Los derechos fundamentales - Maurizio Fioravanti - E-Book

Los derechos fundamentales E-Book

Maurizio Fioravanti

0,0

Beschreibung

Maurizio Fioravanti se enfrenta en esta obra a uno de los asuntos pendientes del constitucionalismo moderno: los derechos individuales. Partiendo de su concepción del derecho público no como un conjunto de normas jurídicas más o menos ordenadas, sino como producto de la historia, y destacando así la dimensión histórico-cultural de lo que él considera uno de los principales problemas del constitucionalismo moderno, el autor lleva a cabo un estudio sobre los derechos y libertades fundamentales con todo el rigor que merece una teoría de los mismos, con sus presupuestos doctrinales y de derecho sustantivo, desde sus orígenes hasta el más inmediato presente. La obra representa un valioso tratado de teoría general de los derechos, así como un verdadero manual de historia constitucional moderna y contemporánea. La presente edición se amplía con un nuevo capítulo, completamente desarrollado, dedicado a las Constituciones democráticas y al Estado constitucional del siglo XX, e incorpora en el Apéndice nuevos textos constitucionales.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 416

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

 

Los derechos fundamentales

Los derechos fundamentalesApuntes de historia de las constituciones

Maurizio Fioravanti

Traducción de Manuel Martínez Neira

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho

 

 

 

Primera edición: 1996

Segunda edición: 1998

Tercera edición: 2000

Cuarta edición: 2003

Quinta edición: 2007

Sexta edición: 2009

Séptima edición: 2016, sobre la tercera edición italiana,

revisada y ampliada

Primera reimpresión: 2020

Título original: Appunti di storia delle Costituzioni moderne.

Le libertà fondamentali

© Editorial Trotta, S.A., 1996, 1998, 2000, 2003, 2007, 2009, 2016, 2020, 2023

www.trotta.es

© G. Giappichelli Editore, 1995, 2014

© Manuel Martínez Neira, para la traducción, 1996, 2016

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-143-0

 

 

 

 

A la memoria de mi padre, Giorgio

ÍNDICE

Prólogo

Prólogo a la primera edición italiana

Prólogo a la segunda edición italiana

Prefacio

1. LAS TRES FUNDAMENTACIONES TEÓRICAS DE LAS LIBERTADES

1. El modelo historicista

2. El modelo individualista

3. El modelo estatalista

2. REVOLUCIONES Y DOCTRINAS DE LAS LIBERTADES

1. La Revolución francesa

2. La Revolución americana

3. EL LUGAR DE LAS LIBERTADES EN LAS DOCTRINAS DE LA ÉPOCA LIBERAL

1. La crítica liberal a la revolución. El estatalismo liberal

2. La doctrina europea del Estado liberal de derecho

4. LAS TRANSFORMACIONES CONSTITUCIONALES DEL SIGLO XX

1. Las Constituciones democráticas del siglo XX: La Constitución como norma fundamental de garantía y la Constitución como norma directiva fundamental

2. La forma de Estado del siglo XX. El Estado constitucional

APÉNDICE

Bill of Rights (1689)

Declaración de derechos de Virginia (1776)

Declaración de derechos de Pensilvania (1776)

Declaración de Independencia (1776)

Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789)

Preámbulo de la Constitución francesa de 3 de septiembre de 1791

Título I de la Constitución francesa de 3 de septiembre de 1791

Constitución federal americana. Bill of Rights (1791)

Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1793)

Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Marbury vs. Madison (1803)

Estatuto Albertino (1848)

Constitución de la Segunda República francesa (1848)

Constitución de la República Federal Alemana (1919)

Constitución de la República española (1931)

Constitución de la República italiana (1947)

Bibliografía

PRÓLOGO

Han pasado veinte años desde la última edición de este Curso de lecciones. Tras un periodo de tiempo tan largo se puede constatar fácilmente cómo y cuánto ha sido apreciado el Curso, no solo en el ámbito de la docencia histórico-jurídica, y no solo en Italia, gracias a una buena y afortunada traducción española. Después de veinte años parece oportuna una tercera edición por dos razones. La primera reside en la evidente necesidad de enriquecer los materiales, en lo referente al apéndice de textos y a la bibliografía. Son necesidades elementales, demandadas por el ejercicio concreto de la docencia. La segunda razón es de carácter más sustancial. En esta nueva edición lo que antes era una simple «mirada» al siglo XX, como conclusión del Curso, se convierte en un verdadero y auténtico último capítulo, dedicado por entero a «Las transformaciones constitucionales del siglo XX». De este modo, el itinerario tomado en consideración en el Curso, una vez fijados los tres «modelos» en el capítulo primero, resulta estar compuesto ahora por tres momentos distintos: las revoluciones, la época liberal y el siglo XX. Tras el constitucionalismo de las revoluciones y tras el Estado liberal de derecho del periodo consecutivo, comprendido entre las mismas revoluciones y los primeros decenios del siglo XX, nuestro itinerario prevé ahora un verdadero y auténtico tercer periodo, que se abre con las Constituciones democráticas de la última posguerra mundial y que lleva consigo el nuevo proyecto del «Estado constitucional». Una última consideración, dirigida sobre todo a quien no ha olvidado el plan de trabajo enunciado en el prólogo a la primera edición, que preveía un Curso en varios volúmenes, y en concreto uno segundo dedicado a las formas de gobierno, y uno tercero reservado precisamente a las Constituciones del siglo XX. Pues bien, esta tercera edición tiene también este último significado, proponiéndose bajo este aspecto como realización parcial del proyecto.

Universidad de Florencia, verano de 2014

MAURIZIO FIORAVANTI

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN ITALIANA

El volumen que hoy damos a la imprenta nace de una experiencia docente desarrollada en la Facultad jurídica florentina, y a ella vuelve, destinado en esencia a los estudiantes. En este sentido, hay que señalar que se trata simplemente de un instrumento de trabajo, que será verificado por el tiempo.

Como es frecuente en este tipo de publicaciones, también en este caso se ha abusado, de manera consciente, del difícil y peligroso arte de la definición, simplificando muchas veces lo que en la realidad es sin duda más complejo, en un intento de ofrecer a los estudiantes conceptos y perfiles lo más claros y definidos posible, con la esperanza de que sean después ellos mismos —o por lo menos los más atentos y críticos— los que desmonten lo que aquí se ha construido pacientemente.

