Los perros y los sapos: subjetividad y lazo social en Costa Rica - Isabel Gamboa Barboza - E-Book

Los perros y los sapos: subjetividad y lazo social en Costa Rica E-Book

Isabel Gamboa Barboza

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Beschreibung

En esta investigación se hace un recuento, análisis e interpretación del proceso de denuncia de una asesora contra un diputado –por acosarla sexualmente–, con el fin de ilustrar la subjetividad y el lazo social contemporáneo en Costa Rica. Se encontró que el lazo social está atravesado por la existencia de una endogamia afectiva, intolerancia frente a las diferencias, demanda de una incondicionalidad, sentimientos de profunda desconfianza, circulación entre un tipo de lazo de autointoxicación y otro de arrasamiento, y un elaborado y sofisticado pacto sexual –intensamente denegado–. En resumen, un lazo excesivamente dramático, catastrófico y extremista, en el cual las posibilidades para enfrentar el conflicto y las diferencias parecen ser escasas.

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Los Perros

      y los sapos

subjetividad y lazo   social en Costa Rica

Isabel Gamboa Barboza

Inicio

editorial.ucr.ac.cr

editorialcostarica.com

Ver ficha catalográfica y créditos

Dedicatoria

Xiomara Villegas Badilla abrió una puerta que no se cerró más. A ella, a Xiomara, entonces.

Agradeciimento

Agradezco al Centro de Investigación en Estudios de la Mujer por posibilitar el proceso de investigación que dio pie a este libro.

Contenido

Inicio

Dedicatoria

Agradecimiento

Prefacio

Capítulo I.Introducción

Lo que se ha dicho antes

Lazo, subjetividad e instituciones

La subjetividad es algo que nos excede

Lo que, al amarrar, sostiene y mata: el lazo

La aterradora descendencia de Tetsuya Ishida: las instituciones

Por el daño la conocerás

Las cuerdas que amarran

La masividad en el dolor

Una corteza para resistir el viento: la felicidad

Cómo se hacen las cosas

Interrogar la realidad

Capítulo II.Los hechos

Aferrada a un roble en medio de la tormenta: buscando a Xiomara Villegas Badilla

El proceso

Capítulo III. Dar cabida a la felicidad

El deseo de ser feliz

Ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre

Los vínculos totales

La felicidad

Capítulo IV. El sufrimiento en el lazo

Me quiere, no me quiere: la inestabilidad del lazo

Las ruinas mortíferas

Lo pactado y lo negado

Ella o la suma de los daños

Capítulo V. Las instituciones producidas

Tragedia y sostén

Lo que no entra por las buenas…

Un cadáver en el ropero

El tanate

Los frutos del silencio

Capítulo VI. Conclusiones y reflexiones finales

Anexo

Guía de entrevista a personas funcionarias de la Asamblea Legislativa

Bibliografía

Fuentes primarias

Referencias

Notas

Ficha catalográfica y créditos

Comente esta obra

Prefacio

En este libro planteo la existencia de un lazo social contemporáneo en Costa Rica, caracterizado por una endogamia afectiva que privilegia a la familia consanguínea –pese a que ahí se suele encontrar mucho dolor– debido, en parte, a una intolerancia a las diferencias y a sentimientos de profunda desconfianza en las personas externas al círculo familiar, a quienes se les admite bajo requisito de una indiferenciación y con quienes se sostiene un lazo cercano o de total separación, lo cual da lugar a una relación excesivamente dramática, catastrófica y extremista.

Asimismo, propongo la prevalencia de una identidad grupal sincrética caracterizada por posicionar al grupo sobre la persona y, quizá por ello mismo, un escenario donde se pasa de la alegría a la desdicha de manera precipitada.

Pese a que todas las personas entrevistadas son católicas, no encontré rastros de discursos religiosos, por lo cual interpreto que podemos estar frente a un proceso de laicismo involuntario.

Finalmente, en este escrito demuestro con una sólida evidencia la existencia de un elaborado y sofisticado pacto sexual –intensamente denegado– por parte de los hombres en detrimento de las mujeres, el cual posibilitó, entre otros aspectos, que a Xiomara Villegas –la asesora perseguida sexualmente por un diputado y que es el hilo de Ariadna de este trabajo– le sucediera lo denunciado.

Fundamenté el estudio en el análisis del discurso de expedientes judiciales, entrevistas, publicaciones en la prensa y redes sociales, desde un enfoque feminista e interdisciplinario.

Capítulo I

Introducción

Cuando leí las noticias supe que ahí había una situación por investigar relacionada con una incógnita que me había obsesionado por años: ¿qué nos hace sufrir en Costa Rica?, ¿qué nos ocasiona felicidad? Se trataba de la denuncia interpuesta por una asesora contra un diputado, hecho que movió subjetividades, instituciones y lazos sociales y que, por eso mismo, era un evento ideal para analizar nuestra cultura, pues ofrecía un escenario tipo: su denuncia dio cabida a un proceso radical y desconocido en nuestro país, la denuncia de un diputado; pero además el hecho dio cabida a todo tipo de opiniones y reacciones –a favor y en contra– y generó muchas y variadas consecuencias para la mujer y subalterna que denunció –como la pérdida de su familia, el trabajo, el partido y las amistades–, pero también para la sociedad costarricense, pues el proceso fue pionero y abrió las puertas a sendas denuncias posteriores. Además, el hecho de que la Corte Suprema de Justicia dictara a su favor marcó un sentido del lazo y la subjetividad en doble vía: la restitución de la subjetividad de la denunciante y la prueba de que el lazo se tuvo que judicializar frente al fracaso de su simbolización.

En mayo de 2006 la abogada Xiomara Villegas Badilla1 inició su función como asesora del diputado Federico Tinoco Carmona, quien, a los tres meses, la intenta forzar explícitamente para que se involucre sexualmente con él. Tras la negativa de Villegas, Tinoco la despide, ella lo denuncia a lo interno de la Asamblea Legislativa y, posteriormente, en 2007, ante el Juzgado de Trabajo. Luego, en 2009, esta entidad absuelve al imputado al declarar sin lugar la demanda de Villegas, quien apela ante el Tribunal Superior de Trabajo. Finalmente, esta entidad revoca la sentencia del Juzgado de Trabajo y condena a Tinoco por hostigamiento sexual contra Villegas, además lo obliga a pagar, de forma solidaria con el Estado, la suma de 10 millones de colones por daño moral.

