entereza de una montaña para enfrentarse al enfurecido gigante que los perseguía, y a todos los que se habían unido a él. Grimnir podría haber escapado en cualquier momento, adivinó Loki, pero no había querido hacerlo. ¿Qué lo había llevado a hacer tal cosa?

—¿Por qué debería salvar la vida a un dios? —le preguntó el muchacho con osadía, rebelándose contra las fuerzas que estaban a punto de desencadenarse.

—¡Porque es el señor de Asgard quien te lo pide!

Loki volvió a meterse en la piel de un ágil zorro boreal. En esa forma animal, sus heridas eran más llevaderas, así que corrió con todas sus fuerzas por el paisaje nevado.

Cuando por fin logró alcanzar el desfiladero del Tejo Negro, un tímido y frágil sol ya comenzaba a asomar por el horizonte. Loki había corrido sin descanso toda la noche a través de una violenta tormenta de nieve y se encontraba al borde de la extenuación, pero se sintió satisfecho por haber llegado a tiempo. Encontró a los jóvenes dioses recogiendo su campamento, ya dispuestos a adentrarse en la garganta. Tal y como Klaufi había desvelado, los trolls los aguardaban un poco más adelante, escondidos entre las rocas y preparados para aplastarlos en cuanto llegaran a su altura.

Loki reconoció los cabellos de fuego del hijo de Odín, recuperó su forma humana y se dejó caer ante él.

El impetuoso guerrero retrocedió frente a la aparición de Loki, recelando de aquella magia.

—¿Quién eres, criatura? —lo increpó, empuñando una contundente hacha de doble fijo, capaz de partir el cráneo a un oso de un solo golpe.

—No soy tu enemigo, Thor Odinson. He venido para ayudarte a salvar tu vida.

Con lo que le quedaba de aliento, Loki le contó todo lo sucedido en la caverna.

—¿Y dices venir en nombre de mi padre? —receló Thor, no muy seguro de aceptar lo que estaba oyendo—. ¿Por qué habría de creerte?

Loki le ofreció sus manos, dispuesto a ser atado.

—Esperaré aquí a que regreses a este mismo lugar victorioso del asalto. Si no es cierto lo que digo, no opondré resistencia a que me mates por mentiroso.

Prevenido por Loki, Thor trazó un plan para sorprender a los trolls. Mandó a sus compañeros al desfiladero con el fin de no levantar sospechas entre las monstruosas criaturas, mientras él daba un rodeo para lanzarse justo encima de ellas. Flanco con flanco, marchaba a su lado su hermano Meili3, armado con un hacha barbada y un escudo mellado en sus muchas aventuras. Thor enarbolaba su hacha de doble hoja aún manchada con la sangre seca de sus enemigos, una banda de gigantes con los que habían tenido una escaramuza unos días atrás. Aquel detalle intimidaba a todo aquel que se encontraba frente a frente con su filo.

Los dos hermanos se aproximaron sigilosamente a la garganta y asomaron sus cabezas por ella.

—Veo dos a la izquierda, y siete a la derecha —observó Meili, que tenía buena vista.

En ese momento les llegó el eco de pisadas sobre la nieve, risas y ruidos de armas, escudos y brazales. Sus compañeros estaban llegando.

—Yo me quedo con los de la derecha —decidió Thor, con una sonrisa lobuna.

Y antes de que su hermano Meili pudiera decir una palabra en contra, se lanzó pendiente abajo hacia el desfiladero.

—¡Conoced la furia de Thor! —gritó a los monstruos, mientras la nieve y las rocas rodaban bajo sus pies.

Su sangrienta promesa se cumplió, y su hacha hizo estragos entre los trolls. Meili también sembró la muerte con su acero, pero de una forma menos ruidosa.

Al atardecer, Thor, Meili y sus compañeros regresaron al lugar donde habían dejado a Loki atado. Traían las ropas bañadas en sangre y las cabezas de los monstruos como trofeo. Todos habían tenido la oportunidad de cazar a alguno de esos peludos seres, y competían entre ellos por demostrar que la suya había sido la hazaña más valerosa.

Fiel a su palabra, el guerrero pelirrojo cortó las ataduras a Loki y lo estrechó en un vigoroso abrazo, bajo el cual Loki revivió el dolor de todas y cada una de sus heridas.

—Tenías razón, amigo zorruno, ¡no era ninguna mentira!

Estaban hambrientos por la lucha, así que limpiaron sus ropas, encendieron un buen fuego y prepararon un asado para recuperar fuerzas. Thor ofreció a Loki un trago de su odre, lleno de cerveza especiada. Bebieron juntos un rato y luego Thor se alejó sin despedirse para celebrarlo con sus compañeros de batalla y presumir de sus proezas, dignas de cantarse en una balada.

Cuando se hizo la oscuridad, volvieron a comer y a beber, y se olvidaron de aquel que los había guiado a la victoria.

