Los libreros de Coventry - Kristy Cambron - E-Book

Los libreros de Coventry E-Book

Kristy Cambron

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Beschreibung

Amos Darby, hijo de un granjero, sabía que sus sueños de un futuro con Charlotte Terrington, hija de un conde, eran inalcanzables. Sin embargo, su amistad secreta perduró durante años… hasta que la brutalidad de la Gran Guerra destruyó sus sueños y les robó la juventud. Amos regresa a casa marcado por las cicatrices de las trincheras décadas después, alejado de los amores perdidos. Ha encontrado refugio en su librería, un rincón solitario en un mundo que ya no reconoce.  Charlotte, por su parte, aceptó un matrimonio sin amor con el futuro conde de Harcourt. Ahora es viuda y dirige una librería en Coventry, pero al otro lado de la calle se encuentra su rival: Amos, el amor malogrado que nunca dejó de latir en su corazón. Cuando estalla la Segunda Guerra, y los bombardeos sacuden Coventry, madre e hija deben enfrentarse a una nueva amenaza: un abogado que pretende destruir todo lo que han construido. Las librerías rivales deberán dejar de lado sus diferencias y luchar por sobrevivir. Y el amor nunca consumado vuelve del pasado.

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Seitenzahl: 597

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Título original: The British Booksellers

Edición original: Publicado en acuerdo con HarperCollins Christian Publishing Inc. Derechos gestionados por Silvia Bastos SL. Agencia Literaria.

Diseño interior y de cubierta: Florencia Couto

Traducción: Constanza Fantin Bellocq Corrección de estilo: Elena Rueda

© 2024 Kristy Cambron

© 2025 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2025 Vidis Histórica

www.vidishistorica.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-86-8

Para los libreros: lectores, escritores, forjadores de caminos y amigos. Un sincero agradecimiento por las historias que hemos compartido.

El tiempo consuela las aflicciones y suaviza la ira.—Charles Dickens, Dombey e hijo.

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Nota de la autora

Agradecimientos

Novelas históricas en Vidis

Kristy Cambron

Manifiesto Vidis

Prólogo

17 de octubre de 1908

Plaza de Broadgate

Ciudad de Coventry, Inglaterra

¿Cuántas veces en la vida podía un muchacho decir que estaba arriesgando el pellejo, haciendo lo que menos habría imaginado... por una chica?

Para Amos Darby, que había golpeado a la puerta de un tendero tratando de convencer al anciano de que le abriera después del anochecer, era la primera vez. Pero jamás imaginó que entraría en la tienda de segunda mano más extravagante de Coventry, en plena plaza del mercado, para vender pertenencias de una dama extraídas de un baúl de viaje. Imposible de creer si no fuera por las rarezas que lo rodeaban: una pared cubierta de relojes cuyas campanadas sonaban desacompasadas, torres de libros apilados al azar, sombreros de dama que parecían a punto de caer del mostrador y un cuervo taciturno que chillaba tras los barrotes de su jaula de bronce. Todo mientras el tendero se tomaba su tiempo para inspeccionar los objetos que Amos había traído.

El plan de entrar y salir en diez minutos no se estaba cumpliendo.

Si solo hubiera sabido que salir de la tienda sería la parte más fácil… Casi se arrepintió de haber ganado el tira y afloja al regatear por estos artículos lujosos. Después de cargar el estuche de madera del violonchelo y una bolsa repleta de libros por toda la calle adoquinada, pasó frente a las tiendas de dulces, tabaco y verduras, y regresó a la calle Greyfriars con los brazos doloridos por el esfuerzo.

El carruaje esperaba donde él lo había dejado, en las sombras del callejón, fuera del alcance de la luz de las farolas de gas.

Una mirada rápida por encima del hombro —por fortuna no había nadie que pudiera verlos en el crepúsculo— y Amos golpeó la puerta. Charlotte asomó la cabeza tras la cortina y entonces, como por arte de magia, su rostro se iluminó al ver el voluminoso estuche castaño que él apretaba contra su cuerpo.

La puerta se abrió con un chirrido de bisagras. Charlotte echó hacia atrás su capa de montar para que sus brazos pudieran alcanzar mejor el violonchelo.

—¡No puedo creer que haya funcionado! ¿Lo compró todo?

—Todo, incluido tu baúl. Aquí tienes. —Amos soltó la correa de la bolsa de mensajero que le colgaba del hombro dolorido y dejó caer la carga en el suelo del carruaje—. Podrás darme las gracias más tarde. Ayúdame a guardar todo esto y salgamos de aquí antes de que alguien nos vea.

Esta amiga suya —de cabello dorado y ojos tan brillantes como su contagiosa sonrisa— parecía completamente deslumbrada por la presencia del instrumento. Charlotte inclinó el estuche dispuesta a abrirlo allí mismo. Y aunque lo que más deseaba Amos era dejar que lo hiciera, los relojes de la tienda aún seguían marcando el tiempo.

—No tenemos tiempo Charlie. —Amos utilizó el apodo que había puesto a lady Charlotte Terrington años atrás. Subió al carruaje y se sentó frente a ella, cerró la puerta y golpeó el suelo con la bota para indicar al cochero que se pusiera en movimiento—. ¿Estás segura de que el cochero no dirá nada?

El carruaje se puso en marcha con un brusco movimiento hacia las afueras de la ciudad, a la hacienda familiar de ella.

—Por supuesto, jamás nos delataría, me cuida desde que nací.

Satisfecho por el momento, Amos asintió y se hundió en el cojín del asiento; el suave terciopelo le permitía aflojar sus músculos extenuados y respirar. Y tratar de no pensar en lo que se le acababa de ocurrir mientras Charlotte inspeccionaba el estuche de madera.

¿La consentía él también? O, peor aún, ¿sería él un niño consentido para ella?

¿Cómo, si no, podía esta menuda heredera de doce años haber convencido al hijo de un granjero, tan solo tres años mayor que ella, de vender vestidos de elegante diseño para comprar el amado violonchelo del que su madre se había deshecho? ¿Y cómo podía él, por su parte, obtener libros que jamás habría podido costearse? Amos no tenía respuestas. Lo único que sabía era que, milagrosamente, nadie había descubierto ni la alocada excursión a la ciudad ni la amistad secreta que mantenían desde la infancia.

—Si tu madre descubre que vendí tus vestidos…

—No lo hará y no fuiste tú, fui yo quien los vendió.

—¿Y si mañana los ve en el escaparate?

—Mi madre no pisa Coventry. Además, tengo tantos que no se dará cuenta de que no están. Solo mi doncella podría darse cuenta pero no dirá nada… y menos si le compro algo en nuestra próxima visita a Londres.

Charlotte desestimó el asunto con un movimiento de la mano y volvió a abrazar con fuerza la parte superior del estuche. No volvería a desprenderse de él con facilidad.

—Te dije que los nombres de diseñadores como Worth y Lucile bastarían para convencer al tendero de que sabías más que él sobre su valor. Y aquí está mi tesoro, de vuelta entre mis brazos. ¿Cómo te lo podré agradecer?

—No hace falta —susurró Amos, sonriendo por dentro—. De todas maneras fue más mérito tuyo que mío, yo no sabía de lo que estaba hablando sobre el violonchelo, soltaba frases como “Es un Betts, pero no un modelo Stradivarius…”.

Charlotte era mucho más astuta de lo que su crianza privilegiada dejaba entrever. Había rastreado la tienda donde su madre había vendido el violonchelo, había convencido al cochero de que los llevara hasta Coventry para recuperarlo y luego había fingido un dolor de cabeza para que ella y Amos pudieran escabullirse mientras el conde y la condesa entretenían a sus invitados en la cena. Era un plan admirable aunque a él le dolieran el cuello y los brazos el resto de la semana.

