Los Conquistadores - José María Salaverría - E-Book

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José María Salaverría

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Beschreibung

HAY en España un territorio desviado de la ruta de los turistas, en cierto modo desconocido e impenetrable. Sólo se ven allí terrenos de cultivo, sierras de pastoreo y algunas minas de poco renombre.
Es la comarca que une a Extremadura con Andalucía, país tan bello como sugerente, que ahora estimo recorrer con el alma abierta a las grandes recordaciones históricas. Por aquí pasaban, en efecto, los soldados y capitanes de Extremadura buscando el glorioso valle del Guadalquivir y los muelles de Sevilla, donde las galeras de empinada popa reclutaban a todos los hombres de buena voluntad que soñasen con el oro y la gloria de las Indias.
Por estos montes de encinas y olivos, gratos a la vid, transitaban Los Conquistadores a lomo de sus ágiles caballos, portando su espada y su rodela, y allá dentro del pecho un animoso corazón.
Los llanos y las dehesas de Extremadura llenáronse un día de fastuosas revelaciones; hasta el país escondido y mediterráneo había llegado la buena nueva, y en la Tierra de Barros, en la Serena, en Cáceres, en Trujillo, los hidalgos de templada musculatura y lanza en astillero comentaban bajo los portales: «Allá abajo, hacia Sevilla, hay banderas donde engancharse para las empresas del Nuevo Mundo... ¡Todo lleno de oro y plata y perlas preciosas!»

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JOSE MARIA SALAVERRIA

LOS CONQUISTADORES

EL ORIGEN HEROICO DE AMÉRICA

© 2023 Librorium Editions

 

ISBN : 9782385743451

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOS CONQUISTADORES

CAPÍTULO PRIMERO VISIÓN DE EXTREMADURA

CAPÍTULO II EL SELLO ANDALUZ

CAPÍTULO IV LOS ESPAÑOLES EN AMÉRICA

CAPÍTULO V EL ORIGEN HEROICO DE AMÉRICA

CAPÍTULO VI EL CID COMO PRECURSOR DE LOS CONQUISTADORES DE AMÉRICA

CAPÍTULO X EL CONQUISTADOR BRILLANTE

CAPÍTULO XI FRANCISCO PIZARRO

I

II

CAPÍTULO XIII EL SENTIDO DE AMÉRICA

I

II

III

IV EJEMPLO DE UNA BATALLA EN EL NUEVO MUNDO

V DESCUBRIMIENTO DEL PACIFICO

DESCUBRIMIENTO DE LA MAR DEL SUR

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO PRIMEROVISIÓN DE EXTREMADURA

H

AY en España un territorio desviado de la ruta de los turistas, en cierto modo desconocido e impenetrable. Sólo se ven allí terrenos de cultivo, sierras de pastoreo y algunas minas de poco renombre.

Es la comarca que une a Extremadura con Andalucía, país tan bello como sugerente, que ahora estimo recorrer con el alma abierta a las grandes recordaciones históricas. Por aquí pasaban, en efecto, los soldados y capitanes de Extremadura buscando el glorioso valle del Guadalquivir y los muelles de Sevilla, donde las galeras de empinada popa reclutaban a todos los hombres de buena voluntad que soñasen con el oro y la gloria de las Indias.

Por estos montes de encinas y olivos, gratos a la vid, transitaban los conquistadores a lomo de sus ágiles caballos, portando su espada y su rodela, y allá dentro del pecho un animoso corazón.

Los llanos y las dehesas de Extremadura llenáronse un día de fastuosas revelaciones; hasta el país escondido y mediterráneo había llegado la buena nueva, y en la Tierra de Barros, en la Serena, en Cáceres, en Trujillo, los hidalgos de templada musculatura y lanza en astillero comentaban bajo los portales: «Allá abajo, hacia Sevilla, hay banderas donde engancharse para las empresas del Nuevo Mundo... ¡Todo lleno de oro y plata y perlas preciosas!»