A Loki no le importó demasiado. Todavía estaba dolorido y cansado, y prefería acabar de recuperarse de sus heridas frente al calor del fuego.

Pero entonces alguien solicitó su compañía.

—¿Te importa que me siente a tu lado, Melrakki?

Grimnir había aparecido entre las sombras, sin hacer notar su llegada. Venía encapuchado y envuelto en su capa, apoyándose en el cayado de fresno. Pero a ojos de Loki ya no era Grimnir, sino Odín, el Padre de Todos.

—Mi nombre es Loki Laufeyjarson —le confesó.

—Lo sé —contestó él, con un brillo de complicidad en su mirada—. Era difícil no escuchar las voces del gigante cuando te llamaba enfurecido.

Los dos se echaron a reír. Loki se sentía reconfortado en su compañía. Saberse en presencia del Padre de Todos era intimidante, pero Odín se comportaba con él con naturalidad y sencillez, la misma que había conocido en Grimnir. Habían sido compañeros de cautiverio, habían compartido a las mismas mujeres y ahora Loki sentía que los unía un lazo incluso más fuerte. Por primera vez, lo sacudió una extraña sensación: el afecto de la amistad.

—Te ofrezco un hogar, Loki, hijo de Laufey —le dijo Odín, de forma inesperada.

Pronunció esas palabras de forma tan solemne que, por un instante, Loki creyó que más que un gesto amistoso era una orden. Pero esa dureza se diluyó en cuanto Odín añadió:

—Arriesgaste tu vida por mí ante los gigantes, mentiste por mí y cruzaste herido los páramos de Jötunheim para salvar la vida a mi hijo. Es mucho lo que te debo, Loki. Por eso quiero que traspases las puertas de Asgard como mi hermano.

Loki no supo qué contestar. Odín extendió su brazo, se abrió un surco en la carne con una daga y esperó a que Loki hiciera lo mismo. Cuando sus sangres se mezclaron, Odín pronunció:

—Ahora somos hermanos de sangre, tú y yo. Brindemos para celebrarlo como la ocasión lo merece, y recuerda bien esto que te digo: nunca probaré la cerveza, si no bebemos los dos4.

—2—En el recinto de los dioses

quella palabra se escurrió huidiza entre sus labios mientras sus dedos, largos y delicados, se hundieron en la tierra, como si quisieran ser raíces:

—Asgard…

Loki no sabía empuñar una espada, pero era un hechicero y había nacido con una sensibilidad especial hacia las fuerzas naturales, así que percibió la humedad, la extraordinaria fertilidad de aquel lecho negro y blando… y algo más. Una fuerza primigenia latía allí con más ímpetu que en ninguno de los nueve mundos: era la vida en su más pura esencia. Loki no había conocido otra cosa que Jötunheim, no había sentido jamás algo parecido a aquella energía, que penetró en todo su ser como una oleada devastadora y sublime al mismo tiempo. Besó las espigas verdes que brotaban de ella y unas lágrimas escaparon involuntariamente de sus ojos.

—Asgard… —volvió a musitar.

Al posar sus pies por primera vez sobre la tierra de los ases, había caído de rodillas, aplastado por la belleza de las praderas que se perdían en el horizonte, del frondoso tapiz de sus bosques, de las suaves lomas, de los acantilados donde las olas espumosas se estrellaban.

Más allá del Bifröst, el ingrávido puente multicolor que conducía a sus puertas, pudo apreciar la riqueza de sus casas y palacios, muchos de ellos en ciernes, salpicados entre el verdor de la tierra aquí y allá, como piedras preciosas esparcidas en una corona natural. Sus tejados brillaban como el sol y la luna, y tras ellos las montañas se alzaban, desafiantes, por encima de las nubes, tan altas que rozaban el cielo… Todo allí hablaba de la gloria y magnificencia de sus habitantes, pero ni una sola de esas construcciones le sobrecogía tanto como la vida contenida en una simple brizna de hierba.

Por primera vez en su corta existencia, Loki comprendió por qué los enemigos de Asgard ansiaban destruirla con tanto ardor y por qué sus moradores la defendían con igual vehemencia, tal como mostraban los restos que se extendían en la extensa y verde pradera que precedía a las primeras casas.

Circundando toda aquella tierra, una orgullosa empalizada había servido de límite, a veces reforzada con un terraplén de rocas recubiertas de turba. Parecía haber sido construida con los árboles y las piedras más antiguas de la creación, sin embargo, nada de eso contuvo a los atacantes de Asgard, y de aquella defensa no quedaban más que escombros.

Loki sabía bien lo ocurrido; en todos los mundos resonaban los ecos de la larga guerra que había enfrentado a los dioses guerreros de Asgard, los ases, con otra estirpe diferente de dioses: los vanes, cuya esencia nacía de la naturaleza misma. Los vanes no eran feroces como las huestes de Odín, pero demostraron ser igualmente poderosos. Dos fuerzas creadoras colisionaron frente a frente en un pulso de alcance cósmico, el estallido de un volcán contra la violencia de una tempestad marina. Las potencias de la naturaleza resultaron ser un enemigo formidable para los dioses guerreros de Asgard.

