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Muchos obreros y personas de bajos salarios se han alejado de la política porque están desencantados, otros votan a la extrema derecha por rabia y por falta de alternativas. La causa más importante del avance de la extrema derecha es, por tanto, el fracaso de los liberales de izquierda a la hora de ofrecer un programa atractivo a todas aquellas personas que se han visto abandonadas por las políticas de las últimas décadas o cuyas vidas, como mínimo, se han hecho más difíciles y peores. Es necesario un programa que conecte con sus intereses sociales, pero también con sus valores, ya que ambas cosas van unidas. Los valores comunitarios tradicionales no son retrógrados ni están anticuados, sino que son la base indispensable de una política orientada hacia una mayor igualdad social y una corrección de los resultados del mercado. A diferencia de los valores del liberalismo de izquierdas, que son más adecuados para una reinterpretación progresista del capitalismo globalizado, los valores comunitarios son realmente adecuados como directriz para una alternativa progresista a una sociedad de mercado que campa a sus anchas.
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Seitenzahl: 643
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Sahra Wagenknecht es doctora en economía, autora y política, es miembro del Bundestag, actualmente lidera el partido Alianza Sahra Wagenknecht – Por la Razón y la Justicia. Fue miembro del Bundestag por el partido Die Linke, partido al que también representó en el Parlamento Europeo. Entre 2010 y 2014 fue vicepresidenta del partido Die Linke y entre 2015 y 2019 fue la presidenta de su grupo parlamentario. Ha publicado con la editorial Campus su tesis doctoral The Limits of Choice y sus libros Freiheit statt Kapitalismus (2012) y Reichtum ohne Gier (2016/2018).
Sahra Wagenknecht
Mi contraprograma en favor del civismo y de la cohesión social
Con prólogode Javier Couso Permuy
Traducido del alemánpor Carlos García Hernández
Copyright © Lola Books 2024
www.lolabooks.eu
Queda totalmente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de explotación.
Original title:
Die Selbstgerechten: Mein Gegenprogramm – für Gemeinsinn und Zusammenhalt
by Sarah Wagenknecht
© 2021 by Campus Verlag GmbH, Frankfurt
Rights negotiated through Ute Körner Literary
Agent – www.uklitag.com
Imagen de portada: DIE LINKE Nordrhein-Westfalen, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons; https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sahra_Wagenknecht_(2017).jpg
Impreso en Safekat, Madrid
Printed in Spain
ISBN 978-3-944203-71-3
eISBN 978-3-944203-81-2
Primera edición 2024
Prólogo a la edición española
Introducción
PARTE I
LA SOCIEDAD DIVIDIDA Y SUS AMIGOS
1
MORALISTAS SIN SENTIMIENTOS
El estilo de vida de la izquierda: mundano y susceptible con el lenguaje
Los más acomodados entre sí
Los votantes levantan el vuelo
2
LOS GRANDES RELATOS
3
SOLIDARIDAD, TRIUNFO Y HUMILLACIÓN: LA HISTORIA DE LOS TRABAJADORES
Nada que perder
La norma como liberación
El descenso: cuando las industrias y la unión desaparecen
4
LA NUEVA CLASE MEDIA UNIVERSITARIA
Los empleos bien pagados de los licenciados universitarios en el sector servicios
Aislamiento con respecto a los de más abajo y retorno del privilegio educativo
Nuevos relatos: el neoliberalismo y la izquierda después del 68
5
EL ILIBERALISMO – EL MAYOR ÉXITO DE MAGGY THATCHER
Víctimas privilegiadas – las políticas identitarias
Las sociedades paralelas y la desintegración de lo común
La política social como proyecto de minorías
La “sociedad abierta”: los muros en el interior
6
LA INMIGRACIÓN – ¿QUIÉN GANA Y QUIÉN PIERDE?
Médicos de Siria y de África
Los refugiados olvidados
Mano de obra barata
La vivienda como tema candente
7
EL CUENTO SOBRE EL ESPÍRITU DEL TIEMPO DE EXTREMA DERECHA
¿Quién vota a partidos de extrema derecha?
Vacío en el sistema político: cuando las mayorías ya no tienen voz
Los sumos sacerdotes del liberalismo económico: el proyecto elitista de la UE
Contra el establishment – el triunfo de los no favoritos
El espíritu de los tiempos: el ansia por el reconocimiento, la seguridad y una buena vida
PARTE II
UN PROGRAMA EN FAVOR DEL CIVISMO, DE LA COHESIÓN SOCIAL Y DEL BIENESTAR
8
POR QUÉ NECESITAMOS UN SENTIMIENTO DE COMUNIDAD Y UNIÓN
Más listos que el homo oeconomicus
Cuando se disuelve el pegamento
Valores comunitarios: la pertenencia como proyecto de futuro
9
EL ESTADO-NACIÓN Y EL SENTIMIENTO-DEL-NOSOTROS: POR QUÉ UNA IDEA DECLARADA MUERTA TIENE FUTURO
¿No es posible volver al Estado-nación?
Ciudadanos de su país: historia y cultura en lugar de genes
Por una Europa de democracias soberanas
10
DEMOCRACIA U OLIGARQUÍA: CÓMO ACABAR CON EL DOMINIO DEL GRAN CAPITAL
Lo que antes era mejor
El poder de crear opinión, de crear burbujas filtrantes y de comprar la ciencia
Un Estado débil es un Estado caro
Democracia republicana: la voluntad de la mayoría
Referéndum y sorteo
11
PROGRESO EN VEZ DE FARSA: PROPIEDAD MERITORIA PARA UNA ECONOMÍA MÁS INNOVADORA
Cuando el esfuerzo y las buenas ideas ya no se recompensan
Por qué el capitalismo se ha vuelto perezoso a la hora de innovar
Una política medioambiental honesta en lugar de los aumentos de precios y los debates sobre los estilos de vida
Un nuevo concepto de rendimiento
Motivante y justa: por una verdadera meritocracia
¿Qué hacer con las deudas? Por un sistema financiero estable
Por qué la desglobalización mejora nuestra vida
12
UN FUTURO DIGITAL SIN HUSMEADORES DE DATOS
Lo vigilan todo
La otra digitalización: la oportunidad de Europa
CONCLUSIÓN
Lecturas complementarias
Notas
Muchos en este país hemos oído hablar de Sara Wagenknecht, aunque la mayoría de las veces desde una óptica negativa. Una narrativa que no sólo han impulsado los grandes medios de comunicación corporativos, sino también, un amplio sector de la izquierda institucional española que comparte, aunque por diferentes razones, la alarma ante una figura política alemana que se ha destacado, primero desde Die Linke y después desde otras iniciativas políticas y electorales, por reivindicar los valores intrínsecos de la tradición del movimiento obrero y socialista. Valores que han sido abandonados por los vividores de esa “nueva política” surgida tras las movilizaciones posteriores a la crisis financiera de 2008 y cuya expresión más notoria en España fue la explosión de la burbuja inmobiliaria y la imposición por parte de la UE y su Troika (Comisión, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) de una época de diktat neoliberal que, con el objetivo de rescatar a la banca privada, arrastró a la pobreza estructural a la mayoría de los pueblos que conforman la Unión Europea, con especial virulencia a los del Sur y el Este.