—Lo único que tuve que hacer fue imitar vuestras maneras elegantes de hablar para que el tendero mordiera el anzuelo. Su orgullo lo convenció de que necesitaba más lo que la tienda Hanover calle abajo no tenía que aferrarse a un violonchelo usado y a unos libros viejos.

—¡Ah, es cierto, los libros! Casi lo había olvidado. —Charlotte miró el tesoro dentro del bulto de lona a sus pies—. ¿Qué conseguiste?

—Todo lo que pediste: Jane Austen, Emily Dickinson, las Brontë, Keats y Kipling, aunque tu madre no lo aprobaría.

—Claro que no aprobaría que una jovencita se llenara la cabeza con frivolidades románticas cuando podría estar aprendiendo el noble arte de cómo casarse bien. No se da cuenta de que Austen podría ser un manual de instrucciones para ese propósito. —Charlotte hizo a un lado el violonchelo y extrajo un volumen de la bolsa—. Dombey e hijo.

—También elegí unos cuantos que quería yo en pago por el riesgo, claro. Si voy a ser dueño de una tienda algún día…

—Vamos a ser dueños —lo corrigió ella, ladeando la cabeza—. ¿Recuerdas? A partes iguales, como dijimos.

—Es cierto. Si vamos a ser dueños de una librería, más vale que leamos lo que vendemos. Dickens me pareció tan buen autor para empezar como cualquier otro.

—Yo habría abogado por Austen. —Charlotte intentó ponerse seria pero cedió y suavizó la expresión con una sonrisa al entregarle el libro—. Pero como hoy me has devuelto mi tesoro, no puedo enfadarme. Aunque no podré conciliar el sueño hasta poder escaparme mañana al invernadero y tocar todo el día. —En un tono más suave preguntó—: ¿Vendrás?

—Allí estaré.

El invernadero, su escondite cerca de la granja de Amos en Holt Manor, en un extremo de los jardines de la propiedad familiar de Charlotte. Sería el lugar perfecto para esconder el violonchelo que su madre consideraba inapropiado para una dama de su posición. Y también para ocultar los libros que, según el padre de Amos, eran una pérdida de tiempo para el hijo de un granjero. Pero ¿qué sabían los padres? Creían que cada hijo tenía su lugar en la jerarquía de la vida y debía saber cuál era.

Sin embargo, y a pesar de todo, Charlotte y Amos siempre habían logrado encontrar cierta libertad en la compañía del otro: ella tocaba el violonchelo hasta hartarse y él leía los libros de ambos en voz alta. Ninguno de los dos pensaba en que esos días estaban contados, ya que las hojas del calendario pasaban, ni tampoco en que la plenitud era algo sencillo que no se dejaba definir ni por un palacio lujoso ni por una humilde granja.

Amos bajó la mirada a sus manos callosas sin darse cuenta. Cuando sintió sus ojos mirándolo, levantó la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho, ocultando sus ásperas palmas. Charlotte lo observaba en silencio, con el dedo índice tocando una melodía silenciosa contra el estuche del violonchelo. Su expresión ya no mostraba la alegría de hacía unos instantes.

—¿Qué pasa? Pensé que estarías feliz.

—¿Ser granjero es algo que anhelas?

Amos suspiró, estiró las piernas y cruzó una sobre la otra; el remiendo en la rodilla era visible incluso en las sombras.

—No es necesario que hablemos de esto ahora. Disfruta de tu tesoro.

Con su estatura de más de un metro ochenta y su cabello castaño rojizo, Amos sabía que parecía mayor. Eso, así como la confianza de una mirada firme, tal vez le habían dado poder para regatear en la tienda de segunda mano. Pero la línea de suciedad permanente bajo sus uñas y los pantalones remendados no mentían, ni siquiera dentro de un carruaje oscuro. Por mucho que quisiera, el hijo de un arrendatario no tenía derecho a soñar más allá de los días de la infancia con la hija del conde, que vestía Worth y Lucile y urdía planes descabellados en su tiempo libre.

—¿Lo deseas o no?

Era fácil adivinar que ella no iba a darse por vencida.

—De acuerdo. No, no quiero ser granjero.

—Y, sin embargo, planeas suceder a tu padre como arrendatario algún día.

Él se encogió de hombros.

—¿Quién más lo hará?

—Te he prestado casi todos los libros de la biblioteca de mi padre. Lees más que cualquier tutor que haya tenido y es probable que también sepas más. ¿Por qué no intentas al menos recibir una educación formal?

—¿Y con qué dinero la pagaría? —Amos rio ante lo absurdo de la idea—. Con un padre granjero de Newcastle y una madre hija de granjeros de Coventry, algunos estamos destinados a nuestras vidas desde antes de nacer. No me quejo, simplemente es así.

Charlotte se inclinó hacia adelante, con esa ingenuidad juvenil de quien no veía los obstáculos que obligaban a Amos a pasar horas interminables trabajando en el campo todos los días. Cómo iba a entender esas cuestiones si su vida era pasear por los salones dorados de su mansión o disfrutar de expediciones de compras a Londres pagadas con el interminable flujo de dinero de las arcas familiares.

Un abismo separaba sus mundos. Ella no alcanzaba a ver lo que había al otro lado.

—“Los libros son un escape que libera al lector de las pesadas cargas de este mundo”. ¿No me dijiste eso una vez? Pueden desafiarnos y también consolarnos. Entretenernos y educarnos. Incluso salvarnos de maneras inesperadas. Has utilizado las palabras arte, oxígeno y vida para describirlos. Alguien que ve tanto valor en esas páginas debería también entender que podrían alejarlo de un futuro que no desea. Es lo que Dickens escribía para sus personajes. ¿No es lo que deseas para ti?

—¿Yo dije todo eso? —Aunque sabía que era cierto, Amos entrelazó las manos detrás de su cabeza con una actitud despreocupada que intentaba desafiar cada palabra—. Suena bastante poético para alguien como yo. Quizá debería empezar por leer a Keats.

—Hablo en serio Amos.

—Yo también —respondió él, en el mismo tono directo que ella había usado—. ¿Qué quieres que haga, Charlie? ¿Cómo podrías entender tú lo que es un futuro ya trazado?

Charlotte frunció el ceño, dejando entrever que el comentario le había dolido y levantó el borde de su falda, disconforme con sus palabras.

“Mala jugada Amos”.

—Tienes razón, lo siento. —Lo que menos querían era discutir sobre el lugar de una joven en la sociedad cuando los dos estaban atrapados por las limitaciones que los rodeaban—. Sé que lo entiendes, sospecho que mejor de lo que lo entendería yo si estuviera en tu pellejo. Pero yo no tengo baúles para vender. Lo único que quise decir fue que algún día seremos mayores y tal vez nos veamos obligados a aceptar las cosas como son. Por eso nos encontraremos en el invernadero: yo leeré mis libros y tú tocarás el chelo. Lo seguiremos haciendo hasta que la realidad choque con esos sueños.

—¿Incluso si ambos sabemos a dónde nos llevan nuestros caminos?

—¿Y dónde es eso?

Amos sonrió, como lo hacía siempre que estaba con Charlie, la heredera que no tenía idea de las cosas que él callaba: que ese sueño compartido era lo que lo mantenía en pie. Ya había decidido en lo más profundo de su ser que, si existía un muchacho que arriesgaría el pellejo por una chica una y otra vez en su vida, ese sería él. Por ella.

Lo único que tenía que hacer Charlie era pedírselo.

—Por ahora a casa… ya veremos qué trae el mañana.

