Los ciempiés también van al cielo - Gaspar Ruiz-Canela - E-Book

Los ciempiés también van al cielo E-Book

Gaspar Ruiz-Canela

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Beschreibung

Los ciempiés también van al cielo es un libro de artículos de viajes y ensayos sobre festivales religiosos, monjes budistas, ermitaños, espíritus o políticos supersticiosos. Recoge componentes del budismo, hinduismo y animismo en una amalgama religiosa y rompe el estereotipo del monje meditando en busca del nirvana a la vez que se muestran realidades como las estafas de algunos videntes y las supersticiones del poder político que quiere dar una imagen idílica que atraiga al turismo. Imprescindible para iniciarse en la cultura tailandesa.

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Primera edición digital: septiembre 2018 Campaña de crowdfunding: Bea Lara Composición de la cubierta: Silvia Barberá Corrección: Juan F. Gordo Revisión: María Luisa Toribio

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Gaspar Ruiz-Canela © 2018 Libros.com

[email protected]

Gaspar Ruiz-Canela

Los ciempiés también van al cielo

Crónicas mágicas de Tailandia

Para mi familia y mis cómplices Buathong ‘Jenny’ Kaewloyfa y Ren Qian.

«Gracias a todos los espíritus y todos los fantasmas de Tailandia que han hecho posible que yo esté aquí».

El director tailandés Apichatpong Weerasethakul al recoger la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2010

 

«Me he esmerado en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en entenderlas».

Baruch Spinoza

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

1. El Buda de las Cuatro Caras

2. Amuletos en las barricadas

3. Los ciempiés también van al cielo

4. El hombre venerado por los dioses

5. La religión tailandesa, como un buen Martini seco

6. La magdalena de Proust

7. Bonzos, monjas flotantes y videntes

8. Tatuajes mágicos

9. Los espíritus reciben al príncipe Vessantara con espadas fálicas

10. Cohetes para llamar a la lluvia

11. El Festival Vegetariano

12. Serpientes de fuego

13. La danza de los espíritus

14. La ceremonia del columpio

15. Los últimos chamanes de elefantes

16. Los espíritus que vinieron del mar

17. Los niños que recuerdan sus vidas pretéritas

18. El ermitaño

19. Una siniestra historia de amor

20. La casa encantada

21. Muñecos sobrenaturales

22. Las monjas rebeldes del budismo

23. El karma y la política

24. El templo del ovni dorado y la milagrosa desaparición del abad

25. Un funeral divino

26. Matar comunistas no es demeritorio

27. Postrimería

Vocabulario

Bibliografía

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

1. El Buda de las Cuatro Caras

 

«La inteligencia, hay que decirlo, ha causado nuestros males; pero la falta de inteligencia no los curará».

Bertrand Russell

 

En el salpicadero del taxi había una figura hindú flanqueada por cuatro sombrillas diminutas. «¿Se trata de Brahma o Shiva?», le pregunté al taxista. «¿Qué?». «Me refiero a la imagen», reiteré. «Ah, es un Buda», me respondió. «No, me refiero a esa imagen», dije extendiendo mi brazo para señalar al pequeño ídolo de metal. «Sí, el Buda de las Cuatro Caras», insistió el taxista, mientras conducía por una amplia avenida hacia Marina Bay, la lujosa bahía de Singapur.

El conductor, un hombre meticuloso y supersticioso, era un trabajador incansable, sin apenas vacaciones, como muchos otros asiáticos. Trabajaba seis días a la semana, a veces siete. A lo largo del año sólo se tomaba a lo sumo cinco días de asueto. Y a menudo utilizaba esas preciosas jornadas para viajar a Bangkok donde visitaba el Buda de las Cuatro Caras, como insistía en llamar al dios hindú Brahma. La sagrada imagen se encuentra en el altar Erawan, en el corazón comercial de la capital tailandesa.

«Voy a pedirle buena suerte y salud para mi familia. Los que rezamos y hacemos meditación podemos percibir el poder. Pero la que había antes —explicó—, la que rompió aquel loco, era más poderosa».

Se refería a la estatua original que había en el altar, junto al hotel Grand Hyatt Erawan, antes de que un perturbado mental la destrozara, causando la consternación de unos fanáticos que, a continuación, lo apalearon hasta la muerte. En India, su país natal, Brahma (el creador del universo) es el dios menos visible de la trinidad que forma junto con Vishnu (el preservador) y Shiva (el destructor). Sin embargo, en Tailandia su figura ocupa un lugar preeminente en templos, palacios o delante de empresas y centros comerciales. Phra Phrom, como llaman los tailandeses al dios creador, es reverenciado con fervor en multitud de esquinas y cruces.

«No tenían que haberlo matado, era demasiado», concedió el taxista cuando le pregunté. Subrayó que la nueva imagen no es tan poderosa como la anterior. «Aún necesita acumular más poder y méritos a través de los rezos y cantos religiosos de creyentes».

El altar está situado en una de las esquinas más concurridas de Bangkok. Antes de llegar, se escucha el rumor delicado del xilófono, los tambores y el oboe, mezclado con el murmullo de la muchedumbre. Junto a la valla del recinto, los vendedores ambulantes exhiben sus amuletos, guirnaldas de flores o el incienso que inunda la esquina de humo fragante. Parte de los turistas que acuden a rezar son chinos de Singapur y Hong Kong, quienes llaman a Brahma, el dios creador, el Buda de las Cuatro Caras por influencia del budismo mahayana, la escuela predominante en China, Corea o Vietnam.

Lunes, veinte de marzo de 2006. Saiyan Pakdeepol llegó a las ocho de la tarde a su casa en un céntrico barrio de Bangkok. Subió a ver a su hijo para darle su medicina. Thanakorn Pakdeepol, de veintisiete años, padecía problemas psiquiátricos que se le manifestaron por primera vez mientras realizaba el servicio militar obligatorio. Aquel día, el tórrido sol había elevado sin piedad las temperaturas hasta los treinta y nueve grados. El intenso calor, unido a la elevada humedad, convierte el aire en un gas espeso y sofocante.