El punto de partida es el propio de nuestra disciplina, la historia de las constituciones modernas. El objetivo final que ha animado nuestro trabajo es, en síntesis, mostrar a los estudiantes la dimensión histórico-cultural del derecho público moderno. Este, en efecto, antes de ser estudiado como conjunto de normas jurídicas más o menos sistemáticamente ordenadas, debe ser entendido como producto de la historia. Y esto, sobre todo, en tiempos como los actuales, en los que no falta quien quisiera reducir el mismo derecho público —como el derecho en general— a pura técnica de mediación de intereses, individuales y de grupo, públicos y privados, como tal «racional en sí» y, por consiguiente, privado de efectivo contenido histórico.

Conviene, por ello, que quien se acerca al estudio del derecho público, y no solo al público, sepa desde el comienzo que este es fruto de elecciones que la historia de una determinada sociedad ha impuesto; que ese derecho vive en la realidad asumiendo determinados significados, y no otros, porque los que lo usan, desde los simples ciudadanos hasta los mismos juristas, lo interpretan partiendo de una determinada cultura, de un modo de entender las relaciones sociales y políticas que, con frecuencia, tiene una base histórica amplia y profunda.

Así, con esta idea de fondo, hemos centrado nuestra atención en los problemas del constitucionalismo moderno, intentando mostrar —en la medida de lo posible— su raíz primera, que pensamos es de carácter histórico cultural.

En el fondo, mirándolo bien, estos problemas son desde siempre —ayer y hoy— dos: los derechos y la organización del poder. Al primero de ellos se dedica este volumen, el primero de nuestra serie; y al segundo se reserva un segundo volumen, dedicado a las formas de gobierno. Hay que señalar que la división por materias entre el primer y segundo volumen deberá tener en cuenta la estrecha conexión que existe entre derechos y formas de gobierno: así, ya en este primer volumen será inevitable hablar también de formas de gobierno, y viceversa en el segundo.

Finalmente, el curso se completará con un tercer volumen, dedicado a las Constituciones del siglo XX y el constitucionalismo moderno, en el que se tratará de hacer una lectura de las Constituciones de este siglo desde un punto de vista estrictamente histórico-constitucional, con la guía de los datos acumulados en los dos primeros volúmenes, con el fin de situar esas constituciones en la línea histórica comprensiva del constitucionalismo moderno. La necesidad de este tercer volumen se debe, entre otras cosas, a que los dos primeros se detienen en el umbral de nuestro siglo, limitándose a echar una mirada al presente, como sucede en el caso del último capítulo de este volumen.

De esta manera también se limita el espacio temporal de los dos primeros volúmenes de nuestro Curso, que comprenden por lo tanto —para los derechos y para las formas de gobierno— desde la época de las revoluciones, a finales de siglo XVIII, y el arranque de la parábola descendente del Estado liberal de derecho, hasta poco más o menos el final del segundo decenio de nuestro siglo.

Hay que precisar, sin embargo, que se trata de un espacio temporal abierto, es decir, que no excluye de hecho la posibilidad de referirse a un presente más cercano —como en el caso del último capítulo de este volumen—, o a un pasado más remoto, porque las mismas revoluciones, también en materia de derechos, se explican frecuentemente en relación a lo que las han precedido en el tiempo, y también porque la misma cultura moderna de los derechos ha usado con frecuencia el argumento que en este trabajo hemos llamado historicista, utilizando la imagen, especialmente en el caso del modelo británico, de una fundamentación de los derechos en un tiempo histórico largo, comprendido entre el Medievo y la Edad Moderna.

Finalmente, atendiendo a lo dicho en este prólogo, pero sobre todo al programa de trabajo que contiene, es necesario decir que los logros de hoy son ciertamente modestos en relación al trabajo que todavía queda por cumplir y a las ambiciones que lo sustentan, que son muchas.

Mientras tanto, el volumen que hoy presentamos representa un primer fruto concreto y tangible de nuestro empeño de investigación. Está dedicado a mi padre Giorgio, que se ha marchado mientras comenzaba a reunir los apuntes de mis lecciones. Recordarlo con un volumen destinado a los estudiantes tiene para mí un particular significado: de él, en efecto, he aprendido a reconocer las cosas importantes de la vida.

Universidad de Florencia, Navidad de 1990

M. F.

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN ITALIANA

La segunda edición de este libro viene unida a un hecho, fácilmente constatable, que debemos mostrar al lector. En el curso de los últimos cuatro años —los transcurridos entre la antigua y la nueva edición— se ha observado que lo que había nacido como un instrumento de trabajo para el curso florentino de «Historia de las constituciones modernas» se mostraba como un instrumento útil —y de hecho utilizado— en otros campos, no solo para el enriquecimiento de la docencia histórico-jurídica, sino también para la enseñanza del derecho constitucional y para el estudio, desde diversos puntos de vista y con distintas perspectivas, de las doctrinas y de las instituciones políticas.

Ante tal interés, y a la espera de poder realizar un verdadero manual de historia constitucional moderna y contemporánea, hemos tenido que proceder a la revisión de los apuntes de 1991, precisamente para hacerlos más inteligibles y aprovechables para un público estudiantil evidentemente más amplio que el del curso florentino. Por ello, se ha modificado el texto en aquellos puntos que su uso docente ha mostrado más oscuros o pobres; y se ha aumentado el apéndice bibliográfico, que se ha revelado útil no solo para la preparación de los exámenes, sino también para investigaciones especializadas.

Para la realización de este trabajo hemos tenido en cuenta las críticas y las sugerencias que han formulado los colegas que han tenido ocasión de leer el volumen o de utilizarlo en sus cursos, pero también las de los estudiantes, que desde su singular posición de usuarios forzosos acaban siempre por estar entre los más lúcidos al señalar lagunas y carencias. Sin embargo, críticas y sugerencias de poco hubiesen servido si no hubiese podido contar, para esta segunda edición, con la ayuda inteligente y constante del dottore Stefano Mannoni, investigador del Departamento florentino de teoría e historia del derecho, que en este trabajo ha vertido no solo la experiencia acumulada en las actividades docentes conexas al curso de «Historia de las constituciones modernas», sino también su sólida competencia en el campo de la historia institucional y constitucional. Su empeño en esta tarea representa para mí una confirmación del interés suscitado por un volumen singular, nacido con pocas pretensiones, que todavía deberá ser revisado y ampliado siguiendo el programa que ya fue trazado en el prólogo de la primera edición, pero que mientras tanto se esfuerza en dar una respuesta en un campo de investigación como este de las constituciones modernas en el que las necesidades de claridad y de conocimiento se están multiplicando, por motivos que, cada vez más, aparecen inmediatamente conectados con nuestro presente, y que ahora están con absoluta evidencia a la vista de todos.

