Los amigos del hombre - Celso Roman Campos - E-Book

Los amigos del hombre E-Book

Celso Roman Campos

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Beschreibung

En una casa de latas, al lado de una carrilera de tren, el perro Matías Lanas y el caballo Mateo Crines, conducidos por un rayo de luna, inician un viaje fantástico en busca de ayuda para salvar la vida de su amo, el viejo Joaquín. En el camino se encuentran con el gato Ananías Pelos y el gallo Elías Cantero, viejos amigos que les acompañarán en una aventura inolvidable: la de sembrar esperanza en el corazón de los hombres. Este es en líneas generales el argumento de Los amigos del hombre, una obra creada originalmente para el público infantil, que ha contado con una gran acogida de los lectores de todas las edades, lo que la ha llevado a obtener varios premios literarios y que en la actualidad sea un clásico de su género.

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Segunda edición, mayo de 2021

Primera edición, febrero de 1997

© Celso Román

© Panamericana Editorial Ltda.,

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 601) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

ISBN DIGITAL 978-958-30-6258-2

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S.A.

Calle 65 No. 95-28, Tel.: (57 601) 4302110 - 4300355.

Fax: (57 601) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Luisa Noguera Arrieta

Ilustraciones

Alekos

Fotografías

Gina Mercela Jiménez

DiagramaciónGraciela Camargo

Diseño de carátula

Diego Martínez Celis

Román, Celso, 1947-

Los amigos del hombre / Celso Román : ilustraciones Alekos. -- Segunda edición. -- Bogotá : Panamericana

Editorial, 2021.

152 páginas : ilustraciones ; 21 cm. -- (Literatura Juvenil)

ISBN 978-958-30-5801-1

1. Cuentos infantiles colombianos 2. Animales - Cuentos infantiles 3. Amistad - Cuentos infantiles 4. Solidaridad – Cuentos infantiles I. Alekos, 1953- II. Tít. III. Serie.

I863.6 cd 22 ed.

A todos los niños, especialmente aMáfer y a Paola, a Nico y a Patrick. A toda la gente grande y seria, pero especialmente a los que soncomo tres palomas amigas mías.

El autor

“Usted sabe... toda la tierra se convertiráen un jardín florido, y la vida será entonces extraordinariamente fácil y agradable”.

Antón Chéjov

Capítulo 1

En un instante en que se calmó la llovizna y se abrie- ron las nubes, entró un rayo de luna atravesando la noche hasta la casa de latas a la orilla de la carrilera del tren.

Allí vivía Joaquín, un anciano que no poseía más que una carreta, un caballo viejo y un perro cojo. Desde la muerte de su esposa, hacía muchos años, los dos animales eran su única compañía. Esta noche la fiebre y los dolores de la vejez lo acosaban, lo hacían sufrir inmensamente.

Era triste de verdad aquella noche en que la luz de la luna pegó de lleno contra las latas dejando todo de color azul: azul se veía el caballo mojado, azul el perro que gemía inquieto presintiendo cosas terribles.

—Ayúdenme, por favor alguien que me ayude —gemía el viejo de labios resecos y manos delgadas y temblo-rosas, gastadas manos de trabajador que madrugó toda la vida hacia la plaza de mercado, con la zorra desvencijada, tirada por el caballo, acompañado siempre del perro cojo que trotaba al lado con la lengua afuera, húmeda y rosada.

—Ayúdenme —musitó quedamente mirando la clari-dad que envolvía ese rancho maloliente, hecho de desperdicios y basuras. El sopor de la fiebre lo venció y el hombre fue cerrando los ojos y por fin quedó dormido.

—¿Cómo está? —preguntó el caballo, resoplando en el aire frío.

—Shh, silencio —dijo el perro—, parece que se durmió. Tengo miedo. Siento que esta es la última noche del viejo Joaquín. Uno presiente, la tristeza es algo que se mete debajo del pelo y hace llorar sin tener ganas.

—Si pudiéramos hacer algo, pero ¿qué pueden hacer un caballo viejo y un perro cojo para ayudar a un hombre enfermo?

Se quedaron en silencio mirándose con pena, como con un nudo en el corazón. De pronto escucharon una voz:

—Si lo desean, podrán hacerlo.

—¿Quién es? ¿Quién llega por ahí? —ladró el perro extrañado de no oler a nadie.

Era el rayo de luna quien les hablaba y les envolvía con su azulada claridad y lo sentían como una mano amiga acariciándoles el lomo. Esa voz los llenó de calma diciéndoles:

—No hay que tener miedo de lo que se busca con el corazón. Ese hombre que muere no tiene a nadie más que a ustedes, ¿vienen conmigo?

—Sí —dijeron ellos y empezaron a sentir que el mundo estaba cambiando, que daba la vuelta para que ellos quedaran parados sobre esa luz más y más intensa que se les metía por toda la piel convenciéndolos de que en la vida nada es imposible, llenándolos de esperanza ahora que empezaban a caminar lenta-mente sobre ese tapete transparente de brillante azul.

A medida que iban ascendiendo veían el mundo envuelto en la noche llena de silencio, de frío y de llovizna. Atrás quedaban todos los miedos y todas las tristezas. Estaban sonriendo y eso era algo que hacía mucho tiempo no probaban, era un bocado tierno que ya creían perdido para siempre y, alargando el paso,

continuaban subiendo por ese callejón empedrado para ellos por la Luna.

“Jamás habíamos estado tan cerca de las nubes y realmente sí son como dicen los pájaros”, pensaba el caballo sintiendo el corazón palpitando feliz.

“Una nube es como el sueño de alguien que no sufre”, pensaba el perro mirando las formas que cambiaban lentamente sobre las luces de la ciudad.

Desde arriba el mundo se veía pequeño y la casa de latas del viejo Joaquín era apenas un punto a la orilla de la carrilera por donde ahora cruzaban las luces de colores del tren que todas las noches pasaba hacia el mar. Se detuvieron y se quedaron mirando desde las nubes. Ya no escuchaban el ruido pavoroso que los llenaba de miedo. El traqueteo de la locomotora y los vagones hacían esconder al perro detrás de las piernas del anciano; el caballo levantaba la cabeza con pánico y le temblaban las patas. El tren les parecía triste y amenazador. Nunca pudieron ser sus amigos. El tren no hablaba, solamente corría desenfrenado y tal vez por eso los niños de aquel barrio le tiraban piedras sin saber que el tren nada sentía. Lo esta-ban mirando desde muy arriba y lo sintieron como un extraño, como había sido siempre con ellos. Les pare-ció demasiado pequeño para todos los miedos que les había metido y sobre todo, les pareció tristísimo

que jamás pudiera caminar por otra parte, que perma-neciera condenado a seguir siempre por los rieles hasta el mar.

Un corto silbido muy discreto del rayo de luna les recordó que debían continuar. Pasaron por entre las nubes y ante sus ojos se abrió la gran llanura de las estrellas.

Ágilmente saltó el caballo y el perro lo siguió contento, dejando atrás los últimos copos que flotaban grises sobre la ciudad dormida, tiñéndola de llovizna.

Rumbo a las estrellas, embelesados por ese paisaje, no habían tenido tiempo de darse cuenta de que eran jóvenes otra vez y de que, como les dijera el rayo de luna, no tenían miedo de nada, solo el corazón abierto de par en par.

Capítulo 2

El primero que notó el cambio fue el perro. Cuando iba detrás de la carreta, debía detenerse cada rato a resoplar y a tomar aire. Le fastidiaba el humo que despedían los carros y se cansaba tanto que muchas veces Joaquín tuvo que recogerlo y llevarlo a su lado en la zorra, encima de los bultos de papa.

Ya no era sino un gozque de hocico canoso que perdía las peleas y se le caían los dientes. Pero en esta carrera por encima de las nubes no tenía que detenerse, no sacaba la lengua a cada instante para recuperar el aire. Cuando sintió eso y se dio cuenta de que ya no cojeaba, no aguantó la emoción y le gritó al caballo:

—Mateo, mírame; Mateo, mírame.

Él volvió la cabeza ante el ladrido poderoso y relinchó de gozo:

—Pero, Matías, si tienes todos los dientes otra vez.

—Y tú tienes las crines largas y la cola sedosa, Mateo, si hasta se te acabaron las heridas, las cicatrices y las mataduras en el lomo; estamos jóvenes otra vez, hasta te ves mejor que cuando nos conocimos.

El perro Matías era de apellido Lanas, blanco con una que otra mancha negra en el cuero. Le ladraba a los copos de nube, los perseguía como si fueran cone-jos y sentía esa alegría que no pudo sentir desde la infancia. Se revolcaba gruñendo de contento entre la blancura de todo el infinito, se acercaba a saltos al caballo diciéndole en voz baja:

—Mateo, ¿te acuerdas de cuando nos hicimos amigos?

—Sí, por poco te acaban los perros de la plaza.

Joaquín llegaba temprano y dejaba la carreta en unode los callejones del mercado. Mientras se presentaba el transporte de cualquier carga, el caballo comía verdu-ras con la cabeza entre un costal que el anciano le colgaba de las orejas. Un día a media mañana se sintió algarabía de perros y al momento apareció Matías Lanas, sucio y cojo, corriendo con un hueso entre los dientes.

Una pandilla de perros lo perseguía, él temblaba de miedo sin soltar su comida y lo único que se le ocurrió fue acurrucarse detrás del caballo pidiéndole ayuda:

—Por favor, auxilio, mire que van a acabar conmigo.

No alcanzó ni a terminar de decir eso cuando apare-ció la pandilla y un gran perro negro se le abalanzó dispuesto a morderle el cuello. Con la cabeza todavía en el costal, asustado por la gritería, el caballo tiró una coz que dio de lleno en las costillas del perro negro y lo mandó a botes. Se levantó chillando y miró desde el otro lado de la calle aullando del dolor.

—Si no es porque llega Joaquín con el palo y saca corriendo a la pandilla, te desbaratan los otros perros —recordaba el caballo.

—Yo lo único que tenía en la vida era miedo —dijo el perro—, no tenía nada ni a nadie. No era viejo enton-ces, pero ya estaba cansado de andar a toda hora con el rabo entre las patas. Los amigos hacen falta, y más cuando uno es de otra parte. Por eso decidí irme con ustedes.

Hasta por la tarde estuvieron cargando cajas de frutas. El perro siguió detrás de la carreta y así cono-ció la casa de latas a la orilla de la carrilera. Anduvo

merodeando por los alrededores hasta que el anciano se acostumbró a su presencia.

Poco a poco se metió en el corazón del viejo y para cuando él lo llamó una tarde “cúchito, perrito cojo, cúchito” y le arrojó el primer pedazo de pan, Matías Lanas lo amaba lo suficiente como para ir acercándose tímidamente hasta la mano callosa que le acarició la cabeza. Entendió que no estaba solo en el mundo y empezaba a aprender qué era eso de ser feliz a pesar de no siempre acostarse uno lleno, a pesar de las noches frías bajo ese cielo abierto mostrando su luna y sus estrellas.

Capítulo 3

—Me acuerdo como si fuera ayer —dijo el caballo.

Se llamaba Mateo Crines y había nacido en la ciudad.