Los Resurrectores - Félix Giménez Noble - E-Book

Los Resurrectores E-Book

Félix Giménez Noble

0,0

Beschreibung

El Valle de Andrómeda había nacido sobre un tablero de arquitecto, pero resultó que los kilómetros y kilómetros de pista de nieve tersamente pisada, en realidad no fueron construidas, sino que –simplemente– surgieron. Los dioses, sorprendidos, exigieron entretenimiento. La adrenalina de los velocistas terminó de asentar las pistas. Pero lo que llevó a Andrómeda a la popularidad mundial fue el altísimo promedio diario de contusiones y fracturas entre los usuarios. Eso fue al principio, durante la temporada inaugural. Después siguieron los accidentes fatales. Después dejó de nevar. Sobre las paralizadas instalaciones de Andrómeda, se iban a acumular los días interminables de la agonía del Valle de Andrómeda. Ex-Centro de esquí, ideal para olvidados de la mano de Dios. Nada para hacer, ya que ni nieve hay. Le sobrará tiempo para darse cuenta de que, usted, su única vida, la tiró a la basura. Venga a conocernos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 255

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Félix Giménez Noble

Los resurrectores

PRIMERA EDICIÓN

Agradecimientos

Una fría noche de invierno, hace ya años, en el Golf Club, Marina Mosenkis puso a descansar su saxo hasta la siguiente entrada y dejó enfriar su sandwich tostado. Por teléfono, había prometido confiarme los pormenores de esa intimidad única que tiene con la boquilla de su Conn Selmer. Comenzó la lección diciéndome: “Es como echar fuego por la boca”.

Mi novela nacía.

Un tiempo después, cuando llegó lo del accidente, Laura Pugnali me consiguió el informe de la Junta de Investigaciones.

Cuando los personajes agotaron sus andadas y Los resurrectores encontró su punto final, Martín Cabrales la llevó a Planeta, editorial que, por esos tiempos, no publicaba narrativa.

Ediciones Biebel, deferente para conmigo, aceptó publicarla.

A todos ellos, muchas gracias.

 

El autor

PREFACIO

Esta novela no es fácil de catalogar. Es cierto que su contenido se arraiga en el género fantástico; pero el desarrollo de la acción produce, al leerla, la ansiedad típica de la narrativa de misterio. La conjunción de ambos efectos, el suceder imposible y la incertidumbre, ponen a prueba la entereza del lector. Para continuarla, deberá confiar incondicionalmente en las pistas que, aunque sutiles, el autor no omite sembrar sin pausa a lo largo de todo el relato.

Otra peculiaridad reside en la manera de contar la sucesión de acciones realizadas por los personajes. La narración es, en efecto, consignada desde dos puntos de vista; en realidad, dos mundos. Cada capítulo delimita un ocasionamiento empeñado por desafiar la percepción de la realidad. En el anverso de Andrómeda, la lógica formal asoma en fragmentos de conversaciones que mantienen los responsables de haber puesto en marcha, sin saberlo, los extrañísimos sucesos de la montaña. Tal el contrapunto entre los iniciados en la ceremonia invernal, y la banalidad de un jet-set citadino fastidiado por el asombro.

El relato incluye algo que podría considerarse innovador, en el caso de que se lo perciba. Los roles protagónicos no se limitan a la conducta –muchas veces enigmáticas–, de los personajes (Sibila, Krebs, Mervin, Penelóp, Eva y demás). Circunstancias como accidente, símbolos, como tren y sucedáneos (medios de elevación, telesillas o remontes para esquiadores) y terrores atávicos como la caída (como hecho real y hasta metafórico; la caída en desgracia), insisten en interceptar al argumento como emisarios de un destino aciago, tal vez para que el lector, al igual que los personajes, en ningún momento se descuide.

Así es como Giménez Noble propone una curiosa convivencia entre ciertos seres atravesados por el dolor y condenados a la fatalidad, y un universo de banalidades formales colonizado por aquella clase social de avezados navegantes de lo superficial en la vida.