Universidad de Florencia, Navidad de 1994

M. F.

PREFACIO

Como se sabe, de libertad se puede discutir fundamentalmente desde dos grandes puntos de vista. Muy resumidamente, se puede decir que se puede discutir en singular o en plural. De libertad, en singular, discuten por regla general los filósofos, en el plano ético y también en el más específicamente político, indagando sobre el lugar que la libertad ocupa en la construcción de un cierto orden colectivo políticamente significativo. De libertades, en plural, como derechos, discuten por su parte los juristas, indagando sobre el lugar que las posiciones jurídicas subjetivas de los ciudadanos ocupan dentro de un ordenamiento positivo concreto y, en particular, sobre las garantías efectivas que tal ordenamiento es capaz de ofrecer. Es evidente que para discutir de libertad en singular sería necesario enfrentarse a una tradición filosófica de vastísimas proporciones y, así, partir de tiempos históricos remotos hasta llegar al iusnaturalismo moderno, y después —al menos— a las doctrinas liberales del siglo XIX y a las diversas corrientes de la filosofía política de nuestro siglo. Ciertamente, no es esta nuestra intención. Por otra parte, una simple historia de la dogmática jurídica de las libertades —que tiene su inicio, como veremos, en la segunda mitad del siglo XIX— parece, desde nuestro punto de vista, demasiado limitada, demasiado poco significativa. En efecto, con frecuencia en las monografías jurídicas falta constatar que los derechos no son nunca el resultado automático de los mecanismos de garantía formalmente previstos por el ordenamiento, aunque estos estén recogidos en normas prescriptivas del máximo nivel, en la constitución. Cada uno de esos mecanismos —pensemos en la rigidez constitucional y en el control de constitucionalidad, o también en las normas que regulan el delicado momento del proceso— se desarrolla en un determinado contexto histórico-social e histórico-político, que condiciona de manera decisiva su efectividad práctica.

En concreto, cada tiempo histórico produce su propia cultura de los derechos, privilegiando un aspecto respecto a otro o poniendo las libertades en su conjunto más o menos en el centro del interés general. En definitiva, es precisamente esta cultura de los ciudadanos y de los mismos poderes públicos la que vuelve operativas o, al contrario, ineficaces, las elecciones positivamente hechas desde el ordenamiento para la tutela de las libertades y los mismos mecanismos de garantía de los que hablábamos antes.

Por lo tanto, más allá y aun antes del dato jurídico-formal, de la dogmática jurídica de los derechos, del análisis del derecho positivo vigente en materia de libertades, existe el condicionamiento de la cultura de las libertades que un momento histórico concreto es capaz de producir con la acción de los ciudadanos y de los mismos poderes públicos.

Por este motivo, nuestro trabajo, por desenvolverse completamente fuera del ámbito propio de la libertad en singular, entendida filosóficamente, y por dedicarse exclusivamente a las libertades en plural, positivamente reconocidas y garantizadas en un cierto ordenamiento, examina —de estas segundas— sobre todo el dato previo más general, es decir, la cultura que en conjunto inspira su sistematización en sentido jurídicopositivo.

Por lo tanto, debemos proceder del siguiente modo: en primer lugar debemos preguntarnos sobre cómo nuestra cultura política y jurídica —la que comúnmente utilizamos, y que se ha ido formando en el curso de la Edad Moderna— ha justificado y afirmado las libertades (capítulo 1); debemos después preguntarnos, pasando de los modelos abstractos a la historia, cómo las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, esencialmente la francesa y la americana, han construido una determinada cultura, y determinadas doctrinas, de las libertades (capítulo 2); debemos llegar a nuestros juristas, para mostrar en qué contexto histórico-cultural, en el transcurso del siglo XIX, se afirma un tratamiento especializado y formalizado de las libertades, como parte relevante de la doctrina del Estado liberal de derecho (capítulo 3); por último, tras las revoluciones y la época liberal no faltará un tercer periodo, el siglo XX, hasta acercarnos a nuestro presente más inmediato (capítulo 4).

En toda esta discusión de teoría e historia de las libertades estamos animados por una pregunta de fondo que es bueno confesar de inmediato y que pensamos no es marginal en la actualidad: ¿qué lugar ocupan las libertades en nuestra tradición cultural?

1LAS TRES FUNDAMENTACIONES TEÓRICAS DE LAS LIBERTADES

Hay tres formas de fundamentar las libertades en el plano teórico-doctrinal y, por lo tanto, de propugnar su reconocimiento y las oportunas formas de garantía por parte del ordenamiento. En síntesis, se puede decir que la aproximación al problema de las libertades puede ser de tipo historicista, individualista o estatalista.

Como veremos en los capítulos sucesivos, en los acontecimientos que se desarrollan a partir de las revoluciones de finales del siglo XVIII ninguno de los tres modelos tiende a permanecer aislado respecto a los otros. Es más, se puede precisar que cada uno de ellos tiende a combinarse con uno de los otros dos, y que esto sucede excluyendo de la combinación al tercer modelo, que no es irrelevante por tanto, sino más bien objeto de una precisa y constante referencia polémica. De esta manera, tenemos una doctrina individualista y estatalista de las libertades, construida en clave antihistoricista (en la Revolución francesa); una doctrina individualista e historicista, construida en clave antiestatalista (en la Revolución americana); y, finalmente, una doctrina historicista y estatalista, construida en clave antiindividualista (en los juristas del Estado de derecho del siglo XIX).

Comprender estas combinaciones significa para nosotros comprender cómo se ha desarrollado, desde la época de las revoluciones hasta los umbrales de nuestro inmediato presente, la cultura de las libertades de la que hablábamos en el prefacio. Pero antes de estudiar estas combinaciones debemos —por evidentes razones lógicas— estudiar individualmente los elementos que las componen. A ellos está dedicado este capítulo, comenzando por el modelo historicista.