Thanakorn, posiblemente afectado por la insoportable temperatura, recibió a su padre de forma furibunda y hasta amenazó con atacar a algún miembro de la familia. Alarmado, el padre dejó solo a su hijo. A medianoche escuchó cómo Thanakorn salía de la casa. «No sabía dónde estaba, así que llamé al uno-nueve-uno de la Policía para informarles de que temía que pudiera causar daño», relató el padre a un periodista varios días después.

El joven enfermo anduvo por las calles nocturnas e insomnes del centro de Bangkok. Llevaba un martillo en la mano y su mirada reflejaba la desesperación y angustia que atormentaban su mente enferma.

El santuario Erawan dedicado a Brahma estaba cerrado; las rejas, echadas. Los vendedores ambulantes recogían sus puestos de guirnaldas, amuletos y fruta. «Le vi saltando la verja y golpear la estatua con un martillo», afirmó Wandee Vichai, una vendedora de cuarenta y dos años, según publicó la prensa en aquella época.

El joven enfermo se ensañó con el dios que viaja en cisne. Primero le destrozó la cabeza y los ocho brazos que sostenían el disco, el cetro y el resto de los objetos sagrados. En un paroxismo de violencia, derribó el tronco dorado y hueco; en la pilastra sólo quedó una pierna divina. «Empecé a gritar y varios barrenderos corrieron detrás del hombre. Cuando los alcancé, ya estaba muerto en la calzada», explicó Wandee, la vendedora ambulante. «He vendido guirnaldas durante treinta años, pero nunca había visto a este hombre. Parecía un loco mientras aporreaba a Phra Phrom».

Cuando la policía llegó lo encontró malherido, expirando su último aliento de vida. Thanakorn murió tirado en el suelo, a unos cincuenta metros del altar, situado en una de las esquinas más lujosas de Bangkok. Era la una de la madrugada del martes. Detuvieron a dos barrenderos y encontraron una barra de hierro utilizada en la paliza. Los detenidos fueron liberados pronto bajo fianza y los periódicos se olvidaron de este caso de asesinato.

La escultura tiene un valor crematístico agregado. Para unos porque acuden a rezarle con la esperanza de mejorar los negocios u obtener el número ganador de la lotería y convertirse en millonarios; para otros, los vendedores, porque sus negocios dependen del ir y venir de los creyentes que compran las flores o incienso para honrar al dios. «Nos preocupa que la destrucción de Phra Phrom afecte a nuestro negocio. Hay cincuenta familias que viven de vender objetos para quienes vienen a rezar», admitió la vendedora ambulante.

Quizá Thanakorn buscaba precisamente eso, la muerte, que para muchos significa la liberación del dolor mundano. Pero también destrozó a su familia. Su padre se lamentó de que su hijo hubiera estado bajo tratamiento psiquiátrico durante años y de que fuera la enfermedad lo que le llevó a cometer el vandalismo. Pagó por ello un precio desorbitado. «Hacer algo así no es propio de personas con buenas creencias o de quienes realmente tienen fe en Phra Phrom. El asesinato es un acto inmoral y personas con moral no deberían haber hecho lo que hicieron», apostilló el padre a los pocos días del asesinato.

En una siniestra foto de sucesos que apareció en la prensa local, el joven yace tendido bocarriba, con la camiseta blanca levantada hasta el pecho. Tres enfermeros lo observan agachados sobre su cadáver. En el torso y la cara se pueden ver las heridas producidas por la paliza que le propinaron sus atacantes. En el altar vacío, las autoridades colocaron fotografías de la rutilante estatua de Brahma para que los creyentes y turistas pudieran seguir dejando sus donativos y ofrendas.

Las autoridades no perdieron el tiempo. Ordenaron ipso facto la fabricación de otra figura de Brahma. Realizaron una réplica con una mezcla de escayola, oro, bronce y otros metales, así como pedazos del original destruido. De esta forma, confiaban en transmitir parte del poder mágico de la antigua imagen a la nueva. La réplica fue colocada el veintiuno de mayo de 2006, a las once y treinta y nueve minutos de la mañana, hora auspiciosa elegida por los sacerdotes porque en ese instante el sol se alzaba justo encima del santuario. Brahma relucía en el altar, junto a las figuras de elefantes y gráciles tailandesas que bailaban en honor del dios al son de los ritmos místicos de la música clásica tailandesa. El humo del incienso ascendía al cielo con las plegarias de los devotos.

El origen de este altar tailandés, situado en la intersección de Ratchaprasong, se remonta a 1956. La construcción del hotel Erawan sufría continuos retrasos, los obreros padecieron numerosos accidentes e incluso se hundió un barco con un valioso cargamento de mármol italiano a bordo. Los arquitectos se preguntaban desesperados el porqué de tantos y tan seguidos infortunios. Llegaron a la conclusión de que el lugar estaba maldito. En parte lo achacaron a que, durante años, aquella esquina había sido utilizada por la policía para exhibir a los criminales que aprehendía. Un astrólogo aconsejó la construcción de un altar dedicado a Brahma para deshacerse de la mala suerte.

En noviembre de ese año colocaron la estatua divina y el edificio, según la leyenda y Wikipedia, terminó de construirse sin contratiempos. En 1987 cambió el nombre a Grand Hyatt Erawan, un ostentoso hotel y centro comercial. Desde la pasarela del tren elevado, los viandantes pueden ver al dorado Brahma, al que se atribuye parte de la prosperidad de esta zona llena de hoteles de cinco estrellas y tiendas de marcas de lujo.

