Los chicos no se tocan - Sonia Elizabeth Badaracco - E-Book

Los chicos no se tocan E-Book

Sonia Elizabeth Badaracco

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Beschreibung

La infancia debería ser un lugar protegido, amoroso, imperturbable, al cual regresar durante los vendavales posteriores, pero no siempre lo es. Hay personas que quedan atrapadas en la prisión de su niñez y otras que logran alzar vuelo sobre sus cadenas. La vida de una apacible localidad provinciana es alterada por misteriosas muertes que unen el pasado con el presente y se van desnudando secretos, enigmas y heridas. En esta historia, alguien encontró la manera de purgar su pasado matando. ¿Está mal?

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SONIA ELIZABETH BADARACCO

Los chicos no se tocan

Badaracco, Sonia Elizabeth Los chicos no se tocan / Sonia Elizabeth Badaracco. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4937-2

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Contents

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

Hitos

Table of Contents

Dedicado a los niños y niñas de todas las edades, de infancias arrebatadas.

Gracias a mi madre. Ella me introdujo al apasionante mundo de los libros.

“El destino consta solamente de un momento,

es cuando uno se da cuenta para siempre quién es”.

Jorge Luis Borges

I

Es otoño del año 2002. Lo sé porque voy pateando las hojas que caen secas, marrones, tristes en la vereda de la casa donde vivo. Allí nadie las barre, evidentemente no molestan, pero a dos calles están las casas lindas, allí pareciera que los vecinos compiten por quién tiene el frente más prolijo. Ellos mantienen el césped corto —no dicen pasto—, las veredas limpias y los árboles podados. Todo está en orden en las calles de las casas lindas. Eso es afuera, desconozco si adentro es igual. Casi nadie abre la puerta lo suficiente como para permitirme pispear dentro y la mayoría me la cierra en la cara si es que responden a mi llamado.

A veces fantaseo que tras esas puertas hay castillos con reyes, princesas y algún ogro o bruja también. Depende de cómo me agarre ese día. Imagino siempre, eso sí, que hay largas mesas llenas de comidas ricas: tortas, frutas, patas de pollo y cabezas de lechones mordiendo manzanas como he visto en algún libro de cuentos o película; jarras de agua transparente y jugos de colores. Todo está limpio y brillante, las ventanas son inmensas y cuando corren las cortinas dejan entrar mucha luz. Pienso en camas grandes con colchones gordos y sábanas que huelen a flores, pero sobre todo en que cada quien duerme en su propia cama, cómodo, soñando sus propios sueños. Los baños tienen canillas que cuando se las gira despiden agua caliente si hace frío y muy fresca si hace calor, duchas de las que no da ganas de salir e inodoros blancos sin manchas ni olores ajenos.

Pero otras veces, cuando soy menos niño, pienso que me cierran la puerta para que no vea que tienen miserias parecidas a las mías u otras que necesitan ocultar.

Claro que la mayoría de las veces no tengo tiempo para bobadas, es importante llegar antes que los otros a pedir.

El objetivo de todos, y sobre todo el mío porque yo la descubrí, es llegar a la casa de Susana, porque es seguro que allí algo voy a recibir para comer y con suerte —¿es suerte?— será suficiente para compartir con mi hermano. Todos queremos golpear esa puerta. El perro ya nos conoce y a veces hasta jugamos con sus hijos y sus juguetes.

Es cierto, y me da vergüenza admitirlo, que más de una vez se los rompemos a propósito por envidia o rabia y otras nos los llevamos un tiempo, no es que los robamos —creo—, es entonces cuando además jugamos a que tenemos juguetes y a que tenemos una mamá que nos los regaló o que los envió ese padre a quien no conocemos.

Ese día de otoño, me levanté para ir a la escuela y mi mamá me dijo casi sin despertarse:

—Andá a lo de la Susana si querés comer algo —como si eso fuera lo normal— y no hagás ruido que se va a despertar el Joni.