Capítulo 1

24 de diciembre de 1913

Brinklow Road

Coventry, Inglaterra

Si la fiesta ya habíacomenzado… estaría frito.

Encontraba cierto consuelo en el hecho de que la familia de Charlotte no hubiera decidido celebrar la Navidad en su propiedad vecina, Terrington Hall; de lo contrario, con seguridad alguien lo habría visto desde el camino. De hecho, no se cruzó con nadie al atravesar a pie el campo con el caballo de carga en dirección al resplandor dorado de Holt Manor, la hacienda que vigilaba Brinklow Road desde la colina.

A nadie se le ocurría llegar tarde a una fiesta en Holt Manor, pero retrasarse media hora y llegar congelado con la librea cubierta de lodo resultaba inaceptable desde todo punto de vista. En especial si quería conservar su puesto de criado para las fiestas en la mansión. El único plan posible ahora consistía en entrar subrepticiamente por la puerta de servicio y rezar para que nadie lo viera.

Amos miró a su alrededor cuando avanzó con dificultad a través del patio, seguido por el caballo, cuyas herraduras resonaban contra el suelo. Tras dar una palmada al pobre animal, lo dejó a cubierto bajo el alero de la despensa y se detuvo para calentarse los puños entrecerrados con su aliento.

Cualquier cosa con tal de entrar en calor, incluso si la nube de vapor se convertía en una bruma gélida.

—¡Eh! ¿Dónde has estao?

Amos se volteó al escuchar el acento rústico y se encontró con los copos de nieve que cubrían la boina con visera y la chaqueta de paño de lana de Tate Fitzgibbons, que cargaba un pesado cajón lleno de verduras de la despensa. Limones y tallos de zanahorias sobresalían entre los listones de madera y se sacudían con el viento mientras el aprendiz de criado hacía equilibrio con el cajón y cerraba la puerta con el pie.

Tate miró a la dupla de arriba abajo antes de fruncir el ceño ante el aspecto de Amos.

—¿Qué te pasó?

—Una vaca iba a parir en lo de mamá. Pensé que podía ayudar y llegar a tiempo para la fiesta.

—¿Tuviste problemas?

Amos asintió con la cabeza.

—Se nos rompió un eje y nos caímos del puente al pantano. Tuve que dejar el carro en la zanja y traer a esta pobre bestia a pie hasta aquí. Habría muerto si lo hubiera dejado allí.

—Uy, amigo… —Tate miró hacia el cielo con expresión comprensiva: conocía bien la vida de la clase trabajadora aunque, en realidad, provenía del oficio portuario de Londres—. Yo sabía que un día ese carro desvencijado te iba a traer problemas.

—Hoy no fue un buen día y necesito este trabajo.

Mientras reacomodaba la carga que llevaba en los brazos, el criado más joven echó una mirada a la puerta de servicio.

—Les dije que estabas lustrando una bandeja de plata para la fiesta. Sabía que lo habías hecho ayer, así que tendrías unos minutos más para llegar. Y con el rumor de un gran anuncio por parte de milord esta noche, no notarían siquiera si la cocina se incendiara, mucho menos la llegada tarde de un criado y su caballo al patio.

—Gracias a Dios. —Amos dejó al pobre caballo viejo en el establo, atado en un compartimento, y luego arrebató una zanahoria del cajón que llevaba Tate para el animal y se la dio mientras le acariciaba el hocico con gratitud por haberse portado tan bien—. ¿Qué anuncio?

—Quién sabe... Algo relacionado con los ricos. Aquí tienes —Tate hizo un pequeño malabar con el cajón para meter una mano en el bolsillo y sacar un llavero—. Tomé la llave del armario de la platería. Busca lo que necesites para la fiesta y luego sal lo más rápido que puedas. Y no aparezcas en el comedor con esa facha o ambos terminaremos mañana en la fila para conseguir trabajo en Daimler.

Amos guardó la llave en el bolsillo.

—Gracias amigo. Tengo una librea de más para imprevistos, espero arreglarme con eso, pero no sé qué hacer con los zapatos.

—No te preocupes por los zapatos ahora. Vamos. —Tate condujo a Amos hacia el resplandor de las ventanas de la cocina—. No sé dónde esconderte para que no te vea el personal, la casa está llena de invitados por las festividades y los curiosos mayordomos y doncellas de las señoras han ocupado hasta el último rincón de la planta de servicio.

—Entonces me cambiaré en un rincón de la biblioteca de la planta baja. —Amos se arrancó la corbata de moño embarrada del cuello con una mano mientras caminaba—. Las alfombras oscuras y el abandono del lugar evitarán que alguien advierta que estuve ahí. Ya lo he hecho antes.

—¿Y si te pescan?

—¿En una biblioteca en desuso? No es probable. —Amos se encogió de hombros como si no tuviera importancia, aunque ambos sabían que la tenía—. Pero si ocurre tendrán que ascenderte a primer criado.

—Sabes que no aceptaría. Prefiero hacer zapatos de caucho en la fábrica que pasarme la vida sirviendo a esta sarta de pedantes pomposos… mucho menos sin ti para ayudarme a soportarlo. Ven, vamos de una vez. —Tate señaló la puerta de servicio con la cabeza y echó a andar—. Distraeré a la señora Cartwright hasta que llegues a la cocina con una fuente en las manos. Pero date prisa, ¿eh? Y no olvides poner la llave de vuelta en su lugar.

El episodio debería haber terminado allí.

Amos debería haber encontrado la biblioteca vacía: lo único que había allí eran bustos de mármol y fantasmas de nobles del pasado enmarcados en las paredes, como testigos de las veces en que había utilizado ese sitio como vestidor cuando se encontraba en apuros. Se quitó la camisa mojada y la ocultó en el escondite que tenía detrás de una hilera de libros en un estante del rincón. Luego sacudió una camisa limpia y pulcra que pareció flotar en el aire.

—Ah, papá —suspiró Amos. Metió los brazos en las mangas de la camisa y abotonó los puños—. ¿Qué pensarías al ver a tu hijo rebajarse ante un grupo de aristócratas pretenciosos? Me alegro de que no estés aquí para presenciarlo.

—¡Ay, perdón!

Amos se paralizó. Tragó saliva con dificultad y, agradeciendo no haberse bajado los pantalones, giró en dirección a esa voz suave. Como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago, vio a lady Charlotte Terrington junto a la ventana detrás del piano de cola, enfundada en un vestido con cuentas de cristal que se iluminaban con la luz de la luna y una especie de corona de brillantes que le sujetaba el cabello.

Ella apartó la vista para volver a observar los copos de nieve que se deshacían del otro lado del cristal tan pronto como se cruzaron sus miradas. Por decoro, parecía haberse dado cuenta de que un hombre a medio vestir y una mujer solos en una biblioteca resultaría una situación letal si los descubrían, aun cuando se tratara de un encuentro inocente entre dos viejos amigos.

Amos le dio la espalda y comenzó a abotonar con rapidez el frente de la camisa.

—¿Qué haces aquí Charlie? ¿No deberías estar bailando por ahí?

—No sabía que había alguien aquí; de lo contrario no habría… —susurró ella y luego se rio. Se rio de verdad. Amos la miró por encima del hombro mientras luchaba con los botones de la librea, con prisa solo para proteger su reputación. ¡Y ella no tenía mejor idea que llevarse la mano enguantada a los labios para tratar de disimular que el incidente le parecía muy gracioso!

Irritado, Amos tomó la chaqueta de la librea y la sacudió con fuerza para ventilarla.

—¿Qué te causa tanta gracia?

