Los Sótanos del Vaticano - André Gide - André Gide - E-Book

Los Sótanos del Vaticano - André Gide E-Book

André Gide

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Beschreibung

Los sótanos del Vaticano es una novela que desafía las convenciones literarias y explora las contradicciones de la fe, la moralidad y la libertad personal. André Gide cuestiona la hipocresía y los valores tradicionales de la sociedad católica, utilizando una trama cargada de ironía y personajes marcados por sus dilemas existenciales. La obra confronta al lector con preguntas sobre la autenticidad de la creencia religiosa y la influencia de las instituciones en las decisiones individuales. A través de las acciones de personajes como Lafcadio y Julius de Baraglioul, Gide examina la tensión entre el libre albedrío y las normas sociales, así como los límites de la autonomía moral. La novela critica con humor mordaz las supersticiones y conspiraciones que envuelven a la Iglesia, mientras desvela las ambiciones personales y los conflictos internos de sus protagonistas. Desde su publicación, Los sótanos del Vaticano ha sido aclamada por su valentía al abordar temas controvertidos y su estilo narrativo innovador. Considerada una sátira profunda, la novela ha inspirado análisis sobre la libertad ética y la ruptura con los dogmas religiosos. La obra continúa resonando en lectores modernos que buscan reflexionar sobre la autenticidad y las tensiones entre la fe y la libertad individual.

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Seitenzahl: 345

Veröffentlichungsjahr: 2021

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André Gide

Los Sótanos del Vaticano

Título original:

"Les caves du Vatican"

Primera edición

Sumario

PRESENTACIÓN

LOS SÓTANOS DEL VALTICANO

LIBRO PRIMERO ANTHIME ARMAND — DUBOIS

LIBRO SEGUNDO JULIUS DE BARAGLIOUL

LIBRO TERCERO AMADEO FLEURISSOIRE

LIBRO CUARTO EL CIEMPIÉS

LIBRO QUINTO LAFCADIO

PRESENTACIÓN

André Gide

1869 – 1951

André Gide (1869-1951) fue un escritor francés, reconocido como una de las figuras más influyentes de la literatura del siglo XX. Nacido en París, Gide exploró en su obra temas como la libertad individual, la moralidad, y la autenticidad, desafiando las convenciones sociales y literarias de su tiempo. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1947, consolidando su lugar como uno de los grandes maestros de la literatura moderna.

Primeros años y educación

André Gide nació en una familia protestante burguesa, lo que marcó profundamente su vida y obra. Desde joven, mostró una inclinación por la literatura y una actitud crítica hacia las restricciones religiosas y sociales impuestas por su entorno. Estudió en varias instituciones de renombre en París, aunque su salud frágil a menudo interrumpía su educación formal. Estas experiencias tempranas moldearon su visión del mundo, basada en la búsqueda constante de autenticidad y libertad.

Carrera y contribuciones

La obra de Gide es un reflejo de su vida, repleta de tensiones entre la moral tradicional y sus deseos personales. Entre sus trabajos más destacados se encuentran *Los alimentos terrestres* (1897), un himno a la libertad y al placer sensorial, y *El inmoralista* (1902), que examina el conflicto entre la vida convencional y la autoaceptación.

La puerta estrecha* (1909) profundiza en las tensiones espirituales y emocionales, mientras que su monumental diario, que mantuvo durante más de 50 años, ofrece una introspección sin precedentes en la vida de un autor y sus dilemas éticos y creativos. Gide también fue un crítico feroz de la hipocresía social, lo que lo llevó a explorar temas como la homosexualidad, el colonialismo y la justicia social en obras como “Viaje al Congo” (1927).

Impacto y legado

Gide es considerado un precursor del existencialismo, influenciando a autores como Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Su insistencia en la autenticidad y la autoexploración lo posicionó como un defensor de la libertad individual frente a las normas impuestas por la sociedad. Su estilo narrativo, que combina introspección psicológica y crítica social, marcó un antes y un después en la literatura moderna.

La obra de Gide no solo desafió las estructuras literarias de su época, sino también las expectativas morales. Sus escritos sobre la homosexualidad, en una época de fuerte represión, abrieron camino para el tratamiento de temas de identidad y diversidad en la literatura. Además, su crítica al colonialismo europeo contribuyó al debate sobre los derechos humanos y la justicia global.

André Gide murió en 1951 en París, dejando un legado literario que sigue siendo objeto de estudio y admiración. Aunque en vida sus obras fueron objeto de controversia, su capacidad para cuestionar y desafiar las normas establecidas le aseguró un lugar perdurable en la literatura mundial.

Hoy, la obra de Gide continúa inspirando a lectores y escritores, recordándonos la importancia de la libertad, la verdad y el coraje para vivir según nuestras convicciones más profundas.

Sobre la obra

Los sótanos del Vaticano es una novela que desafía las convenciones literarias y explora las contradicciones de la fe, la moralidad y la libertad personal. André Gide cuestiona la hipocresía y los valores tradicionales de la sociedad católica, utilizando una trama cargada de ironía y personajes marcados por sus dilemas existenciales. La obra confronta al lector con preguntas sobre la autenticidad de la creencia religiosa y la influencia de las instituciones en las decisiones individuales.

A través de las acciones de personajes como Lafcadio y Julius de Baraglioul, Gide examina la tensión entre el libre albedrío y las normas sociales, así como los límites de la autonomía moral. La novela critica con humor mordaz las supersticiones y conspiraciones que envuelven a la Iglesia, mientras desvela las ambiciones personales y los conflictos internos de sus protagonistas.

