Los años que me faltaste - Fernando Ariel Pozzaglio - E-Book

Los años que me faltaste E-Book

Fernando Ariel Pozzaglio

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Beschreibung

Marcelino Argañaraz regresa a Santa Apolonia, su pueblo natal, 17 años después de marcharse, con la intención de nunca más volver, y 22 de la muerte de su madre, en extrañas circunstancias. La justicia había determinado, luego de una confusa investigación, que la muerte de Natividad Lagrois, su madre, no había sido producto de un suicidio, como se había establecido en un principio, sino a un asesinato. El acusado del crimen fue el profesor Ariel Guevara, un colega de la escuela donde trabajaba la mujer, que si bien fue encarcelado, pronto fue puesto en libertad por falta de pruebas. 17 años después, Marcelino recibió noticias de que Ariel Guevara ha vuelto y reside en un paraje cercano a Santa Apolonia, por lo que fue necesario su regreso perentorio para cumplir con la misión de vengar el crimen de su madre, como lo ha planeado y soñado desde sus años de adolescencia. En su visita obligada al pueblo, Marcelino se encuentra con gente que conoció, que formó parte de su vida y quiso en ese pasado remoto que intentó olvidar y dejar atrás, la cual ha sufrido una metamorfosis, tanto física como mental. Este cambio lo atormentará porque le evidencia el paso cruel del tiempo, donde él permaneció petrificado en una melancolía que no le ha permitido avanzar. Su misión de venganza lo llevará a descubrir las verdades, vedadas por décadas, que resultarán más horribles de concebir que las peores pesadillas.

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Seitenzahl: 302

Veröffentlichungsjahr: 2025

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FERNANDO ARIEL POZZAGLIO

Los años que me faltaste

Pozzaglio, Fernando Ariel Los años que me faltaste / Fernando Ariel Pozzaglio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6617-1

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Preludio

1

Primera parteEl trauma de la injusticia

1

2

3

4

5

6

Segunda partePretérito imperfecto

1

2

3

4

Tercera parteLa verdad no los hará libres

1

2

Epílogo

Notas del autor

Para todas las personas que han perdido a sus mamás

a una edad temprana, o recientemente,

o en alguna etapa de su vida,

y aún las extrañan.

«¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?».

Enrique Santos Discépolo.Canción desesperada.

«Sabemos que el dolor agudo que sentimos

después de una pérdida seguirá su curso;

pero también permanecerá inconsolable

y nunca encontraremos un sustituto.

No importa lo que suceda, no importa

lo que hagamos, el dolor siempre

estará ahí. Y así es como debería ser.

Es la única forma de perpetuar un amor

que no queremos abandonar».

Carta de Sigmund Freud a Ludwig Binswanger.

«No deseo superar el dolor.

Ya he perdido a la mujer que quería:

¿pretende usted dejarme también

sin el sufrimiento?»

Alejandro Dolina.Crónica de un ángel gris

Preludio

«No existe ser que exprese de una

manera más patética el dolor de existir

y el sufrimiento como el melancólico».

Jacques Lacan.

1

Afuera, en la ciudad de Buenos Aires, caía, persistente y helada, una llovizna que convertía la atmósfera en una argamasa acuosa y grisácea. Algunas personas, bajo los paraguas o las gabardinas, continuaban su rutinaria labor, chapoteando en las aceras, murmurando en contra del fenómeno meteorológico y la prisa, como si no fueran parte del orden natural y social, mientras que otras huían despavoridas en taxis o en sus propios vehículos, suspirando y tal vez recordando tiempos más prometedores. La gente menos afortunada se refugiaba en cualquier recoveco con techo de la urbe cuatricentenaria, cubriéndose sus cabezas con diarios o cartón, ansiando que dejara de caer agua para poder continuar ofreciendo sus productos, a fin de que alguien, aunque no fuera más que por caridad, les comprase algo para mitigar su miseria, al menos de momento.

Adentro, en un consultorio psicoanalítico, instalado en el tercer piso de un edificio ubicado por la calle Mariscal Antonio José de Sucre, Marcelino Argañaraz se hallaba recostado en el diván, con las manos entrelazadas sobre el pecho y con los ojos bien cerrados. Ansiaba hundirse en el diván como en medio de una noche inmensa, sumergirse en sus pensamientos y perderse, aunque no fuera más que por un efímero instante, en la nada. Era inevitable. Había tomado una decisión perentoria y bien sabía que al salir del consultorio ya no habría retorno, que cerraría una etapa de su vida, y aquello le atemorizaba sobremanera, aunque intentara negárselo a sí mismo.