—Nada, disculpa. De veras. Solo… —Carraspeó y enderezó los hombros para recuperar la compostura antes de volver a hablar—. Pensé que los pantalones iban a complicar la situación, incluso aunque se trate del reencuentro inesperado de dos amigos de la infancia.

—No es un gran reencuentro porque me viste en el campo la semana pasada —Amos negó con la cabeza con la esperanza de que ella notara el apuro en su tono de voz—. Y tampoco lo es porque tendré un problema grave si no me presento en el salón comedor en unos minutos.

—Así que… ¿somos pretenciosos?

—Creí que no había nadie aquí. Debí haber tenido más cuidado con lo que decía.

—Pero no con lo que piensas. —Charlotte se dio la vuelta para espiarlo. Al ver que estaba vestido, completó el giro; las sombras de la nieve que caía le oscurecían un lado del rostro—. ¿Piensas eso de mí?

—Sabes que no, pero… —La miró a los ojos. Ella, con su vestido de fiesta para la gran celebración navideña de los Holt y él, a punto de colocarse los guantes para servir la mesa—. La situación es diferente. Esta noche tú eres lady Charlotte y yo soy un criado.

—No recuerdo que usaras títulos nobiliarios cuando nos escondíamos en el invernadero. No me digas que lo has olvidado.

—¿Cómo podría? —Se rio ante los recuerdos amables de su niñez—. Papá casi me mata cuando se enteró de que dejaba de hacer mis tareas para pasar un rato contigo. Nunca supe si lo que le molestaba era que no me encargara del ganado o que me atreviera a mostrar a la hija de milord una serie de libros que le enseñaban que podía pensar por sí misma.

—Sí. Y cuando mi institutriz me encontró con el violonchelo, mi madre me amenazó con encerrarme en una torre hasta el fin de mis días por semejante falta de decoro. Mi padre dio el brazo a torcer y me permitió conservarlo si prometía no volver a tocar en público —Se le esfumó la sonrisa e, incluso con el sonido de fondo de la música alegre de la fiesta, adoptó un tono solemne—. Amos, mi más sentido pésame.

Parecía realmente sincera.

Todos los de clase trabajadora conocían a su padre. Brendan Darby había sido una institución en el pub Lion’s Gate, en los campos que labraba para lord Holt en la propiedad vecina a la de Charlotte y en la ciudad de Coventry desde tiempo inmemorial. Sin embargo, el hecho de que un pobre campesino hubiera fallecido meses antes no era un tema de conversación propio de una reunión de damas de la aristocracia. ¿Cómo se habría enterado?

—Gracias.

—Por favor, ¿podrías hacerle llegar mi pésame a tu madre?

—Lo haré.

El reloj encima de la chimenea rompió el silencio y su melodía llenó el salón.

Amos miró el resplandor de la fiesta que se filtraba por debajo de la puerta doble de la biblioteca. El cuarteto de cuerda seguía tocando, pero no faltaba mucho para que se sirviera la cena. Tendría que darse prisa si quería llegar a tiempo.

—Ah, sí. La hora. —Charlotte deslizó un dedo por el borde de madera lustrada del respaldo del sillón mientras se dirigía con pasos apresurados hacia la puerta—. Me temo que necesitaba un descanso de la fiesta y vine aquí en busca del libro que había perdido. Pero parece ser que irrumpí en la… privacidad de un caballero, así que te dejo tranquilo.

Amos se mantuvo firme y le devolvió la mirada.

—¿Qué libro?

Charlotte apartó los dedos de la manija de la puerta y se volteó hacia Amos.

—Dombey e hijo.

—Debería haberlo adivinado.

—¿Recuerdas nuestra aventura en Coventry el día que conseguimos nuestro primer ejemplar? —Sonrió con la misma autenticidad que siempre había existido entre ellos. Incluso en su adolescencia, Amos había sido consciente del honor que significaba ser el destinatario de una sonrisa como esa porque era sincera… y difícil de merecer. Y alguna vez había creído que se podía vivir de un momento de felicidad hasta el siguiente solo con la esperanza de verla sonreír de esa manera una vez más.

—Ajá. —“Por supuesto que me acuerdo”.

La novela de Dickens se había convertido en su refugio favorito, donde habían construido un mundo propio y secreto con las lecturas de Shakespeare, Milton, Kipling y Keats, así como de las hermanas Brontë, Emily Dickinson y Jane Austen, a quien él apenas podía soportar, a decir verdad. Charlotte amaba Emma y Orgullo y prejuicio, pequeñas torturas que él se obligaba a sobrellevar.

Amos prefería Waverley, ya que sir Walter Scott relataba aventuras que le llegaban a los huesos, aunque Charlotte sostenía que los capítulos introductorios eran soporíferos en comparación con el ingenio y el mundo de altas apuestas del mercado matrimonial del período de la Regencia que poblaban las novelas de Austen.

Se trataba del único desacuerdo entre ellos. Solían sentarse en el invernadero junto a la rosaleda y la vieja estructura los ocultaba en medio de la alameda, acurrucados detrás del seto de endrinas que separaba la propiedad de los Holt de la de los Terrington. Con la espalda apoyada en el cristal patinado para ocultarse de las miradas vigilantes de institutrices y padres adinerados, disfrutaban del sarcasmo y del humor de su autor favorito, que siempre había sido Dickens.

Charlotte nunca había hecho a Amos sentirse inferior por conocer de cerca el mundo de Dickens. A pesar de la cruda realidad que describían las páginas, esas novelas los habían unido a través de historias vívidas, personajes inolvidables y palabras magistralmente hilvanadas. Sentada, deshojaba en silencio los pétalos de las flores silvestres en las macetas mientras él leía en voz alta. Por su parte, Amos cuidaba el pequeño jardín que habían cultivado en el invernadero cuando ella tocaba sus piezas favoritas de Bach en el violonchelo, con tropiezos en las notas que solo él y algunos estorninos podían escuchar.

—¿Recuerdas aquel día en el invernadero cuando terminamos de leerlo por primera vez? Lo tenías en la mano cuando prometiste que jamás abandonaríamos nuestro sueño de…

—De ser dueños de una librería algún día. Lo recuerdo.

Charlotte asintió con la cabeza y siguió sonriendo, como si los recuerdos aún conservaran su tibieza.

—La mitad de la tienda sería un salón de lectura donde tendríamos mis libros, esos que los clientes querrían comprar. Los tuyos estarían del otro lado.

—¿Del lado de las obras que nadie desea leer?

Ella negó con la cabeza.

—Tal vez sean los libros que los demás deberíamos leer si tuviéramos el valor de alejarnos del ingenio de Austen.

—Y tú tocarías el violonchelo para los jefes de Estado en los teatros más grandes del mundo, con tu nombre escrito en marquesinas luminosas y todo eso. —La mirada de él se tornó triste y Charlotte bajó la vista un instante, como si buscara un sitio donde posarse—. Bueno, es una bonita historia, por lo que cuesta mucho dejarla atrás.

—Sí. Estoy segura de que encontraré el libro en algún lugar. —Giró, abrió la puerta y espió en dirección al salón—. ¿Quieres que le pida al cuarteto que toque una o dos piezas más antes de que pasemos al comedor? ¿Así te alcanzaría el tiempo para… hacer lo que tienes que hacer?

—Sí, gracias.

Cuando Charlotte entreabrió la puerta, la luz del salón se reflejó en destellos sobre los brillantes que llevaba en el cabello; su mano enguantada no soltó el pomo…

Se giró para mirarlo y esa sonrisa arrebatadora le templó el corazón.

—Feliz Navidad, Amos —susurró.

Miró la puerta de roble cerrada durante varios segundos cuando ella salió.

“Feliz Navidad, Charlie”.