Desde su publicación, Los sótanos del Vaticano ha sido aclamada por su valentía al abordar temas controvertidos y su estilo narrativo innovador. Considerada una sátira profunda, la novela ha inspirado análisis sobre la libertad ética y la ruptura con los dogmas religiosos. La obra continúa resonando en lectores modernos que buscan reflexionar sobre la autenticidad y las tensiones entre la fe y la libertad individual.

LOSSÓTANOS DEL VALTICANO

LIBRO PRIMERO ANTHIME ARMAND — DUBOIS

Por mi parte, ya tomé una decisión. He optado por el ateísmo social. Este ateísmo es el que he ido exponiendo desde hace unos quince años en una serie de obras…

Georges Palante

Crónica filosófica del Mercure de France (Dic., 1912)

1

En el año 1890, durante el pontificado de León XIII, la fama del doctor X, especialista en enfermedades de origen reumático, llevó a Roma a Anthime Armand — Dubois, francmasón.

 — ¿Cómo? — exclamó su cuñado Julius de Baraglioul — . ¿Vas a Roma a curar tu cuerpo? ¡Ojalá allí te dieras cuenta de que tu alma está más enferma todavía!

A lo que contestó Armand — Dubois con un tono de consideración exagerada:

 — Pobre amigo mío: fíjate en mis hombros.

El bueno de Baraglioul alzó los ojos a pesar suyo hacia lo hombros de su cuñado que se agitaban como impulsados por una risa profunda, irresistible. Y era, en verdad, lamentable ver cómo aquel corpachón medio impedido empleaba las pocas fuerzas que le quedaban en aquella parodia. ¡En fin! Sus posiciones se hallaban establecidas de una vez por todas y la elocuencia de Baraglioul no podría alterarlas en nada. Acaso el tiempo, el íntimo consejo de los santos lugares… Con un inmenso desánimo, Julius se limitaba a decir:

 — Anthime, me pones muy triste — los hombros dejaron de bailotear al punto, pues Anthime quería a su cuñado — . ¡Ojalá dentro de tres años, cuando llegue el jubileo y vaya a reunirme contigo, te encuentre cambiado!

Menos mal que Verónica acompañaba a su esposo con una disposición de ánimo bien diferente: era tan piadosa como su hermana Margarita y como Julius, y aquella larga estancia en Roma colmaba uno de sus deseos más entrañables. Poblaba de menudas devociones su vida monótona y desencantada y, como era estéril, deparaba a los ideales los cuidados que ningún niño le exigía. Desgraciadamente, no tenía ninguna esperanza de llevar hacia Dios a su Anthime. Conocía desde hace tiempo la terquedad de que era capaz aquella despejada frente marcada con semejante negativa. Ya se lo había advertido el padre Flons:

 — Las resoluciones más inquebrantables — le decía — son las peores, señora. Sólo puede usted confiar en un milagro.

Incluso había dejado de entristecerse. Desde los primeros días de su instalación en Roma, los dos esposos habían ordenado, cada uno a su modo, su vida retirada: Verónica con sus ocupaciones domésticas y sus devociones; Anthime, con sus investigaciones científicas. Vivían así uno cerca del otro, uno pegado al otro, sosteniéndose de espaldas. Gracias a ello reinaba entre ambos algo parecido a la concordia, planeaba sobre ambos una especie de felicidad a medias, con lo que cada uno encontraba en el apoyo del otro un discreto empleo de sus virtudes.

El piso que habían alquilado por medio de una agencia presentaba — como la mayoría de las viviendas italianas — , junto con algunas ventajas imprevistas, notables inconvenientes. Ocupaba todo el primer piso del palacio Forgetti, en la via in Lucina, y disfrutaba de una terraza bastante hermosa, en la que en seguida Verónica se empeñó en cultivar aspidistras, que tan mal se aclimataban en los pisos de París. Pero, para ir a la terraza, era forzoso atravesar el invernadero que Anthime había transformado inmediatamente en laboratorio, y por donde — según lo convenido — él dejaba libre el paso de tal a tal hora del día.

Sin hacer ruido, Verónica empujaba la puerta, se deslizaba luego furtivamente, con los ojos bajos, igual que un converso pasa ante los graffiti obscenos, porque desdeñaba mirar — allá en el fondo de la habitación, sobresaliendo del sillón en el que se apoyaba una muleta — la enorme espalda de Anthime encorvada sobre quién sabe qué maligna operación. Anthime, por su parte, hacía como si no la oyera. Pero, tan pronto como su mujer había vuelto a pasar, se levantaba de su asiento, se arrastraba hacia la puerta y, lleno de encono con los labios apretados, de un manotazo autoritario, ¡zas!, echaba el pestillo.

Pronto sería la hora en que por la otra puerta entraría Beppo, el recadero, para ver lo que le encargaba.

Era un pilluelo de doce o trece años, andrajoso, sin padres, sin casa. Anthime lo había descubierto pocos días después de su llegada a Roma. Delante del hotel de la via di Bocca di Leone, en donde se había alojado al principio el matrimonio, Beppo atraía la atención de los transeúntes gracias a un saltamontes agazapado entre un manojo de hierba en una nasa de juncos. Anthime le había dado cincuenta céntimos por el insecto y después, con el poco italiano que sabía, le dio a entender como pudo que, en el piso al que iba a mudarse al día siguiente, en la via in Lucina, necesitaría pronto algunas ratas. Todo lo que reptaba, nadaba, trotaba o volaba servía para documentarlo. Trabajaba con carne viva.