Por eso, también el epílogo de esta novela acaece en una clave infrecuente. Sobre todo, porque es en ese sincicio de intereses creados que el lector atisbó apenas, y tras bambalinas, entre capítulo y capítulo, esa voz que lava las emociones y que es capaz de trasuntar indiferencia, donde más allá de la suerte de la montaña y sus veladores, se produce la redención más inesperada.

La de un personaje tan angélico como tangencial, que, aunque cabrón por apellido, se transforma en vencedor del dolor, la miseria y la ignorancia.

 

 

Margueritte Sepúlveda Rouffiac-Tolosan, 2021

Velar se debe la vida

De tal suerte,

Que viva quede en la muerte

 

Jorge Manrique

Coplas a la muerte de mi padre

Primera parte

capítulo 1 ANDRÓMEDA

Are you lonesome, tonight

Do tou miss me, tonight…

Elvis Presley1

 

 

Le podía pasar algo.

En ningún momento lo había pensado. Ni cuando cubrió los primeros kilómetros, ni al comenzar la etapa de la cordillera. Trepar las montañas le era familiar. A ella, las cosas de la altura se le habían hecho propias; hielo y precipicio, los caminos de cornisa. Cuando tenía tres años, sus primeras tablas la liberaron de la gravedad; cayó en la cuenta de que podía volar. Estaba en el Jardín de Nieve del Cerro, y esta vez no fue muy lejos. Pero al descubrir la pendiente, supo que crecería entre la velocidad y el abismo. Es precisamente la necesidad de ese estado de borde lo que iba a impedir que tuviera una vida de esas que parecen normales.

Ahora, mientras anochece y el camino desenrolla el último recodo, una sombra oscura le ha saltado encima y está hincándole los dientes. Le podía pasar algo. No un percance, o un accidente en la carretera. Es otra cosa. Se ha instalado entre el corazón y los pulmones y no la deja respirar. Apunada. Los dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Tenía que ser eso.

Pero no se lo creyó.

Le podía pasar algo. Eso era exactamente lo que sentía. Pensó en la oscuridad, en el silencio. Es la soledad. Sin embargo, estar sola nunca le había afectado. Cada decisión se asume en soledad. Lo supo de niña, al irse de la casa, y también cuando el martes último acordó con Silberstein que velaría por Andrómeda. Entre ambos acontecimientos, pasaron años en los que Sibila tomó muchas decisiones. Pero no se dio cuenta de que a la soledad sólo la disuelve el amor; si no, se acumula como la nieve. Luego inventa atajos para cobrar ventaja. Hasta que un día cualquiera –en que te has levantado de buen humor–, llegás esperanzada adonde el camino pega la vuelta, y allí está, esperándote cual acreedor fastidiado de que se burlen de él.

Desde los bordes del agujero, una tierra negra se desmoronaba hacia el pozo sin fondo. Cubrirlo era imposible.

 

Hizo avanzar la camioneta por el terraplén. La grava crujió bajo las cubiertas. Al girar, las luces de los faros habían barrido la tiniebla, desenterrando las edificaciones principales de El Valle: los hoteles, el apart, la proveeduría y el centro comercial. El dormitorio de los empleados no estaba a la vista.

Cuando se bajó, el frío de la Cordillera le pegó en el pecho. Nada que ver con el paisaje que vendían las agencias de turismo. En los posters, Andrómeda era un cuento de Navidad; la magia de la nieve. Pero al final del milenio la nieve se había agotado, y el valle no parecía otra cosa que un cráter en la luna. Techos acanalados, feas estructuras de metal; todo plantado entre guijarros. Por supuesto que ningún árbol. Por supuesto que una oscuridad maldita.

Por supuesto que nadie.

Sibila dio dos pasos hacia el borde. Más inquietud. Más sola que Neil Amstrong, pensó. No se lo había imaginado así. Las luces del auto demarcaban una breve zona. El más allá –en cambio–, no tenía límite ni referencias. Faltante sin aviso, una línea que dividiera el cielo de la tierra, en el caso de que Andrómeda tuviera cielo. Se le había pasado por alto preguntárselo a Silberstein la única noche que lo vio. Desde el penúltimo piso de Le Parc estás tan cerca de las estrellas, que das por descontado que brillan para todo el mundo. En la espléndida velada, Andrómeda había sido apenas una palabra. En realidad, era una tumba.