Yo no hubiese ido de no ser por el ruido en las tripas que no iban a resistir hasta la galleta y el mate cocido del recreo de las 10. Llamé golpeando la puerta despacio, como pidiendo permiso para molestar tan temprano. Filipo, el perro grande fue el primero en escucharme y dio aviso de mi presencia con sus ladridos roncos. Pegado a la puerta escucho los ruidos típicos de la mañana, de las casas típicas, no de la mía, claro. Voces, sillas arrastrándose en el suelo, cucharas golpeando sobre platos, agua chorreando en una pileta. Así, atento a lo que pasaba adentro, me encontró afuera Alba, la hija menor de Susana. Tiene seis años, pero habla como una nena mayor y tiene una risa fuerte y contagiosa que me gusta mucho.

—Hola, andá a sentarte que estamos por desayunar —me dijo con toda naturalidad—. Maaaaa —gritó hacia la cocina—, hacé otra leche que está el Juli.

—Buen día, Julián, vení lavate las manos acá, que el baño está ocupado, y sentate.

Lejos de los manjares que imagino tras las puertas cerradas de las otras casas, me encuentro con tostadas, manteca, mermelada de durazno y dulce de leche. Son tres cosas y así mismo no puedo decidir qué comer.

—Comé lo que tengas ganas —me descifró Susana mientras colocaba una taza humeante de chocolatada.

—Comé dulce de leche —me dijo por lo bajo Alba—, esa mermelada es un asco —y soltó la primera risa del día.

—¡Salvador, último aviso! Ya tenés servida la leche —le grita Susana al tiempo que su hijo abre estruendosamente la puerta del baño.

—¿Para qué gritás, mamá?, y vos ¿qué hacés acá? —me dice, mientras me tira con un repasador a modo de saludo. Susana se acerca a su hijo y le besa la cabeza, yo añoro lo que nunca tuve: esa madre.

—Buen día bombonazo, yo también te quiero

—Sí, sí, ya sé que soy tu preferido.

—¡Papá! ¿Verdad que yo soy tu princesa, y que Salvador es un tarado?

—Sí, es verdad —gritó el padre desde el fondo de la casa y todos rieron. No puedo explicar la sensación de irrealidad que me causa esa escena que debe ser tan común en las calles de las casas lindas y las ganas de que las cosas sean distintas para mí, para el Joni y también, ¿por qué no?, para mi mamá.

La veo a Susana como un pulpo haciendo mil cosas a la vez. Sirve, ordena, peina, controla, besa, abraza, despide, todo con una sonrisa y pienso en mi mamá durmiendo por la borrachera de la noche anterior, apretando a mi hermano que se durmió con ella, y en que se va a levantar malhumorada para no hacer nada. Si tiene ganas lo va a llevar a mi hermano al jardín, si es que no tiene la suerte de que alguna de las vecinas lo haga, o lo hace faltar directamente, “total es medio bobo” suele decir, con lo que justifica su propia falta de responsabilidad.

—Suban al auto la princesa, el tarado y su amigo Juli —ordena el señor Noble en tono jocoso y nos lleva a la escuela. Me dejó primero y después se llevó a sus hijos a otra que queda más lejos.

Me gusta la escuela, estoy en quinto grado y soy buen alumno. “Este chico debe ser un milagro para ser tan aplicado viniendo de donde viene” escuché que le comentaba mi maestra a sus compañeras un día. Primero me sentí contento, pero cuando terminé de digerir la frase se me había borrado la sonrisa.

Todos los días me quedo a comer en el comedor de la escuela. No está mal, aunque no siempre alcanza para llenarnos. Igualmente, no nos quejamos y si alguien se atreve ahí está Rosa, la cocinera, con sus ciento veinte kilos torciéndole las alpargatas, diciéndonos: “Se quejan como si en su casa comieran mejor, desagradecidos” y no falta el que la acusa de haberse comido ella el guiso, a lo que, lejos de enojarse, le responde riendo “hay que mantener este cuerpito”, colocando los brazos en jarra y sacudiendo toda su humanidad. Tipa rara Rosa, pero todos la queremos.