Beppo, buscón de nacimiento, hubiera podido proporcionarle el águila o la loba del Capitolio. Le gustaba aquel oficio en el que satisfacía su afán de merodear. Le daban cincuenta céntimos al día y, por otra parte, ayudaba en los trabajos domésticos. Al principio, Verónica lo miraba con malos ojos, pero, desde que lo vio santiguarse al pasar delante de la Madona, en la esquina norte de la casa, le perdonó sus harapos y le dejó llevar a la cocina el agua, el carbón, la leña y el sarmiento; hasta le llevaba la cesta cuando acompañaba a Verónica al mercado, los martes y viernes, días en que Carolina, la criada que habían traído de París, estaba demasiado ocupada con la limpieza.

Beppo no apreciaba a Verónica, pero quería mucho al sabio que pronto, en vez de bajar penosamente al patio para recoger a sus víctimas, permitió que el niño subiera al laboratorio. Se podía entrar directamente en él por la terraza, comunicada con el patio por una escalera disimulada. En la desabrida soledad, el corazón de Anthime latía un poco cuando se acercaban las débiles pisadas de los piececitos descalzos en las baldosas. No lo dejaba traslucir: nada interrumpía su trabajo.

El niño no llamaba a la puerta acristalada: la arañaba y, como Anthime seguía encorvado ante la mesa sin contestar, se adelantaba cuatro pasos y lanzaba con su voz fresca un permesso? que ponía azul toda la habitación. Por su voz parecía un ángel, y era un ayudante de verdugo. ¿Qué nueva víctima traía en aquel saco que depositaba en la mesa de tortura? A menudo, Anthime, demasiado absorto, no abría en seguida el saco: le echaba una rápida ojeada; puesto que la tela se movía, ya estaba bien: rata, ratón, pájaro, rana, todo era bueno para aquel Moloch. A veces, Beppo no traía nada, pero entraba de todas formas: sabía que Armand — Dubois lo estaba esperando aunque fuera con las manos vacías; y, cuando el niño silencioso, al lado del sabio, se inclinaba sobre algún experimento abominable, me gustaría poder asegurar que el sabio no saboreaba el vanidoso placer de un falso dios al sentir cómo la mirada atónita del pequeño se posaba, ya cargada de espanto sobre el animal, ya cargada de admiración sobre él mismo.

Antes de dedicarse al hombre, Anthime Armand — Dubois se proponía simplemente reducir a "tropismos" la actividad entera de los animales que observaba. ¡Tropismos! Apenas se había inventado la palabra, ya no se oía otra cosa. Cierta categoría de psicólogos no hablaba más que de tropismos. ¡Tropismos! ¡Qué repentina luz emanaba de aquellas sílabas! Era evidente que el organismo respondía a los mismos estímulos que el heliotropo, cuando la planta sin voluntad vuelve su flor de cara al sol (cosa que se puede reducir fácilmente a unas simples leyes de física y de termoquímica). El cosmos se revestía por fin de una benignidad tranquilizadora. En los más sorprendentes movimientos del ser podía reconocerse invariablemente una obediencia perfecta al agente.

Para conseguir sus fines, para obtener del animal dominado la confesión de su sencillez, Anthime Armand — Dubois acababa de inventar un complicado sistema de cajas con pasillos, trampas, laberintos, compartimentos — con comida en unos, nada en otros, o bien cierto polvo estornutatorio — provistos de puertas de colores o formas diferentes: instrumentos diabólicos que poco después se pusieron de moda en Alemania y que, con el nombre de Vexierkasten, utilizó la nueva escuela psico — fisiológica para dar un paso más por los caminos de la incredulidad. Y para actuar por separado sobre tal o cual sentido del animal, sobre tal o cual parte del cerebro, cegaba a éste, dejaba sordo a aquél, castrándolos, deshollándolos, quitándoles el cerebro, arrancándoles tal o cual órgano que uno hubiera creído indispensable y del que prescindía el animal para instrucción de Anthime.

Su Comunicación sobre los "reflejos condicionados" acababa de causar revuelo en la Universidad de Upsala, suscitando violentas discusiones, en las que habían participado los mejores sabios extranjeros. En la mente de Anthime, mientras tanto, bullían nuevos interrogantes. Dejando la polémica para sus colegas, orientaba sus investigaciones por otros caminos con la pretensión de que Dios se replegara hacia trincheras más alejadas.

No le bastaba con admitir grosso modo que toda actividad comportara un desgaste, ni que el animal gastara energías sólo con ejercitar los músculos o los sentidos. Después de cada desgaste, se preguntaba: "¿Cuánto?". Y si el paciente extenuado trataba de recuperarse, Anthime, en vez de alimentarlo, lo pesaba. La aportación de nuevos elementos hubiera complicado demasiado el siguiente experimento: seis ratas atadas y en ayunas eran comparadas cotidianamente; dos ciegas, dos tuertas y dos que veían; a estas últimas, un molinillo mecánico les cansaba la vista sin cesar. Después de cinco días de ayuno, ¿cuál era la relación entre sus pérdidas respectivas?

En unos cuadritos ad hoc, Armand — Dubois, todos los días, a las doce, añadía nuevas cifras triunfales.