La reacción popular provocada por la intervención política de la UE sobre los Estados para defender al capital financiero y a las grandes empresas marcó unos años de gran agitación social en defensa de los sectores públicos y en contra del estado de precarización social que implicaban. Cientos de miles de personas se lanzaron a las calles españolas en las denominadas Mareas para proteger la Sanidad y la Educación, o se organizaron en plataformas para luchar e impedir los desahucios de viviendas ante los impagos hipotecarios, también fueron comunes los bancos de alimentos y solidaridad en los barrios más golpeados.
Después, llegó y se unió el llamado 15-M, que dio lugar a acampadas y manifestaciones en todas las plazas y rincones del país. Es cierto que era un movimiento heterogéneo y con muchas sensibilidades, pero su inspiración y el carácter transversal del mismo era la crítica a la supremacía de bancos y grandes corporaciones sobre la política. Es decir, el secuestro de la posibilidad de la ciudadanía a ejercer el poder, que teóricamente les otorga la democracia liberal, sustituido por una dictadura silenciosa que controla y mediatiza cualquier decisión popular soberana.
De toda esta agitación surgió una nueva dirigencia política de “izquierda” que apropiándose del espíritu de esas movilizaciones y movimientos fue conformando expresiones políticas partidarias que llegaron a su cenit cuando accedieron, a pesar de haber cosechado su peor resultado electoral, al Consejo de Ministros con un gobierno de coalición. Lo sintomático y significativo es que en este corto periodo de tiempo que transcurre entre los colectivos universitarios, las empresas de politología y asesoramiento, la exposición en las televisiones y su impulso electoral hasta entrar en el gobierno se fueron despojando de los valores socioeconómicos y éticos que siempre acompañaron al movimiento obrero, la organización popular y las expresiones políticas con orientación socialista y/o comunista.
Por eso, no es de extrañar que tanto los medios corporativos, como los medios progresistas o las mencionadas elites de esa supuesta nueva izquierda descalifiquen la trayectoria de una figura como Wagenknecht, que mantiene una postura de clase definida en esas tradiciones y que se niega a aceptar la renuncia a la ética socialista que construye artefactos funcionales al poder global del llamado occidente colectivo, aunque se pretenda maquillarlos con una pátina de modernidad progresista.
Los ataques furibundos, de unos y otros, los epítetos descalificativos como “rojiparda” y la imposibilidad de un debate sano en el marco de la izquierda por la llamada política de la cancelación nos alertan sobre el miedo que tanto los partidos clásicos como los de la supuesta nueva política le tienen a las palabras y al accionar de esta líder alemana.
Lo que se esconde tras tanta maquinaria de descalificación es la intención de impedirnos escuchar o leer en sus propias palabras el análisis sobre la dominante izquierda liberal o izquierda como forma de vida, como ella las denomina, y sus propuestas para recuperar no sólo herramientas que luchen por las clases populares, sino proyectos nacionales realistas que desafíen la globalización neoliberal y la arquitectura de dominio que mantiene a la élite tecnocrática de Bruselas.
Por todo esto, es un acierto la edición que gracias a Lola Books pone en manos de los lectores hispanohablantes la posibilidad de leerla sin matices negativos o construcciones malintencionadas, práctica común entre la mayoría de periodistas o contertulios que pueblan el panorama mediático español, sean del establishment o del llamado arco progresista.
Para mí, la lectura de esta libro ha sido una sorpresa iluminadora, pues define con palabras llanas y entendibles lo que significa esa pseudo izquierda mayoritaria, cuyos objetivos y planteamientos le alejan, tanto de la clase a la que dicen defender, como de la construcción de un mundo diferente al que nos impone el capitalismo ultraliberal en el que estamos inmersos.
Es evidente que una izquierda cuya propuesta es apoyar el liberalismo económico, la globalización y la destrucción del estado social, proponiendo como forma de lucha y transformación social las políticas identitarias, el cosmopolitismo, la ecología sin justicia social, la disolución de los Estados nación en organizaciones globales o la multiculturalidad como emigración descontrolada inducida por mafias, filántropos y el poder empresarial, aunque se disfrace de modernidad o cambio emancipador, sólo sirve a los mismos objetivos que cínicamente dice combatir.
Los Engreídos es un título que define claramente la visión de esa izquierda liberal o izquierda como forma de vida a la que se refiere Sahra, pues en su proceder cotidiano mira por encima del hombro a cualquiera que no comulgue con sus postulados, planteamientos salidos del debate en universidades estadounidenses y usinas de pensamiento de países occidentales, y que han posibilitado la sustitución de la centralidad de la disputa entre capital y trabajo por las identidades individualistas como eje del conflicto social.
Son engreídos porque han conseguido trasladar su visión de clase media universitaria sobre el resto de la sociedad, curiosamente con más ahínco hacia las personas perdedoras en este sistema de globalización neoliberal, a las que se suele desechar arrogantemente como gente ignorante, que no sabe votar, heteropatriarcal, racista y hasta anacrónica. Luego no nos debería extrañar que las personas huérfanas de representación política abandonen el voto de la izquierda para dejarse hechizar por los cantos de sirena de la derecha radical.
Pero en el libro de Wagenknecht no sólo vamos a encontrar una disección magistral sobre la caracterización de la política posmoderna, sino también el abordaje sin tapujos del debate sobre la inmigración, tópico del que la izquierda huye con respuestas vagas e imprecisas que ni tratan de solucionar el problema, ni responden a las inquietudes que se plantean en nuestras calles y barrios.
A través de páginas que se devoran fácilmente, también se aborda la supuesta transición verde, la destrucción del Estado como garante del control económico y barrera ante los desmanes del capitalismo y la necesidad de recuperar la cohesión social que construyó con sangre, sudor y lágrimas el movimiento obrero en sus conquistas de posguerra.
En fin, una propuesta que hoy es más necesaria que nunca y de rabiosa actualidad también en nuestro país. Te invito sin más a reflexionar junto a Sahra Wagenknecht, ya que es un imperativo de los tiempos que corren la construcción de una izquierda que recupere la dignidad de nuestros pueblos frente a una panda de engreídos que canaliza hacia la individualidad posmoderna identitaria todas las expresiones de lucha del movimiento obrero y popular.
Salud y buena lectura.
Javier Couso Permuy,
exdiputado español en el Parlamento Europeo
entre 2014 y 2019
Mientras se escribía este libro, en Estados Unidos los conflictos se recrudecían. Los seguidores de Trump se enfrentaron a sus detractores de manera irreconciliable. Desde hacía tiempo no se producía un cambio de gobierno democrático que fuera acompañado por tanta incertidumbre, odio y violencia. El día de la investidura del nuevo presidente de los Estados Unidos, el Capitolio de Washington parecía una fortaleza en estado de guerra.
Aunque en Estados Unidos las diferencias y los contrastes sociales son particularmente profundos y abultados, aunque allí el clima de confrontación es especialmente peligroso porque gran cantidad de norteamericanos poseen armas, América no es un caso único. Si no nos armamos de valor para emprender un nuevo camino lo antes posible, por desgracia no es improbable que, como si de un espejo ustorio se tratara, en las imágenes de los Estados Unidos estemos presenciando nuestro propio futuro. También Alemania está profundamente dividida. También aquí se está descomponiendo la cohesión social. También en nuestro país la hostilidad ha convertido la unidad en antagonismo social. El bien común y el civismo son palabras que prácticamente han desaparecido de nuestro vocabulario cotidiano. Aquello que dichas palabras representan parece que ya no tiene lugar en nuestro mundo.