El primer choque entre ellos sucedió casi por accidente, sin que nadie lo pretendiera ni pudiera sospechar adónde conduciría. A las puertas de Asgard se desplegaron fuerzas nunca vistas hasta entonces y las defensas del recinto de los dioses guerreros no resistieron su acometida y cayeron impunemente aquel día; no se hablaba de otra cosa en los nueve mundos. Finalmente, tras muchos años de infructuoso batallar, hastiados de tanta lucha, la paz se impuso. Ningún bando superaría al otro aunque el conflicto durara mil años, en cambio una alianza sería beneficiosa para ambos. Así lo entendieron todos y garantizaron el pacto con intercambio de rehenes, pero los vestigios de la guerra aún permanecían, tan evidentes como una herida abierta.

«Más allá del Bifröst, pudo apreciar la riqueza de sus casas y palacios, salpicados entre el verdor como piedras preciosas esparcidas en una corona natural».

Sin embargo, algo había sobrevivido incólume a toda esa destrucción: las puertas que guardaban Asgard aún se mantenían en pie, gloriosas y magníficas entre las ruinas de las antiguas defensas. Aquel fue el último y desesperado bastión de resistencia en la primera batalla, el símbolo de la verdadera fortaleza de los ases, ahora convertido en un solitario hito en mitad de la pradera. Enmarcadas en un vano de piedra, dos pesadas planchas de madera tachonada en oro, tan altas como un abeto milenario y surcadas por relieves de lazos decorativos, todavía pretendían cerrar el paso. Una historia se narraba en su superficie, figuras armadas y envueltas en luchas épicas, que, según supuso Loki, exaltaba la bravura de sus habitantes. En su lucha contra los vanes, los dioses ases las habían protegido con su carne y con su sangre, las habían escudado con sus propios cuerpos, porque sus paneles labrados contenían el canto de la creación, que era su mayor orgullo. Loki se estremeció, sintiéndose diminuto. En su grandeza, las invictas puertas de Asgard parecían lanzar una silenciosa advertencia: los dioses de esa tierra jamás se rendirían.

Ante ellas se encontraban Thor, su hermano Meili y sus compañeros, que se habían adelantado para disfrutar de su momento de gloria: las nuevas de su victoria en el desfiladero del Tejo Negro habían volado como el viento, y muchos habían acudido a recibirlos, deseosos de conocer cada detalle de la aventura.

—Te doy la bienvenida a la tierra de los míos, Loki —pronunció con solemnidad Odín, interrumpiendo sus pensamientos—. A partir de ahora, este es tu hogar.

El Padre de Todos le tendió una mano, invitándolo a ponerse en pie. En sus maneras había un anhelo sincero. Odín realmente esperaba que allí encontrara su lugar y se sintiera como un dios más, pero Loki percibió un pequeño matiz en su voz que lo puso en guardia: una duda inquietante, escondida como un cofre de hierro en el fondo del mar. Probablemente nadie más lo habría notado, pero Loki había nacido con un don especial para el engaño y por lo tanto conocía también todos los matices de la verdad, y sabía cuándo trataban de vadearla.

Se sacudió de las manos la tierra que antes tanto había venerado, estrechó el brazo que Odín le ofrecía y se irguió, suspicaz. Podía imaginar de dónde nacían esas dudas.

A su espalda, el puente Bifröst se deshilachaba como el reflejo de una charca. Al principio, Loki se había sentido maravillado al contemplar por primera vez el etéreo camino que conducía a Asgard, pero cuando posó su pie sobre él, el rojo se encendió incandescente como unas brasas, iracundo como una tempestad. Loki temió que un gran fuego brotara de allí y que las lenguas ardientes lo devorasen… Y de pronto todo volvió a la calma. Fue algo tan extraño y pasajero que por un segundo creyó que había sido un delirio suyo, fruto de su imaginación exaltada por la emoción del momento. Pero el gesto ceñudo del primero de los dioses le reveló que no había sido el único en ver aquello.

—Cruza sin miedo, Loki —le había indicado entonces Odín.

Un ligero temblor en los dedos delató su desasosiego contenido. Loki notó que mantenía un tenso pulso interior y por un momento tuvo la absurda sensación de que Odín lo temía. O temía algo de él. Fue un pensamiento tan absurdo que lo descartó de inmediato.

Sin embargo, había un testigo más de aquello, que aguardaba al final del puente: el guardián del Bifröst.