2

Ya se acercaba el jubileo. Los Armand — Dubois esperaban a los Baraglioul de un día para otro. La mañana en que se recibió el telegrama anunciando que llegaban por la tarde, Anthime salió a comprarse una corbata.

Anthime salía poco, lo menos posible, ya que se movía con dificultad. Verónica le hacía gustosa las compras; hacían venir a los vendedores, que tomaban nota de los modelos que encargaba. Anthime ya no se preocupaba de la moda; pero por sencilla que quisiera su corbata (un modesto lazo de surá negro), deseaba escogerla personalmente. La pechera de raso marrón claro, que se compró para el viaje y que se había puesto durante su estancia en el hotel, se le salía constantemente del chaleco, que acostumbraba a llevar muy abierto; con toda seguridad, Margarita de Baraglioul encontraría muy desaliñado el pañuelo de seda crema que se había puesto en su lugar, sujeto con un camafeo grueso y viejo, montado sobre un imperdible; había hecho muy mal en quitarse las pajaritas negras, ya hechas, que llevaba corrientemente en París, y sobre todo en no quedarse con alguna de muestra. ¿Qué modelos iban a presentarle? No se decidiría antes de haber entrado en varias camiserías del Corso y de la via dei Condotti. Las chalinas, para un hombre de cincuenta años, eran poco serias; desde luego, lo que le convenía era un lacito bien tieso, de un negro mate…

No comerían hasta la una. Anthime volvió a eso de las doce con su compra, a tiempo de pesar a sus animales.

No es que fuera presumido, pero Anthime sintió la necesidad de probarse la corbata antes de empezar a trabajar. Por allí había un trozo del espejo que hasta hace poco le servía para provocar tropismos; lo apoyó al momento contra una jaula y se inclinó hacia su propio reflejo.

Anthime llevaba a lo cepillo un pelo aún abundante, antes rojo y hoy de ese incierto color amarillo grisáceo que adquieren los antiguos objetos de plata sobredorada. Sus cejas sobresalían revueltas por encima de una mirada más gris, más fría que un cielo invernal. Sus patillas, cortas y cuidadas, habían conservado el mismo tono leonado que su áspero bigote. Se pasó el dorso de la mano por las mejillas planas, por debajo de la ancha y cuadrada barbilla:

 — Sí, sí — refunfuñó — ; ya me afeitaré después.

Sacó la corbata del paquete, la puso delante de él; se quitó el camafeo imperdible y después el pañuelo. Tenía una nuca recia, ceñida por un cuello duro semialto, abierto por delante y con las puntas dobladas hacia abajo. Y aquí, pese a mi firme deseo de no contar sino lo esencial, no puedo por menos que hablar del lobanillo de Armand — Dubois.

Y es que, mientras yo no aprenda a distinguir con mayor seguridad lo accidental y lo necesario, ¿qué podría pedirle a mi pluma, sin exactitud y rigor? ¿Quién podría afirmar, en efecto, que aquel lobanillo no había representado ningún papel, o no había sido de ningún peso en las decisiones de aquel libre — pensador, como Anthime se llamaba? Podía pasar por alto su ciática, pero no le perdonaba a Dios aquella mezquindad.

Le había salido no sabía cómo, poco después de su matrimonio. Primero, sólo se había notado, al sureste de su oreja izquierda, en donde el cuero empieza a ser cabelludo, un bultito sin importancia. Durante mucho tiempo pudo disimular la excrecencia debajo del abundante cabello, tapándola con un rizo. Ni siquiera Verónica se había dado cuenta hasta que, en una caricia nocturna, su mano lo encontró:

 — ¡Oye! ¿Qué tienes ahí? — exclamó.

Y como si una vez desenmascarado ya no tuviese que contenerse, el bulto alcanzó en pocos meses el tamaño de un huevo de perdiz, luego de pintada, después de gallina y así se quedó, mientras que el pelo, cada vez más escaso, se partía a ambos lados y lo dejaba al descubierto. A los cuarenta y seis años, Anthime Armand — Dubois ya no tenía que preocuparse de gustar; se cortó el pelo a lo cepillo y adoptó aquel tipo de cuello duro semialto en el que una especie de alveolo discreto tapaba el lobanillo y lo dejaba ver a un tiempo. Y vamos a dejar de hablar del lobanillo de Anthime…

Se puso la corbata. En el centro de la corbata había un pasador metálico por donde corría el lazo, que quedaba fijo gracias a una palanquita. Ingenioso aparato, pero que sólo estaba esperando la llegada del lazo para desprenderse de la corbata, que cayó encima de la mesa de operaciones. No quedaba más remedio que recurrir a Verónica, que acudió a su llamada.

 — Toma, cóseme esto — dijo Anthime:

 — Cosido a máquina: no vale nada — murmuró Verónica.

 — La verdad es que no se sostiene.

Verónica llevaba siempre prendidas en la pechera de la blusa de estar en casa, al lado izquierdo, dos agujas enhebradas, una con hilo blanco, otra con hilo negro. Cerca del ventanal, sin sentarse siquiera, emprendió la reparación. Anthime la miraba mientras tanto. Era una mujer más bien alta y gruesa, de rasgos acusados, testaruda como él, pero amable sin embargo y sonriente casi siempre, de manera que un ligero bigote no conseguía endurecer mucho su rostro.

