Los demonios de la sangre - Alejandro Paniagua - E-Book

Los demonios de la sangre E-Book

Alejandro Paniagua

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Beschreibung

Una guerrilla ha resurgido. Un cacique se cree perseguido por el espíritu de su esposa recién fallecida. Una de sus dos hijas se sumerge en la locura, lo que obliga a su nieto a volver de la ciudad para cuidarla. La otra se hunde en el remordimiento. Su hijo no reconocido lucha contra lo que considera una injusticia por parte de su padre. La amante que tiene fama de hechicera. Un negocio, una familia, un pueblo y un pasado donde la sangre es el aceite que mantiene en marcha la maquinaria hasta ahora infalible del cacique. "Los demonios de la sangre" es una novela donde los lazos familiares asfixian, cuyos personajes recluidos en sus pensamientos son incapaces de comunicarse con el otro si no es a través de la ira y el miedo. Con un estilo descarnado y directo, Alejandro Paniagua nos plantea una historia de opresivos ambientes rulfianos y se da el lujo de incluir algunos guiños a "La tempestad" y "El rey Lear" de Shakespeare. Intimista, potente y sobrecogedora, esta novela obtuvo mención honorífica en el Premio Lipp de Novela en su edición 2016.

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El pueblo es conocido en el estado por tres cosas: primero, que alguna vez fue el mero centro de un pleito entre la guerrilla y el ejército. Segundo, que cuenta con su propio hospital. Lo construyeron para poder atender a los soldados que se chingaban los alzados. Era muy riesgoso llevar a los heridos a la ciudad; muchos ya no hubieran llegado vivos. Tercero, que una compañía de teatro de acá, que ahora se llama como uno de los guerrilleros muertos, representa cada año una obra de Shakespeare, el artista. Personas de varios pueblos y hasta de otros estados vienen a ver las obras.

ESTEBAN MELÉNDEZ,

dueño de la cenaduría Hojarasca.

1

Un guerrillero camina bordeando el campo de batalla. Cerca de unos abetos, se encuentra con un caballo. Es un animal rojizo, tiene los ojos parduzcos. El guerrillero mira el hocico de la bestia, teme que de pronto aquellos belfos húmedos se muevan para anunciarle: «Nervioso combatiente, el día de tu muerte está muy cercano». El miedo genera en el hombre tres ideas. La primera es revertir el augurio imaginado. Acerca su cara a la del equino y le dice en voz baja: «Temible corcel, ¡ay de ti!, es inaplazable la hora de tu muerte». Apunta el cañón de su arma a la frente del caballo y descarga decenas de tiros. Los estallidos de la metralleta ensordecen al individuo, lo ciegan, le secan la garganta. Las explosiones suenan como el galopar de una legión de centauros sombríos. El gatillo le lastima el dedo por la fuerza con que lo aprieta. Miles de gotas de sangre le empapan el cuerpo.

La segunda idea es vaciar por completo la parte media del cadáver. Con su cuchillo de combate abre el vientre aún tibio.

Rompe costillas y huesos. Reprime el vómito.

Enciende un cigarro y se lo deja en la boca para que el humo disimule la pestilencia.

Con destemplanza divide los intestinos. Abre en ellos fisuras, resquicios que le causan vértigo, jala esas franjas de carne concatenada, esas tiras colmadas de vueltas, de bultos intermitentes que le recuerdan, tan sólo un poco, lo infinito.

Separa el bazo y siente la sed más grande que ha tenido en su vida.

Corta de manera meticulosa el estómago para no derramar su contenido. Decide ponerlo lejos, junto a unas flores amarillas. Verlo en el suelo le revuelve las propias tripas; sin embargo, no deja de examinarlo. Se pone de cuclillas y pica con el dedo la entraña repleta de alimentos a medio digerir. De inmediato, siente una punzada en su propio estómago. Concluye que el animal muerto es ahora una extensión de sí mismo: se sabe vinculado al corcel de por vida.

Corta el corazón. Lo desconcierta la dureza de la víscera.

Amputa el hígado. Lo aprieta hasta que se desbarata.

Desprende los pulmones y se siente desairado al pensar cómo es su vida en este punto.

Luego de horas de trabajo y una cajetilla completa, deja hueco al caballo.