 

Era importante inspirarles confianza (siempre Sibila-que-necesita- trabajar). Cuidaría de Andrómeda, aun sin saber lo que era. Lo demás la tenía sin cuidado: le ofrecían la oportunidad perfecta para volver a convertirse en una piedra. Aunque fuera para conservar el estilo. ¿Habría –acaso– un sitio mejor que Andrómeda para hibernar?

Pero no había contado con esta sensación. Cuando su presencia se concretó en El Valle, la realidad vino con yapa. Le podía pasar algo. Y eso sí que, tratándose de ella, era toda una novedad.

 

Comenzó a descender hacia el valle con recelo, el cambio en segunda velocidad y los ojos fijos en el hielo de la calzada. Cuando la pendiente se suavizó un poco, allí volvían a estar Cabreras y Luciana mirándola con amabilidad, apreciando –casi–, los modales de ella abriendo el estuche del saxofón.

El restaurant de Puerto Madero no era el mejor lugar para tocar jazz. Los verdaderos protagonistas del lugar eran: el salmón marinado con eneldo, la silla de cordero y salsa de menta y el magret de pato, los cuales, a diferencia del jazz, reclamaban cero de improvisación. Al desfilar por la más clásica de las vajillas, se llevaban toda la dignidad al estómago de los comensales. Ninguno de estos platos había decepcionado nunca al cliente más pretencioso. “Someone who watch over me”2 y “I‘ll be seeing you”3 no llegaban a la altura ni de un acompañamiento. En primer plano: ruido de tenedores y cuchillos. Lejos y muy débil, sin protestar casi, la música humillada, las horas perdidas en el conservatorio: Sibila y su pasión solitaria. Pero hacer música en un mundo casi siempre de sordos no era lo peor. Ocurre que ella misma tiene la audición tan extremadamente desarrollada (y no solamente hablando en el sentido musical) que puede escuchar conversaciones mantenidas en voz baja desde una distancia considerable. Esta susceptibilidad se potenciaba en lugares concurridos y solía complicarle su desempeño musical. A veces dudaba de que las voces le llegaran desde afuera. Pero ¿y entonces? Ahora, por ejemplo, mientras está ajustando la boquilla del saxo, en la mesa más próxima: no voy a dejar de ir al estreno de ninguna manera, ella es mi amiga / ¡Por eso le tocás el culo cada vez que la tenés cerca! O la mesa grande junto al ventanal: se lo dije hace dos meses al francés que los capitanea: hay que tirarles abajo la licitación / es el único camino / los otros están decididos…

Brusco silencio. La camioneta recorre la breve avenida mientras Andrómeda apaga las voces, la música, y hasta la sonrisa de Martín Cabreras. Sibila cuenta una, dos, tres edificaciones y se detiene ante Odín. Esas eran las órdenes. En ese hotel estaba el cuarto de electricidad, el corazón de la fuerza motriz de El Valle. Desdeñó un gesto de preocupación y buscó la linterna. Antes de bajar del vehículo, le vinieron a la cabeza unas notas, tapizándola por dentro. Para que no tenga frío, pensó la saxofonista. Para que no se sienta sola, –la voz de la esquiadora–. Para que no tenga miedo, confesó la mujer.

Destrabó las cerraduras, abrió las puertas y chocó contra una densidad oscura. El encierro. No es más que el olor a encierro. La creatura deforme la rodeó. Perfumes… perfumes distintos y rancios. El aliento cargado del despertar. Frituras y desodorante, olor a cuerpos; sobre todo, mucho olor a cuerpo. El aire hizo un ruido raro y la viscosidad se perdió rumbo a la montaña. La tumba estaba abierta. Los gases se habían ido a buscar el aire. Solamente faltaba exhumar el cadáver. Sibila miró en derredor, como tratando de determinar hasta dónde llegaría el cuerpo. El paisaje de postal también había entrado en descomposición. El bello rostro de El Valle –ahora despellejado de nieve–, era una mueca tiesa de piedras y guijarros. Casi una calavera.

