Los países de Einstein - Étienne Klein - E-Book

Los países de Einstein E-Book

Étienne Klein

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Beschreibung

Albert Einstein aunaba la audacia intelectual con una frescura desconcertante, una imaginación ardiente sostenida por una obstinación imperturbable. Pero, ¿cómo acercarse a una forma de pensar y de creer que no tiene parangón? Étienne Klein recorre sus pasos y viaja a los pueblos y ciudades donde Einstein forjó su revolucionaria forma de pensar. Aarau, donde, a los dieciséis años, se preguntó qué experimentaría al cabalgar sobre un rayo de luz; Zúrich, donde se graduó en 1901 y se apasionó por la física experimental; Berna, donde, entre marzo y septiembre de 1905, publicó cinco artículos, entre ellos uno sobre la relatividad especial, que iban a revolucionar la relación entre el tiempo y el espacio; Praga, donde en 1912 tuvo la idea de que la luz es desviada por la gravedad, delineando así el futuro de la teoría de la relatividad general. A continuación, Bruselas, Amberes y, finalmente, Le Coq-sur-Mer, donde, en 1933, Einstein se refugió unos meses antes de abandonar definitivamente Europa por los Estados Unidos. La de Albert Einstein (1879-1955) es una vida de exilios sucesivos, vinculada a la física. Es un continuo replanteamiento, fiel al espíritu de la infancia. Es un misterio que Étienne Klein afronta con tanto cariño como admiración.

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Título original: Le pays qu’habitait Albert Einstein.

© Actes Sud, 2016

Primera edición en lengua castellana: junio de 2017Edición en ePub: enero de 2023

© De la traducción: Miguel Alpuente Civera, Gemma Deza Guil

© De esta edición:

LIBROOKS BARCELONA, S.L.

Riego, 13 – 08014 Barcelona

Tel. +34 930 110 110

[email protected]

www.librooks.es

ISBN: 978-84-126536-0-1

Producción del ePub: booqlab

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor.

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

SUMARIO

1      Sala de apelaciones

2      Pedaleando bajo la lluvia

3      ¡Viva la libertad!

4      Aarau y la vida en rosa

5      Dos horas en Mettmenstetten, incluida la eternidad

6      «La impertinencia, mi ángel de la guarda»

7      Berna o «tomar partido por las cosas»

8      Juegos olímpicos

9      Los cuantos salen a la luz (marzo de 1905)

10   El áto mo supera el período de prueba (mayo de 1905)

11   La relatividad o la promoción de la invariancia (junio de 1905)

13   Un reconocimiento tardío

14   Praga o el hálito del ascensor

15   Hotel Métropole, patria de las almas gemelas

16   La sábana invisible y la bola de petanca

17   El exilio antes del exilio

18   Un refugio en el mar del Norte: Le Coq-sur-Mer

19   The no land’s man

Afortunados aquellos que no tienenpatria, pues todavía la ven en sus sueños.

HANNAH ARENDT1

_______________

1.   ARENDT, HANNA. Heureux celui qui n’a pas de patrie. Poèmes de pensée. Trad. [al francés] François Mathieu. París: Payot, 2015, p. 102. [Cuando no aparezca especificado de otro modo, la traducción de las citas será siempre nuestra (N. de los T.)]

1

SALA DE APELACIONES

El eje normal de la ensoñación cósmicaes aquel a lo largo del cual el universosensible es transformado enun universo de belleza.

GASTON BACHELARD

Incluso acabada, toda vida se prolonga fuera de ella misma, en el cielo en que se convierte para otras vidas.

Ya de adolescente, lo necesitaba en el paisaje. En las paredes de mi habitación, había colgado dos retratos suyos. En uno de ellos aparecía joven, elegante, con mirada chispeante y boca golosa ornada por un bigotillo; el otro lo mostraba viejo, atormentado, vestido de forma desaliñada, con el pelo largo y los ojos infinitamente tristes. Yo no comprendía cómo el primero podía haberse convertido en el segundo. A su lado, Giacomo Agostini y Barry Sheen inclinaban sus motocicletas de carreras en un ángulo imposible.

Desde nuestro primer encuentro, aquel hombre empezó a expandir mi universo: yo tenía entonces diez años y me inicié en la física sin conciencia de ello. Por más que muriera en 1955, tres años antes de mi nacimiento, nunca ha dejado de estar a una distancia bastante grande —pero jamás infinita— de mi propia existencia. Con ciertos seres, el tiempo póstumo se convierte en tiempo vivo, sutil, nutricio.

Recuerdo que hubo una anécdota que me marcó. Cuando Eduard, su segundo hijo, le había preguntado por qué se había hecho tan famoso, él había respondido: «Cuando un escarabajo ciego camina por la superficie de una rama de forma curva, no percibe que el recorrido que hace también es curvo. Yo tuve la suerte de darme cuenta de lo que el escarabajo no puede ver». Aunque no acabé de entender del todo la frase, me dejó intrigado, sobre todo porque proseguía con extrañas consideraciones acerca de la curvatura del «espacio-tiempo» y la desviación de los rayos luminosos que pasan cerca de una estrella. Entonces, ¿el espacio-tiempo es curvo? ¿La luz no va en línea recta? ¿Y el tiempo también gira? ¡Menudo lío!, pensé, sin poder ir más allá debido a mis pobres conocimientos y limitado raciocinio. Sin embargo, mi imaginación se desbocó como un purasangre.