La psicoanalista era una mujer de unos sesenta años; su pelo coloreado de castaño claro, muy semejante al tono original de su juventud, lo llevaba recogido con un broche negro de metal en forma de mariposa. Si bien su expresión era seria, no era hosca; por el contrario, dentro de su profesión, manifestaba cordialidad y empatía. Sus ojos, cansados y claros, escudriñaban, detrás de los lentes cuadrados de vidrios gruesos, al paciente recostado en el diván, al que trataba desde hacía un poco más de ocho años.

—Hoy es el último día que vengo, doctora.

—Sí, ya me lo dijiste. ¿Me querés contar por qué?

—Vuelvo a mi pueblo —respondió categóricamente.

—Bien, es una decisión importante —acotó la psicoanalista—. Fue uno de los primeros temas que venimos trabajando desde las primeras sesiones. ¿Pensás regresar para quedarte en tu pueblo? ¿O te vas de visita por un largo rato?

—Supongo que me voy para no volver. No sé.

La psicoanalista no logró ver el rostro, pero interpretó por el silencio interrumpido por un suspiro corto y seco que ni él tenía decidido su futuro. Había algo que lo angustiaba. Intentó sondear por caminos infranqueables de su psiquis para lograr descifrar lo no dicho:

—¿Cómo quedó tu relación con Vicky? Lo último que me contaste fue que estaban distanciados y que la ibas a llamar para hablar.

—¿Con Vicky? Eh, sí. Con Vicky terminamos, ahora sí para siempre. No tiene caso. Ya fue. —Carraspeó, como si quisiera cambiar el tema de un modo rotundo—. Vuelvo a mi pueblo porque quiero resolver algunas cuestiones vinculadas con mi mamá.

—Entiendo. ¿Vas a hablarlo con tu papá?

Marcelino, desde su posición, torció el cuello para intentar ver a la terapeuta, con una expresión confusa.

—Mi papá no sabe más que yo. Él siempre fue un hombre muy tranquilo, que se resignó fácilmente a la tragedia de perder a su esposa. Dejó todo atrás y siguió con su vida. Y mire que tenía influencia en ese tiempo para presionar a la justicia para que continuara investigando al asesino de mi mamá, pero cuando el juez cerró la causa, él se resignó y siguió con su vida. Siempre triste, callado, sin molestar a nadie. ¿Qué se le va a hacer? Un santo mi viejo. Lástima que yo no salí a él.

—Quizás sabe algo. Vos eras muy chico para acordarte. Hay cosas que los adultos no les cuentan a sus hijos, o que no se enteran... Además, vos me comentaste que nunca tuviste, a lo largo de estos años, una comunicación fluida con tu papá. Esta puede ser una buena oportunidad para charlar con él sobre tu mamá y otras cuestiones.

Marcelino se incorporó despacio del diván y se sentó.

—¿Por qué los psicólogos siempre quieren buscar problemas con los padres? No siempre hay conflictos, doctora, eso debería tenerlo claro.

—En ningún momento dije que hubiera un problema. ¿Te sentiste molesto de que te dijera que hablaras con tu papá sobre tu mamá?

—¿Por qué le da vuelta a las cosas? Mire, doctora. No se preocupe. No vine hoy a una sesión común, sino que lo hice de cortesía, por todos los años que pasamos juntos en este consultorio —contempló a lo largo y a lo ancho el cuarto con atávico temor a extrañar todo aquello—, para despedirme de usted.

Un relámpago, como el flash de una fotografía inoportuna, iluminó el interior del consultorio, para dar paso, luego de algunos escasos segundos, al prepotente sonido de un trueno que enfatizó el malestar del paciente.

—Me alegro de que vuelvas a tu pueblo, Marcelino, de que te reencuentres con tus raíces. Lo trabajamos mucho ese tema en sesión. —La analista se recostó sobre el respaldo del sillón y sostuvo la birome con la que tomaba nota con ambas manos—. Sin embargo —hizo una breve pausa—, no creo que solo hayas venido a despedirte. Podrías haberlo hecho con un llamado o un mensaje de texto. Pienso que hay algo que querés tratar o decirme en persona y quizás te cuesta un poco.

Marcelino permanecía obnubilado, como si estuviera atascado y extraviado en algún sitio recóndito del espacio sideral; cubierto, quizás, de recuerdos que le caían como una avalancha y lo sepultaban, y de los cuales pugnaba con desesperación y esfuerzo por emerger. Intentó aferrarse, como pudo, al enojo que brotaba de su cuerpo cansino como mecanismo de defensa ante una situación que se concebía insoportable. Lanzó un suspiro entrecortado y buscó las palabras adecuadas para esgrimir un alegato ante un ataque que quizás era solo imaginario.

—No se preocupe, doctora. No se gaste en sus interpretaciones, que hoy están de más. Usted dijo que el análisis se termina cuando el paciente decide hacerlo por su cuenta. Bien. Es mi decisión.

—Lo sé. No me estoy oponiendo. Respeto tu decisión. Solo que te estoy dando mi parecer profesional. Tenés que continuar con la terapia, si no es conmigo con otro psicólogo.