La forma de actuar del diputado Federico Tinoco Carmona con su asesora Xiomara Villegas Badilla ilustra el lugar que las mujeres ocupamos en el lazo en nuestro país; por eso, la primera pregunta que le dirige un periodista cuando ella acepta, después de muchos años, dar una entrevista a un medio de comunicación, es la siguiente: “Doña Xiomara, ¿quién fue la víctima en este caso, usted o el exdiputado a quien usted demandó?” (La Nación, 22 de octubre de 2012). Se la hace porque puede, porque Villegas seguirá siendo culpable pese a que, en el momento de la entrevista, los Tribunales le habían dado la razón.

En esta investigación me dediqué a estudiar algunas manifestaciones de la subjetividad y el lazo social en la sociedad costarricense contemporánea: en ella utilizo la denuncia de una asesora a un diputado por acosarla sexualmente, con el objetivo de profundizar cuáles estructuras de lazos sociales o quebradura de ellas –en términos de felicidad y sufrimiento subjetivos y de instituciones producidas– se dieron en dicho caso.

Los resultados del estudio de los rastros del acecho y captura de la asesora muestran que el proceso fue, a fin de cuentas, una cacería colectiva en la que participaron tanto personas en su carácter individual, como personas en su investidura institucional. Dichos mecanismos intentaron preservar una institucionalidad –sexista por demás– pasando por encima de Xiomara Villegas, cuya subjetividad fue arrasada mediante un proceso de transformación, el cual logró que su lugar como víctima fuera desconocido y, en lugar de ello, se le condenara socialmente como culpable.

Temporalmente afirmaré que el lazo es un concepto plástico y amplio que, según mi construcción teórica de él, permite una interlocución con una variedad de autores, autoras y vertientes (aunque en muchos casos no usen la palabra lazo), tal y como iré detallando a lo largo de ese documento, y que consiste en el vínculo entre dos o más subjetividades, es decir, personas, entre dos o más instituciones, o entre personas e instituciones. Este se caracteriza por un contrato, con reglas y normas, castigos y premios que van a depender de su contexto histórico.

Para esta investigación, revisé fuentes judiciales y legislativas, entrevisté a personal de la Asamblea Legislativa, al abogado de Villegas y a Xiomara Villegas misma. Además, analicé todas las publicaciones de prensa nacional acerca de la denuncia y construí un contexto nacional a partir de entrevistas y estadísticas del servicio de emergencia del 911. Las personas entrevistadas que permanecen bajo el anonimato son las siguientes: M, un hombre con gran cantidad de personal a su cargo; K, una mujer con gran cantidad de personal a su cargo, y R, una mujer sin personal a su cargo.

Los resultados los presento en seis capítulos, a saber: en el primero, incluyo la introducción, el estado de la cuestión, el enfoque teórico y la metodología; en el segundo, detallo y analizo los hechos; en el tercero, me detengo para discutir acerca del tema de la felicidad en el lazo; en el cuarto, hago referencia al sufrimiento en el lazo; en el quinto, argumento sobre las instituciones producidas; y en el último, presento mis conclusiones y reflexiones finales.

Como iré demostrando en las páginas siguientes, el caso Villegas contra Tinoco resulta importante de estudiar porque constituye un ejemplo revelador del orden sexual vigente en Costa Rica, de la manera en que se organizan y operan el sexismo y la misoginia para sostener a las mujeres bajo una fuerza violenta manifiesta en acoso sexual, pero también en los casos de una mayor cantidad de mujeres, generalmente, asesinadas por sus parejas. En el apartado sobre la definición y justificación del problema en estudio, detallaré el qué, el por qué y la importancia de este trabajo, se incluye un mayor desarrollo del caso; las preguntas que genera, tales como el tipo de lazo producido a partir de las condiciones que posibilitan el hostigamiento sexual; el golpe simbólico que significó la denuncia de una asesora a un diputado y los cimientos que movió; y un análisis de la atmósfera costarricense, relacionada con los sentimientos de infelicidad y las pretensiones de felicidad, a partir de las llamadas al servicio 911.

Lo que se ha dicho antes

Carmen Naranjo (1989) una vez afirmó que las personas en Costa Rica son individualistas por conveniencia, egoístas, resentidas, poco originales, machistas, inseguras, miedosas, desapasionadas, atemperadas, comodidosas, puntillosas, seres que requieren –como diría Heller (1996)– una restricción moral.

Así, machista, miedosa y comodidosamente parece haber reaccionado la mayoría de las personas que rodeaba a Xiomara Villegas (X. V.) –todas muy cercanas a ella– durante los años que tardó su proceso de denuncia. Tanto, que acabaron inculpándola y dejándola sola frente al enorme poder del Partido Liberación Nacional (PLN) y de la opinión pública.

Esa es una realidad que no da mucha cabida al optimismo –por lo menos no de entrada–, así que veamos algún detalle sobre lo producido más recientemente en Costa Rica para conocer cuál orientación puede tener nuestro ánimo con respecto al tema. En general, las investigaciones coinciden con que la nuestra es una cultura hostil frente a aquello que se cifra como diferente y, al mismo tiempo, peligroso (Jiménez, 2008, 2009, 2012; Vul, 2009; Pizarro y Torres, 2003; Smith, 2009). Esta es una sociedad donde existe violencia tanto contra el sí mismo como contra el otro (Fernández, 2009; Kaufmann y Jaime, 2009), donde hay violencia tanto en las calles (Sánchez, 2009) como en las instituciones (Ruiz, 2009; Kaufmann y Jaime, 2009; Vul, 2009; Jiménez, 2009). Dicha violencia es presentificada mediante la desconfianza, la estigmatización y la exclusión del otro (Jiménez, 2012; Vul, 2009, 2017) manifestadas, según un estudio cuantitativo realizado a hombres y mujeres de diferentes edades y sectores del territorio nacional, en la escasa relación que sostienen con las personas migrantes (Smith, 2009).