Loki había oído hablar de él, lo llamaban Heimdall y su fama llegaba a los confines de Jötunheim. Muchos gigantes habían probado el sabor de su espada y juraban que era uno de los más bravos guerreros de Asgard. Se decía que había nacido de nueve doncellas del mar, hermanas todas ellas, y que de ellas había heredado la blancura de su piel, que era como la espuma de las olas. Contaban que era fácil verlo desde lejos, destacando por doquier con su resplandeciente armadura y su espada Hofud, de hoja tan brillante que cegaba a sus oponentes. Aseguraban que tenía los dientes de oro, y que de oro eran también las crines de su caballo. En aquel momento, Loki no pudo comprobar ni una cosa ni la otra: de su montura no se veía rastro, tampoco de su reluciente dentadura. Mantenía los labios apretados, con los ojos relampagueantes, fijos sobre él. Heimdall no había sido precisamente cordial en su recibimiento: su corpulencia era intimidante, tenía la fiereza de un lobo y en la mano sostenía con fuerza su legendaria y deslumbrante espada, que había desenvainado dispuesta a partirlo en dos, al ver que el puente se volvía encarnado a su paso.

—Devuelve a Hofud a su vaina, guardián —le ordenó Odín.

—Mi señor… —protestó el guardián, con el respeto debido al primero de los dioses.

—Tu celo te honra, hijo mío, pero te aseguro que ningún peligro amenaza a Asgard en este día.

Odín le señaló que debía tratar con amabilidad a su acompañante, pues había venido para quedarse a vivir entre ellos. Cuando Heimdall le preguntó que de quién se trataba, Odín solo contestó:

—Pronto lo sabréis, tú y todos.

En ese momento se levantó el viento frío del norte y agitó sus cabellos y ropajes, como si les trajera un funesto presagio, y dos cuervos llegaron con la ventisca, graznando con insistencia. Revolotearon en torno a ellos y finalmente se acomodaron sobre los hombros del Padre de Todos, un ave a cada lado. Con un revuelo de plumas, clamaron por la atención de Odín. Él los obsequió con una caricia.

—Hugin y Munin, ¿qué nuevas traéis?

El gesto del señor de Asgard se torció al oír el mensaje. Toda su alegría se tornó sombría como el plumaje de sus mensajeros. Sin duda eran noticias preocupantes, observó Loki.

—Importantes asuntos me reclaman —explicó con parquedad, y volvió su mirada a otro lado—. ¡Thor, bravo hijo mío! ¡Ven a mí!

Cuando oyó la llamada de su padre, el aguerrido joven gruñó para sus adentros, preguntándose qué razón sería tan importante como para interrumpir su grandioso recibimiento. Se despidió de sus hermanos de armas y acudió rascándose la melena roja.

—¿Qué deseas, padre?

—Loki vivirá a partir de ahora con nosotros, pero no conoce Asgard ni a sus habitantes y yo he de partir con premura, así que descubrirá la tierra de los dioses en tu compañía. Confío en que seas un buen anfitrión.

—Así será —asintió Thor, tan entusiasmado como si le hubieran encargado cuidar de una piedra.

Todo su afán estaba en seguir alimentando el asombro de los suyos con sus proezas, pero tuvo la prudencia de aguardar a que Odín se alejase. Entretanto, acudió hasta ellos una joven diosa. La muchacha llamaba con una sonrisa a Thor mientras el viento acariciaba su cabello suelto. Loki se quedó sin aliento al verla: bajo la cálida luz de Asgard, sus cabellos resplandecían como el oro puro, como si mil soles la hubieran besado en su nacimiento. Su belleza lo deslumbró, y a ella tampoco le pasó desapercibida su presencia.

—¿Quién es este apuesto acompañante que has traído de Jötunheim, querido Thor? —indagó ella, con curiosidad, mirándolo de arriba abajo—. ¿Un esclavo, tal vez?

La diosa se sentía enormemente complacida con su compañía, no hizo nada por ocultarlo. Loki había sacado partido de su atractivo en más de una ocasión; no era rudo como otros hombres, sino cortés y halagador, con sus maneras hechizaba fácilmente a cualquiera. A ellas les encantaba acariciar su brillante cabello, su piel suave como la de un niño y su boca, nacida para embelesar. Una sola de sus sonrisas bastaba para robarles el corazón. Así que ensayó la mejor de sus actuaciones y contestó:

—He nacido libre y libre soy, pero desde este instante soy esclavo de vuestra belleza, mi radiante señora.

La diosa rio, y sus cabellos parecieron reír también con ella, encendiéndose aún más en oleadas cambiantes de luz. Loki no pudo resistirlo, sintió el repentino e irresistible impulso de tocar con la punta de sus dedos aquella maravilla.

Un manotazo, bestial como el martillazo de un herrero, impidió que llegara muy lejos, y Loki retiró su mano, aullando de dolor.

—Esta es Sif, con la que me casaré pronto y tendré hijos —lo advirtió Thor.

—¿Un gran dios guerrero, tan fuerte y firme como una montaña, tiene celos de mí? —inquirió Loki con fingida ingenuidad. Ya conocía lo suficiente a Thor como para saber que si no lograba apaciguar su furia, le aplastaría la cabeza contra el suelo, aunque el mismísimo Odín le hubiera confiado su custodia—. No, sin duda he debido de soñarlo, eso sería demasiado honor, ¿no es cierto?