 

El Valle de Andrómeda había nacido sobre un tablero de arquitecto, pero rompió a la vida cuando lo tocó un rayo: el genio divino de Silberstein. Levántate y anda, habrá dicho el financista. Y las pistas, desarrollándose como alfombras de nieve mágica. Los plegamientos de esa parte de la cordillera resulta que, desde el Paleozoico, echaban de menos la batuta del Creador. Durante su construcción, los conductores de las excavadoras vivieron en permanente asombro. Allí donde el trazado auguraba que –para continuar la pista– habría que dinamitar la montaña, a último momento aparecía la exacta pendiente que no solamente permitía sortear el obstáculo, sino que, además, le agregaba al camino gracia natural y ecológica distinción. Así resultó que los kilómetros y kilómetros de pista de nieve tersamente pisada por los infatigables “ratra”, en realidad, no fueron construidas, sino que –simplemente– surgieron. Los dioses bostezaban y necesitaban entretenimiento. Así que fue en homenaje a ellos que se las bautizó, y en la inauguración se vieron colmadas de torneos y competencias. El último retoque a las pistas de esquiar lo pondría la excitación del público. La adrenalina de los velocistas terminó de asentarlas. Pero lo que las llevó al más inimaginable nivel de popularidad mundial fue el altísimo promedio diario de contusiones y fracturas entre los usuarios. Eso fue al principio, durante la temporada inaugural.

Después siguieron los accidentes fatales.

 

Someone in the night, searching shadows around.4 La voz de Carly Simon, con su timbre original y pleno, pero adentro de su cabeza. ¿Cómo es que se pueden evocar tan fielmente los sonidos? Cuando hablaba Martín Cabreras, por ejemplo, siempre le hacía pensar en un locutor, aunque él era, básicamente, empresario y hombre de mundo. Un muy buen hombre. ¿Qué hubiera sido de ella en la etapa del Village si El Ángel –como le decía todo el mundo– no la hubiera ayudado? Ya mismo le hablo a Woody para que toques con él (en realidad la que conocía a Woody era su esposa). Resultó, y, además de los lunes había quedado estable, y pagó el alquiler atrasado y volvió a comer. De veras había estado perdida en New York. Aunque ella no lo sabía. ¿Se trataría de lo mismo esta vez? ¿El Ángel poniéndola a salvo? La insistencia en presentarle a Silberstein había sido de él, aunque también en eso Sibila intuía la mano de Luciana. Así fue como, en Quartier Le Parc, recibió –del dueño y señor de El Valle–, las coordenadas precisas. La ruta a Mendoza y el alunizaje en Andrómeda correrían por cuenta de Sibila. Había comenzado a sospechar que los riesgos, también.

 

En principio parecía algo simple. Durante un invierno en que había nevado hasta en Buenos Aires, para Andrómeda corría la tercera temporada consecutiva de nieve ausente sin aviso. Las antorchas de la Fiesta de la Nieve sin encender era el menor de los detalles, pero el que mejor simbolizaba el desastre. Lo que –en cambio– se acumulaba sobre las paralizadas instalaciones del El Valle, eran los meses. Andrómeda caía en picada, Sibila entendió que Silberstein no había decidido (aún) negociarla como chatarra. Y aunque así fuera, lo mejor sería que las construcciones y servicios se conservaran en el mejor estado posible. Allí es donde ella entraba en acción. Su encuentro con Silberstein la había diplomado.

Sibila Mosen, campeona de descenso en shoes,5 salió de Le Parc especializada en vaciar tazas de inodoro y prender las pocas lámparas que aún no estuvieran quemadas para que el conjunto de Andrómeda no se viera así de mortecino. También debería darle un poco de cuerda a los medios de elevación –cosa que los engranajes no se oxiden–, y ventilar. Sobre todo, eso: ventilar. Por si llegara el momento en que aparecieran compradores, que no los espante el mal olor.

Sibila ha abierto las puertas de Odín. El ambiente a encierro, diluido, cede su espacio al punzante frío de la montaña. Es la primera vez que duda de que El Ángel le haya hecho un nuevo favor.

Pero no será la última.