Con frecuencia, según dicen, este hombre no se ponía calcetines, o solamente uno, porque su gran dedo gordo del pie, muy cortante al crecerle la uña, siempre acababa agujereándolos. Y, aunque hubiera un cielo amenazador, se resistía mucho a llevar sombrero, pues aducía que el pelo se le secaba más rápido que cualquier cubrecabezas. Este argumento, según el cual uno puede prescindir tranquilamente de ciertas cosas que se estropean con demasiada rapidez o que no son indispensables, a mí me parecía tan extravagante como preciado, o incluso liberador.

Cuando llegué a la edad adulta, en los períodos de mayores excesos, traté de hacer mía una de sus poderosas frases, aunque sin nunca lograrlo verdaderamente: «Yo no duermo mucho, pero duermo rápido».

Su línea de universo, ya demasiado alejada de la de los vivos, hace imposible que nadie pueda caminar a su lado. Solo podemos seguir su rastro. Quizá el tiempo no sea más que la cuarta dimensión del espacio-tiempo, pero hay algo que lo hace diferente de las tres primeras: no podemos desplazarnos por él a nuestro antojo, como sí hacemos por el espacio. El pasado es el pasado, para siempre inaccesible desde el instante en que deja de ser presente.

Así pues, ¿cómo tratar con un ausente que te acompaña desde hace tanto tiempo?, ¿con una sombra tutelar cuyos pasos puedes oír resonando sobre el adoquinado del mundo? Cuando me asaltaba la idea de escribir, me dejaba convencer por todo tipo de objeciones, a cuál más inapelable, para no intentarlo: Albert Einstein es una figura monumental, un monolito imponente, en sí mismo una mitología inmutable; una especie de intelectual total, además de un héroe popular, al que se le han dedicado (en vida y tras su muerte) más de dos mil libros, millones de artículos y cientos de documentales; una persona tan fotografiada que su cara nos resulta igual de familiar que la faz de la luna; alguien a quien han esculpido, decorticado2 y profusamente catalogado; y un personaje que en el año 2000, entre una lista impresionante de grandes figuras, fue elegido por los lectores de la revista Time para simbolizar al «hombre del siglo xx».

Suficiente para dejarme paralizado. Si resulta que la albertología es ya una ciencia antigua y prolífica, ¿qué decir que no se haya dicho ya?

A falta de una respuesta convincente, se imponía ponerse en marcha, de una manera o de otra. Para empezar, decidí hacer un viaje en bicicleta.

En bicicleta, sí. La idea surgió cuando volví a ver, a raíz de un artículo, una famosa fotografía tomada en febrero de 1933 delante de la casa de su amigo Ben Meyer, en Santa Bárbara, California: Einstein tiene cincuenta y cuatro años, monta en bicicleta y sonríe. Hay en esa imagen una mezcla de grácil movilidad y de potencia intelectual, de vigorosa madurez y de frescura infantil. Al verla, tuve la impresión de que Einstein me saludaba. Como pie de foto, podía leerse este aforismo que se le suele atribuir de forma sin duda abusiva: «Con los hombres sucede lo mismo que con las bicicletas: solo cuando están en movimiento pueden mantener el equilibrio fácilmente». Entendí este comentario de sentido común físico-existencial como una invitación al viaje, algo que con cierto poema de Einstein, escrito al regresar de un paseo en bicicleta y que yo descubrí un día de marzo de 2015, se me hizo ya irresistible:

Jamás vi nada más bello.

En lo alto el sol, en nosotros la paz.

Todos los corazones, extasiados.

Y yo, sin recelo ninguno,

¡pedaleando como un bendito!3

 

_______________

2.   Inmediatamente después de su muerte, pese a la oposición expresa que él mismo formuló en vida, su encéfalo fue extirpado y seccionado en doscientas cuarenta láminas que se distribuyeron entre diversas instituciones, donde se las estudió minuciosamente con la esperanza de detectar alguna particularidad morfológica susceptible de explicar su genialidad, como si se tratara de un mecanismo insólito que por fin podía ser desmontado.

3.   Einstein escribió esta poesía el 18 de febrero de 1933, en California. Citado en SUGIMOTO, KENJI. Einstein, biographie illustrée. Trad. [al francés] Jean-Pierre Bardos. París: Belin, 1990, p. 128.

2

PEDALEANDO BAJO LA LLUVIA

Las personas a las que no les gusta la bicinos molestan, incluso cuando no hablan de ella.

MICHEL AUDIARD

Primavera de 2015. Lleno de impaciencia, con un cuaderno de notas en el bolsillo y un casco ya casi encajado en la cabeza, compré un billete de tren para Basilea, la puerta de entrada a la Confederación Helvética. Me proponía comenzar por la adolescencia de Einstein, por Suiza. Aarau, Mettmenstetten, Zúrich y Berna, las ciudades en las que vivió de los dieciséis a los treinta años, donde sus ideas fueron lentamente madurando, a veces en la adversidad, hasta producir unos auténticos fuegos artificiales en 1905, una explosión conceptual única en la historia de la física. Después iría a Praga, Bruselas, Amberes y De Haan. Porque fue en Europa donde Einstein se mostró más creativo, hasta que se vio obligado a abandonarla, en 1933.

¿Se trataba de una especie de peregrinaje? Yo no tengo alma de peregrino. Más bien era una tentativa ambulatoria, una suerte de inmersión dinámica en la historia por mediación de la geografía. Sobre todo, tenía la esperanza de que los lugares que Einstein había pisado conservaran, por un efecto de histéresis, un halo diferido pero perceptible de su presencia; como una especie de palimpsestos en los que se superpusieran diferentes capas de realidad, confundidas en el espacio pero separadas en el tiempo.

Después de tres horas de viaje en un tren de alta velocidad, llegué a buen puerto, o a buena estación, para ser más exactos. O quizá fuera la ciudad de Basilea la que se detuvo ante el tren, pues, en virtud del mismo principio de relatividad, ambas formulaciones son perfectamente equivalentes. Tras pasar la noche en un hotelito a orillas del Rin, apenas amaneció alquilé una sólida bicicleta roja y dos grandes alforjas negras que acoplé en el portaequipajes. Devolver el vigor existencial al pasado de Einstein recorriendo a velocidad humana el presente del espacio terrestre: esa era la idea. Dirección: Zúrich, pasando por Aarau. Zúrich, claro, porque allí está el Instituto Politécnico en el que Einstein cursó sus estudios de ingeniero; y Aarau, porque fue donde pasó —felizmente, según él mismo cuenta— su decimoséptimo año, pero especialmente porque allí se formuló la pregunta que más adelante le llevaría a la revolución relativista. Una pregunta extraña, a contracorriente del modo de pensar habitual en los físicos: en ella, el propio cuerpo entra en escena, proyectado por la imaginación en situaciones extrañas en las que continúa sintiendo y percibiendo. Una pregunta que nos hace, a nuestra vez, preguntarnos por qué caminos y en virtud de qué clase de locura pudo surgir en una cabeza tan joven. ¿Cómo percibiría yo la luz si estuviera montado en un rayo luminoso?, se preguntó. En esa situación, las ondas electromagnéticas que componen la luz me parecerían estacionarias, se dijo entonces. Sería un fenómeno imposible, pues la luz solo existe si se desplaza; nadie ha visto jamás un rayo luminoso inmóvil. Esta paradoja orientaría durante mucho tiempo la reflexión de Einstein. Nueve años más tarde, en 1905, en Berna, Einstein la sustanciará en una nueva teoría física: la teoría de la relatividad especial.

Parecía obvio, pues, que mi recorrido debía comenzar en la capital del cantón de Argovia, al pie de la cara sur del macizo del Jura: partiría de Aarau, la pequeña ciudad inaugural de uno de los más grandes vuelcos conceptuales del siglo xx.

En Suiza, las pistas para ciclistas entre dos ciudades o dos pueblos rara vez bordean las carreteras. Sus curvas toman una dirección tangente a través de campos y bosques, lejos de los coches y los camiones. Muy bien asfaltadas y mantenidas con esmero, forman un mundo aparte y apartado. Por supuesto, aunque por ellas el trayecto fuera más largo, decidí tomar las que unen Basilea y Aarau, pues tenía en mente una frase de Gérard de Nerval que me parecía un eco anticipado de la insólita urdimbre del espacio y el tiempo formalizada en la teoría de la relatividad especial:

Eso me dio la idea de volver a París porErmenonville, que es el camino más cortoen distancia y más largo en tiempo, aunqueel ferrocarril hace un codo enorme paraalcanzar Compiègne.4

Los desvíos suelen tener un encanto que no poseen los caminos más transitados. Excepto, quizá, cuando llueve a mares. Porque el hecho de que «el tiempo que pasa» sea relativo no impide que «el tiempo que hace» pueda ser execrable de la más absoluta de las maneras. Incluso un primero de mayo, en plena primavera.

Bajo una lluvia incesante, el día de la Fiesta del Trabajo, recorrí sesenta kilómetros de colinas, tan ondulados que al mismo Euclides le habrían hecho dudar de la pertinencia de sus axiomas. Las condiciones eran dignas de Gimme Shelter; lo que a alguien como yo, que soy un enamorado de las agitadas cumbres, tampoco le venía nada mal, pues me gusta el aire frío, cuando se alborota y arremolina. Es más, mis alforjas plastificadas eran completamente estancas, mis gemelos se mantenían elásticos y yo me sentía en plena forma. Estaba descubriendo la campiña helvética, plena de equilibrio a pesar del mal tiempo, con sus bosques, sus sólidas casas, sus laderas y el tañido lejano de las campanas. El camino espejeaba. Pedaleaba dentro de una postal mojada.

La consideración que otorgamos a la lluvia es relativa. Depende de las circunstancias y de nuestro equipo, desde luego, pero también del tiempo que dure. Cuando Chagall llegó a París en 1911, pintó una obra magistral, La lluvia, de la que siempre me acuerdo en cuanto algunas gotas de tamaño aún dudoso amenazan con aumentar la humedad del ambiente. La dinámica de este cuadro es ambivalente, incluso paradójica: el gris y el negro del cielo anuncian tormenta; en el centro de la tela, un árbol frutal de tronco arqueado. ¿A causa de una ráfaga de viento? Podría ser. Sin embargo, las hojas no se mueven. A la derecha, un hombre sale de una casa de madera y abre tranquilamente un paraguas, como si la lluvia fuera para él una broma sin malicia.

El mismo fenómeno puede observarse sobre una bicicleta. Al menos, al principio: la felicidad del pedaleo supera con creces la contrariedad del diluvio. Pero cuando la lluvia se prolonga acaba convirtiéndose en un pequeño tormento. Combinada con la velocidad, el agua se vuelve gélida y empieza a aguijonear, cegar y empapar; transforma la calzada en pista de patinaje, anula los frenos y hace castañetear los dientes. Entonces, la siguiente cafetería helvético-alemana cuyo letrero asome en lontananza se convierte en la adecuada; o incluso, por decirlo claramente, en una sucursal del paraíso. Por más que tengas los pies helados y la ropa chorree, se te acoge de forma bastante amable. Antes incluso de haber pedido nada, aparece un tazón de sopa, lo que constituye una violación del principio de causalidad (que exigiría el orden inverso). El tazón llega acompañado de dos o tres bromas de la patrona referentes al hecho de preferir hacer un esfuerzo de muerte, cuando uno bien podría «preferir no hacerlo», como diría aquel. Sales de allí exultante, después de «haber recuperado bien», como en tal ocasión podría decir un ciclista profesional. Tan convencido estás que aceleras y dejas atrás a ese pelotón ficticio y supervitaminado del que, supuestamente, te estás escapando. Pero la cosa no dura mucho. Bien pronto, el cuerpo se hace de nuevo el interesante. Tiembla, tirita bajo la lluvia que acribilla el suelo con pequeños proyectiles blancos. No obstante, sensible al desprecio y a la indiferencia que puede manifestarle su propietario, en cuanto comprende que nada puede hacer para ablandarlo o menoscabar su motivación, consiente en cumplir dócilmente con su cometido, sin lloriqueos, hasta el siguiente bar… Y, de ese modo, a base de tabernas periódicamente avistadas y de inmediato tomadas por asalto, a primera hora de la tarde iba a alcanzar mi primer destino: Aarau. ¡Hurra!

Con ojos extraviados, la cabeza hundida entre los hombros y a la velocidad en que lo haría un afilador, sigo el Albert-Einstein-Weg, un caminito asfaltado que discurre entre céspedes plantados de abedules, siempre junto al río Aar hasta la entrada de la ciudad, una vía cuyo mero nombre ya me revelaba que no me había perdido.

De inmediato, la singularidad del lugar se ofrece a la vista: amplios aleros con frescos llenos de color, los famosos Dachhimmel de motivos bíblicos, florales o artesanales que animan literalmente la ciudad desde el siglo xvi. La redoblada intensidad de la lluvia no me impedía ser sensible a la delicadeza de Aarau, a su carácter pintoresco.

Pie a tierra, como corresponde en las zonas peatonales, no tardé en llegar al centro histórico, donde deambulé por el corazón de la antigua fortificación medieval, restaurada y armoniosa, a través de callejuelas vueltas a pavimentar con losas y piedras naturales. Casas burguesas y más casas burguesas, en continua sucesión, imponentes y suntuosas. De pronto, al doblar una calle surgió, rasgando el cielo, un alto campanario: el de la iglesia de la Reforma.

Aarau es una de esas ciudades, grandes o pequeñas, que se apoderan de la mirada e inundan la conciencia, que desprenden una atmósfera propicia para las experiencias interiores. En ella, uno se siente como en casa, incluso aunque no la conozca en absoluto.

Gracias a un cúmulo casi milagroso de circunstancias, este pequeño refugio espiritual le ofreció a Einstein el antídoto contra la excesiva rigidez de la educación alemana que había recibido en Múnich, una educación que, por más que también él fuera alemán, se le había hecho insoportable.

 

_______________

4.   DE NERVAL, GÉRARD. «Las hijas del fuego. Angélique, Cuarta carta». En: Gérard de Nerval. Poesía y prosa literaria. Trad. Tomás Segovia. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004. (N. de los T.)

3

¡VIVA LA LIBERTAD!

En la luz del atardecer,me pareció que los años se confundíany que el tiempo se hacía transparente.

PATRICK MODIANO

Siendo la ciencia augural una ciencia mal cimentada, puede ocurrir que el devenir de la historia acabe desmintiendo radicalmente sus predicciones.

«Nunca llegarás a ser nadie», tronó cierta mañana de 1895 el profesor de griego del Luitpold-Gymnasium contra el alumno Einstein, quien protestó afirmando que él no había cometido ninguna ofensa. «Tu mera presencia hace que la clase no me respete»,5 replicó aquel pésimo visionario.

En Múnich, Einstein tenía la impresión de que los profesores de su instituto, aquellos sargentos, le eran hostiles. Una impresión, sin duda, fundada: «Mi mala retentiva para las palabras me causaba grandes dificultades —recordará—, pero me parecía absurdo luchar por evitarlo. Preferí soportar todos los castigos antes que aprender maquinalmente y de memoria».6

Por su parte, sus compañeros de clase consideraban a aquel joven de quince años como un fenómeno extraño, un chico de buena constitución pero que nunca golpeaba un balón, se mostraba reacio a correr y no se integraba demasiado. Les sorprendía también que leyera obras de divulgación científica que no se ajustaban a su edad, como los libros de ciencias naturales de Bernstein; Fuerza y materia, de Büchner; Cosmos, de Alexander von Humboldt; o el tratado de geometría plana de Spieker, todos regalos de Max Talmey, un estudiante de medicina sin un céntimo, quien durante varios años fue a comer cada semana a casa de los Einstein. Sus condiscípulos tampoco comprendían su falta de entusiasmo ante la inminente perspectiva de cumplir con el servicio militar. Einstein manifestaba una aversión instintiva a la violencia y la brutalidad. No le gustaban los desfiles militares, cada vez más frecuentes, por las avenidas de las principales ciudades alemanas. Detestaba el golpeteo de los talones claveteados y los herrajes de las cabalgaduras sobre el adoquín. Le resultaba odioso que los miembros del gobierno llevaran uniformes militares o que los conductores de taxi vistieran ropa marcial. Ese entorno le exasperaba e incluso acabó trastornándole los nervios, más aún cuando al cabo de unos meses hubo de arreglárselas él solo. Su familia había tenido que emigrar a Italia a causa de sus dificultades económicas, después de que el padre hubiera perdido un contrato para iluminar la ciudad de Múnich. El joven Albert visitó entonces al médico de cabecera, quien aceptó expedirle un certificado donde se notificaba que su salud exigía al menos seis meses de reposo junto a su familia. Einstein le pidió a su profesor de matemáticas una carta que atestiguara que sus conocimientos reales eran de nivel universitario, y acto seguido, en pleno año escolar, abandonó el instituto.7 Él ya sabía desde hacía tiempo que jamás podría adaptarse a una pedagogía fundada en el miedo, ni a una disciplina de hierro, ni a un modo de alimentar el intelecto que confundía el tocino con la velocidad.

Así pues, el 29 de diciembre de 1894, Einstein tomó el tren a Milán. Su padre, Hermann, ingeniero autodidacta, gran lector de Schiller y de Heine, dirigía desde hacía unos meses, junto con su hermano Jakob, una pequeña fábrica electroquímica (la Officine Elettrotecniche Nazionali Einstein, Garrone et C.) que había fundado gracias a la ayuda financiera de unos familiares de su esposa, instalados en Génova. A sus padres, estupefactos ante tanta audacia, el adolescente les anunció con toda firmeza que nunca más pondría los pies en Múnich. Tal decisión anulaba cualquier posibilidad de inscribirse algún día en una universidad alemana. Para tranquilizarlos sobre su porvenir, les garantizó que antes del otoño se prepararía por su cuenta para el examen de acceso al Instituto Politécnico de Zúrich, una escuela de ingenieros y de profesores de ciencias por entonces (y actualmente) muy reputada y que acogía a muchos estudiantes extranjeros. Y a esa tarea se aplicó, con determinación, durante varios meses.

Su hermana Maja, dos años menor,8 cuenta que su manera de trabajar ya era bastante sorprendente: en medio de ruidos y discusiones, era capaz de mantenerse al margen en una esquina del sofá, con papel y pluma; ponía el tintero en el brazo, con el consiguiente riesgo de volcarlo, y entonces se sumergía con tanta concentración en algún problema que las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor parecían inspirarle en lugar de molestarle. Toda su vida conservaría esa aptitud extraordinaria para estar en un sitio sin estar del todo allí, para ser capaz de reflexionar en cualquier circunstancia teletransportándose sin aparente esfuerzo a una especie de aislamiento mental que lo hacía invulnerable a la agitación del entorno. Incluso podía imaginar que se hallaba en otro lugar. Bastantes años después, un día de 1915, su nuera Margot, inquieta porque Einstein llevaba una hora en el cuarto de baño, lo llamó en voz alta. «Creía que estaba en mi despacho», le soltó mientras salía de allí. Había estado trabajando todo ese rato sentado dentro de la bañera. Medio siglo más tarde, en 1967, su segundo hijo, Hans-Albert, contaría en la BBC este recuerdo que tenía de su madre: «Los gritos de bebé más estridentes no parecían molestar a tu padre —me decía—. Él seguía trabajando como si el ruido lo hubiera dejado sordo».

Esa capacidad para emanciparse del alboroto, incluso del más atronador, para crearse un espacio aparte en cualquier circunstancia y no perder nunca el hilo, constituye sin duda una de las condiciones de la libertad intelectual. Permite emprender ese camino solitario que lleva a lo que otros, desde fuera, considerarán una «originalidad». También es, desde luego, el coste de abrirse camino hacia la creación. Pero, para Einstein, este coste parecía casi despreciable.

Algunos intelectos están construidos de ese modo: para ellos, no parece existir ninguna correlación, ninguna contradicción entre el tumulto y la concentración.9

Como Nietzsche, como Rilke, en realidad como muchos otros, Einstein sucumbió al encanto de Italia. Sus padres vivían en un gran apartamento en el palacio del príncipe Alberto Trivulzio, lugar en el que había recibido la condesa Clara Maffei, o donde se habían reunido los principales actores de la unificación italiana. El temperamento de los italianos le agradó al instante, su naturalidad, hedonismo y refinamiento. Hizo amigos rápidamente y, durante algunos meses, se dedicó a vivir: visitó museos, iglesias y galerías de arte, disfrutó de la música y las canciones que sonaban en las esquinas de cada calle. Descubrió «el país de sensaciones» que tanto estimaba Stendhal… A pie o en bicicleta, Einstein paseaba habitualmente por los Apeninos y por Umbría. Su familia se mostraba unánime: se estaba metamorfoseando. «La manera de vivir de los italianos —escribió su hermana—, los paisajes, el arte, todo le atraía y sería después objeto de nostalgia».10 Un rincón del corazón se había iluminado.

Esa apertura de Albert se hacía todavía mayor gracias a las discusiones que podía mantener diariamente con una de las personas que, siendo él aún niño, le habían revelado la belleza de las matemáticas: su tío paterno Jakob, brillante ingeniero diplomado en la escuela politécnica de Stuttgart, quien le solía plantear «acertijos» matemáticos. Cuando daba con la solución, el joven Albert gritaba como un futbolista que acabara de meter un gol. Además, Albert podía consultar las revistas de electrotécnica a las que estaba suscrito Jakob. Durante ese período en el que el alumbrado eléctrico se extendía por las ciudades de Europa, sobre todo en Italia, había un tema por el que sentía especial fascinación: las ondas electromagnéticas que componían la luz, cuya existencia había puesto de manifiesto el alemán Heinrich Hertz en 1888, diez años después de que el escocés James Clerk Maxwell predijera su existencia en el plano teórico. El carácter enigmático de estas ondas polarizaba el intelecto del joven, quien planteaba sobre ellas una sucesión de interrogantes. Por citar un ejemplo: «Un campo magnético externo, ¿podría modificar la velocidad de propagación de estas ondas en el espacio?».

No cabe duda de que Einstein inició en ese momento la larga búsqueda personal que ocuparía toda su vida, y lo hizo con esa fuerza con que el adolescente se arroja a una pasión.

En junio de 1895, unos meses después de su llegada a Milán, envió a su tío materno César Koch, también ingeniero e instalado en Stuttgart, una memoria de cinco páginas titulada El estado presente de las investigaciones sobre el éter en los campos magnéticos,11 redactada en alemán gótico en un cuaderno escolar. Einstein, que entonces tenía sólo quince años, enumeraba en la memoria los temas de investigación que quería explorar a lo largo de su vida. Todos estaban relacionados con la propagación de la luz en el espacio. Una de sus preguntas prefigura, en forma menos encarnada, la que formulará un año más tarde en Aarau, en la que se imagina a caballo sobre un rayo de luz: ¿qué pasaría si la luz emitiera luz? Pregunta que suscita otras: ¿cuál sería la velocidad de la onda emitida?; ¿podría ir más rápida que la luz emisora? Pero, entonces, ¿la luz iría más rápida que la luz? ¿Y qué pasaría si la luz emitida emitiera a su vez luz? ¿No podríamos construir así una escalera cinemática hasta el infinito? Preguntas increíbles, asombrosas, pues revelan en quien las formula una mezcla de alma infantil y cerebro adulto. Para Einstein, los conocimientos adquiridos, especialmente los que conciernen al modo en que los físicos piensan y describen la luz, jamás saturan ni agotan el cuestionamiento. Al contrario, lo activan.

Diez años más tarde, Einstein estará en condiciones de responder a las preguntas de su adolescencia, presencias fantasmagóricas, sombras obsesivas que anuncian sus obras futuras. En el verdadero genio hay fulgores y paciencia a partes iguales. La claridad final no se manifiesta sino después de una larga deriva, de rodeos indispensables, de monomanías aparentemente infructuosas, hasta que por fin, de golpe o casi, todo cambia.

Por encima de todo, Einstein amaba la reflexión, por su voluptuosidad, por el gozo que le procuraba. Pertenecía a esa clase de personas que detectan y aprecian el erotismo de los problemas: crear conceptos, afinar un estilo, perforar el pensamiento, someter la naturaleza que nos rodea a nuestros sueños; ésa es la base del trabajo. Y es también una fiesta, pero no se trata aquí de bombillas que se encienden, sino de impetuosidad, a veces incluso de insurrección del pensamiento.

Pero ¿qué es exactamente la reflexión? Dejemos que hable el lenguaje: en la palabra reflexión encontramos primero ese re y después flexión, lo que evoca justamente el trayecto de un rayo luminoso que surge de alguna parte, incide en una superficie y rebota. Este doble trayecto está presente en todo movimiento reflexivo: se trata de reflexionar sobre o a propósito de, pero también de dejar que el pensamiento rebote sobre sí mismo. Esta dinámica puede conducirnos a ideas nuevas, muy diferentes a aquellas de las que partíamos. Ahora bien, es precisamente con estos contrapuntos o contrapiés, con estos desajustes, con estos cambios de perspectiva con los que Einstein nutría todas sus meditaciones. Se trataba de un proceso sin fin, pues no existe pensamiento que extermine el poder de pensar o que neutralice la virtualidad del intelecto.

Pero tampoco nadie puede vivir mucho tiempo en una levitación existencial, sumido solo en el gozo de pensar. Vayamos donde vayamos, nunca nos alejaremos lo suficiente de la implacable realidad, y algún trozo acaba siempre por atraparnos. A medio plazo, acechaba una amenaza con fecha de vencimiento. En aquella época, una vez cumplidos los diecisiete años, todos los ciudadanos alemanes residentes fuera de su país debían presentarse para cumplir con el servicio militar. Si no lo hacían, se les consideraba desertores. ¿Al cabo de un año tenía que servir a la bandera?, ¿marchar al paso?, ¿reptar por el barro?, ¿disparar con el fusil?, ¿obedecer órdenes gritadas coléricamente? Él, que precisamente había huido de la disciplina germánica…

Durante una excursión en bicicleta por la región de Ginebra, Einstein tomó la única decisión posible: abandonar la nacionalidad alemana. De inmediato, siendo todavía menor de edad, le pidió a su padre que efectuara los trámites oficiales.

En los años que seguirían, sería un hombre sin patria, un apátrida, un desarraigado; no sería más que «hijo de padres alemanes».

El 8 de octubre de 1895, se presentó al examen de ingreso en el Instituto Politécnico de Zúrich, con la serenidad de la pantera que aguarda su momento. Solo tenía dieciséis años, dos años por debajo de la edad normal de admisión. Suspendió por culpa de las malas notas en las disciplinas que no le gustaban, la historia, las lenguas extranjeras, la botánica o la zoología, materias cuyo aprendizaje se basaba en una memorización perfecta. Pese a ello, sus aptitudes y conocimientos en matemáticas y física no pasaron desapercibidos a los examinadores, que lo invitaron a presentarse al año siguiente, con la condición de que mejorara en las otras asignaturas. Por consejo del director del instituto, Albin Herzog, y del profesor de Física General, Heinrich Weber, fue a Aarau para inscribirse en la escuela cantonal y obtener el certificado de «madurez», el equivalente suizo de la selectividad.

Múnich, Milán y Aarau: tres ciudades que marcaron, cada una a su modo, el destino de Einstein. Sobre un mapamundi, delimitan un triángulo curvo, casi equilátero, de unos trescientos kilómetros de lado.

 

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5.   El mismo Einstein cuenta esta anécdota en una carta de 1940 (HOFFMANN, BANESH. Einstein. Trad. Jesús Fernández Zulaica. Barcelona: Salvat, 1984, p. 34).

6.   Ibíd. p. 34.

7.   Determinadas instituciones demuestran que no son rencorosas: el Luitpold-Gymnasium fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial y después reconstruido con el nombre de… Albert Einstein-Gymnasium.

8.   Cuando sus padres le anunciaron que iba a tener un hermanito o hermanita con el que podría divertirse, Einstein, por una vez, no entendió bien y se imaginó que sus padres le iban a regalar un caballito de madera sobre ruedas. Cuando vio a su hermana Maja por primera vez, envuelta en mantillas, manifestó su decepción gritando: «Pero ¿dónde están las ruedas?».

9.   Montaigne aporta una de las formas más elocuentes de ilustrar este punto: «No hace mucho me encontré a uno de los hombres más doctos de Francia, entre aquellos que no son de mediocre fortuna, estudiando en el rincón de una sala que le habían cerrado con tapicería; y, a su alrededor, el alboroto desenfrenado de sus criados. Me dijo, y Séneca dice casi lo mismo que él, que sacaba partido de este estruendo, como si, golpeado por el ruido, se replegara y encerrara más en sí mismo para la contemplación, y como si la tempestad de voces rechazara sus pensamientos hacia su interior». (MONTAIGNE, MICHEL DE. «La experiencia». En: Los ensayos. Trad. J. Bayod Brau. Barcelona: Acantilado, 2007, libro iii, capítulo xiii, pp. 1616-1617.)