Con el coronavirus las cosas se pusieron especialmente mal. Aunque millones de personas, a menudo con empleos mal pagados, seguían dando lo mejor de ellos mismos por mantener a flote nuestra vida en sociedad, en los medios, portales online, Facebook y Twitter reinaba un ambiente guerracivilista. Esta fractura separó familias y acabó con amistades. ¿Estás a favor o en contra del confinamiento? ¿Sirve para algo la aplicación móvil Corona-Warn-App? ¿No te has vacunado? Todo el que dudara, aunque fuera sólo parcialmente, de la sensatez y el provecho de cerrar guarderías y escuelas, restaurantes, tiendas y muchos otros comercios tenía que soportar la acusación de que no le importaban las vidas de sus congéneres. Por otra parte, aquel que consideraba a la Covid-19 un virus peligroso era atacado con una agresividad similar por aquellos que en todo veían medidas simplemente alarmistas. ¿Respeto por las opiniones de los demás? ¿Una reflexión sobria de los diferentes argumentos? De ninguna manera. En vez de hablar los unos con los otros, nos gritamos.
Sin embargo, la pandemia no ha sido la primera vez en la que en nuestra sociedad ha desaparecido la cultura de la discusión racional. Controversias anteriores ya presenciaron disputas similares. En ellas se moraliza en vez de argumentar. Las emociones acumuladas sustituyen a los contenidos y a los razonamientos. El primer debate en el que esto se hizo patente fue la política migratoria y de asilo, un tema que tras la apertura de las fronteras alemanas en otoño de 2015 se ha solapado con otros durante casi tres años. Entonces la narrativa del gobierno no se llamó confinamiento, sino cultura de la bienvenida, y cualquier crítica fue tan denostada como las críticas durante la pandemia. Mientras que la política mainstream tildaba de racista a cualquiera que mostrara preocupación o señalara los problemas de la emigración descontrolada, en el otro extremo del espectro político se formó un movimiento que creyó estar presenciando el hundimiento de occidente. El tenor y el tono fueron igual de irreconciliables que en la discusión sobre qué políticas eran adecuadas para atajar la pandemia del coronavirus.
En el debate sobre el clima que prevaleció en el año 2019, la discusión no fue mucho más ponderada. En él, no se trataba ya del hundimiento de occidente, sino de la propia humanidad en su conjunto. Los activistas climáticos, que defendían que el pánico era la reacción adecuada, lucharon contra negacionistas climáticos, tanto reales como imaginarios. Los que seguían utilizando su antiguo coche diésel, comprando sus filetes empanados en las tiendas de descuento o no podían permitirse pagar precios todavía más altos por la electricidad y el combustible fueron atacados sin piedad. Mientras tanto, la AfD se convirtió en el mayor partido de la oposición en el Bundestag y se dedicó a lanzar salvas contra la “dictadura de opinión ejercida por la izquierda embadurnada de verde”.
Era como si a nuestra sociedad se le hubiera olvidado discutir los problemas sin recurrir a agresiones y con un mínimo de decoro y respeto. El lugar dejado por la discrepancia de pareceres fue ocupado por dinámicas de indignación, difamaciones morales y un odio indisimulado. Es alarmante. El camino que va desde la agresión verbal hasta la violencia física es corto, tal y como lo demuestran los acontecimientos en Estados Unidos. Se nos plantea una pregunta: ¿De dónde procede la hostilidad que ha acabado por fracturar nuestra sociedad en casi todos los temas importantes?
La respuesta habitual a esta pregunta es: la culpa la tiene el fortalecimiento de la extrema derecha. La culpa es de políticos como Donald Trump, que con sus burlas y tweets malintencionados han azuzado a la población sembrando cizaña y resentimiento. La culpa es de partidos como la AfD, que fomentan el odio y propagan el enfrentamiento. Por último, la culpa se le echa a los medios de comunicación sociales, que sirven como caja de resonancia a las mentiras y a los comentario de odio y que permiten que cada uno se mueva sólo dentro su propia burbuja de opiniones filtradas.
Sin duda, los políticos de extrema derecha contribuyen a envenenar el clima político. En comparación con los Estados Unidos antes de Trump, los Estados Unidos después de Trump son un país todavía más dividido. Cuando se le oye decir al político de AfD Björn Höcke que quiere “hacer sudarla gota gorda” a los que no opinan como él, se queda uno horrorizado. También es verdad que los medios de comunicación sociales fomentan la agresión y la ruindad porque se programan para eso. Todo esto no ha mejorado nuestra cultura de la discusión. Sin embargo, esto es sólo una parte de la explicación. Lo cierto es que el clima de opinión no sólo está siendo intoxicado por la derecha. El fortalecimiento de la extrema derecha no es el origen sino la consecuencia de una sociedad profundamente dividida. Si sus enemigos no les hubieran abierto el camino, no habría ni Donald Trump ni AfD.
Han sido ellos, sus enemigos, los que han propiciado el ascenso de la extrema derecha desde la economía, ya que están destruyendo el sistema de protección social, están liberalizando los mercados y con ello están agrandando enormemente las desigualdades sociales y la inseguridad vital. No obstante, muchos partidos socialdemócratas y de izquierda han favorecido el auge de la extrema derecha también desde la política y desde la cultura, ya que se han puesto del lado de los vencedores y con ello muchos de sus portavoces han despreciado los valores y la forma de vida de su antiguo electorado, así como sus problemas, sus demandas y sus enfados.
La visión del mundo de esta nueva izquierda que se ha cambiado de bando ha introducido desde hace algún tiempo el concepto de liberalismo de izquierdas. El liberalismo de izquierdas según el sentido moderno de la palabra es el objeto de la primera parte de este libro. Se trata de una corriente politíco-intelectual relativamente joven que ha venido ganando influencia social durante las últimas décadas. Sin embargo, el nombre de liberalismo de izquierdas es engañoso. Si se mira con detenimiento, se da uno cuenta de que esta corriente así llamada no es ni de izquierdas ni liberal, sino que en lo fundamental contradice a ambas orientaciones políticas.
Por ejemplo, una reivindicación importante de todo tipo de liberalismo es la tolerancia hacia otras opiniones. No obstante, los típicos liberales de izquierda hacen gala de lo contrario: se muestran intolerantes con todo aquel que no comparte su visión de las cosas. Tradicionalmente, el liberalismo también ha luchado por la igualdad de derechos, mientras que el liberalismo de izquierdas lucha por cuotas de representación y por la diversidad, es decir, por el tratamiento desigual de los diferentes grupos.
Por su parte, la izquierda siempre ha defendido a los desfavorecidos y a quienes la sociedad niega la educación superior, el bienestar y las oportunidades de progresar. Sin embargo, el liberalismo de izquierdas tiene su base social en las clases medias acomodadas con educación superior de las grandes ciudades. Esto no significa que todas las personas con títulos universitarios, buenos ingresos y que viven en las grandes ciudades sean liberales de izquierdas. Pero lo cierto es que es en ese ambiente en el que el liberalismo de izquierdas se siente como en casa y que es de esas clases comparativamente más privilegiadas de donde provienen sus líderes de opinión. Los partidos de izquierda liberal atraen sobre todo a los académicamente mejor formados y que más ganan y son estos grupos los que los votan más asiduamente.