La destrucción de la estatua por el joven demente generó todo tipo de teorías conspiranoicas. Cuando la autopsia reveló que Thanakorn tenía caracteres árabes tatuados en los brazos y la espalda, los policías investigaron a la familia porque temían que tuvieran lazos con extremistas islámicos y sugirieron que podría tratarse de un ataque terrorista. Una teoría aún más estrambótica se le ocurrió a Sondhi Limthongkul, el líder de la Alianza Popular para la Democracia, un grupo monárquico ultraconservador cuyos seguidores son conocidos como los camisas amarillas.

Por aquella época los camisas amarillas se manifestaban contra el entonces primer ministro, Thaksin Shinawatra, un excoronel de la Policía y empresario millonario de carácter autoritario y enfrentado a la élite tradicional. Sondhi, un antiguo aliado de Thaksin hasta que se enemistaron por desavenencias pecuniarias, acusó al primer ministro de haber planeado la destrucción de la estatua. Según el activista, Thaksin pretendía «destruir Thao Maha Phrom para reconstruirlo y guardar sus objetos en el interior. Es una forma de evitar malos presagios».

Sondhi incluso habló de que tenía «información precisa» de que Thaksin era «muy supersticioso» y de que había contratado a un brujo camboyano versado en la magia negra. Las reacciones no se hicieron esperar. El padre del joven asesinado llamó al líder conservador «el mayor mentiroso» que nunca había visto y el propio primer ministro calificó las acusaciones de «demenciales».

El diecinueve de septiembre de aquel mismo año, yo me encontraba con mi madre y mi hermana en los fiordos de Noruega. El verano daba sus últimos coletazos, pero aún se sentía el frío nórdico, tan lejano del trópico. Nos llamaron la atención unas imágenes en la televisión. Un golpe de Estado en algún país exótico. Sí, Tailandia. Los dioses no estaban de parte de Thaksin Shinawatra. Se encontraba en Nueva York para comparecer ante la asamblea general de la ONU cuando los militares sacaron los tanques a la calle y, sin disparar un solo tiro, se hicieron con el poder y obligaron al primer ministro a permanecer en el exilio.

Se cree que Thaksin había consultado anteriormente con una vidente birmana llamada Swe Swe Win, también conocida como E Thi, quien le había aconsejado que estuviera fuera de Tailandia entre los eclipses del ocho y el veintidós de septiembre de ese año. La asonada militar tuvo lugar en una fecha auspiciada por el número nueve: 19/9/2049 (correspondiente al 2006 según el calendario budista tailandés). Algunos astrólogos identificaron la destrucción del Buda de las Cuatro Caras como el signo ominoso que anunciaba la tragedia política en aquel 2006 y en los años venideros en Tailandia.

El altar Erawan volvió a ser noticia catorce años después. El diecisiete de agosto de 2015, un hombre con gafas, camiseta amarilla y manguitos en los antebrazos se acercó como cualquier otro turista al recinto sagrado. El desconocido dejó una mochila bajo un banco pegado a un muro y se marchó del lugar. Unos minutos más tarde, estalló un explosivo oculto en la mochila que dejó un reguero de sangre, cuerpos mutilados y neumáticos ardiendo. Eran cerca de las siete de la tarde, una hora en la que ya ha anochecido en Tailandia. Murieron veinte personas y más de ciento veinte sufrieron heridas debido a la explosión de la bomba. La mayoría de los fallecidos eran turistas de China, Taiwán, Malasia o Singapur, así como varios tailandeses. Aquel día yo estaba de vacaciones en España, de donde regresé a Bangkok seis días más tarde. Cuando fui a visitar el altar noté que había menos gente que de costumbre. La tapia seguía dañada por la explosión, así como la estatua de Brahma, al que la explosión arrancó media barbilla de uno de sus cuatro rostros.

En las semanas siguientes surgieron todo tipo de teorías contradictorias sobre los autores, muchas veces alimentadas por la confusa investigación policial. Algunos analistas empezaron a hablar de una posible venganza por la repatriación forzosa de más de un centenar de miembros de la minoría musulmana uigur a la provincia de Xinjiang, en el oeste de China, donde son víctimas de persecución política y religiosa. Anthony Davis, un experto de la revista de defensa y seguridad IHS-Jane’s, apuntó a los Lobos Grises, un grupo radical turco, como posibles autores. Esta organización se distinguió por el asesinato de izquierdistas desde los años sesenta y saltó a las portadas de la prensa internacional con el atentado que casi mató al papa Juan Pablo II en 1981.

El ataque en Bangkok no fue reivindicado por nadie y la Policía tailandesa negó la implicación de cualquier organización terrorista. Las autoridades detuvieron a dos sospechosos, que según varios indicios eran uigures o turcos, pero la Policía no quiso confirmar sus nacionalidades. Por miedo a molestar al Gobierno chino o perjudicar el turismo, las autoridades tailandesas parecían poco interesadas en revelar todo lo que sabían.

La bomba fue detonada no sólo en un lugar sagrado, sino en unas de las intersecciones más prósperas de la capital tailandesa. Brahma o Phra Phrom no es la única deidad hindú que hace guardia ante hoteles de lujo y centros comerciales, las modernas catedrales del consumo y el ocio. En el área también se encuentra Vishnu, encima de su vehículo-ave Garuda; no muy lejos también están Trimurti, Ganesha y Lakshmi, la esposa de Vishnu. Dioses rodeados de escaparates, tuk-tuks y turistas de compras.

2. Amuletos en las barricadas

 

«La apertura y hospitalidad de Tailandia son legendarias, pero también lo es la habilidad del país para mantener al visitante a distancia, a aparecer algo así como un enigma sonriente».

J.M. Cadet

 

Tailandia se ha promocionado durante años en campañas publicitarias como «la tierra de las sonrisas». Millones de turistas visitan todos los años sus playas, templos y parajes naturales, sufren con gusto el picante de su cocina y experimentan la refinada hospitalidad con la que, en general, agasajan a los extranjeros. El país tiene un aura de libertad y apertura, no sólo sexual, e incluso bajo regímenes autoritarios. Sin embargo, este buen talante se limita muchas veces a la superficie del trato social, el protocolo.