1. EL MODELO HISTORICISTA

Pensar históricamente las libertades significa situarlas en la historia y de este modo sustraerlas lo más posible a las intromisiones arbitrarias de los poderes constituidos. En este sentido, la aproximación historicista tiende inevitablemente a privilegiar las libertades civiles, las «negativas», las libertades que se traducen en capacidad de obrar, en ausencia de impedimentos o de obligaciones, dentro de una esfera claramente delimitada y autónoma, ante todo en relación con el poder político. Se piensa aquí, sobre todo, en la libertad personal y en la propiedad privada, con sus correspondientes poderes de disposición por parte del propietario. No es casual que el país en el que más fuerte es desde siempre la cultura historicista de las libertades sea el país en el que más fuerte es la tradición de primacía de las libertades civiles, las «negativas»: nos referimos obviamente a Inglaterra y al célebre binomio liberty and property. En esta línea explicativa, se pone en primer plano la fuerza imperativa de los derechos adquiridos, es decir, de los derechos que el tiempo y el uso —precisamente la historia— han confirmado de tal modo que los han vuelto indisponibles para la voluntad contingente de quienes ostentan el poder político.

Por este motivo, la explicación historicista de las libertades privilegia los tiempos históricos largos, y en particular tiende a mantener una relación abierta y problemática entre la Edad Media y la Edad Moderna; tiende, esto es, a no agotar el tiempo histórico de las libertades dentro de la edad cuyo inicio generalmente se sitúa —precisamente como Edad Moderna— con el iusnaturalismo del siglo XVII y con los Estados absolutos, y que culmina después con las revoluciones y con las declaraciones de derechos, para extenderse finalmente en las estructuras del Estado de derecho posrevolucionario.

En la reconstrucción historicista, limitarse a este tiempo histórico, entre el siglo XVII y el XIX, significa implícitamente circunscribir la doctrina y la práctica de las libertades en un horizonte delimitado, el de la construcción del Estado moderno, entre Estado absoluto y Estado de derecho; es decir, en el horizonte de un sujeto político que crecientemente se sitúa como titular monopolista de las funciones de imperium y de la capacidad normativa, y que como tal pretende definir, con más o menos autoridad, de manera más o menos revolucionaria, las libertades, circunscribiéndolas y tutelándolas con instrumentos normativos diversos.

La fascinación de la Edad Media, para el pensamiento historicista, se debe al hecho de que un sujeto político de este género está ausente en la época: desde este punto de vista, es precisamente en la Edad Media, y no después, cuando se construye la tradición europea de la necesaria limitación del poder político de imperium. Si es así, se trata ahora de ver más de cerca cómo nuestra aproximación historicista logra individuar en la Edad Media verdaderas y auténticas situaciones de libertad jurídicamente protegidas. Algo que puede escapar a quien está habituado —como en efecto todos nosotros lo estamos— a pensar en los derechos y en su tutela exclusivamente en los términos modernos de una norma de garantía general y abstracta, de clara naturaleza pública, proveniente del Estado y de su autoridad.

Ya hemos subrayado que en la Edad Media falta un poder público rígidamente institucionalizado, capaz de ejercitar el monopolio de las funciones de imperium y normativas sobre un cierto territorio a él subordinado. De aquí se sigue que el mismo imperium —que más o menos podemos describir como poder de imponerse en las controversias como tercero neutral con autoridad para hacer cumplir una sentencia, como poder de imponer tributos de distinto género y naturaleza, y finalmente como poder de pedir el sacrificio de la vida con la llamada a las armas— está fraccionado y dividido entre un gran número de sujetos a lo largo de la escala jerárquica, que va desde los señores feudales de más alto rango hasta cada uno de los caballeros armados y, luego, hasta zonas de aplicación del mismo imperium estrechamente limitadas y circunscritas.

Todos estos sujetos están ligados por una relación de intercambio, que es fundamentalmente la relación de fidelidad y protección. En este contexto, la reconstrucción historicista subraya con fuerza la dimensión contractual de reciprocidad inherente a tal relación. Quien está obligado desde su nacimiento y desde su condición a ser fiel a un señor concreto sabe que este a su vez está obligado a protegerle a él mismo, a sus bienes y a su familia.

Ciertamente, del contrato en sentido moderno falta en estos casos el aspecto de la seguridad del cumplimiento normativamente prefijado y determinado. En otras palabras, falta —para aquellos que ocupan los grados más bajos de la escala jerárquica— la posibilidad de recurrir, sobre la base de una norma cierta y conocida, a un tercero neutral que juzgue cómo ha ejercitado el señor sus poderes de imperium, cómo ha cumplido el señor sus deberes de protección. Sin embargo, la reconstrucción historicista subraya que todo esto no implica de por sí ausencia de derecho. Ya que no se debe cometer el error de buscar «derecho» en la Edad Media utilizando las categorías del derecho moderno; si se hace de esta manera fácilmente se concluye con la ausencia de «derecho» en el Medievo, precisamente porque así no se busca de ningún modo el derecho propio y específico de la Edad Media, sino el mismo derecho moderno, es decir, algo que se ha afirmado más tardíamente.

Si, por el contrario, aceptamos de verdad sumergirnos completamente en una realidad diferente de la nuestra, advertimos que el Medievo tenía sin duda su propio modo de garantizar iura y libertates, derechos y libertades. Seremos así capaces de individualizar no una poco probable norma general y abstracta de garantía, sino más bien la presencia de un derecho objetivo, radicado en la costumbre y en la naturaleza de las cosas, que asigna a cada uno su propio lugar, es decir, sus derechos y sus deberes, comenzando por los más poderosos, los que están en la cúspide de la escala jerárquica.

Se trata de un derecho que es sustancialmente ius involuntarium; que ningún poder fue capaz de definir y de sistematizar por escrito. Por lo tanto, si bien es cierto que los poderosos pueden infringir las reglas existentes con mayor facilidad respecto al derecho moderno —pero sin olvidar el temor, en este mundo medieval, a convertirse en tiranos, provocando así la desagradable consecuencia del ejercicio de un legítimo derecho de resistencia—, es también cierto que con mucha más dificultad, siempre respecto al derecho moderno, los mismos dominantes pueden definir con autoridad de manera sistemática el catálogo de derechos y libertades, en una situación en la que ninguno tiene el poder supremo de interpretar los deseos del «pueblo» o de la «nación», sino que cada uno reclama para sí su esfera de autonomía, sus derechos adquiridos, confirmados y establecidos por el uso y el tiempo, precisamente por la fuerza normativa de la costumbre.