Así que los liberales de izquierdas no son ni lo uno ni lo otro: no son liberales de izquierda, es decir, liberales que no sólo se interesan por la libertad sino también por la responsabilidad social. Liberales ha habido desde hace mucho en el FDP y a día de hoy es posible que haya muchos más que no se cuentan entre las filas de los liberaldemócratas. Con el liberalismo de izquierdas moderno no tienen nada que ver. Pero los liberales de izquierda tampoco son personas de izquierda liberales, es decir, personas de izquierda que se distancian de las tradiciones totalitarias y antiliberales. Por el contrario, este libro es un alegato expreso en favor de una izquierda liberal y tolerante, no en favor de corrientes de pensamiento antiliberales que a menudo se tildan hoy de izquierdas. Por consiguiente, cuando en este libro se menciona el liberalismo de izquierdas no se hace referencia a las personas de izquierda en sentido literal.
El liberalismo de izquierdas ha jugado un papel importante en el declive de nuestra cultura del debate. La intolerancia de la izquierda liberal y los discursos de odio de la extrema derecha son vasos comunicantes que se necesitan, se refuerzan entre ellos y viven el uno del otro. Ya sea la política para los refugiados, el cambio climático o el coronavirus, el patrón siempre es el mismo: la arrogancia de los liberales de izquierda nutre el terreno que gana la extrema derecha. A su vez, cuanto más abusivos los comportamientos de la extrema derecha, más seguros en sus posiciones se sienten los liberales de izquierda. ¿Que los nazis están en contra de la emigración? ¡Entonces todo el que critique a la emigración tiene que ser un nazi encubierto! ¿Qué los negacionistas climáticos rechazan los impuestos al CO2? ¡Entonces se les mete en el mismo saco que a los que critican la subida de los combustibles y de la calefacción! ¿Qué teóricos de la conspiración difunden informaciones falsas sobre el coronavirus? ¡Entonces los que crean que los confinamientos obligatorios son una medida equivocada es porque deben estar bajo la influencia de teorías de la conspiración! En resumen: el que no esté con nosotros es de extrema derecha, es un negacionista climático, es un paranoico, etc. Así de fácil es el mundo de los liberales de izquierda.
Esta manera de abordar los debates también contribuye a que, a los ojos de muchas personas, la izquierda haya dejado de estar a favor de la equidad y ahora esté a favor del engreimiento, es decir, a favor de un estilo de argumentación que hiere, degrada moralmente y repele.
En el verano de 2020, 153 intelectuales de varios países, entre ellos Noam Chomsky, Mark Lilla, Joanne K. Rowling y Salman Rushdie, escribieron una incendiaria carta pública contra la intolerancia y la el antiliberalismo de los liberales de izquierda. Sus acusaciones decían: “Cada día que pasa, el libre intercambio de información y de ideas […] se encuentra más restringido. Aunque de la derecha radical no se puede esperar otra cosa, cada vez se extiende más una atmósfera de censura en nuestra cultura.” Con preocupación observan “la intolerancia con los que piensan diferente, la denuncia pública y la exclusión, así como la tendencia a convertir cuestiones políticas complejas en certezas morales.” Y apuntan cuáles son las consecuencias: “Esto nos está saliendo muy caro, ya que escritores, artistas y periodistas han dejado de arriesgarse porque tienen miedo de perder sus sustentos en cuanto se alejen del consenso y se nieguen a aullar con el resto de los lobos.” (1)
La extrema derecha y los liberales de izquierda no sólo se parecen en su intolerancia. En lo que respecta a los contenidos tampoco son fundamentalmente opuestos. En su acepción original, con la extrema derecha se corresponden los alegatos a favor de la guerra, de los recortes sociales y de una mayor desigualdad. Sin embargo, se trata de posiciones que también defienden muchos verdes y muchos socialdemócratas de la izquierda liberal. Por el contrario, no ser de extrema derecha significa decir que a los emigrantes se les explota mediante prácticas de dumping salarial, que es prácticamente imposible enseñar en una clase en la que más de la mitad de los niños no habla alemán o que también en Alemania tenemos un problema con el islamismo radical. Nos guste o no, una izquierda que tilda de extrema derecha a los planteamientos realistas de los problemas le hace el juego a la propia extrema derecha.
Para entender las razones que explican el surgimiento del liberalismo de izquierdas y el declive de nuestra cultura de la discusión debemos atender a los orígines más profundos sobre los que se asienta la cada vez mayor fracturación social. Para ello hay que abordar la pérdida de seguridad y de sentimiento de comunidad asociadas a la destrucción del estado del bienestar, la globalización y las reformas liberales de la economía.
Durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, hubo en todos los países occidentales una larga fase de crecimiento económico. En aquella época, la mayoría de las personas miraban con optimismo hacia su propio futuro y el de sus hijos. Lo que hoy prevalece es el miedo al futuro y muchos temen que sus hijos vivirán peor que sus padres. Hay razones que explican estos hechos. En comparación con otros países, nuestra economía se está quedando atrás. Cada vez más, las tecnologías de futuro surgen en otros países, no en el nuestro. Debido a la guerra comercial entre Estado Unidos y China, la economía alemana y el resto de economías europeas corren el riesgo de romperse en pedazos. A su vez, en los países de occidente la desigualdad ha crecido enormemente y los seguros por enfermedad, desempleo y jubilación son cada vez más frágiles.
La que sobre todo ha salido perdiendo con el capitalismo desregulado y globalizado es la gente corriente. Hace años que muchas personas ven cómo sus ingresos no crecen. Estas personas se ven obligadas a luchar para conservar sus estándares de vida. Hace tan sólo unas décadas, los niños de familias pobres tenían a su disposición posibilidades para mejorar su situación. Hoy los estándares de vida vuelven a estar condicionados sobre todo por el origen social de las personas.
Actualmente, los ganadores son sobre todo los propietarios de grandes compañías financieras y de grandes empresas comerciales. En las últimas décadas su riqueza y su poder, tanto económico como social, han aumentado enormemente. Entre los ganadores también se encuentran los nuevos licenciados superiores de clase media que viven en las grandes ciudades (el ambiente en el que el liberalismo de izquierdas se siente como en casa). El ascenso social y cultural de esta clase se remonta a los mismos cambios políticos y económicos que han complicado la vida de los trabajadores industriales y del sector servicios, así como la vida de muchos artesanos y pequeños empresarios. Como es natural, los que han salido ganando tienen otra opinión sobre las reglas del juego que aquellos que han recibido peores cartas.
A la vez que aumentaban las diferencias de ingresos, de perspectivas y de ánimos, también crecían las distancias espaciales. Hace medio siglo, los más acomodados y los menos privilegiados vivían a menudo en el mismo barrio y sus hijos se sentaban en la misma clase del colegio; ahora la escalada de los precios de la vivienda y el aumento de los alquileres hacen que los ricos y los pobres vuelvan a estar en barrios separados. La consecuencia es que hay menos contacto, menos amistad, menos compañerismo y menos matrimonios entre personas de distinta clase social.
Aquí es donde se encuentran las principales causas de la disminución de la cohesión social y del aumento de las hostilidades. Las personas procedentes de diferentes entornos sociales tienen cada vez menos cosas que decirse porque viven en mundos diferentes. Si los universitarios acomodados de las grandes ciudades se encuentran con los menos afortunados en la vida real es porque tienen servicios domésticos baratos que limpian sus pisos, llevan sus paquetes y les sirven sushi en el restaurante.
Las burbujas que filtran la realidad no se dan solamente en las redes sociales. Cuatro décadas de liberalismo económico, destrucción del estado social y globalización han acabado por fracturar tanto las sociedades occidentales que la vida real de muchas personas se desarrolla por completo en el interior de la burbuja de su entorno social. Hay muros que recorren nuestra supuestamente abierta sociedad. Son muros sociales que, en comparación con la segunda mitad del siglo XX, complican el acceso de los niños provenientes de familias pobres a la formación, al progreso y al bienestar. Y también son los muros de frialdad emocional de los que no conocen otra vida que la de la abundancia y que se protegen de quienes serían felices si pudieran vivir por una vez sin angustia existencial.