Thor se quedó confundido por su palabrería y Sif rio todavía más, pero supo amansar a su impetuoso prometido mesando sus cabellos encarnados.

—Amor mío, no nos demoremos. Todos os aguardan en el palacio Bilskirnir, donde han abierto las mejores barricas de hidromiel para celebrar tu victoria. ¿A qué esperas?

En muy pocas ocasiones Odín había cruzado el umbral de Fensalir, la espléndida mansión de su esposa Frigg, situada en el centro de un manso lago de Asgard. A este lugar lo llamaban también las Salas de las Ciénagas, y era el lugar de retiro de la diosa, un pabellón privado y hermoso en el que nadie osaba perturbarla, ni siquiera su marido. Muchos habrían considerado un honor ser recibidos en aquella casa, pero que su esposa lo hubiera llamado allí no auguraba nada bueno, Odín lo sabía. Podía ser el primero de los dioses, Padre de Todos y Señor de la Batalla, pero ante Frigg todo su aplomo se deshacía como la escarcha ante una llamarada.

Por eso hizo volar a sus cuervos, quienes lo habían conducido hasta aquel lugar. Arregló sus ropas y aunó fuerzas para afrontar la tempestad que, sabía, se descargaría en breve sobre él.

—¿Dos gigantas, esta vez? —le reprochó con sorna Frigg, al verlo llegar.

Estaba perfectamente informada de sus aventuras y se sabía muy por encima de ellas, pero le gustaba hacerle notar a su esposo que nada de eso escapaba a su conocimiento. Lo hacía con suma elegancia, algo que Odín adoraba. Si le molestaban o no, nunca había logrado saberlo.

Lo había recibido en su salón privado, una estancia abierta a modo de terraza que daba al lago. Una bandada de ánades buscaba plácidamente alimento entre densos bosques de juncos, agitados por una cálida brisa. El sol arrancaba dorados reflejos en la superficie. Todo invitaba a la calma, pero Odín se sintió incómodo al ver que Frigg no había despedido a sus doncellas y que todas ellas lo contemplaban con risas disimuladas, por ver al gran Odín convertido en el objeto del escarnio de su señora.

Recostada en un cómodo asiento, la diosa lo miraba de frente, sin dobleces ni clemencia. En su brazo derecho sostenía a su halcón preferido5.

—No te molestes en negarlo, te he visto desde el trono Hlidskjalf —repuso ella, y dedicó tiernas caricias a la rapaz—. ¿Eran ambas tan feas y desagradables como parecía en la distancia? Querido, me temo que has perdido algo de vista y diría que también el sentido del gusto.

Un cauto murmullo se extendió por el salón. Las doncellas de Frigg hacían lo posible por no reír abiertamente, y trataban de disimular su diversión.

—En realidad había una buena razón para todo aquello —argumentó Odín, sin perder la dignidad—. No es casualidad que mis pasos me condujeran allí, a convertirme precisamente en prisionero de ese gigante.

La cínica bienvenida que le había brindado Frigg se desvaneció y fue sustituida poco a poco por una evidente preocupación.

—También lo vi desde el alto sitial —le advirtió ella, con la voz seca—. Tu compañero de cautiverio.

Con un gesto de su mano, Frigg despidió a todas sus acompañantes, que abandonaron enseguida el salón.

Reconfortado por verse al fin a solas con su esposa, Odín tomó asiento junto a ella. Había pasado el tiempo de las burlas, ahora hablarían con franqueza y seriedad.

—Es él, ¿verdad? —lo interrogó Frigg, sin perder tiempo en formalidades—. El niño al que vi nacer en aquella cueva.

El halcón comenzó a batir las alas de forma insistente, como contagiado por la inquietud de su ama. Las ánades se asustaron y salieron volando, y Frigg dejó que su rapaz se lanzara en su persecución por las ciénagas, ávido de una presa.

Al poco, todo quedó envuelto en una tensa quietud. Solo los insectos del marjal y la brisa que mecía los juncos permanecieron en compañía del Padre de Todos y de su mujer.

—¿No es ese muchacho la chispa del caos de la que me hablaste una vez? ¿No dijiste que su fuego podría consumirlo todo? Me perturba, esposo, trae consigo una sombra oscura. ¿Por qué lo has conducido a nuestra tierra? ¡Le has abierto las puertas de nuestra casa, lo has acogido como si fuera uno de nosotros!

Esta vez no hablaba la diosa, sino la madre, angustiada por no poder proteger a sus hijos. Odín asintió, comprendía muy bien sus sentimientos.

—Recuerdo tu consejo: «¿Qué fuego puede resistirse al gobierno del Padre de Todos?», me dijiste. Escuché tus sabias palabras, Frigg. Ahora estoy doblegando la llama. En lugar de ser nuestra enemiga más temible, podemos convertirla en nuestra mejor aliada. Pronto estará a mi servicio. ¡Al de Asgard!