 — Tiene cosas buenas — pensaba Anthime mientras la miraba manejar la aguja — . Hubiera podido casarme con una coqueta que me hubiera engañado, con una frívola que me hubiera dejado plantado, una parlanchina que me hubiera dado dolor de cabeza, una pava que me hubiera sacado de quicio, una cascarrabias como mi cuñada…

Y con un tono menos altanero que de costumbre, le dijo "Gracias", cuando Verónica se marchaba, una vez acabado su trabajo.

Con la corbata nueva puesta ya, Anthime está ahora enfrascado en sus pensamientos. Ya no se alza ninguna voz, ni fuera, ni dentro de su corazón. Ha pesado ya las ratas ciegas. ¿Qué hay de nuevo? Las ratas tuertas siguen pesando lo mismo. Va a pesar la pareja intacta. De pronto, un sobresalto tan brusco que la muleta cae al suelo. ¡Estupor! Las ratas intactas… Las vuelve a pesar; pero no, hay que convencerse, las ratas sanas ¡han aumentado desde ayer! Una idea ilumina su cerebro:

 — ¡Verónica!

Con gran esfuerzo, recoge su muleta y se abalanza hacia la puerta.

 — ¡Verónica!

Verónica acude de nuevo, complaciente. Entonces Anthime, en el umbral, pregunta solemnemente:

 — ¿Quién ha tocado mis ratas?

Ninguna respuesta. Insiste él lentamente, separando cada palabra, como si Verónica ya no entendiera el francés con facilidad.

 — Mientras yo estaba fuera, alguien les ha dado de comer. ¿Has sido tú?

Entonces Verónica, recobrando un poco el valor, se vuelve hacia él casi agresiva:

 — Los dejabas morir de hambre a esos pobres animales. No he estropeado tu experimento; simplemente, les he…

Pero ya él la ha agarrado por la manga y, cojeando, la lleva hasta la mesa, en donde le señala los cuadros de observaciones:

 — Ves estas hojas, en donde desde hace quince días estoy anotando mis observaciones sobre estos animales: son precisamente las que está esperando mi colega Potier para leerlas en la Academia de Ciencias, en la sesión del diecisiete de mayo próximo. En el día de hoy, quince de abril, al pie de estas columnas de cifras, ¿qué puedo escribir?. ¿Qué tengo que escribir?…

Y como ella no suelta ni una palabra, con la punta cuadrada de su dedo índice, como si fuera un estilete, rascando el espacio de papel en blanco, continúa:

 — Aquel día, la señora de Armand — Dubois, esposa del investigador, sin atender más que a su buen corazón, cometió la… ¿Qué quieres que ponga? ¿La torpeza? ¿La imprudencia? ¿La necedad?…

 — Escribe más bien: tuvo compasión de esos pobres animales, víctimas de una curiosidad descabellada.

Anthime se yergue, muy digno.

 — Si lo tomas así, comprenderás que desde ahora me vea obligado a rogarte que pases por la escalera del patio para ir a cuidar tus plantas.

 — ¿Crees que entro en tu cuchitril por gusto?

 — No te tomes la molestia de entrar aquí de ahora en adelante.

Después, uniendo a estas palabras la elocuencia del ademán, coge los apuntes y los hace pedacitos.

"Desde hace quince días", ha dicho; la verdad es que sus ratas sólo ayunan desde hace cuatro. Y, sin duda, su irritación se ha atenuado al exagerar el percance, ya que a la hora de comer consigue poner cara serena; su estoicismo le lleva hasta a tender a su media naranja una diestra conciliadora. Porque le preocupa, más aún que a Verónica, el no dar el espectáculo de sus disensiones a un matrimonio de ideas tan estrictas como los Baraglioul, que no dejarían de achacar la responsabilidad a las ideas de Anthime.

Hacia las cinco, Verónica se quita su blusón de estar por casa, se pone una chaquetilla de paño negro y se va a esperar a Julius y Margarita, que llegarán a la estación de Roma a las seis. Anthime se dispone a afeitarse; ha accedido a cambiar el pañuelo por un lazo tieso: con eso basta; le repugna la etiqueta y no quisiera renunciar ante su cuñada a una chaqueta de alpaca, un chaleco blanco jaspeado de azul, un pantalón de dril y unas confortables chanclas de cuero negro, que lleva hasta cuando sale, justificándolo con su cojera.

Mientras espera a los Baraglioul, recoge las hojas hechas pedazos, junta los fragmentos y copia cuidadosamente todas las cifras.

3

La familia Baraglioul (la gl se pronuncia como ll, a la italiana, como en Broglie — el duque de — y en miglionnaire) es oriunda de Parma. Fue un Baraglioli (Alessandro) quien se casó en segundas nupcias con Filippa Visconti, en 1514, pocos meses después de la anexión del ducado a los Estados de la Iglesia. Otro Baraglioli (también Alessandro) se distinguió en la batalla de Lepanto y murió asesinado en 1580, en circunstancias que siguen siendo un misterio. Resultaría fácil, pero sin gran interés, seguir las vicisitudes de la familia hasta 1807, época en que Parma quedó unida a Francia, y en la que Robert de Baraglioul, abuelo de Julius, fue a instalarse a París. En 1828 recibió de Carlos X la corona de conde — corona que un poco más tarde llevaría tan dignamente un Juste — Agénor, su tercer hijo (los dos primeros murieron de corta edad), en las embajadas en donde brillaba su inteligencia sutil y triunfaba su diplomacia.