Como la vida se ha vuelto mucho más insegura y el futuro es impredecible, el miedo juega un papel mucho más importante en los desacuerdos políticos de hoy en día. Tal y como ha demostrado el enfrentamiento sobre la política correcta contra el coronavirus, el miedo puede endurecer el clima de las discusiones. El hecho de que el coronavirus fuera una enfermedad que puede llevar a la muerte a muchas personas ancianas y, en determinados casos, también a personas jóvenes explica que la agresividad durante la pandemia fuera especialmente alta. Los confinamientos hicieron que muchas personas temieran perder su supervivencia social, su puesto de trabajo y sus perspectivas de futuro laboral. Las personas con miedo se vuelven intolerantes. Quien se siente amenazado no quiere discutir, quiere defenderse. Es comprensible. El peligro aumenta cuando los políticos descubren que se puede hacer política azuzando los miedos. Y tampoco esto es una práctica reservada solamente para la extrema derecha. Una política responsable debería hacer exactamente lo contrario. Debería preocuparse por reducir la fractura social y el miedo al futuro, así como por aumentar la seguridad y la protección. Debería ir encaminada hacia cambios que detuvieran el deterioro de nuestra cohesión social y que evitaran nuestro inminente declive económico. Un orden económico en el que la mayoría espera que el futuro le depare peores condiciones de vida no es un orden viable a largo plazo. Una democracia en la que una parte considerable de la población no tiene ni voz ni representación no hace honor a su nombre.
Podemos producir de una forma diferente, más innovadora, más local y más respetuosa con el medio ambiente, y podemos compartir los resultados mejor y de manera más justa. Podemos organizar nuestra colectividad de manera democrática, en vez de dejar esa decisión sobre nuestra vida y nuestro desarrollo económico a intereses particulares que sólo miran por su propio beneficio. Podemos recuperar la solidaridad entre nosotros de manera que todos salgamos beneficiados, tanto aquellos que en los últimos años han salido perdiendo y hoy temen al futuro, como aquellos a los que las cosas les van bien pero no quieren vivir en un país dividido que pueda acabar como han acabado los Estados Unidos. En la segunda parte de este libro se lanzan propuestas sobre cómo emprender un nuevo camino hacia un futuro en común.
Por supuesto, en este libro también he expuesto conflictos que en 2019 contribuyeron a que dimitiera como presidenta del grupo parlamentario. No obstante, no habría escrito un libro si esta discusión no fuera mucho más allá del Linkspartei. Considero una tragedia que la mayoría de los partidos socialdemócratas y de izquierda hayan aceptado el desatino del liberalismo de izquierdas, que en el plano teórico destripa a la izquierda y la aleja de gran parte de su electorado. Se trata de un desatino que se cimenta sobre las directrices políticas del neoliberalismo, aunque una gran mayoría de la población esté a favor de otras políticas, como por ejemplo una mayor equidad social, una regulación más razonable de la economía financiera y digital, un fortalecimiento de los derechos de los trabajadores y a favor de una inteligente política industrial orientada hacia la preservación y promoción de una fuerte clase media.
En vez de dirigirse a estas mayorías sociales con un programa atractivo para ellas, el SPD y Die Linke han ayudado a que la AfD triunfe electoralmente y a que se haya convertido en el principal “partido obrero”. De manera sumisa, han aceptado a Los Verdes como si fueran la vanguardia intelectual y política. Con ello se han alejado de la posibilidad de lograr una mayoría social.
Este libro también aborda lo que significa ser de izquierdas en el siglo XXI, más allá de clichés y frases a la moda. Para mí esto tiene también que ver con la pregunta: ¿Qué debería aprender la izquierda de un conservadurismo ilustrado? El programa esbozado en la segunda parte sería, en mi opinión, el de un verdadero partido de masas. Un partido que no contribuya a una mayor polarización de la sociedad, sino a una revitalización de los valores comunes.
Mediante este libro me posiciono en un clima político en el que la cultura de la cancelación ha ocupado el lugar de los debates justos. Lo hago a sabiendas de que también yo puedo ser “cancelada”. Sin embargo, en La Divina Comedia de Dante el nivel más bajo de infierno está reservado para aquellos que en los momentos convulsos “se mantienen al margen” y para los “tibios”…
Sí, la izquierda social todavía puede ganar. Puede poner de rodillas a multinacionales como la empresa británico-holandesa de bienes de consumo Unilever, a la que pertenece la marca Knorr. Debido al debate sobre el racismo en las redes sociales, la empresa comunicó en agosto de 2020 que el clásico de Knorr salsa gitana ya no se llamaba así. Ahora lo que se podía encontrar en los supermercados era salsa de pimientos a la húngara. Y Unilever no es el único grupo empresarial que ha tenido que someterse a los líderes de opinión del liberalismo de izquierdas y a su séquito de aplicados twitteros. Por estos mismos medios fue obligada a retirarse en junio de 2020 Karen Parkin, que había sido la jefa de personal de Adidas durante muchos años. Si la perdición de la salsa gitana fue la denominación políticamente incorrecta de un grupo étnico, las acusaciones contra Parkin fueron que había quitado importancia al tema del racismo y que se había preocupado demasiado poco de la diversity (diversidad) en Adidas, es decir, de las carreras profesionales de los trabajadores que no eran blancos.
Por supuesto, el empeoramiento del convenio colectivo que Unilever había impuesto a los 550 empleados restantes de la planta principal de Knorr en Heilbronn y que entró en vigor casi al mismo tiempo que la heroica retirada de la salsagitana, acompañado de la amenaza de cerrar la planta por completo, sigue sin cambiarse. Para los empleados de Knorr, el nuevo convenio significa reducciones de plantilla, menores salarios para los recién contratados, menores subidas de sueldo y trabajar los sábados. Sin embargo, todo esto no fue objeto de grandes titulares en todo el país ni de ataques por parte de la parroquia twittera que se autopercibe de izquierdas. Sólo se prestó atención a la salsa gitana. Y que las condiciones laborales de los proveedores de Adidas en Asia sean tan malas que la empresa obtuvo la peor nota posible en la categoría “salarios que garantizan el mínimo vital” en el índice Fashion Checker tampoco sirvió para despertar mensajes de indignación virales. Los amigos de la diversity también podrían preocuparse de los paupérrimos trabajadores no blancos del lejano sudeste asiático.
Uno ya tiene suficiente con la cosas que tiene que hacer en casa. Después de que a principios del verano de 2020 un policía racista en los Estados Unidos asesinara brutalmente al afroamericano George Floyd, los días de las farmacias y hoteles Mohren1 estaban contados. Aquel que no buscara un nombre nuevo con toda celeridad era fuertemente presionado. También en Europa, los activistas de Black Lives Matter comenzaron a derribar las estatuas de los comerciantes de esclavos de tiempos coloniales. Lo hicieron con tanto ahínco y convicción que parecía que era ahí donde estaba la clave para acabar con la esclavitud actual en forma de trabajos de mierda, humillaciones y pobreza.