—En aquel momento el riesgo parecía lejano, pero ahora ese muchacho está aquí.

—Ese joven dios es mucho más de lo que parece —respondió Odín con voz grave, y volvió la vista más allá del mar de juncos que se ondulaba por el viento—. Todo lo que nos rodea, todo cuanto parece estable y duradero a nuestra vista, en realidad no lo es. Vivimos en una rueda que gira; un tiempo acaba y después otro ha de nacer, así son las cosas. Loki ha sido señalado por las nornas y tiene reservado un lugar importante en el destino: ha venido a cambiarlo todo. Nos pondrá en peligro una y otra vez, tal vez nos traiga la mentira, la desdicha y la traición, puede que sea nuestra deshonra, fuente de dolor y de muerte. Pero también nos colmará de inesperados regalos, nos dará las armas con las que enfrentarnos a nuestros enemigos, porque solo el cambio tiene la capacidad de engendrar algo nuevo.

—¿Algo nuevo? ¿Acaso no somos felices en este mundo nuestro que has creado y en el que, con tanto esfuerzo, has impuesto orden?

—El cambio es inevitable y su contrario es la muerte.

Frigg calló, sopesando aquellas palabras. Odín se aferró a su alto cayado. Un día tendría que luchar por su propia vida. Tal era el entramado que habían tejido las nornas, un sino al que él no se resignaba, contra el cual combatía con toda su voluntad, que era mucha.

—Yo voy a cambiar el destino —le anunció a Frigg, embargado por la misma osadía con la que se había enfrentado a los colosos primordiales, a los gigantes y a cuantas fuerzas del universo se habían cruzado en su camino—. Voy a cortar los nudos que han tejido las hilanderas. Loki Laufeyjarson es hijo de un gigante y de una diosa, y esa herencia que lleva en la sangre tira de él con fuerza, pero siento que su naturaleza no es malvada, después de todo. Es inquieto e impredecible, lo admito, pero también muy listo y perspicaz. Te asombrará su habilidad para manejar la magia y las palabras. Tenerlo a nuestro lado nos resultará útil. Tal es mi decisión: haré de la llama una antorcha que empuñaremos contra la adversidad.

Frigg miró a su esposo en silencio. Nada le hubiera gustado más que compartir su ciega confianza. Pero no pudo hacerlo.

Loki jamás había pisado un palacio. O, al menos, ninguno como el del hijo de Odín. Había conocido los toscos habitáculos de piedra de los gigantes, pero aquellas frías construcciones no eran más que chozas de gran tamaño, comparadas con la magnificencia de Bilskirnir, la gran morada de Thor.

Erguido sobre una loma cercada por empalizadas, parecía como si un majestuoso rayo hubiera descendido a la tierra y hubiera quedado convertido en madera. Sus muchos tejados, deslumbrantes como centellas, se inclinaban aquí y allá en un caótico pero hermoso conjunto que aventuraba los innumerables corredores y cientos de estancias que albergaba en su interior.

Su gran salón estaba a la altura del resto: era una estancia tan amplia que podía cobijar a un ejército, con cuatro pisos de alto, paredes cubiertas de escudos y techo decorado con ricos paneles de oro labrado. A ambos lados, sendas columnatas resplandecían con el brillo de la plata. En el centro ardía una enorme hoguera alimentada por la grasa de la carne que se asaba en un enorme espeto. Y en el estrado, cómodamente sentado en su sitial, Thor comía, bebía y reía sin parar. Había regresado hambriento de su viaje: él solo había devorado media vaca, había engullido un caldero de guiso de cordero y había vaciado tres barricas de cerveza oscura. La bebida se le escapaba de los labios y se le escurría por la barbilla, donde asomaba una pelusa que prometía convertirse con el tiempo en una frondosa barba roja. Sus invitados no estaban menos ebrios. Brindaban, cantaban y convidaban a su anfitrión a seguir comiendo, deseosos de comprobar si su estómago tenía fondo.

El bullicio era tan sobrecogedor como la más rugiente de las tormentas; Loki nunca había estado rodeado de un gentío semejante, ni tan alborotado. Se sentía intimidado, fuera de lugar. Y, de todos los suplicios, no había peor tortura que tener que oír una vez más cómo Thor había dejado fuera de combate a cinco trolls de un solo hachazo. Las anécdotas de los guerreros se sucedían sin cesar y él no tenía ni una gota de cerveza en la que ahogar su desdicha. Nadie le había ofrecido bebida ni comida y su anfitrión se había olvidado de él tan pronto como olió el asado de vaca.

—¿Habéis probado alguna vez el néctar de las ubres de la cabra Heidrun?