A esto se debe añadir que, en toda Europa a partir del siglo XIII aproximadamente, esta compleja realidad tiende en alguna medida a racionalizarse, a ordenarse en ámbitos territoriales de dominio más vastos y simplificados. En ellos, los señores territoriales ponen por escrito, con verdaderos y auténticos contratos de dominación (Herrschaftsverträge) (Kern, 1919; Brunner, 1977; Oestreich, 1966; Kleinheyer, 1975), las normas destinadas a regular, también bajo el perfil de los derechos y las libertades, las relaciones con los estamentos, es decir, con las fuerzas corporativamente organizadas, con los más fuertes en el ámbito del poder feudal, pero también con las fuerzas agentes de la nueva realidad urbana y ciudadana que comienza a destacar, en este momento, del conjunto de relaciones tradicionalmente predominantes en la Edad Media.

Cierta historiografía considera que, en realidad, con este nuevo arreglo político se está frente a una primera fase de la historia del Estado moderno, que comportaría desde ahora una cierta dialéctica —precisamente moderna— entre el dominio político y el territorio, este último entendido cada vez más como realidad política artificialmente unificada de manera creciente bajo el dominio del señor. Sin embargo, debemos ser más bien cautos respecto a esto. En efecto, en lo que a nosotros nos interesa, los derechos y las libertades, se demuestra —al menos parcialmente— lo contrario: la permanencia de un modo típicamente medieval de organizar las relaciones políticas.

No se debe cometer el error de proyectar en el futuro —en el sentido que después diremos— una de las más relevantes novedades contenidas en los contratos de dominación: el nacimiento de asambleas representativas de los estamentos que colaboran con el señor en la gestión del poder. En primer lugar, no se puede hablar en esta época, y todavía por mucho tiempo, de una verdadera y auténtica puesta en ejercicio de libertades políticas de participación, llamadas también libertades «positivas», en sentido moderno. No se puede, ni siquiera lejanamente, comparar lo que sucede en Europa a partir del siglo XIII con los ideales políticos mucho más tardíos, revolucionarios y democráticos, de la autodeterminación de un pueblo o nación. Cuando los representantes de los estamentos se sientan juntos, al lado del señor, no representan a ningún «pueblo» o «nación», por la sencilla razón de que en estos siglos no existe de ningún modo un sujeto colectivo de este género que como tal pueda querer, pedir y obtener ser representado. Además, los representantes de los estamentos no pretenden decir, junto al señor, cuál es la ley del territorio; mientras permanezca el orden medieval, ninguno, ni los primeros, ni el segundo, tiene este poder de definición, ya que el derecho —como ya hemos visto— es en esencia ius involuntarium, que radica en las cosas y por lo tanto no depende de ningún poder constituido.

Pero entonces, si esto es así, ¿en qué consiste el contrato de dominación? Ni en la concesión, o imposición desde abajo, de libertades políticas en sentido moderno, de representación del «pueblo» o «nación»; ni en la anticipación histórica de la fórmula de la monarquía constitucional, en la que monarca y representantes colaboran en la formación de las leyes. Por tanto, ¿qué son? Brevemente: los contratos de dominación sirven para reforzar las respectivas esferas de dominio, la del señor y la de los estamentos. El primero, por su parte, reuniendo a su alrededor a los representantes de los estamentos, no hace otra cosa que afirmarse como vértice de la organización de las relaciones políticas de un territorio. En efecto, aquellos representantes no son otra cosa que la reformulación institucional de la antigua práctica medieval del consilium y del auxilium, según la cual quien está políticamente sometido tiene entre sus deberes de fidelidad el de prestar consejo y ayuda al propio dominante. Como veremos, algo muy distinto, si no opuesto, respecto a una práctica electoral y representativa moderna fundada sobre el derecho originario de la nación o del pueblo a construir el orden político en su conjunto.

Al mismo tiempo, ya que las relaciones políticas medievales son generalmente contractuales, también los estamentos piensan en poder ganar algo de la operación que les conduce a expresarse en las asambleas políticas institucionalizadas. Se trata de algo que se aprecia, sobre todo, en la línea tradicional del Medievo de la custodia celosa de los derechos radicados en el tiempo, en particular de los derechos de naturaleza patrimonial, de los bienes. Por lo tanto, hablando en términos modernos, tiene que ver más con las libertades «negativas» o civiles que con las «positivas» o políticas.

En concreto, los contratos de dominación de los que estamos tratando disponen con frecuencia la necesidad del consenso de las asambleas representativas para la imposición de tributos extraordinarios, que exceden las normales recaudaciones que el señor realiza como vértice político de un territorio; y, más en general, ofrecen garantías de variado tipo para la tutela de la posesión de bienes confirmada por el tiempo y la costumbre. De este modo los estamentos, a los que se añaden ahora también las ciudades con sus ordenamientos, tienen mayores posibilidades, sobre la base de las reglas fijadas en el contrato de dominación, de defender sus patrimonios y sus respectivas esferas de dominio, calificando eventualmente como tirano al señor que viole dichas reglas.

Como vemos, estamos dentro de un contexto típicamente medieval de organización de las relaciones políticas, que por medio de los contratos de dominación se perpetúa en el tiempo y —en la interpretación historicista— resiste hasta la obra de centralización del Estado absoluto, llegando en esencia hasta los umbrales de las revoluciones de finales del siglo XVIII.

Creemos que es posible hacer ahora una valoración de conjunto, al mismo tiempo que volvemos a la cuestión de la que hemos partido: la relevancia cultural de una aproximación historicista a la problemática de las libertades. Quien comparte tal visión normalmente subraya que precisamente en la Edad Media están las raíces profundas —en los términos que hemos visto— de la libertad como autonomía y como seguridad, como tutela de los propios derechos y de los propios bienes. Sin embargo, existen algunos datos difícilmente eludibles que separan el modelo medieval del moderno.

En primer lugar, muy raramente la práctica medieval reconoce iura y libertates a los individuos en cuanto tales, como al contrario es característica fundamental del derecho moderno, desde las declaraciones revolucionarias de derechos en adelante. Derechos y libertades tienen en el Medievo una estructuración corporativa, son patrimonio del feudo, del lugar, del valle, de la ciudad, de la aldea, de la comunidad y, por eso, pertenecen a los individuos solo en cuanto que están bien enraizados en esas tierras, en esas comunidades.

