Los novios del invierno - Christelle Dabos - E-Book

Los novios del invierno E-Book

Christelle Dabos

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Beschreibung

ATRAVIESA EL ESPEJO Hace muchos años, el mundo se fragmentó en islas flotantes llamadas arcas. En la de Ánima es donde reside Ophélie. Bajo su bufanda desgastada, sus gafas de miope y su actitud indiferente, la joven esconde unos poderes singulares: puede leer el pasado de los objetos y viajar a través de los espejos. Su vida da un vuelco cuando la comprometen con Thorn, el taciturno líder de una influyente familia, y debe trasladarse a la Citacielo, la capital de un arca recubierta de hielo donde las intrigas y las traiciones acechan en cada esquina. Junto a su inescrutable prometido, Ophélie pronto se verá inmersa en un letal juego político cuyas ramificaciones llegan mucho más lejos de lo que podía imaginarse. Primera parte de La Pasaespejos, una fascinante serie perfecta para lectores de Philip Pullman, Neil Gaiman, Diana Wynne Jones, Ursula K. Le Guin, J. K. Rowling y V. E. Schwab con un universo fascinante al más puro estilo de Studio Ghibli. Fenómeno editorial en Francia y traducido a una veintena de idiomas, el primer tomo ha ganado múltiples premios y muchos medios europeos y estadounidenses lo han nombrado mejor libro fantástico del año. Cita de reseña crítica: «Imagínate las venenosas intrigas de Versalles en un mundo donde se escribe con plumas de ave y hay dirigibles, máscaras, espejismos y cortesanos asesinos, y te harás una idea del concepto». The Wall Street Journal «Con una precisión quirúrgica, Christelle Dabos ha creado un mundo híbrido entre la fantasía y la Belle Époque». MadmoiZelle «Una ambientación inmejorable». School Library Journal «A los lectores les apasiona recorrer las arcas, islas flotantes e ingrávidas que gobiernan espíritus familiares y humanos dotados de poderes especiales». Le Monde «Una epopeya fantástica, sin duda, pero también una historia sobre la llegada a la madurez. Ha nacido una novelista». Le Figaro «El oscuro y encantador debut de Dabos, superventas en Francia, ofrece personajes llenos de vida, un mundo construido con ingenio y una trama sofisticada que deslumbrará a los lectores». Publishers Weekly «La primera novela de Dabos evoca la serie de Harry Potter tanto por la fantasía como por su sentido profundamente arraigado de justicia. Ophélie es más fuerte de lo que parece (...), una fuerza motriz de la que no puedes apartar la vista». The New York Times «Christelle Dabos es artífice de un mundo cautivador y complejo (...). Una novela adictiva y llena de encanto». Télérama «Con las primeras páginas te lanzas de lleno a este universo, a través de uno de los espejos de Ánima, y ya nunca regresas». 20 Minutes «Fascinante. Los novios del invierno te atrapará con su mundo único y vertiginosamente mágico, repleto de traiciones, espejismos e intrigas». Margaret Rogerson, autora de Un encantamiento de cuervos

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Título original: La Passe-miroir. Livre 1. Les Fiancés de l’hiver

Les Fiancés de l’hiver © Gallimard Jeunesse, 2013

© Christelle Dabos, 2013

Traducción de Jorge Eduardo Salgar, cedida por 

PANAMERICANA EDITORIAL, Ltda.

© de las guardas: Maratus Solehah / Shutterstock

© del marco: Alejandra Hg, 2022

© de las ilustraciones del final: Laia López, 2022

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: abril de 2022

ISBN: 978-84-18440-55-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

En la primavera de 2012, Gallimard Jeunesse,

RTL y Télérama convocaron un concurso abierto

a todos aquellos que sueñan con convertirse

en escritores para el público juvenil, el concours

du premier roman jeunesse. Entre los 1.362 textos

recibidos, un jurado compuesto por editores, autores,

periodistas, libreros y público seleccionó el ganador

en junio de 2013. Se trata de este libro.

LOS NOVIOS DEL INVIERNO

Fragmento

Al comienzo, éramos uno.

Pero Dios nos juzgaba indignos de satisfacerlo de esta manera. Entonces decidió dividirnos. Él se divertía mu­cho con nosotros, luego se cansó y nos olvidó. Dios podía ser tan cruel en su indiferencia que me espantaba. Sin embargo, también sabía mostrarse dulce, y lo amé más que a nadie.

Creo que Dios, los otros y yo hubiésemos podido vivir felices de algún modo sin ese maldito Libro. Me repugnaba. Yo conocía el vínculo que me unía a él de la forma más inaudita, pero este horror llegó más tarde, mucho más tarde. No lo comprendí de inmediato, era muy ignorante.

Amaba a Dios, sí, pero detestaba ese Libro que él abría para responder sí o no. A Dios le divertía enormemente. Cuando estaba contento, escribía. Cuando entraba en cólera, escribía, y un día que estaba de muy mal humor cometió un terrible error.

Hizo estallar el mundo en pedazos.

El archivista

Decimos con frecuencia que las viejas construcciones tienen alma. En Ánima, el arca donde los objetos adquieren vida, las viejas construcciones tienden a desarrollar un carácter espantoso.

El edificio de los Archivos familiares, por ejemplo, es­taba constantemente de mal humor. Pasaba sus días agrietándose, rechinando, creando fugas y resoplando para expresar su descontento. No le gustaban las corrientes de aire que golpeaban sus puertas mal cerradas durante el verano. No le gustaban las lluvias que oxidaban sus canaletas en otoño. No le gustaba la humedad que se filtraba en sus muros en invierno. No le gustaba la maleza que invadía su patio cada primavera.

Pero, por encima de todo, al edificio de los Archivos no le gustaban los visitantes que no respetaban los horarios de apertura.

Por ello, en esa madrugada de septiembre, el edificio se agrietaba, rechinaba, creaba fugas y resoplaba más que de costumbre. Notaba que venía alguien, a pesar de que aún era muy temprano para consultar los archivos. Este visitante ni siquiera esperaba frente a la entrada, en las escalinatas, como cualquier persona respetable. No. Entraba al recinto como un ladrón, directamente por el vestíbulo de los Archivos.

Una nariz apareció justo en medio del espejo de un armario.

La nariz avanzó. Pronto emergieron unas gafas, unas cejas arqueadas, unas mejillas, unos ojos, un pelo, un cuello y unas orejas. Suspendido en medio del espejo hasta los hombros, el rostro miró a la derecha, luego a la izquierda. El pliegue de una rodilla apareció después, un poco más abajo, y remolcó un cuerpo que se desprendió por completo del espejo, como si estuviera saliendo de una bañera. Una vez fuera del espejo, la silueta solo se resumía en un viejo abrigo desgastado, unas gafas grises y una larga bufanda tricolor.

Bajo esa cantidad de trapos se encontraba Ophélie.

Alrededor de Ophélie, el vestíbulo protestaba ahora a través de todos sus armarios, furioso por esta intrusión que se saltaba el reglamento de los Archivos. Los muebles rechinaban fuera de quicio y pataleaban. Los percheros chocaban entre sí ruidosamente, como si un espíritu violento los empujara unos contra otros.

Esta demostración de cólera no intimidó en lo más mínimo a Ophélie. Estaba acostumbrada a la susceptibilidad de los Archivos.

—Calma, calma —murmuró.

Pronto, los muebles se calmaron y los percheros se callaron. El edificio de los Archivos la había reconocido.

Ophélie salió del vestíbulo y cerró la puerta. En el cartel estaba escrito:

CUIDADO: HABITACIONES FRÍAS

COJA UN ABRIGO

Con las manos dentro de los bolsillos y su larga bufanda colgando, Ophélie pasó frente a una fila de casilleros etiquetados: «REGISTROS DENACIMIENTO», «REGISTROS DE DEFUNCIÓN» y «REGISTROS DE DISPENSAS DE CONSANGUINIDAD», entre otros. Empujó suavemente la puerta de la sala de consultas. Estaba desierta. Las contraventanas estaban cerradas, pero filtraban algunos rayos de sol que iluminaban una fila de pupitres entre la penumbra. El canto de un mirlo en el jardín parecía darle a ese haz de luz una luminosidad aún más potente. Hacía tanto frío en los Archivos que era necesario abrir todas las ventanas para dejar entrar el aire tibio del exterior.