 

La audición no era la única sensibilidad extraordinaria de Sibila. Aunque las otras capacidades no resultaban fáciles de describir, y mucho menos, de clasificar. Sibila empezó a prestarles atención (a prestarse atención) la noche que los ojos de su madre se atoraron. En ese recuerdo está viendo cómo se le congela la mirada y también se ve a sí misma, zamarreándola para que vuelva a parpadear.

Su madre en otra instantánea, de pie, en la vereda de la calle Corrientes. Corren buenos tiempos, por lo menos para comer. Con su saxo acompañando a la Sosa no será jazz, pero. Y aplauso; mucho aplauso. El último acomodador cierra, detrás de ella, la última puerta. Point of no return.6 Después de tanto tiempo, su madre otra vez, mirándola como siempre. Es por eso que me fui: por la forma en que me mira. En la calzada, taxi tras taxi arrastrando hambre de pasajero. Se zambulliría en uno para que la lleve a millones de años luz. Quizá a la galaxia de Andrómeda. Aunque, esto último, todavía no se le ocurre.

A partir de ese encuentro, se habían visto alguna que otra vez. Hasta que Sibila le cuenta un recuerdo: su padre detrás de la pequeña barra que adornaba el living, el rostro rojo de indignación, los rugidos primero y las lágrimas después, un dibujito animado, piensa Sibila.

–¡No puede ser! –dice la madre. Y siente ante su hija un temor extraño. Ahora se le atascarán los ojos. Sibila está relatándole la escena en que su papá se enteró, ella apenas caminaba, y cuando cumplió dos años, al soplar las velitas, ya no hubo papá.

Después, la madre comenzó a mirar el reloj. Cuando se despidieron, supo que no se volverían a ver.

La segunda ficha le cayó durante un largo viaje en cierto transporte urbano. Tenía veintisiete años y más que suficiente de correr la coneja por Amsterdam. Como la larga ausencia se le presentaba como una especie de borramiento, el primer sábado después de llegar prometía para un City-Tour; resignificar su Buenos Aires más o menos querido y sentir que dos años no es nada.

El ubicuo colectivo de línea partió de su escuela primaria, llevándola hacia la casa de su primer novio, y pasando por los tres lugares en los que había vivido, la biblioteca en la que –de adolescente–, solía refugiarse cuando le atacaba el acné, su cine predilecto, el sanatorio donde le enyesaron el primer fémur, la oficina de Aerolíneas que la rechazó, el Café Tortoni y el Mono Villegas, y el vacío que dejó en San Telmo su profesor de piano Miguel Ángel Estrella (¡otro ángel!).

Sibila como pasajera única de bólido a puertas cerradas precipitándose hacia la terminal del infierno.

La tournée tuvo, para ella, gran valor didáctico (nunca es tarde y dicen que el saber no ocupa lugar). Mientras Sibila se daba, una y otra vez, la cabeza contra su vida, el colectivo la retenía como un chaleco de fuerza. Algún día tenías que despertarte, amiguita. ¿De veras que no te habías dado cuenta? Otra que “Una cosa no hay y es el olvido”. Georgie 7–que adoraba el asombro–, con vos lo hubiera pasado bomba.

La certidumbre le encasquetó la cabeza y la revelación, aunque no la mató, la dejó paralizada. Tenía un defecto congénito. Así como hay personas que no pueden comer habas, ella no podía digerir los acontecimientos porque le faltaba la enzima de la memoria. Dicho en términos sencillos, era incapaz de recordar; al menos como el resto de la gente normal. La incertidumbre de cada mudanza, el dolor de la fractura expuesta, la vergüenza por sus frustraciones, todo, absolutamente todo estaba allí. La percepción del más mínimo detalle asociado con esas vivencias despertaba los sucesos inalterados. Como si el tiempo no los hubiese tocado y estuvieran sucediendo. Era como vivir en carne viva. Sin esperanzas de cicatrización.

A puertas cerradas, el colectivo rastrilló la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Cuando todas las fundas de todos los sillones fueron retiradas, y hasta el más mínimo adorno prolijamente desembalado, el motor se detuvo y lanzó un último estertor en la encrucijada de la avenida Santa Fe con la calle Bulnes, ante la Clínica Marini. Allí había nacido Sibila. El edificio tapiado y abandonado le confirmaba que no había vuelta atrás.