10.   EINSTEIN-WINTELER, MAJA. «La Jeunesse d’Einstein (1879-1901)». Trad. [al francés] Marie Artaud y Jean-François de Sauverzac. En: Albert Einstein. París: Seuil/CNRS, col. Sources du savoir, p. 14.

11.   The Collected Papers of Albert Einstein, vol. 1: The Early Years, 1879-1902, doc. 5 (bajo la dirección de John Stachel). Princeton: Princeton University Press, 1987.

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AARAU Y LA VIDA EN ROSA

¡Ah! ¡Juventud… juventud! […]Pasadme la botella.

JOSEPH CONRAD

La escuela cantonal de Aarau fue la primera escuela laica de Suiza. Construida a comienzos del siglo xix, sigue hoy activa en el número 91 de la Bahnhofstrasse, muy cerca de la estación.12 El edificio principal resulta impresionante, con sus hastiales escalonados y los grandes frescos de la parte inferior de los aleros. Tiene, además, una fachada de piedra con incrustaciones de cerámica; y, sobre la puerta principal, se distingue un águila de aspecto poco marcial, a punto de alzar el vuelo.

Con el casco bajo el brazo y el pelo chorreando, en plena tarde entré en la escuela como Pedro por su casa, mientras la vecina Francia, en cambio, sufría el rigor de un plan de alerta nacional «reforzado» que parece haberse convertido en su estado permanente. Presa de no sé qué impaciencia, subí sin dilación al primer piso y recorrí a zancadas el largo pasillo pautado por las puertas de cada aula. Por primera vez, me hallaba en un espacio que Einstein había frecuentado con asiduidad. Me parecía oír el eco de sus pasos. Una alucinación, sin duda, pero percibía algo, unas ondas dispersas y muy débiles que seguían agitando el tiempo presente de aquel lugar. ¿Podrían estratos diferentes de tiempo coincidir en un mismo espacio? ¿Enmarañarse, ligeros y transparentes, dentro de una especie de éter que nada tiene que ver con el que respiramos? ¿Un éter «modianiano»?

Esta escuela proponía una enseñanza liberal, fundada en las ideas que un pedagogo suizo, Johann Pestalozzi, había desarrollado en un libro titulado Cómo Gertrudis enseña a sus hijos. ¿Su credo? Que el aprendizaje ha de hacerse con alegría. Y, sobre todo, sin prisa, pues cuando hay demasiada precipitación, el pensamiento ya no propicia la claridad. Se trataba de suscitar en los alumnos un entusiasmo sereno, sin tensión corporal; de discutir de manera reflexiva los argumentos del profesor; de animarlos a pensar por sí mismos, a arriesgarse, incluso a equivocarse, pues los errores no son faltas morales, sino el auténtico combustible de la formación: identificados una y otra vez y corregidos, permiten pasar de lo incomprendido a lo comprendido.

En Aarau, incluso las matemáticas se enseñaban de forma original: los alumnos comenzaban por observar objetos y, acto seguido, utilizaban la imaginación para elaborar conceptos abstractos que pudieran aplicárseles. Un método emparentado con el que el gran matemático Alexander Grothendieck desarrollaría medio siglo más tarde:

Grothendieck introdujo una nueva manera de pensar, importante no solo para los matemáticos, sino para todo el pensamiento humano. Es una manera de pensar en la que se empieza por recopilar cosas simples, cosas absolutamente evidentes. Para él, lo más importante era siempre algo que tenemos a la vista. Y, en parte, su genio consistía en captar el potencial creativo de esas cosas absolutamente evidentes que cualquier otro habría pasado por alto, mientras que él se detenía en ello, lo formalizaba y lo convertía en algo extraordinario.13

No hay duda de que Einstein y Gronthendieck son primos hermanos, ya que ambos sabían abordar las cuestiones más complejas con mirada juvenil y obstinada profundidad. Simplemente contemplaban, se impregnaban de lo que veían, regresaban a la emoción que suscita el más ínfimo objeto real, y experimentaban su voluptuosidad, su individualidad. Sus ideas les venían del mundo primero, el de las sensaciones, las percepciones y la experiencia, para elevarse después al cielo de los conceptos, desde donde podían bajar de nuevo antes de volver a subir. Así pues, cosas vistas, ideas, visiones, todo se combinaba y se modificaba recíprocamente para formar un sistema de fuerzas interiores que dinamizaban su reflexión. Otro punto en común: la necesidad, en toda circunstancia, de sentirse libres, inalienables. Un puesto de funcionario o un título, los códigos o una simple etiqueta eran la clase de cosas que les hacía sentirse prisioneros.