En segundo lugar, lo que parece más alentador desde un punto de vista rigurosamente historicista, es decir, el arraigo de los derechos en la historia y en las cosas con la consecuente indisponibilidad por parte de quienes ostentan el poder político, tiene otra lectura para los defensores de la ideología que sustenta la construcción del derecho moderno. En efecto, una situación histórica como la medieval es, para la óptica del derecho moderno, una situación en la que todos los sujetos —precisamente porque tienen derechos fundados en la historia y en el transcurso del tiempo— están dominados por una suerte de orden natural de las cosas que asigna a cada uno su sitio y, con él, su conjunto de derechos sobre la base del nacimiento, del estamento, de la pertenencia a un lugar concreto, a una tierra. Pues bien, todo esto es incompatible con la concepción moderna de la libertad como libre expresión de la voluntad, como libertad «positiva». A esta dimensión de la libertad, irrenunciable en el derecho moderno, se opone de modo irreconciliable el mundo medieval, que, en el mismo momento en que confía los derechos y las libertades a la fuerza del orden natural de las cosas históricamente fundado, impide a los hombres disfrutar de la esencial libertad de querer un orden diferente. Es la falta de esta libertad, que en su raíz es la progenitora de las libertades políticas, las «positivas», lo que nos hace sentir —a nosotros modernos— la Edad Media como algo lejano.

¿Debemos por este motivo afirmar la sustancial irrelevancia de la visión historicista en la formación de la cultura y de las doctrinas de las libertades en la Edad Moderna? Ciertamente no, por diversos motivos. De momento, como veremos en los capítulos sucesivos, el modelo historicista, una vez liberado de las imágenes más radicalmente opuestas al universo político y cultural moderno, y oportunamente combinado con otros elementos teóricos, volverá a ser útil en la construcción conceptual de los derechos y las libertades a partir del siglo XVIII. Pero, sobre todo, no debemos olvidar que uno de los países clave para la historia del constitucionalismo moderno, Inglaterra, funda en buena parte la doctrina de su identidad histórico-política sobre la imagen de la continuidad entre libertades medievales y modernas.

Si preguntamos a los defensores del modelo historicista sobre la contribución específica de Inglaterra a la historia del constitucionalismo moderno advertimos enseguida que, en la óptica historicista, este país ocupa un lugar emblemático y absolutamente central. Se considera que la historia constitucional inglesa demuestra cómo es posible una transición gradual y relativamente indolora del orden medieval al moderno de las libertades, prescindiendo de la presencia de un poder político soberano altamente concentrado, capaz en cuanto tal de definir con autoridad las esferas de las libertades individuales, primero de los súbditos y luego de los ciudadanos.

Por ello, no pocos tratadistas (McIlwain, 1991; Pound, 1957; Ullmann, 1966; Sharpe, 1976) subrayan que, en materia de libertades y de su tutela, no hay solución de continuidad desde la Magna Charta de 1215 a la Petition of Rights de 1628, al Habeas Corpus Act de 1679, al Bill of Rights de 1689, hasta llegar —como veremos en el siguiente capítulo— a aspectos importantes del constitucionalismo de la época de las revoluciones.

En particular, el primero de estos textos, la Magna Charta, es solo en apariencia uno de tantos contratos de dominación que se realizan en Europa —como hemos visto— en el siglo XIII. En el artículo 39 de la Charta se dispone: «Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado, o privado de sus derechos o de sus bienes, o puesto fuera de la ley o exiliado, o privado de su rango de cualquier otro modo, ni usaremos de la fuerza contra él, o enviaremos a otros para que lo hagan, excepto por sentencia judicial de sus pares y según la ley del país». Ciertamente, en un artículo de este tipo no es difícil descubrir la estructura corporativa de la sociedad medieval inglesa y europea: de la noción, por precisar, de «hombre libre» al juicio «entre pares», fundado sobre un concepto general de justicia que presupone una división de la sociedad en órdenes y estamentos. Pero, admitiendo todo esto, los defensores del modelo historicista, y en particular de la tradición constitucional inglesa, ponen de relieve otras características de la Magna Charta.

De entrada, un mayor énfasis, respecto a otros contratos de dominación de su tiempo, en la libertad personal. El mismo artículo 39 puede efectivamente, desde este punto de vista, leerse como una anticipación histórica de una de las principales dimensiones de la libertad en sentido moderno, que es la libertad como seguridad de los propios bienes, pero también de la propia persona, sobre todo contra el arresto arbitrario. Está aquí, exactamente en este punto, el origen, en la perspectiva historicista, de las reglas que componen el due process of law, es decir, de aquellas reglas que solas pueden consentir la legítima privación de libertad a un individuo. De este modo, el modelo inglés se emancipa, respecto al resto de Europa, de las libertades medievales —que ya hemos visto—, que tienden en esencia a agotarse en el aspecto patrimonial de la garantía de la posesión de los bienes confirmada por el uso y el tiempo.

Pero lo que los defensores del modelo inglés subrayan sobre todo es la referencia —contenida en el artículo 39— a la law of the land, a la ley del país. Esta es, en el caso inglés, algo bien distinto al orden natural de las cosas estáticamente entendido que ya conocemos. En efecto, el contexto histórico específico inglés introduce un elemento nuevo, esencialmente dinámico: la jurisprudencia. Esto último es, en las tradicionales reconstrucciones de la historia nacional o constitucional inglesa, el verdadero factor de unidad: son los jueces, y no los príncipes y los legisladores, los que construyen el derecho común inglés —el célebre common law—, la ley del país. Y, además, la jurisprudencia es el instrumento principal de elaboración de las reglas de tutela de las libertades, que acompaña en el tiempo —desde la Edad Media hasta la Edad Moderna— su gradual evolución desde reglas puramente privadas de garantía del dominium, de los bienes, hasta unas reglas cuasi-constitucionales, de verdadera y auténtica tutela de las esferas personales, en el sentido moderno de las libertades «negativas».