Sin embargo, la lucha no se reduce solamente a nombres en placas y monumentos, cuya importancia es discutible. Tampoco se limita a libros y películas famosas ni a filósofos clásicos. Hace ya mucho que los textos de Mark Twain y el libro infantil Pippi Calzaslargas ya no se pueden publicar en su versión original porque determinados pasajes y palabras ya no son aceptables para las sensibles mentes de los niños y jóvenes de nuestro tiempo.
La petición de prohibir la película de Hollywood Lo que el viento se llevó, ganadora de ocho Oscar, aún no ha prosperado, muy a pesar de algunos activistas. También Immanuel Kant o Jean-Jacques Rousseau se siguen estudiando en muchas facultades de filosofía pese a que ambos pensadores de la Ilustración hayan sido tildados desde hace tiempo de racistas en círculos de izquierda. Hace poco, la policía tuvo que intervenir en la Universidad Humboldt de Berlín debido a las sentadas que impedían el acceso a los seminarios en los que se discutían los textos de Kant y Rousseau. Tampoco se han cargado de momento al representante más importante de la filosofía clásica alemana, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, pese a los pasajes que, según la opinión de intelectuales de izquierda italianos, le convierten sin ningún género de dudas en un sexista. Esto motivó una campaña en Facebook con el nombre Sputiamo su Hegel (escupamos a Hegel).
También en el verano de 2020, cuando la batalla contra todo aquel al que se le pudiera poner la etiqueta de racista llegó incluso a desbancar al corona virus de los titulares durante algunas semanas, la policía alemana fue puesta bajo sospecha por acusaciones de racismo. Una gallarda columnista del periódico taz pidió que la autoridad policial fuera disuelta y que sus funcionarios fueran tirados a la basura. El hecho de que algunos ciudadanos se alegrarían mucho de tener algún policía adicional en las calles, ya que debido a lo oscuro de sus pieles ya no se sienten seguros en determinadas regiones de nuestro país, es un pensamiento que a una periodista residente en un barrio de moda de Berlín naturalmente ni se le pasa por la cabeza.
¿Qué sigue siendo de izquierdas hoy? ¿Qué es ser de derecha radical? Muchas personas ya no lo saben. Consideran que las antiguas categorías están trasnochadas. Sólo están seguras de una cosa: aquello que se tilda de izquierda en el debate público suele resultarles antipático. Y el ambiente social al que eso que llaman izquierda va asociado les despierta una profunda desconfianza.
Durante muchos años esto no fue así. La izquierda, que antaño representaba la lucha por más justicia y seguridad social, representaba la resistencia, la rebelión contra la alta sociedad y el compromiso con todos aquellos que no habían crecido en una familia acomodada y tenían que ganarse la vida con un trabajo duro y a menudo poco estimulante. El objetivo de aquella izquierda era proteger a esas personas contra la pobreza, la humillación y la explotación, abrirles posibilidades de formación y progreso, hacerles la vida más fácil, más ordenada y más planificable. La izquierda creía en la capacidad de organizarse políticamente en el marco del Estado nacional democrático, ya que ese Estado puede y debe corregir los resultados arrojados por el mercado.
Naturalmente, la izquierda siempre formó parte de las luchas contra la discriminación de extrema derecha, tal y como se demostró en el movimiento por los derechos civiles americano de las décadas de 1950 y 1960. El viejo imperativo liberal según el cual nadie debe ser discriminado por su color de piel, religión o modo de vida era aceptado como algo obvio. Pero la izquierda entendía que la igualdad jurídica no garantiza la igualdad de oportunidades. A diferencia de los liberales y conservadores, la izquierda contemplaba el poder de las grandes compañías financieras y comerciales, así como la extrema desigualdad a la hora de repartir la riqueza, como una clave fundamental. Si no se abordaba no eran posibles verdaderos cambios en la igualdad de oportunidades y de prestaciones sociales.
Por supuesto, entre las filas de la izquierda siempre hubo grandes diferencias. El socialdemócrata alemán inclinado al acuerdo pensaba y se comportaba de manera diferente a cómo lo hacían los rebeldes sindicalistas franceses o italianos. Dentro del abanico de la izquierda también había grupos disidentes radicales de los que la mayoría de personas no quería saber nada. Pero en líneas generales una cosa estaba clara: los partidos de izquierda, ya fueran socialdemócratas, socialistas o también comunistas en muchos países del occidente europeo, no representaban a las élites sino a los desfavorecidos. Sus activistas provenían en su mayoría de ese ambiente social y su objetivo era mejorar las condiciones de vida de esas personas. Los intelectuales de izquierda compartían y apoyaban esos deseos.
Esa izquierda tradicional existe todavía. Por lo general se la encuentra en sindicatos, sobre todo en los niveles jerárquicos más bajos. En casi todos partidos socialdemócratas son minoría, por lo menos en entre los dirigentes. En la política del Partido Demócrata de EE.UU. ejercen una influencia marginal, aunque Bernie Sanders sea una figura importante y popular. En 2007 se formó el partido alemán Die Linke. Su punto de partida eran las concepciones de la izquierda tradicional, pero aquellos que se aferraron a esta tradición tienen en los órganos del partido cada vez menos influencia. Seamos francos, a día de hoy la presencia de la izquierda tradicional es una rareza en los medios de comunicación y universidades. En el mainstream de la izquierda liberal de nuestro tiempo sus puntos de vista son considerados anticuados y retrógrados.
A día de hoy, la imagen pública de la izquierda está dominada por un tipo de personas que a partir de ahora llamaremos izquierda como estilo de vida, ya que para este tipo de personas lo más importante en la izquierda ya no son los problemas de índole social y político-económico, sino cuestiones que tienen que ver con el estilo de vida, los hábitos de consumo y un sistema de puntos para calificar la moral del resto. En su forma más pura, los partidos verdes personifican esta oferta política de la izquierda como estilo de vida, pero también en los partidos socialdemócratas, socialistas y demás formaciones de izquierda de la mayoría de países se ha convertido en la corriente principal. Probablemente, muchas personas de la izquierda tradicional dirían que en lo descrito a continuación no hay nada de izquierdas. Por supuesto, según la regla de medir tradicional tienen razón. Pero eso es lo que en la vida cotidiana de hoy se denomina izquierda y se percibe como izquierda.
Para la cosmovisión político-cultural de la izquierda como estilo de vida, el término liberalismo de izquierda es lo que se ha impuesto en los últimos tiempos, aunque el término iliberalismo de izquierda sería mucho más apropiado, tal y como veremos. Hay que tener en cuenta que este liberalismo de izquierdas o iliberalismo de izquierdas, como se le quiera llamar, no tiene nada que ver con la corriente político-intelectual que un día se llamó liberal de izquierdas. Los liberales de izquierda fueron durante mucho tiempo liberales con una orientación social y crítica, como la de los liberaldemócratas que se reunieron bajo el programa de los ciudadanos libres del partido FDP y defendieron una coalición con el SPD de Willy Brandt. Cuando en este libro hablemos del liberalismo de izquierdas lo haremos en el sentido del término actual, es decir, refiriéndonos a las concepciones de la izquierda como estilo de vida, no a las que el concepto tuvo en el pasado. Esta diferenciación es importante, ya que ambos pensamientos no tienen nada en común.
La izquierda como estilo de vida vive en otro mundo distinto al tradicional y se define a sí misma mediante otros temas. Es sobre todo cosmopolita y por supuesto proeuropea, aunque cada uno entienda cosas diferentes con estas dos palabras. Se preocupa por el clima y se posiciona en favor de la emancipación, de la emigración y de las minorías sexuales. Entre sus convicciones encontramos al Estado nacional como modelo agotado. Además, se autodenomina como una ciudadana del mundo que con su propio país tiene pocos vínculos. Esto se suele acompañar por una biografía en la que por supuesto encontramos semestres universitarios estudiados en el extranjero, incluso intercambios académicos durante la formación escolar o prácticas en otros países.
Por lo general, la izquierda como estilo de vida valora más la autonomía y la autorrealización que la tradición y la colectividad. Valores tradicionales como el rendimiento, la diligencia y el esfuerzo son rechazados por no ser cool. Esto es especialmente cierto en el caso de la generación más joven, que ha sido tan suavemente guiada en la vida por padres helicóptero y en su mayoría acomodados, que nunca supo de miedos sociales de carácter existencial y la presión que conllevan. La pequeña fortuna de papá y las buenas relaciones de mamá proporcionan al menos la seguridad suficiente como para superar las largas prácticas no remuneradas o los fracasos profesionales.
Dado que la izquierda como estilo de vida entra escasamente en contacto con cuestiones sociales, su interés por ellas es secundario. Es decir, sí que desea una sociedad justa y sin discriminación, pero el camino que lleva hacia esa sociedad no pasa por los aburridos temas de antaño pertenecientes a la economía social como los salarios, las pensiones, los impuestos o el seguro por desempleo, sino que pasa por temas que son sobre todo simbólicos y relativos al lenguaje.
Para la izquierda como estilo de vida, el lenguaje cotidiano ha de ser permanentemente escudriñado en busca de palabras que podrían herir a alguien y que en el futuro han de ser evitadas. En lugar de las palabras prohibidas se crean neologismos que, según los más estrictos creyentes entre la izquierda como estilo de vida, dan lugar a una forma característica de expresarse que poco tiene que ver con el idioma alemán. A menudo, los profanos no aceptan que conceptos como refugiado o púlpito2 o que términos como madre o padre sean discriminatorios y no entienden por qué los textos de la izquierda están poblados de asteriscos extraños, pero los que pertenecen al inner circle (los iniciados) sí que conocen las reglas y las acatan.
Otro decálogo de mandamientos son las llamadas palabras ofensivas, es decir, códigos que parecen inofensivos pero que al parecer traumatizan a ciertos grupos o que son utilizados por la extrema derecha para camuflar su misantrópica ideología. Patria o pueblo pertenecen a este grupo de palabras y por tanto son tabú. También el concepto de inmigrante es, cuanto menos, comprometido, ya que todos los que vienen a Europa son refugiados, no hay extranjeros ni sociedades paralelas.
Quizás resulta un poco irritante que las normas del lenguaje correcto estén siempre cambiando. Ayer, el término “personas de origen inmigrante” para denominar a los descendientes de inmigrantes aún se consideraba aceptable, pero al menos en Berlín ya está desfasado. Según una resolución del Senado de otoño de 2020, en lo sucesivo a este grupo humano le corresponde el nombre de “personas con historia internacional”. Por cierto, este mismo ucase convirtió a los extranjeros en “residentes sin nacionalidad alemana” y a los inmigrantes ilegales en “emigrantes masculinos y femeninos indocumentados”.
También surgen todo el tiempo palabras que se ponen de moda y que por supuesto hay que aprender y utilizar lo antes posible. Durante los primeros tiempos del vocabulario de los liberales de izquierda se aceptaron términos como misoginia o mujer cis para denominar a los ciudadanos femeninos que no son transexuales. Aquel que quiera salir ileso de las discusiones con la izquierda como estilo de vida necesita sobre todo una cosa: abundante tiempo libre para estar al día y expresarse siempre de la forma correcta.
La izquierda como estilo de vida suele vivir en una gran ciudad o por lo menos en una ciudad universitaria chic, pocas veces se la encuentra en lugares como Bitterfeld o Gelsenkirchen. Está estudiando o ya tiene un título universitario y un buen nivel de lenguas extranjeras, está a favor del decrecentismo económico y come alimentos estrictamente biológicos. Los que comen carne rebajada, conducen un coche diésel y viajan a Mallorca en vuelos baratos le parecen un horror. Eso no significa que no vaya en coche o que nunca se suba a un avión. Viaja – exceptuando la época del coronavirus – con enorme frecuencia y suele volar especialmente lejos, ya que la movilidad y el cosmopolitismo forman parte de su ADN. En su caso no se trata de turismo de chiringuito, sino de viajes formativos que ayudan a conocer otras culturas, permiten observar a los últimos orangutanes en libertad o que le acercan a uno a su yo interior en un hotel ayurveda. Para compensar la mala conciencia suele ir por la ciudad en bicicleta o en su segundo coche eléctrico.
Dejémoslo claro, en principio, no hay nada de malo en que la gente se rija por los valores descritos más arriba y organice su vida en consecuencia. Si se lo pueden permitir y les hace sentir a gusto, ¿por qué no lo iban a hacer? No hay duda de que compartimos época con personas mucho más desagradables que los veganos de las grandes ciudades que llevan al colegio a sus hijos en coches eléctricos, evitan los envases de plástico y quieren reducir el impacto del CO2 a nivel mundial, aunque ellos mismos contribuyan significativamente a aumentar las emisiones.
Lo que a ojos de muchas personas (sobre todo las menos favorecidas) resulta muy desagradable de la izquierda como estilo de vida es su clara tendencia a considerar sus privilegios como virtudes personales y la idealización de su propio modo de ver el mundo (al igual que de su propia forma de vida) como si fueran la quintaesencia del progresismo y la responsabilidad. La autocomplacencia con la prepotencia moral que exhibe en muchos casos la izquierda como estilo de vida, así como su convicción demasiado ostentosa de que está del lado del bien, de la justicia y de la razón, es lo que resulta más impertinente. Sienten desdén y miran por encima del hombro al modo de vida, las necesidades e incluso la manera de hablar de las personas que nunca pudieron entrar en la universidad, viven en ambientes rurales y compran los ingredientes para la parrilla vespertina en Aldi porque el dinero tiene que alcanzarles hasta fin de mes. Es inconfundible su falta de empatía con aquellos que tienen que luchar mucho más duro que ellos por su pequeño bienestar (si es que tienen alguno) y a lo mejor por eso a veces dan la impresión de ser ásperos, fieros o malhumorados.
Sin duda, también contribuye a la mala imagen pública de la izquierda como estilo de vida su mal disimulada intolerancia. Las personas que por su escaso salario tienen dificultades para irse de vacaciones una vez al año o que, pese a haber trabajado toda la vida, tienen que subsistir con pensiones minúsculas, no se toman a bien que haya gente que les venga a predicar las bondades de la austeridad cuando esas personas no la han sentido en su vida. Tampoco les gusta que los amigos del multiculturalismo les den lecciones sobre el enriquecimiento social que supone la inmigración cuando esos amigos del multiculturalismo llevan a sus propios hijos a escuelas en las que aprenden sobre otras culturas solamente en clase de literatura o de arte.
Naturalmente, también existen diferencias dentro de la izquierda como estilo de vida. No todos los que hacen campaña por la inmigración, usan asteriscos de género al escribir y creen que el cambio climático sea sobre todo una cuestión de los hábitos de consumo nacieron con una cuchara de oro en la boca, y no todos ellos son pudientes. Incluso es posible que alguno de ellos que no haya ido a la universidad. Pero esa izquierda como estilo de vida está en clara minoría. Lo normal es lo otro.