Pero en el acto de liquidar a otras personas, ¿nos expulsamos a nosotros mismos hacia una gran soledad? ¿Somos todas las personas de este país, solas, tristes, asustadas y enojadas como ese personaje de Faulkner (1977) que tenía toda la ciudad, la tierra y el mundo con sus tristezas solo para él? Muchas personas extranjeras, con una vida más negativa, más mala que la más mala vida de un tico (Jiménez, 2009), sí parecen tener en Costa Rica todo el mundo con sus tristezas. ¿En el fondo, participamos de esa soledad que X. V. tuvo que enfrentar por ausencia de solidaridad en sus vínculos más cercanos? Según algunas investigaciones, las dificultades en el vínculo se traducen en importantes sentimientos de aislamiento y soledad (Vul, 2009; Pizarro y Torres, 2003; Ruiz, 2009).

En el campo de lo propio –de la familia– otra investigación muestra cómo un grupo de jóvenes sostiene un vínculo familiar caracterizado por la soledad (Vul, 2009; Pizarro y Torres, 2003; Ruiz, 2009), una que es llenada por el grupo de pares y por el ordenador. Según el estudio cualitativo y exploratorio, acerca del papel del chat en las relaciones intersubjetivas de 13 adolescentes de un colegio privado del área metropolitana, las personas jóvenes prefieren relacionarse por chat, pues esto les facilita entrar en contacto sin ciertos riesgos como la timidez, la vergüenza y los prejuicios; además de gozar de anonimato y de mayores posibilidades de controlar lo que se escribe (Pizarro y Torres, 2003) y de apostar por un no ligarse a nada, como diría Vul (2009).

Precisamente, confirmando lo anterior, el trabajo de Vul (2009, 2011) con estudiantes de secundaria del área de San José, también halla un lazo social contemporáneo violento, encarnado, como pasaje al acto frente al fracaso de la palabra. Estos quiebran el lazo social; sin embargo, al mismo tiempo, son producto de quiebres anteriores, del imperio de la violencia: expulsiones de la familia y de la institucionalidad, con la estigmatización, los sentimientos de dolor, de abandono, de peligro y de rechazo que ello implica.

Esta ruptura del lazo social2 se manifiesta también en la violencia contra el sí, contra la propia subjetividad, mediante el dramático acto del suicidio que es producto, a su vez, de un intensísimo estado de sufrimiento. Fernández (2009) considera las estadísticas de suicidio en los últimos años y descubre que la mayoría de los suicidios tienen un origen amoroso, es decir, tienen que ver con el sentirse no querido. Así, según esta investigadora, el suicidio se da en una sociedad que no logra sostener al sujeto a través de los vínculos sociales.

Según las investigaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2013) alrededor de 800 000 personas se suicidan al año y el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo etario de 15 a 29 años en todo el mundo y está relacionado, entre otros factores, con los problemas con personas cercanas.

Además, la disolución del lazo se manifiesta, según una investigación basada en el análisis de noticias y archivos judiciales y en la observación no participante, en la violencia que se da en las calles (Sánchez, 2009). Asimismo, hay un lazo roto en el acto de renuncia (expulsión) del colegio. Al irse, las personas jóvenes se van también de los vínculos sociales con sus pares; se van por la gran ausencia de lazo con los profesores y las profesoras, quienes, a su vez, tampoco pueden estar en lazo debido a la naturaleza del sistema educativo (Kaufmann y Jaime, 2009). De manera concluyente, afirma Kaufmann, los jóvenes se van del sistema educativo porque no hay posibilidad de construir lazo, porque su subjetividad no tiene cabida ahí.

La destitución del otro es aún más dramática cuando se trata de personas nacidas en Nicaragua. Jiménez (2012, 2009, 2008) ha encontrado que las relaciones establecidas con las personas nicaragüenses parten de fuertes sentimientos de desconfianza y temor, los cuales acaban dando paso a un trato humillante y excluyente, a una ausencia de acogida humana. Este autor asegura que en Costa Rica existen personas y grupos que actúan como si la migración extranjera ocasionara la destrucción institucional y cultural; como si su presencia destruyera esa idea que ciertos costarricenses tienen de que viven en un país habitado por personas semejantes a sí mismas, hospitalarias, blancas, pacíficas, excepcionales, vallecentralinas, trabajadoras, sencillas, quienes no requieren de nadie más.

A la par del chovinismo, prevalece una ética individual –comodidosa y egoísta, diría Naranjo– basada en no cumplir con obligaciones colectivas, pero sí en esperar que las otras personas sí lo hagan y generen, con su cumplimiento, beneficios que le sean extensivos (Jiménez, 2012).

Sin embargo, investigaciones como las de Jiménez (2009) ofrecen elementos que complejizan el horizonte, pues descubren la existencia de gente ingrata y desconfiada, sí, pero también hospitalaria y humana; gente que se siente completa y rechaza desde esa supuesta completitud, también, pero igualmente gente –sobre todo mujeres– que pueden encontrarse a sí mismas y a otras personas, en el vínculo.

En el mismo sentido, entre los estudios cualitativos alrededor del lazo social en América Latina, tenemos los de Petit, Cilimbini y Remondino (2017), realizados durante 2014 y 2017 en un barrio de la ciudad de Córdoba, Argentina. En ellos, mediante la aplicación de entrevistas a sus habitantes y la revisión de la prensa gráfica local, se estudiaron algunas situaciones de violencia y muerte donde hubo personas jóvenes involucradas.