Como ahora ante Odín, sola y perdida en la oscuridad. Someone in the dark, chasing shadows around…

¡Al diablo!, hubiera querido decir la esquiadora, mientras las rodillas le cosquillean esperando la largada. Y aunque no pudo hablar, prendió la linterna y entró al hotel, rezando porque las luces todavía funcionaran.

1 Estás sola, esta noche, acaso me extrañas, esta noche…

2 “Alguien que me cuide.”

3 “Te estaré viendo.”

4 “Alguien en la noche, cazando sombras alrededor...”

5 Velocista

6 “Punto sin regreso.”

7 Alusión a Jorge Luis Borges.

EN PATIO

Silberstein estaba como loco, dice Martín, sus amigos, re-serios, y claro, es de no creer, nieve desviándose, nieve llevándole la contra a una inversión más que millonaria, también te caga a vos, se le ocurre a uno, pusimos el café, Cabreras puso el café, pero, a ver, con lo de Nueva York compensamos, pero se debe estar pudriendo todo, son tres años, ahí fue una mina, mandamos a una persona, nada, no sé que va a hacer Silberstein con esto, y qué va a hacer una mina con ese muerto, y con ese frío.

capítulo 2 EL COLECTIVO

De los sos ollos tan fuertriemente llorando

tornava la cabeça y estávalos catando.

Poema dell Mio Cid. El exilio

 

 

Si no me hubieran dicho que era el amor

Yo hubiera creído que era una espada desnuda.

Rudyard Kipling

 

 

Tardó veinte años.

Pero finalmente, el espejo le había robado a su esposa. Quizá los hijos que nunca llegaron. Quizá la invasión de la imagen, que, cada vez más, nos acorrala contra el fin de siglo. Quizá: principio de incertidumbre que regiría, a partir de ese momento, el futuro de Núñez de Ranz. Aunque hacía mucho que todos lo llamaban “Krebs”.

El apodo, inventado por sus alumnos, estaba bien ganado, y si se difundió, fue con su aprobación. Para él representaba un reconocimiento, algo más bien único que lo compensaba del debilitamiento de sus retinas. Porque, casualmente los últimos veinte años, los había pasado mirando por la lente del microscopio. Mientras los ingleses bombardeen las Islas Malvinas o todo Buenos Aires desborde la Plaza de Mayo para celebrar la democracia, gane o pierda Boca Juniors, haya o no tercera reelección, llueva o esté soleado, al doctor Núñez de Ranz se lo puede encontrar (principalmente de día), siempre en la misma dirección: el laboratorio de Biología Molecular de la Facultad de Medicina de Buenos Aires. Allí había llegado, para quedarse, una ventosa mañana del otoño de 1968.

Todavía era de noche mientras subía las escalinatas. La clase de disección comenzaba a las seis y media, y el ayudante Barry aborrecía la impuntualidad. Ante la entrada de Uriburu, desde un enorme camión, estaban descargando cajas de aluminio. Uno de los changarines cruzó la vereda, fue directo hacia él, como si me hubiera reconocido, pensó Núñez, y le puso una especie de estuche brillante en las manos. La inscripción estaba en inglés: era la lente de un microscopio electrónico.

– Guarda, pibe. Que eso es, propio el corazón. El mismo De Albertis nos lo dijo.

En ese momento, a Hilario Núñez de Kranz, estudiante de Ciencias Médicas, se le acabó la realidad. Acunado por la voz del peón, dormido, se incorporó a una procesión. Es una procesión que progresa por los amplios y fríos pasillos. Detrás de los cristales esmerilados las viejas “Remington” inmovilizan sus teclas, los ecos se amortiguan. En las piletas de formol, todos los cadáveres dejan de moverse. Los peones avanzan por las entrañas de la Facultad cargando las cajas de metal. Hilario va en el centro, sosteniendo su baldaquín. Pasos y más pasos que cruzan charcos de luz muerta, nada más que para volver a la oscuridad.