Su tercera idea es meterse dentro del cadáver. Es un hombre pequeño y puede hacerlo sin demasiado esfuerzo.

Una vez dentro, se sienta con las piernas cruzadas una encima de la otra. Acerca su cabeza a su vientre lo más que puede sin llegar a lastimarse. Junta la piel abierta con ambas manos y cierra la enorme herida. Siguiendo un ritmo pausado, eleva la espalda y los hombros para empujar la piel de su víctima y simular que el caballo respira. Su intención es hacer creer a los enemigos que se trata de un animal herido o moribundo con el fin de que se acerquen a mirarlo, quizás a asistirlo. Entonces, el guerrillero saldrá del interior y los atacará por sorpresa.

Un capitán ve a lo lejos algo que le llama la atención.

2

Una caja de cartón con cincuenta grillos muertos lleva el anciano. Una lápida de mármol, cuarteada en una esquina, lleva el hombre que lo acompaña. Caminan sobre la carretera. La luz de una camioneta les ilumina los pasos. Al llegar al kilómetro ciento veinte, se internan hacia el campo. Se detienen frente a una zanja poco profunda. En el fondo hay algunas rocas volcánicas y varios montículos de arena. Don Evaristo señala hacia adelante. Casio arroja la lápida. La arena amortigua su caída. El viejo observa el interior de la zanja y piensa que es una ironía, pero la piedra más viva de todas es justamente la lápida: tiene más vida porque fue pulida, labrada, porque lleva escrito el nombre de una mujer y porque ha recorrido varios caminos (de la ciudad al pueblo y del pueblo hasta la zanja por lo menos). Además, reflexiona, es muy probable que aquel trozo de mármol esté embrujado, que lleve dentro un alma, un ánima, igual que los seres vivos. Las rocas a su alrededor, en cambio, son piedras muertas, enlutadas, acostumbradas a la inercia y al silencio.

Don Evaristo voltea la caja de cartón. Los insectos caen al suelo cerca de sus pies. Hace unos meses mandó comprar varias cajas con cien grillos muertos cada una. Pagó bastante dinero por el pedido. Éstos que arrojó al pasto son los que no llegó a utilizar.

El viejo se sacude el pie. Está cansado. El aire frío lo hace sentir enfermo. Su mano y su cabeza se mueven de forma espasmódica. Tras la muerte de su mujer, los síntomas del Parkinson se recrudecieron.

De entre el montón de grillos tiesos, uno salta de pronto. Don Evaristo lo observa y piensa que es una ironía, pero el grillo más muerto de todos es justo el que acaba de moverse; es el más muerto porque estuvo atrapado durante meses en medio de un montón de cadáveres. Además, reflexiona, el insecto pudo mirar y sentir, reproducida por cien y luego por cincuenta, la imagen de la muerte; pudo comprender hasta el hartazgo cómo será su fin inevitable.

El viejo y Casio caminan de regreso a la camioneta. El segundo conduce. Están a hora y media del pueblo donde viven.

Ya entrada la madrugada, llegan a la casa que don Evaristo mandó construir después de que Justina, su esposa, falleciera hace cinco años. El hombre no pudo pasar ni una noche solo en el rancho que compartió con su mujer durante décadas. Tuvo que irse a un motel. Vivió allí casi cinco años, hasta que su nueva casa fue terminada. La construcción llevó mucho tiempo debido al constante cambio de ideas y de planes.

Se despide de Casio. Entra al recinto. Enciende la luz de cada una de las habitaciones. Enseguida va a sentarse junto al bar de la sala. Se prepara un whisky con hielo. Sirve la cantidad de alcohol suficiente para sostener el vaso con la mano afectada por el Parkinson y no derramar ni una gota. Cuando las oscilaciones son bruscas, el líquido llega a rozar los bordes superiores; sin embargo, jamás se desparrama. Cada vez que quiere beber, debe apretar el pulgar contra su barbilla con el fin de frenar un poco el espasmo y dar sorbos precisos. Sus maniobras son teatrales, grotescas, pero sin duda efectivas.

Está consciente de que sería muy sencillo sostener y manejar el vaso con la otra mano, pero prefiere conservar, en la medida de lo posible, sus costumbres de siempre.

Considera que fue un acierto deshacerse de la lápida de su esposa, pero sospecha que es probable que ello no sea suficiente.