Entre los principales hallazgos que encontraron Petit, Cilimbini, y Remondino (2017), producto del análisis de la prensa gráfica, destaca la manifestación de una violencia que llamaron “abuso mediático”, caracterizada por usar la estigmatización y desvalorización de la población en estudio, que tuvo como una de sus consecuencias la fragmentación en los vínculos sociales y un aumento en la dificultad del lazo social. A ese respecto, determinaron que las noticias constantemente se referían al barrio y especialmente a las personas jóvenes, asociándolas con situaciones de violencia o muerte, y que los resultados de dicho discurso mediático afectaron las subjetividades de sus habitantes, por ejemplo, produjeron malestar en estudiantes y docentes, quienes notaron los estigmas y estereotipos negativos de los cuales eran objeto y frente a ellos intentaban diferenciarse. Además, hallaron evidencia de que las desvalorizaciones permanentes deterioraron los sentimientos de pertenencia a la comunidad y fragilizaron el lazo social, por ello algunas familias cambiaron de colegio a sus hijos e hijas y otras manifestaron su deseo de vivir en otro lado.

Por su lado, Beech y Larrondo (2013) hicieron una investigación cualitativa intitulada Identidades colectivas, nación y escuela: implicaciones en la construcción de lazo social, en la que estudiaron seis casos: una escuela pública del centro de la Ciudad de Buenos Aires, una escuela de un barrio popular de sectores vulnerables, otra de un barrio cerrado de Buenos Aires, una escuela rural de los valles de la provincia de Tucumán, una en la frontera con Brasil y una escuela privada con programa de bachillerato internacional. A partir de su estudio, ofrecen una serie de reflexiones conceptuales acerca de la construcción de identidades colectivas en la escuela, relacionadas con el lazo social, entre las que destacan la existencia de un contexto donde prevalece una fragmentación social, económica y cultural, en particular, con prejuicios y xenofobias que dificultan la integración de la diversidad.

Siempre en el tema del lazo social, López y Lora (2014) realizaron una investigación cualitativa, mediante la aplicación de entrevistas a 20 personas bolivianas, 10 mujeres y 10 hombres, migrantes en Granada, Carchuna y Calahonda, España, para indagar en las consecuencias de dicha migración en su subjetividad. En primer lugar, López y Lora encuentran entre los principales motivos para migrar, junto a los económicos, conflictos familiares, tales como las rupturas de pareja.

En segundo lugar, López y Lora (2014) detallan que entre las consecuencias de la migración estuvieron las vivencias de discriminación, la explotación laboral, la separación de la familia, sentimientos de soledad y la obligación de cargar con el estigma de ser diferente y no pertenecer. En el caso de las mujeres que migraron y dejaron a su familia, esto fue vivido como un error o fracaso en su papel de madres, pero, paradójicamente, las mujeres también pudieron encontrarse como sujetas, pues, en España conocieron otros significados según los cuales su palabra encontró una escucha.

Además, Orbe y Tipán (2017) analizaron los elementos fundacionales de la sociedad posmoderna que tienen relación con situaciones psíquicas asociadas al sufrimiento en el Ecuador. Entre sus conclusiones destacan a un sujeto con proliferación de síntomas tales como la anorexia, la depresión y las adicciones, que conviven con un aumento en la oferta de fármacos. Estos autores señalan, en particular, que la sociedad ecuatoriana sostiene el lazo social sobre la premisa de una responsabilidad social que borra al sujeto de su propia responsabilidad. Así, sería un sujeto que, en vez de propiciarse ayuda, la busca en otras personas. Orbe y Tipán citan como ejemplo de esto los casos de personas que pierden su casa en catástrofes naturales y recurren a los canales de noticias para exigir que las autoridades le den una casa nueva. Para los investigadores, el lazo social ecuatoriano se sostiene sobre lo que llaman un “acto de fe que es la sociedad”, de la que esperan reparación constante, pero de la que obtienen viejos y nuevos síntomas y sufrimientos.

El lazo social también fue investigado, en este caso, en relación con el suicidio en México, en el estudio de Hernández y Flores (2011), cuyo análisis abarca desde los años 1950 hasta la fecha, según los registros de estadísticas vitales recogidas por el Registro Civil. A partir de ahí, pudieron establecer que, en los últimos 50 años, el suicidio ha venido aumentando en México, sobre todo en hombres jóvenes y ancianos. En opinión de Hernández y Flores, este aumento es un resultado probable de algún proceso social que, mediante el suicidio, encuentra una manera de manifestarse. Las edades de los hombres que más se suicidaron son los jóvenes entre 15 y 34 años y las personas mayores de 65 años, quienes, además, según las cifras disponibles en México, en 2008, se suicidaban alrededor de cinco mil personas cada año, debido, de acuerdo con el Instituto del Seguro Social, a que estos hombres estaban pasando por depresiones, ansiedades, soledad, estrés y desesperanza, entre otros.

Hernández y Flores (2011) sostienen que, para el caso de los jóvenes mexicanos, los suicidios pueden estar asociados con que su futuro no es promisorio debido a las pésimas condiciones del país. Así, alcanzado un cierto nivel de estudios, los jóvenes ven mermadas las oportunidades de seguir estudiando, saben que tienen pocas posibilidades de encontrar un empleo, independientemente de su grado académico, y si lo hacen, es de su conocimiento que recibirán salarios tan bajos que no serán suficientes para satisfacer sus necesidades económicas.

En el mismo tema, Nel (2016) investigó el suicidio en niños y adolescentes en Colombia y encontró, de igual manera, un aumento en las cifras, pues, para el 2015 se dieron 2068 suicidios, 10 % más que en el año anterior, y 48,74 % de ellos en el grupo de edad de 15 a 34 años. Además, para el grupo entre los 10 a los 14 años, la tasa por cada 100 000 habitantes fue de 1,73, y en el de 15 a 17 años, de 5,72. Con respecto a las causas de suicidio, Nel determinó que, entre los 9 y los 16 años, son factores determinantes, la depresión y ambientes familiares agresivos, además de sentimientos de soledad y el abuso sexual, entre otros.

Finalmente, en Chile, Araujo (2013) estudió empíricamente el lazo social en relación con las percepciones sobre la igualdad en la sociedad chilena y estableció un vínculo entre los contenidos de la igualdad y la percepción de las desigualdades según factores históricos determinados; en particular, lo que ella denomina una nueva ola expansiva, desarrollada en las últimas décadas, ligada a dos efectos fundamentales: una mayor y variada demanda de igualdad jurídica, política o social, que nombra como igualdad interactiva o igualdad en el lazo social; y, además, una percepción mayor de las desigualdades que se dan en el lazo social.