La pregunta era tan extraña que Loki tardó en darse cuenta de que iba dirigida a él. Encontró a su lado a una joven muy diferente de cuantas había visto en aquel festejo. Era hermosa como todas las diosas, pero no fue eso lo que llamó su atención. Era más alta y más fuerte que cualquier mujer, en sus manos portaba una vasija que le ofrecía con amabilidad, y sus modos eran los de una doncella que está acostumbrada a agasajar, pero no vestía con ropas femeninas, sino con faldas de cuero y prendas hechas para la dureza del combate. Sus manos encallecidas le confirmaron que estaba habituada a portar armas y a batirse en la guerra, y en sus ojos azules también encontró la firme determinación de quien decide quién vive y quién va a morir. El halo de la muerte la envolvía, pero no era algo que fuera a desatar esa noche, ni con él, intuyó Loki.

Al notar su desconcierto, ella añadió con una sonrisa:

—Heidrun es una cabra muy especial. Vive en el tejado de una gran casa sin igual, pues allí encuentra un alimento único: las hojas del árbol Laerad6. En esa casa mis hermanas y yo recibimos a los más grandes guerreros, ¡y te aseguro que llegan de la batalla tan sedientos y hambrientos como Thor! Cada día, Heidrun nos brinda su néctar, el hidromiel con el que damos la bienvenida a los bravos y valientes.

—¿Me consideráis entonces bravo y valiente, al ofrecerme tal bebida? —indagó Loki, divertido. Aquella era la primera diosa de Asgard que lo trataba con verdadera cortesía, con el sincero respeto de un igual, sin importarle su procedencia—. En ese caso, beberé con más agrado aún. Pero antes me gustaría saber el nombre de quien me mira con tan buenos ojos.

—Mi madre me nombró al nacer Sigyn, «amiga de la victoria», —dijo ella, y se acercó a él más de lo habitual para tratarse de dos desconocidos.

—Sigyn… —repitió Loki, degustando el sonido de aquella palabra en sus labios, con un escalofrío de placer.

Tuvo el repentino deseo de pronunciar su nombre en muchas otras ocasiones, mucho más íntimas. Y la forma en la que Sigyn le devolvió la mirada le confirmó que sus anhelos serían correspondidos. Acarició sus mejillas, primero una y luego otra, y se admiró de la extraordinaria suavidad de su piel. Ella no apartó sus ojos de él.

—¡Escucha, Thor! ¿Qué nos dices de ese esclavo que has traído contigo? ¿Cómo lo capturaste? —irrumpió uno de los dioses por encima de todo el bullicio, un guerrero de barbas rubias y trenzadas.

Thor soltó un fuerte eructo y todos aplaudieron, impresionados por su voracidad e impacientes por oír su respuesta.

Loki suspiró, dando por finalizado el único momento de deleite que había tenido desde que había puesto los pies en aquel palacio. Se despidió de Sigyn de forma apresurada y, con la misma premura, se retiró hacia las sombras del salón, esperando poder escapar antes de que fuera demasiado tarde, pero todas las miradas ya estaban fijas en él.

Unas manazas lo agarraron de los hombros y de pronto se vio arrastrado al centro de todo, a los pies del trono de Thor.

—Miradlo, su barbilla es suave como la de una mujer —notó otro de sus huéspedes, corpulento como un oso y tan peludo como uno de esos animales—. ¡Es tan apuesto como Balder!

Todos irrumpieron en carcajadas. Unos cuantos guerreros llamaron al aludido y lo invitaron a colocarse al lado del recién llegado, para comprobar si lo que decían era cierto.

Al verse hombro con hombro con el hijo predilecto de Asgard, Loki sintió una punzada de envidia. Era cierto: Balder era el ser más hermoso que había visto nunca, de cualquier raza, humana, divina o animal. Su semblante era limpio como el agua de las montañas; sus brazos y piernas, cincelados como la roca; su cabello, puro como la nieve recién caída. Pero no parecía en absoluto débil o sobreprotegido: a la vista estaba que era un líder nato, un hombre al que todos seguirían a la batalla y por el que morirían con orgullo. A su lado, Loki se sintió insignificante y flaco como un junco. Y las bromas no se hicieron esperar. Los invitados a la fiesta comenzaron a hacer toda clase de comparaciones grotescas y Thor no pudo reprimir las carcajadas. Las chanzas eran cada vez más osadas.

—¡Suficiente! —los amonestó Balder—. ¿Os engrandece burlaros de un pobre esclavo? ¡Cuánto honor hay en humillar a un ser inferior!

Balder había actuado de buena fe para defender a Loki, pero su condescendencia, la lástima que este vio en sus ojos al mirarlo, lo hirió de forma más profunda que todas las crueles injurias que había sufrido. No soportaba ser objeto de compasión.

—Soy Loki, hijo de Laufey, y no soy prisionero ni esclavo de nadie —pronunció ante todos con voz alta y clara—. He entrado libremente en el Bilskirnir invitado por el señor de esta casa, aunque veo que es costumbre aquí consentir la humillación de quien te ha salvado la vida.