Por un momento, Ophélie permaneció inmóvil bajo el marco de la puerta. Observó los hilos de luz que se deslizaban lentos sobre el parqué a medida que el día se levantaba. Respiró profundamente el aroma de los muebles viejos y del papel frío.

Pronto, Ophélie dejaría de sentir aquel olor que había bañado toda su infancia.

Se dirigió con pasos lentos hacia la habitación del archivista. El apartamento privado estaba protegido por una simple cortina. A pesar de la hora matinal, ya se levantaba un fuerte olor a café. Ophélie tosió sobre su bufanda para anunciarse, pero una vieja música de ópera amortiguó el ruido. Entonces se deslizó entre la cortina. No tuvo que buscar muy lejos al archivista: la habitación hacía las veces de cocina, dormitorio, sala y gabinete de lectura: estaba sentado sobre su cama, con la nariz metida en un periódico.

Era un hombre viejo, con el pelo blanco, lleno de experiencia. Había acomodado bajo su ceja una lupa de estudio que hacía ver aún más grande su ojo. Utilizaba guantes y una camisa mal planchada bajo el chaleco.

Ophélie tosió una vez más, pero el viejo no la oyó a causa del gramófono. Inmerso en su lectura, cantaba la pequeña melodía de ópera sin mucho ritmo. También sonaban el ronquido de la cafetera, el rugido de la sartén y todos los ruiditos habituales del edificio de los Archivos.

Ophélie se impregnó de la atmósfera particular que reinaba en esa habitación: las falsas notas del anciano; la claridad naciente del día que se filtraba a través de las cortinas; el roce de las páginas pasadas con precaución; el olor del café y, un tono por debajo, el aroma a gasolina de un mechero. En un rincón de la habitación había un damero cuyas piezas se desplazaban por sí solas, como si dos jugadores invisibles se enfrentaran. Esto invitaba a Ophélie a no tocar nada, a dejar las cosas tal y como estaban, a alejarse por temor a dañar ese cuadro familiar.

Sin embargo, se decidió a romper la calma. Se acercó a la cama y tocó el hombro del archivista.

—¡En el nombre de los espíritus! —gritó sobresaltado el anciano—. ¿No podrías avisar antes de sorprender así a las personas?

—Lo he intentado —se disculpó Ophélie, y recogió la lupa de estudio que había rodado sobre la alfombra y se la devolvió al anciano.

Luego se quitó el abrigo que la envolvía de pies a cabeza, desenrolló su interminable bufanda y dejó todo sobre el respaldo de una silla. Solo quedaban de ella una silueta menuda, unos enormes rizos castaños mal peinados, unas gafas rectangulares y un camisón que le hubiera convenido más a una mujer de edad avanzada.

—Vaya, una vez más has venido por el vestíbulo, ¿eh? —masculló el archivista mientras limpiaba la lupa con su manga—. ¡Vaya obsesión tienes de pasar por los espejos a horas indebidas! Sabes que soy alérgico a las visitas sorpresa. Uno de estos días te ganarás un coscorrón, y estará muy bien ganado.

Su voz brusca hacía temblar dos soberbios bigotes que se escapaban hasta las orejas. Se levantó de golpe de la cama y agarró la cafetera, murmurando en un dialecto que en Ánima solo conocía él. Debido a que manipulaba los archivos, el anciano vivía completamente en el pasado. Incluso el periódico que hojeaba databa de al menos cincuenta años atrás.

—¿Una taza de café, niña?

El archivista no era un hombre muy sociable, pero cada vez que sus ojos se posaban sobre Ophélie, como en ese instante, se ponían a burbujear como la sidra. Siempre había sentido debilidad por esta sobrina nieta, porque de toda la familia era, sin duda, la única que se parecía a él: igual de anticuada, solitaria y prudente.

Ophélie asintió con la cabeza. Tenía la garganta demasiado cerrada como para hablar en ese momento.

El tío abuelo sirvió un par de tazas de café humeante.

—Anoche me llamó tu madre —murmuró entre sus bigotes—. Estaba tan emocionada que no entendí ni la mitad de su perorata. Pero, bueno, comprendí lo esencial: al fin te van a echar el lazo, como se suele decir.

Ophélie asintió, sin decir nada. El tío abuelo frunció sus enormes cejas.

—No pongas esa cara, por favor. Tu madre te ha encontrado un buen hombre. No hay nada más que decir. —Le tendió la taza y se sentó pesadamente sobre la cama, haciendo chi­rriar todos los resortes del colchón.

—Siéntate. Es necesario que hablemos de padrino a ahijada.

Ophélie acercó una silla a la cama. Miró a su tío abuelo y sus flameantes bigotes con un sentimiento de irreali­dad. Tenía la impresión de contemplar, a través de él, una pá­gina de su vida que le arrancaban en sus narices.

—Me imagino por qué me observas de esa manera —declaró el hombre—, salvo que esta vez la respuesta es no. Puedes ahorrarte tus hombros caídos, tus gafas empañadas y tus suspiros de infeliz como las piedras. —Agarró sus bigotes blancos con el pulgar y el índice—. ¡Ya rechazaste a dos primos! Es cierto que eran feos como los pimenteros y burdos como un orinal, eso te lo concedo, pero con esos rechazos insultaste a toda la familia; y lo peor es que quedé como tu cómplice en el sabotaje de estos arreglos. —Suspiró entre sus bigotes—. Te conozco como si te hubiera creado. Eres conveniente, como un mueble, sin dejar escapar una palabra más alta que la otra, sin ser caprichosa, pero cuando te hablan de casarte, ¡eres terca como un yunque! Sin embargo, estás en edad, te guste o no el hombre. Si no te haces a la idea, terminarás desterrada de la familia, y eso no quiero que pase.

Con la nariz dentro de la taza, Ophélie decidió que era el momento de tomar la palabra.

—No debe preocuparse por nada, tío. No he venido a proponerle que se oponga a este matrimonio.

En ese instante, la aguja del gramófono cayó sobre una parte rayada del disco. El eco en bucle de la soprano invadió toda la habitación: «Si yo… si yo… si yo… si yo…».

El tío abuelo no se levantó para liberar la aguja de su encrucijada. Estaba atónito.

—¿Qué estás parloteando? ¿No quieres que intervenga?

—No. El único favor que he venido a pedirle hoy es el acce­so a los archivos.

—¿A mis archivos?

—Hoy.

«Si yo… si yo… si yo… si yo…», tartamudeaba el gramófono. El tío abuelo levantó una ceja, escéptico, con los dedos palpando sus bigotes.

—¿No esperas que defienda tu causa frente a tu madre?

—No serviría de nada.

—¿Ni que haga pensar al debilucho de tu padre?

—Voy a casarme con el hombre que han escogido para mí. No es algo tan complicado de entender.

La aguja del gramófono saltó y continuó por el buen camino, al tiempo que la soprano clamaba triunfalmente: «Si yo te amo, ¡cuídate!».

Ophélie se acomodó las gafas sobre la nariz y sostuvo la mirada de su padrino sin pestañear. Sus ojos eran tan marrones como dorados eran los de él.

—¡Enhorabuena! —suspiró el anciano, aliviado—. Te confieso que jamás pensé que pudieras pronunciar esas palabras. Este hombre ha debido dejarte con la boca abierta. ¡Escúpelo y dime quién es!

Ophélie se levantó de la silla para llevarse las tazas. Quiso lavarlas, pero la pila estaba hasta los topes de pla­tos sucios. Normalmente, a Ophélie no le gustaba hacer la limpieza, pero esa mañana se quitó los guantes, se remangó y lavó la loza.

—Usted no lo conoce —dijo finalmente. Su murmullo se ahogó con la caída del agua. El tío abuelo detuvo el gramófono y se acercó a la pila.

—No te he oído, hija.

Ophélie cerró el grifo un instante. Tenía una voz muy suave y una mala dicción, con frecuencia debía repetir las frases.

—Usted no lo conoce.

—¡Recuerda a quién te diriges! —protestó el tío abuelo, cruzando los brazos—. Quizá nunca saque la nariz de mis archivos, pero conozco el árbol genealógico mejor que nadie. Yo no ignoro la existencia ni de tus más lejanos primos, aquellos que están más allá del Valle y de los Grandes Lagos.