Mientras el tren me lleva a Extremadura, es imposible librar a la mente de la obsesión de América; los objetos modernos tratan de llamarme y no lo consiguen. La Historia se sube, en ocasiones, a la cabeza con la misma aptitud delirante que un vino rancio. Veo los pueblos y los hombres cuotidianos; las máquinas a vapor y los artefactos científicos de un coto minero; los periódicos y los trajes me hablan con obstinación de los afanes contemporáneos, y yo insisto, a pesar de todo, en transportarme a la época de los conquistadores.

Asisto con curiosidad a las variaciones del paisaje, y principalmente deseo sorprender la aparición de Extremadura. El tren parece corresponder a mi impaciencia y corre por una comarca fronteriza y solitaria, alta y desierta. Es la región de la divisoria hidrográfica, límite de las cuencas del Guadalquivir y del Guadiana medio. De pronto, pasado un túnel, el paisaje ha cambiado.

No cambia, sin embargo, tan radicalmente como por la parte de Despeñaperros; allí se salta de la meseta centro-española, fría y elevada, a las felices tierras andaluzas, donde el naranjo florece y se yergue la cimbradora palmera; mientras que entre Andalucía y Extremadura no existe violencia ni el tránsito puede decirse que sea fundamental. La gente sigue pronunciando el castellano con el mismo dejo gracioso y ceceante de los andaluces, y las palmas datileras, asomándose por los bardales de los huertos, muestran bien pronto que estamos en un país fértil y caliente, donde el régimen estepario de la Mancha se ha sustituido por el clima atlántico-meridional.

Al paso de las estaciones del ferrocarril yo me apresuro a observar las gentes, el lenguaje, los gestos y el orden de los cultivos. ¿Cómo son los descendientes de aquellos hombres extraordinarios en quienes la voluntad, el valor y el don de iniciativa alcanzaron un límite que pocas veces ha sobrepasado la naturaleza humana?

Veo un territorio montañés y risueño, bien poblado y cultivado en forma de bancales, lleno de alquerías blancas, que adornan con su candidez la reciente verdura de la primavera. Pronto se allana el país y se hace más fecundo y rico. Entramos en la Tierra de Barros, célebre por su fertilidad. Grandes y opulentos pueblos surgen en la llanura, cuyas gruesas tierras de labor florecen con los cultivos más caros: frondosos olivares, campos de mies, prósperos viñedos. Con frecuencia se divisan, desde el tren, amplias y hermosas casas de labor, de denso aspecto señorial.

Miro las personas entre tanto, y celosamente examino sus rasgos, su talante, sus gestos. Es el extremeño un hombre de varonil y hermosa presencia, robusto y bien proporcionado. Desde luego se advierte en él un cierto aire reservado, escaso de gesticulaciones. No puede llamarse adustez a ese aire como reconcentrado; tampoco le conviene el nombre de tímido, ni el de triste o fosco. Es una gravedad tan digna y viril, como exenta de empaque provocativo. Unase el castellano con el andaluz occidental, agréguese un poco de portugués, y se tendrá el extremeño.

Es notable la salud y belleza de la raza. Los chiquillos que corren descalzos, las niñas de pintarrajeados pañolones, muestran un rostro lindo y carnoso, unos ojos grandes y honestos, unas mejillas morenas con vivas rosas de salud. Hay un tipo de hombre cenceño, de ojos obscuros y talante firme, y no abundan menos los rostros claros, rubios, especialmente en las muchachas. Las mujeres seducen por su aire honesto, pudoroso; más simpáticas aun porque carecen de melindres y estudiadas gazmoñerías.