¿Dejar atrás una historia hermosa como esa? Sí, le había resultado difícil, más difícil de lo que ella sabría jamás.

***

11 de octubre de 1940

Calle Bayley

Coventry, Inglaterra

La campanilla de bronce tintineó sobre la puerta de la tienda.

Amos levantó la vista de los libros de contabilidad en la oficina trasera de Novelas Waverley, sacó su reloj del bolsillo del chaleco y presionó la corona tallada con el dedo pulgar. La tapa se abrió, revelando las iniciales grabadas en la cara interior y las imágenes del sol, la luna y las estrellas que ascendían en un arco colorido hasta las tres sobre la esfera dorada.

“¡Qué fastidio!”

“Un cliente cinco minutos antes de la hora de cerrar…”

Todo Coventry sabía que las tiendas cerraban temprano para cumplir con los apagones. ¿No podían venir en un horario razonable? ¿O decidían venir a buscar el último libro de moda en el preciso momento en el que deseaba cerrar las puertas de su tienda y dar un poco de descanso a su cuerpo junto al calor del fuego? Guardó el reloj en el bolsillo del chaleco y pasó la página en un intento por lograr que las cifras que no cuadraban coincidieran por fin.

Un día tempestuoso con fuertes chaparrones intermitentes había dejado a la librería con apenas un puñado de clientes. Si bien Amos habría preferido despachar a este de inmediato solo por la molestia que le causaba, en el fondo no le parecía justo hacerlo, sobre todo porque la Librería Eden, enfrente, recibiría con placer a un cliente disgustado con su competidor. Lo más probable era que Charlotte le preparara una taza de té al pobre infeliz y lo invitara a quedarse todo el tiempo que quisiera en ese salón de lectura dorado que tenía.

¿Entregarle siquiera un cliente en bandeja a las Holt?

De ninguna manera. Lo mejor sería permitir que el cliente recorriera la tienda, encontrara el libro que buscaba y confiar en que leería el cartel que decía que dejara el dinero junto a la caja registradora, así él podía quedarse en la tranquilidad de la trastienda.

—¿Hola?

La voz del cliente sobresaltó a Amos, que, sin quererlo, trazó una línea entrecortada sobre las cifras que estaba revisando. Emitió un gruñido por tener que borrar parte de la columna donde los números quedaron convertidos en una El cliente dio dos golpecitos entusiastas sobre el mostrador del frente.

—¿Hay alguien aquí?

Amos se rindió: dejó el lápiz en el medio del libro antes de beber el último sorbo de líquido color ámbar del vaso que estaba sobre el escritorio. Le puso el corcho a la botella de whisky Glenlivet y metió todo —el vaso, la botella y el libro contable— en el compartimento secreto del cajón inferior del escritorio. La botella rodó como siempre hacia el fondo de su escondite cuando lo cerró.

Limpiándose las manos contra los pantalones de lana, se levantó y avanzó por el pasillo. Las tablas añosas del suelo crujían bajo el peso de su andar malhumorado.

—Sí —respondió desde la penumbra bajo las escaleras; observó al joven al tiempo que señalaba el cartel colgado en la caja registradora: “Cerramos a las 15:00 en punto”—. Pero estamos a punto de cerrar… por los apagones, como sabrá.

Esperó, irritado, para luego pasar al desconcierto. No era común que los jóvenes de Coventry fueran vestidos como si recién volvieran de cenar en el Palacio de Buckingham. A pesar de que la lluvia le había mojado el impermeable y el cabello rubio sobresalía de su sombrero negro, resultaba obvio que este muchacho venía del interior de algún palacio.

—Ah, es cierto, los apagones. Sí, por supuesto —El joven carraspeó y echó un vistazo rápido alrededor de la tienda, como para asegurarse de que estaban solos—. Me dijeron que la librería de la calle Bayley es propiedad de la familia Holt. ¿Es verdad?

—Ajá. Es de las Holt.

—Bien. Entonces, quisiera hablar con la señorita Eden Holt, por favor. —El hecho de que un desconocido entrara en una tienda y nombrara uno de los apellidos más famosos de Coventry no le gustaba en absoluto.

Por más que la librería de Amos estuviera en conflicto con la de las Holt, a los lugareños no les gustaban los foráneos en tiempos de guerra. Y ese cliente no era ni más ni menos que eso: un desconocido joven y elegante en una parte de la ciudad donde todo el mundo conocía a todo el mundo y sabía desde los nombres de sus abuelos hasta los de los perros en la finca familiar. Con ese traje y esos ojos azules penetrantes que recorrían los rincones de la tienda, este muchacho que preguntaba justamente por Eden no tenía muchas probabilidades de recibir una bienvenida amable en ningún sitio de la ciudad, mucho menos en el local de un competidor.

Amos dio un paso hacia la luz para dejar que el joven advirtiera su coraza protectora una vez que dejara de buscar en su portafolios. Entonces, tomaría consciencia de la figura a la que se enfrentaba.

—Ah, aquí está. Tengo un asunto oficial que tratar con la señorita Eden Holt… —El joven extrajo un sobre sellado con cera y enmudeció al ver, por fin, la presencia imponente de Amos Darby.

“Adelante, mírame todo lo que quieras”.

“Desahógate… y luego vete de mi tienda”.

Así era la rutina habitual de sus interacciones con la gente.

Amos sabía que la combinación de su altura y su perfil salvaje podía intimidar a cualquiera que viniera a husmear. Ocurría de vez en cuando: los niños de la escuela se acercaban a hurtadillas para espiar por las ventanas con el fin de avistar al ermitaño local. ¿Por qué no? La imagen inquietante de un hombre hosco de mediana edad con melena descuidada, barba rojiza salpicada de canas y cicatrices iracundas que le sobresalían del lado derecho del cuello y del rostro despertaba cierta fascinación. Sin embargo, este muchacho no retrocedió ni trató de disimular la impresión que le causaba su aspecto brutal como hacía la mayoría de la gente. En cambio, mantuvo su postura firme, casi a su misma altura y, curiosamente, miró a Amos a los ojos y esperó, impávido, como si tuviera todo el día para mirarlo y esperar que él bajara la vista. Amos tuvo la sensación de que, si se daba esa batalla entre ellos, este joven podría ganar.

“¿No tienes miedo? Bien”.

—Supongo que usted es el señor Holt.

—¿Quién es usted?

—Mis disculpas —dijo el muchacho con cortesía casi exagerada mientras se quitaba el sombrero y lo colocaba sobre el mostrador, junto al portafolio—. Soy Jacob Kole, abogado y representante legal de la empresa de joyería de Detroit llamada Joyas Kole S. A.

Se detuvo después de aclarar “en los Estados Unidos” e hizo un gesto, aparentemente avergonzado por haber dado por sentado que Coventry era una ciudad poco ilustrada. Al fin y al cabo se encontraba en una librería con mapas enmarcados en las paredes y estantes repletos de libros organizados en secciones como “Filosofía”, “Bellas Artes” y “Literatura”.

—Disculpe. Solo quería…

—Un viaje largo, sobre todo en tiempos de guerra. —Amos se acercó y, apoyando la palma de la mano sana en el mostrador, tamborileó con los dedos sobre el roble gastado—. ¿No podría haber enviado un telegrama?

—No, no en este caso, me temo. Se trata de una cuestión legal algo delicada.

Amos sintió una opresión en el pecho.

Era verdad que él y Charlotte llevaban años enfrentados, pero algo en su interior no podía mantenerse al margen cuando las Holt se veían envueltas en alguna situación complicada. Más allá de la disputa entre las librerías, los asuntos legales relacionados con los hijos conllevaban un nivel de gravedad que no pensaba pasar por alto.