Este día, que empecé pateando hojas, me quedo en la biblioteca escolar. Allí me permiten hacer mis tareas. Contar con una mesa limpia, luz adecuada y silencio,es algo impensado en donde vivo. Después, como no encuentro a los gurises en la canchita para hacer un partidito, me vuelvo para el barrio puteando, seguro el Miki se llevó a los chicos a jugar a la canchita de la iglesia contra los del policial y me la perdí por hacer la tarea. Ahí sigo, pateando bronca.

Llego a la casa a eso de las tres. Cuando corro la cortina de la habitación que corresponde a mi casa, veo que está mi mamá de pie con Joni, parados frente a un hombre que sentado le habla muy cerca de la cara a mi hermano. No distingo ninguna palabra, pero soy lo suficientemente grande y vivo para saber que algo está mal. Mamá se pone nerviosa y empieza a comerse las uñas. A veces se hace sangrar los dedos a mordiscones.

—¿Qué pasa acá? —pregunto tratando de impostar voz de hombre. Joni se escabulle para abrazarse a mis piernas y el tipo se para.

—Tenemos un arreglo —le oí decirle a mi mamá, sacó del bolsillo algo que no distinguí y se lo dio.

Cuando me enfrenta para salir de la pieza, porque no le di lugar, enseguida me mira desde arriba mostrando poder.

—Correte pendejo —y le revuelve el pelo al Joni, que hunde la cabeza en mi pecho.

Lo dejo pasar después de reconocer que era el Topo. Un tipo que vive solo en una casillita en un terreno baldío a unas cuadras de nosotros. Se dicen muchas cosas de él y todos tenemos la recomendación de no acercarnos.

—¿Qué hace ese tipo acá?

—Qué te importa, qué sos ¿mi macho o mi hijo? Lo que faltaba, tener que darte explicaciones. Sacá a jugar a ese gurí que me tiene podrida.

Mi madre no siempre es así, pero casi. A veces se comporta como si nos quisiera, nos lava la ropa, nos abraza y nos lleva al parque a pasear, hasta nos compra un helado o copos de azúcar; pero cuando toma, se fuma un porro o se da un saque — depende lo que haya— es “la Tora”, como le dicen en el barrio y de maternal no tiene nada. Yo la quiero y lo que más deseo en el mundo es que ella cambie y nos vayamos a vivir a una casa que sea solo nuestra. Ya no pido ni siquiera que aparezca mi papá o el del Joni, que no era mal tipo, pero no la aguantó más y se fue.Cada vez tengo menos esperanzas.

—¿Le diste algo de comer hoy?

—¡Más vale! ¿Qué te creés? Gurises de mierda, déjenme tranquila un rato.

—Salimos a la vereda y junto una pelota de alguno de los vecinos de las otras piezas “casas” y rumbeamos para la placita.

—¿Tenés hambre, Joni? —mueve la cabeza afirmativamente (la puta madre).

Saco del bolsillo un caramelo que me regaló la bibliotecaria y se lo doy para que engañe al estómago hasta que consiga algo. No quiero ir a lo de Susana de nuevo, me da vergüenza.

Paro en un árbol a hacer pis. Es más limpio que el baño que compartimos con los Aguilera y los Galván. Todo bien con ellos,son buena gente, nos tratan bien al Joni y a mí, pero somos una banda usando el baño y las peleas por la limpieza son inacabables.

Llegamos a la plaza y por suerte está Alba con otras nenas de las calles de las casas lindas y ella, muy adulta, invita al Joni a jugar.

—Vos andá con el Salvador y los otros que se fueron al arroyito que yo lo cuido.

Tienen la misma edad casi y se hace la agrandada, pienso, pero es mi salvadora. Vuelvo la cabeza para ver cómo está el Joni: mastica con una sonrisa y ya va por la mitad del paquete de las galletitas de Alba.

Cuando terminamos de jugar a los exploradores, abandonando la construcción del puente, sobre las verdes aguas del arroyo, que nos permitiría pasar al nuevo continente lleno de misterios por resolver, volvimos todos a la plaza. Las nenas sin dudas habían jugado a la mamá y las tías, porque el Joni está limpio, peinado y pinta con ceritas un libro con dibujos de animales, instalado en una mesita y silla plásticas mientras ellas arman pulseritas con canutillos sobre una lona sentadas al modo chinito. Serias, nos advirtieron que mañana ellas también irían de exploradoras.

