Los buitres - Carlos Burgueño - E-Book

Los buitres E-Book

Carlos Burgueño

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En noviembre de 2001, los inversores que habían confiado en el país vendían como pan frío los bonos de la deuda externa argentina. A cada minuto que pasaba valían menos, y se desesperaban por colocarlos donde fuera posible. Pero había algunas excepciones. Desde varias oficinas en Wall Street se estaban comprando esos papeles que parecían no tener valor. Se demandaban muchos, por varios miles de millones de dólares. A las pocas semanas, mientras el país se hundía en una crisis terminal, dejaron de comprar. Volverían a hacerlo por unos pocos días en febrero y marzo de 2002, pagando precios menores a los de remate. Parecía una operación incomprensible, y sin embargo tenía mucha lógica: aterrizaban en el país los fondos buitres, los mismos que en la última década emprendieron la mayor operación financiera contra la Argentina. Esas primeras oficinas que compraban bonos que nadie quería dejaron paso a un poderoso staff de abogados, y detrás de ellos, a un poder de lobby que funciona en varias capitales del mundo, aunque esencialmente en Nueva York y Washington. Son los que impulsaron la confiscación de la Fragata Libertad, de un satélite desarrollado por la NASA, del Tango 01 y de otros bienes del Estado Nacional. Son los que litigan en Estados Unidos e impiden el cierre definitivo de la reestructuración de la deuda externa. En este libro apasionante, Carlos Burgueño reconstruye la historia entera del caso de los fondos buitres, que es digna de un thriller internacional. Es una trama que incluye al gobierno argentino (no siempre a la altura de las circunstancias), a un juez estadounidense prepotente y arbitrario, a otro juez que todo indica fue sobornado, al FMI, a tiburones de las finanzas, a dos abogados que se vengaron por un viejo caso donde definieron quién sería presidente de los Estados Unidos, e incluso a la mafia rusa. No es la historia de un grupo de personas que pelean por sus derechos, sino de una asociación permanente de especuladores que violentan el espíritu de las leyes. Hoy operan contra la Argentina, y antes hicieron lo mismo enfrentando a Perú, Brasil y casi medio continente africano. Y seguramente más adelante harán lo propio con Grecia.

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Carlos Burgeño

Los buitres:historia oculta de la mayor operación financiera contra la Argentina

En noviembre de 2001, los inversores que habían confiado en el país vendían como pan frío los bonos de la deuda externa argentina. A cada minuto que pasaba valían menos, y se desesperaban por colocarlos donde fuera posible. Pero había algunas excepciones. Desde varias oficinas en Wall Street se estaban comprando esos papeles que parecían no tener valor. Se demandaban muchos, por varios miles de millones de dólares. A las pocas semanas, mientras el país se hundía en una crisis terminal, dejaron de comprar. Volverían a hacerlo por unos pocos días en febrero y marzo de 2002, pagando precios menores a los de remate. Parecía una operación incomprensible, y sin embargo tenía mucha lógica: aterrizaban en el país los fondos buitres, los mismos que en la última década emprendieron la mayor operación financiera contra la Argentina. Esas primeras oficinas que compraban bonos que nadie quería dejaron paso a un poderoso staff de abogados, y detrás de ellos, a un poder de lobby que funciona en varias capitales del mundo, aunque esencialmente en Nueva York y Washington. Son los que impulsaron la confiscación de la Fragata Libertad, de un satélite desarrollado por la NASA, del Tango 01 y de otros bienes del Estado Nacional. Son los que litigan en Estados Unidos e impiden el cierre definitivo de la reestructuración de la deuda externa. En este libro apasionante, Carlos Burgueño reconstruye la historia entera del caso de los fondos buitres, que es digna de un thriller internacional. Es una trama que incluye al gobierno argentino (no siempre a la altura de las circunstancias), a un juez estadounidense prepotente y arbitrario, a otro juez que todo indica fue sobornado, al FMI, a tiburones de las finanzas, a dos abogados que se vengaron por un viejo caso donde definieron quién sería presidente de los Estados Unidos, e incluso a la mafia rusa. No es la historia de un grupo de personas que pelean por sus derechos, sino de una asociación permanente de especuladores que violentan el espíritu de las leyes. Hoy operan contra la Argentina, y antes hicieron lo mismo enfrentando a Perú, Brasil y casi medio continente africano. Y seguramente más adelante harán lo propio con Grecia.

Cubierta

Portada

Sobre este libro

Créditos

Introducción. Los marginales del negocio

¡Son buitres!

El juicio del siglo

Argentina al borde del default técnico

Capítulo 1. Llegaron los buitres

Los inversores de nombres curiosos

El default

La devaluación

Capítulo 2. Qué y quiénes

Los buitres y su historia. Gracias al Brady

La estrategia buitre

La herramienta del juicio

“La codicia es buena”

Capítulo 3. Los primeros vuelos

“Con los buitres no se negocia”

Comienza la negociación. Una propuesta a 45 grados

Comienzan los juicios

Aparece el buitre más hambriento: Elliott

Capítulo 4. Griesa en el camino

La complicada vejez de un hombre íntegro y moral

Capítulo 5. La madre de todos los embargos

Antecedentes en los embargos

El “pueblo hermano de Ghana”

Capítulo 6. El juicio

2012: comienza la definición

Octubre y noviembre, dos meses amargos

El turno de la Cámara

“Con los Marshalls, si es necesario”

La ilusión de un guiño

La desilusión de la Cámara

Capítulo 7. La batalla que cambiará la historia

¿Es legal la estrategia de los fondos buitres?

¿Es buen negocio ser un fondo buitre?

¿Fue negocio para los fondos buitres litigar contra la Argentina?

La estrategia global

Las iniciativas dispersas

¿Está sola la Argentina?

Un tratado internacional

Deuda, buitres y políticas de Estado

La batalla contra los fondos buitres: una política de Estado

Qué es una política de Estado

El peso de la deuda y las condiciones para el desarrollo

¿Resultó positiva la política de desendeudamiento?

Emisión de deuda bajo jurisdicción extranjera

La utopía permanente

Epílogo

Agradecimientos

Sobre el autor

Burgueño, Carlos

Los buitres: historia oculta de la mayor operación financiera contra la Argentina. - 1a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2014

EBook.

ISBN 978-987-628-326-7

1.Economia Argentina. 2. Ciencias Politicas. 3. Deuda Externa

CDD 330.82

Diseño de tapa: Eduardo Ruiz

Edición en formato digital: julio de 2014

© Carlos Burgueño, 2013

© Edhasa, 2013

© de la presente edición en Ebook: Edhasa, 2014

España: Avda. Diagonal, 519-521- 08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20 - E-mail: [email protected]

www.edhasa.es

Argentina: Avda. Córdoba 744, 2º piso C -C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 43 933 432 - E-mail: [email protected]

www.edhasa.com.ar

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción pacial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

ISBN 978-987-628-230-7

Conversión a formato digital: Libresque

Introducción Los marginales del negocio

Vulture culture

never lend a loser a hand

Vulture culture

living off the fat of the land.

Everyone on Wall Street

shakes you by the hand.

La cultura del buitre

nunca le dará una mano al perdedor

La cultura del buitre

vive de la abundancia de la tierra.

A todo el mundo en Wall Street

le tiembla la mano.

(Alan Parsons, “Vulture Culture”)

¡Son buitres!

Es un jueves de noviembre de 2001 cálido y soleado. Cristian Serantes Lezica no da más. Son las 17 horas y se siente agotado. Está trabajando desde las 8:30 frente a su pantalla y con el incómodo teléfono de la mesa de dinero atornillado a la oreja izquierda. Antes había sucumbido la derecha. Nunca entendió cómo, manejando millones de dólares, los altos ejecutivos que se dedicaban a comprar y vender bonos, acciones y cualquier otro instrumento por el mundo desde un escritorio, conservaban la tradición de usar esos teléfonos cuadrados tan molestos. Lo consolaba saber que sus pares de Wall Street, Londres o París, se quejaban de lo mismo. Cristian ya no tiene argumentos para explicar qué es lo que está sucediendo en la Argentina y por qué. Siempre reconoció que mentir es parte de su trabajo, se sabía bueno en eso, pero esto era demasiado. La primavera que les había augurado a sus clientes unos meses antes se derrumbaba a la par de la caída de los precios de los títulos públicos de la deuda argentina.

Los argumentos que encontró alguna vez en las enseñanzas de la facultad de Economía de la Universidad de Buenos Aires primero y en su master en Princeton después, más sus sólidos contactos con algún que otro compañero de estudios en el Ministerio de Economía, ya no le sirven. Sus conocimientos le permitieron vivir un último veranito en el año 2000 con la venta a los inversores de un megacanje fallido, y otro, más breve, hacía dos meses cuando Domingo Cavallo ya en el Ministerio de Economía había lanzado el novedoso impuesto al cheque (técnicamente a los débitos y créditos bancarios); una novedad que en teoría duraría sólo un tiempo y luego se iría eliminando gradualmente cuando el país volviera a crecer tapándole la boca a “los miopes de Wall Street”, según la promesa del Ministro. Cristian les explicaba a sus clientes que ese impuesto garantizaba todo, y que sólo faltaba una simple firma de confianza desde el Fondo Monetario Internacional (FMI) para que la Argentina de los cuatro climas volviera a ser una potencia.

Todo era inútil. Ya nada los convencía. Sólo recibía insultos cada vez más vehementes contra su persona, que ya empezaban a rozar a sus familiares. Una sola palabra atormentaba su cada vez más débil, casi raquítica, cartera de clientes: “Vendé, al precio que sea, pero vendé; ya me hiciste perder demasiado”. “¿Esto es lo que me habías prometido?, vendé ya.” “No quiero oírte más, al costo que sea, pero vendé.”

Las frases retumbaban en la oreja izquierda de Cristian, y en las oficinas del microcentro porteño del banco internacional, que lo trajo como estrella desde Wall Street pocos años atrás, sólo se percibía el desasosiego generalizado. Hacía días que su jefe había sido expulsado de la compañía por no haber logrado los resultados prometidos; y él anticipaba para sí mismo un final similar. Ya estaba separado de su mujer, que no le perdonó ni el regreso de Estados Unidos ni sus infidelidades de yuppie porteño. Tiene dos hijos que sólo ve cuando el abogado puede negociar con los colegas de su ex. La promesa fallida de una vida de ejecutivo VIP en una Buenos Aires floreciente al ritmo del uno a uno era ya un recuerdo lejano y triste, Cristian ya no creía en un futuro venturoso con las elecciones personales que había hecho hasta ese momento. Se veía en poco tiempo buscando alguna oportunidad fuera del país, quizá de nuevo en Nueva York, en solitario. Quizá en España, donde todo parecía que iba viento en popa.

Él sabía casi como nadie, ya que su función era analizar bonos de la deuda argentina, que la situación no daba para mucho más y que el final era inevitable. No podía terminar de conformar en su mente cuál sería la decisión última de ese Ministerio de Economía donde tenía amigos que le brindaban información calificada, pero sí que su objeto de venta, los títulos de la deuda, serían el objetivo de esa medida. Más concretamente, sabía que esos bonos del alguna vez fantástico Megacanje no serían pagados y que de forma inevitable caerían en default. Cristian, aún con algo de ética en su curriculum mental, cada día sufría más al intentar frenar las ventas como hemorragias de los bonos que hasta hacía poco tiempo ofrecía como maná.

“¿Como te mantuviste comprando?, vendé hijo de puta.” “Si a las tres no vendiste al precio que te dije, voy personalmente y te recago a trompadas, desgraciado.” Las órdenes eran cada vez más complicadas y subidas de tono hasta los insultos directos.

En un momento, su teléfono negro, siempre incómodo, volvió a sonar. Resignado, atendió resoplando para sus adentros nuevas argumentaciones para defenderse de las órdenes de ventas y de los insultos, pero algo le hacía pensar que se trataba de un llamado distinto. Era su impresión obviamente, pero la experiencia lo había convencido de que había logrado desarrollar el extraño don de diferenciar las noticias buenas de las malas según el timbre de ese teléfono negro.

Una voz latina, que le hablaba desde el otro lado en nombre de una firma de nombre inentendible y, curiosamente para él, desconocida, le dio la mayor sorpresa del año. “Somos del Fondo Elliott. Queremos hacer una compra por U$S 50 millones de dólares de títulos de deuda argentina al precio de mercado y de manera urgente. La operación puede repetirse mañana. ¿Está en condiciones de aceptar la propuesta?”

Cristian no lo podía creer. Semejante operación no estaba en sus planes en esa terrible tarde de jueves de primavera porteña. Sospechó que algo no funcionaba del todo bien. Pensó que se trataba de una de esas bromas que de adolescente hacía desde el teléfono del departamento de un amigo para distenderse mientras estudiaban Costos 1 para rendir en la UBA. Sin embargo, sabía que por ese incómodo teléfono negro sólo llegaban llamadas calificadas. Pidió referencias y la voz latina le explicó que se trataba de un fondo de inversión con sede en las islas Caimán (nada extraño para la Argentina de los noventa, donde los argentinos que confiaban en el país lo hacían generalmente desde paraísos fiscales), que podía ver en Internet la página oficial de ese fondo y que pidiera referencias en la Casa Reinhold, un pequeño bufete de inversiones en Wall Street con el que Cristian habitualmente operaba. La voz latina no tuvo problemas en aceptar la propuesta del agente financiero de Buenos Aires y esperar a que éste llamara a su amigo John Antire de la casa Reinhold para verificar antes la operación. Era una venta sin riesgos: bonos argentinos en venta a cualquier precio sobraban.

Antire lo atendió inmediatamente. Escuchó a su entusiasmado pero alarmado colega porteño hablar de la operación y pedir referencias del nuevo cliente. En definitiva, y en porteño, quería saber si era en serio o parte de una joda de mal gusto.

Sin dejarlo terminar el relato, y sólo al escuchar el nombre del inversor, el neoyorquino dio su respuesta: “¡Son buitres!”.

Luego vino una serie de explicaciones de Antire sobre lo que había pasado en otros mercados como Perú, Turkmenistán, Rusia o la República Centroafricana, y le comentó que podía convertirse en pocas horas en un especialista en vender deuda casi defenestrada a este tipo de clientes, que además pagaban comisiones a menos de 24 horas, en dólares o en las monedas que él eligiera y en cuentas en el exterior.

Cristian tomó la operación, obviamente. No era momento de descartar nada, y más si había comisiones en el medio. En realidad tampoco sabía mucho sobre qué quería decir exactamente un fondo buitre, pero tenía en claro una de las máximas de la actividad financiera de alto riesgo: ¿puedo ir preso por esto?, ¿no?, entonces adelante.

Tal como le había prometido su colega neoyorquino se convirtió por unas semanas (exactamente tres) en una especie de agente financiero privado de fondos que compraban sin mayores pedidos de explicaciones todo tipo de deuda pública como si fueran frutas y verduras del Mercado Central: no importaba la calidad sino el precio. En ese tiempo Cristian recuperó algo de la autoestima a base de la liquidación casi inmediata de comisiones. Veía un mundo derrumbarse a su alrededor, pero era inevitable que una muesca de sonrisa le apareciera cada vez que comprobaba que su cuenta personal, en un banco poco conocido de Miami, crecía al mismo ritmo que la llegada de inversores desconocidos para la Argentina con nombres casi de fantasía como Dart, Elliott, Gramercy, Olifant, Aurelius, etc.

“¡Son Buitres!”, le había explicado Antire desde Wall Street, pero a Cristian no le importaba. Hacía mucho tiempo que por deformación profesional y por el bombardeo de los diarios, la radio y la televisión, y problemas personales también, poco le importaba el país donde había nacido, estudiado y logrado cierta fortuna. Total, ya lo tenía decidido, su futuro no estaría en esa oficina alguna vez prometedora de Buenos Aires. Con dinero en el bolsillo nuevamente, ya diseñaba desde qué capital financiera mundial vería el derrumbe de su país. Quizá les pediría trabajo a esos curiosos “fondos buitres” que por algún motivo compraban compulsivamente unos bonos que, a esa altura, eran objeto de bromas entre sus colegas sobre qué ambiente de qué casa se podría empapelar con ellos.

El juicio del siglo

“Será el Fallo del Siglo en el Juicio del Siglo.” El Financial Times, quizá el diario especializado en economía y finanzas más importante del mundo, no tuvo problemas en definir de ese modo la disputa judicial entre la Argentina y los fondos buitres en los tribunales de Nueva York. Fue el 11 de diciembre de 2012, en Alphaville, el blog de dicho medio dedicado al movimiento de los mercados. Al día siguiente la misma definición aparecería en la edición en papel publicada en Londres.

El diario británico, de posición intermedia entre las dos partes durante toda la historia de los casi 10 años de juicios y más de 13 de conflicto, basó su conclusión en las “repercusiones mundiales que puede tener la aplicación del fallo del juez Thomas Poole Griesa primero y la definición que tome la Cámara de Apelaciones de Nueva York en febrero de 2013”. Para el Financial Times, el fallo final del 27 de febrero será “el juicio del siglo en la reestructuración de la deuda soberana”. Para el diario, la Argentina “dará la gran batalla final ese día” para saber si se les gana o no a los fondos buitres, situación que si se diera “terminaría con esta actividad marginal del capitalismo”. No se privaba de mencionar igualmente que se trataba de un juicio entre dos de los malos del sistema financiero mundial. La Argentina, porque insistía en criticar, desde que llegaron al poder sus dos presidentes de la década Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, cualquier acción capitalista internacional. Los otros, porque se los consideraba los marginales del negocio, los carroñeros, los que le daban mala fama al maravilloso y lucrativo mundo de las compras y ventas de títulos públicos soberanos de países en desarrollo.

Quizá sea necesario aclarar que la batalla entre la Argentina y los fondos buitres excede cualquier análisis económico. Como esas películas de espionaje donde los buenos y los malos se persiguen y combaten por medio mundo, por capitales sofisticadas y subdesarrolladas del globo, la pelea económica y legal entre la Argentina y los fondos pasa, desde hace más de doce años, por medio mundo y cuatro continentes. De Buenos Aires a Nueva York y Washington; se traslada luego a París, Berlín, Madrid y Boulogne sur Mer, regresa a una central científica de la Nasa, aterriza en Ghana, sube a Hamburgo, y regresa a los tribunales de Nueva York. En el medio hay presidentes, ministros, secretarios, abogados de toda clase, diplomáticos, financistas, opinadores, opositores, más abogados, más funcionarios, jueces internacionales, jueces locales, responsables de Reservas Federales, banqueros, más abogados y todo un mundo económico y financiero que quiere y necesita saber cómo terminará este “Juicio del Siglo”. De la resolución final, se sabrá si al menos se puede derrotar de manera definitiva (esto es, perdiendo una cantidad de dinero lo suficientemente importante como para replantear una actividad) a estos, llamados así desde la década del ochenta, fondos buitres. Le tocó a la Argentina, pero podría haber sido un rol de cualquier país en desarrollo en el mundo. El hecho de tener dos gobiernos de polémico espíritu combativo como los de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, que siempre cerraron la puerta a cualquier negociación con estos fondos, tal vez haya sido la condición para que la pelea sea tan larga, y por medio planeta. Quizá cualquiera de los otros potenciales presidentes que pudiera haber tenido el país en estos últimos doce años habría enfrentado igual la batalla. Lo cierto es que el mundo espera la resolución de este “Juicio del Siglo”.

No es un eufemismo. Del tema hablaron, durante todos estos años, Barack Obama, George W. Bush, Christine Lagarde, Ban Ki-moon, Nicolas Sarkozy, Anne Krueger, Nelson Mandela, Paul Krugman, los papas Francisco y Benedicto XVI, Hugo Chávez, Françoise Hollande, Angela Merkel, Mariano Rajoy, Luiz Inácio Lula da Silva, José Luis Rodríguez Zapatero, Dilma Rousseff y Vladimir Putin, entre muchos otros. Todos dieron su opinión y esperan ahora el resultado final del “Juicio de Siglo”.

El objetivo básico de estos fondos buitres es la compra de títulos públicos de países en desarrollo al borde o ya en default o acciones de empresas industriales o financieras importantes que puedan ser divididas en partes y vendidas atomizadamente. A la Argentina alcanza la primera operación. Los buitres compraron títulos públicos en el país en dos momentos, entre noviembre y diciembre de 2001, pagando un máximo de 30% del valor de los bonos emitidos, y luego de la declaración del default, hasta aproximadamente enero de 2003, a 20% del precio de emisión de esos papeles. No sólo los fondos buitres realizaron estas operaciones, también lo hicieron fondos de inversión de riesgo de todo el mundo. La diferencia entre ambos es que estos últimos esperaban el llamado a un canje de deuda, sabiendo que entre la compra y el reconocimiento de esa deuda luego de la reestructuración pos default habría una ganancia de alrededor del 20 o 30% en dólares, una ganancia considerablemente positiva.

Los buitres buscan más. Buscan el 100%, y si se puede incluso un poco más por los daños que le ocasionó la inevitable espera, y sin importar la oferta de reestructuración de deudas. Su objetivo es llevar al país deudor a los tribunales y que los jueces sean los que obliguen a reconocer la totalidad de la emisión original de esos títulos públicos o que por cuestiones políticas o económicas estén obligados a negociar. Para eso cuentan con un factor a favor que los inversores normales y racionales no consideran: el tiempo. Los fondos buitres tienen todo el tiempo a favor. La batalla puede durar décadas. Esta cualidad lleva a una nueva conclusión: los fondos buitres necesitan más especialistas en leyes financieras internacionales que en grandes operaciones de los centros de inversión mundial. En otras palabras, necesitan abogados. Y de los buenos.

Argentina al borde del default técnico

Los buitres tuvieron altibajos en su pelea con la Argentina a través del mundo. Pero hubo un momento clave donde parecía que lograrían su objetivo. Fue en noviembre de 2012, cuando un fallo del juez Thomas Griesa les dio la razón, obligando al país a pagarles, antes del 15 de diciembre de ese año, 1.440 millones de dólares, reconociéndoles los derechos del 100% de la deuda en su poder más los intereses y punitorios. La verdad y la consecuencia potencial del fallo no fueron enunciadas en su momento ni se hicieron públicas. Sólo se lo mencionaba en secreto y en estricto off en reuniones privadísimas; pero de haberse mantenido firme esa decisión a la Argentina se le abrían las puertas por reclamos de más de U$S 43.000 millones, los que sumados a otros pasivos existentes y potenciales (deuda con el Club de París y demandas desde el Centro Internacional de Diferencias Relativas a Inversiones, CIADI), llevarían la deuda total a unos U$S 72.000 millones. Para tener una referencia, a fines de 2012, las reservas en el Banco Central llegaban cansadamente a los U$S 40.000 millones. No hace falta ser experto en finanzas para definir que ese escenario era insostenible. La Argentina hubiera estado entonces a las puertas de una nueva crisis de deuda, luego de haber sudado durante 12 años para sostenerse como un país creíble y que mantenía, más allá de las embestidas dialécticas del kirchnerismo contra el mundo financiero internacional, una imagen de buen pagador.

El fallo de Griesa se dio en medio de las negociaciones para eventuales reestructuraciones de deudas en otros estados en desarrollo, especialmente Grecia, que en esos meses batallaba con la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Europeo con la intención de lanzar al mercado un canje de deuda lo suficientemente provechoso como para volver a poner en carrera al castigado país del Mediterráneo. Si el fallo de Griesa sobre la Argentina hubiera quedado en firme, y las dos quitas de deudas de las reestructuraciones hubieran caído, cualquier otra propuesta en el mundo quedaría desvirtuada y en problemas serios de endeudamiento; así, Grecia, y quizá Italia, España y Portugal hubieran sido devastados por los mercados. Las puertas para cualquier negociación de deuda se habrían cerrado, más allá de cualquier cláusula que se le quiera incluir a esas reestructuraciones, como seguros contra las embestidas de los buitres.

Lo que se intentará contar a continuación es la forma y el largo camino de más de 12 años, y aún inconcluso, en que los dos combatientes, la Argentina y los fondos buitres, plantearon una batalla legal, económica, política y social por medio mundo y cuya resolución quedará en la historia internacional de las finanzas. Es una pelea para el capitalismo moderno occidental entre feos, sucios y malos, porque mantiene al mundo económico y financiero en vilo. El Financial Times tiene razón: se trata del “Juicio del Siglo”.

Capítulo 1 Llegaron los buitres

Durante la tercera semana de noviembre de 2001, la Argentina ya sabe cuál será su destino. Está inmersa en la crisis económica más grande de su historia, y es inevitable que en cualquier momento caiga en un default. La deuda de 144.000 millones de dólares es impagable. Ninguno de los intentos de los últimos meses de gobierno de la Alianza dio resultado: ni el blindaje, ni el megacanje, ni la entrada de Domingo Cavallo como creador y salvador de la criatura del uno a uno. Tampoco ayuda un presidente débil hasta el extremo, perdidoso en las elecciones de octubre de 2001, en las que ni siquiera tuvo candidatos propios que ganaran o fueran vencidos; durante la campaña, nadie quiso decir que apoyaba a Fernando de la Rúa. Para peor, el triunfador en esos comicios fue el peronismo, un movimiento-partido, que si de algo sabe, desde 1983, es de llegar al poder en momentos de crisis terminal. Para el Partido Justicialista (PJ) lo primero es llegar a la Casa Rosada, y luego ver cómo resolver los problemas. Planes sobran. Pero primero lo primero. Que Fernando de la Rúa deje de ser presidente.

En ese noviembre de 2001 los informados de siempre, los que casi nunca pierden, sabían lo que iba a ocurrir: primero se produciría algún hecho violento o crítico social que terminaría con la fallida experiencia de la Alianza. Luego, un gobierno peronista de transición tomaría las medidas impopulares que fueran necesarias. Sería un hombre que se inmolaría por la causa, pero que tendría el reconocimiento futuro que se mereciera. Este gobierno debería tomar dos medidas: devaluar el peso y declarar el default temporario de la deuda externa. A continuación, un segundo gobierno, también peronista, con elecciones o no, reconstruiría la situación política y terminaría el mandato delaruista. El peronismo estaría así otros 10 años como mínimo en el poder. En otras palabras, un plan duro, pero perfecto, que se venía maquinando en las mentes justicialistas, especialmente en las de los gobernadores, desde el verano de 2001 cuando ya se veía que cualquier esfuerzo o plan aliancista estaba destinado al fracaso.

Para el peronismo que iba a manejar el país eran tiempos de resolver quiénes perderían poco (ellos), quiénes algo, quiénes mucho y quiénes todo.

Hacia fines del año 2001, los mercados, pese a las interminables señales de seducción que ya a cada hora les enviaba el gobierno, le dieron la espalda a lo que quedaba de la Alianza. Sólo esperaron el final, aunque aún no sabían bien qué características tendría la crisis definitiva del gobierno del radical y del ex ministro de Carlos Menem, padre de la convertibilidad, a esa altura una sombra de lo que había sido como gestor todopoderoso del uno a uno.

Hacía sólo unos días había canchereado contra el mercado definiendo a los oficiales de cuentas de Wall Street y a los técnicos del FMI como “miopes”. Había intentado convencer a los políticos argentinos sobre su realidad keynesiana y sobre el apoyo que tendría su gestión desde el exterior (hablando en dólares contantes y sonantes para sostener su invento contable). Dormía menos de cuatro horas diarias atendiendo personalmente todas las llamadas que avanzaban como fuego desde los mercados centrales del mundo y sus colaboradores le tenían más miedo que nunca a su inestabilidad emocional. Nada alcanzó, y la crisis lo terminó de arrastrar definitivamente en esa Navidad de 2001, sólo horas antes de que también Fernando de la Rúa tuviera que dejar su cargo de Presidente de la Nación en un helicóptero que nunca llegó a aterrizar en el techo de la Casa Rosada, y cuya foto es hoy leyenda.

La deuda pública hacía rato que era nota de tapa de los diarios como tema de cobertura popular, a la par de los resultados del fútbol, los amoríos y desamoríos de los famosos (imprescindibles en días en los que hay que distraer la mente agobiada de malas noticias), las desgracias de la Alianza y las andanzas de los políticos justicialistas, que a esa altura olían sangre. Casi como los resultados de los juegos de azar, los argentinos esperaban, a partir de las 16:30 horas, el cierre de un dato estrella: el Riesgo País, que cada día rompía un nuevo récord. Por un tiempo, se trató de una variable muy técnica, casi sofisticada, elaborada por unos actores que luego también se harían famosos: las calificadoras de riesgo. Su informe diario era propalado por los periodistas especializados en mercado primero, en economía en general después, en actualidad luego, hasta terminar en boca de cualquier comunicador con un micrófono en una radio o una cámara en televisión. De modo que, aunque sea de una manera rudimentaria, cualquier argentino podía dar una explicación más o menos sólida sobre la variable y lo mal que le hacía a su economía ser record mundial.

Cada noche, el humorista Martín Bilik (una especie de star por sus personajes) parodiaba en Después de Hora (el programa que conducía en esos años Daniel Hadad por América 2) a un Fernando de la Rúa agobiado pero festejando esos récords diarios de riesgo país como si fueran goles inolvidables y definitorios de algún campeonato.

Desde el gobierno intentaron presionar para que terminen las burlas, pero para ese entonces, De la Rúa ya era un presidente que carecía de poder, incluso para pedirle clemencia al conductor y que Bilik amaine su corrosivo personaje. Por el contrario, el imitador redobló la apuesta y una noche de aquel noviembre aparece en la pantalla con un cartel con un número: 5.000 puntos. Así, festejó un nuevo record mundial. Cavallo no le iba en saga, y la otrora imagen de ministro plenipotenciario ahora era una sombra.

Los inversores de nombres curiosos

Esa Argentina del período octubre-noviembre de 2001 era el último país del mundo donde un inversor medianamente serio e informado hubiera puesto un dólar. Sin embargo, hubo operaciones de compra de títulos públicos nominales por no menos de U$S 3.000 millones nominales. Eran de fondos buitres que, tras seguir de cerca la situación durante casi un año, cesaron de sobrevolar en círculos y decidieron aterrizar y comenzar a desplegar su estrategia clásica de comprar barato en un momento de crisis terminal, para luego accionar en el día indicado. Esos U$S 3.000 millones nominales se calculan a partir del precio de emisión de los bonos que compraron en esos días fondos de nombres curiosos y, en algunos casos, hasta impactantes. En esas jornadas, las mesas de dinero recibían órdenes de compras directas o preguntas sobre oportunidades de adquisición de títulos de deuda de marcas como NML Elliott, el NM LTD, Gramercy, Southern Cross, Leucadia, W. R. Huff, Fintech, Aurelius, Olifant, Blue Angel, ACP Master, Los Angeles Capital Meridian, HWB Victoria Strategies, FFI Found, Caronte LTD, Old Castle Holding, Wilton Capital, Zylberberg Fein LLC, Vr Global Partners y Capital Ventures entre otros. Todos nombres que en la Argentina de los dorados noventa ni siquiera se conocían como existentes, pese a haber sido años de abundantes aventuras inversoras de fondos de capital de todo tipo de pelaje y prontuario. Eran nombres absolutamente nuevos, que en esta ocasión tenían su oportunidad.

Entretanto, los argentinos intentaban convivir con un nivel de pobreza que llegaba al 35,5% y una indigencia que acariciaba ya el 15% de la población, un desempleo que en cinco años había pasado del 5,1 al 17,4% y llegaría casi al 25% en el peor momento, una economía en recesión crónica desde hacía tres años y una clase política y económica que competía por ser la peor del mundo. El problema madre era, técnicamente, la abultada deuda pública de la Argentina que a fines de 2001 llegaba a U$S 144.453 millones, cuando 10 años antes (ya entonces era un problema muy serio que había ayudado a derribar el primer gobierno de la democracia de Raúl Alfonsín) se ubicaba en los U$S 50.100 millones.

De esa deuda pública, la emitida en títulos públicos representaba el 73% del total. El resto correspondía fundamentalmente a organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Club de París. Dicho de otro modo, el principal problema de deuda de la Argentina no era la que se tenía con estos organismos, sino la deuda a privados, a los tenedores de bonos, la mayoría connacionales tenedores de títulos a partir de la creación de la jubilación privada y las Administradoras de Fondos de Jubilación y Pensión (AFJP). La mayor parte de los títulos estaba emitida en dólares (el 73%), seguido de Euros (17%) y yenes japoneses (9%). En los días de gloria de la convertibilidad, la Argentina se había puesto cada vez más sofisticada en la realización de operaciones múltiples de colocación de deuda emitiendo títulos en libras esterlinas, francos suizos, coronas danesas y suecas, dólar canadiense y hasta en dinares kuwaitíes.

Así, durante el último trimestre de 2001 la ecuación consistía en saber determinar en qué momento la clase política reconocería y asumiría públicamente la imposibilidad de afrontar los pagos de esa deuda imposible de administrar. ¿Sería el 24 de diciembre (el día previo a Navidad, la Argentina tenía en su organigrama vencimientos que atender) cuando debían pagarse unos U$S 504,2 millones en Letes? ¿Sería el 15 de enero de 2002, cuando se tenían que liquidar U$S 553 millones? Fue antes. El 20 de diciembre el gobierno de Fernando de la Rúa llegó a su fin, y con él, la Argentina se zambullía de lleno en un muy largo período de reconocimiento y reestructuración de su problema más serio: la abultada e inmanejable deuda externa.

En ese país de crisis económica terminal, muertes en las calles de militantes protestando contra la clase política con el slogan “Que se vayan todos” y aproximación a medidas que sólo prometían sangre, sudor, lágrimas y más sangre, sólo había un grupo de inversores interesados en comprar títulos de deuda. Eran esas firmas con nombres curiosos, algunos hasta graciosos, ésas que llamaban a Cristian y a otros operadores como él, otrora yuppies de una Argentina que se dirigía inexorablemente a lo mejor del primer mundo, para comprar bonos de deuda al precio que sea, pero lo más pronto posible. Eran los únicos que parecían apostar a hacer negocios en medio del naufragio económico con una clase política atontada sin saber qué decisiones tomar. Decisiones que de todas maneras difícilmente se cumplirían.

Se trataba, como le avisaron a Cristian desde Estados Unidos, de “los buitres”; especializados en sobrevolar las catástrofes económicas de los países en desarrollo, buscar las oportunidades más baratas y riesgosas de las crisis de estos estados y después esperar no una recuperación de esa economía sino litigar ante los tribunales de cualquier país del mundo donde la deuda haya sido emitida, disfrutando de las rentabilidades más abultadas y generosas del capitalismo moderno. En esos días, el precio que pagaban por los bonos argentinos era de no más del 20% de su valor. Lo que buscarían entonces era que, con el tiempo, el gobierno que manejara a la Argentina o algún tribunal les reconociera el 100% de esa deuda.

El default

Tras la renuncia de Fernando de la Rúa, un sector del peronismo tomó el poder y el domingo 23 de diciembre de 2001 Adolfo Rodríguez Saá asumió la Presidencia de la Nación. El lunes 24 debía pagar dos vencimientos de U$S 13 millones al FMI y otros U$S 5 millones en Eurobonos. El puntano no pagaría ninguna de esas deudas, lo que se convertiría simbólicamente en el primer paso del default inevitable en que caería la Argentina.

Rodríguez Saá lo anunciaría en su asunción presidencial durante la Asamblea Legislativa de ese recordado domingo. En medio de una tribuna colmada de diputados, legisladores y militantes varios que literalmente se caía abajo en festejos, el presidente de la Nación entrante decía:

Vamos a tomar el todo por las astas […] En primer lugar anuncio que el Estado argentino suspenderá el pago de la deuda externa. Esto no significa el repudio de la deuda externa ni una actitud fundamentalista. Muy por el contrario, se trata del primer acto de gobierno que tiene carácter racional para darle al tema de la deuda externa el tratamiento correcto. […] Los dineros que estén previstos en el presupuesto para pagar la deuda, mientras los pagos estén suspendidos, serán utilizados en los planes de creación de fuentes de trabajo. No podemos obviar con crudeza que algunos dicen que la llamada deuda externa es, al menos, el más grande negociado económico que haya vivido la Argentina.

Con los años, Rodríguez Saá contaría que en realidad hubo un problema de redacción, comunicación y comprensión en su mensaje por parte de esa Asamblea Legislativa que lo estaba formalizando como jefe de Estado. Lo que dijo era que su gobierno se tomaría sólo unos días para coordinar los pagos, mientras se lanzaba un gran plan de reestructuración de deuda con acuerdo de los organismos financieros y económicos internacionales, del tipo que luego encararía Néstor Kirchner. No importaba en realidad lo que el puntano quiso decir, ni que estaba anunciando un largo proceso de negociación con acreedores –situación por la que habían pasado muchos estados y que en ningún caso se trató de una experiencia ni fácil ni gratuita para una sociedad–. Lo que Rodríguez Saá estaba anticipando era un período donde el país estaría fuera del mundo financiero, viviendo como un paria internacional, haciendo que sus habitantes pobres sean aún más pobres y los indigentes más indigentes; y que, en definitiva, había llegado el momento de pagar una fiesta a la que la mayoría de los argentinos no había sido invitada.

Igualmente la clase política festejó ese default y aplaudió como nunca una ley votada en ese Congreso repleto de diciembre de 2001. Nadie tenía en realidad nada que festejar. Nadie salvo un grupo. Para los fondos buitres había llegado, quizá antes de lo previsto, la oportunidad que se esperaba para comenzar a desplegar su estrategia clásica: el momento en que un país les reconocía que la deuda que habían comprado no sería pagada en tiempo y forma. Se les anunciaba que habría un proceso de reestructuración, del que no participarían, y el momento en que comenzarían a trabajar a destajo las oficinas legales de los fondos (el corazón mismo de estas organizaciones financieras) para diseñar la mejor estrategia jurídica para litigar contra ese país.

Quedaría sólo un legado del paso de Rodríguez Saá por la presidencia de la Nación: la declaración del default. El resto de sus medidas para “100 días de gobierno peronista”, fueron borradas por el propio peronismo, que eyectó al puntano al no haber querido tomar la medida maldita para la que había sido apoyado en su intención de llegar a la Casa de Gobierno. Por recomendaciones externas y por convicciones propias, Rodríguez Saá no había querido devaluar el peso. Su intención era otra, y un poco curiosa. Había proyectado el lanzamiento de una nueva cuasimoneda, el “argentino”, por unos $ 15.000 millones (en ese momento continuaba la convertibilidad, al menos en la formalidad), dinero que además serviría para fomentar la circulación de moneda. La idea primaria había sido de Juan José Llach, economista que fue viceministro de Domingo Cavallo y ministro de Educación de Fernando de la Rúa, pero con montos que no superaran los $5.000 millones y en Lecops, otra cuasimoneda ya conocida. El secretario de Hacienda de Rodríguez Saá, Rodolfo Frigeri, tenía la idea de otra cuasimoneda, no importaba el nombre, pero con una cotización de 1,4 pesos por dólar, como fórmula además para ir saliendo paulatinamente del uno a uno mientras se discutía la forma de salir del “corralito” financiero que había decidido Domingo Cavallo con De la Rúa para frenar la fuga de dólares del sistema bancario.

Estos proyectos fueron el primer alerta para las oficinas legales de los fondos buitres en sus sedes de las islas Caimán, Nueva York, Isla de Man, o donde tuvieran sus sedes, que esperaban pacientemente el momento de atacar. Ése sería cuando formalmente, y más allá de las declaraciones de Rodríguez Saá a la Asamblea Legislativa, se reglamentara en un decreto o una resolución que el país no reconocería el pago de su deuda y propusiera una suspensión o una liquidación en cuasimonedas o cualquier otro invento. No pudo ser. Rodríguez Saá, sus proyectos para los 100 días, incluyendo el argentino de los 15.000 millones de pesos, tuvieron que abandonar la presidencia.

Fue el 30 de diciembre de 2001, cuando sus ex colegas gobernadores peronistas no se presentaron a la reunión a la que el puntano había convocado en la residencia presidencial de verano de Chapadmalal, al sur del balneario de Mar del Plata. A la cita habían sido llamados el cordobés José Manuel de la Sota, el santafesino Carlos Reutemann, el fueguino Carlos Manfredotti, el pampeano Rubén Marín, el bonarense Carlos Ruckauf y el santacruceño Néstor Kirchner. Cada uno expuso razones diferentes para justificar su ausencia: inclemencias temporales, indisposiciones gástricas, problemas familiares ligados con el fin de año, falta de combustible e incluso no conocer exactamente dónde quedaba el lugar. Una marcha cacerolera de habitantes de la zona, que amenazaba seriamente con ingresar al predio escasamente (por no decir nulamente) custodiado, hizo que finalmente Rodríguez Saá eligiera irse del lugar, huir vía el aeropuerto de Miramar y desde allí volar a su querida San Luis para anunciar en vivo y directo a todo el país en la noche de ese 30 de diciembre que renunciaba. Para él todo había salido mal por una conspiración del senador bonaerense Eduardo Duhalde, y que su eyección se debió a que no quiso devaluar el peso, salir formalmente de la convertibilidad y firmar el maldito decreto de la suspensión indefinida del pago de la deuda. Al no haber un acto legal que reconociera esta última declaración, no había aún alternativa legal de litigar contra la Argentina.

La sucesión presidencial recayó en Eduardo Camaño, peronista y presidente de la Cámara de Diputados. Duhaldista de ley, convocó a una nueva Asamblea Legislativa y negoció los acuerdos políticos necesarios para que su jefe bonaerense llegara a la presidencia. Así lo hizo el 2 de enero de 2002, con mandato hasta el 10 de diciembre de 2003, esto es, hasta completar el mandato inconcluso de Fernando de la Rúa.

Duhalde sería entonces el encargado de firmar la medida esperada: la salida del Plan de Convertibilidad que regía desde 1991 y que mantuvo por algo más de una década la paridad uno a uno entre el peso y el dólar. La decisión formal fue tomada por el Congreso el 6 de enero de 2002 a través de la derogación de la ley de Convertibilidad 23.928, y la ley 25.466 de intangibilidad de los depósitos. Se delegó además en el Poder Ejecutivo el establecimiento de una nueva paridad entre el peso y el dólar y la reglamentación de un nuevo régimen cambiario. Según el ministro de Economía del primer duhaldismo, Jorge Remes Lenicov, todo se hacía para volver a ser “un país normal”.

Lenicov ya tenía redactada, desde el 4 de enero, el acta de defunción de la convertibilidad en sus aspectos técnicos, fijando una nueva paridad en 1,4 pesos por dólar, la cotización que habrían tenido los bonos que Frigeri le propuso a Rodríguez Saá. La idea primaria era, además, desdoblar el tipo de cambio, con un precio fijo para las operaciones de comercio exterior y un dólar libre para el resto de la economía. De ese modo, se enfrentaba legalmente la salida de la convertibilidad y comenzaba una nueva era para la economía argentina. Pero faltaba el otro 50% del problema: la declaración formal y por escrito del default y el llamado a reestructurar la deuda argentina. Era la decisión que necesitaban los fondos buitres para comenzar a accionar, quienes además por esos días continuaban comprando deuda a destajo. El registro contable del Banco Central de esas primeras semanas de 2002 hablan de operaciones por U$S 1.000 millones a un valor nominal de un 18% del precio de emisión. Estos fondos superaban ya las tenencias por U$S 8.000 millones nominales, e iban por más.

La devaluación

Duhalde había asumido su mandato con un Congreso algo más calmo que el que había ovacionado el default declamativo de Rodríguez Saá. Sin embargo hizo otra promesa, al menos, poco estudiada: “Van a ser respetadas las monedas en que fueron pactados originalmente los depósitos y quien depositó pesos recibirá pesos y quien depositó dólares recibirá dólares”. Nuevamente los fondos buitres comenzaban a revolotear; sabían que la promesa sería imposible de cumplir y que la realidad llevaría a que se reconociera que no se podían pagar ni pesos ni dólares ni bonos. El 3 de febrero, Duhalde firmó el decreto 214/2002 de Necesidad y Urgencia por el que se “pesificaron” forzosamente las deudas y créditos (uno a uno) y los depósitos bancarios de (1,4 a 1 por dólar), y se dispuso además la estatización de parte de la deuda privada de los bancos con los particulares, al compensarles la diferencia entre $1 y $1,4, con una deuda que quedaría a cargo del sector público, pero nada aclaraba de los títulos públicos. Con la deuda pública bordeando ya los U$S 112.616 millones (había bajado luego de una primera pesificación de deuda en poder de títulos públicos en provincias y bancos provinciales y privados nacionales) el entonces secretario de Finanzas, el bonarense Lisandro Barry hizo un planteo al secretario del Tesoro norteamericano John Barry, de visita en marzo de 2002 a Fortaleza, Brasil, donde participaba de la asamblea anual del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Barry hablaba con el enviado de George Bush a la región sobre los palos en la rueda que la vicejefa del FMI Anne Krueger le estaba poniendo al país para firmar un acuerdo con el organismo y poder anunciar el lanzamiento de un plan de reestructuración de la deuda argentina. Le planteó la falta de apoyo de los gobiernos centrales a un país virtualmente en quiebra y al que le pedían cada vez más ajustes imposibles de aplicar en una sociedad en ebullición y violencia callejera. Fue finalmente al punto clave: “Necesitamos que nos apoyen en un esquema de renegociación de la deuda en default que consista en una quita de 70% a los acreedores privados a cambio de asegurarles un superávit de no menos de 5% anual”. El norteamericano sonrió, pareció tomar nota, y dio por terminada la reunión de Fortaleza.

Con el tiempo, algún enviado de Bush a Buenos Aires le aclararía personalmente a Eduardo Duhalde que el problema no habría sido la quita de deuda de ese 70%, que para Estados Unidos era un problema entre privados con la Argentina. Lo que no le creía al Gobierno Nacional era que lograran la promesa de un superávit fiscal del 5% del PBI. Se supo también que había sido Anne Krueger quien minutos antes de comenzar la reunión entre Taylor y Barry en Fortaleza había hablado telefónicamente con el norteamericano para que no apoyara ninguna de las ideas de la Argentina, país que aún tenía mucho que hacer en materia de ajustes para que pueda ser tomado en serio. Esa reunión de Barry con Taylor resultó el primer planteo sobre una reestructuración de deuda con quita importante como mecanismo para salir del default.

Un fallo de la Corte Suprema que ordenaba al Gobierno (el fallo Smith) a devolver dólares a un ahorrista, la negativa de Duhalde de avanzar en un plan tipo Bonex como salida del “corralito”, un esquema fiscal de ajuste del gasto provincial como mecanismo para que el precio del dólar comenzara a equilibrarse (llegaba a 3,8% en ese marzo de 2002) y la sensación de falta de apoyo presidencial para su estrategia hicieron que finalmente Remes Lenicov considerara que su gestión había llegado a su fin, que había hecho todo lo posible por mantener la nave a flote, pero que sin un fuerte respaldo político nada de lo que venía adelante sería posible. Presentó finalmente su renuncia el 23 de abril, luego de un viaje a los Estados Unidos donde no obtuvo resultados positivos para un eventual nuevo paquete de préstamos del organismo para poner en caja los vencimientos más próximos.

Como sucesores se mencionaron cinco economistas: Humberto Peteri, Guillermo Calvo, Alietto Guadagni, Javier González Fraga y Rodolfo Frigeri. Sin embargo, un encuentro con el ex presidente radical Raul Alfonsín (que en esos días turbulentos tenía línea directa con la casa de Gobierno de Eduardo Duhalde) deslizó el nombre del entonces embajador argentino ante la Unión Europea (UE), Roberto Lavagna, de origen justicialista y que había sido secretario de Industria en el Ministerio de Economía de Alfonsín. Una breve conversación telefónica con el presidente de la Nación hizo que el entonces diplomático volara desde Bruselas a Buenos Aires y en menos de 48 horas se convirtió en el titular del Palacio de Hacienda. Lavagna había tenido una gran virtud para convencer a Duhalde en esa charla transatlántica: fue el único que le planteó al bonaerense un panorama no tan apocalíptico, que le mostró ciertas cartas externas que podían favorecer la salida de la crisis (entre ellas el aumento que venía viendo de los precios internacionales de los commodities) y que le aclaró que pensaba que el poder era político y de los políticos y que el ministro de Economía debía subvertirse a las órdenes del presidente.

Lavagna mantuvo suspendidos los pagos a los acreedores privados y se concentró en una negociación con los organismos financieros de crédito, especialmente el FMI. Tomó como una cuestión personal la comunicación con la dura Anne Krueger y trabó diálogo con Paul O’Neil, el nuevo secretario de Tesoro norteamericano. Ya en julio de 2003 viajó a Washington, en días políticos complicados: Duhalde decidía adelantar las elecciones presidenciales a marzo de 2003, luego de las muertes de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en un acto de represión en el puente Pueyrredón que une la capital Federal con la ciudad de Avellaneda. Duhalde consideró que políticamente su poder se estaba agotando y que no podría sostener las durísimas decisiones que se venían por delante, incluyendo la reestructuración de la deuda argentina.

El bonaerense tomó dos decisiones: elegir al santacruceño Néstor Kirchner como su candidato y suspender cualquier negociación o determinación que implicara condicionar al próximo jefe de Estado en cuanto a su capacidad de movimiento de negociación de la deuda externa. Luego, le impondría, además, como parte de su apoyo electoral, medio gabinete; entre ellos la continuidad de Lavagna como ministro de Economía del futuro gobierno peronista de Kirchner. El patagónico no planteó problemas ante esta “sugerencia”; de hecho venía siguiendo de cerca las negociaciones con los organismos internacionales y consideraba a Lavagna un hombre hábil y sabio en un momento económico crítico. Lo necesitaba para encarar los problemas más serios de la economía de esos años. Ya llegaría el tiempo en que impondría la máxima con la que había gobernado en Santa Cruz: el ministro de Economía no debe ser poderoso porque termina condicionando al Presidente.

En ese marco electoral y de recambio presidencial, y sabiendo que la apuesta a la continuidad vía Néstor Kirchner era bastante segura, Lavagna tomó una decisión clave en ese marzo de 2003, luego de un viaje a Washington. Al no ver respuestas positivas de parte del FMI para un acuerdo global que le permitiera avanzar en una reestructuración seria de la deuda, y cansado de las discusiones sin sentido con la número dos del organismo, Anne Krueger, que sólo le proponía más ajustes y cada día “le corría el arco” reclamándole más medidas de reducción de gastos imposibles de aplicar en medio de la crisis política y social en que se encontraba el país, decidió en julio de 2003 declarar también el default ante los organismos financieros internacionales. Ya había sido nombrado ministro de Economía del sucesor de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner.

Como conclusión, y sobre el tratamiento del tema de la deuda en default durante su mandato, Duhalde sostuvo la decisión de mantener la suspensión transitoria de los pagos de los intereses y el capital, avalando en los hechos el anuncio del default de Adolfo Rodríguez Saá. Aún confiaba la Argentina que el FMI que dirigía entonces el alemán Horst Köhler (un hombre que siempre le huyó a los problemas argentinos) y Anne Krueger (la que efectivamente manejaba el caso de la crisis de ese molesto país sudamericano), junto con el gobierno de George W. Bush y el apoyo de la comunidad internacional, harían una especie de pool solidario para que en algún momento más o menos cercano en el tiempo se lanzara la reestructuración de la deuda, sobre la base siempre de una quita de un 70%. No pudo ser posible, y por decisión propia, imperio de las circunstancias y recomendación de Roberto Lavagna, el bonaerense dejó en manos de su sucesor, Néstor Kirchner, el tratamiento final del tema del endeudamiento y la negociación final con los acreedores. Sean estos privados u organismos financieros internacionales.

Para los fondos buitres y su estrategia, sin el reconocimiento formal y por escrito que la Argentina no pagaría el 100% de la deuda emitida y que lanzaría un plan de reestructuración con una quita efectiva del pago de capital e intereses, sería imposible litigar ante los tribunales internacionales. Hasta ese momento la Argentina era una especie de paria del mundo económico y financiero mundial, fuera de regla y debatiéndose su futuro sin mayores apoyos internacionales que sus vecinos latinoamericanos, España (cuidadosa de sus inversiones y temerosa de eventuales nacionalizaciones) y el BID (que había sostenido los créditos al país y financiado los planes sociales de Duhalde jefes y jefas de hogar). Fuera de eso, la Argentina era el objetivo preferido de economías, analistas políticos, documentalistas, periodistas y cualquier otro observador, medianamente serio o no tanto, sobre lo que no se debía hacer para volverse un país pobre. Nuevamente, como sucedía desde el default, habría que esperar. Los buitres, ya habiendo comido las carroñas del default, comenzarían a sobrevolar esperando el momento oportuno para accionar legalmente y presionar al gobierno argentino, cualquiera sea su presidente, eso era lo de menos. Mientras tanto, y ya con más de U$S 10.000 millones nominales en sus carteras, dejarían de comprar bonos argentinos en default.

Capítulo 2 Qué y quiénes

Técnicamente, y siguiendo estrictos términos, nociones y lógicas capitalistas, los Fondos Buitres son vehículos de inversión dedicados a apostar en los mercados de capitales abiertos (títulos públicos y acciones), principalmente en operaciones de máximo riesgo. Esto es, países al borde del default o medianas y grandes empresas cerca de situación de quebranto, y con la menor cotización de mercado posible. En el primer caso, la intención es esperar que llegue la cesación de pagos para reclamar el total de la deuda, incluyendo intereses. El reclamo no se realiza directamente a los gobiernos, que en general, luego del default, inician procesos de reestructuración de deuda, sino en tribunales internacionales del primer mundo donde esa deuda tiene emisión de respaldo y cuyas leyes son las aceptadas por los países cuando colocan los bonos: Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Suiza, etc. En el caso de las compañías en proceso de quiebra, buscando tomar control de la empresa privada para luego vender sus activos por separado o reconvertirla y revenderla a un precio mayor.

Simplificando lo anterior, y sin adjetivaciones, se podría dar una primera definición de “fondo buitre” como aquel fondo de inversión de capital de alto riesgo que se especializa en títulos públicos de estados soberanos o empresas de cotización pública o privada que están pasando momentos de crisis cercana al default (en el primer caso) y la quiebra (en el segundo) y que en general rechazan los acuerdos de reestructuración voluntaria de repago de dicha deuda (generalmente con quitas importantes) y litigan en los tribunales para cobrar el total del capital de los bonos más los intereses devengados. Las ganancias potenciales de estas operaciones financieras de altísimo riesgo pueden ser monstruosas: hasta 1.000%.

Algunos manuales de Economía los califican de operadores de los márgenes del capitalismo con el fin de buscar las rentas más elevadas posibles en mercados de alta peligrosidad financiera y con el mayor grado de riesgo existente dentro del sistema financiero mundial.

En el mejor de los casos se los define también como los condimentos necesarios de un sistema financiero, relacionándolos con los extremos de la especulación de riesgo, necesarios e inevitables, en un sistema capitalista basado en leyes de mercado, ya que le dan “liquidez” al mercado secundario. Es decir, apuntalan el precio de los bonos y acciones ya que los compran cuando la mayoría vende. Sin ellos, se argumentó, los precios se desplomarían aún más. El otro argumento sobre su existencia es que “disciplinan” a los malos deudores soberanos, es decir, a aquellos que pretenden obtener grandes quitas ya que, de lograrlo, luego les quedará lidiar con ellos. A partir de eso, las ofertas de reestructuración serían más razonables.

Son visiones cercanas a una interpretación neutra y ascética de Wall Street, que acepta el funcionamiento de fondos de este tipo siempre que operen desde Nueva York hacia otros estados y mercados, y no tanto sobre los restos de empresas y títulos propios de Estados Unidos, que obviamente siempre están lejos de cualquier default.

En definitiva, se trataría de oportunistas, hasta algo pendencieros, pero no delincuentes o agentes financieros al margen de la ley. Una curiosidad: existe una ley en Nueva York, que regula las actividades de Wall Street, que impide comprar deuda de la Nación o de los Estados o empresas privadas con el único objetivo de hacer un juicio. En ese mercado, el avance de los fondos buitres sería ilegal. Pero para evitar la aplicación de dicha ley disfrazan su actividad con intentos de negociación, y si no llegan a un acuerdo con los países en problemas accionan judicialmente. En el caso argentino, se esperó a que el país anuncie su proceso de reestructuración de deuda en 2005 y sólo después de conocer los términos de este llamado iniciaron el juicio ante los tribunales de Thomas Poole Griesa. Según esta interpretación, el tiempo transcurrido entre fines de 2001 y el lanzamiento del canje en 2005 fue el lapso de “negociación”, obviamente fallido. Luego viene el juicio, cumpliendo aquella ley que impide comprar deuda sólo para litigar.