Además, Araujo (2013) descubrió un detalle novedoso: la igualdad se traduce en una demanda muy común para que la horizontalidad esté presente en el lazo social; específicamente, un deseo por un trato horizontal en las vinculaciones simétricas y en las asimétricas. Estas manifestaciones estarían asociadas a una denuncia de las actitudes verticales, la jerarquía y el abuso. Así, por ejemplo, su estudio comprobó que recibir un trato descortés y ofensivo por parte de las jefaturas superiores en los ambientes laborales se vuelve inadmisible para las personas entrevistadas.

Los resultados de los trabajos consultados estimulan, cuando menos, una interrogación que abona al tema de esta propuesta de investigación: ¿cuál tipo de lazo social es posible construir en la modernidad, específicamente en un país cuyos habitantes viven en instituciones que no logran contenerlos amorosamente –como en el caso de X.V., abandonada por su familia, sus amistades y sus colegas–, lo cual provoca constantes desencuentros con el “otro”, hacia quien quizá se desplaza un malestar que no se quiere reconocer como propio? El recuento también evidencia que hace falta desarrollar y problematizar los conceptos de subjetividad y vínculo y ubicarlos en su producción cultural costarricense.

Lazo, subjetividad e instituciones

El químico y escritor italiano Primo Levi (2002) termina la presentación de su libro Si esto es un hombre –un texto donde narra sus experiencias en un campo de concentración– diciendo que considera innecesario aclarar que no inventó nada de lo que escribió en él. Con su frase, al negar, confirma. Por lo común, el peso del poder que cae sobre las víctimas es tan formidable que tiene como efecto inmediato la autodesautorización; por eso, casi todas las víctimas son descreídas y deben convencer de que no mienten, como Levi.

Así, la subjetividad pasa, como veremos enseguida, por convencer de que se es quien se dice y de que se ha vivido lo que se atestigua. Además, en el lazo, parecemos estar frente a otras personas que nos jalan y sacuden esperando ver qué cae de nuestras ropas, en un gesto, el cual hace pensar que su propia subjetividad depende de que la nuestra se derrame de los bolsillosdel pantalón, hacia el piso. Las mujeres, en particular, tenemos una subjetividad sitiada por un dominio masculino cuyo alcance tiene proporciones pulpescas, estas incluyen todas las dimensiones laborales, intelectuales, reproductivas, domésticas, simbólicas y materiales.

En este apartado se abordan las maneras en que la subjetividad se construye, siempre a partir de la mirada ajena y, por eso mismo, transitando entre el apego, la subordinación y el dolor. De seguido, me referiré a la naturaleza del lazo, incluyendo las estructuras jerárquicas, las cuales indican quién importa y quién no, las demandas que se depositan, las fragilidades en el vínculo y el sufrimiento que produce. Posteriormente, discuto sobre las instituciones, su configuración, la manera en que administran los lazos, la elección de víctimas y la construcción de alianzas y el sufrimiento en su interior. Por último, discurro sobre la felicidad desde un punto de vista antropológico, filosófico, literario y psicoanalítico.

La subjetividad es algo que nos excede

La subjetividad, entendida como la idea que cada persona tiene de sí misma y del mundo en el que habita (Bleichmar, 2005), es un concepto construido desde varias disciplinas: el psicoanálisis, la sociología, la filosofía, la psicología y la historia, por citar algunas; implica una relación de ida y vuelta con las instituciones; se sitúa en un lugar y un tiempo determinados; y por ello, se produce colectiva e históricamente.

Esta subjetividad partiría, de acuerdo con Franco (2014), del hecho de que el ser humano no es un ser social, es uno que odia todo aquello que, por diferente, lo contradiga, uno que no quiere saber de nadie más que de sí. Es la sociedad, continúa este autor, creada por las mismas personas que ella crea, la que hace lo propio por empujar la superación de esa exterioridad recíproca tan común en el resto de los animales, a través de significaciones en los discursos de las otras que, no obstante, dejan intacta la ambivalencia del lazo: el hecho de que la presencia de las demás personas produce malestar, pero también placer, porque nos cuida y nos crea.

Para Franco (2014), la ruptura de la significación en la ajenidad se manifiesta en las actitudes racistas o machistas, por ejemplo, que constituyen un regreso de la exterioridad recíproca. Como si dijéramos que, ante actitudes tan groseras y ofensivas, como las cometidas por el diputado contra su asesora, volviéramos a la Edad Media, cuando el filtro social era menos severo en cuanto a la consideración y el buen trato (Elias, 1987).

Un poco menos pesimista que este psicoanalista contemporáneo, Durkheim (1982) consideraba que las relaciones entre personas y la constitución de cada individualidad están profundamente determinadas por los hechos sociales –definidos por él como aquellas ideas y aquellos comportamientos irracionales– frente a los cuales cada uno se sujeta un poco coercitivamente, un poco por el amor, y un poco por necesidad. Según este teórico, los hechos sociales son transmitidos a cada persona por la sociedad sin que aquella pueda transformarlos volitivamente, por lo que cada una tendrá una subjetividad que, con ciertos rasgos propios, estará, sin embargo, marcada por la sociedad; es decir, por los hechos sociales. Dicha marca implica que cada ser humano tiene funciones u obligaciones, las cuales constituyen una solidaridad básica que puede ser dañada solo por la quebradura de las leyes morales y jurídicas, y esta produce –diría Durkheim– una situación anómica que equivaldría a lo que para Lacan (1972) constituye la ruptura del lazo.

Como para Durkheim (1982) el hecho social solo se produce en sociedad y no de forma individual, habría una preexistencia del lazo sobre la subjetividad. Tanto para él, como para Freud, la sociedad se impone a las personas y las une mediante la moral o las obligaciones. La moral –el super yo diría Freud– es lo que nos ata, según Durkheim. Esto implica que se requiere un lazo para unir lo social, de manera que los actos de cada persona estén sujetos a idénticas normas y valores que obligan a la solidaridad, es decir, a estar en atadura. Por lo tanto, el lazo produce normas, pero estas producen lazo, en un movimiento de ida y vuelta.