En la reconstrucción historicista del modelo inglés, tal evolución culmina en el siglo XVII, con las grandes figuras de Edward Coke (1552-1634) y de John Locke (1632-1704), y con la conocida Glorious Revolution de 1689. De esta forma se va formando, de manera más perfecta, la convicción de que el tema de las libertades, en cuanto elaborado por la jurisprudencia y expresado en reglas de common law, es sustancialmente indisponible por parte del poder político, que en Inglaterra más que en otro lugar —pensamos en Francia— se resiste a asumir las formas del Estado absoluto. Es oportuno precisar que la soberanía parlamentaria, destinada a consolidarse a partir de la Glorious Revolution gracias a un drástico redimensionamiento del poder real (Keir, 1969), no degenera jamás en soberanía ilimitada. Esta involución fue impedida bien por una cierta permanencia del principio de los checks and balances, que exige la participación en la actividad legislativa de los tres órdenes del Parlamento —Rey, Commons y Lords—, bien por la radical convicción de que existe un núcleo duro de derechos fundamentales de los que no puede disponer el poder político (Gough, 1955). La idea de que los actos irracionales y arbitrarios del legislador no pueden lesionar los derechos adquiridos de los Englishmen es tan fuerte que, como veremos, los colonos americanos apelarán a ella para reivindicar la salvaguarda de sus libertades y propiedades contra el mismo Parlamento inglés. No sorprende, entonces, que una autorizada tradición historiográfica encuentre en Coke los orígenes del moderno control de constitucionalidad (Matteucci, 1998), entendido esencialmente en sentido de garantía, como primacía de las reglas de tutela constitucional de las libertades —el llamado higher law— sobre las voluntades contingentes de quienes ostentan el poder político. Aunque en realidad este control de constitucionalidad no se ha desarrollado en Inglaterra y la referencia a Coke en la doctrina del higher law parezca cuestionable, queda todo el peso de una tradición de fundamental law que se ha alimentado tanto de la teoría política como de la costumbre jurisprudencial británica (Stoner Jr., 1992).

En síntesis, el modelo inglés es por lo tanto el que mejor permite librar a la perspectiva historicista de la oprimente imagen medieval, intolerable para los modernos, del inmutable orden natural de las cosas. El caso inglés permite efectivamente situar las libertades en los ciclos largos de la historia, sustrayéndolas por consiguiente a las peligrosas definiciones del legislador; al mismo tiempo que transmite la afortunada imagen de una evolución progresiva —frente al inmovilismo medieval— que las deposita —fuertes e intactas— en los tiempos nuevos de la civil society burguesa, presentes ya en las páginas de Locke.

El iusnaturalismo de Locke —interpretado de esta manera— y de los ingleses es por ello bien distinto del iusnaturalismo del que hablaremos dentro de poco, al referirnos al segundo modelo, el individualista. Al iusnaturalismo lockiano, así reconstruido, le falta en efecto toda carga polémica contra el pasado medieval que, al contrario, viene recibido y adaptado a los tiempos nuevos. La nueva sociedad civil liberal es en este sentido nada menos que la generalización, oportunamente corregida y mejorada, de la antigua autonomía medieval de los derechos y las libertades. Y, así, se afirma con palabras claras (Ullmann, 1966) que el proyecto iusnaturalista del seiscientos y del setecientos de afirmación de los derechos individuales se logra sustancialmente en su vertiente de garantía solo donde, como en Inglaterra, ha existido una ininterrumpida tradición medieval de tutela jurisprudencial y consuetudinaria de tales derechos.

Todavía tenemos que aclarar un aspecto, para lo que debemos contemplar en su conjunto la forma de gobierno y de Estado que se impone en la tradición constitucional británica. Se trata de la célebre fórmula del King in Parliament, es decir, de la composición equilibrada, en el Parlamento, de los tres órdenes políticos del reino: la Monarquía, los Lords y los Comunes. Esta es la clásica estructura liberal del gobierno moderado, que es tal, y por eso no despótico, porque equilibra en sí mismo las fuerzas políticas y sociales, impidiendo que ninguna de ellas sea plenamente constituyente y defina por sí sola las características del modelo político.

En este contexto institucional, la finalidad principal, o mejor dicho exclusiva, de la asociación política, del complejo encuentro equilibrado de los poderes públicos, es impedir atropellos, defender las posiciones adquiridas por cada uno. Lo que falta totalmente es la posibilidad de retornar a un estado de naturaleza entendido radicalmente, en el que los individuos puedan proyectar ex novo la forma política sobre la base de un acuerdo contractual de voluntades. Una posibilidad de este tipo repugna al constitucionalismo inglés, que por naturaleza desconfía de una concepción radical del poder constituyente.

En efecto, aun cuando se admita con Locke el derecho de resistencia del pueblo, en el caso de tiranía y de disolución del gobierno, se concibe como un instrumento de restauración de la legalidad violada y no como un instrumento de proyección de un nuevo y mejor orden político. Incluso el pueblo que se rebela no es sino una fuerza de la historia que reconduce a los gobernantes a la órbita necesaria del gobierno moderado y equilibrado.

Es posible entonces llegar a una conclusión, relativa al modelo historicista en general y, más en particular, al constitucionalismo inglés. Característica principal de uno y de otro es el lugar absolutamente privilegiado que en él ocupan las libertades civiles, las «negativas», patrimoniales y personales, es decir, la libertad como seguridad. Esto no significa que en tal contexto no se desarrollen también las libertades políticas, las «positivas»: no se debe olvidar nunca que Inglaterra desarrolla una práctica electiva parlamentaria mucho antes que ningún otro país europeo. Sin embargo, es indudable que las libertades políticas son en este modelo accesorias respecto de las civiles: la participación en la formación de la ley está en función del control, del equilibrio de las fuerzas, de la tutela de los derechos adquiridos. Más difícil es encontrar en el modelo inglés el momento constituyente, entendido como potestad absoluta del pueblo o nación de proyectar un orden constitucional dependiente de la voluntad de los ciudadanos. A esto se opone la dimensión irrenunciable del gobierno moderado o equilibrado como forma que la historia ha producido y que el hombre no puede perturbar si no es perturbando todo tipo de orden político y social. Con esto, el modelo historicista agota su potencialidad. Para ir más allá, y en otra dirección, es necesario salir de este modelo y entrar en la esfera de las doctrinas individualistas de las libertades.