—Usted no lo conoce —insistió Ophélie.

Frotó un plato con la esponja, mirando al vacío. Tocar esa loza sin guantes de protección inevitablemente la remontaba en el tiempo. Hubiera podido describir hasta el más mínimo detalle, todo lo que su tío había comido en esos platos desde que los compró. Por lo general, como buena profesional, no manipulaba los objetos de otros sin guantes, pero su tío le había enseñado a leer allí mismo, en ese apartamento. Reconocía hasta con la punta de los dedos cada utensilio.

—Este hombre no es de la familia —anunció al fin—. Viene del Polo.

Se impuso un largo silencio, únicamente perturbado por el gorgoteo del desagüe. Ophélie se secó las manos en el vestido y miró a su padrino por encima de las gafas rectangulares. Este pareció haberse encogido dentro de sí, como si acabara de recibir una carga de veinte años sobre sus hombros. Sus bigotes cayeron como unas banderas en duelo.

—¿Qué disparate es este? —suspiró con la voz quebrada.

—Tampoco lo sé —dijo dulcemente Ophélie—; según mi madre, es un buen partido. Ignoro su nombre y tampoco conozco su rostro.

Su tío fue a buscar su caja de tabaco bajo una almohada, agarró una pizca y la metió en cada fosa nasal, luego estornudó en un pañuelo. Era su manera de aclarar las ideas.

—Debe haber un error…

—Eso mismo quisiera creer, tío, pero parece que no hay ninguno.

Ophélie soltó un plato, que se partió en dos en la pila. Le dio los trozos a su tío. Este los pegó, y el plato se unió de inmediato. Lo puso sobre el escurridor.

El tío abuelo era un Animista impresionante. Sabía reparar todo con las manos, y los objetos más improbables le obedecían como cachorros.

—Debe haber un error, necesariamente —dijo—. En toda mi vida de archivador, jamás he oído hablar de una unión tan antinatural. Cuanto menos tengan que ver los Animistas con esos extranjeros, mejor se portarán. Punto final.

—Sin embargo, este matrimonio tendrá lugar —murmuró Ophélie, volviendo a los platos.

—Pero ¿qué mosca os ha picado a tu madre y a ti? —gritó el tío abuelo, perdido—. De todas las arcas, la del Polo es la que tiene peor reputación. ¡Tienen unos poderes que hacen perder la cabeza! ¡Ni siquiera son una verdadera familia! ¡Son manadas que se destrozan entre sí! ¿Has oído lo que se habla sobre el tema?

Ophélie rompió otro plato. En medio de su cólera, el tío abuelo no se daba cuenta del impacto que sus palabras ejercían sobre ella. Tal vez sintiera dolor: Ophélie tenía un rostro inexpresivo, en el que las emociones raramente afloraban a la superficie.

—No —contestó—, nunca he oído lo que dicen de estas y no me interesa. Necesito una documentación seria. Lo único que necesito, si usted me da permiso, es el acceso a los archivos.

El tío abuelo reconstruyó el otro plato y lo puso sobre el escurridor. La habitación comenzó a resquebrajarse y a rugir; el mal humor del archivista se transmitía por todo el edificio.

—¡No te reconozco! ¡Tenías grandes pataletas con tus primos y ahora te imponen a un bárbaro en tu cama, y estás totalmente resignada!

Ophélie se quedó inmóvil, con la esponja en una mano y una taza en la otra, y cerró los ojos. Sumergida en la oscuridad de sus párpados, miró hacia su interior.

¿Resignada? Para estar resignada hay que aceptar una situación, y para aceptar una situación hay que comprender el cómo y el porqué. Ophélie no comprendía nada. Unas horas antes no sabía que estaba comprometida. Tenía la impresión de estar flotando sobre un precipicio, de no ser dueña de sí misma. Cuando se arriesgaba a pensar en el futuro, todo le era desconocido. Impactada, incrédula, dominada por los vértigos, era como un paciente al que le acabaran de diagnosticar una enfermedad incurable. Pero no estaba resignada.

—No, definitivamente no doy crédito al disparate —retomó el tío abuelo—. Además, ¿qué pinta aquí ese extranjero? ¿Qué interés tiene en el asunto? Con todo respeto, tú no eres la hoja más conveniente de todo nuestro árbol genealógico. Quiero decir, ¡eres la encargada de cuidar un museo, no una orfebrería!

Ophélie dejó caer una taza. No era por mala voluntad ni por la emotividad; su torpeza era patológica. Los objetos se le caían de las manos con frecuencia. El tío estaba acostumbrado, reconstituía todo a su paso.

—Creo que aún no lo ha comprendido —articuló Ophélie con firmeza—. Él no viene a vivir a Ánima, soy yo quien se va a vivir al Polo.

Esta vez fue el tío quien dejó caer la vajilla que estaba colocando. Renegó en su viejo dialecto.

Una luz clara entraba ahora por la ventana de la habitación. Aclaraba toda la atmósfera como si fuera agua pura y dejaba caer unos pequeños destellos sobre el cabecero de la cama, el corcho de una botella y el cuerno del gramófono. Ophélie no comprendía por qué entraba todo ese sol en la estancia. Chirriaba en medio de la conversación. Hacía que las nieves del Polo resultasen tan lejanas, tan irreales, que no era posible creer en ellas.

Ophélie se quitó las gafas, las limpió con su delantal y se las volvió a poner sobre la nariz, por reflejo, como si eso le ayudara a pensar con mayor claridad. Las gafas, que acababan de quedar perfectamente transparentes, encontraron de inmediato su tono gris. Esas viejas gafas eran una extensión de Ophélie; el color que tomaban dependía de su humor.

—Me doy cuenta de que mi madre se olvidó de decirle lo más importante: son las Ancianas las que me comprometieron con este hombre. Por el momento, ellas son las únicas al tanto de mi contrato conyugal.

—¿Las Ancianas? —murmuró el padrino. Su rostro se crispó y se llenó de arrugas. Por fin comprendió el engranaje en el que su sobrina nieta estaba atrapada—. Un matrimonio diplomático… Qué desgracia —suspiró con la voz entrecortada. Aspiró de nuevo dos pizcas de tabaco y estornudó tan fuerte que tuvo que acomodar su dentadura postiza—. ¡Mi pobre muchacha!, si las Ancianas han intervenido en el asunto, no hay un recurso cercano para apelar. Pero ¿por qué? —se preguntó, buscando entre sus bigotes—. ¿Por qué tú? ¿Por qué allí?

Ophélie se lavó las manos y se volvió a ajustar los guantes.

Ya había roto suficientes platos por hoy.

—Parece que la familia de este hombre tuvo con­tacto directo con las Ancianas para concertar el matrimonio. Ignoro los motivos que les hicieron decantarse por mí en vez de por otra. La verdad, quisiera creer que es un mal­entendido.

—¿Y tu madre?

—Feliz —susurró Ophélie con amargura—. Le habían prometido un buen partido para mí, y es más de lo que ella hubiera podido esperar. —Bajo la sombra de sus pelos y de sus gafas apretó los labios—. No tengo poder para rechazar esta oferta. Seguiré a mi futuro marido hasta donde el honor y el deber me obligan. Pero eso será todo —concluyó mientras estiraba sus guantes con un gesto de determinación—, este matrimonio no está cerca de ser consumado.

El tío abuelo la observó con un aire de lástima.

—No, mi niña, no; olvida eso. Mírate… Eres alta como un taburete, tienes el peso de una almohada… Poco importa lo que él te inspire, te aconsejo que nunca te opongas a la voluntad de tu marido. Te rompería los huesos.

Ophélie giró la manivela del gramófono para poner el plato en movimiento y posó con torpeza la aguja sobre el primer surco del disco. El pequeño aire de ópera hizo resonar de nuevo el cuerno.

Lo miró con aire ausente, con los brazos cruzados en la espalda, y no dijo nada.

Ophélie era así. En situaciones en las que una niña habría llorado, gemido, gritado y suplicado, ella se con­tentaba, en general, con observar en silencio. Sus primos y primas se burlaban, diciendo que era una simplona.

—Escucha —masculló el anciano mientras se rascaba el cuello mal afeitado—, tampoco hay que hacer un drama. Sin duda fui excesivo cuando hablaba de esa familia hace un momento. ¿Quién sabe? Quizá el hombre te guste.

Ophélie observó a su tío abuelo con atención. La luz intensa del sol parecía acentuar los rasgos de su rostro y penetrar en cada arruga. Con un pellizco en el corazón, se dio cuenta de repente de que ese hombre, al que siempre había creído sólido como una roca y cada vez más insensible, hoy era un anciano fatigado; y ella también había crecido, por más que intentara evitarlo.

Ophélie forzó una sonrisa.

—Lo que necesito es una buena documentación.

Los ojos del tío abuelo encontraron un poco de chispa.

—Ponte el abrigo, niña. ¡Vamos a bajar!

La Fractura

El tío abuelo se adentró en la embocadura de una escalera débilmente iluminada por unas lámparas. Con las manos dentro del abrigo y la nariz en la bufanda, Ophélie descendió detrás de él. La temperatura bajaba con cada escalón que descendía. Sus ojos aún estaban llenos de sol. Tenía la impresión de que se sumergía en un agua negra y glacial.

Ophélie se sobresaltó cuando la voz rasposa de su tío abuelo se expandió en ecos contra las paredes.

—No logro hacerme a la idea de que vas a marcharte. ¡El Polo está en la otra punta del mundo! —Se detuvo en la escalera para girarse hacia Ophélie. Ella aún no se acostumbraba a la penumbra y chocó contra él en seco—. Tú eres bastante hábil para atravesar espejos. ¿No podrías hacer, de vez en cuando, alguno de tus pequeños viajes desde el Polo hasta aquí?

—No es posible, tío. El paso de los espejos solo funciona a corta distancia. Es inútil soñar con superar el vacío entre dos arcas.

El tío abuelo maldijo en su viejo dialecto y retomó el descenso. Ophélie se sentía culpable de no ser tan hábil como creía.

—Intentaré venir a visitarlo con frecuencia —prometió en voz baja.

—De hecho, ¿cuándo te vas?

—En diciembre, según las Ancianas.

El tío abuelo maldijo otra vez. Ophélie se alegró de no comprender nada de su dialecto.

—¿Quién te va a reemplazar en el museo? ¡No hay nadie que sepa tanto de antigüedades como tú! —masculló el anciano.

Ante eso, ella no supo qué contestar. Que la separaran de su familia ya era una fractura en sí, pero de su museo, el único lugar donde se sentía ella misma, era perder su identidad. Ophélie solo era buena para leer. Si le quitaban eso, solo le quedaría su torpeza. No sabía cómo mantener una casa ni una conversación, ni llevar a cabo una tarea doméstica sin hacerse daño.

—Por lo visto, no soy tan irremplazable —murmuró dentro de su bufanda.

En el primer sótano, el tío abuelo se cambió sus guantes habituales por unos limpios. Bajo la luz de las lámparas eléctricas, abrió sus casilleros para buscar los archivos, los cuales estaban organizados, generación tras generación, en las frías bóvedas de los sótanos. El anciano expulsaba vaho por la boca con cada respiración.

—Bueno, estos son los archivos familiares; sin embargo, no esperes milagros. Sé que uno o dos de nuestros ancestros pusieron los pies en el Gran Norte, pero eso fue hace mucho tiempo.

Ophélie se secó una gota que le caía de la nariz. En ese lugar no debía hacer más de diez grados. Se preguntó si la casa de su marido sería aún más fría que la sala de archivos.

—Me gustaría ver a Augustus —dijo.

Claramente, lo decía en sentido figurado. Augustus había muerto mucho tiempo antes del nacimiento de Ophélie. «Ver a Augustus» significaba ver sus bosquejos.

Augustus fue el gran explorador de la familia, una leyenda en sí mismo. En el colegio les enseñaban Geografía a partir de sus diarios. Jamás escribió un renglón —no manejaba su alfabeto—, pero sus dibujos eran una mina de información.

Como el tío abuelo no respondió, sumergido en sus casilleros, Ophélie creyó que no la había oído. Retiró de su cara la bufanda que la envolvía y repitió con una voz más fuerte:

—Me gustaría ver a Augustus.

—¿Augustus? —masculló sin mirarla—. No es nada interesante. Tres veces nada. Solo son viejos garabatos.

Ophélie levantó las cejas. El tío abuelo jamás criticaba sus archivos.

—Oh, ¿tan mal está? —dejó escapar ella.

Con un suspiro, el tío abuelo emergió de la gran gaveta abierta que estaba frente a él. La lupa que había acomodado bajo su ceja daba la impresión de que tenía un ojo el doble de grande que el otro.

—Fila número cuatro, a tu izquierda, estante de abajo. No dañes nada, por favor, y ponte guantes limpios.

Ophélie bordeó los casilleros y se arrodilló en el lu­gar indicado. Allí estaban todos los diarios originales de Augustus, clasificados por arcas. Encontró tres de «Al-Ondaluz», siete de «Ciudad» y casi veinte de «Serenísimo». Sobre «Polo» solo encontró uno. Ophélie no podía permitirse ser torpe con documentos de semejante valor. Los puso sobre un pupitre de consulta y pasó con precaución las páginas de los dibujos.

Planicies pálidas, una flor en una roca, un fiordo prisionero del hielo, bosques de altos pinos, casas apretujadas en la nieve… Esos paisajes eran austeros, sí, pero menos impresionantes que la imagen que ella se había hecho del Polo. Incluso los encontraba bastante bellos, en cierta medida. Se preguntó dónde viviría su prometido en medio de toda esa nieve. ¿Cerca de ese arroyo bordeado de piedras? ¿En ese puerto de pescadores perdido en la noche? ¿O, tal vez, en esa planicie invadida por la tundra? ¡Esa arca parecía realmente pobre y salvaje! ¿En qué sentido podía ser un buen partido su prometido?

Ophélie llegó a un dibujo que no comprendió: se parecía a una colmena suspendida del cielo. Quizá era un boceto.

Pasó unas páginas más y encontró el dibujo de una cacería. Un hombre posaba con orgullo frente a una inmensa montaña de pieles. Con los puños sobre las caderas, se había remangado la camisa para mostrar sus fuertes brazos tatuados hasta los codos. Tenía la mirada dura y el pelo claro.

Las gafas de Ophélie se volvieron azules cuando com­prendió que la montaña de pieles era en sí una misma piel: la de un lobo muerto. Era grande como un oso. Pasó la página. Esta vez, el cazador estaba en medio de un grupo. Posaban juntos frente a una pila de cuernos. Sin duda, cuernos de alce, solo que cada cráneo era del tamaño de un hombre. Todos los cazadores tenían la misma mirada dura, el mismo pelo claro, los mismos tatuajes en los brazos, pero ninguno sostenía un arma: parecía que hubieran matado los animales con sus propias manos.

Ophélie ojeó el diario y encontró a esos mismos cazadores posando frente a otros esqueletos: morsas, mamuts y osos, todos de un tamaño increíble.

Ophélie cerró lentamente el diario y lo puso en su lugar. Esas bestias… esos animales con gigantismo, ella los había visto en los dibujos para niños, pero no tenían nada que ver con los bosquejos de Augustus. Su pequeño museo no la había preparado para ese tipo de vida. Lo que le impactaba, por encima de todo, era la mirada de los cazadores: una mirada agresiva, arrogante, acostumbrada a ver la sangre. Ophélie esperaba que su prometido no tuviera esa mirada.

—¿Entonces? —preguntó el tío abuelo cuando la joven regresó a donde él estaba.

—Ahora comprendo mejor sus reticencias —contestó.

El anciano retomó su búsqueda.

—Buscaré algo más —murmuró—. Esos bosquejos son demasiado viejos, pueden tener hasta ciento cincuenta años. ¡Además, no muestran todo!

Justamente eso era lo que le inquietaba a Ophélie: lo que Augustus no mostraba. Sin embargo, no dijo nada y se contentó con encogerse de hombros. A pesar de que su tío pudiera confundir su aparente indiferencia con una cierta debilidad de carácter, Ophélie parecía realmente contenta detrás de sus gafas rectangulares y sus parpados a medio cerrar, tanto que era casi imposible adivinar las oleadas de emociones que se entrechocaban con violencia en su pecho.

Los bosquejos de cacería le habían dado miedo. Ophélie se preguntó si era eso lo que en realidad había venido a buscar a los archivos.

Una corriente de aire sopló entre sus tobillos, levantando con suavidad su vestido. Esta brisa provenía de la embocadura de la escalera que bajaba hacia el segundo sótano. Ophélie miró un momento el paso bloqueado por una cadena, sobre la cual se balanceaba un cartel de advertencia: «PROHIBIDO AL PÚBLICO».

Aún había una corriente de aire que se paseaba por las salas de los archivos, pero Ophélie no pudo evitar interpretarla como una invitación. El segundo sótano reclamaba su presencia de inmediato.

Tiró del abrigo a su tío abuelo, perdido en sus informes y aposentado en el taburete.

—¿Me autoriza a bajar?

—Sabes bien que no tengo permiso —refunfuñó el tío abuelo, peinando sus bigotes—. Es la colección privada de Artémis, solo los archivistas tienen acceso. Ella nos honra con su confianza, de la cual no debemos abusar.

—Tenga la seguridad de que no tengo la intención de leer con las manos desnudas —prometió Ophélie, mostrándole sus guantes—. Además, no le estoy pidiendo permiso como su sobrina nieta, se lo pido como la responsable del museo familiar.

—Sí, sí. ¡Ya conozco tu cantinela! Es mi culpa también, he influido mucho en ti —suspiró.

Ophélie quitó la cadena y bajó la escalera, pero las lámparas no se encendieron.

—Luz, por favor —pidió entonces, sumergida en la oscuridad.

Tuvo que repetirlo varias veces. El edificio de los Ar­chi­vos desaprobaba esta nueva falta al reglamento, pero terminó encendiendo las lámparas de mala manera. Ophélie tuvo que contentarse con una iluminación in­ter­mitente.

La voz del tío abuelo siguió golpeando cada muro hasta que ella llegó al segundo sótano.

—¡Toca únicamente con los ojos! ¿Me has oído? ¡Desconfío de tu torpeza como de la sífilis!

Con las manos en el fondo de los bolsillos, Ophélie avanzó por la sala abovedada de ojivas. Pasó frente a un frontón donde estaba grabado el lema de los archivistas: Artémis, somos los guardianes respetuosos de tu memoria. Bien custodiados, detrás de su vitrina, los Relicarios se extendían más allá de su vista.

Aunque a veces parecía una adolescente inmadura, con su largo pelo indomable, sus movimientos torpes y su timidez escondida detrás de las gafas, Ophélie cambiaba de piel en presencia de la historia. Todas sus primas iban a bellos salones de té, paseaban por la orilla del río, visitaban el zoológico y se divertían en bailes. Para Ophélie, el segundo sótano de los Archivos era el lugar más fascinante del mundo. Allí estaba celosamente conservada, custodiada detrás de las cubiertas de protección, la herencia común de toda la familia. Reposaban los documentos de toda la pri­mera generación del arca. Allí habían nacido las mañanas del año cero. En ese lugar, Ophélie se acercaba cada vez más a la Fractura.

La Fractura era su obsesión profesional. En ocasiones so­ñaba que corría detrás de una línea en el horizonte que cada vez se alejaba más de ella. Noche tras noche, iba cada vez más lejos, pero era un mundo sin fin, sin fracturas, redondo y liso como una manzana. De ese primer mundo, ella coleccionaba objetos en su museo: máquinas de coser, motores de explosión, prensas de cilindros, metrónomos… Ophélie no sentía ninguna inclinación por los chicos de su edad, pero podía pasar horas cara a cara con un barómetro del antiguo mundo.

Se encontró frente a un viejo pergamino protegido por un vidrio. Era el texto fundador del arca, el que había ligado a Artémis con su descenso a Ánima. El siguiente Relicario encerraba la primera versión de su arsenal jurídico. Allí se encontraban las leyes que le habían atribuido un poder decisivo a las madres de familia y a las matriarcas sobre toda la comunidad. Bajo la vitrina de un tercer Relicario, un códex mencionaba los deberes fundamentales de Artémis con respecto a su descendencia: vigilar que todos comieran a su gusto, que tuvieran un techo donde protegerse, que recibieran una instrucción, que aprendieran a hacer un buen uso de su poder. En mayúsculas, una cláusula especifi­caba que no debía abandonar a su familia ni su arca. ¿Sería Artémis la que se dictó a sí misma esta línea de conducta, con el fin de nunca relajarse, aunque pasaran los siglos?

Ophélie se paseó así de Relicario en Relicario. A medida que se sumergía en el pasado, sentía que una gran calma la invadía. Perdía de vista el futuro. Olvidaba que la habían comprometido contra su voluntad, las miradas de los cazadores y que pronto la enviarían a vivir lejos de todo lo que amaba.

Los Relicarios eran documentos manuscritos de gran valor, como las cartografías del nuevo mundo o el acta de nacimiento del primer hijo de Artémis, el mayor de todos los Animistas. Para algunos, sin embargo, se trataba de objetos banales de la vida cotidiana: tijeras que sonaban en el vacío; un grosero par de gafas de colores cambiantes; un pequeño libro de cuentos, cuyas páginas se pasaban solas. No eran de la misma época, pero a Artémis le interesaba que formaran parte de su colección, a título simbólico. ¿Simbólico de qué? Ni siquiera ella se acordaba.

Los pasos de Ophélie la dirigieron por instinto hacia una vitrina, sobre la cual puso respetuosamente la mano. Un registro se estaba descomponiendo y su tinta había ido desapareciendo con el paso del tiempo. Era el censo de los hombres y las mujeres que se habían unido al espíritu familiar para fundar una nueva sociedad. Era una simple lista impersonal de nombres y cifras, aunque no una lista cualquiera: eran los superviventes a la Fractura. Esas personas habían sido testigos del fin del antiguo mundo.

Fue en ese instante cuando Ophélie comprendió, con un pequeño sobresalto en el pecho, cuál era la llamada que la había llevado a los archivos del tío abuelo, al fondo del segundo sótano, frente a ese viejo registro. No era la simple necesidad de documentarse, era regresar a las raíces. Sus ancestros lejanos habían asistido a la dislocación de su universo. Sin embargo, ¿se habían dejado morir? No, inventaron otra vida.

Ophélie deslizó detrás de sus orejas los mechones de pelo que se le escapaban por la frente, y se despejó el rostro. Sus gafas se aclararon sobre la nariz, dispersando el color gris que se había acumulado en las últimas horas. Estaba experimentando su propia fractura. Aún sentía miedo en el estómago, pero ahora sabía lo que le restaba por hacer. Debía superar la prueba.

Sobre sus hombros huesudos, la bufanda comenzó a moverse.

—¿Al fin te despiertas? —le recriminó Ophélie.

La bufanda rodó suavemente a lo largo de su abrigo, cambió de posición, apretó sus anillos alrededor de su cuello y no se movió más. Era una bufanda muy vieja y pasaba mucho tiempo durmiendo.

—Subamos. Ya tengo lo que necesitaba —le dijo Ophélie a la bufanda.

Mientras se aprestaba a desandar sus pasos, llegó al Relicario más empolvado, más enigmático y más incómodo de toda la colección de Artémis. No podía irse sin despedirse de él. Giró una manivela y las dos placas de la cubierta protectora se deslizaron una sobre la otra en sen­tido opuesto. Puso la palma de su mano enguantada sobre el forro de un libro: el Libro. Sintió la misma frustración que tuvo la primera vez que lo tocó. No podía leer la huella de ninguna emoción, de ningún pensamiento, de ninguna intención, de ningún origen; no era solamente a causa de los guantes, cuya trama especial constituía una barrera entre sus dones de lectora y el mundo de los objetos. No, Ophélie ya había palpado una vez el Libro con las manos desnudas, al igual que otros lectores antes que ella, pero este rehusaba revelarse, así de simple.

Lo tomó entre los brazos, acarició el forro, pasó las suaves páginas entre sus dedos. Estaba lleno de extraños arabescos, una escritura olvidada desde hacía mucho tiempo. Ophélie nunca había manipulado algo que se acercase a tal fenómeno. A pesar de todo, ¿era solo un libro? No tenía ni la consistencia del pergamino ni la del papel mojado. Era terrible admitirlo, pero se parecía a la piel humana vaciada de sangre. Una piel que se beneficiaba de una longevidad excepcional.

Ophélie se formuló, entonces, las preguntas rituales, que compartía con las numerosas generaciones de archivistas y de arqueólogos. ¿Qué historia contaba ese extraño documento? ¿Por qué se empeñaba Artémis en que formara parte de su colección privada? ¿Qué significaba ese mensaje grabado en el surco del relicario: No intenten, bajo ningún pretexto, destruir este Libro?

Ophélie se llevaría todas las preguntas con ella a la otra punta del mundo; allá donde no había archivos, ni museo, ni compromiso con la memoria. Nada que le interesara, al menos.

La voz del tío abuelo resonó a lo largo de la escalera y rebotó durante largo tiempo bajo la bóveda baja del segundo sótano, creando un eco fantasmagórico:

—¡Sube! ¡He encontrado una cosa!

Ophélie puso por última vez la palma de la mano sobre el Libro y lo cerró. Se había despedido del pasado como era debido.

Ahora debía abrir paso al futuro.

El diario

Sábado 19 de junio. Rodolphe y yo hemos llegado bien. El Polo ha resultado ser muy diferente de lo que me imaginaba. Creo que jamás había sentido tanto vértigo. La señora embajadora nos ha recibido muy amablemente en su territorio, donde reina una eterna noche de verano. ¡Estoy fascinada con tantas maravillas! La gente de aquí es cortés, muy atenta, y sus poderes sobrepasan todo entendimiento.

—¿Puedo interrumpirte, prima?

Ophélie se sobresaltó, y sus gafas con ella. Sumergida en el diario de viaje de la abuela Adelaïde, no había sentido llegar a ese hombrecito, bombín en mano, con la sonrisa dibujada de oreja a oreja. El muchachito no tenía más de quince años. Con un amplio molinillo del brazo, señaló a un grupo de hombres joviales que se morían de la risa frente a una vieja máquina de escribir, no muy lejos de allí.

—Mis primos y yo nos preguntábamos si nos podía otorgar el permiso de leer algunas de las baratijas de su augusto museo.

Ophélie no pudo evitar fruncir el ceño. No pretendía conocer en persona a cada miem­bro de la familia que pasaba el torniquete de la entrada del Museo de Historia Primitiva, pero estaba segura de que nunca había visto a esos pícaros. ¿De qué rama del árbol genealógico venían? ¿La corporación de los sombrereros? ¿La tribu de los pasteleros? En todo caso, olían a farsantes.

—Los atenderé en un instante —dijo, dejando de la­do su taza de café.

Sus sospechas se acrecentaron cuando llegó al encuentro de la tropa del señor Sombrero de Copa. Había muchas sonrisas en el aire.

—¡Aquí está la única pieza del museo! —anotó un compañero con una mirada elocuente hacia Ophélie.

A la ironía le faltaba, según ella, un poco de sutileza. Sabía que no era una joven atractiva, con su trenza enmarañada que dibujaba sombras oscuras sobre sus mejillas, su bufanda colgando, su viejo vestido brocado, sus botines desgastados y esa incurable torpeza que le brotaba a flor de piel. No se había lavado el pelo en una semana y se había vestido con lo primero que había encontrado, sin preocuparse por si combinaba o no.

Esa noche, por primera vez, vería a su prometido. Había venido desde el Polo especialmente para presentarse a la familia. Aún faltaban algunas semanas y luego se llevaría a Ophélie al Gran Norte. Con un poco de suerte, pensaría que era una mujer desagradable y renunciaría de inmediato a la unión.

—No lo toque —dijo, dirigiéndose a uno de los truha­nes que acercaba los dedos a un galvanómetro balístico.

—¿Qué es lo que murmura, prima? —respondió este—. Hable más fuerte, no la he oído.

—No toque ese galvanómetro —repitió, alzando la voz—. Les voy a enseñar las muestras reservadas a la lectura.

El gran pícaro se encogió de hombros.

—¡Oh, solo quería saber cómo funciona esta baratija! De todas formas, no sé leer.

Lo contrario habría sorprendido a Ophélie. La lectura de objetos no era una facultad extendida entre los Animistas. Algunas veces se manifestaba en la pubertad mediante sensaciones imprecisas en la punta de los dedos, pero desaparecía rápido pocos meses después si la facultad no se ponía bajo la tutela de un educador. Ophélie había encontrado para este papel a su tío abuelo. Después de todo, su rama se encargaba de la preservación del patrimonio familiar. ¿Volver al pasado de los objetos ante el mínimo contacto? Eran más bien pocos los Animistas que deseaban su­cumbir a tal destino, en especial si ese no era su oficio.

Ophélie lanzó una mirada breve a Sombrero de Copa, quien tocaba los redingotes de sus compañeros, burlándose. Él sabía leer, quizá no por mucho tiempo. Quería jugar con sus manos mientras pudiese.

—El problema no es ese, primo —observo tranquilamente Ophélie, caminando hacia el gran pícaro—. Si desea manipular una pieza de la colección, debe utilizar guantes como los míos.

Desde el último decreto familiar sobre la conservación del patrimonio, estaba prohibido abordar los archivos con las manos desnudas sin una autorización especial. Entrar en contacto con un objeto era contaminar su propio estado mental, agregar un nuevo estrato a su historia. Muchas personas habían ensuciado las emociones y los pensamientos de los ejemplares raros.

Ophélie se dirigió hacia el cajón de las llaves. Lo abrió por completo: este se quedó suspendido en su mano y todo su contenido se cayó al suelo con una graciosa cacofonía. Ophélie escuchó cómo se burlaban a sus espaldas mientras se agachaba a recoger las llaves. Sombrero de Copa vino a ayudarla con su sonrisa burlona.

—No debemos reírnos de nuestra devota prima. ¡Pondrá a mi disposición un poco de lectura para cultivarme! —Su sonrisa se volvió cruel—. Quisiera algo difícil —le dijo a ella—. ¿No tendrá un arma? Algo bélico, ya sabe.

Ophélie volvió a poner el cajón en su lugar y recogió la llave que necesitaba.

Las guerras del antiguo mundo hacían fantasear a la juventud, que solo conocía las pequeñas querellas de la familia. Esos chismosos solo buscaban divertirse. Las burlas hacia su persona le eran indiferentes. No obstante, no toleraba que mostraran tan poca consideración hacia su museo, especialmente hoy.

Estaba, sin embargo, determinada a mostrarse profesional hasta el final.

—Por favor, síganme —dijo con la llave en la mano.

—¡Sométame a sus muestras! —canturreó Sombrero de Copa, haciendo una caricatura de reverencia.

Ophélie los condujo hasta la rotonda reservada a las máquinas volantes del primer mundo, la sección más popular de su colección. Ornitópteros, aeroplanos anfibios, pájaros mecánicos, helicópteros de vapor, hidroaviones y cuadriplanos estaban suspendidos de cables como grandes libélulas. La tropa estalló de risa justo al ver esas antigüedades mientras agitaban los brazos como gansos. Sombrero de Copa, quien masticaba chicle desde hacía un momento, lo pegó en la cola de un planeador.

Ophélie lo miró sin pestañear. Ese fue el gesto que colmó el vaso. ¿Se querían divertir en la galería? Bueno, ahora sí se iban a reír.

Les hizo subir la escalera de un entresuelo, luego llegaron a unos estantes de vidrio. Ophélie deslizó la llave por la cerradura de una estantería, movió el vidrio y sacó de un pañuelo una canica de plomo, que ofreció a Sombrero de Copa.

—Es un excelente inicio para empezar a cultivarse en el tema de las guerras del antiguo mundo —aseguró Ophélie con voz monocorde.

El pícaro se echó a reír, agarrando la canica con su mano desnuda.

—¿Qué me está enseñando? ¿El bollo de un autómata? —Su sonrisa se desvaneció a medida que se adentraba en el pasado del objeto, a través de la punta de sus dedos. Empalideció y se quedó inmóvil, como si el tiempo se hubiera cristalizado a su alrededor.

Al ver su cara, los compañeros risueños comenzaron a darse golpes entre sí con los codos en las costillas, luego empezaron a preocuparse por su falta de reacción.

—¡Le ha dado una porquería! —gritó con pánico uno de ellos.

—Es una pieza muy apreciada por los historiadores —lo desmintió Ophélie con un tono muy profesional.

La palidez de Sombrero de Copa se volvió gris.

—No era… era… lo que pedía —articuló con dificultad.

Con el pañuelo, Ophélie recuperó el plomo y lo volvió a acomodar en su cojín rojo.

—Usted quería un arma, ¿no es así? Le he entregado el proyectil de un cartucho que, en su tiempo, perforó el vientre de un soldado. Eso era la guerra —concluyó mientras se acomodaba las gafas en la nariz—. Eran hombres que mataban y hombres que eran asesinados.

Como Sombrero de Copa se agarraba el vientre como si sintiera náuseas, Ophélie se conmovió un poco. La lección era ruda y era consciente de ello. Ese muchacho había venido con las epopeyas heroicas en la cabeza y leer un arma era como ver su propia muerte cara a cara.

—Ya pasará. Le aconsejo que tome un poco de aire fresco —le dijo.

La tropa se fue, no sin antes lanzarle unas feas miradas por encima del hombro. Uno de ellos la trató de «malvestida» y otro de «saco de patatas rancias». Ophélie esperaba que su prometido tuviera esa misma impresión más tarde.

Armada con una espátula, se dedicó a despegar la goma de mascar que Sombrero de Copa había pegado sobre el planeador.

—Te debía una pequeña revancha —le susurró mientras acariciaba afectuosamente el flanco del aparato, como si lo hiciera con un viejo caballo.

—¡Querida! Te he buscado por todos lados.

Ophélie se dio media vuelta. Con la falda corta y la sombrilla acomodada bajo el brazo, una magnífica mucha­cha corría en su dirección, haciendo sonar sus botines blan­cos sobre las baldosas del suelo. Era Agathe, su herma­na mayor, tan pelirroja, coqueta y deslumbrante como morena, abandonada y apagada era Ophélie: el día y la noche.

—Pero ¿qué haces aquí todavía?

Ophélie intentaba deshacerse del chicle de Sombrero de Copa, pero se le pegaba en los guantes.

—Te recuerdo que trabajo en el museo hasta las seis.

Agathe apretó teatralmente las manos contra las de ella. De repente, hizo una mueca. Acababa de aplastar en su bello guante el chicle.

—¡Ya basta, tonta! —dijo molesta mientras sacudía la mano—. Mamá dijo que solo debías pensar en tus preparativos. ¡Oh, hermanita! ¡Debes estar tan emocionada! —lloriqueó mientras se abalanzaba sobre ella.

—Eh… —logró dejar escapar Ophélie.

Agathe se separó de inmediato y la miró de arriba abajo.

—¡Por todas las hervidoras! ¿Te has visto en un espejo? Claramente, no puedes presentarte frente a tu prometido en ese estado. ¿Qué pensará de nosotros?

—Esa es la menor de mis preocupaciones —declaró Ophélie mientras se dirigía a su mostrador.

—Bueno, ¡ese no es el caso de tus padres, pequeña egoísta! ¡Vamos a solucionar esto de inmediato!

Con un suspiro, Ophélie sacó su viejo bolso y metió allí sus objetos personales. Si su hermana se sentía investida por una misión sagrada, no la dejaría trabajar en paz. No le quedaba otra que cerrar el museo. Mientras Ophélie se tomaba todo su tiempo en organizar sus cosas, Agathe se desesperaba como si una piedra le creciera en el vientre. Se sentó sobre el mostrador, con sus botines blancos flotando bajo sus pantalones de encaje.

—¡Tengo noticias para ti, y muy buenas! ¡Tu misterioso pretendiente al fin tiene nombre!

Por cortesía, Ophélie sacó la cabeza de su bolso. ¡Ya era hora, apenas unas horas antes de su presentación oficial! Su futura familia política debió haber hecho recomendaciones especiales con el fin de mantener la mayor discreción. Las Ancianas se habían mostrado mudas co­mo las tumbas durante el otoño, sin divulgar ninguna información sobre el prometido, hasta tal punto que resultaba ridículo. La madre de Ophélie, disgustada porque no se la incluyera en la confidencia, llevaba dos meses furiosa.

—¿Y bien? —le preguntó mientras Agathe sa­boreaba su pequeño secreto.

—¡Señor Thorn!

Ophélie sintió un escalofrío bajo los pliegues de su bufanda. ¿Thorn? Ya era alérgica a ese nombre. Sonaba fuerte bajo la lengua, abrupto, casi agresivo. Era un nombre de cazador.

—También sé que no es mucho mayor que tú, hermanita. ¡Tu marido no será un viejo senil incapaz de honrar a su mujer! Además, he guardado lo mejor para el final —prosiguió Agathe sin perder el aliento—. No vas a acabar en cualquier lugar perdido, créeme. Las Ancianas no se han burlado de nosotros. El señor Thorn parece tener una tía que no solo es bella, sino también influyente, hasta el punto de que le asegura una excelente situación en el corazón del Polo. ¡Vas a llevar una vida de princesa!

Con los ojos brillantes, Agathe se regodeaba. Ophélie, por su parte, estaba devastada. Thorn, ¿un hombre de la corte? Hubiera preferido un cazador. Cuantas más cosas conocía sobre su futuro esposo, más sentía la necesidad de salir corriendo.

—¿Cuáles son tus fuentes?

Agathe se acomodó el peinado, del que se escapaban unos chispeantes rizos rojos. Su boca de cereza dibuja­ba una sonrisa de satisfacción.

—¡Unas sólidas! Mi cuñado Gerard escuchó estos datos de su bisabuela, quien los escuchó de una prima cercana, que es la hermana gemela de una Anciana.

Con una actitud de niña pequeña, aplaudió y saltó sobre sus botines.

—Querida, te van a poner un importante anillo en el dedo. ¡Quién iba a decir que un hombre de semejante rango y posición fuera a pedirte matrimonio! Vamos, date prisa en arreglar tu desorden, no nos queda mucho tiempo antes de que llegue el señor Thorn. ¡Hay que ponerte presentable!

—Adelántate, debo cumplir una última formalidad —murmuró mientras agarraba su bolso.

Su hermana se alejó dando unos pasos graciosos.

—¡Voy a reservar un coche!

Ophélie permaneció un buen tiempo inmóvil detrás del mostrador. El silencio brutal que había caído sobre el lugar después de la partida de Agathe dañaba sus oídos. Abrió de nuevo al azar el diario de su abuela y recorrió con los ojos la escritura fina y nerviosa, vieja, de casi un siglo, que ahora conocía de memoria.

MARTES 6 DE JULIO. He tenido que obligarme a calmar un poco mi entusiasmo. La señora embajadora se ha ido de viaje, dejándonos en manos de sus innombrables invitados. Tengo la impresión de que se han olvidado de nosotros. Pasamos los días jugando a las cartas y paseando por los jardines. Mi hermano se amolda mejor a esta vida de ocio; ya ha establecido relaciones con una duquesa. Debo llamarlo al orden. Estamos aquí por razones puramente profesionales.

Ophélie estaba desorientada. Ese diario y los cotilleos de Agathe no tenían nada que ver con los bosquejos de Augustus. El Polo le parecía ahora un lugar excesivamente refinado. ¿Sería Thorn un jugador de cartas? Si era un cortesano, seguro que debía saber jugar a las cartas. Quizá a eso dedicaba los días.

Ophélie guardó el pequeño diario de viaje en una funda de cuero al fondo de su bolso. Detrás del mostrador, abrió la tapa de un escritorio para sacar el registro de inventario.

Varias veces le había sucedido que se olvidaba las llaves del museo dentro de una cerradura, perdía documentos administrativos importantes e incluso rompía piezas únicas, pero si había una tarea que nunca había dejado de lado era mantener el orden de ese registro.

Ophélie era una excelente lectora, una de las mejores de su generación. Podía descifrar las vivencias de las máquinas, estrato por estrato, siglo por siglo, al filo de las ma­nos que las habían tocado, utilizado, amado, dañado, reparado. Esta aptitud le había permitido enriquecer la descripción de cada pieza de la colección con un sentido del detalle hasta ahora sin igual. Allí donde sus predecesores se limitaban a examinar el pasado de un antiguo propietario, máximo de dos, Ophélie se remontaba hasta el nacimiento del objeto entre los dedos del fabricante.

Ese registro de inventario era una especie de novela personal. La tradición decía que debía entregárselo en las manos a su sucesor, un procedimiento que ella jamás pensó realizar tan temprano en su vida, pero nadie había contestado a la convocatoria. Ophélie deslizó entonces, entre la encuadernación, una nota dirigida a aquel o aquella que tomara su relevo en el museo. Acomodó el registro en el escritorio y lo cerró con llave.

Después, con unos lentos movimientos, se apoyó con las dos manos sobre el mostrador. Se obligó a respirar profundamente y aceptar lo ineludible. Esta vez, ya sí, había terminado. Mañana no abriría el museo como cada mañana. Mañana pasaría a depender de un hombre cuyo nombre terminaría portando.

Señora Thorn. Mejor hacerse a la idea desde ahora.

Ophélie agarró su bolso. Contempló el museo por última vez. El sol atravesaba el vitral de la rotonda, creando una cascada de luz, llenando con una aureola de oro las antigüedades y proyectando sus sombras desar­ticuladas sobre la baldosa. Jamás había visto tan bello ese lugar.

Ophélie dejó las llaves en la habitación del conserje. No había pasado todavía bajo la marquesina del museo, cuyo vitral estaba ahogado en un manto de hojas muertas, cuando su hermana le abrió apresuradamente la puerta del coche.

—¡Súbete! ¡Tomaremos la calle de los Orfebres!

El cochero restalló su látigo, a pesar de que ningún caballo estaba uncido. Las ruedas chirriaron y el vehículo se desplazó a lo largo del río, guiado solo por la voluntad de su amo, en lo más alto de su puesto.

Por la ventana trasera, Ophélie observaba el espectáculo de la calle con una agudeza nueva. Ese valle donde ella nació parecía deshacerse a medida que el coche lo atravesa­ba. Sus fachadas entramadas, sus plazas de mercado, sus bellas manufacturas poco a poco se estaban volviendo ajenas. La ciudad entera parecía decirle que esta ya no era su casa. Bajo la luz rojiza de finales de otoño, las personas lleva­ban su existencia cotidiana. Una niñera empujaba su cocheci­to mientras se sonrojaba bajo los piropos admirativos de los obreros, subidos en lo alto de los andamios. Varios jóvenes estudiantes masticaban castañas calientes de camino a casa. Un mensajero corría a lo largo del andén con su paquete bajo el brazo. Todos esos hombres y todas esas mujeres eran la familia de Ophélie, y ella no conocía ni a la mitad.

El aliento ardiente de un tranvía se apoderó del vehículo con el sonido de las campanas. Cuando desapareció, Ophélie contempló la montaña surcada de curvas que se erguía sobre el Valle. Eran las primeras nieves allí arriba. La cima había desaparecido bajo una capa grisácea. Ni siquiera se podía distinguir el observatorio de Artémis. Aplastada bajo esa capa de rocas y de nubes, aplastada bajo la ley de toda una familia, Ophélie jamás se había sentido tan insignificante.

Agathe chasqueó los dedos bajo su nariz.

—Bueno, tontita, hablemos rápido. En tu armario hay lo justo. Necesitas un bañador nuevo, sandalias, sombreros y ropa…, mucha ropa…

—A mí me gusta mi ropa —interrumpió Ophélie.

—¡Cállate! Vistes como nuestra abuela. Por todos los faldones, ¡no me digas que aún utilizas ese par de viejos horrores! —se enojó Agathe al coger los guantes de su hermana entre los suyos—. ¡Mamá te encargó todo un cargamento del almacén de Julien!

—No hacen guantes de lector en el Polo, debo mostrarme austera.

Agathe era insensible a este tipo de argumentos. La coquetería y la elegancia justificaban todos los despilfarros del mundo.

—¡Espabila, qué espanto! Vas a enderezarme esa espalda, meterme ese vientre, destacar un poco ese escote, empolvar esa nariz, darle color a esas mejillas… Por piedad, cambia el color de esas gafas, ¡ese gris es de un siniestro insoportable! En cuanto a tu pelo —suspiró Agathe al levantar la trenza morena con la punta de las uñas—, yo me encargo. Te cortaría todo eso para empezar de cero. Por desgracia, no tenemos mucho tiempo. ¡Baja rápido, ya llegamos!

Ophélie arrastraba los pies como si fueran de plomo. A cada faldón, a cada corsé, a cada collar que le presentaban respondía negando con la cabeza. La costurera, cuyos largos dedos animistas modelaban las curvas sin hilo ni tijeras, lloraba de rabia. Después de dos crisis nerviosas y una decena de diseñadores, Agathe no había logrado convencer a su hermanita más que de reemplazar sus botines desgastados.

En el salón de belleza, Ophélie tampoco le puso mucha voluntad a la tarea. No quería oír hablar ni de polvos, ni de depilación, ni de plancha para el pelo, ni de las últimas cintas a la moda.

—Estoy teniendo mucha paciencia contigo —espetó Agathe, levantando con dificultad sus largos mechones con el fin de des­pejar su nuca—. ¿Crees que no sé cómo te sientes? Tenía diecisiete años cuando me comprometieron con Charles y mamá tenía dos años menos cuando se casó con papá. Sin embargo, mira en lo que nos hemos convertido: ¡en unas esposas espléndidas, madres satisfechas, mujeres completas! Tú has estado sobreprotegida por nuestro tío abuelo. No te ha hecho ningún favor.

Con una mirada borrosa, Ophélie contempló su rostro en el espejo de la peluquería que tenía frente a ella, mientras su hermana se debatía con sus nudos. Sin sus mechones rebeldes y sin sus gafas, puestas sobre la bandeja de peines, se sentía desnuda.

En el espejo vio cómo la figura rosácea de Agathe pegaba el mentón a su coronilla.

—Ophélie —le murmuró suavemente—, ¿podrías complacerle poniendo un poco de buena voluntad?

—¿Para qué? ¿Complacer a quién?

—¡Pues al señor Thorn, tontita! —se molestó su hermana mientras le asestaba un golpe en la nuca—. El encanto es la mejor arma de la que se ha dotado a las mujeres, debes servirte de él sin escrúpulos. Es algo muy sencillo, un guiño de ojo inspirado, una sonrisa bien sostenida para poner al hombre a tus pies. Mira a Charles, yo hago con él lo que quiero.

Ophélie plantó los ojos en los de su reflejo, en sus pupi­las con aroma a chocolate. Sin gafas, no podía verse bien, pero distinguió el óvalo melancólico de su rostro, la palidez de sus mejillas, su cuello blanco palpitante bajo la camisa, la sombra de una nariz sin carácter y esos labios demasiado finos, a los que no les gustaba hablar. Intentó esbozar una tímida sonrisa, pero tenía un aire tan falso que la borró de golpe. ¿Acaso ella tenía encanto? ¿En qué sentido lo reconocerían? Con respecto a la mirada de un hombre, ¿sería esa la mirada que Thorn posaría sobre ella por la noche?

La idea le pareció tan grotesca que hubiera estallado de risa si su situación no fuera una invitación a llorar.

—¿Ya has terminado de torturarme? —le preguntó a su hermana, que estiraba su pelo sin mucho cuidado.

—Casi. —Agathe se giró hacia la administradora del salón para pedirle unas pinzas.

Ese pequeño descuido era todo lo que Ophélie necesitaba. Se puso precipitadamente las gafas, cogió el bolso y sumergió la cabeza en el espejo de la peluquería, en el cual casi cabía. Su busto emergió en el espejo mural de su habitación, unos barrios más lejos, pero no podía avanzar más. Del otro lado del espejo, Agathe la había agarrado por los tobillos para llevarla de vuelta a la calle de los Orfebres. Ophélie soltó el bolso y se apoyó en el muro recubierto de papel pintado, luchando con todas sus fuerzas por liberarse de su hermana.