De nueva cuenta, permanece atento a los ruidos de la casa. Quiere reconocer de dónde vienen, qué los provoca. Espera no escuchar ninguna voz aterradora, ningún respirar sin explicación. De súbito, las ventanas de la sala se dilatan. El miedo llega a tiempo. El sonido que provocan los cristales al expandirse lo hace temblar. Su mano y su cabeza tiemblan dos veces, por el miedo y por la enfermedad. Don Evaristo se estremece. Su cuerpo entero retiembla. El hombre entonces se repersigna, se rearrepiente. Siente aflicción por haber humillado a su esposa, por haberla vejado y rebajado. Comprende que ahora, como consecuencia, vivirá con pánico de que el espectro de Justina se le aparezca alguna noche, o de que lo torture despacio haciendo ruidos hasta enloquecerlo. Aprieta su mano derecha, teme que sea su esposa la que causa los espasmos como venganza. Quizá sea el ánima invisible de su mujer quien mueve su mano de arriba hacia abajo sin descanso, quien lo compele a asentir con la cabeza una y otra vez. Tal vez la mujer escogió la mano derecha porque con ella se atrevió a golpearla tantas veces; tal vez lo apremia a decir que sí con la cabeza por las numerosas ocasiones en que don Evaristo se negó a sus peticiones, incluso a las más justas, las más simples, las más merecidas.

Unos grillos se escuchan cerca. Pareciera que están dentro de la casa. Los chillidos lo tranquilizan. Piensa que éstos son una prueba de que su idea funciona. Antes de que comenzara la construcción de su casa nueva, mandó colocar un grillo dentro de cada tabique con el que se armarían los muros. Sin excepción alguna, hay un insecto muerto en el interior de los miles de ladrillos que delimitan las habitaciones. El hombre asegura que prefiere escuchar los alaridos de miles de grillos espectrales que escuchar el murmullo más leve de una mujer fantasma.

3

No conozco a mi padre.

Una de las enfermeras le avisa que el director del hospital necesita verlo.

Aníbal sube por el elevador al último piso del edificio. No sabe si lo que escucha es el golpear de las paredes del aparato al ascender o su propio corazón estremecido.

La secretaria lo anuncia.

Dentro de la oficina se encuentran el doctor Moreno (director general de la institución), una mujer flaca y uno de los guardias de seguridad.

A veces, sólo a veces, tengo miedo de que mi padre haya muerto durante la noche y de que en la madrugada se me aparezca su fantasma para pedirme que vengue su muerte. Esto me sucede desde que vi una obra en la plaza. Trataba sobre desquites, muertos y fantasmas. En la obra usaban caballos de verdad, algunos de los personajes llegaban, desde el otro lado de la plaza, montados en animales que mi abuelo cedió para el espectáculo. De hecho, mi abuelo presta siempre sus caballos para los montajes. Se presenta cada año una obra distinta, pero del mismo autor: Shakespeare. Mi abuelo me contó que un año, hace mucho, fue suspendida la obra porque los militares prohibieron cualquier acto público en el pueblo.

El doctor Moreno lo invita a sentarse. Le explica que la mujer a su lado asegura que fue maltratada durante una sesión en el escáner cerebral. Aníbal trabaja como enfermero en un hospital de la ciudad. Su labor principal consiste en atender y dar instrucciones a las personas que se realizan tomografías axiales. La sala donde se llevan a cabo los estudios cerebrales cuenta con una cámara de seguridad, razón por la cual se encuentra presente el guardia.

Un día mi mamá me dijo el nombre completo de mi padre.

El guardia pone la cinta en el aparato de video. Al instante se muestra la imagen. Oprime el botón de avance. La grabación va tan rápido que en la pantalla se observa a personas que entran y salen de la máquina a toda prisa, una tras otra, como si aparecieran y desaparecieran de súbito. Lo único constante es la presencia del aparato y la del enfermero, quien se mueve de un lado a otro de manera fugaz. En cuanto aparece la mujer flaca, el guardia detiene la cinta. La regresa un poco y deja correr el video.

Algunas veces le pedí a mi madre que me contara sobre mi padre; se negó a hacerlo. Otras veces se lo pedí a mi tía. Me dijo que cuando fuera mayor de edad me iba a contar. Ahora tengo treinta años y aún no ha querido hablar sobre el tema.