He aquí el país raro de grasas llanuras y boscosas sierras; país de vastas soledades, encinares espesos y solitarios rebaños; tierra de encalmados horizontes, donde los mansos ríos buscan el camino del mar... Como los ríos, también los hombres persiguieron el ensueño de la remota e inaudita navegación. Un sueño de mar infinito, una quimera de las frondosas playas indianas exaltó esa tierra que no conoce el mar, pero que lo presentía con el amor infuso de un navegante predestinado. Tierra densa y grave, enigmática por su especie de mudez, que dió ejemplares de voluntad férrea como Pizarro, y al mismo producía el alma mística del divino Morales, y aquella otra alma ascética de Zurbarán...

Llegando a Mérida he concluido de empaparme en unción histórica, y lentamente he vagado por las ruinas romanas, por el teatro de rotas columnas y bajo las arcadas del ingente acueducto. Es una serena tarde de abril, y desde el borde del larguísimo puente milenario contemplo los recios trozos de las antiguas murallas, que caen rectas sobre el río y dan una veraz sensación de esa grandeza impasible, cesárea, de todo lo romano. El Guadiana, ensanchado en esta parte de su curso, pasa lento y grandioso, como poniéndose a tono con la aspiración de majestad que expresan las murallas y el puente cesáreos.

Y en el silencio de la tarde, apenas malogrado por el tintineo de un rebaño que vuelve al redil, sube de la tierra y fluye en el ambiente todo una profundidad recordatoria. Los siglos parecen fundirse y decantarse en la última llama del sol poniente, y el aire sin duda está lleno de memorias ilustres, de polvo de siglos, de ideales huellas de almas.

* * *

Mientras la pluma traza estas líneas, los torreones y campanarios de Trujillo esparcen su severa sombra por la plaza incomparable. Veo a través de los cristales erguirse un caserón arruinado; y en tanto escapa la imaginación hacia los países vitales y frondosos del Nuevo Mundo... ¡Qué remotos y antagónicos los dos cuadros! Aquí las sombras y las ruinas de las torres abolengas de Trujillo; allá lejos se desgrana el collar de las mil ciudades opulentas y las veinte naciones dinámicas.

Sin embargo, la duda es ociosa; aquéllo ha nacido de ésto. Y la obra infinitamente transcendental la consumaron unos obscuros hidalgos de espada y de iniciativa que nacieron a la sombra de estas torres de Extremadura, ahora calladas y vacías.

Es así, teniendo siempre fija la idea de América, como adquieren supremo valor los campos extremeños. El ánimo se impresiona a cada punto al sorprender la memoria de los conquistadores, viva siempre en todo este país desviado, labradiego y pastoril. Y en esta nostálgica evocación de epopeyas, el pueblo extremeño confunde a los héroes más dispares, hacinándolos, después de todo, con una cierta lógica. Cortés y Pizarro se mezclan con García de Paredes, el de las hazañas hercúleas en Italia, como si hubieran combatido juntos, y pasando a caballo por la sierra de Santa Cruz, nos cuenta el guía que en algún escondrijo de aquellos cerros está oculto e incólume el sepulcro de Viriato.

Suena a hierro Extremadura. De sus encinares brotó la flor estimada que tiene el nombre de voluntad. ¡Oh gloriosa América, eres el fruto de una voluntad inquebrantable, infinita, y nada, si no fuese ella, te hubiese desprendido de la noche de tu sueño aborigen! Las manos que te alzaron a la luz desde el fondo de las selvas y las cordilleras, eran manos decisivas e incansables, que no conocían la renunciación. Sólo una casta de gigantes pudo cumplir la enorme tarea. Casta de Balboa, de Cortés, de Pizarro, para quienes las empresas más absurdas se domesticaban, se humillaban, por lo mismo que los propios dioses se amedrentan frente a la inexorable decisión genial del héroe.

La ancha plaza de Trujillo aparece a mis ojos toda llena de muchachos endomingados, que celebran la Fiesta de la Pascua Florida llevando un cordero votivo. Bulle y ríe la gente en la bucólica romería. Los corderillos, adornados con cintas y cascabeles, ponen su nota cándida en el regocijo muchachil. Y arriba, en un estupendo anfiteatro, la ciudad vieja se encarama por las vertientes de la pequeña loma, ofreciendo la muda solemnidad de sus casonas y torres almenadas.