—Por si tiene alguna duda, señor —dijo el joven ante el silencio de Amos—, debo aclarar que he informado de mi presencia a la Embajada de Estados Unidos en la Plaza Grosvenor y el consulado en Londres sabe por qué me encuentro en el Reino Unido. No puedo decir que su gobierno confíe del todo en mí, a pesar de que soy un ciudadano estadounidense con plenos derechos y nada que ocultar.

—No me sorprende en los tiempos en que vivimos. Sin embargo, aquí no encontrará a las Holt, se ha equivocado de tienda, muchacho. —Amos hizo un movimiento con la cabeza en dirección a la calle y a las tiendas con los frentes pintados de rojo vivo, amarillo fuerte y azul Francia—. Es allí enfrente, la tienda azul con el borde dorado, las flores y el escaparate pretencioso que está en diagonal al cruzar la calle.

—Hay dos librerías. —El muchacho miró por encima del hombro hacia la calle a través de la ventana antes de guardar el sobre en el portafolio.

—También tenemos una biblioteca y un cine, aunque no lo crea.

—Me imagino, claro. Iré a la tienda de enfrente, entonces. —El joven señor Kole se puso el sombrero, pero se detuvo para mirar su reloj de pulsera—. Por casualidad, ¿hay algún hotel por aquí? Sospecho que no voy a llegar a tiempo para tomar el último tren a Londres si los horarios de los trenes son correctos.

Amos lo observó con atención y detectó un leve destello de vulnerabilidad en su mirada. Ambos sabían por qué.

Era el otoño de 1940; Londres sufría ataques de bombas que caían del cielo casi todas las noches.

Inglaterra ya había soportado las bombas de los ataques repentinos e intensos llamados blitz, que se habían cobrado varias víctimas. Habían padecido Dunquerque y la batalla continua por el control de los cielos. Incluso Coventry se preparaba para lo peor: las fábricas habían dejado de producir refrigeradores domésticos para fabricar ruedas y motores para los aviones ingleses Spitfire y ahora producían máscaras antigás para casi todo el país. El propio Amos había ayudado a cavar las trincheras en el parque Primrose Hill ese verano.

El centro de la ciudad ya había sufrido bombardeos en agosto y septiembre. Los dirigibles sobrevolaban los parques y las fábricas. Además, se habían instalado refugios más grandes —como los que se encontraban en Greyfriars Green y en el campo de críquet local—, pero después se habían reforzado con hormigón los techos de madera y aquellos cubiertos de tierra cuando se descubrió que los primeros no servían para evitar que las balas perdidas hirieran a la gente.

¿Qué podía saber este yanqui de la cantidad de chicos de la zona que se habían alistado e ido a la guerra? Tampoco debía saber que una corriente constante de campesinos convertidos en soldados partía de la estación de trenes de Coventry dejando las granjas vacías. Pronto los siguieron los niños, que llevaban etiquetas con su nombre cosidas a los abrigos, despachados en trenes con destino al campo para que los cuidaran sus parientes o incluso desconocidos. Solo quedaban las novias llorosas y las madres aturdidas que deambulaban por los andenes cubiertos de niebla y pasaban delante de su librería en el camino de regreso a las granjas y a los apartamentos vacíos.

Eso era solo una muestra del caos que había desatado Hitler desde 1938. Y si Amos conocía algo de Coventry, de su tierra y de la buena gente de esa zona del interior del país donde había pasado toda su vida, sabía que ningún hospedaje en todo Coventry le ofrecería una habitación a un hombre demasiado asustado para quedarse en Londres. Mucho menos a uno que hacía demasiadas preguntas sobre la familia Holt.

Amos negó con la cabeza.

—No hay muchos lugares donde hospedarse.

—No hay alojamiento… ¿En una ciudad de este tamaño, con dos librerías y un cine en su haber?

“Bravo. Está claro que es abogado”.

—Podría intentar en el Hotel de la Reina, en la calle Hertford, pero estoy seguro de que estará lleno. El Hostal de Tipton queda en Bishop, calle abajo. —Amos movió la mano más o menos en dirección a ese hospedaje, sabiendo que el dueño y su esposa paranoica serían capaces de acusar al joven de ser un espía alemán en el preciso instante en que entrara por la puerta con su cabello rubio, sus ojos azules y sus preguntas.

—¿En la calle Bishop, dijo?

—Sí, pero… los panes son duros como piedras y el guiso de cordero puede enfermar a cualquiera. No se lo recomiendo a menos que tenga un estómago de hierro y ganas de suicidarse. Le conviene volver en tren a Londres… o quedarse a comer cordero y morir en el intento.

El señor Kole sonrió por fin y golpeó el mostrador como si la situación estuviera resuelta.

—Ya veo. Bueno, tal vez tenga razón, señor…

—Darby.

—Sí, señor Darby. Tal vez lo mejor sea volver a Londres esta noche, incluso con los apagones y los bombardeos nocturnos. —Extendió la mano para saludarlo—. Como se dice por ahí: “Hospitalidad al desterrado y guerra al tirano”. No me gustaría abusar de la amabilidad de la gente de esta ciudad.

Sin querer, Amos alzó la ceja al reconocer la cita de Waverley, pero dejó la mano metida en el bolsillo del pantalón. No cabía duda de que el joven malinterpretaría el gesto, pero era inevitable.

—¿Quién es usted: el desterrado o el tirano?

El muchacho retiró la mano con el puño semicerrado, se tocó el sombrero y le sonrió con perspicacia. —Ya no lo tengo tan claro, pero le agradezco su atención. Que le vaya bien —Se volvió para marcharse.

—Espere. Las Holt… son buena gente. —Amos pateó con la punta del zapato el zócalo del mostrador, donde el señor no lo podía ver. ¿Otra vez se ponía a defender al enemigo? ¿Por qué no podía dejar de lado nada que pudiera afectar a Charlotte o a su familia?—. Sea lo que sea que tenga que tratar con ellas por favor hágalo con amabilidad… pero no les diga que alguien se lo pidió.

Como si fuera una señal, un trueno sacudió el techo. Amos sabía que debería haber dejado que el joven saliera y se enfrentara a la lluvia. Después de los sinsabores que Charlotte le había traído a su tienda a lo largo de los años, merecía que le enviara un abogado. Sin embargo, antes de que el muchacho llegara a la puerta, Amos sintió que algo irrefrenable tironeaba en su interior. Esa misma sensación que le había traído problemas tantas veces antes.

—Puede volver aquí si no quiere comer cordero —se escuchó decir.

“Bueno, ya dije lo suficiente como para lamentar haber nacido. Otra vez”.

Como integrante de la Guardia Nacional, tal vez debería vigilar de cerca a este señor Kole y averiguar el motivo real de su visita.

—¿Cómo? —El joven se detuvo; desconcertado, frunció el entrecejo—. Me pareció que dijo…

—Tengo una habitación libre. —Amos suspiró y señaló hacia arriba—. La alquilo cuando las posadas están llenas. En la época de las carreras de caballos de Coventry por lo general, pero a veces también en otras fechas. Solo le pido que no lo comente mucho.

—¿Me alquilará una habitación? ¿Aquí en la librería?

—Bueno, además vivo aquí y si necesita alojamiento… Le advierto que no tengo teléfono. Deberá desayunar en el pub y el refugio más cercano queda a unas manzanas de aquí, por lo que tendrá que darse prisa si suenan las sirenas.

El muchacho enarcó una ceja.

—¿Las sirenas suenan a menudo?

—Casi todas las noches desde el verano, los periódicos estadounidenses deberían haberle informado lo que ocurre en Inglaterra. Le puedo ofrecer sábanas limpias y techo si tiene el valor necesario para quedarse.

—¿Y va a confiar en un exiliado, así como así?

—Cualquiera capaz de citar a sir Walter Scott no puede ser muy malo en mi experiencia. —Amos dirigió una mirada al nombre de la tienda en el cartel colgado en la pared, con las palabras Novelas Waverley escritas con pintura negra en caracteres latinos gruesos—. Creo que estoy dispuesto a arriesgarme.

El joven lo miró.

—Muchas gracias señor Darby, acepto entonces. —Asintió y se dirigió a la puerta de la tienda, donde se detuvo un momento para colocarse el sombrero a fin de protegerse del diluvio de un cielo lloroso—. Regresaré tan pronto como este asunto quede resuelto.

Salió haciendo sonar la campanilla de la puerta. Amos salió de detrás del mostrador y fue rápidamente hacia allí. Su reloj de bolsillo emitió un sonido a través de su chaleco para avisarle que ya habían pasado las tres de la tarde. Lo apretó con la palma de la mano ahogando la melodía y miró cómo el abogado se alejaba.

“Tan pronto como este asunto quede resuelto…”

“No sé si quiero saber lo que eso implica para las Holt”.

Echó el cerrojo de la puerta y ató las cortinas de oscurecimiento al gancho de bronce en la pared con un nudo apretado. ¿Acababa de enviar más problemas a la tienda de Charlotte o les había permitido volver a invadirlo más adelante?

Capítulo 2

11 de octubre de 1940

Calle Bayley

Coventry, Inglaterra

—Viene hacia aquí.

Ginny Brewster espiaba por el escaparate curvado de la Librería Eden, con la mirada fija en la fachada georgiana de Novelas Waverley, justo enfrente. Frotó con el puño sobre el cristal para limpiar la condensación que lo opacaba.

—¿Quién? —Eden levantó la vista del comprobante del envío de libros—. Ojalá sea un cliente.

—Ya sabe a quién me refiero: al sujeto de traje —Ginny apartó un mechón rebelde de su melena castaña y se colocó las gafas de montura dorada sobre su nariz respingona—, el caballero que entró en la tienda del señor Darby —movió la muñeca para mirar el reloj— hace menos de cinco minutos.

—¿En serio? Vaya, qué novedad, un cliente que entra en una librería. Debería salir en la primera plana de los periódicos de mañana.

Eden solía hacer un guiño cómplice a las ocurrencias de Ginny, pero también como encargada tenía que recordarle que había más libros para desembalar en la sección de ficción. Ojalá pudiera disuadir a la joven aprendiz de catorce años de su fascinación por lo que ocurría en la tienda de Darby. Pero la verdad era que ni ella misma podía resistir la curiosidad. Llevaba el largo cabello negro recogido en la nuca con un peinado apretado que le permitía revisar la primera página de la lista del envío sin distracciones. Ya lo había hecho tres veces sin tener la menor idea de lo que acababa de releer. Tal vez era hora de darse por vencida y entrar en el mundo de intrigas de Ginny; la lluvia que caía no auguraba un buen día de ventas para ninguna de las dos librerías.

—Entró, sí. No hay duda.

—Pues ahí tienes Ginny, espionaje en su forma más pura. —Eden marcó otro título de la lista. Qué pena, no habían enviado copias de Crepúsculo en Delhi tampoco este mes. Varios clientes lo estaban reclamando—. Es una desgracia lo que ha tenido que soportar la editorial Hogarth Press en Bloomsbury. ¡Imagínate! Cayeron bombas sobre la casa de Virginia Woolf ¡y dos veces! Cuando se derrumbó el edificio afortunadamente nadie resultó herido.

—¡Mire! ¡Parece que al sujeto de traje lo han expulsado de la tienda muy rápido! —exclamó Ginny con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo dices? —Eso sí que captó la atención de Eden.

Según su experiencia, un caballero con traje solo llegaba a esa parte de la calle adoquinada por uno de tres motivos: era abogado, banquero o se había perdido de camino a Londres. Si bien el sector industrial de Coventry había prosperado con la producción de automóviles durante la última década, muchos de los comerciantes locales habían pasado tiempos difíciles en los últimos años y más de uno hacía grandes esfuerzos para no cerrar sus puertas. Un hombre con traje significaba problemas, y si el señor Darby lo había echado de su tienda, debía de tener una buena razón. Eden solo podía rogar que ninguna de las tiendas amigas de la zona tuviera dificultades.

—¡Viene hacia aquí! Y además sin paraguas... a eso lo llamo determinación: caminar bajo esta lluvia torrencial como si nada. —Ginny volvió a frotar el cristal y llamó a Eden para que se acercara—. Venga a verlo.

Eden se dio por vencida; abandonó la carpeta con documentos sobre el mostrador y se acercó a la ventana para apretujarse junto a Ginny y espiar desde detrás de las cortinas de oscurecimiento que estaban atadas a los lados. Allí estaba: el hombre de traje. Con el sombrero inclinado bajo el maletín que utilizaba para cubrirse, cruzaba la calle esquivando los charcos. En efecto, el hombre alto y de espalda ancha corría en diagonal hacia su lado de la calle Bayley. Y se le veía muy decidido como Ginny había dicho.

—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó Ginny cuando al hombre se le hundió el zapato en un charco cerca de la acera y se detuvo, sosteniendo el maletín sobre su cabeza con ambas manos mientras daba saltos a plena vista de su ventana.

—Eh… no lo sé. —Eden rio por lo bajo y trató de que no le resultara graciosa la situación del pobre hombre, que se sacudía el dobladillo de los pantalones empapados. Parecía perdido y muy desdichado bajo la lluvia torrencial; una ráfaga furiosa de viento hizo que las hojas se arremolinaran junto a la ventana y le levantó la gabardina.

—Debe de estar muy desesperado por un libro —sugirió Eden, pero Ginny no mordió el anzuelo, sino que se limitó a observarlo a través de sus gafas.

—El caballero tiene suerte de estar vivo; deberíamos advertirle de que no vuelva a cruzar el umbral de ese hombre. Milady se lo diría.

—Ya basta de insolencias jovencita. —Eden jugueteó con las puntas del cabello de Ginny—. Sé que el señor Darby y mamá no se ponen de acuerdo en cuanto a la venta de libros, pero es más el chismorreo del pueblo lo que mantiene viva esa disputa que nuestras tiendas en sí. Y creo que deberías mostrar un poco más de compasión dadas las circunstancias del señor Darby.

—Compasión tenemos de sobra, pero ¿para ese hombre? Nunca. —Ginny, siempre tajante con sus opiniones, cruzó los brazos sobre el pecho y bufó mientras seguían mirando hacia la fachada de ladrillo rojo con ventanas estrechas y una gran puerta de cristal emplomado—. Para el señor Darby todo el mundo está en guerra y eso ya lo pensaba antes de que tuviéramos una guerra real con la que lidiar.

—Debe de haber visto bastantes cosas. Él luchó en una guerra, nosotras no.

La chica suspiró con el aire obstinado de quien se siente indignada porque “las chicas no pueden luchar”, la clase de rebeldía que manifestaba que se habría unido a la Guardia Nacional sin pensarlo dos veces si se lo hubieran permitido. Pero en el caso del señor Darby… lo único que Eden podía pensar era que, en la guerra, incluso la que involucraba a dueños de librerías, el mundo no había sido particularmente amable con él. El hombre estaba lleno de contradicciones para ser un adversario tan implacable.

Circulaba el rumor de que el señor Darby no toleraba una palabra malintencionada contra la familia Holt. Sin embargo, su forma de enfrentarse a la madre de Eden era mucho más sutil y astuta. En la marea de aversión que se extendía a través de la calle, el librero conseguía adelantarse a cada una de las estrategias de ventas de su madre —o a las visitas de autores— con una precisión exasperante.

Si la Librería Eden conseguía que un autor los visitara en septiembre, Novelas Waverley ya lo había tenido en agosto. Su estrategia era publicitar más y mejor, y así lo hacía incluso en tiempos de guerra, superando los espacios publicitarios que su madre compraba en todos los periódicos en un radio de cien kilómetros. Y además el señor Darby se mostraba descortés y grosero, dando la impresión de que, aunque invitara a los clientes a su tienda, si llegaban a aparecer les cerraría la puerta en las narices.

Era un misterio cómo aquel hombre lograba mantenerse en el negocio.

Y así seguían desde hacía años.

Una partida interminable, una ida y vuelta constante a tal punto que las conversaciones en la barra del famoso pub Lion’s Gate giraban todas las noches en torno a la guerra entre las librerías. Y aunque a Eden le costara admitirlo, el señor Darby incurría en una extraña contradicción: por un lado las protegía de las habladurías y al mismo tiempo las alimentaba.

—¿Y si “la Bestia” lo ha enviado para que nos espíe? —susurró Ginny, que al apartarse de la ventana hizo que la cortina volviera a su sitio.

—Por favor, no llames así al señor Darby. Es cruel. —Eden apoyo una mano sobre el hombro del suéter tejido a mano de Ginny y le dio un suave apretón.

—No soy yo la que lo llama así. Dicen mis hermanos que lo llaman así en la escuela, por su…

—Ya sé por qué lo dicen.

—Pero igual no entiendo por qué lo defiende. No significa nada para nosotras.

Eden suspiró. No, oficialmente el señor Darby no significaba nada para ellas, sobre todo si se tenía en cuenta la rivalidad entre las tiendas. Pero extraoficialmente había algo en él que Eden no podía ignorar. Parecía un cascarrabias sin mucho que hacer ni a quién gruñirle en particular. Vivía solo, con sus libros y su mala actitud. Tal vez eso bastaba para que mostraran un poco de amabilidad hacia él.

—Todos significamos algo para alguien, recuérdalo. Las cicatrices que llevamos deberían hacernos más dignos de comprensión, no menos.

La campanilla de bronce sonó con fuerza cuando el hombre de traje irrumpió por la puerta principal, sacudiéndose la lluvia de la gabardina.

—Vete dentro —susurró Eden mientras se ubicaba detrás del mostrador—. Ponte a trabajar.

Ginny se dirigió a toda prisa al sector de ficción y fingió dedicarse a desembalar las novedades, aunque su mirada inquisidora iba hacia la entrada y volvía con la velocidad de movimiento de un colibrí.

El hombre se quitó el sombrero y se acercó al mostrador.

—Disculpe, estoy completamente mojado.

—No se preocupe. —Eden le devolvió una sonrisa amable mientras organizaba los pedidos de los clientes sobre el mostrador—. Estamos acostumbradas a los cambios de humor del clima por aquí.

—Cambios de humor… sí, en efecto.

Ginny miró a Eden con una sonrisa traviesa que no necesitaba palabras: “Se lo dije, el señor Darby lo echó…”.

Eden movió ligeramente la cabeza para hacer callar a la señorita Brewster, y le indicó que se ocupara de apilar los libros mientras ella atendía al cliente.

—¿Me permite? —preguntó él señalando el sombrero para dejarlo sobre el mostrador. Una sonrisa, aunque pequeña, era una buena señal.

—Por supuesto —respondió Eden.

—Me pregunto si podría ayudarme señorita. Estoy buscando a las dueñas de la tienda, las Holt.

Ginny se incorporó al otro lado de la mesa de libros y lo observó con curiosidad, como si estuviera lista para someterlo a un interrogatorio al estilo de Scotland Yard.

—Tiene suerte. Yo soy una de las dueñas.

El hombre extrajo un expediente doblado y un sobre de su maletín, y los colocó encima del mostrador. Luego añadió un pequeño libro encuadernado en cuero color rojo oscuro y lo abrió para revisar una página marcada con una cinta.

—¿Es usted del banco? —preguntó Ginny. Como si Eden pudiera detenerla... Presa de curiosidad, revoloteaba junto al mostrador como un fantasma, sosteniendo un montón de libros en los brazos.

Los ojos del hombre —de un color celeste casi transparente y… ¿amables?— brillaron, divertidos, en respuesta a la pregunta directa de Ginny. Por suerte no pareció ofenderse.

—¿Del banco señorita? —dijo, dándose la vuelta hacia ella.

Ginny dejó los libros sobre el mostrador y apoyó los codos sobre el montón, como si tuviera intención de quedarse allí hasta obtener respuestas. Con un deje de ironía respondió:

—Sí. No recibimos muchos desconocidos por aquí y usted se parece a todos los banqueros que he visto en mi vida.

—Eh… no nos haga caso. —Eden trató de suavizar la brusquedad de Ginny y dio un paso adelante para desviar su atención—. Coventry es una ciudad pequeña con alma de pueblo. No tenemos demasiados clientes salvo los que vienen siempre y conocemos desde hace años.

—Entiendo. Bien, no, no vengo de un banco. Soy de Detroit, en realidad. Me llamo Jacob Kole —dijo, mientras abría el maletín y buscaba algo en su interior—. Soy abogado y representante legal de Joyas Kole, S. A. Puedo mostrarle mi identificación.

—Gracias señor Kole pero no creo que sea necesario. Es evidente que ha venido de muy lejos solo para hablar con nosotras. ¿En qué puedo ayudarlo?

El miró hacia el fondo de la tienda, más allá de la larga hilera de estanterías de dos pisos y el impresionante sistema de escaleras móviles que se extendía hasta desaparecer cerca del salón de lectura con paredes de color verde azulado, donde la famosa colección de libros raros de su madre estaba protegida de los dañinos rayos del sol.

—¿Es usted la señorita Eden Holt, única heredera del patrimonio de William Holt III?

—Soy yo, sí —dijo.

—Lady Eden Holt —lo corrigió Ginny, recalcando la palabra lady.

Él levantó la vista hacia el cartel sobre el mostrador, cuyo alegre tono azul Francia combinaba con los paneles exteriores de la tienda como para decir “¿Librería Eden?”.

—Mi madre era bastante romántica en su juventud. Al parecer siempre quiso tener una librería. Y cuando eres joven e idealista, ¿qué haces sino ponerle el nombre de tu única hija a tu sueño? —Se sonrojó ligeramente. No sabía por qué, todo Coventry sabía por qué la tienda se llamaba así, pero por alguna razón ahora la idea le parecía aleccionadora.

—Sí, bueno… —El hombre soltó un suspiro pesado—. Ojalá eso cambiara un poco las cosas.

—¿Cambiara las cosas en qué sentido?

—Lamento tener que hacer esto, señorita, pero… —Deslizó el sobre por el mostrador y luego le acercó un libro encuadernado en cuero con las páginas abiertas en el centro, donde había un papel con líneas para firmar—. Esto es para usted. Firme aquí.

—No entiendo. ¿Qué tengo que firmar? ¿Qué es esto?

Él se movió, incómodo, y cambió de posición.

—Son sus derechos legales en los Estados Unidos y en el estado de Michigan. En el sobre sellado está el expediente oficial de la demanda judicial que se ha presentado en su contra.

—¿Una demanda judicial contra nosotras? ¿Contra la librería?

Ginny se acercó a Eden y desplegó los papeles doblados para ver qué contenían.

—No es contra nosotras. Es contra usted lady Eden.