También hay diferencias en la actitud hacia los estratos menos favorecidos de la sociedad. Hay una izquierda como estilo de vida que a los más pobres y menos formados simplemente les desprecia. Se demostró que Hillary Clinton llevó a cabo una táctica electoral errónea en la campaña electoral de EE.UU. de 2016 cuando insultó a los posibles votantes de Trump llamándoles basket of deplorables, que se podría traducir por panda de indeseables, pero sin duda se trató de uno de los pocos momentos sinceros de su campaña electoral. Con toda seguridad es eso lo que piensa de esas personas. Entre los liberales de izquierda también se ha extendido el uso del término white trash (basura blanca) para denominar a la clase trabajadora blanca norteamericana.
El enemigo preferido entre los círculos de la izquierda como estilo de vida alemana es el hombre blanco viejo. Proleta también se utiliza a menudo para describir a un grupo de personas sobre las que se pueden hacer comentarios despectivos de forma desinhibida y con las que de repente ya no se aplican los miramientos relativos al lenguaje ofensivo. A finales de 2019, las palabras cerdos medioambientales se utilizaron con aquellos que compran carne en Aldi, Lidl y sitios por el estilo. El origen del término era una canción infantil satírica de la cadena de radio y televisión WDR, pero la parroquia tuitera de los liberales de izquierda acogió la expresión con toda efusividad. Durante la crisis del coronavirus también surgieron los covidiotas.
Por otro lado y como no puede ser de otra manera, también hay una izquierda como estilo de vida cuyos integrantes se preocupan honestamente por defender a los pobres y los desposeídos de este mundo, lo cual incluye necesariamente a los pobres y menos privilegiados de su propio país. Pero en vez de respetar a esas personas y limitarse a defender sus intereses, los tratan como como si fueran misioneros bienintencionados que no sólo quieren salvar a los infieles, sino que también quieren convertirlos. La izquierda como estilo de vida no sólo quiere mejorar la vida de los trabajadores y de los desfavorecidos, sino que también quiere explicarles cuáles son sus verdaderos intereses y así salvarlos de su provincialismo, de sus resentimientos y de sus prejuicios. Los destinatarios de estas monsergas suelen percibir esto como un desprecio indisimulado (y están en lo cierto).
Naturalmente, también hace menos simpática a la izquierda como estilo de vida su permanente reclamo de una sociedad abierta y tolerante, a pesar de que su trato a opiniones distintas suele ser enormemente intolerante, hasta el punto de poder competir en este aspecto con la derecha más extrema. Esta grosería en el trato es consecuencia de que, según sus seguidores, el liberalismo de izquierdas en realidad no es una opinión, sino una cuestión de decencia. Por consiguiente, para el liberalismo de izquierdas aquel que se desvía de sus mandamientos no es tampoco un disidente, sino por lo menos una mala persona y posiblemente un enemigo de la humanidad o simplemente un nazi. Esta actitud explica la agresividad contra las posiciones (y contra las personas) que se mueven fuera de la visión del mundo de los liberales de izquierda o que no cumplen con alguno de sus sagrados mandamientos. Después de todo, en la lucha contra los nazis (casi) todo está permitido. La izquierda como estilo de vida sólo es liberal dentro de la atmósfera de su propio pensamiento.
Para las campañas cuyo objetivo declarado es silenciar y anular socialmente a intelectuales incómodos ya hay un término: cancel culture (cultura de la cancelación). Esta estrategia nació en los EE.UU., pero desde hace tiempo existe en Alemania. También en nuestro país, activistas vociferantes y violentos impiden a ciudadanos íntegros como el economista Bernd Lucke o el político de la CDU Lothar de Maizière dar clases y conferencias, como si estuvieran intentando aupar al poder a un nuevo Hitler. Pintores actuales son apartados de exposiciones, escritores de primera categoría se quedan sin editorial, otros dejan de ser invitados a festivales o artistas son echados de sus salones de actos porque la inquisición de Twitter ha desenmascarado sus verdaderas convicciones. Da igual que, como mucho, los afectados se hayan considerado hasta ahora conservadores, y en algunos casos incluso de izquierdas.
Los ataques de los guardianes de la moralidad de la izquierda liberal no sólo afectan a figuras importantes. Cuando el valiente director voluntario del banco de alimentos de Essen, miembro del SPD desde hacía muchos años y hasta entonces fiel votante del SPD, vio la necesidad de actuar después de tres años de alta inmigración porque la afluencia a su banco de alimentos se había hecho tan grande que los jóvenes varones recién llegados estaban expulsando a los pensionistas y a las madres solteras, no sólo fue menospreciado públicamente por personas que no visitarán un banco de alimentos en su vida, sino que además le pintaron en la puerta las palabras “Fuck Nazis”. Y cuando, a finales de 2019 en Lausitz, a los jóvenes de “Fridays for Future” y a su exigencia del abandono del uso del carbón les recibieron alrededor de 1000 vecinos cantando canciones mineras (presumiblemente porque eran personas cuyo sustento dependía de la minería del carbón) los activistas les identificaron inequívocamente como nazis del cabón.
No hace falta pensar de manera conservadora, hacer referencia a los problemas derivados de la inmigración o defender la supervivencia social de la región de origen para convertirse en el blanco de ataques feroces. Basta con defender la tesis de que hay diferencias naturales entre mujeres y hombres que no reflejan sólo modelos de conducta social para sufrir una verdadera guerra de difamación como la que tuvo que soportar Joanne K. Rowling, la autora de Harry Potter. Para comprender el origen de la campaña contra ella hay que saber que la teoría de género de los liberales de izquierda niega rotundamente la existencia de un sexo biológico. A Rowling llegaron a desearle la muerte por su supuesta transfobia y su último libro no sólo fue vilipendiado por las hordas tuiteras, también fue quemado públicamente, un acto cuyo siniestro trasfondo no pareció molestar lo más mínimo a los perpetradores.
También el trato entre esos sexos que han dejado de existir se ha vuelto complicado. Un cumplido bienintencionado dicho a la persona incorrecta puede convertir rápidamente a un hombre en el objeto de brutales acusaciones de sexismo. Además, el número de normas de pensamiento y comportamiento crece a un ritmo tal que los ciudadanos normales, es decir, las personas que se ocupan durante el día de cosas distintas de la awareness (conciencia) discursiva, no tienen ninguna posibilidad de mantenerse al día con ellas. Al final lo mejor que pueden hacer esas personas en simplemente no decir nada. Que según una encuesta del año 2019 más de la mitad de los ciudadanos alemanes tema expresar su opinión libremente fuera de su grupo de confianza (1) no es, a la luz de la creciente intolerancia que vivimos en lo que respecta a estos debates, algo que deba extrañarnos.
La incertidumbre generalizada también puede deberse al hecho de que las opiniones que el liberalismo de izquierdas indexa como indeseables suelen ser precisamente las que amplios sectores de la población, o incluso la mayoría, consideran correctas. Por ejemplo, en todos los países occidentales entre el 60 y el 70 por ciento de la población no desea altas cotas de inmigración y le gustaría que las reglas a este respecto se endurecieran. Según la versión oficial de los liberales de izquierda, con eso basta más que de sobra para ser un racista. También se mete en ese mismo cajón a las personas que se sienten inseguras cuando viajan solas en el transporte público y se encuentran con grandes grupos de hombres que hablan un idioma extranjero. Debido a la ostensible propagación de este tipo de “resentimientos” se ha generalizado en los discursos de los liberales de izquierda el concepto de racismo cotidiano