El segundo hijo de Juste — Agénor de Baraglioul, Julius, que desde su matrimonio había sentado la cabeza, tuvo algunos amoríos en su juventud. Sin embargo, lograba justificarse diciéndose que su corazón no se había rebajado nunca. La arraigada distinción natural y aquella especie de elegancia moral que respiraban cualquiera de sus escritos habían frenado sus deseos en la pendiente en que su curiosidad de novelista les podría haber dado rienda suelta. Su sangre fluía sin turbulencia, pero no sin calor, como hubiera podido atestiguar más de una belleza aristocrática… Y no hablaría yo de esto aquí, si sus primeras novelas no lo hubieran dado a entender claramente; a ello se debió en parte el gran éxito mundano que obtuvieron. La alta calidad del público susceptible de admirarlas hizo que se publicaran: una en el Correspondant, otras dos en la Revue des Deux Mondes. Así fue cómo, casi a pesar suyo, se encontró, aún joven, camino de la Academia: parecían destinarlo a ella su buen porte, la grave unción de su mirada y la palidez pensativa de su frente.

Anthime profesaba hondo desprecio por las ventajas del rango, de la fortuna y de la presencia, lo cual no dejaba de mortificar a Julius; pero apreciaba en Julius cierto buen talante y una gran torpeza en las discusiones, con lo que a menudo salía ganando el librepensador.

A las seis, Anthime oye que el coche de sus huéspedes se para a la puerta. Sale a esperarlos al rellano de la escalera. Julius sube el primero. Con su sombrero cronstadt, su abrigo recto forrado de seda, parece vestido para ir de visita, no de viaje, a no ser por la manta escocesa que lleva al brazo; lo largo del trayecto no le ha afectado en absoluto. Le sigue Margarita de Baraglioul, del brazo de su hermana: ella, al contrarío, muy descompuesta, con el sombrero y el moño torcidos, tropezando en los escalones, con parte de la cara tapada con el pañuelo que mantiene como una compresa…

Al acercarse a Anthime, Verónica murmura:

 — Margarita tiene una mota de carbonilla en el ojo.

Su hija Julia, graciosa niña de nueve años, y la criada, que cierran el cortejo, guardan un silencio lleno de consternación.

Con el carácter de Margarita no hay modo de tomar la cosa a broma: Anthime les propone llamar a un oculista; pero Margarita conoce de oídas la reputación de los medicuchos italianos, y no quiere "por nada en el mundo" oír hablar de ello. Con voz moribunda, deja escapar:

 — Agua fresca. Un poco de agua fresca solamente. ¡Ay!

 — Mi querida hermana — vuelve a decir Anthime — , en efecto, el agua fresca podrá aliviarte un instante, descongestionándote el ojo; pero no hará desaparecer la causa.

Después, se vuelve hacia Julius:

 — ¿Has podido ver lo que era?

 — No muy bien. En cuanto se paraba el tren y me proponía examinarla, Margarita empezaba a ponerse nerviosa…

 — ¡No digas eso, Julius! Has estado horriblemente torpe. Para levantarme el párpado, has empezado por volverme todas las pestañas del revés…

 — ¿Quieres que pruebe yo? — dijo Anthime — . A ver si soy un poco más habilidoso.

Un facchino subía las maletas. Caroline encendió un quinqué.

 — Vamos, hombre, no lo vas a hacer aquí mismo — dijo Verónica, llevando a los Baraglioul a su habitación.

El piso de los Armand — Dubois estaba dispuesto alrededor del patio cuya luz entraba por las ventanas de un corredor que arrancaba del vestíbulo y llegaba hasta el invernadero. A este pasillo daban las puertas de las habitaciones: primero, la del comedor; luego, la del salón (una enorme habitación en forma de L, mal amueblada y que los Anthime no utilizaban), las de dos dormitorios para los invitados, la primera para el matrimonio Baraglioul, la segunda — más pequeña — para Julia, junto a la última habitación, que era la de los Armand — Dubois. Todas estas habitaciones estaban además comunicadas entre sí. La cocina y los dos cuartos del servicio daban al otro lado de la escalera…

 — Por favor, no estéis todos a mi alrededor — gimió Margarita — . Julius, ocúpate del equipaje.

Verónica ha instalado a su hermana en un sillón y sostiene el quinqué, mientras que Anthime se desvive.

 — El hecho es que está inflamado. Si te quitaras el sombrero…

Pero Margarita — temiendo quizá que su pelo, despeinado, dejara ver lo que tenía de postizo — declara que se lo quitará después: una capota atada con cintas no le impediría apoyar la nuca contra el respaldo.

 — ¿Conque me pides que te saque la paja del ojo, antes de quitar la viga del mío? — dice Anthime con una especie de risita — . Eso me parece muy contrario a los preceptos evangélicos.

 — Por favor, no me hagas pagar tus cuidados demasiado caros.

 — No diré ni una palabra más… Con la punta de un pañuelo limpio… Ya veo lo que es… ¡No tengas miedo, rediez! ¡Mira hacia arriba!… Ya la tengo.

Y con la punta del pañuelo Anthime saca una imperceptible mota de carbonilla.

 — ¡Gracias, gracias! Dejadme ahora: tengo una jaqueca horrible.