Desde lo alto de la acrópolis, entre marcial y mística, me he detenido a ver las ruínas venerables y la solitaria inmensidad de los campos labrados. Los alcotanes giran, en largo vuelo, sobre las rotas murallas del castillo. Unas cigüeñas, lentas y suntuarias, agregan majestad al melancólico panorama.

Los blasones nobiliarios viven entre las ruínas, y vive siempre, como en una grave penumbra, la sombra del Conquistador. En lo más alto, una pobre mujer señala un muro: «Ahí nació Francisco Pizarro.» Me aproximo a ver la gacha y ruda ojiva del portal. Sólo un lienzo de la casa queda en pie; todo ha caído menos el tosco y simple escudo de la estirpe: un árbol con dos cerdos rampantes...

CAPÍTULO IIEL SELLO ANDALUZ

C

UANDO se ha visitado Andalucía y Extremadura, después de haber recorrido algunas partes de América, acude a la mente la idea clara del prodigio, y hallamos que el milagro adquiere explicación y realidad. Esto ocurre principalmente porque entre las comarcas que produjeron a los conquistadores y los pueblos americanos, existe ahora mismo una admirable identificación. Un siglo entero de independencia más o menos irritada no ha podido desintegrar o desunir lo que desde el principio enlazó el esfuerzo poderoso de unas personalidades densas. El sello andaluz pervive en América y Sevilla, esa graciosa perla del Guadalquivir, es el origen cívico de lo americano.

Hay en algunas ciudades una simpatía irresistible, que nos obliga a hablar de ellas en tono exaltado; el mismo nombre de Sevilla es por sí solo una voz melodiosa, fuente de ilustres sugericiones. Digamos también que las gracias y los buenos hados suelen visitar de tarde en tarde a los pueblos, y así no hay duda que en la creación de Andalucía ha presidido un genio benévolo; los andaluces tienen razón cuando llaman a su risueño país la tierra de María Santísima.

Sería poco, sin embargo, si Andalucía poseyera únicamente el prestigio de su cielo, de su fino aire y de su amabilidad. Tiene, además, la fuerza, el contenido genial y la aptitud para todo género de grandeza. Asombra de veras esa región positivamente prócer, que en ningún momento de la Historia ha dejado de ser visitada por el soplo divino de la inteligencia. Consideremos que es Andalucía el país a que se refieren las prehistóricas noticias de los iberos, que tenían leyes, versos y escritura mucho antes de que abordaran a las playas españolas los vajeles fenicios y griegos. Y en los grandes museos de Europa, en las vitrinas que corresponden al período de la piedra tallada, siempre hay, junto a las reliquias de Creta, Sicilia o el Peloponeso, unas piedras finamente labradas por manos andaluzas.

Esa gente hábil y despierta, que conoce la cultura tan de antiguo como las razas más príncipes, no ha cesado de mantener contacto con la civilización, y hoy mismo, a través de todas las invasiones que el genio andaluz absorviera y mejorara, se nos muestra Andalucía como un núcleo vivo, palpitante y armónico que acaso está pronto para un nuevo renacimiento.

La idea que se tiene de lo meridional es en cierto sentido desdeñoso, especialmente ahora que los pueblos septentrionales imponen la ley en arte, ciencia y política. Lo meridional quiere decir un poco inferior, decadente, brillante, frívolo, de corto aliento, muelle y externo. Pero Andalucía nos asombra también en este caso, porque siendo una típica expresión de lo meridional contiene, no obstante, hondura y fuerza. ¿Esto es, probablemente, a causa de que Andalucía no participa en todo de las características mediterráneas? Andalucía parece un país orientado hacia el Atlántico mejor que al Mediterráneo, como su río esencial, el Guadalquivir, lo indica. Por otra parte, la gran cuenca del Guadalquivir es una cosa castellana más bien que levantina.