Este lazo no es parejo, pues, en el caso de las mujeres podemos decir que no amarra, ahorca. Históricamente, las mujeres hemos sido mandatadas a proveer de cuido vital a los hombres y hemos sido puestas en el medio de ellos como moneda de cambio que les ha permitido hacer pactos (Pateman, 1995; Rubin, 1986). Así, la subjetividad femenina tendería, debido a un lazo que constriñe, a ser más sofocante que la de los hombres. Asimismo, es desplazada de grandes áreas del conocimiento (Amorós, 1991); tener que hablar bajito y con un hilo de voz, disculpándose de antemano con frases tan comunes de escuchar en ambientes públicos tales como “voy a decir una tontera”; “seguro que no es así, pero”; “yo no sé, pero”; o ser callada y ridiculizada en una reunión de trabajo, como lo demuestran muchísimos estudios (Chira, 2017); ver nuestro cuerpo semidesnudo montado sobre la tapa del carro que se quiere vender o verlo tirado y violado en un matorral y ser golpeada y asesinada por el marido o el exnovio o ser, en fin, el objeto de violencia favorito de los hombres a través de la historia (Walkowitz, 1995); son parte de una subjetividad femenina, de ningún modo de la masculina.

Esa necesidad de amarraje –utilizo esta palabra en su doble sentido, de amarrar y del pago de impuestos, para resaltar que el lazo implica sujetarse a alguien y a algo y pagar un precio en esa sujeción–3 que Durkheim advierte irremplazable para que la sociedad pueda funcionar, también la encuentra Freud (2007), pero no en función de la sociedad, sino de las personas. Él afirmó que, dada la fragilidad psíquica humana, necesitamos liarnos entre sí, sobre una base libidinal, para sostenernos en compañía, aunque en medio de una trágica contradicción: quienes nos acompañan son también quienes más nos hacen sufrir.

En la misma dirección, Delumeau (1989), para quien también buscamos a las otras personas no por voluntad, sino por la necesidad, asegura que el fracaso en dicho vínculo origina –tanto en el nivel individual como colectivo– sentimientos de angustia e inseguridad que se manifiestan en actos agresivos, [debido a nuestra capacidad de dañar llamada el “dios oscuro” por Lacan (1991)] en una suerte de compensación por no obtener la satisfacción de nuestro deseo.

Del mismo modo, Lacan (1972) reconoce la existencia de una ligazón entre las personas, originada por la falta –para Lacan esta origina el deseo– que todo individuo padece, solo que para él, dicho lazo tiene lugar en el discurso.

Por su parte, Butler (2009) establece que la subjetividad se constituye a través de una cierta subordinación y apego afectivo primario que le permite a la persona su existencia. Según ella, el poder, requisito ineludible de la subjetividad, completa dicha existencia en un movimiento, casi paradójico, de rechazo de eso mismo que le funda: la sujeción mediante las reglas, con el afán de encontrarse desde una identidad distinta: en tanto la otra persona me funda o me hace posible, me resisto a ella, pero al hacerlo me niego a mí misma. Tras ese mecanismo contradictorio y enredado, surge, para Butler, la raíz del cuestionamiento al orden establecido. Así, el sujeto, al dar cuenta de sí, también lo hace de sus actos, de lo que lo amarra, de lo que puede transformarlo.

De igual forma, Roudinesco (2000) propone que la sexualidad, la muerte, las pasiones, el inconsciente, la locura y la relación con las demás personas, son los elementos principales que forman la subjetividad; una subjetividad neurótica que lleva a cada persona a encerrarse en sí misma, con la fantasía de poder gobernarse; a rodearse de objetos en lugar de personas: tratamientos farmacológicos, libros de superación personal, redes sociales o deportes, en un afán por negar su sufrimiento y sus pasiones, con ello da lugar a un lazo impedido por dicha subjetividad que no tiende puentes, sino que los levanta al rodearse con objetos.

Lo que, al amarrar, sostiene y mata: el lazo

Como expondré detalladamente a lo largo de este acápite, el concepto de lazo, igual que el de subjetividad, debe ser rastreado en varias disciplinas. La sociología, la filosofía, el psicoanálisis, entre otras, han ido configurando significados que, desde mi interpretación, apuntan al lazo como aquellos mecanismos culturales, subjetivos e institucionales mediante los cuales las personas nos relacionamos y nos afectamos mutuamente.

La vida en compañía sería brutal si nos lo dijéramos todo, me lanzó un colega un día, como reacción frente a mi constante señalamiento del daño que produce el vínculo, de todo lo que no se dice, pero se hace. Sin saberlo, él estaba nombrando uno de los fundamentos del lazo social: la denegación. Por eso, sus palabras trajeron a mi mente aquellas de Jacques-Alain Miller (2015) en El retorno de la blasfemia: “en ninguna parte, nunca, desde que hay hombres que hablan, fue lícito decirlo todo” (párr. 2).

De suerte que en toda relación hay algo que sobra, que cuelga, que se chorrea porque no se habla o, precisamente, para no hablarse. En palabras de Kaës (1989a), no hay vínculo sin pacto denegativo. Es decir, no hay relación que no se sostenga –en parte– debido a lo que niega o esconde. Dicho pacto tiene la singularidad de que él mismo es silenciado, pues precisamente lo que calla este es la diferencia: reconocer que hay un acuerdo para secretear ciertos aspectos que alteran la uniformidad sería, en sí mismo, la admisión de dicha ruptura. Para decirlo de otro modo, se calla lo tercero, es decir, la diferencia, el entre, lo que se produce entre dos personas, y solo entre esas dos personas, pero no pertenece a ninguna.

En nuestros países, la expresión “la basura se barre debajo de la alfombra” da cuenta del pacto denegativo (Kaës, 1989a), también lo ilustra –salvando las distancias estéticas– el hermosísimo poema de Kavafis, “Aristóbulos”:

Llora todo el palacio, llora el rey, desconsolado se lamenta el rey Herodes, toda la ciudad llora por Aristóbulos, tan injustamente ahogado mientras jugaba con sus amigos en el agua (...) Se lamenta y llora Alejandra su desgracia. Y una vez que está a solas su dolor se libera. Grita; delira; injuria; maldice. (...) Y no puede hacer nada, que esté obligada a fingir que cree sus mentiras; y que no pueda recurrir a su pueblo, ir y llamar a gritos a los judíos, y decirles, decirles que un crimen ha sido cometido (Kavafis, 2011, p. 101).