Me despedí de Salvador y los demás chicos al mismo tiempo que cada cual iniciaba el regreso a su casa y lo mismo hizo mi hermano dándole un abrazo a mamá Alba. El parque y la infancia son universos mágicos donde no existen las diferencias entre casas lindas y feas, zapatillas caras o de lona sin plantilla, olor a perfume o a humo y mocos tenemos todos. El juego no tiene clase social.

Volvimos juntos hacia la casa con Miki y Tapón. Más atrás venían los mellizos Pedro y Pablo con Santino, el hermano menor. Todos vivimos en la misma casa dividida para las tres familias. Compartimos solamente el baño. Marti, que era nena pero se prendía con nosotros para todo, incluso el fútbol, se adelantó corriendo porque le urgía un baño, “¡Me meo!” gritó. Ella tiene su casa enfrente a la nuestra, en diagonal, cruzando la calle de tierra.

Mamá no está y las vecinas no saben que se ha hecho.

—Si quieren bañarse, ahora está desocupado el baño —me dice Olga, la mamá de Miki y Tapón. Asentí en silencio, busqué unas toallas de dudosa higiene, revolviendo el roperito desvencijado en la odisea de encontrar ropa limpia.

Por suerte Cacho, el marido de Olga, había arreglado el tachito y teníamos de nuevo agua caliente. Con una carga nos bañamos los dos, el jabón es nuestro y el champú se lo pedimos prestado a Maruca, la mamá de los mellis y Santi, que no está allí, claro.

—Señora Maruca, ¿me presta su champú? —le pregunto a la pared.

—Sí, cómo no querido, úsenlo nomás —me contesto afinando la voz.

—Cerrá los ojos Joni —y coloco lo suficiente para que haga espuma. Tiene un pelo suave y brillante, merece oler a almendras, como dice la botella del Plusbelle.

—Lávese bien las orejas, mijito —sigo reparando a la Maruca, Joni se ríe a carcajadas y el baño bajo el chorrito de agua que nos prestamos un rato cada uno se vuelve una fiesta. Salimos envueltos en las toallas para vestirnos en la pieza. Justo nos cruza la Maruca que venía tarareando La suavecita de los Palmeras. Le sonreímos de manera compradora y ella se acerca a oler las cabezas.

—Qué rico olor tienen los ladrones —nos dice sin enojo y sigue cantando hacia la cocina.

Mamá está hirviendo unas salchichas en el calentadorcito. “Vístanse”, nos dice como si hiciera falta. Pone las seis salchichas en un plato, corta tres pedazos de pan. Ella se sentó en la silla y nosotros en la cama, y comemos dos cada uno. Despacio para que parezca más, al son de la cumbia que Maruca sigue cantando y se escucha llegando desde su cocina.

La Olga, el Cacho y los gurises se van a ver el partido al club.

—Si querés ir te llevan —me dice mamá sin mirarme. Está nerviosa. La conozco.

—Bueno —contesté—, ¿y el Joni?

—Es muy chico, ¿a qué va a ir? Que se quede conmigo —prendió un cigarrillo, agarró el celular y se fue afuera.

Al ratito partí al club con los Galván. Ellos eran fanáticos, no se perdían ningún partido y soñaban con que el Miki llegue a la primera y es bueno el guacho. Yo también pienso que puede llegar.

Cuando volvemos del partido, el barrio es un alboroto. La gente ocupa la calle, todos hablan, nadie escucha. Está la policía y los bomberos y hasta los vecinos de las calles de las casas lindas se vienen acercando.

El Joni no está. De entre todas las voces que se superponían en el aire, me concentré en la de Maruca que le cuenta a los Galván:

—La escuché gritar y llorar a la Tora. Entré a la pieza y estaba sola, re falopeada y el nene no estaba por ningún lado. Llamé a la policía, es hora de que se los saquen a esos pobrecitos chicos.

Maruca habla como si yo no estuviera allí. Es increíble cómo los adultos nos ignoran cuando hay malas noticias, como si no fuéramos los principales protagonistas de las desgracias o lo suficientemente capaces para entender lo que ya sabemos.