Mientras descansa Margarita, mientras Julius deshace las maletas con la criada y Verónica supervisa los preparativos de la cena, Anthime se ocupa de Julia, a la que ha llevado a su habitación. Había dejado a su sobrina muy pequeñita y apenas reconoce a aquella jovencita de sonrisa ya ingenuamente grave. Al cabo de un rato de estar junto a ella, hablando de cositas pueriles que esperaba le gustarían, su mirada se fija en una cadenita de plata que la niña lleva al cuello y de la que deben colgar — se lo huele — algunas medallas. Con su grueso dedo índice, mediante un tironcito indiscreto, las saca del escote y, ocultando su repugnancia enfermiza tras la máscara del asombro, pregunta:

 — ¿Pero qué son estos chismes?

Julia comprende muy bien que la pregunta no va en serio, pero ¿por qué ofuscarse?

 — ¡Cómo, tío! ¿Es que nunca has visto medallas?

 — Pues la verdad, no, chiquilla — miente — ; no son muy bonitas que digamos, pero supongo que servirán para algo.

Y como la religiosidad serena no está reñida con cierta picardía inocente, la niña — advirtiendo una fotografía suya, apoyada contra el cristal que hay encima de la chimenea — la señala con el dedo:

 — Tío, ahí tienes el retrato de una niña que tampoco es muy bonito que digamos. ¿Para qué te sirve?

Sorprendido de encontrar en aquella beatilla un talento tan malicioso para replicar y, sin duda, tanto sentido común, tío Anthime se queda desarmado un instante. ¡Con una chiquilla de nueve años no va a empezar una discusión metafísica! Sonríe. Entonces la pequeña, aprovechándose de su ventaja, le enseña las medallitas, diciéndole:

 — Mira: la de Santa Julia, mi santa patrona, y la del Sagrado Corazón de…

 — ¿Y de Dios no tienes ninguna? — interrumpe Anthime, insensato.

La niña le contesta con toda naturalidad:

 — No; de Dios no las hacen… Pero mira la más bonita: es la de la Virgen de Lourdes. Me la dio tía Fleurissoire; la trajo de Lourdes. La llevo al cuello desde el día en que papá y mamá me ofrecieron a la Virgen.

Aquello era demasiado para Anthime. Sin tratar de comprender ni un instante la gracia palpable que evocaban aquellas imágenes — el mes de mayo, el cortejo blanco y azul de los niños — , se deja vencer por una morbosa necesidad de blasfemia:

 — Ya que estás aquí con nosotros, ¿es que la Virgen no quiso que fueras con ella?

La pequeña no contesta nada. ¿Acaso se da cuenta de que es mejor no contestar nada a ciertas impertinencias? Por lo demás, ¿qué sucede? Tras de aquella descabellada pregunta, no es Julia, sino el francmasón, el que se ruboriza, ligera turbación, compañera callada de la indecencia, pasajera confusión que disimulará tío Anthime depositando en la cándida frente de su sobrina un respetuoso beso reparador.

 — ¿Por qué te haces el malo, tío Anthime?

La pequeña no se engaña: en el fondo, el sabio descreído es un hombre sensible.

¿Por qué, entonces, esa obstinada resistencia?

En aquel momento, Adela abre la puerta:

 — La señora dice que vaya la señorita.

Es como si Margarita de Baraglioul temiera la influencia de su cuñado y prefiera que su hija no estuviese mucho tiempo con él. Anthime se atreverá a decírselo en voz baja, un poco más tarde, cuando la familia se dirige al comedor. Pero Margarita alzará la mirada hacia Anthime, con un ojo levemente inflamado todavía, para decirle:

 — ¿Miedo de ti? Pero, hombre, Julia sería capaz de convertir a doce como tú, antes de que tus burlas lograran el menor resultado en su alma. No, no; nosotros somos más fuertes de lo que tú crees. De todas formas, piensa un poco que es una niña. Ya sabe todas las blasfemias que se puede esperar en una época tan corrompida y en un país gobernado tan vergonzosamente como el nuestro. Pero es triste que los primeros motivos de escándalo se los ofrezcas tú, su tío, a quien quisiéramos enseñarle a respetar.

4

Aquellas palabras, tan mesuradas, tan juiciosas, ¿conseguirían calmar a Anthime?

Así sería durante los dos primeros platos (por lo demás, la cena — buena, pero sencilla — no tenía más que tres) y mientras la conversación familiar mariposeaba en torno de asuntos nada comprometidos. En atención al ojo de Margarita, hablarán primero de asuntos oculísticos (los Baraglioul fingen no ver lo que ha crecido el lobanillo1 de Anthime), después de la cocina italiana, por amabilidad hacia Verónica, con alusiones a su excelente cena. Después, Anthime preguntará por los Fleurissoire, a los que han visitado los Baraglioul hace poco en Pau, y por la condesa de Saint — Prix, la hermana de Julius, que veranea no lejos de allí; finalmente, por Genoveva, la deliciosa hija mayor de los Baraglioul: hubieran querido que viniera con ellos a Roma, pero ella no se había decidido a dejar el hospital de Niños enfermos de la rue de Sèvres al que va todas las mañanas para curar las llagas de los pobrecitos. Luego, Julius pondrá sobre el tapete el grave problema de la expropiación de los bienes de Anthime: se trata de unos terrenos que Anthime había comprado en Egipto durante un primer viaje que de joven hizo por aquel país. Aquellos terrenos mal situados, no habían adquirido hasta ahora gran valor; pero últimamente se rumoreaba que la nueva línea de ferrocarril de El Cairo a Heliópolis iba a pasar por ellos. Desde luego, al bolsillo de los Armand — Dubois — bastante exhausto a causa de arriesgadas especulaciones — no le vendría nada mal aquella bicoca. Sin embargo, Julius, antes de su viaje, pudo hablar con Maniton, ingeniero encargado del estudio de la línea, y aconseja a su cuñado que no se haga demasiadas ilusiones: podría ser que se llevara un chasco. Pero lo que no dice Anthime es que el asunto está en manos de la Logia, que jamás desampara a los suyos.