El tailandés exhibe en público lo indispensable, guardando con celo y pudor el sentido más íntimo de sus costumbres, cultura y religión. No me refiero sólo a los valores asiáticos, que también defienden o han defendido otros países como Malasia, Singapur o Japón: la supuesta supremacía del deber colectivo asiático frente a las libertades individuales occidentales. En Tailandia, hay en ocasiones una resistencia a explicar los aspectos de su cultura que creen incomprensibles para los visitantes, sobre todo los que no son asiáticos.

Este es un libro de artículos de viajes y ensayos sobre festivales religiosos, monjes budistas, ermitaños, espíritus o políticos supersticiosos. Mi interés por lo religioso va más allá de mis deberes como periodista. Siempre me ha intrigado el ser humano y su tendencia universal a creer en entidades sobrenaturales. Tailandia ha sido un lugar idóneo para estudiar esa fascinación por el mundo espiritual. Primero por la exuberancia de la fe budista, brahmánica y animista que se practica aquí. Lejos de las teorías asépticas sobre la negación del yo y la meditación como camino hacia la sabiduría de Buda («iluminado» o «despierto», en pali), yo me encontré con un budismo ecléctico y, en ocasiones, crematístico.

Estas páginas recogen experiencias mías de los últimos diez años en Tailandia, muchas de ellas vividas junto a mis incomparables cómplices: Ren Qian, que a lo largo de la elaboración del libro pasó de ser mi novia a mi esposa, y mi amiga Buathong ‘Jenny’ Kaewloyfa. Ambas me han ayudado como intérpretes y, sin ellas, no hubiera podido escribir estas «crónicas mágicas» sobre Tailandia.

Al poco tiempo de llegar a Tailandia en 2008 como periodista de la Agencia Efe, tuve una de esas experiencias en las que vislumbré lo que hay más allá del decorado político y cultural tailandés. Me encontraba cerca del antiguo Parlamento, en plena turbulencia política. Un sedán de color negro atravesó unas barricadas de neumáticos vigiladas por los camisas amarillas, un movimiento social de ideario conservador que pretendía tumbar al Gobierno de Somchai Wongsawat, aliado y cuñado del ex primer ministro exiliado Thaksin Shinawatra.

Yo anhelaba que ocurriera cualquier incidente que me sacara del tedio bajo aquel tórrido calor tropical. Una marabunta de manifestantes se arremolinó en torno al vehículo de gama alta; el conductor se bajó y sacó una misteriosa bolsa negra del maletero. Empezó a repartir unas bolsitas con un contenido blanco que, en mi imaginación exacerbada, parecía algún tipo de estupefaciente dispensado para galvanizar a los atrincherados y, en caso necesario, defenderse de una eventual carga policial. Cuando me acerqué a preguntar, nadie hablaba el inglés suficiente para explicarme el misterio de las bolsitas. Alguien me puso una en la mano y me la cerró como queriendo acentuar la importancia del contenido. La abrí y vi un pequeño amuleto de escayola blanca con una imagen tallada en él.

Algo defraudado, estudié más atentamente el amuleto. Se trataba de la imagen de un afable Buda de sonrisa esbozada. Los manifestantes, en su mayoría hombres, recibían estas imágenes mágicas como si fueran chalecos antibalas, pues de hecho ponían sus esperanzas en que los protegieran en caso de peligro, como un disparo efectuado por un grupo rival o la policía.

Observé aquella escena con la condescendencia de cualquier occidental ávido de experiencias exóticas. Me recordó a un breve periodo de mi adolescencia, cuando por puro fetichismo portaba un crucifijo dorado en el bolsillo como si fuera un talismán. Aquellos manifestantes debían sentirse tan aliviados y seguros como yo con mi cruz bizantina, que ahora reposa en alguna estantería de la casa donde crecí en el sur de España.

A pesar de todo mi escepticismo, aquella escena de los amuletos me pareció la señal definitiva de que aquella noche pasaría algo, una carga policial, balas de goma, porras, piedras y cócteles molotov; rebelión ciudadana y represión policial. Pero nada ocurrió. Ningún hecho histórico y dramático. Esperé hasta altas horas de la madrugada entre neumáticos y grupos que charlaban sentados en el suelo como si estuvieran de picnic bajo las titilantes estrellas.

Los amuletos son una manifestación de la superstición y espiritualidad que envuelve a todos los estratos de la sociedad tailandesa. En este país hay pocos budistas puros, o al menos no son los budistas que imaginamos los occidentales. Un tailandés corriente reza a Buda, pero también venera a los dioses hindúes, a sus antepasados y a los espíritus que habitan en los árboles, los campos de arroz y sus casas. Vive con la certeza de que para tener una vida próspera hay que evitar molestar a los espíritus y fantasmas que pululan por el mundo.

No sólo las parejas consultan con un astrólogo la fecha idónea para casarse, sino que los números y los colores tienen una importancia de magnitud oficial para el Gobierno o la Casa Real. Los manifestantes no protestan en un día cualquiera, la fecha debe ser auspiciada por un astrólogo o vidente. Por regla general, los tailandeses profesan un budismo sincrético, que incorpora elementos del hinduismo y el animismo. O quizás al contrario, pues la adoración de los espíritus y el brahmanismo ya existían en estos lares cuando llegaron los primeros monjes vestidos con las túnicas azafrán o anaranjadas del budismo.

Desde finales del siglo XIX han surgido en Tailandia grupos y sectas que vindican un budismo más ortodoxo, cercano a la raíz de las enseñanzas de Buda recogidas en el Tipitaka («Tres Cestas», en el idioma pali), los libros originales también conocidos como el Canon Pali que guardan las enseñanzas del Iluminado. Una religión sin los ropajes folclóricos de los amuletos, los conjuros mágicos y la veneración de los espíritus. Pese a sus esfuerzos, la mayoría de la sociedad continúa profesando una religiosidad caleidoscópica. Un tailandés puede colocar ofrendas en el altar de los espíritus de la casa, escuchar los sermones del monje budista y solicitar el amparo de Brahma para que le ayude en el negocio. No hay motivo de escándalo ni herejía.