Me escabullo entre la gente hasta dónde está mi mamá. La encuentro sentada en el suelo, meada, a juzgar por el olor, se hamaca y repite por lo bajo “yo no fui”. Una mujer policía está parada al lado y nos mira acongojada, parece a punto de llorar.

—¿Vos no fuiste qué, mamá? ¿Dónde está el Joni?

Me mira sin verme, se acuesta entre la meada como si fuera un bebe abrazándose las piernas y se apaga.

Cuando salgo, están organizando un rastrillaje. Todos llevan linternas o celulares. La busco entre la gente y allí está Susana con el marido que viene a abrazarme y consolarme.

—Quedate en casa con los chicos, Juli.

—No. Voy con ustedes —y ella asintió.

Empezamos a caminar en dirección al arroyo, cuando siento que alguien me tira de la mano. Es la Muda —así le decimos porque no habla—, se llama Merlina. Es rara, solitaria, gorda, tiene como quince años y va a una escuela especial.

El Topo —me dice y descubro su voz.

Encuentran al Joni dos horas después. Muerto. Está tirado en una zanja, con su cuerpo desnudo tapado a medias con ramas secas. El pelo le brilla cuando lo alumbran las linternas. Susana y Ernesto no logran evitar que lo vea y, al hacerlo, supe que esa imagen quedaría anclada a mi retina por siempre.

Este día lo empecé pateando hojas y lo termino pateando mi infancia a la mierda.

II

—Pasen por acá, por favor, vayan ocupando las sillas desde adelante hacia el fondo.

La voz estridente de la trabajadora social del hospital local es potente. La oyen claramente hoy y lo hacen cuando recorre sus casas con la ingrata tarea de detectar problemáticas en que la solución rara vez está a su alcance.

—No sé cómo lo lograste, pero la sala está llena —le dijo al oído el Doctor Castillo, director del hospital, mientras le enviaba una sonrisa a la secretaria del área de Familia de la municipalidad y al subsecretario de Violencia Familiar de la provincia, de quienes dependían los presupuestos para financiar el proyecto de Alba.

—Tengo mis recursos, Doc. Tome asiento que ya empieza el show. —Corrió por el largo pasillo cuando vio entrar al disertante y se le colgó al cuello, mientras él la levantaba del suelo con un fuerte abrazo.

—¿Cómo has estado, pequeña gran Alba?

—Hola, Juli, ¡tenía tantas ganas de verte! Pero ahora no hay tiempo para charlar, el salón está lleno de gente y también autoridades políticas, vamos —dijo emocionada.

—¿Amenazaste con sacarle los planes? —Julián le dice a Alba al oído, ambos parados en la puerta.

—No seas hijo de puta —responde con cara de comentario amable y “portate bien”, luego se dirige al frente captando la atención del público.

—Bueno… muy buenas tardes. En primer lugar, quiero agradecerle al doctor Castillo por confiar en este proyecto, a mis compañeras y compañeros de equipo, a las autoridades presentes que con su presencia demuestran el interés y el compromiso del Estado por querer revertir una realidad que nos golpea fuertemente como sociedad, y hablo de la violencia concebida como producto de la inequidad, la ign… la falta de educación —se corrige— y de oportunidades. Pero especialmente les digo gracias a ustedes —hablándole a las decenas de madres y padres, que ocupan la mayor parte de la sala—, porque el cambio que deseamos y necesitamos comienza con ustedes. Con los que entienden que se puede cambiar, que se puede progresar. Los que están dispuestos a dar las batallas necesarias para asegurarles a sus familias y a sus hijos una vida mejor.

—La persona que voy a presentarles, nació y creció en esta ciudad y es él mismo una prueba real y palpable de que querer es poder. Egresó de la Facultad de Medicina de la UBA, hizo sus prácticas en el hospital de niños Ricardo Gutiérrez de Capital Federal, especializándose en Salud Pública en la Universidad de La Habana. Trabajó en hospitales públicos del conurbano bonaerense y en la provincia de Chaco desarrolló un programa de atención a niños de los pueblos originarios. Pasó dos años trabajando para Médicos Sin Fronteras con destino en Haití y en Somalia. De regreso al país optó por venir a ocupar el cargo de jefe de Pediatría de este hospital y participar activamente del programa que denominamos Querer es Poder, porque, si queremos, podemos aspirar a vivir mejor y con “querer” no me refiero solo a ustedes, los ciudadanos, ese “querer” incluye al Estado y el sector productivo y empresarial privado. Si todos queremos, podemos vivir en una sociedad más equitativa. Con ustedes, el doctor Julián Rodríguez.

Un personal de mantenimiento que está apoyado a una ventana, chusmeando que pasa en la sala de conferencias, dirige la mirada al tipo que había presentado Alba como Julián Rodríguez y se le cayó la mandíbula al comprobar que sin dudas ese doctor es el Juli.

—Buenos días a todos —quedó en pausa ante el silencio que se generó en la sala.

—¡Buenos días! Es un saludo al que le corresponde una devolución con la misma expresión de deseos que se da entre personas educadas. Buenos días —repitió.

—Buenos días —contestaron al unísono todos los presentes, hasta el subsecretario del secretario del ministro del gobernador de la provincia.

Alba cerró los ojos y empezó a rezar para que la cosa no se desmadre antes de empezar. Sabía que había tomado un riesgo grande cuando propuso a Julián para el cargo, como también sabía que este no habría aceptado sin la intervención de su madre.

Como ya les anticipó Alba, soy médico pediatra y vengo aquí para garantizarles la mejor atención posible para sus hijos. Todo el equipo de pediatría trabajará coordinada y denodadamente para que el estado de salud de sus hijos sea el óptimo. Eso se logra con medidas preventivas y cuando surja una enfermedad, lo que muchas veces es inevitable a pesar de los cuidados, ahí estaremos para reestablecer con la mayor eficiencia posible el estado de salud alterado por la enfermedad. ¿Se entiende?, ¿están de acuerdo?, ¿es eso lo que esperan de sus médicos? —pregunta paseándose por el frente y mirando a cada persona a los ojos.

—¡Sí! —respondieron todos a viva voz o de manera gestual.

—Pues eso es lo que hace cualquier médico, en cualquier hospital de cualquier ciudad del mundo. Mi equipo y yo vamos a ir más allá. Nos vamos a meter en sus vidas y en sus casas si es necesario para asegurarnos de que sus hijos, niños y adolescentes estén bien. Vamos a controlar que sean cuidados, atendidos, exigidos, queridos, alimentados, higienizados y respetados como corresponde. Y vamos a ir a sus oficinas —mirando a los funcionarios, que ya están arrepentidos de estar ahí— las veces que sean necesarias para que se intervenga y se den respuestas a las necesidades de esas familias.

—Yo no soy padre, pero fui hijo de una mala madre, por eso sé qué espera cada gurí de su madre, padre, abuelo o hermano; de cualquier adulto que conforme su grupo familiar. Yo vengo a enseñarles cuáles son las condiciones para tener y criar a un hijo, porque, muchachas y muchachos… veo gente muy joven aquí… es evidente que hacerlos no es ningún trabajo, es un trámite del que mayoritariamente no nos quejamos. Esa es la parte que a casi todos les gusta… ¿o no? —se miraban todos entre incómodos y risueños.

—Y sí, doctor, hacerlos es lindo —dijo un muchachón grandote de gorrita puesta al revés.

—No siempre es lindo, tarado —le contesta una voz desde el fondo que Julián no puede distinguir.

—Es cierto —retomando la palabra— por eso usé la palabra mayoritariamente. Los hijos muchas veces no son producto de hacer el amor, que sería una relación sexual consentida en que ambas personas sienten placer y disfrute. Ciertamente muchas mujeres acceden o no a copular sin que esto les signifique placer, ni mucho menos amor.

—El tema es, mis estimados oyentes, que, con amor o sin él, con o sin placer, con o sin consentimiento, con o sin conciencia, los hijos llegan a este mundo sin pedirlo y de nosotros, los adultos, depende que tengan una vida que valga la pena ser vivida. Es una ecuación simple, si no van a querer a sus hijos, si no lo van a cuidar, alimentar, educar, vestir, proteger; no los tengan —dijo con énfasis, enfrentando el auditorio al que barrió con la mirada, haciendo una pausa en la que solo se oyó el silencio—. Para no tener hijos están los métodos anticonceptivos y en caso de que fallen por cualquier circunstancia está el aborto. Lo dijo con tanta claridad que ni siquiera dio lugar a comentarios ni miradas antagónicas sobre el tema que sigue siendo de arduo debate entre la gente común y también hacia adentro del equipo de profesionales del hospital.

Pero, claro, si están acá es porque ya tienen hijos así que veamos algunas cuestiones básicas…

El doctor Julián Rodríguez continuó su exposición por casi una hora, en la que reinó el desconcierto generalizado ante la descarnada manera de hablarles. Hasta el más gallito de los presentes tragó saliva.

Momentos antes de terminar, el director le indica a Alba con un gesto de cabeza que saliera y en el pasillo, donde nadie podía escucharlos, le habla:

—Alba, nos estamos jugando las pelotas con esto. ¿Estás segura de que va a funcionar? El tipo es un loco.

—Doctor, estoy segura de que no veníamos haciendo nada efectivo en el área, estoy segura de que los índices de desnutrición aumentan, de que la escolaridad no se cumple, de que el maltrato y el abuso de menores es una realidad escondida y que los Derechos del Niño son una declaración vacía de contenidos… ¿Si estoy segura de que vaya a funcionar? No, doctor, no lo sé, pero prefiero perder las pelotas en el intento.

El doctor Castillo suspira profundamente, inflando notoriamente su pecho y sin más palabras se encamina a su despacho.

Antes de regresar a la sala, Alba tuvo que dar paso a la gente que se retiraba. “Me perdí el final”, piensa preocupada, observando que casi todos se iban en silencio, sin poder determinar si aquello era bueno o malo. En la puerta se cruza incómodamente con los representantes del Estado, que la saludaron augurándole noticias prontamente. Tampoco puede discernir el efecto causado en ellos. Adentro Julián charlaba, en realidad ordenaba, a la pediatra, la psicóloga, la enfermera y la nutricionista cómo serían los procedimientos de aquí en adelante. También está Ignacio, el nuevo psiquiatra que, antes de despedirse el grupo, dice jocosamente:

—Doctor Rodríguez, voy a reservarte un turno, después de lo que escuché y vi hoy, a vos Alba, no. No tenés cura —salieron entre comentarios y risas nerviosas del hospital. En la cara de Julián, sin embargo, no se movió un solo músculo.

Santino los ve partir, mientras juguetea con el palito del chupetín que tiene en la boca antes de comenzar a juntar las sillas del salón.

III

Es domingo, hace casi una semana que estoy de regreso y no había tenido el coraje de volver al barrio y mucho menos de enfrentar a Susana en su estado. El señor Noble preparó un asado de reencuentro y Salvador había viajado especialmente a ello desde Buenos Aires. Siempre, con mayor o menor asiduidad, me mantuve informado y en contacto con todos los miembros de la familia, pero no había vuelto a la ciudad en años; demasiados, pero no tantos para borrar los recuerdos que fueron asaltándome a medida que me adentraba en esas calles, ni tantos como para contener las encontradas emociones que empezaban a recorrer mi cuerpo de niño grande y a querer salirse por los poros. Elegí venir caminando, sabiendo que esta batalla interna iba a desatarse ni bien entre en contacto con ese lugar, así tendría más tiempo para procesar la convulsión de volver al pasado.

Tomo la calle que me lleva directamente a las casas lindas. Me sorprende verlas a todas casi iguales a como las recordaba, pero ya no me parecieron ni tan grandes, ni tan lindas, claramente no eran los castillos que se representaban en mi mente infantil. Es un barrio de casas ordinarias, pintorescas, arregladas, con jardines, sí, pero ahora sé que son casas comunes, de gente común. Hace mucho que descubrí que la riqueza y la suntuosidad que percibía entonces es otra cosa y está en otros lados. Cuando llego al parque que anuncia la cercanía de la casa de los Noble, no puedo evitar detenerme. Allí está Joni, con sus cabellos batidos por el viento, deslizándose a las risotadas por el tobogán. “Agarrame Juli, que me caigo de culo” creo escuchar, mientras los demás niños se amontonan en la escalera trepando para tirarse tras él. Mis ojos no se resisten a ver más allá, hacia el caserío pobre que sigue igual y quizás con la misma gente. Tantos años intentando borrar imágenes, silenciar voces, fortalecer debilidades para que, en un momento, así de rápido, vuelvan a temblarme las piernas y estrujarse mi alma.

—¡Julián! Dale, te estamos esperando —Alba se acerca rápido, por la vereda que antes fuera de hormigón quebrado y hoy luce unos baldosones brillosos enmarcando un parque de juegos modernos. Los fresnos y pezuñas de vaca que fueran pequeños, crecieron a la par nuestra y ya son árboles adultos.

—Estoy llegando, ¿acaso seguís siendo la dueña de la plaza? —no puedo frenar el abrazo de mi amiga que choca contra mi inexpresiva gestualidad.

—Claro que sigo siendo la jefa —dice tomando la bolsa que traigo en la mano—. ¿Helado? Si no te busco llega hecho agua. Apurate que mamá está ansiosa.

—¿Cómo esta ella, Alba? Me asusta un poco enfrentarla.

—La apariencia es dura, pero sigue siendo la misma Susana de siempre… no está bien, Julián, es una enfermedad de mierda.

—Lo sé —dije penosamente—, no demoremos más.

Al traspasar el umbral de la entrada, pienso que, si no hubiese sido por la cantidad de veces que esa misma puerta de madera con signos visibles del paso del tiempo se había abierto para mí, el presente sería muy distinto. Sin la humanidad de esa gente, que no en vano lleva el apellido Noble, no hubiera podido. Fue allí que vi que otra vida era posible.

—Bienvenido a esta humilde morada —gritó Ernesto Noble, blandiendo una pinza de asador, mientras se acerca con su cuerpazo conservado a abrazarme y besarme cariñosamente—. ¿Cómo estás, hijo? Me da mucha alegría verte —analizándome de pies a cabeza, sin soltarme de los hombros, a riesgo de darme un golpe con la pinza de hierro—. ¡Salvador!, vení con mamá que llegó Juli. Susana se muere de ganas de verte… —agregó visiblemente conmovido—. Albita, traé la picada y el Gancia al patio —volvió a gritar y salimos al pequeño y arreglado jardín.

Ese olor a humo que sale del parrillero —y de Ernesto— me devuelve a la infancia. El primer asado de mi vida lo comí allí, en ese mismo lugar y con la misma gente. Estuviera en el sitio que fuera, donde había aroma a carne asada me trasladaba a esta dimensión.

—Aquí llegan los autos locos —anuncia Salvador mientras empujaba la silla de ruedas que carga a Susana. Debí hacer un enorme esfuerzo para sobreponerme a la imagen que contradecía todo resquicio de la Susana que mi cerebro guardaba. Delgada, con el esqueleto torcido apoyada sobre un lado de la silla, el cabello recogido en un rodete alto, me mira con dificultad con los ojos vivaces, inteligentes, que persisten como única prueba de quien es ella en realidad y en los que reconozco el mismo amor.

Me acerco y la abrazo en silencio, temiendo lastimar ese desgastado envase de tan valioso contenido. No la enfrento cara cara hasta no estar seguro de poder ocultar la impresión y pena que me causa. Levanta muy lentamente su mano derecha para darme una torpe caricia en la cara a la vez que dibuja una media sonrisa.

—Hola, Julián —siempre resistió el Juli—, demoraste demasiado en volver —dice pausadamente y con una voz que no reconozco como suya.

—Hola, Susana. Me convenció de hacerlo el asado de Ernesto.

—Espero que el trabajo que van a hacer dé resultado. Me hubiese encantado ayudarlos… y asegurarme de que lo hagan bien…