2. EL MODELO INDIVIDUALISTA

Cultura individualista y cultura historicista de las libertades se encuentran preliminarmente en un punto, el relativo a la relación existente con el pasado medieval. Aquí está, en nuestra opinión, la gran diferencia entre los dos modelos. En efecto, mientras la cultura historicista de las libertades busca en la Edad Media la gran tradición europea del gobierno moderado y limitado y, de algún modo, empuja al constitucionalismo moderno que quiera convertirse en protector de aquellas libertades a compararse con el legado medieval, la cultura individualista tiende por el contrario a enfrentarse con el pasado, a construirse en polémica con él, a fijar la relación entre moderno y medieval en términos de fractura de época. En otras palabras, la Edad Moderna —desde el iusnaturalismo del siglo XVII a las declaraciones revolucionarias de derechos y, más allá, hasta el Estado de derecho y el Estado democrático— es la edad de los derechos individuales y del progresivo perfeccionamiento de su tutela, precisamente porque es la edad de la progresiva destrucción del Medievo y del orden feudal y estamental del gobierno y de la sociedad.

Este tipo de reflexión —que funda la teoría y la práctica de las libertades y de los derechos en sentido moderno sobre la radical oposición a la Edad Media— se desarrolla a través de dos líneas.

En primer lugar, tal oposición se sustancia en una fuerte antítesis entre orden estamental y orden individual del derecho. Por orden estamental del derecho se entiende aquel tipo específico de orden, característico del Medievo, en el cual los derechos y los deberes son atribuidos a los sujetos según su pertenencia estamental. Tenemos así no solo la imposibilidad lógica, además de histórica, de los derechos del hombre, o del ciudadano, o de la persona, abstractamente entendidos, sino también un derecho que concretamente impone regímenes jurídicos distintos según la pertenencia estamental: una propiedad de los nobles, una de los burgueses-ciudadanos y una de los campesinos; un testamento de los primeros, de los segundos y de los terceros, distintos entre sí; y así sucesivamente para todas las formas jurídicas que los sujetos utilizan en su vida de relaciones jurídicamente relevantes.

La lucha por el derecho moderno se presenta así como la lucha por la progresiva ordenación del derecho en sentido individual y antiestamental. La historia de tal lucha se inicia con las primeras intuiciones de los filósofos del iusnaturalismo y alcanza una primera y sustancial victoria con las declaraciones revolucionarias de derechos, en particular con la francesa de 1789 (Bobbio, 1989). Esta última, con su referencia abstracta a los derechos del hombre y del ciudadano, no hubiera sido posible si antes el iusnaturalismo no hubiera comenzado a pensar en esos derechos mediante el artificio lógico y argumentativo del estado de naturaleza, prescindiendo por lo tanto de sus atribuciones según el esquema ordenador de tipo estamental que dominaba la sociedad europea prerrevolucionaria. De esta manera, el iusnaturalismo se separa violentamente de las raíces medievales —que como recordamos estaban bien presentes en la reconstrucción historicista y en uno de sus máximos intérpretes, John Locke— y se proyecta con fuerza en el futuro, en las declaraciones revolucionarias de derechos.

En la aproximación individualista a la problemática de las libertades no preocupa mucho el hecho de que la predilecta Edad Moderna, del siglo XVII en adelante, sea también la edad en la que se construye la más formidable concentración de poder que la historia haya conocido, primero bajo la forma de Estado absoluto y después bajo el amparo del legislador revolucionario intérprete de la voluntad general. Ciertamente, uno de los deberes fundamentales de las constituciones modernas —como veremos más adelante— será precisamente el de garantizar los derechos y las libertades frente al ejercicio arbitrario del poder público estatal. Pero por otra parte, también es cierto e indudable que una cultura rigurosamente individualista de las libertades atribuye a este esfuerzo de concentración el mérito histórico de haber sido el instrumento de la progresiva destrucción de la vieja sociedad estamental de privilegios. En efecto, este esfuerzo de concentración de imperium sustrae progresivamente a los estamentos, y en particular a la nobleza, el ejercicio de las funciones políticas —juzgar, recaudar, administrar— y, de esa forma, libera al individuo de las antiguas sujeciones, convirtiéndole así —en cuanto tal— en titular de derechos. En este sentido, el primer y más elemental derecho del individuo es poder rechazar toda autoridad distinta a la ley del Estado, ahora único titular monopolista del imperium y de la capacidad normativa y de coacción.

En este orden de cosas, es evidente que el modelo para la construcción de los derechos y las libertades en sentido moderno no puede ser Inglaterra. Lo que en la visión historicista parece un mérito, un dato positivo irrenunciable, es decir, la incapacidad del poder político de codificar con autoridad las posiciones jurídicas subjetivas de los individuos, primero súbditos y después ciudadanos, aparece ahora como un defecto difícilmente perdonable. Para la perspectiva individualista Inglaterra no ha tenido una verdadera experiencia histórica de Estado absoluto, ni una verdadera revolución con sus correspondientes declaraciones de derechos, sencillamente porque no ha tenido jamás la fuerza para imponer la nueva dimensión individualista moderna al viejo orden feudal y estamental. Francia se convierte así en el país guía, ya que es en Francia, primero con el Estado absoluto y después con la revolución, donde se ha construido el derecho moderno de base individualista más típico y claro: el civil de los códigos y el público-constitucional de las declaraciones de derechos.

Ciertamente, como hemos visto, también la aproximación historicista se reconduce al final a la necesidad de tutelar del mejor modo posible la esfera privada individual, según el célebre binomio liberty and property. Pero afirma la primacía del individuo exclusivamente frente al poder político estatal. En el acercamiento individualista, por el contrario, modelado más bien sobre el ejemplo francés que sobre el inglés, la misma primacía del individuo se dirige sobre todo contra los poderes de los estamentos, contra el señor-juez, el señor-recaudador, el señor-administrador. En síntesis: el modelo historicista sostiene en primer lugar una doctrina y una práctica del gobierno limitado; el individualista sostiene en primer lugar una revolución social que elimine los privilegios y el orden estamental que los sostiene. En definitiva, desde el punto de vista historicista el defecto principal del modelo individualista es que admite en exceso la necesidad de un instrumento colectivo —el Estado, la voluntad general, u otro— que elimine el viejo orden jurídico y social; desde el punto de vista individualista el defecto principal del modelo historicista es ser demasiado tímido y moderado al extender los nuevos valores del individualismo liberal y burgués también en su dimensión social de lucha contra el privilegio.

Pero, como ya hemos dicho, dos son las líneas