Las manifestaciones místicas afloran por doquier, como en la casas de espíritus, pequeños altares dedicados a los espíritus protectores ante los rascacielos de la metrópoli bangkokiana o entre los campos de arroz de las zonas rurales. La literatura, el cine y hasta la política están llenas de referencias a las ánimas y el más allá; a veces en su forma más grotesca.

En el poema épico Khun Chaeng Khun Paeng, uno de los pilares de la literatura tailandesa, uno de los protagonistas asesina a su esposa embarazada y luego extrae el feto para fabricar un poderoso amuleto protector llamado kuman thong («niño dorado»). En los mercados tailandeses se encuentran réplicas de este macabro talismán con una figura con forma de feto en el interior de un recipiente con aceites; también hay otros amuletos kuman thong más amables con forma de infantes sonrientes.

Uno de los templos más populares de Bangkok está dedicado a Mae Nak, el fantasma de una mujer que según la leyenda murió en el parto cuando su marido se encontraba en la guerra. Al volver este, el fantasma de Mae Nak le hizo creer que seguía viva mediante un conjuro y no dudaba en asesinar a aquel que se atreviera a tratar de alertar a su ignorante esposo. Una siniestra historia de amor y muerte que recuerda a la maldición del Drácula europeo. Un venerado monje llamado Somdet To, que vivió en el siglo XIX, derrotó al infeliz fantasma y lo atrapó en un trozo de hueso. Principalmente en las zonas rurales, los mayores cuentan historias del krasue, un fantasma con forma de cabeza femenina y los órganos colgando en lugar de un cuerpo que atraviesa flotando los campos de arroz emitiendo una luz verde.

Los espíritus guardianes, albergados en los pilares de la ciudad, continúan velando por Bangkok, la capital, desde su fundación en 1782. La religión y los rituales son además una cuestión de Estado, en la que participan desde el rey hasta los ministros.

Durante las protestas en 2010 de los llamados camisas rojas, la versión campesina y proletaria de los conservadores camisas amarillas, varios manifestantes derramaron litros de sangre donada por los manifestantes frente a las puertas del entonces primer ministro, Abhisit Vejjajiva. Esta ceremonia simbolizaba el sacrificio de los manifestantes, así como una maldición inspirada en las creencias hindúes y animistas. En una remota aldea del noreste de Tailandia, los vecinos celebran un festival peculiar en el que se disfrazan de espíritus y hombres de las cavernas para recibir al príncipe Vessantara, el mismo Buda en su última vida anterior. Un ejemplo de la religión miscelánea que bebe sin pudor de la corriente budista y animista.

Cientos o miles de personas se reúnen en un templo no lejos de Bangkok, entre enero y febrero, para rendir tributo a un monje y maestro de tatuajes mágicos o sak yant muerto hace décadas. En la ceremonia, los asistentes entran en trance y se lanzan como poseídos hacia la estatua del maestro, donde son bloqueados por voluntarios hasta que vuelven en sí.

En la isla de Phuket tiene lugar el Festival Vegetariano. Se trata de una celebración de origen chino en la que los creyentes se atraviesan los pómulos con agujas, sombrillas, cuchillos y hasta se insertan cuadros de bicicletas. En la isla de Lipe, una minoría étnica bota un barco en el mar para expulsar la mala suerte en una fiesta de baile y alcohol que dura tres días.

Una manifestación moderna de la superstición es el luk thep, un muñeco mágico al que sus dueños cuidan como si fuera un bebé de carne y hueso. En 2017 multitudes de tailandeses de luto se despidieron del rey Bhumibol Adulyadej, que fue incinerado en un funeral que reflejó el simbolismo divino de la monarquía. El propio soberano, que había reinado durante setenta años, era venerado casi como un semidiós.

La sociedad tailandesa es fascinante. Sin embargo, muchos turistas no entienden los mensajes espirituales e historias que ocurren a diario en muchas calles o templos del país. Cuando llegué a Tailandia en 2008 me resistí a aceptar lo evidente. Me molestaba sobremanera que Tailandia no fuera ese paraíso del budismo que yo tenía idealizado, con discretos monjes meditando en el bosque (aunque también los hay).

Poco a poco me fui despojando de mis prejuicios y me interesé genuinamente por la religión y las costumbres del país. Finalmente, me imbuí de las contradicciones y me fascinaron la magia de los espíritus y el budismo ecléctico. Al menos un monje y un vidente —sin relación entre sí— me han dicho que en una de mis vidas pasadas fui ayudante del rey Rama V, quizá porque nací el mismo día en el que él murió, un veintitrés de octubre, aunque yo muchos años más tarde. Una coincidencia intrigante.

No se puede explicar Tailandia, ni siquiera su devenir histórico o político, sin tener en cuenta el conjunto de creencias de la sociedad. Los miedos y el imaginario colectivo determinan el comportamiento y las costumbres de los individuos. Más allá de los rituales y las creencias se ocultan temores atávicos a la oscuridad, lo desconocido o tabúes morales y sexuales.

No pretendo escribir un libro académico. Para un estudio más profundo del budismo en Tailandia o el sudeste asiático, el lector puede consultar obras de autores como Donald K. Swearer, Stanley Tambiah, Barend Jan Terwiel, Kate Crosby, Peter Harvey, Buddhadasa Bhikkhu o Sulak Sivaraksa, citados en la bibliografía al final del libro.

Utilizo términos como nirvana, que es la transcripción del sánscrito que se ha impuesto en occidente, aunque también la forma en pali predominante en Tailandia (nibbana) y otros países de tradición theravada. Asimismo, en ocasiones uso de forma anacrónica Tailandia, ya que este nombre solamente existe desde 1939 para designar el territorio que, aproximadamente, en otras épocas se conocía como el reino de Siam, Ayutthaya o Sukhothai.

Las próximas páginas tratan de explicar los entresijos espirituales y antropológicos en Tailandia a través de mis experiencias, entrevistas y lecturas. ¿Y por qué no decirlo? Mientras escribo este prólogo, trato de aferrarme a mis convicciones racionalistas, pero también una parte remota de mi cerebro se empeña en otear amenazas en la oscuridad y me invade un escalofrío ante lo desconocido. En momentos así es mejor dejar una luz encendida. Por si acaso.

3. Los ciempiés también van al cielo

 

«Si no hubiera cuerpo o formas corpóreas, uno no podría dañar a otros y otros no podrían dañarle a uno; así, uno debería desear que desapareciera su forma corpórea y que sólo permanezca la conciencia».

Three Worlds According to King Ruang: A Thai Buddhist Cosmology

 

Un día mi amiga Jenny me invitó a una ceremonia budista en su templo en Bangkok, llamado Dhammamongkol. Cientos de hombres, mujeres y niños vestidos de blanco deambulaban por el recinto sagrado; comían y recitaban oraciones en pali que relataban la vida y obra de su maestro, Gautama Buda. Me crucé con una devota budista con la que entablé una conversación sobre cosmología que discurrió más o menos así:

—¿Crees que después de esta vida hay una recompensa, en el cielo, o un castigo, en el infierno? —inquirí a la devota ataviada de blanco.

—Por supuesto. Por eso los budistas tenemos que hacer méritos en esta vida, con buenas obras y donando dinero y bienes en los templos para ayudar a los monjes.

—¿Quién decide quién va al cielo o al infierno? ¿Dios?

—No hay Dios. Son nuestros actos y la ley universal los que nos llevan a un lugar o al otro.

—Bueno, creo que eso no es exactamente lo que predicó Buda. ¿Qué me dices de la reencarnación?

Se tomó una breve pausa para meditar la respuesta y soltó:

—La reencarnación también. Las malas obras en esta vida pueden hacer que en la próxima vida nazcas como un insecto; si tus obras son buenas, nacerás en una familia rica que te protegerá.

—Creo que no entiendo. Ambas teorías son incompatibles. ¿Cuándo una vida llena de malas acciones te lleva, por ejemplo, a nacer como un ciempiés o directamente al infierno y quién lo decide?

—No entiendo tu pregunta.

—¿Cómo puedes creer en el cielo y la reencarnación a la vez?

—Es difícil de explicar. ¡Yo no soy un monje! Tus cuestiones son demasiado complejas: pregúntale a un monje.

Ahí quedó eso. Los tailandeses creen en el nirvana, pero también en un cielo —o varios— y un infierno —dividido en varios niveles— donde van los humanos, al menos temporalmente, tras la muerte. Mi duda entonces era cómo se combinaban ambos lugares escatológicos con el nirvana, que es la liberación de la realidad contingente y su ciclo infinito de muerte y renacimiento.

Para mí, como para muchos occidentales, el budismo era, más que una religión, una forma de vida, una práctica filosófica sobre la liberación personal a través de la meditación. Es quizá la única religión que veía con buenos ojos el propio Albert Einstein. Pero este budismo aséptico no existe; los textos budistas también hablan de dioses, seres mitológicos, varios lugares celestiales y el inframundo. Para mí, era una paradoja que alguien pudiera creer, simultáneamente, en el nirvana, en el renacimiento y en la recompensa/castigo divinos del cielo y el infierno. Me marché del templo de Jenny con la idea del ciempiés y el cielo en la cabeza. Sin ánimo de ofender se me ocurrió una parábola un tanto cómica:

«Mañana me muero, pongamos. He sido malo, pero no tanto como para ir al infierno. Entonces, en virtud de la ley universal, me reencarno en la siguiente vida en un ciempiés. En mi vida como bicho, me esfuerzo en ser gentil con mis congéneres y en no comerme a mis descendientes. Y, ¡voilá!, al morir voy directo al cielo por haber sido un buen ciempiés. ¿No cuadra todo?».

La mejor cura para la ignorancia son la lectura y la conversación con expertos. Con mis limitaciones como lego en la materia, es lo que empecé a hacer yo para salir de dudas. Creo que encontré algunas respuestas. El cielo y el infierno, como espacios mitológicos o estados mentales, siempre han existido en el budismo. Algunos monjes como el japonés Takashi Tsuji creen que Buda, como Jesús, utilizaba parábolas para adaptar sus enseñanzas a la mentalidad primitiva de sus coetáneos hace unos dos mil quinientos años. Según Takashi, el Iluminado no hablaba literalmente cuando decía que los hombres podemos renacer como animales en una vida futura si acumulamos mal karma, producto de nuestras malas acciones. Aunque en general los budistas creen que su sentido era estrictamente real.

En los textos más antiguos que se conservan, Buda habla de lugares celestiales donde viven deidades y el infierno. La diferencia con las religiones abrahámicas es que, para los budistas, la estancia en estos lugares no es eterna y está sometida a las leyes del karma, que se revela en forma de castigos o premios. La única forma de salir de este círculo vicioso de reencarnaciones o renacimientos es alcanzar el nirvana (nibbana en pali).

Esta cosmología se refleja en las principales escuelas del budismo. Las enseñanzas de Sidarta Gautama, más tarde llamado Buda, fueron revolucionarias en muchos sentidos, desde el punto de vista sociológico, moral y psicológico. Pero también se le atribuyen ideas que a una mente racional le parecerían mitos o fantasías, como el renacimiento de humanos como animales o la existencia de dioses como Yakka (Indra) o Yama, que es el juez del inframundo.