El pacto de denegación es una formación presente en todos los vínculos institucionales: familiares, grupales, de amistad, que fija en el lugar de lo irrepresentado y lo imperceptible todo aquello que tambalee dichos vínculos. Por eso, se calla el horror que surge cuando se da un incumplimiento institucional de cuidar a sus integrantes; por ejemplo, se silencia cotidianamente la violencia dirigida contra las mujeres al interior de sus familias, la discriminación simbólica y económica en el trabajo y la academia, se silencia también uno de los pactos más poderosos sobre el que se sostiene nuestra sociedad: el pacto que hacen los varones para repartir y administrar a las mujeres.

Para Amorós (2005), el campo de la política es un lugar fundamental en este pacto entre hombres, pues en él se excluyó a las mujeres del ágora, en la antigua Grecia, y con ello se les negó la posibilidad de hablar en su propio nombre y se les redujo al lugar de objeto doméstico.

La teórica política Carol Pateman en su estudio sobre el contrato social, es decir, sobre los principales conceptos del pensamiento filosófico y político occidental y los textos clásicos en los que se fundan, demostró que ese supuesto soporte de las sociedades modernas, no nos incluyó a las mujeres como sujetas: “El contrato originario es un pacto sexual-social, pero la historia del contrato sexual ha sido reprimida” (Pateman, 1995, p. 9).

El pacto implicó el acceso sexual de cualquier hombre sobre cualquier mujer:

La dominación de los varones sobre las mujeres y el derecho de los varones a disfrutar de un igual acceso sexual a las mujeres es uno de los puntos de la firma del pacto original. El contrato social es una historia de libertad, el contrato sexual es una historia de sujeción (Pateman, 1995, p. 10).

Según los teóricos clásicos del contrato social que Pateman analiza, las mujeres no podemos sumarnos a la sociedad civil porque no tenemos las capacidades necesarias, que sí tienen los hombres, para hacerlo: “He sostenido que el contrato original es un pacto fraternal (…) tienen también en común como hombres, el interés de respaldar los términos del contrato sexual y de asegurarse que la ley del derecho sexual masculino continúe siendo operativa” (Pateman, 1995, p. 144). Esto es, en el contrato sexual los hombres se atribuyeron el lugar público y el poder de tomar decisiones, incluso sobre las mujeres, quienes quedaron en la esfera doméstica, al servicio sexual de los varones y al cuido de su progenie, ambas acciones aseguradas gracias al contrato del matrimonio.

Lo anterior quiere decir que estos teóricos del contrato social no desconocían las implicaciones de organizar de determinada manera aquello conceptuado como femenino y aquello aceptado como masculino; que, como señaló la misma Pateman, supieron hacer uso de ellas para construir un orden que dejaba por fuera a las mujeres. Esto es muy importante porque a menudo, para justificar lo establecido por la sociedad, se alega que temas como la discriminación contra las mujeres no podían ser visibilizados sino hasta ahora.

Un contrato como ese y su vigencia se pueden interpretar como una “necropolítica”, concepto desarrollado por el filósofo Achille Mbembe (en el que, paradójicamente, no incluye abiertamente a las mujeres), y cuya idea central es que unas vidas cuentan más que otras: “En este caso, la soberanía es la capacidad para definir quién tiene importancia y quién no la tiene, quién está desprovisto de valor y puede ser fácilmente substituible y quién no” (2011, p. 46). Sobra decir que en el pacto sexual, fundamento de nuestras sociedades actuales, las mujeres estábamos del lado de quienes no tenían importancia, cuyas vidas eran substituibles.

Para Mbembe (2011), este tipo de poder, que él denomina necropoder, opera, entre otros elementos, gracias a la existencia de una dinámica de fragmentación territorial y una prohibición de acceso a ciertas zonas, que en el caso de las mujeres puede ser ejemplificada por el uso de la violación, el acoso sexual y el acoso callejero como armas que acorralan espacial y temporalmente: quedarse dentro de sus casas, no salir de noche sin estar acompañadas de un hombre y no transitar por ciertos lugares. Acerca de estos discursos de peligro sexual, la historiadora Judith R. Walkowitz (1995), en su libro La ciudad de las pasiones terribles, afirma que la idea de que las mujeres corrían peligro sexual surgió en el Londres de finales del siglo XIX, entrelazada con los discursos legales, científicos y médicos de la época, que intentaban controlar el sexo y las relaciones sexuales en general.

En la misma dirección, el antropólogo Claude Lévi-Strauss (1969) confirmó, mediante sus estudios de diferentes comunidades, que las estructuras de parentesco se sostienen sobre el hecho de que las mujeres son puestas en circulación entre los hombres como objeto de mediación y de alianzas entre ellos; como parte de un sistema de intercambio de regalos en el que ellas constituían el regalo más preciado, según sus palabras. Entonces, el contrato sexual genera un lazo en el que las mujeres somos depredadas en un terreno de caza con las reglas establecidas de antemano.

En otro orden de ideas, es posible que uno más de los aspectos que se deniega sea el vacío producido por las expectativas sin llenar. Mayormente, esas expectativas se relacionan con nuestra propia subjetividad o, para decirlo de otra forma, con cómo esperamos que otras personas nos hagan o nos completen sin tocarnos, sin causarnos ningún resquebrajamiento, en una especie de operación que consiste en tomar sin dar, de gozar de las ventajas de la compañía sin dar nada a cambio. Esto es lo que dice Kaës cuando se refiere a que las instituciones borran la individualidad: “nos vemos apresados en el lenguaje de la tribu y sufrimos por no hacer reconocer en él la singularidad de nuestra palabra” (1989b, p. 15).