Con claridad se ve que Aníbal empuja a la paciente bruscamente mientras intentaba subir a la plancha.

Ninguno dice nada.

Todos miran al enfermero. Casi un minuto después, Aníbal habla: «Le ofrezco una disculpa, ando muy distraído. Por un malestar psiquiátrico, mi madre ya no puede valerse por sí misma. Mi padre nunca estuvo con nosotros, no tengo hermanos, ella está sola y me necesita. Esta semana me la he pasado pensando cómo ayudarla y no pongo atención a lo que hago».

La mujer delgada asegura: «Un muchacho preocupado por su madre no puede ser una mala persona. Acepto su disculpa».

Mi mamá se llama Próspera. Es un nombre feo. Muchas veces he pensado que mi madre está hecha de la misma materia que las desilusiones.

4

Sobre la mesa de la sala se hallan dispuestas cuatro figuras de porcelana. La primera es una mujer que lleva en la cabeza un cántaro de color azul. La segunda es una escultura de Moisés que sostiene en la mano las tablas con los mandamientos. La tercera es una pareja que baila, la muchacha con vestido victoriano y el hombre con gestos femeninos. La última es una jovencita con el paraguas abierto.

Las dos hermanas Leyva toman café sentadas en el sillón frente a la mesa.

Durante un mes, Ariel ha venido diario a casa de Próspera.

Ariel tiene cincuenta y siete años, Próspera cincuenta y cinco.

La hermana mayor pregunta:

—¿Supiste?

—¿Qué?

—Lo de la tumba de mi mamá.

—Sí, me contó la vecina.

—Hablé con el que cuida el panteón. Me dijo que fue la única lápida que se robaron. Eso me parece extraño. A lo mejor fue alguien que le traía coraje cuando estaba viva.

—No creo. No hablaba con nadie y casi ni salía. Seguro el ladrón pensó que la piedra podía valer algo.

—También fui con los policías. Me dijeron que no podían desperdiciar sus recursos en ocuparse de cosas así, que mejor la diera por perdida. Les ofrecí dinero, se rieron y me dijeron que con eso mejor comprara otra lápida.

—Gente insensible. No entiendo por qué algunos se animan a restarle importancia a objetos tan sagrados.

Una tarde, mientras hacían la tarea de la secundaria, Próspera le dijo a su hermana que las cuatro figuras de porcelana eran hermosas. Usó aquel adjetivo porque le pareció el adecuado, el más preciso para comunicar que las pequeñas esculturas eran los objetos que mayor goce estético le habían proporcionado en la vida. Ariel concluyó que el uso de la palabra «hermosas» implicaba una desmesura. Pensó que su hermana siempre había sido una persona ridícula. En esos días, las figuras se encontraban dentro de una vitrina en el rancho de sus padres.

La hermana mayor afirma:

—Nos hace mucha falta nuestra madre.

—Lo mejor sería ponerle ahora un mausoleo o una cruz grande. Algo que no pueda ser robado.

—Sí, pero tendría que pagarlo mi papá. Yo no puedo gastar tanto. Si llego a verlo en la semana voy a comentarle.

Próspera se encoge de hombros. Pregunta:

—¿Y cómo sigue tu marido?

—Mucho mejor, ya casi no le duele la espalda. En la mañana hasta se puso a trabajar con la lijadora.

—Qué bueno. ¿Siempre sí fue al doctor?

—No, ya ves cómo es. Dijo que en cuanto pudiera volver a trabajar él se daba por curado.

—A ese hombre le encanta nomás estar en el taller.

—Pero la salud es la salud. No todo es el trabajo. Por cierto, a ver si ahora sí le llevas la silla para que te la arregle.

Próspera no responde. Camina hacia la ventana. Se quita el delantal. Habla:

—Me pediste que te avisara si pasaba de nuevo y pasó.

Ariel aprieta su muslo con la mano. Su hermana continúa:

—Yo no quiero que pienses que te digo mentiras, porque nunca lo hago. Pero es que las figuras de porcelana se movieron otra vez. Hablaron.

Ambas miran la mesa de centro.