Potprecha ‘Jak’ Cholvijarn, profesor de Budismo en la Universidad de Chulalongkorn, en Bangkok, y cantante de ópera, me explicó que hay dos formas de interpretar los textos que versan sobre el cielo y el infierno en el Tipitaka (Canon Pali), la colección de libros que recogen las enseñanzas de Buda y sus primeros discípulos. Así lo resumió Potprecha en un mensaje en Facebook:

«Una es que existen (cielo e infierno) como lugares de renacimiento. En la cosmología budista los seres no tienen que permanecer en estos lugares para siempre, sino que renacerán cuando hayan agotado los méritos y deméritos. Los seres suben y bajan en los mundos de la cosmología budista en un ciclo eterno de renacimientos. La segunda interpretación se refiere a los estados mentales. El cielo y el infierno pueden ser experiencias aquí y ahora, en esta vida condicionada por la mente y las acciones éticas. Esta interpretación ha sido enfatizada contra la primera interpretación por reformistas modernos. Pero en ningún lugar del Canon se dice que cualquiera de las dos interpretaciones sean inválidas o contradictorias entre sí. Yo creo que son compatibles. Sólo porque no los veamos o podamos verificar su existencia, no quiere decir que no existan (el cielo y el infierno)».

Sidarta Gautama vivió en un momento clave de la historia del subcontinente indio hacia los siglos VI o V a.C. La sociedad india era un caldero de religiosos y ascetas que bullía con ideas como el renacimiento o el karma que moldearían el budismo, el jainismo o el hinduismo. El Canon Pali contiene referencias a lugares, conceptos y deidades que son también hindúes como el mítico monte Meru o el dios Indra. Curiosamente, los budistas primitivos ya intuyeron que toda la realidad se crea en una especie de Big Bang y se destruye en un ciclo infinito. El tratado sobre cosmología budista más popular en Tailandia es el Traiphum Phra Ruang (Los tres mundos según el rey Ruang) compuesto en el siglo XIV de nuestra era e inspirado en el Tipitaka.

Según el Traiphum, el centro del universo es el monte Meru o Sumeru, que está rodeado por varios anillos de montañas y mares y, más allá, se extiende un extenso océano con varios continentes en los cuatro puntos cardinales. Bajo el monte Meru se encuentran los diferentes niveles del inframundo, el reino de los espíritus hambrientos y el hogar de los asuras. En la cumbre se halla el reino de Sakka (Indra). Hasta aquí llega el kamaloka o el mundo sensorial. Mucho más arriba, en un lugar inalcanzable para los seres del mundo sensorial, se encuentran el rupaloka o el mundo de las formas; y más arriba el arupaloka o el mundo sin formas.

Si acumulamos buen karma, en la siguiente vida renaceremos como un humano o una deidad. El mal karma nos lleva a renacer como personas desafortunadas, animales o en el infierno. Ni siquiera dioses como Brahma —hay que decir que para los budistas hay varios brahmas— o Indra escapaban del ciclo de destrucción y renacimiento. La única forma de salir de este ciclo kármico en cualquiera de estos mundos es el nirvana, la liberación a la que se llega a través de la meditación y la práctica de la virtud.

División del cosmos según el Traiphum Phra Ruang

1. Arupaloka: mundo sin formas

(Aquí no hay forma física, por lo que no se puede localizar físicamente, sus moradores son pura conciencia)

Reino ni de la percepción ni de la no percepción

Reino de la nada

Reino del proceso mental infinito

Reino del espacio infinito

2. Rupaloka: mundo de las formas

(Este lugar sí es físico, aunque sus moradores, los brahmas, están hechos de una sutil sustancia invisible a los hombres y no están atados a las sensaciones o el deseo)

De sus dieciséis reinos, los más elevados son:

Reino del brahma que es supremo

Reino del brahma clarividente

Reino del brahma bello

Reino del brahma sereno

Reino del brahma próspero, etc.

3. Kamaloka: mundo sensorial o del deseo

(Los seres de este mundo están apegados a las sensaciones y el deseo, aunque hay gran diferencia entre los habitantes del inframundo y los reinos superiores, habitados por deidades)

Reino de los que se recrean en las creaciones de otros

Reino de los que se recrean en sus creaciones

Reino de la dicha (Tusita)

Reino de Yama

Reino de los treinta y un devas (Indra)

Reino de los cuatro guardianes celestiales

Reino de los hombres

Reino de los asuras (deidades irascibles)

Reino de los espíritus hambrientos (pret)

Reino de los animales

Inframundo

En el Arupaloka y el Rupaloka se encuentran los seres más sublimes del universo, algunos de ellos están cerca de alcanzar el nirvana, la única forma de escapar del ciclo del karma. El mundo sensorial o Kamaloka es muy diverso. Incluye reinos celestiales donde moran devas como Indra o el futuro Buda (Metteyya en pali o Maitreya en sánscrito), que habita en el cielo Tusita. Este mundo también acoge a asuras (demonios), humanos, animales, espíritus hambrientos o el inframundo.

Los hombres viven en varios continentes en torno a la montaña sagrada Meru, que está rodeada por una docena de anillos de océanos y cordilleras. Encima del monte Meru se encuentran los reinos de los devas. El Traiphum Phra Ruang describe todo tipo de hombres mitológicos: algunos viven hasta mil años y tienen los rostros rectangulares o redondos como lunas. Otros no envejecen, aunque sí mueren; en cierto país crecen doncellas de los árboles. El mundo conocido se encuentra en el continente del sur, Jambu. El soberano universal es el rey que sigue las enseñanzas de Buda y conquista por su carisma y autoridad, sin tener que declarar la guerra.

El mundo de los humanos es el más indicado para alcanzar el nirvana porque tiene el equilibrio idóneo para generar buen karma. Los seres del inframundo o los espíritus están demasiado inmersos en el dolor para realizar buenas obras y a los seres celestiales, en su éxtasis de felicidad y perfección, les cuesta reconocer la impermanencia de la realidad o la inexistencia del yo para poder iluminarse.