Cuando los peones terminaron de desembalar el primer microscopio electrónico que iba a ver la luz en Argentina, al retirarse, cerraron con suavidad la puerta de la Cátedra de Citología.

Pero dejaban atrás una curiosa escena.

Las posiciones son las siguientes. Legendario explorador del Mundo Molecular que escruta a estudiante anónimo. O: Aventurero de la Célula de pie, enfundado en inmaculado guardapolvo. Ocupa el espacio a lo largo, a lo ancho, y a lo alto. Hilario, casi invisible no puede recordar su propio apellido. ¿Y bien? –dicen las cejas del doctor De Albertis, mirando el ejemplar que tiene en la platina–. ¿Cómo clasificamos esto?

Hilario toca la pieza del microscopio que está más próxima a él y levanta su mirada hacia el mito viviente.

–Déjeme armarlo. Déjeme quedarme con usted. Quiero ver lo que usted vio.

De Albertis miraba la puerta, vía, muchacho, andá a poner el morro en el Testut-Latarget 1 y dejame a solas con mi tesoro. Cuando iba a invitarlo a retirarse, algo lo detuvo. Es la forma en que tocó el microscopio. Como si lo acariciara.

–Mire, joven. Si quiere ser ayudante de Histología, eso puedo arreglar…

–No quiero ser ayudante de ninguna cátedra. Voy a dejar la escuela de disección. Quiero quedarme con usted. Quiero que la próxima vez que baje a las crestas de la mitocondria2 me lleve con usted.

De Albertis lo miró y vio los restos descompuestos de la familia que él mismo nunca supo tener; vio cómo –cada vez que dejaba un estrado después de recibir, la distinción, el diploma, el premio de turno, no tenía adonde ir, vio que, al cabo de cada nuevo descubrimiento, no tenía con quién festejarlo ni nadie que lo esperara en casa. La visión llevó apenas un instante. ¿Qué debía hacer? ¿Convencer a este chico de que la investigación no es para cualquiera, que pide un precio muy alto? Mire jovencito: ocurre que acabo de leerle la palma de la mano, y créame, lo que está buscando… no le conviene. ¿Entiende?

–Nada de cosas de gitana. Quiero que la próxima vez que baje a las crestas, me lleve.

De Albertis estaba saturado de soledad. El chico le gustaba. Y, en definitiva, siempre se había sabido un reverendo y desconsiderado egoísta.

Claro que le pondría como condición completar la carrera con honores; así, siempre le quedaría algo propio con que defenderse. Pero también porque el Gran De Albertis no podía tener ayudantes que no fueran profesionales y brillantes. Quiero que me lleve a las crestas.

–Bajar es fácil –le dijo a Hilario, poniéndole una mano grande y pesada sobre el hombro.

–Lo difícil es salir.

 

Cuando cumplió los cuarenta, Marisa cayó en la cuenta de que tenía varias vocaciones sin realizar. Primero y principal: tomar clases de tango. Segundo: debía conseguir con urgencia la colección completa de “Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. And last, but not least,3 necesitaba remozar su estado físico. Siempre se había cuidado y sabía que estaba buena, pero las circunstancias apremiaban y había que ponerse a pleno. Así que la secuencia de medidas extraordinarias se organizó de acuerdo a cuatro corrientes: a) la quirúrgica –que incluía lipoaspiración en abdomen y muslos y lolas a nuevo; b) la psíquica, o aplanamiento acelerado de las circunvoluciones cerebrales –a expensas de un novedoso interés por el fútbol (sobre todo por sus jugadores), complementado activamente por la inusual atención hacia tres amigas recién liberadas del yugo matrimonial; c) la aeróbica (para por fin respirar aire sin olor a marido), spinning-byke & training, siempre rumbo a la diosa, y d) la estética: se pintó el pelo de rojo.

A excepción de a) –que corrió por cuenta de las influencias y los cuidados del hasta entonces, su facultativo marido–, el resto lo consiguió sola.

Cuando Hilario escuchó que Marisa le decía que su interés por él tan no estaba más, (¿Habría existido alguna vez?), vaciló un momento. Pero quitó los ojos del microscopio. Solo para encontrar un mundo desconocido.