Marcelino se sintió reprochado, como si una acusación de inoperancia pendiera sobre él.

—Usted está siendo muy soberbia, muy agresiva ¿no le parece? Se cree que por haberme ayudado tiene el derecho a decirme qué tengo que hacer. Déjeme decirle, doctora —carraspeó—. Ni usted ni nadie decide lo que yo pueda hacer con mi vida. Eso lo decido yo. Soy lo suficientemente adulto para tomar mis decisiones. Equivocadas o no.

La psicoanalista lo contempló con serenidad, sin la menor intención de responder a la provocación. Por teoría y vasta experiencia clínica comprendía que, en ciertas ocasiones, no debía considerarse tan especial ni culpable como para atribuirse las acusaciones ni los halagos de los sujetos analizados; sabía que el analista era una pantalla en blanco donde los pacientes proyectaban sus más recónditos miedos y frustraciones (e incluso ilusiones y amores). La terapeuta entendió bien que Marcelino estaba respondiendo una serie de preguntas a alguien que le planteaba dudas e inseguridades. Pero ¿a quién le estaba hablando? Era conveniente dejarlo expresarse. Al fin y al cabo, una oposición que considerara hostil podría darle la excusa para abandonar, de una vez por todas, el análisis, lo que su mecanismo de defensa podría haber estado buscando para lograr su cometido. Debía actuar con cautela.

Marcelino agachó la cabeza y, entre suspiros prolongados, buscó serenarse. Sacó su pañuelo del bolsillo de su pantalón vaquero y apenas se rozó el párpado inferior. «Disculpe», dijo secamente. La psicoanalista dejó que se contactara con los pensamientos que en aquellos segundos pugnaban en su psiquis.

—¿No puede creer, acaso, que ya no necesito de la terapia para seguir con mi vida? ¿Tan inútil me cree? ¿Incapaz de valerme por mí mismo? ¿No cree que haya podido superar la pérdida de mi mamá?

—No se trata de lo que yo crea, Marcelino, sino de lo que yo analice como terapeuta. Vos viniste a mi consulta para analizarte y escuchar una devolución, ¿no? Bueno, si te es valiosa mi opinión profesional, puedo decirte que, de acuerdo con mi diagnóstico, no realizaste un duelo correcto por la muerte de tu mamá; o, en otras palabras, aún no lograste superar su muerte.

—¿Qué dice? Mi mamá falleció hace veintidós años —le espetó con un atisbo de enojo.

—Solo se puede duelar lo que uno siente que ha perdido —respondió la psicoanalista con calma—. El duelo no es un proceso que nos permita olvidarnos de la persona que amamos, Marcelino; es para evitar que nos muramos con nuestros muertos. Por supuesto que no me opongo a que te vayas a tu pueblo, incluso que vayas a vivir, si es tu decisión. Pero te recomiendo que continúes la terapia. Un duelo no elaborado o postergado puede ocasionar consecuencias perjudiciales, en tu vida personal, con tu pareja, tu trabajo, tu vida...

Marcelino se ensombreció.

—¿Tan mal me ve?

La psicoanalista lo miró con compasión, no ya como a un paciente, sino como a una persona de carne y hueso. A lo largo de más de un cuarto de siglo de ejercer la profesión, había visto a innumerables pacientes, en especial a hombres de cuarenta, de cincuenta y hasta más de sesenta años, llorar con angustia por la muerte de sus madres como niños pequeños que acababan de perderlas recientemente, cuando en tiempo real las habían perdido hacía más de dos décadas e, incluso, en la más tierna infancia. La clínica psicoanalítica era un espacio singular donde lo inconsciente, que carece de tiempo, se manifestaba en todo su esplendor.

—Todos tenemos que buscar ayuda cuando lo necesitamos —continuó la mujer—. Cuando viniste acá, eras un jovencito, muy introvertido, con miedo a rendir los exámenes finales, con problemas de adicciones, de codependencia, y mirate ahora: sos un hombre, te recibiste de abogado, pudiste cumplir tu anhelo profesional. Bueno, de eso se trata la vida. —La psicoanalista observó que las pupilas del paciente se aguaron y resbalaron de modo subrepticio unas lágrimas—. Marcelino, vos podés. Ahora tenés que afrontar ese dolor que durante mucho cargaste, que es la muerte de tu mamá. Como vos bien dijiste: pasaron más de dos décadas, sin embargo, el tiempo psíquico no es el mismo que el cronológico. Hay algo que tenés que resolver dentro tuyo. No es tu responsabilidad lo que te haya pasado en la infancia, pero hoy podés tomar la decisión de transitar el camino del duelo para cerrar la etapa. No te voy a mentir que va a ser fácil y sencillo. Es una herida muy fuerte la que tenés que curar. Hablar del tema con tu familia te puede ayudar a iniciar ese proceso del duelo, a aceptar esa pérdida tan fuerte que te marcó...

—Usted no entiende, doctora —interrumpió él intentado mantener la compostura, concentrado en un pensamiento que lo zamarreaba.

—No entiendo ¿qué? Explicame. Te escucho, todavía soy tu psicoanalista. Al menos por hoy. Presiento que hay algo que te angustia y que no podés contármelo, pero que querés comunicármelo.

—Todos tenemos un mandato, una obligación que cumplir, algo más fuerte que nos impulsa a seguir y concretar nuestro destino.

—¿Y cuál creés que es el tuyo?

—Por eso viajo a mi pueblo, a Santa Apolonia, para encontrarme con mi obligación.

Marcelino se incorporó del diván y se encaminó hacia la puerta de forma lenta, con pasos plomizos y cansados, como a quien le cuesta irse. Se detuvo un momento en silencio, como si recordara de repente que se había olvidado de algo, cuando oyó que las gotas de lluvia golpeaban rítmicamente el cristal de la ventana del consultorio.

La psicoanalista lo acompañó por detrás:

—No trajiste paraguas, te vas a mojar. —Miró tras el ventanal y acotó—: No parece que el tiempo vaya a mejorar. El horizonte está oscuro.

—Siempre estuvo así.

Antes de llegar a la puerta para abrirle, le dijo:

—Serviría si te dijera que no existe el destino prefijado como tal, como siempre hablamos, y que nuestras acciones y decisiones pueden incidir en nuestro futuro, más allá de lo que nos haya sucedido. Un filósofo francés del siglo pasado dijo que somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.

—Sus palabras y su apoyo me sirvieron siempre y me fueron de gran ayuda en las épocas más difíciles, doctora. —Le sonrió con los ojos tristes y aún húmedos—. Gracias por haberme acompañado y ayudado. Le debo mucho.

—Es mi deber como profesional de la salud, Marcelino. Espero que continúes con la terapia allá en tus pagos. —Ambos se estrecharon con firmeza las manos. La mujer, luego, rompiendo el protocolo aconsejado, se acercó y lo abrazó afectuosamente, casi de modo maternal—. Cuidate. Recordá mis palabras —alcanzó a decirle.

A Marcelino le costó despedirse. Pero pensó que no había otra opción. Trató de poner su mente en blanco, como siempre lo hacía en momentos difíciles para seguir adelante.

—Gracias —repitió con convicción—. Adiós. Siempre voy a estar agradecido con usted, doctora María Teresa Urzúa.

Unos minutos más tarde, se desató una lluvia torrencial que oscureció el cielo como si hubiera de nuevo anochecido. Marcelino se había lanzado a la calle y se fue caminando bajo el agua que lo había empapado por completo como si ya no tuviera nada que perder. Nadie sabía entonces, ni siquiera él, que la tormenta y la oscuridad que envolvían la ciudad eran presagios metafóricos del desenlace trágico que, con premura, se avecinaba.

Primera parteEl trauma de la injusticia

«Quiero entender mi vida sin ti,

no quiero escuchar consuelos de nadie.

Quiero gritar, correr hacia ti.

No quiero entender que,

al morir, me mataste.

Quiero vivir pensando en ti».

Xabier San Martín Beldarrain,

La oreja de Van Gogh.

Mi vida sin ti.

1

Siempre que el cielo se oscurecía y los truenos rugían tras el horizonte, y luego de que la lluvia se abatiera con fuerza sobre la superficie, Marcelino se acordaba de su madre. Le resultaba inevitable: quizás porque los truenos le recordaban el malestar anímico de ella; y la lluvia, sus lágrimas.

En el viaje de regreso a Santa Apolonia, su pueblo natal, diecisiete años después de la última vez que lo había pisado y a casi veintidós de la muerte de su madre, vivió ese fenómeno atmosférico con la misma incertidumbre y cierta nostalgia. Tras los cristales del vehículo observaba como el viento acariciaba las copas de los árboles y los truenos poco a poco iban amainando, hasta que por fin se desató un bucólico aguacero de primavera.

Marcelino había perdido a su madre cuando acababa de cumplir los doce años y ese hecho lo había marcado, no solo como un hito temprano que separaba su vida en un antes y un después, sino también como un hierro candente en su cuerpo dolorido, que, a lo largo de aquellos difusos años, no había logrado cicatrizar.

La siesta en que regresó a Santa Apolonia, la encontró un tanto diferente a la imagen que había conservado como un daguerrotipo desgastado y arrugado en las gavetas de la memoria. Si había algo que conservaba intacto el pueblo, no obstante, era la monotonía y la desesperanza en la mirada de la gente, que deambulaba por las calles, arrastrando con sus pies plomizos el lodo cósmico de la evolución, ajena a la realidad y al progreso que la circundaban. Apenas si alguien notó su presencia cuando bajó de la camioneta con la que le hicieron el favor de acercarlo a sus pagos, porque ningún colectivo de larga distancia llegaba hasta allí. Regresó confundido y expectante, cargando una mochila desgastada sobre el hombro izquierdo y arrastrando una valija pesada junto a una incertidumbre que se asemejaba bastante a la angustia que producen las pesadillas en la infancia.

Si retornaba al pueblo, del que se había ido enojado y a las apuradas, casi como si estuviera huyendo de un pueblo en llamas, y al que juró nunca más regresar, era con la intención de resolver una cuestión inaplazable vinculada con la muerte de su madre. Casi dos décadas atrás, la justicia había dejado libre al único sospechoso del crimen al no hallar pruebas suficientes para encerrarlo y condenarlo de una vez y para siempre. Marcelino entendió que, por la inoperancia y desidia de la justicia, el asesino de su madre había quedado libre de culpa y cargo, y aquello lo atormentaba durante sus ensimismamientos diurnos y las noches de insomnio.

Le resultaba injusto que Ariel Guevara, el acusado del asesinato de su madre, hubiera quedado libre e impune, de seguro maltratando a otras mujeres, mientras él continuaba preso en una cárcel de padecimiento por tanto extrañarla y sentir impotencia y vergüenza por no haber sido capaz de cuidarla. Para colmo, aquel hombre infame, tras ser liberado, había huido del pueblo. Nunca nadie supo dónde fue a vivir en su exilio premeditado. Algunos llegaron a decir que fue a residir al Paraguay, otros a Bolivia y muchos se aventuraron a suponer que, luego de tantos años, ya de seguro había muerto. Marcelino, desde su adolescencia, intentó averiguar, por todos los medios posibles, dónde vivía, pero se topó con distintas versiones sobre el destino de aquel hombre incierto, que parecían más leyendas que noticias. Continuó con la idea de localizarlo en los años en que estudiaba en Buenos Aires, y hasta contrató un detective privado para hallar su paradero, como le aconsejó un colega. El servicio, con el tiempo, resultó efectivo y le comunicó que había localizado a la persona buscada. Ariel Guevara se encuentra en paraje Los Toldos, cercano a Santa Apolonia, a unos tres o cinco kilómetros de este pueblo, calleSabou 914...

La noticia tantas veces esperada, no obstante, trastocó su existencia y quebró su tranquilidad. Fue entonces cuando supo que debía regresar al pueblo, pese a su promesa sincera de nunca más volver, a fin de que aquel hombre impune recibiera su castigo por la infamia perpetrada décadas atrás.

En su regreso obligado, recorrió las calles idénticas y monótonas, vacías en aquellas horas de la siesta, donde el tiempo parecía estancado y tangible, arrastrando su valija que se negaba a avanzar con rapidez por el barro que se empantanaba en las rueditas. Había dejado de llover, si bien el cielo continuaba cerrado y ensombrecido, y aún, a lo lejos, se oía el rugido de los truenos como disparos de cañones en medio de una batalla de la época de las guerras civiles.

Al oír el estruendo lejano de la descarga eléctrica de las nubes, que anunciaba la nueva probabilidad de lluvia, como por una inspiración divina, Marcelino volvió a pensar en su madre. La recordó caminando con los pasos lentos y medidos de duquesa, con el bolso de los mandados en una mano y él en la otra, conversando con los vecinos de la cuadra sobre cualquier tema fútil de adulto. La evocó con un vestido azul floreado y largo hasta las pantorrillas, calzada con las sandalias planas de cuero y con el sombrero de paja, engalanado con una cinta negra en el medio, para cubrirse de los rayos insolentes del sol chaqueño; en su ensoñación, su madre iba, como acostumbraba, con una sonrisa tímida y, sin embargo, con los ojos tristes, perpetuamente cansados y bellos; la rememoró caminando por las veredas de baldosas antiguas, intacta y ajena a la marcha sombría del tiempo, que todo lo corroe y lo destruye.

En su recorrido dificultoso, Marcelino percibió el olor a la tierra mojada que invadía el pueblo y sus sentidos, que lo transportaba al pasado que se tornaba tan distante y, a la vez, tan presente. La fragancia de los árboles de pomelo y de naranjos que ataviaban las veredas lo retrotraía a su infancia lejana, al patio de la abuela y a la casa de la tía Mica, en la que cada tanto se quedaba a descansar, y donde se sintió feliz.

Recordó todo lo vivido en aquel lugar junto a las personas que alguna vez quiso y de las que nunca volvió a saber nada: sus amigos de la escuela y de la vida, con los que veía las horas trascurrir y lograba evadirse de los problemas de su casa sin su madre; se acordó de Clarisa, su primera novia, a la que abandonó así sin más para escaparse e irse a Buenos Aires. Todo había quedado sepultado en la memoria, como objetos materiales e intangibles de una civilización arcaica bajo montículos de tierra y estratos arqueológicos a cientos de metros de profundidad.

La mezcla de imágenes fugaces y polícromas con que el pueblo se teñía, el silencio perenne interrumpido solo por el cántico de los gorriones escondidos en la arboleda, el viento que arrastraba microscópicas e innumerables gotas de lluvia que golpeaban su rostro adusto, así sin más, provocaron en su apesadumbrada humanidad un deseo irresistible de diluirse junto a un pretérito que ya había sido y extinguirse en la nada.

Reparó en que las casitas de Santa Apolonia continuaban tan pobres y tristes como siempre, tal como si hubieran quedado intactas desde la última vez que estuvo en el pueblo, como si el progreso material y mental fuera para aquella gente un sueño imposible y negado. Y aquella no era una simple percepción de una persona que se había acostumbrado a vivir en una ciudad inmensa, de altísimos edificios y anchas avenidas, sino que se debió más que nada a observar con desaliento que, tras las lluvias, muchos de los techos de chapa de zinc herrumbrada habían cedido y el agua indolente había inundado los patios y los pisos de las casas, ubicadas algunas bajo el nivel del suelo. Vio, en su peregrinación obligada, como muchos vecinos sacaban el agua del interior de sus viviendas con baldes y tachos sencillos, pero no con desesperación, porque parecía como si aquello fuera un ejercicio cotidiano y estuvieran acostumbrados a sobrellevar la miseria.

Al pasar por las calles, saludaba por compromiso a la gente, levantando la mano, mientras intentaba recordar quiénes eran esas personas ignotas que le devolvían el saludo con ojos extrañados y acostumbrados a la monotonía de la penuria. Para colmo de males, el ladrido persistente y atronador de una manada de perros embravecidos por su presencia importuna, que lo acechaban y amagaban con morderle las pantorrillas, lo hacía sentir un extraño en su propia tierra, un profeta fallido que retornaba herido, derrotado y enfermo tras mil años de destierro.

En la quietud de la siesta del pueblo, el silencio de repente fue interrumpido por un chamamé que sonaba destemplado y melancólico desde una de las tantas casas anónimas perdidas entre el montón. La estrofa del tema, en sonido monofónico y con estática, decía:

Cuando vuelvas esta noche

tendrás el portón abierto,

es la tarde que se tarda,

es mentira que te han muerto.

A Marcelino le impactó escuchar aquella melodía bucólica y la voz profunda y lírica del cantor, remarcadas por el ritmo del acordeón nordesteño; estaba convencido de que no había vuelto a oír la canción desde hacía más de dos décadas, o tal vez mucho más. No recordaba ni el nombre del tema ni del intérprete, pero la esencia melancólica del chamamé le resultaba tan natural y vívida como si no la hubiera dejado de escuchar nunca. El espanto y la nostalgia se apoderaron de su cuerpo extenuado y lo trasladaron, de golpe, a sitios y momentos nostálgicos que había creído por siempre olvidados. Una parte suya, alojada en un intersticio de la irrealidad profunda, se sintió resucitar y morir una vez más en ese mismo sitio e instante.

Al llegar frente a la puerta del que hacía muchos años había sido su hogar se asustó; una sensación de ahogo y abatimiento le sujetó las extremidades inferiores y le revolvió las entrañas. Un pequeño pájaro con penacho y pecho amarillos, de lomo y cola pardo verdoso y cabeza negra y garganta blanca, al que los pobladores de la región llamaban pitogüé, posó sus cortas patitas sobre la rama de un lapacho florecido, que se erguía en el patio de enfrente, y emitió un sonido agudo y prolongado que reverberó en la siesta de Santa Apolonia. El cántico lúgubre lo aterrorizó como si hubiera recibido, de repente, una mala nueva. Fue incapaz de escapar del terror cósmico adherido a su inconsciente, que lo zamarreó con unas manos poderosas y frías. La idea de la muerte se corporeizó en una alucinación macabra que anidó en su estómago, recorrió su espina dorsal, se instaló en su esternón, le cerró la garganta y le retorció el semblante. Era como si miles de recuerdos, pensamientos e ideas pugnaran por ingresar por un vórtice inimaginable y arremeter contra el aparente sosiego, que era la nada misma. Pensó en dar media vuelta y regresar por el mismo camino por donde llegó, como si aún existieran posibilidades de huir y escaparse del inefable destino que él mismo se había trazado. De pie, contemplaba con desconfianza la casa, semejante a un abismo, que, a su vez, parecía devolverle la mirada, con unos ojos espeluznantes y duros.

Notó que las rejas altas de hierro negras que custodiaban la vivienda se hallaban rotas y descoloridas por tantos años de sol, lluvias y abandono; el portón, estropeado, se encontraba desacoplado de su marco ancestral y apenas si se podía cerrar. La fachada de la residencia estaba derruida y las paredes despintadas y enmohecidas, lo que le otorgaba la apariencia de un sitio abandonado y habitado por espectros.

La casa que siempre se destacó del resto del pueblo por su belleza y lujo, yacía, ante sí, en plena decadencia. Era como si su ausencia hubiera provocado de algún modo que todo se degradara y dejara de funcionar. Una vez más, contempló el inmueble, o lo que quedaba de este; solo entonces entendió que, junto a la casa materna, desde algún tiempo ajena y adversa, se había degradado y perdido para siempre su pasado.

Provocó todo el ruido posible al ingresar al patio interno para alertar a los habitantes de la casa, pero nada. No hubo respuesta de ningún ser vivo dentro ni fuera. Advirtió que la puerta se hallaba arrimada, por lo que sería imposible golpearla para avisar de su presencia. Golpeó las manos, varias veces y con fuerza, para llamar, pero nada. Silencio. Decidió entonces dar un empujoncito a la puerta, la cual cedió sin dificultad y se abrió de par en par, como si fuera una emboscada de la añoranza que lo estaba esperando desde siempre.

Se adentró, expectante y con pasos medidos, al comedor, o a lo que en su época de habitante cumplía la función de tal. Allí vio a un hombre, obeso y mustio, sentado en un sillón hamaca, con signos de estar durmiendo; los párpados permanecían pesadamente cerrados, aunque no su boca, que se hallaba abierta, de par en par, por donde, en apariencia, respiraba y emitía un leve ronquido, lo que evidenciaba que estaba dormido y no muerto. Fue una revelación instantánea, casi magistral, la que le permitió darse cuenta con dolor y temor de que el hombre que yacía durmiendo era su padre. Había envejecido tanto y tan deprisa desde la última vez que había estado con él, hacía casi ocho años, en Buenos Aires, que solo entonces fue capaz de comprender que el tiempo había cruzado como una tormenta, prepotente y altiva, y ocasionado estragos en ese rincón olvidado del mundo. Reparó en que había quedado casi calvo, con escasos cabellos blancos grisáceos en la nuca, como una inaudita corona de laureles. Había engordado en demasía y su apariencia era descuidada, llevaba una barba montuna y, por la transpiración, su cuerpo acusaba varios días de no bañarse. ¿Quién lo diría? Cuando, años atrás, su padre era una de las personas más pulcras y elegantes que había conocido. Era como si el mundo y los que lo habitaban le hubieran dejado de importar en algún momento. Le deprimió imaginar que aquella visión era una indiscreta ventana a un futuro no muy distante, en la que podía verse a sí mismo, en una versión propia, deshecha y derrotada por el paso cruel del tiempo y el olvido de los suyos.

De golpe, como si hubiera percibido una presencia súbita y anhelada, su padre se incorporó como un resucitado. Abrió de par en par los ojos y echó la cabeza hacia atrás como si buscara una bocanada de aire para respirar y seguir viviendo o expresara asombro; tosió para aclarar su garganta carrasposa y con una sonrisa, que evidenció una boca con algunos dientes menos, manifestó alegría de verlo.

—¡Hola, hijo! ¡Qué sorpresa! —El hombre se esforzó por incorporarse del sillón hamaca, pero, al final, la fuerza de gravedad, el peso del abundante abdomen y las escasas fuerzas de sus brazos, que intentaban impulsarse de los apoyabrazos, le impidieron el cometido—. Te estaba esperando, pero me quedé dormido. Disculpá.

Marcelino se apresuró a soltar la valija y dejar su mochila en el suelo y fue al encuentro prometido de su padre. Lo abrazó despacio, como temiendo que el cuerpo inmenso y transpirado de aquel hombre, que parecía un tótem o una figurilla de un ídolo de barro, se deshiciera de súbito entre sus brazos.

—¿Cómo estás, papá? —dijo sin manifestar en su rostro emoción alguna. Amaba a ese hombre, aunque sintiera que, con el paso del tiempo, se habían ido distanciando, cada año, un poco más, hasta asemejarse más a dos parientes lejanos, que se saludaban cada tanto, por mensaje de texto o llamadas telefónicas breves, en las festividades de Navidad y de Año Nuevo o en los cumpleaños. En su mundo nostálgico, a veces creía extrañarlo, si bien caía con rapidez en cuenta de que lo que en realidad echaba de menos era al hombre que alguna vez su padre había sido, cuando él era niño, su madre vivía en el hogar y todos, de alguna manera, se sentían felices porque estaban juntos y conformaban una familia. Ese padre idealizado, bondadoso, que le contaba anécdotas y jugaba a la pelota con él en el patio de su casa, compañero de su madre y esposo atento, que alguna vez fue, se había apagado de modo abrupto tras el fallecimiento de su esposa. Era como si Marcelino, junto a su madre y a su hogar, hubiera perdido también a su padre, o quizás, como si lo hubieran cambiado por un ser idéntico en aspecto, pero diferente en su forma de ser. Se había vuelto taciturno, parco e ido, incapaz de hacerse cargo de su único hijo, que había quedado solo, y de llevar las riendas del hogar sin ella. Para colmo, su padre, perdido en la desesperación callada y huyendo del luto fugaz de la viudez, volvió a casarse con Clementina, una mujer que había aparecido un día, así como de la nada, por casualidad y obra del destino, con el pretexto inaudito de que era una amiga y que venía a ayudarlo por un tiempo en los quehaceres domésticos, y nunca más se fue.