De pronto toda la sala se quedó en silencio. Solo se oía el rumor de las llamas.

—¿Eso es cierto, hermano? —indagó Balder, muy serio—. ¿Es esta criatura tu huésped? ¿Le debes la vida?

El ambiente festivo había languidecido, pero Thor se negó a ver doblegado su orgullo.

—Yo solo oí el gruñido de un zorro en Jötunheim —les aseguró con una risotada, y echó un largo trago a su cuerno de hidromiel, restando importancia a lo ocurrido.

—Una suerte, sin duda, que ese zorro te salvara de una situación ciertamente incómoda. El señor de Bilskirnir tiene brazos duros, en cambio anda escaso de memoria, y también de cortesía —se lamentó Loki, con acidez—. No ha acertado a ofrecerme un mísero bocado, ¡así acoge a un hermano del Padre de Todos!

El salón entero estalló en una ensordecedora carcajada y Loki se mordió la lengua; había cometido una enorme torpeza, cegado por la furia. No era el momento ni el lugar para presentarse de esa forma. Por una vez en su vida había dicho la verdad. Y nadie lo iba a creer jamás.

—Este pobre infeliz ha debido de beber más hidromiel que todos nosotros juntos —les aseguró Thor, sin darse por ofendido—. Le gusta jugar con las palabras y también con su propio pellejo. ¡Yo mismo lo vi transformarse en animal! O tal vez sea una alimaña capaz de caminar erguida, hablar y comportarse como uno de nosotros. ¿Quién sabe? Vamos, demuestra a mis amigos cómo cambiaste de forma en la tierra de los gigantes.

En aquel momento Loki vio con claridad el cariz que estaba tomando la situación: había dejado en evidencia a Thor en una fiesta en su honor y, aunque había preferido ignorar sus reproches delante de los suyos, no se lo perdonaría. Se había comprometido a ser su anfitrión y jamás desobedecería a su padre, de modo que no podría tomarse la revancha. Sin embargo, no pondría mucho empeño en impedir que otros lo hicieran por él.

El peligro era inminente. Loki dio un paso atrás y buscó disimuladamente la manera de desaparecer lo más deprisa posible. Cada vez había más y más rostros barbudos a su alrededor. El círculo se cerraba rápidamente, los dioses reían, bebían, lo señalaban con el dedo. Su corazón latía a toda prisa, como el de un conejo arrinconado por una jauría de perros.

Hizo un ademán de escapar, pero le cerraron el paso. Eran tan jóvenes como él, pero robustos y expertos con las armas; no tenía ninguna posibilidad de enfrentarse a ellos en un pulso de fuerza.

Por un momento, Loki alcanzó a ver la puerta del gran salón, una frágil esperanza que encendió su pecho.

—¡No te marches tan pronto, hermano de Odín! —se burló uno de ellos, con el aliento impregnado en cerveza—. ¡Deja que te agasajemos como mereces!

Loki se encontró con los ojos de Sigyn y vio que sus mejillas estaban encendidas, no por el azoramiento ni por la compasión, sino por la furia: se sentía avergonzada de sus iguales y apretaba con tal fuerza la vasija que parecía estar a punto de quebrarla en sus manos.

No deseaba transformarse delante de todos, no quería dar esa satisfacción a Thor y además aborrecía la idea de verse convertido en un animal delante de Sigyn. Pero no iba a permitir que le pusieran una mano encima.

Cerró los ojos y se preparó para convertirse en algo temible, quizás un oso o un lobo, o en algo escurridizo, como una comadreja, pero, de pronto, el despiadado juego se detuvo y el silencio se hizo de forma inesperada.

Todos se habían retirado para dejar paso a Odín.

—¿Qué ocurre bajo este dorado techo? —rugió el Padre de Todos, con la vista puesta en su hijo Thor.

Toda la diversión se esfumó como la niebla: Thor se apresuró a bajar de su estrado y saludó con reverencia al recién llegado.

—Bienvenido, padre —dijo con la sonrisa de un niño reprendido por hacer alguna travesura—. Estamos celebrando la victoria.

—Sin duda, la presencia del Padre de Todos en Bilskirnir es una bendición —añadió Loki, con verdadero alivio.

Odín examinó a todos los presentes, uno a uno.

—Pues celebrad esto también: a partir del día de hoy, Loki Laufeyjarson se sentará en uno de los tronos de mi gran salón —les anunció.

Aquella nueva despejó de golpe incluso a los más ebrios.

—¡Padre…! —protestó Thor, contrariado—. ¡Es una criatura de Jötunheim!

—Pareces olvidar mi propio linaje, y también el tuyo7 —le reprochó Odín, colérico—. Muchos de los que estáis aquí tampoco tenéis reparo en saciar vuestros placeres con gigantas y engendrar hijos con ellas. —Esta vez no hubo réplicas. Thor inclinó la cabeza y Odín reclamó—: ¡Hidromiel!