—Me dio mucho miedo. No te imaginas cuánto. No sé si te había dicho, pero a pesar de ser figuras humanas, a pesar de que tienen la cara muy bien hecha y los labios dibujados muy claramente, las figuras no hablan por la boca. Cuando cobran vida hablan a través de las grietas que se les han hecho. Eso las vuelve todavía más monstruosas. Primero hablaban al mismo tiempo; no entendí lo que decían. Luego empezaron a hablar una por una. Pensé que así la cosa sería soportable. Pero no. Logré entender las palabras y reparé en que repetían, con mi propia voz infantil, varias plegarias que hice de niña. Repetían los rezos con los que supliqué por cosas que jamás se cumplieron. Eran las oraciones que Dios había ignorado por completo: la vez que le pedí que me ayudara a dejar de comerme las costras de las rodillas, cuando pedí que mi papá ya no me pegara en la boca, el día que le rogué que me ayudara a encontrar el libro que había perdido, cuando lloré implorando que mi primo no se quedara sin trabajo…

A Ariel se le estruja la garganta. Próspera confiesa:

—Es mi papá el que hace hablar a las figuras… Fue él también quien impidió que se me concediera lo que rogaba con tanta devoción. Tú tal vez no lo sepas, pero mi padre es la única persona en la Tierra a la que Dios le concede todo lo que pide, sin importar si son cosas buenas o cosas malas. Incluso si pide que una oración ajena sea ignorada, o si pide que suceda lo contrario de lo que ruega una niña antes de acostarse.

Más de treinta años después, Ariel se arrepiente de haber pensado que su hermana menor era ridícula. Desearía que Próspera afirmara de nuevo que aquellas figuras son hermosas; le gustaría que pensara cualquier cosa sobre ellas menos lo que acaba de decir. Se levanta. Abraza a Próspera. Por la posición de ambas, su abrazo resulta un tanto contrahecho, un tanto deforme.

5

En tres ocasiones, los hijos de Justina y don Evaristo murieron en el vientre materno. Los médicos no pudieron establecer la causa de los fallecimientos. Una noche, cuando la mujer apenas comenzaba a reponerse del tercer episodio, su marido ebrio la despertó a gritos. Le dijo que era una mujer embrujada, una mujer que sólo podía parir cadáveres, fantasmas. Le aseguró que su vientre era un lugar mezquino, un panteón en el que nadie visitaba a los muertos, en el que los perros defecaban sobre las tumbas, un camposanto al cual sólo entraban los borrachos para masturbarse o para vomitar.

Mientras recuerda sus gritos, don Evaristo, el padre de Próspera y Ariel, come una sopa instantánea en la cocina. No usa cubierto alguno, la sorbe directo del recipiente. Le resulta más sencillo hacerlo de este modo.

El ruido que produce al comer le impide escuchar el timbre de la puerta.

Tocan una segunda vez.

Con la boca llena, el anciano avisa que la puerta está abierta. Casio entra, pone sobre la mesa un montón de cheques y facturas. El viejo revisa los papeles. Dos, tres, seis veces los revisa. Después pide que las ganancias sean depositadas en el banco y que se le entregue la ficha.

Don Evaristo es el dueño de una empacadora de carne. Constantemente piensa que no debió dejar de hacerse cargo él mismo del negocio. Ahora quien lo maneja es Casio. La gente sabe que es hijo de don Evaristo aunque no lleve su apellido. A partir de que su hijo no reconocido entró a trabajar como administrador, las ganancias han disminuido.

La empresa se llama Leyva González, los dos apellidos del viejo.

Casio llama a su padre «don Evaristo», a veces lo llama «Patrón». Nunca han hablado sobre su parentesco.

6

Aníbal firma su licencia de trabajo por tres meses y da la mano al director del hospital.

Mira los diplomas colgados en las paredes de la oficina. Recuerda entonces que Próspera, su madre, accedió a pagarle los estudios de enfermería siempre que regresara al pueblo después de graduarse y buscara trabajo en el hospital de allá. Sin importarle la molestia de Próspera, Aníbal comenzó a trabajar en el sanatorio de la ciudad un semestre antes de terminar la carrera. Laboró en la institución durante tres años.

7

De nuevo, don Evaristo había golpeado a su esposa, Justina.

A diferencia de las otras veces, ese día Justina no tuvo ganas de llorar, de esconderse. Se quedó sentada en el borde de la cama.