La primera rebelión que manifestó Marcelino fue negarse a asistir a la boda de su padre con aquella mujer. Fue un acto de lealtad intacta hacia la memoria de su madre. Clementina lo tomó como un afrenta personal, pero su padre, siempre condescendiente y respetuoso de la decisión de su hijo, lo supo entender y solo por esa vez lo dejó permanecer durante las horas de la ceremonia y de la fiesta en la casa de la tía Mica.

La convivencia nunca fue agradable entre Marcelino y la mujer con la que su padre se volvió a desposar. Él le dejó en claro con su comportamiento hostil y palabras altisonantes que no le permitiría ocupar el espacio vacío dejado por su madre, ni siquiera el de sustituta, rol que la mujer nunca tuvo pensado cumplir.

Clementina, una mujer de carácter fuerte y semblante hosco, se impuso con autoridad y prepotencia en la casa tomada, a la que alcanzó a trastocar y transformar imponiendo reglas a su conveniencia. Logró aplicar una disciplina férrea e inflexible: había estipulado los horarios del desayuno y la merienda, del almuerzo y la cena, de tal modo que quien no se levantara a tiempo, o no estuviera en la mesa en aquel momento prefijado, se perdía el beneficio de la comida. Más de una vez Marcelino se quedó sin comer durante todo el día por no cumplir, o por oponerse por rebeldía, a los imperativos de la mujer que detentaba el poder omnímodo. Decidía arbitrariamente cuándo y quién podía o no podía visitar la casa, qué se miraba en la televisión y hasta cuándo, y a qué hora se debían ir a dormir, incluso los fines de semana, con total prohibición de hacer ruido durante los horarios de la siesta o de la noche, con la banal excusa de que su padre necesitaba descansar bien para ir a trabajar.

Marcelino se fue sintiendo abandonado y desplazado del que había sido su hogar, donde, alguna vez, supo ser feliz junto a su madre. Prefería desobedecer y escaparse antes que quedarse y ceder a las órdenes dictatoriales de Clementina, que parecía disfrutar viéndolo sufrir. En plena adolescencia adquirió la costumbre de vagar durante los horarios de siesta, porque se negaba a dormir y permanecer en silencio; iba por las calles del pueblo, a veces al hogar de algún amigo o compañero; otras tantas, caminaba sin un rumbo fijo, tan solo para evadirse de su incierta realidad y su malestar crónico. Las más de las veces, se sentaba solo, frente a la laguna Grelougà, a reflexionar en torno a lo que había perdido; pensaba sobre todo en su madre, a la que añoraba e imaginaba en un presente alternativo en el que se encontraban juntos y eran felices de nuevo, como siempre, como antes de que el mundo distópico en que estaba sumergido se tornara real.

Las discusiones con Clementina fueron tan frecuentes y ríspidas, que con los años se volvieron aún más violentas; todo presagiaba que no habrían de terminar bien. Cuando Marcelino era niño, la mujer había adquirido la costumbre de estirarle la oreja, pegarle un coscorrón, zamarrearlo del brazo o azotarlo con el cinturón o lo que tuviera a mano para castigarlo por una desobediencia. La agresión física culminó al instante, cierto día, cuando ella lo amenazó con lastimarlo con un palo de escoba por hacer caso omiso a un reto. Habiendo tomado él conciencia de que la superaba en tamaño y fuerza, la enfrentó con determinación: «Intentá pegarme de nuevo y aguantate las consecuencias». Clementina se espantó al oír la contestación tan decidida y firme, que nunca más se atrevió a levantarle la mano. No le quedó más recurso que el de acusarlo ante su padre por su comportamiento subversivo. Ese mismo día, con ínfulas de autócrata expatriada, le informó lo sucedido a su esposo, quien se vio por fin en la obligación de intervenir en la disputa desigual entablada entre su esposa y su hijo. «Ella es así porque te quiere y desea lo mejor para vos. Tratá de entenderla, Marcel», intentó convencerlo. «Esa mujer no es mi mamá. No tengo por qué soportar su maltrato. Mamá nunca me lastimó».