Muerto de angustia, intentó volver al citoplasma.

Pero había perdido el camino de regreso.

 

Un dieciséis de mayo las reacciones mediante las cuales el ácido succínico se metaboliza hasta ácidos fumárico, málico y oxalacético, se volvieron locas. La fosforilación oxidativa dejaba de ser un hecho. Las células no respirarían más. Y él, tampoco. Al acercarse, Marisa dice: “No me nace”. Así que Hilario se contentará con verla. Si no me deja tocarla, me contentaré con mirarla.

Marisa se alejaba. Cuando él llegaba a casa, ella salía. Hilario se puso cargoso, la llamaba a toda hora. Parecía que recién la hubiera descubierto. Aunque sea escucho su voz. El número solicitado está apagado o fuera de cobertura. ¿Y Marisa? Bien, gracias, salió con unas amigas. ¿Hasta las tres y cuatro de la mañana?

Noche tras noche la cama que le muestra la espléndida ausencia de su mujer. Mejor, porque en las escasas ocasiones en que estaba, se la pasaba hablando por teléfono, riéndose con otra persona. Con cualquiera.

Menos con él.

Otra noche más de interminable soledad.

Al tiempo también le había pasado algo; transcurría más lentamente. Lo enfrentaba a pedazos enteros de su vida sin usar. A Krebs le intrigaba el fenómeno; el científico podía (y le gustaba) poner al hombre bajo la lupa. Pero por más que lo pensara, no encontraba la explicación. No es que trabajara menos que antes, y además tenía que ocuparse de los asuntos de vivir solo. Se trataba de otra cosa. Vacante, Krebs. Muchas gracias por los servicios prestados, pero no te necesitamos más. Tal vez sea eso. No es que el tiempo te sobre porque no vas a trabajar, sino que la angustia –al tiempo–, le hace tascar el freno. Por favor: no pase, retroceda. Se lo ruego. Vuelva atrás hasta antes que me declararan prescindible.

Por eso, otra noche interminable.

Las luces del Cangas de Marcea son cálidas. Adentro, el ceñudo asturiano que aún no aprendió a silbar mientras bebe de la bota, su enorme y diligente señora, y mozos capaces de sentir ternura por un comensal solitario. Mientras despliega la servilleta, Krebs piensa que podrá juntar algunas migajas de afecto. Eso más el vino más el rivotril, y a lo mejor, hoy duerme.

En una mesa contigua, varios jóvenes se ríen disputándose la palabra atropelladamente. Mucho ánimo. Sobre todo, la rubiecita de los brazos cruzados, la que no se ha probado bocado por mirar a su compañero de la izquierda. ¿Qué cosa ingeniosa podrás estar diciéndole para que ella se lo coma con los ojos? ¿Cosa ingeniosa? ¡Ay Ay Ay! Krebs: seguro que lo de vivir en un buzón y boca abajo se inventó en homenaje tuyo. La señorita, ni escucha la parla del candidato. Si se moja por el chabón, es porque es-lindo. Nada más. Miralo. ¿Lo ves? Él tiene lo que vos nunca tuviste ni tendrás. Mejor que pienses en otra cosa.

Mejor que sigas llenándote la buzarda.

Para peor, la enorme mujer del asturiano está levantando algunas mesas con el fin de hacer espacio para las bailarinas. El improvisado colmao será invadido por taconeos y castañuelas. Una de las mujeres lo mirará fuerte. Será la más espigada y tendrá unas tetas que se la harán poner dura. Papita para el loro, mejor dicho, para la cotorra. ¿Cuántos shows hace que no veo un tío solo y desampareti? De lomo, bueno… Pero tiene todo el pelo. Cuando llegue el terrorífico momento en que pasen la gorra (mejor dicho, el sombrero), las tetas, en perihelio, ya que la hembra se le aparecerá por la derecha y se inclinará hasta casi rozarlo:

–¡Está solito! –le sonreirá con ternura e interés.

Krebs, que ha cerrado para siempre la puerta del laboratorio, levantará sus ojos y aspirará el perfume hecho piel durante las danzas.