Según Kaës (1996) este sufrimiento es originado en el hecho de que cada persona desea inscribirse en las instituciones en busca de estabilidad y validación. Por eso los vínculos tienen formaciones específicas que incluyen las alianzas de todo lo que permanece reprimido y otorgan seguridad a las personas en tanto no saben o no quieren saber nada de sus propios deseos. Pero, a veces, la ligación muy pegada esconde la disyunción y la fisura; y la denegación, que reniega de los límites, de lo imperfecto y se niega el sufrimiento, sobre todo (Roudinesco, 2000).4

Uno de los principales aspectos que se deniega son las instituciones mismas, definidas por Bleger como un conjunto de “normas, pautas y actividades agrupadas alrededor de valores y funciones sociales” (Bleger, 1989, p. 78). Las instituciones se niegan porque el hecho de pensar en ellas es pensar en que son irreparables, irremediables, tragedia y sostén: “la institución nos precede, nos sitúa y nos inscribe en sus vínculos y sus discursos” (Kaës, 1989b, p. 16). Estos se niegan porque pensarlos es desrromantizarlos y, sin romance, cuesta más sostenerlo, en el sentido de que es más fácil pensar que la familia es la familia y no preguntarse sus orígenes históricos y económicos.

Sin embargo, ¿por qué nos sometemos al lazo social, al parecer, de buen grado? ¿Quiénes adoptan el contrato? Por la promesa de encontrar en él un sostén que nos libre de las tragedias. Así es, por más que no se diga nada de que se sacrifica algo de la subjetividad a cambio de alguna ganancia institucional, y nadie hable de que el lazo parece ser una operación de dar y tomar, el incumplimiento de la promesa institucional, a cambio de nuestra restricción, nos sorprende vulnerables:

Entramos en la crisis de la modernidad cuando hacemos la experiencia de que las instituciones no cumplen su función principal de continuidad y de regulación (…) Pero, lo mismo que las civilizaciones que ellas sostienen, las instituciones no son inmortales. El orden que imponen no es inmutable, los valores que proclaman son contradictorios y niegan lo que las funda (Kaës, 1989b, p. 18).5

Asimismo, como lo asegura Kaës (1989b), las crisis producen como reacción un machaqueo obnubilante y repetitivo de ideas fijas, oposición a lo nuevo, entre otros aspectos, tal como veremos en los ataques de los que fue objeto Villegas, cuando con su denuncia amenazó la estabilidad grupal.

Este lazo social, o grupalidad, para Bleger (1989), consiste en: “un conjunto de individuos que interaccionan entre sí compartiendo ciertas normas en una tarea” (p. 67). Según este teórico, la grupalidad se produce al menos a partir de dos tipos de vínculos: la sociabilidad sincrética, que se caracteriza por imponerse como una matriz básica y preverbal al grupo, sin admitir individuación (por ejemplo, el público de un cine), en la medida en que los sujetos son sujetos solo por su pertenencia al grupo; y la sociabilidad por interacción, en la cual cada persona que integra el grupo participa desde su mismidad en función de un trabajo en común: “cuanto mayor sea el grado de pertenencia a un grupo, mayor será la identidad grupal sincrética (en oposición a la identidad por integración). Y cuanto mayor sea la identidad por integración menor será la pertenencia sincrética al grupo” (Bleger, 1989, p. 76).

Según iré mostrando en este trabajo, la identidad grupal sincrética en Costa Rica es muy fuerte; por ejemplo, las cada vez más abundantes congregaciones religiosas, las instituciones que funcionan como sectas, en las que no se puede criticar lo que no anda bien, sin recibir un castigo; las comunidades virtuales, sobre todo aquellas que se dedican a luchar contra algo; los partidos políticos y, por qué no, los movimientos sociales. Sobre este tipo de relación, dirá Han que: “El espacio virtual que transita también ofrece poca resistencia, la cual procedería del otro. Funciona como espacio de proyección, donde el individuo de la Modernidad tardía se relaciona, fundamentalmente, consigo mismo” (Han, 2016, p. 140).

En los grupos burocratizados, que operan no como un proceso sino desde la petrificación, la sociabilidad sincrética es mayor:

El grupo se ha burocratizado, entendiendo por burocracia aquella organización en la cual los medios se transforman en fines y se desatiende el hecho que dichos medios se debían únicamente a unos objetivos determinados. Al hacer esto, el grupo encubre su sociabilidad sincrética, y favorece la repetición (Bleger, 1989, p. 61).

Otto Kernberg (1996) apunta que muchas grupalidades existen de palabra, con el objetivo de beneficiar a las mayorías, pero lo cierto es que su función primaria se limita a dar trabajo a un grupo y proporcionar solaz a dichas burocracias, y que, al interior de estas instituciones, quienes ostentan las jefaturas sin demasiada capacidad, suelen protegerse de las personas subordinadas competentes, tratándolas con agresividad, autoritarismo, desconfianza y engaños.

Señala, del mismo modo, que cuando en las instituciones existe algún peligro: “se dejan caer todos los frenos morales en un combate de todo o nada por la supervivencia. No hay ningún límite a lo que podría hacerse para protegerse de los peligros de un ataque” (Kernberg, 1996, p. 102). Esa misma gente, vaciada del poder de decidir y de crear, alimenta, dice el autor, “una explosión de necesidades narcisistas [que se ponen de manifiesto en cuanto la persona tiene un poco de poder] es proverbial la arbitrariedad y el sadismo con que tratan al público los burócratas, particularmente aquellos que ocupan posiciones subalternas” (Kernberg, 1996, p. 107).

Si bien es cierto que las instituciones tienden a cambiar, como señala Kaës (1989b), estos son cambios históricos a largo plazo; en los plazos cortos, más bien tienen una resistencia al cambio; Bleger asegura incluso que: “toda organización tiende a tener la misma estructura que el problema por enfrentar y para el cual ha sido creada” (Bleger, 1989, p. 79). Como si dijéramos que nuestras instituciones educativas se caracterizan por un personal docente ayuno en una formación intelectual sólida, interdisciplinaria y actualizada.

Y es por eso que se acalla tanto la diferencia, porque ella habla, en realidad, de las instituciones mismas; es, por decirlo así, un síntoma que apunta a lo que está mal: