Los retos del desarrollo en las Antillas hispanas. Estrategias y políticas (1945-2010) - Oscar Zanetti Lecuona - E-Book

Los retos del desarrollo en las Antillas hispanas. Estrategias y políticas (1945-2010) E-Book

Oscar Zanetti Lecuona

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuba, República Dominicana y Puerto Rico han experimentado, con mayor o menor intensidad, transformaciones económicas conjugadas con su articulación dentro de la economía mundial. Esta investigación histórico-económica pone de manifiesto el reto que representa la continuidad y sostenibilidad del desarrollo en las condiciones de una economía mundial globalizada bajo persistente influjo neoliberal, ante el cual las naciones antillanas solo podrán salir airosas mediante serios esfuerzos y enlaces hábilmente concertados.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 462

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros libros puede encontrarlos en ruthtienda.com

Edición: Gilma Toste Rodríguez

Corrección: Lic. María Luisa Acosta Hernández

Coordinadora editorial: Saray Alvarez Hidalgo

Diseño interior, emplane y conversión a ebook: Madeline Martí del Sol

 

 

©Oscar Zanetti Lecuona, 2024

© Sobre la presente edición:

RUTH Casa Editorial, 2024

 

 

ISBN 9789962740773

 

 

 

RUTH Casa Editorial

www.ruthtienda.com

www.ruthcasaeditorial.com

[email protected]

 

Tabla de contenido
Sinopsis
Datos de autor
Preámbulo
La cuestión del desarrollo: interpretaciones y propuestas
Teorías y proyectos para el crecimiento económico
Propuestas desde la izquierda
El retorno neoclásico y otras revisiones
Estrategias y políticas de desarrollo: el contexto latinoamericano
Apogeo y crisis de la economía primario-exportadora
El crecimiento por sustitución de importaciones
Las reformas neoliberales
Las economías exportadoras antillanas: crisis y alternativas
La declinación del modelo agroexportador
La búsqueda de alternativas
Manos a la obra
El desarrollo como negocio personal
Un desarrollo de perfil incierto
Los caminos del desarrollo: diversidad y vicisitudes
Cuba: revolución para el desarrollo
Democracia y desarrollo: la difícil transición dominicana
Reajustes en el modelo boricua
Los modelos se agotan
Puerto Rico: la era de la 936
Vaivenes dominicanos
Avatares del desarrollo socialista
Altibajos e incertidumbres
La crisis cubana: buscando salidas
Tropiezos en la economía boricua
Cambio de rumbo en Dominicana
Epílogo
Bibliografía
Anexo estadístico

Sinopsis

Desde mediados del siglo xx hasta el presente, Cuba, República Dominicana y Puerto Rico han experimentado, con mayor o menor intensidad, transformaciones económicas conjugadas con su articulación dentro de la economía mundial. Desde su condición de exportadores de azúcar y productos básicos se movieron hacia la exportación de ropa, medicamentos y otros bienes de consumo, así como a la esfera de los servicios, representados principalmente por el turismo.

Este proceso histórico es el objeto de estudio de esta obra. A partir de una breve revisión de las teorías del desarrollo y su influencia relativa, seguida por un sucinto panorama de la problemática del desarrollo en América Latina, se traza un contexto que facilita la comprensión de los problemas enfrentados por las economías de las tres Antillas hispanas. A continuación, en secuencia cronológica, a lo largo de cuatro capítulos se sigue el paulatino agotamiento del modelo primario-exportador de crecimiento, así como las respuestas que ante ese fenómeno se articularon en cada país de acuerdo con sus diferentes estructuras sociopolíticas. Las estrategias de desarrollo formuladas y las políticas económicas aplicadas en las tres naciones son analizadas sobre bases comparativas, de manera que puedan apreciarse sus similitudes y diferencias, así como las revisiones de esas políticas a lo largo de medio siglo de éxitos y fracasos. Un epílogo registra las más recientes manifestaciones de esa problemática, en el cual se ofrece también un balance general de las experiencias “desarrollistas” en las tres islas.

Como saldo de esta investigación histórico-económica se pone de manifiesto el reto que representa la continuidad y sostenibilidad del desarrollo en las condiciones de una economía mundial globalizada bajo persistente influjo neoliberal, ante el cual las naciones antillanas solo podrán salir airosas mediante serios esfuerzos y enlaces hábilmente concertados.

Datos de autor

Oscar Zanetti Lecuona(La Habana, 1946). Doctor en Ciencias Históricas, académico de número de la Academia de la Historia de Cuba y miembro de mérito de la Academia de Ciencias de Cuba. Profesor Titular Adjunto del Departamento de Historia de la Universidad de La Habana. Presidió el Tribunal Permanente de Grados Científicos en Historia, y en la actualidad es miembro del Comité de Doctorado en Historia de la Universidad de La Habana. Es Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanísticas 2011 y de Historia 2015, participante en diversos proyectos de investigación internacionales. Recibió un Fellowship de la Fundación Guggenheim en 2010 y una residencia de la Fundación Rockefeller en Bellagio, Italia, en 2019. Es miembro honorario extranjero de la Academia Americana de Artes y Ciencias, y correspondiente de la Dominicana de la Historia.

Sus investigaciones han dado lugar a una docena de libros y otras numerosas publicaciones en revistas científicas. Entre los primeros, Caminos para el azúcar —en colaboración con Alejandro García—, recibió el premio Elsa Goveia de la Asociación de Historiadores del Caribe, y su ensayo Comercio y poder obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1998. Entre sus publicaciones de la última década se cuentan Esplendor y decadencia del azúcar en las Antillas hispanas (RUTH Casa Editorial y Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2012); La escritura del tiempo (Ediciones Unión, La Habana, 2014); El Caribe, procesos económicosen perspectiva histórica(Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2018); Historia mínima de Cuba, publicada por El Colegio de México en 2013 y reeditada en Cuba, en 2023; Cuba, el largo sigloxx, la más reciente de sus obras, fue publicada en 2021 por el Archivo General de la Nación de República Dominicana y cuenta con una edición digital de la revista Temas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Preámbulo

El desarrollo es, sin duda, uno de los problemas cardinales de la contemporaneidad. Aunque sus raíces pueden rastrearse profundamente en el tiempo, ganó entidad una vez finalizada la II Guerra Mundial, cuando a la necesidad de reconstruir las regiones devastadas se unió el clamor de colonias y países dependientes, que no solo aspiraban a liberarse, sino también a superar la irritante pobreza en que se hallaban sumidos.

Con la finalidad de evitar nuevos conflictos, fue creado todo un sistema internacional de instituciones en torno a la Organización de Naciones Unidas (ONU), del cual formaban parte organismos de perfil económico, como el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento —o Banco Mundial—, que tenían el propósito manifiesto de incentivar las actividades productivas, facilitar los flujos financieros y expandir el comercio; la cuestión del desarrollo ocuparía, por tanto, un lugar prominente en sus agendas.

Como se trataba de liberar del atraso a buena parte de los pueblos del planeta, el concepto “desarrollo” surgió asociado al de “progreso”, tal como este último había sido formulado durante el tránsito a la “modernidad” en Europa y Norteamérica en los siglos xviii y xix. Desde esa perspectiva el progreso encarnaba en la experiencia de las grandes potencias industriales, cuya trayectoria representaba la pauta a seguir por las naciones “rezagadas” para superar la pobreza y las desigualdades. El desarrollo se apreciaba, por tanto, como un asunto esencialmente material, expresado por el “crecimiento” del producto y el ingreso nacionales, así como por otras variables macroeconómicas.

En los modelos de desarrollo originalmente propuestos por los economistas durante las décadas de 1940 y 1950, era patente el influjo de las ideas de John Maynard Keynes, la cuales habían demostrado su eficacia al enfrentar los trastornos originados por la Gran Depresión de 1929. Ante las evidentes limitaciones del mercado como mecanismo regulador y promotor del crecimiento, la propuesta keynesiana postulaba la intervención del Estado para ordenar y gestionar los procesos económicos, movilizando el gasto público entre otros recursos.

En su trayecto económico, los Estados más poderosos acumulaban experiencias diversas, plasmadas en sistemas tan distintos —y antagónicos— como el capitalista y el socialista, las cuales ofrecían a las naciones emergentes como modelos para encauzar sus afanes de progreso. La mayor o menor eficacia de las prácticas aplicadas por las distintas formas de gestión gubernamental, dieron pie a una intensa polémica en torno a los procedimientos más apropiados para alcanzar el desarrollo. Aderezado por las ideologías y apoyado en la crítica de los resultados de las distintas políticas desarrollistas, ese debate ha ido ensanchando el concepto de “desarrollo” desde su inicial identificación con el crecimiento material, para contemplar distintas y apremiantes necesidades sociales, sus componentes culturales y requerimientos ambientales para asegurar su sostenibilidad.

Las preocupaciones e intereses en torno al desarrollo se expresaron, tempranamente, en los países de Latinoamérica y el Caribe. Estos habían sufrido variantes diversas de dominación colonial y alcanzado distintos grados de autonomía estatal, mostraban evidentes diferencias en lo social y lo cultural, pero también compartían significativas características como las desigualdades sociales y la dependencia tecnológica. En lo económico, casi todos se insertaban en la economía internacional como exportadores de materias primas —commodities—, a la vez que dependían de la importación de insumos, bienes de capital y de consumo para satisfacer buena parte de sus necesidades.

Desde finales de la Gran Guerra, la exportación de productos básicos, sobre todo los de origen agrícola, sufría una tendencia depresiva que la crisis de 1929 agravó hasta el punto de condenar al estancamiento a muchas economías de la región. Las islas del Caribe, cuya concentración en la producción y exportación de azúcar sostenía estructuras económicas con apreciables deformidades, padecieron con particular agudeza la recesión. Ante las evidencias de que no se trataba de un fenómeno coyuntural, comenzaron a explorarse allí alternativas y a formularse políticas, no solo para superar la crisis, sino para impulsar a sus sociedades por los caminos del desarrollo. Se inicia así un proceso de más de medio siglo, en el que se conjugan éxitos y fracasos que esta obra se propone analizar siguiendo la historia reciente de las tres naciones antillanas de origen hispánico: Puerto Rico, República Dominicana y Cuba.

La matriz cultural común, así como apreciables coincidencias sociales y económicas, se combinan en las tres grandes Antillas con profundas diferencias en su estatus político. Puerto Rico sobrelleva con relativa autonomía su dependencia colonial de los Estados Unidos; tras una prolongada tiranía, en la República Dominicana ha tenido lugar una complicada evolución hacia la democracia, mientras que Cuba transita desde una frustrante experiencia democrática a la construcción deuna sociedad socialista con marcado centralismo estatal.

Al margen de reconocidas similitudes y palpables diferencias, el desenvolvimiento de las tres sociedades ha sido examinado desde la cerrada perspectiva de las historias nacionales, óptica unilateral que también predomina en otras ciencias sociales e impide percibir con claridad interesantes similitudes y explicar, de manera más amplia y profunda, muy notables singularidades. Las dificultades para superar la fragmentación, provenientes en ocasiones de excluyentes visiones identitarias o de representaciones de fundamento ideológico, responden también a intereses individuales o grupales en los que se combinan, a veces de manera sorprendente: convicciones políticas, aspiraciones sociales, prejuicios raciales y hasta creencias religiosas. Aunque, sin duda, los obstáculos mayores radican en el carácter parcelario del conocimiento acumulado, en las limitaciones del aparato conceptual y hasta en hábitos mentales que empobrecen el instrumental requerido para la realización de una historia comparativa.

Más que una comparación rigurosa, cuya estructura sustentada en cuestiones o ítems previamente definidos fraccionaría la imagen histórica, esta obra propone un acercamiento que coloca en paralelo los procesos seguidos por las tres naciones. Estos se enmarcan en etapas históricas relativamente homogéneas, tanto por sus circunstancias como por sus condicionantes contextuales, de manera que en ellas se pueden apreciar las lógicas particulares a las que obedece la evolución de cada país, así como sus convergencias y divergencias con las correspondientes trayectorias de sus vecinos. Como cabe suponer, esa suerte de periodización no es homogénea, pues los procesos propios de cada uno de los casos examinados tienen diferentes duraciones. Con esta estructuración del texto pretendemos ofrecer al lector los elementos para una comparación implícita, algunos de cuyos aspectos más relevantes se harán explícitos en el curso de la narración histórica y se concretarán brevemente en el epílogo.

Los cuatro capítulos en los que se recoge el contenido fundamental de esta obra están precedidos por otros dos. El primero de ellos ofrece un sintético panorama de la construcción de las teorías del desarrollo, acercamiento conceptual que facilitará comprender las ideas que alentaron la formulación de algunas de las estrategias examinadas; de haberse tratado ese asunto en esta introducción la hubiese hecho innecesariamente larga. El segundo se dedica a trazar el contexto, principalmente latinoamericano, en que tiene lugar el desarrollo de las naciones hispano-antillanas, el cual respondió a similares condicionantes y, en más de un sentido, estuvo influido por las experiencias desarrollistas de la región.

La investigación que ha dado lugar a este libro, se realizó como parte del proyecto Connected Worlds: the Caribbean, Origin of the Modern World, financiado por la Unión Europea dentro del programa de investigaciones e innovación Horizonte 2020, mediante el acuerdo no. 823846 de las becas Marie Sklodowska Curie. Su coordinación ha estado a cargo de la Dra. Consuelo Naranjo Orovio, en el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. A ella y a los colegas participantes en el proyecto con quienes pudimos sostener un fructífero intercambio, nuestro agradecimiento.

El autor

Capíulo 1. La cuestión del desarrollo: interpretaciones y propuestas

El desarrollo emerge como un problema central para la humanidad en la década de los cuarenta del pasado siglo. La crisis de 1929, sucedida por los estragos que ocasionara la II Guerra Mundial en Europa y Asia, así como la pobreza manifiesta de las regiones coloniales, crearon conciencia respecto a las profundas desigualdades socioeconómicas entre las naciones y la necesidad de superarlas.

Para preservar la paz y fomentar la cooperación internacional, los estados vencedores de la contienda bélica crearon en 1945la Organización de Naciones Unidas (ONU), diseñando en torno a esta un sistema de instituciones económicas —Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BIRF), Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés)—, que también incluía entidades regionales como la Comisión Económica para la América Latina (CEPAL). Ese cuadro institucional debía propiciar un más armonioso desenvolvimiento de la economía mundial

Pero la armonía entre los triunfadores del recién concluido conflicto bélico duró muy poco. Salido de la contienda en condición hegemónica, los Estados Unidos contemplaba con aprensión el poderío de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La potencia comunista, aunque devastada por las hostilidades, había experimentado un impresionante crecimiento económico en la década anterior y exhibía notables potencialidades de recuperación. Para contener su amenazadora expansión en el este europeo, Washington destinó enormes recursos financieros a la reconstrucción de Europa occidental mediante el Plan Marshall, a la vez que desplegaba su poderío militar en la región. Se inició así una prolongada “Guerra Fría” en la que ambos sistemas contenderían en política exterior, acrecentando la capacidad destructiva de su armamento y propagando las ventajas de sus respectivos modelos de sociedad.

Avanzaba, paralelamente, el proceso de descolonización, que no solo debía satisfacer las ansias de independencia de los pueblos colonizados, sino atender a sus aspiraciones de prosperidad. Apelando a los valores democráticos enarbolados en el combate al nazi-fascismo, los liderazgos surgidos de la lucha anticolonial en Asia y África reivindicaban el derecho de sus países al bienestar material, aspiración esta última compartida por las elites dirigentes de los estados latinoamericanos, cuyas economías padecían por el debilitamiento de los vínculos comerciales en que se había sustentado su integración a la economía internacional.

Las medidas adoptadas para contrarrestar los efectos de la Gran Depresión y las urgencias productivas de la guerra mundial, convirtieron al Estado en un decisivo agente económico. En el desempeño de ese rol, los estados más poderosos acumulaban diversas experiencias, ofrecidas a las naciones emergentes como modelos para encauzar sus afanes de progreso material. La regulación de los mercados, los mecanismos fiscales, el financiamiento público de renglones productivos y otras medidas practicadas con efectividad en los Estados Unidos y algunas naciones europeas, contrastaban con la planificación central aplicada en la URSS, cuyo sonado éxito para encauzar y acelerar el crecimiento indujo a su adopción —sobre bases más flexibles— en países capitalistas. La mayor o menor eficacia de los principios y procedimientos económicos, así como de las distintas formas de organización social y gestión gubernamental, aderezaron el intenso debate acerca de los medios más convenientes y expeditos para alcanzar el desarrollo.

Teorías y proyectos para el crecimiento económico

En tal contexto el problema del desarrollo se apreciaba, ante todo, como un asunto económico. Fueron principalmente economistas quienes emprendieron su análisis, dando lugar a teorías y modelos que terminarían por constituir una especialidad dentro de la ciencia económica.

El acercamiento de la economía a la problemática del desarrollo se efectuó bajo el influjo del keynesianismo, cuyo predominio se había hecho patente desde la Gran Depresión de 1929. Quebrada por la crisis la confianza en el automatismo regulador del mercado, así como en la capacidad de este para promover el crecimiento, el análisis estático y microeconómico, que durante décadas había instituido la escuela neoclásica, cedió su lugar a una perspectiva dinámica y macroeconómica que abría las puertas a la intervención del Estado como agente regulador y gestor de los procesos económicos.

Para los pioneros de las “teorías del desarrollo”, la situación de los países pobres era resultado de su escasa capacidad de ahorro, determinada por los exiguos ingresos de su población y el bajo rendimiento de los capitales. Para superar esas condiciones debía acrecentarse de manera sostenida la renta nacional, de modo que la compleja cuestión del desarrollo se reducía, de hecho, al crecimiento de indicadores básicos como el Producto Interno Bruto (PIB). En los modelos construidos a tal efecto, como los de Harrod y Domar, la variable determinante era la inversión y en consecuencia un propósito central de cualquier política desarrollista era obtener financiamiento suficiente para poder mantener altos niveles de inversión. El crecimiento se hacía depender así, en buena medida, de factores exógenos, limitación que se trató de corregir con el manejo de la variable del ahorro interno, subrayando asimismo la importancia de variables demográficas y tecnológicas, sin que por ello se llegase a superar la visión bastante simplificada del complejo fenómeno del desarrollo.1

1 Se trata, principalmente, de las formulaciones teóricas de Roy Harrod y E. Domar, así como las propuestas, algo posteriores, de Robert Solow.

El análisis de fundamentación keynesiana, formulado para enfrentar los problemas del estancamiento y el desempleo en países de un capitalismo avanzado, sustentó las primeras recomendaciones de expertos de las Naciones Unidas para enfrentar la condición que comenzaba a calificarse como “subdesarrollo”. Sin embargo, tanto en el plano teórico como en la práctica, tal acercamiento a la problemática de las áreas marginales de la economía mundial no tardaría en mostrarse ineficaz. Fenómenos como el bajo rendimiento del capital y del trabajo, requerían explicarse a partir de una perspectiva más amplia, que incluyese consideraciones históricas y sociales.

Conectada, obviamente, la noción del “desarrollo” con la idea del “progreso”, tal como ella fuera enunciada por la Ilustración europea en el tránsito de los siglos xviii y xix, para los primeros teóricos del desarrollo el “atraso” —concepto, en tanto posicional, siempre relativo— era resultado de las dificultades que impedían a las naciones del mundo “no occidental” modernizarse. Para abandonar la “trampa de la pobreza” estas debían experimentar un cambio estructural.

Según el economista caribeño Arthur Lewis, los países “atrasados” poseían una economía dual. Un sector “tradicional”, por lo regular el agrícola, caracterizado por la abundancia de mano de obra barata, prácticas rutinarias de muy escaso nivel técnico y baja productividad, frenaba el desenvolvimiento del otro sector, “moderno”, básicamente industrial, con redes comerciales relativamente activas y un adecuado cuadro institucional. El desarrollo habría de alcanzarse mediante la transformación de esa estructura, poniendo los recursos del sector tradicional —sobre todo la fuerza de trabajo— en función de la modernización del país. En la versión de Lewis,2 así como en otros exponentes de la “teoría de la modernización”, el desarrollo continuaba interpretándose como un crecimiento de la producción y el ingreso, pero su percepción de este fenómeno trascendía lo estrictamente económico al contemplar otras variables —eficacia de la administración pública, educación, etc.— de evidente significación social y cultural.

2 Graciela Chailloux: La fundación de la economía política para el desarrollo económico y social del Caribe 1945-1970, pp. 208-227.

Con su insistencia en el cambio estructural como precondición del desarrollo y su reconocimiento del papel de las externalidades, esa corriente de pensamiento aportaba una visión más amplia del problema. Desde ese perspectiva se produjeron los acercamientos de un grupo de sociólogos —sobre todo norteamericanos—, que aplicando el análisis estructural-funcional de Talcott Parsons concebían la sociedad como una entidad autorregulada y armoniosa, asignando un importante papel a las relaciones políticas en las transformaciones conducentes a la modernidad.

Tanto las expresiones iniciales de una teoría del desarrollo —o del crecimiento, para ser exactos— como las diversas variantes de la modernización, compartían un supuesto implícito fundamental; para alcanzar el desarrollo debía transitarse la ruta seguida por las vigorosas economías industriales de Occidente. Tal condición se hizo explícita en una obra publicada en 1960 por el economista norteamericano W. W. Rostow, en la cual definía las cinco etapas por las que transcurría el proceso de desarrollo.3 Partiendo de una sociedad tradicional, la aplicación de la ciencia moderna y la renovación de las instituciones estatales creaban las condiciones para un despegue.El motor fundamental en esa coyuntura era la industrialización, impulsada y complementada por financiamientos derivados de la “cooperación internacional” y la inversión extranjera. A esa fase seguiría un período de acumulación de fuerzas productivas que finalmente desembocaba en una sociedad de elevada productividad y consumo masivo, en la cual se disfrutaría de un bienestar generalizado por efecto de derrame.

3 W. W. Rostow: The Stages of Economic Growth: A non-communist manifesto.

Mediante generalizaciones de escaso fundamento y obviando en gran medida la conflictiva naturaleza del proceso histórico, Rostow trazaba una trayectoria unilineal del desarrollo que lo equiparaba con el capitalismo. La manifiesta “ahistoricidad” de la propuesta rostoviana comportó, sin embargo, cierto beneficio, porque al igual que la teoría de la modernización había captado el interés de algunos sociólogos y antropólogos en la problemática del desarrollo, el discurso de las cinco etapas propició el acercamiento a ese tema de renombrados historiadores, que en tono generalmente crítico hicieron importantes contribuciones al debate.4

4Revolution industrielle et sous development de Paul Bairoch, constituye una evidencia ilustrativa, como también lo es, hasta cierto punto, Civilization materielle, economie et capitalisme, de Fernand Braudel, cuyo primer tomo se publicó en 1967.

Partiendo del principio de un modelo capitalista universal, las formulaciones iniciales de la teoría del desarrollo se caracterizaban por el etnocentrismo y la ahistoricidad. En particular las propuestas de los teóricos de la modernización, con su definición de la sociedad “tradicional” como una suerte de desviación respecto a la sociedad “moderna”, ofrecían una explicación sesgada de los factores por los cuales las naciones no occidentales habían resultado incapaces de modernizarse y, de hecho, cuestionaban la propia historicidad de los países subdesarrollados. A las manquedades interpretativas de los teóricos del crecimiento y la modernización, se unía el hecho de que algunas de sus recomendaciones, como la insistencia en masivas inversiones, se mostraban poco viables y hasta ineficientes. No ha de extrañar, por tanto, que tales criterios y experiencias suscitasen insatisfacción entre especialistas y académicos, particularmente en América Latina.

Tras el agotamiento del modelo primario/exportador como propulsor del crecimiento, en Latinoamérica había cobrado impulso la industrialización, proceso que se vio favorecido además por la carestía de importaciones durante los años de la II Guerra Mundial. El análisis de esas situaciones sirvió de base a un enfoque teórico generado en el seno de la Comisión Económica para la América Latina (CEPAL), cuyas ideas alcanzaron gran difusión en esa región a mediados del siglo pasado y ejercieron notable influencia en las políticas económicas. Raúl Prebish, secretario general de CEPAL en aquellos años, aportó una explicación a la situación de subdesarrollo a partir de una evaluación crítica de la división internacional del trabajo. A escala planetaria, en las transacciones comerciales se manifestaba una tendencia decreciente del precio de las materias primas exportadas por los países “periféricos” de la economía mundial, frente al costo ascendente de las manufacturas importadas desde los países del “centro” industrializado. Ante el continuo deterioro de los “términos del intercambio”, el desarrollo de las naciones latinoamericanas demandaba una consistente industrialización, para sustituir con manufacturas nacionales la importación de los, cada vez más costosos, bienes duraderos.

Al plantear que la apertura franca y unilateral al comercio internacional podía tener más inconvenientes que provecho, Prebish impugnaba el principio ricardiano de las “ventajas comparativas” sustentado por la economía neoclásica y ponía en duda el principio de la “competencia perfecta”. Como alternativa, la CEPAL alentaba la industrialización sustitutiva, promovida por el Estado mediante el proteccionismo arancelario y la creación de infraestructuras para asegurar el acceso preferente de la producción nacional al mercado interno. La industrialización bajo la dirección estatal se apreciaba como el vehículo idóneo para incorporar los beneficios del progreso tecnológico y elevar la productividad, además de constituir una fuente de empleo capaz de absorber fuerza de trabajo, en particular la subempleada en la agricultura campesina. En el despliegue de su concepción estructuralista CEPAL iría advirtiendo sobre otros requerimientos del desarrollo, entre estos la realización de reformas agrarias, cierta redistribución de los ingresos y la integración de un mercado regional.5

5 R. L. Ground: “Génesis de la sustitución de importaciones en América Latina”, (36): 203-207, y Pablo Bustelo: Teorías contemporáneas del desarrollo económico, pp. 189-208.

La estrategia de sustitución de importaciones orientó las políticas económicas predominantes en Latinoamérica durante las décadas de 1950 y 1960. Estas se inclinaban a transferir las rentas del sector exportador hacia la economía interna, para promover con esos recursos una industrialización productora de bienes intermedios y —en menor medida— de capital. Sustentado en inversiones estatales y, cada vez más, en capitales extranjeros, ese proceso no consiguió generar una acumulación propia de capitales para auto sustentarse. La asignación preferente de recursos al sector industrial hizo perder dinamismo a la producción de materias primas y a la agricultura, sectores que continuaban aportando el grueso de las exportaciones latinoamericanas. Los constantes déficits en la balanza de pagos y una fuerte tendencia al endeudamiento externo amenazaban con el estrangulamiento financiero a la sustitución de importaciones, mientras que la anhelada autonomía económica parecía frustrarse ante la creciente presencia de empresas transnacionales en el sector industrial. Por otra parte, la política seguida no había modificado la alta concentración del ingreso que caracterizaba a las economías de la región, ni creado empleo en la medida necesaria para contrarrestar la continua marginación de amplias capas de la población. Las percepciones del fracaso de un desarrollo capitalista “nacional” acarrearon un generalizado desencanto.

Propuestas desde la izquierda

Pese al descalabro de la industrialización sustitutiva y haberse mantenido apegado a una fórmula de crecimiento económico que no se apartaba, en esencia, de las teorías modernizadoras, el modelo de CEPAL ofrecía una interpretación más abarcadora y profunda de la cuestión del desarrollo, a partir de la compleja interconexión “centro-periferia” en el sistema económico mundial. Precisamente, esa relación sirvió de fundamento a explicaciones sobre bases críticas más radicales. Un economista vinculado a la CEPAL, Celso Furtado, profundizó con sentido histórico en la relación centro-periferia para explicar las causas del subdesarrollo, destacando la posición dependiente en que las economías latinoamericanas se habían incorporado al capitalismo mundial, así como el papel de las élites locales en la sustentación de esa condición subordinada. Esta tesis engarzaba armoniosamente con el análisis del economista marxista norteamericano Paul A. Baran, quien explicaba la carencia de capitales de los países subdesarrollados como resultado de la apropiación de su excedente económico por parte de las potencias capitalistas, no solo mediante el comercio desigual, sino debido a la transferencia hacia el exterior del rendimiento de las inversiones.6

6Isaac Enríquez Pérez:La construcción social de las teorías del desarrollo, pp. 52-56.

Sobre la base de esos postulados en Latinoamérica se proyectó una singular línea interpretativa de la problemática del desarrollo: la “teoría de la dependencia”. A diferencia de las propuestas teóricas anteriores, los principales exponentes de esta nueva corriente no eran economistas sino principalmente sociólogos. Ellos interpretaron la conexión “centro-periferia” como una relación de dependencia cuyas contradicciones condicionaban las posibilidades de desarrollo. En su versión más radical, teóricos de la dependencia como André Gunder-Frank sostenían que las naciones subdesarrolladas, o “satélites”, habían sido insertadas en la economía mundial por las “metrópolis” capitalistas para servir a sus procesos de acumulación. Los países periféricos quedaron así condenados de origen a una relación que bajo el capitalismo solo podía generar el “desarrollo del subdesarrollo”, explotación de la cual participan las clases dominantes de los países periféricos, convertidas en una “lumpen burguesía”. Con el apoyo de la teoría marxista del imperialismo, se destacaba el importante papel de los factores locales en el establecimiento y preservación de las relaciones de dependencia.

El enfoque de la dependencia reconocía la historicidad de las complejas relaciones entre “centro” y “periferia”, subrayando la importancia de estudiar la historia de los países periféricos, así como las formas y etapas de su enlace con las metrópolis capitalistas. Empero la argumentación de sus principales exponentes se nutría más bien de generalizaciones históricas, pues la ausencia de investigaciones empíricas constituía una de las carencias más sensible del “dependentismo”. Consecuencia evidente de esta limitación fue la propensión a identificar la producción para el mercado con el carácter capitalista de una sociedad, tesis que —a contrapelo del criterio marxista respecto al papel determinante de las relaciones de producción— identificaba la creación del sistema capitalista mundial con la articulación de un mercado internacional. Esas y otras inconsistencias de las explicaciones históricas elaboradas desde la teoría de la dependencia, alentaron el estudio crítico del tema por parte de historiadores y otros científicos sociales, lo cual dio pie —en la década de los setenta del sigloxx— a un intenso debate sobre los modos de producción.

Reviste particular interés para el análisis histórico del subdesarrollo, la aproximación de algunos historiadores y sociólogos que trataron de corregir ciertas inconsecuencias de la teoría de la dependencia mediante el enfoque del llamado sistema-mundo. Destaca, entre ellos, Inmanuel Wallerstein, quien sostenía que el capitalismo mundial, en tanto sistema, debía constituir la unidad de análisis, a partir de la cual habrían de examinarse las peculiaridades de sus componentes. A juicio de este autor el sistema capitalista se había articulado a partir del siglo xvi con la aparición del mercado mundial, desarrollándose posteriormente gracias a una constante acumulación de capitales sustentada en la división internacional del trabajo, factor determinante de la desigualdad entre las naciones. Esta formulación tenía la ventaja de abarcar, como un todo, los factores internos y externos en la comprensión de la problemática del desarrollo en las regiones “periféricas”, además de ofrecer una explicación para la palpable heterogeneidad de estas, perspectiva que habría de influir en los antropólogos e historiadores que años después impulsaron los llamados estudios poscoloniales. Pero el esquema del sistema-mundo se mantenía apegado a la concepción esencialmente mercantil del capitalismo, considerando como capitalista a cualquier región por el solo hecho de hallarse incluida en el mercado mundial, situación que creaba una suerte de determinismo al hacer depender los desarrollos en la periferia de la dinámica del sistema en su conjunto.

En la determinación de los obstáculos al desarrollo, los estudios de la dependencia propusieron explicaciones más profundas y efectivas que las aportadas por los analistas de la CEPAL. Sin embargo, algunos destacados expositores del “dependentismo” potenciaron esos obstáculos, llegando al extremo de negar toda posibilidad de desarrollo a las naciones periféricas dentro de las condiciones del capitalismo mundial. Pero más que en esa conclusión desacertada, la mayor debilidad de la teoría de la dependencia radicaba en la pobreza de sus alternativas al subdesarrollo, en la ausencia de genuinos programas de acción encaminados a superarlo. A la necesidad de restringir —o romper— los vínculos con los centros del capitalismo mundial, con sus mercados, instituciones financieras y empresas transnacionales, le faltó la correspondiente reformulación de las ineludibles conexiones con la economía internacional. La pobreza de proposiciones normativas se hacía evidente incluso respecto al papel y las funciones del Estado, postulado como agente esencial del proceso de desarrollo sin que se esbozasen siquiera sus necesarias conexiones sociales, ni se le formulas en agendas culturales.7

7 Gabriel Palma: “Dependencia y desarrollo. Una visión crítica”, Teoría de ladependencia. Una revaluación crítica, 1987 y Ángel Casas Grageas enLa teoríade la dependencia, 2005 compila textos ilustrativos de las tesis y diversas expresiones de esta corriente de pensamiento, precedidas por una apropiada presentación.

Como alternativa para el desarrollo, las propuestas más coherentes y radicales recomendaban a las naciones subdesarrolladas optar por el socialismo, sistema en el cual el Estado impulsaría el crecimiento de las fuerzas productivas mediante la socialización de la propiedad y la planificación. La rápida industrialización de la URSS en la década de los treinta del sigloxx, así como la sorprendente reconstrucción de su devastada economía tras la II Guerra Mundial, cimentaron el prestigio de su modelo socialista de desarrollo. Este alcanzó el cénit de su influjo a principios de los años sesenta, en momentos en que la URSS superaba el ritmo de crecimiento de las economías capitalistas más avanzadas y, con la inauguración de la represa de Asuán en Egipto, exhibía los logros de su ayuda a las naciones del Tercer Mundo. El modelo soviético, extendido a los países de Europa del Este, se proponía como la fórmula más eficaz para la expansión económica sobre la base de una planificación estatal centralizada, concebida como expresión superior de la racionalidad en la distribución de los recursos y sustento de un crecimiento armónico, ajeno a los vaivenes del mercado. La estrategia diseñada, de corte “desarrollista”, descansaba en la supremacía del sector social —estatal— de la economía sobre otras formas minoritarias de propiedad y gestión, así como en la transferencia del excedente de la agricultura al sector industrial, teniendo como objetivo primordial la industrialización acelerada —con el énfasis en la industria pesada—, acompañada por el impulso a la generación energética sobre la base de una intensa explotación de recursos naturales.

Mientras la industrialización descansó en la producción en masa, mediante la instalación de grandes siderurgias, plantas mecánicas con extensas cadenas de montaje y el empleo masivo de materia prima y trabajadores de limitada calificación, la fórmula soviética resultó funcional. Pero a partir de los años sesenta, con las transformaciones tecnológicas que trajo aparejada la “segunda revolución industrial”, ese sistema de gestión centralizado y altamente burocratizado se mostró crecientemente ineficaz para promover las innovaciones e incrementar la productividad. Comenzaron entonces las discusiones en torno a la mayor o menor centralización de la planificación, sobre el uso de mecanismos administrativos o de mercado para orientar la producción, con relación a los estímulos más eficaces para acrecentarla y otros componentes del modelo socialista de desarrollo. Más allá de los aspectos técnicos, esa polémica tenía implicaciones políticas e ideológicas, por cuanto involucraba la distribución más o menos equitativa de los recursos e ingresos de la sociedad, y con ello el propio concepto de igualdad. La diversidad de criterios al respecto daría lugar a una gradual diferenciación entre las “vías socialistas” de desarrollo.8

8 Raúl González Meyer: “Revisitando la historia de las teorías del desarrollo”, Cultura-Hombre-Sociedad, 23 (1):65-67.

 

El retorno neoclásico y otras revisiones

Más que por los desaciertos de la teoría de la dependencia o por los tropiezos de algunas fórmulas “desarrollistas” de izquierda, las tesis que sostenían la imposibilidad de un desarrollo capitalista en la periferia se vieron rebatidas por la propia realidad. El notable crecimiento alcanzado por los llamados tigres asiáticos —Corea del Sur, Singapur y Taiwán— sobre la base del estrecho vínculo de sus economías con el mercado mundial, hacía patente que las posibilidades de desarrollo en el marco de las relaciones capitalistas no se hallaban agotadas. Esta evidencia, unida a los reveses que para el modelo propuesto por CEPAL entrañara la crisis de la deuda latinoamericana a comienzos de la década de los ochenta del siglo xx, propició un notable giro en las interpretaciones y propuestas en torno a la problemática del desarrollo.

No faltaron en esa coyuntura quienes insistiesen en que el desarrollo debía definirse por sus objetivos más que por sus medios, pero terminaron por imponerse criterios que implicaban un retorno a los postulados de la economía neoclásica. Además de algunos factores ya mencionados, como la crisis de la deuda externa, esa tendencia resultó favorecida por la evolución de las potencias centrales, países en los que las lógicas productivas cedían espacio a la especulación financiera transnacional. Con la llegada al poder de los gobiernos conservadores de Ronald Reagan y Margaret Tatcher en los Estados Unidos y Gran Bretaña, respectivamente, se adoptaron políticas liberalizadoras que reducían el alcance del intervencionismo estatal e implicaban un retroceso del “Estado de Bienestar”. En igual sentido influía el visible estancamiento económico en los países del llamadosocialismo real, proceso que al finalizar los años ochenta desembocaría en la desaparición de ese sistema en el este de Europa.

Sometidas a crítica las teorías y políticas de desarrollo precedentes por parte de economistas “ortodoxos” —como Milton Friedman y sus colegas de la escuela de Chicago—, el proteccionismo, el control de cambios y otras acciones estatales fueron denunciados como causas del retraso tecnológico y empresarial de los países subdesarrollados, ya que habían trastornado la operación normal de los mecanismos de precios y el mercado.

En el contexto latinoamericano, las críticas se concentraron en el modelo de industrialización por sustitución de importaciones propugnado por la CEPAL, cuyas fórmulas proteccionistas fueron acusadas de elevar los costos internos de producción, desincentivar la productividad, reducir la competitividad de las exportaciones, generar inflación y favorecer la formación de monopolios sustentados en subsidios estatales. Reivindicando los principios liberales, la economía “ortodoxa” proclamaba el libre funcionamiento del mercado como factor clave para el desarrollo, afirmando que solo este aseguraba una asignación óptima de recursos. Los precios de los bienes y servicios, liberados de todo control, permitirían a los actores económicos apreciar las necesidades sociales reales y actuar en consecuencia, favoreciendo la acumulación por parte de los agentes privados, frecuentemente transnacionales. Al levantarse las barreras arancelarias, los países se irían especializando en las producciones que le reportasen mayores beneficios, y se aprovecharían mejor las posibilidades del comercio internacional para insertarse con éxito en una economía cada vez más globalizada. Las prácticas redistributivas y desarrollistas del Estado debían limitarse o abolirse, orientándose las funciones estatales hacia la preservación del orden político, el aseguramiento de la estabilidad económica mediante apropiadas políticas monetarias y fiscales, la flexibilización del mercado laboral y el traspaso a manos privadas de áreas —seguridad social, transporte, etc.— en las cuales el monopolio estatal se estimaba perjudicial.9

9 P. W. Preston: Una introducción a la teoría del desarrollo, pp. 303-322.

Sobre estos criterios se estableció en 1990 el “consenso de Washington”, que como una suerte de catecismo para el desarrollo formuló un conjunto de recomendaciones, entre las cuales figuraban la liberación financiera, para permitir quelas tasasde interés se determinasen por el mercado; la disciplina fiscal, constriñendo el gasto público; y la abolición de regulaciones restrictivas de la competencia. El paquete de medidas propuestas incluía en posición prominente la liberalización comercial, con la fijación de aranceles moderados y la eliminación de restricciones cuantitativas al intercambio, así como el otorgamiento de las mayores facilidades a la inversión extranjera.

La observancia de estos principios, considerada requisito indispensable para la obtención de créditos y préstamos por parte del FMI, el Banco Mundial y otras instituciones financieras internacionales, arrojó resultados mediocres y, en algunos casos, evidentemente perjudiciales. Los modelos “desarrollistas” de inspiración neoclásica prestaban poca atención a las sociedades que se suponían objeto de desarrollo, cuya naturaleza se limitaban a enunciar con algunos “principios antropológicos”, como la vinculación de la condición humana con la optimización de beneficios. Su aplicación no resultó capaz de reducir el desempleo y la pobreza, la persistente desigualdad de la mujer, así como los efectos destructivos de ciertas políticas sobre el medio natural, patentes en el avance de la desertificación, la contaminación y otros trastornos ambientales. La persistencia o agravamiento de esos problemas dio lugar a explosiones sociales y trastornos políticos, que condujeron a la reconsideración de los postulados neoliberales en el marco de un amplio debate ideológico.

Consecuencia de todo ello ha sido el considerable ensanchamiento del espectro de interpretaciones y propuestas en torno a la cuestión del desarrollo. Desde esa perspectiva renovada, las imágenes se han tornado más complejas, al contemplar y jerarquizar problemas como el empleo, la redistribución del ingreso, la erradicación de la pobreza y otros beneficios sociales que trascienden la tradicional meta del crecimiento económico. Varios de esos ítems ya habían sido contemplados en propuestas anteriores; tal fue el caso del conjunto de “necesidades básicas” cuya apremiante satisfacción fue postulada por la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) en 1975. Bajo el imperativo de las circunstancias también se revisaron algunas de las fórmulas establecidas. En pirueta “neoinstitucionalista” el Banco Mundial decidió rehabilitar al Estado como agente del desarrollo, aunque no para refrenar a las fuerzas del mercado, sino para asegurar su correcto funcionamiento; evidencia palmaria de su continuado apego al credo neoclásico.10 Desde una posición más radical, los economistas de CEPAL multiplicaron las críticas al neoliberalismo, reverdeciendo a la vez su vapuleado enfoque estructuralista. La Comisión latinoamericana —que ahora consignaba la inclusión de los países del Caribe— llamaba a estudiar la problemática del desarrollo de manera más profunda y rigurosa, haciendo notar las diferencias existentes entre los distintos países subdesarrollados. En un llamado al “crecimiento con equidad”, advertía la necesidad de contemplar los aspectos sociales, políticos y ambientales involucrados en los procesos de desarrollo, conducta ecléctica en la cual encuentran cabida tanto el pensamiento keynesiano, como el ecologismo y otros aportes de las ciencias sociales.11

10Pablo Bustelo:Teorías contemporáneas del desarrollo económico, pp. 173-186.

11 Una temprana reacción crítica desde las ideas de la CEPAL en Osvaldo Rosales: “Balance y renovación en el paradigma estructuralista del desarrollo latinoamericano”, Revista de la CEPAL, (34): 19-36,1988.

A la vez que se revitalizaban algunas propuestas ya conocidas, al calor del debate se expresaron nuevas ideas, ganando espacio las que enfatizaban la vertiente social de la cuestión del desarrollo. Con ambiciosos objetivos la corriente del “desarrollo humano” considera al crecimiento económico como un medio para que mujeres y hombres expendan sus capacidades y ensanchen sus opciones, apreciando al bienestar —según lo afirma el economista indio Amartya Sen— como un soporte para el disfrute de la genuina libertad. El cada vez más evidente deterioro de la naturaleza ha potenciado la tesis del “desarrollo sustentable”, cuyo planteo llama a evitar la sobreexplotación de los recursos naturales, la degradación del medioambiente y otros efectos nocivos sobre la naturaleza que pueden derivarse de un crecimiento económico descontrolado. Fenómenos como el calentamiento global han reforzado los argumentos para cuestionar distintos modelos de crecimiento, aunque los promotores de esta tendencia se muestran menos exitosos en la fundamentación de alternativas convincentes.12

12 Roberto Chiarella: “Reflexiones sobre el desarrollo sustentable”, Espacio y desarrollo,(14): 13-23.

Se ha ganado conciencia sobre la necesidad de una activa participación de la sociedad civil, no solo en los procesos de desarrollo, sino en la determinación de los modelos más apropiados, lo que ha dado lugar a que se geste un discurso que destaca la importancia de los recursos humanos, las redes culturales y el arsenal simbólico como argumentos que identifican a la cultura como un factor de desarrollo. Hasta el posmodernismo ha dejado sentir su influjo en los cuestionamientos al discurso del desarrollo, con reflexiones en las que puede percibirse un vago eco de la teoría de la dependencia. Desde esa línea interpretativa se ha puesto en duda la conveniencia misma del desarrollo y reverdecido tesis como la del “crecimiento cero”, la cual propone paralizar la expansión productiva de las economías desarrolladas e impedir, al mismo tiempo, el aumento de población en las naciones subdesarrolladas.

A tono con las transformaciones de la situación mundial durante el pasado medio siglo, las explicaciones y propuestas de las teorías del desarrollo han experimentado un cambio muy notable. Las diferencias entre las naciones del llamado TercerMundose han acentuado, hasta el punto de que el subdesarrollo ya no admite una conceptualización unívoca. Algunos países que hace cinco o seis décadas se consideraban “atrasados” registraron un apreciable y continuo crecimiento económico, de modo que hoy figuran en el selecto grupo de las potencias mundiales. Bajo el impacto de la globalización, la estructura —y ciertos principios— de las relaciones internacionales se han modificado, propiciando una reconsideración de los objetivos del desarrollo, así como de los postulados teóricos formulados para alcanzarlo. En consecuencia, desde la actual perspectiva no son pocas las propuestas teóricas del pasado que se revelan desacertadas y hasta ilusorias. Pero el examen de las estrategias y políticas económicas que en ellas se inspiraron se debe ajustar a sus contextos, a los ambientes en que se plantearon, so pena de incurrir en el pecado de anacronismo. 

Capítulo 2. Estrategias y políticas de desarrollo: el contexto latinoamericano

En América Latina, la problemática del desarrollo despertó tempranas inquietudes, a las que respondieron los diseños estratégicos y las políticas encaminados a promover el crecimiento económico en las naciones de la región. Al examinar las estrategias desarrollistas y, más todavía, en su aplicación, se hace palpable la interacción entre factores económicos y políticos, así como el peso de los intereses y la capacidad de las personalidades actuantes, cuyos procederes, en ocasiones, influyeron más en los resultados obtenidos que las propias pautas trazadas para impulsar las economías. De ahí, la necesidad de contemplar en este análisis una pluralidad de elementos, aun cuando su objetivo sea solo caracterizar brevemente el contexto histórico regional en el cual se desplegaron los esfuerzos de desarrollo de las naciones hispano-antillanas.

Las economías latinoamericanas se han desenvuelto de manera desigual a lo largo del tiempo, lo que ha dado lugar a notables —y cambiantes— diferencias entre países, no solo en cuanto a sus características económicas, sino también en las fórmulas adoptadas para hacer frente a sus problemas. No obstante, las naciones de la región comparten ciertos rasgos distintivos, como la prolongada dependencia de la exportación de productos básicos, la relativa escasez de capitales y la consiguiente vulnerabilidad externa. Por ello, aunque siempre existan países que se alejan de la tendencia general, los estudios históricos han coincidido en identificar el predominio de tres modelos económicos en América latina a lo largo del sigloxx: el primario exportador —o de “crecimiento hacia afuera”— durante el primer tercio de esa centuria; el de crecimiento por sustitución de importaciones, desde la segunda posguerra mundial hasta finalizar los años setenta y el de las reformas neoliberales orientadas a los mercados exteriores en las últimas décadas del siglo.

El primero de los patrones apuntados no se puede considerar un modelo de desarrollo, sino un tipo de economía que fue tomando forma en la segunda mitad del siglo xix por obra de una conjugación de factores, principalmente la creciente y variada demanda de materias primas en el mercado mundial, el influjo de las potencias industriales de Occidente y los intereses de las élites que controlaban los recursos productivos del subcontinente. En consecuencia, no sería esa una etapa a considerar de acuerdo con la materia que constituye la sustancia fundamental del presente estudio, pero en la medida que las características y los problemas del modelo primario exportador configuran el punto de partida de los procesos de desarrollo en Latinoamérica, sus rasgos no se pueden ignorar al delinear un contexto.

Apogeo y crisis de la economía primario-exportadora

Los países latinoamericanos se fueron incorporando al mercado mundial como exportadores de productos básicos durante la segunda mitad del siglo xix. Esta integración se materializó a ritmos e intensidades diversas, pero de modo general contribuyó a consolidar estados nacionales de perfil oligárquico y renovó las estructuras económicas de la región. Sustentado en la expansión de las producciones agrícolas y mineras destinadas a la exportación, ese proceso demandó fuertes inversiones en instalaciones portuarias, medios de transporte y demás obras de infraestructura, así como la creación de bancos, establecimientos comerciales y otras instituciones propias de una economía moderna.

En el modelo económico resultante, el sector exportador de materias primas aportaba el grueso del Producto Interno Bruto (PIB) y constituía el fundamento de toda la dinámica económica, pues las restantes ramas resultaban demasiado pequeñas o carecían de recursos propios para sostener su crecimiento. Como la exportación solía concentrarse en uno o dos productos, eran escasos sus eslabonamientos con otras actividades económicas, las cuales consistían en pequeñas manufacturas, artesanías o renglones agropecuarios de muy baja productividad. Por la debilidad de ese sector interno, tanto los bienes de consumo manufacturados como las maquinarias y otros bienes de capital demandados por las inversiones se debían importar, en correspondencia con una capacidad importadora determinada por los ingresos que reportaban las ventas al mercado exterior.

Con las exportaciones operando como eje de todo el sistema económico, el crecimiento se supeditaba a la demanda de las grandes naciones industriales de Europa y Norteamérica. Tan manifiesta dependencia se acentuaba por el hecho de que esos países, además de ser los proveedores de las importaciones latinoamericanas, eran la fuente fundamental de los capitales y de muchas de las iniciativas para la inversión. El patrón económico así configurado resultaba, extraordinariamente, sensible a los ciclos de la economía capitalista internacional, pues su funcionamiento dependía por completo de la demanda externa, dada la notoria incapacidad de los mercados nacionales para sostener la actividad productiva. Las repercusiones de la coyuntura resultaban todavía mayores porque la inversión extranjera era igualmente procíclica, contrayéndose o incrementándose en relación directa con el comportamiento de las exportaciones.

Estas eran, como se ha apuntado, el factor esencial de la renta, pero su aumento no repercutía por igual en todos los miembros de la sociedad. Los ingresos se concentraban en manos de grandes propietarios rurales y de los comerciantes exportadores e importadores, así como en una pequeña parte de la población urbana compuesta por otros empresarios, profesionales, empleados de compañías foráneas, funcionarios públicos y demás integrantes de la clase media. Junto a ellos subsistía una masa empobrecida compuesta por asalariados, campesinos dedicados a la agricultura de subsistencia y otras capas constitutivas del llamado sector tradicional de la economía, incapaz de generar excedentes para sustentar un crecimiento autónomo.

Controlado por una oligarquía vinculada a la exportación, el Estado proveía escasos servicios públicos y el limitado acceso a estos acentuaba las condiciones de extrema desigualdad. En correspondencia con los criterios liberales, la presencia estatal en la vida económica era exigua, reducida principalmente a la creación y el mantenimiento de infraestructuras, en particular las vinculadas a la actividad exportadora, una gestión que por lo general se verificaba mediante concesiones y subvenciones a empresas privadas. En esa y otras esferas era notable el predominio de los capitales extranjeros, que en consecuencia disfrutaban de notable influencia. La política fiscal practicada obtenía el grueso de sus ingresos de gravámenes al consumo —por vía directa o arancelaria—, más que de impuestos a la propiedad, la producción o a las exportaciones.

El crecimiento “hacia afuera” dependía por completo del mercado externo, de modo que para conseguir un incremento sustancial del PIB las exportaciones debían aumentar a una tasa elevada y estable: 5 % anual como mínimo, según estiman algunos autores. Aunque el crecimiento de las grandes economías industriales durante las décadas finales del sigloxixy primeras delxxfue notable —e implicó una consistente demanda de productos básicos—, por lo general resultó insuficiente para que las exportaciones sostuviesen una considerable expansión. En ello influyó, sin duda, la limitada capacidad del auge exportador para estimular al sector interno de la economía e incrementar su productividad. Con el crecimiento operando en la práctica como una función de las exportaciones, este solo se podía conseguir ampliando los mercados o incorporando nuevos productos.

Dada la ya apuntada receptividad cíclica de las economías primario-exportadoras, las crisis originadas en las grandes potencias industriales tenían ruinosas repercusiones en América Latina. Al debilitarse la demanda externa, disminuían las exportaciones, ocasionando la contracción de la capacidad importadora. Ello traía aparejado una reducción de las áreas de cultivo o de la extracción de minerales, con lo cual decrecían también el empleo y los salarios, se reducía el mercado interno y se desaceleraba —o retrocedía— el crecimiento económico. Como la caída del precio de las exportaciones desequilibraba la balanza de pagos, afectada además por el retraimiento de la inversión extranjera, el tipo de cambio solía modificarse originando —con las devaluaciones— una gravosa inflación.

Ya desde finales del sigloxix,las naciones latinoamericanas habían sufrido esos fenómenos, pero la crisis mundial que se desató en 1929 tuvo en la región un impacto sin precedentes. Conocida como laGran Depresión, el desplome resultó mucho más grave que lo habitual en los procesos cíclicos del capitalismo, pues al mostrarse incapaces los mecanismos del mercado de generar una reanimación, la crisis se profundizó y tendió a prolongarse mientras la onda depresiva afectaba a las economías de todo el planeta.

Varios países latinoamericanos experimentaron tempranos síntomas de la crisis. Desde los años de la I Guerra Mundial, los precios de los productos básicos habían sufrido notables altibajos, situación que algunos enfrentaron fortaleciendo su competitividad para asegurarse mayores porciones del mercado, mientras que otros —cuando pudieron— se afincaban en productos que, como el petróleo, tenían creciente demanda. En renglones afectados por una pertinaz caída de las cotizaciones, los gobiernos optaron por sostener el precio apelando a la restricción de la oferta. Los resultados de estas estrategias fueron a la larga poco alentadores, pues la expansión de las ventas se vio bloqueada por las políticas proteccionistas en los países centrales, mientras la incontenible sobreproducción de algunos renglones tornaba ineficaces las restricciones productivas.

Cuando la Gran Depresión se abatió sobre Latinoamérica algunas de sus economías ya se hallaban debilitadas. La crisis provocó una inmediata y cuantiosa reducción de las exportaciones, que sumada a la brusca caída de los precios de sus productos determinó una drástica reducción de la capacidad importadora. Los capitales extranjeros, que durante los años veinte se habían prodigado en la región, iniciaron un reflujo de nefastas consecuencias en las finanzas externas.13

13 Víctor Urquidi: Otro siglo perdido: las políticas de desarrollo en América Latina (1930-2005), cap. II.

Para contrarrestar esos desequilibrios, los gobiernos latinoamericanos adoptaron medidas destinadas a compensar la caída del ingreso. Con la generalizada moratoria en el pago de la deuda externa se buscó estabilizar la situación financiera y amortiguar los efectos de la fuga de capitales. El financiamiento o la adquisición de existencias invendibles de productos de exportación, mediante la emisión de valores públicos o la concertación de empréstitos, mitigó el impacto de la crisis sobre el sector externo proporcionando —a sus productores— ingresos que les permitían sostener cierto nivel de actividad. Al equilibrio contribuyó, sin duda, el acusado descenso de las importaciones, ocasionado por las relaciones de precio, pero también por la elevación de aranceles y otras medidas.

Alejados del laissez faire, tanto gobiernos democráticos como autoritarios practicaron el intervencionismo, contando a menudo con el apoyo de sectores empresariales. La presencia del Estado, contenida en un principio por limitaciones fiscales y administrativas, se fue extendiendo hacia las relaciones laborales y la regulación de otras cuestiones de importancia para el equilibrio social, desplegando actividades para la creación de empleo que implicaron un paulatino aumento del gasto público. El auge del sentimiento nacionalista condujo a un mayor control de los capitales extranjeros, ejercido sobre todo mediante la regulación, ya que las nacionalizaciones de propi