Los asuras son deidades concupiscentes y en parte demoníacas; como Rahu, responsable de los eclipses solares y lunares. En Tailandia, se le representa como una especie de demonio negro y con colmillos engullendo al Sol o la Luna. Según el Tipitaka, Buda intercedió una vez por misericordia en favor de los astros y Rahu huyó despavorido por temor al poder y la autoridad del Iluminado. No obstante, y tal como presenciamos cada cierto tiempo, parece que Rahu vuele a las andadas y engulle los astros.

Los espíritus hambrientos o pret (en tailandés) son almas en pena que vagan por los bosques o las montañas castigados por malas acciones en sus vidas pasadas. La mayoría son descritos como seres tan altos como un árbol, muy delgados y con una boca del «tamaño del ojo de una aguja» que les dificulta en extremo alimentarse. En ocasiones se ven obligados a alimentarse de flema, vómito, saliva o pus…

Sin duda, la parte más interesante de la cosmología budista, como en casi todas las religiones, es la referente al inframundo o infierno (narokphum, en tailandés) debido a las macabras descripciones. «¿Qué mérito o acciones viles has cometido? ¡Rápido ahora, rememora y di la verdad!», exhorta Yama, el dios del inframundo, cuando llegan las almas de los muertos o, más bien, los muertos antes de renacer. Yama, como un San Pedro budista, puede abrir las puertas del cielo, pero también las de los tormentos del sufrimiento. Uno de sus ayudantes lee la sentencia en un tomo de piel de perro. Los que han vivido moralmente se reencarnarán de nuevo en este mundo o en un reino celestial.

Los condenados incluyen a aquellos que no han seguido las enseñanzas de Buda, insultaban a los monjes, mentían, robaban, engañaban, se embriagaban con alcohol o cometían adulterio.

Por ejemplo, los que mataban animales son torturados por guardianes que les retuercen la cabeza hasta arrancársela y la fríen en una plancha ardiente. Otra cabeza vuelve a crecerles a los maltratados, que vuelven a sufrir el proceso hasta que expiran su mal karma, una tortura que puede durar millones de años. Los funcionarios corruptos que robaron de los impuestos viven en un «largo río de heces con un olor terrible» y, cuando ya no aguantan el hambre, se alimentan de los excrementos y detritus en los que flotan.

En Tailandia hay templos que representan las escenas más truculentas del infierno a través de estatuas sangrantes y atormentadas como Wat Phairongwua, en la provincia de Suphanburi, al noroeste de la capital. Dos enormes pret o espíritus hambrientos de rostro cadavérico y genitales protuberantes presiden este parque del infierno. Familias de tailandeses y turistas se pasean por este lugar dantesco donde «una mujer que ha obligado a su marido a hervir arroz es torturada de forma tan horrible como un asesino», en palabras del historiador Benedict Anderson.

Algunos «pecadores» son hervidos en una olla gigante, mientras otros son troceados con sierras manejadas por hercúleos guardianes con colmillos. La tortura de los adúlteros consiste en subir y bajar un árbol con espinas que desgarran la piel, azuzados por fieros carceleros. El autor intelectual de este narokphum fue el respetado monje luang pu Khom, ya fallecido, quien encargó los primeros maniquíes a finales de los años sesenta con espíritu didáctico y para atraer más donaciones al templo.

El reino de los animales, según el Traiphum, incluye a seres mitológicos como los nagas, las serpientes acuáticas y sus enemigas las aves garuda. El tratado budista dice que cuando los animales mueren «renacen generalmente en uno de los reinos de la pérdida y el tormento; es muy raro el caso de los animales que renacen en el cielo». Su autor no elabora más sobre qué animales han podido o pueden ascender hacia esos mundos celestiales, pero otros relatos budistas sí hablan de casos excepcionales.

Según la tradición, cuando Sidarta abandonó a su caballo favorito Kanthaka para iniciar el camino ascético, el fiel animal murió de tristeza. El bello equino blanco renació en el cielo de los treinta y un devas, el reino del dios Sakka. Otro relato del siglo V cuenta la historia de una rana que murió aplastada por una vaca que le pisó la cabeza inadvertidamente. Aunque sin entender las palabras, en ese momento el batracio oía con deleite un sermón de Buda cerca de la ciudad de Champa. La rana renació en una gran mansión de oro en uno de los reinos celestiales.

El Canon Pali relata el episodio de quinientos murciélagos que fallecieron al caer de las estalactitas de una cueva cautivados al escuchar a un grupo de monjes que recitaban oraciones budistas. Los mamíferos alados renacieron en el cielo, con una cohorte de apsaras, bellas ninfas celestiales. Los escritos budistas primitivos también se refieren a un elefante y un mono que fueron a un reino celestial tras servir a Buda. No he encontrado alusión alguna a los ciempiés, pero ¿quién sabe?, quizá tampoco están exentos de adquirir mérito y subir al cielo aunque sea de forma involuntaria.

4. El hombre venerado por los dioses

 

«Deshacerse de ese “yo soy” engañoso, esto es realmente la mayor felicidad».

Pitaka Vinaya

 

Todos los humanos, no importa lo ricos o inteligentes que sean, viven inmersos en sociedades y culturas que condicionan su vida y las decisiones que toman. Hay personas excepcionales que consiguen situarse en la vanguardia de la historia: Homero, Sócrates, Gengis Kan, Marie Curie, Rosa Parks, Mozart o Picasso. También personajes religiosos como Jesucristo o Buda, aunque en este caso sus biografías están envueltas en un aura legendaria. Ninguno de ellos escribió nada en su tiempo y lo que nos ha llegado de su vida y obra fue redactado por discípulos años o siglos más tarde; como el Tipitaka (Canon Pali) budista o el Nuevo Testamento cristiano. Los dos nacieron en culturas concretas, la judía y la india, en las que iniciaron movimientos que desembocaron en dos grandes religiones: el cristianismo y el budismo.