Ahora Anthime le habla a Julius de su candidatura a la Academia: lo comenta sonriendo, porque no se lo cree; y el mismo Julius finge una indiferencia serena, como resignada: ¿para qué contar que su hermana, la condesa Guy de Saint — Prix, tiene al cardenal André metido en el bolsillo y, por consiguiente, a los quince inmortales que votan siempre como él? Anthime esboza un levísimo cumplido sobre la última novela de Baraglioul, El aire de las cimas. La verdad es que ha encontrado el libro detestable; y Julius, que no se llama a engaño, se apresura a decir, para dejar a salvo su amor propio:

 — Yo estaba seguro de que un libro así no te iba a gustar.

Anthime llegaría hasta a admitir el libro, pero le fastidia aquella alusión a sus opiniones. Protesta diciendo que sus opiniones nada influyen en los juicios que emite sobre las obras de arte en general y sobre los libros de su cuñado en particular. Julius sonríe con benévola condescendencia y, para cambiar la conversación, le pregunta a su cuñado cómo sigue de su ciática, a la que, por error, llama lumbago. ¡Ay! ¿Por qué no le habrá preguntado más bien acerca de sus investigaciones científicas? Hubiera sido muy fácil contestarle. ¡Su lumbago! Y ya puestos, ¿por qué no su lobanillo? Pero

su cuñado parece ignorar sus investigaciones científicas, prefiere ignorarlas… Anthime, que ya está muy acalorado y que, en aquel preciso momento, siente el dolor de su "lumbago", suelta una risita y contesta huraño:

 — ¿Que si estoy mejor?… ¡Je, je! ¡Pues no te fastidiaría!

Julius se extraña y ruega a su cuñado que le diga por qué le cree capaz de sentimientos tan poco caritativos.

 — ¡Pardiez! También vosotros soléis llamar al médico cuando alguno de los vuestros está enfermo; pero cuando el enfermo se cura, la medicación no ha tenido nada que ver: ha sido gracias a las oraciones que rezabais mientras os atendía el médico. El que no va a cumplir con parroquia… ¡Pardiez! ¡Os parecería una impertinencia que se curase!

 — ¿Prefieres seguir enfermo a rezar? — dice Margarita con un tono lleno de seguridad.

¿Para qué se meterá ella? Generalmente, no suele intervenir en las conversaciones de alcance general y se achica en cuanto Julius abre la boca. Hablan entre hombres. ¡Basta ya de melindres! Se vuelve bruscamente hacia ella:

 — Mi encantadora cuñada: has de saber que si la curación estuviera aquí, aquí, ¿me oyes bien? — y señala desaforadamente el salero — , muy cerca, pero de tal manera que para tener derecho a ella hubiese de implorar al Señor Director — así es cómo se complace en llamar al Ser Supremo en sus momentos de mal humor — o rogarle que interviniera, que torciera por mí el orden establecido, el orden natural de los efectos y causas, el orden venerable… ¡Pues bien! No querría ni oír hablar de mi curación. Le diría al Director: ¡Déjeme en paz! No quiero tu milagro.

Corta las palabras, las sílabas; ha alzado el tono de voz hasta el diapasón de su cólera; está odioso.

 — No lo querrías… ¿Por qué? — pregunta Julius, muy sereno.

 — Porque eso me obligaría a creer en Él que no existe.

Al decir esto da un puñetazo en la mesa.

Margarita y Verónica, inquietas, se han hecho una seña con la mirada y luego han vuelto ambas la vista hacia Julia.

 — Me parece que ya es hora de irse a acostar, hijita — dice la madre — . Date prisa; iremos a darte un beso a la cama.

Aterrada por las atroces palabras de su tío y por su aspecto demoníaco, la niña huye.

 — Si me curo, no quiero tener que agradecerlo más que a mí mismo. Y basta.

 — Bueno, ¿y el médico, qué? — se atreve a decir Margarita.

 — Le pago su trabajo y estamos en paz.

Pero Julius, con su registro más grave, continúa:

 — Mientras que el agradecimiento a Dios te comprometería…

 — Sí, hermano; y por eso no rezo.

 — Otros rezan por ti, amigo mío.

Verónica es la que así habla; hasta ahora no había dicho nada. Al escuchar aquella dulce voz harto conocida, Anthime se sobresalta, pierde toda discreción. En sus labios se atropellan frases contradictorias: en primer lugar, nadie tiene derecho a rezar por alguien contra su voluntad, a pedir una merced para él, sin que se entere; es una traición. Verónica no ha conseguido nada: ¡mejor! ¡A ver si aprende de qué valen sus oraciones! ¡Es como para estar orgullosa!… Pero, a fin de cuentas, tal vez sea que no ha rezado lo suficiente.

 — Puedes estar tranquilo, que continúo — vuelve a decir Verónica, tan suavemente como antes.

Luego, toda sonrisas y como al margen de aquella cólera, le cuenta a Margarita que todas las noches, sin falta, le pone dos cirios en nombre de Anthime a la vulgar Madona que está en la esquina norte de la casa, la misma ante la que Verónica había sorprendido a Beppo santiguándose. El niño se alojaba, anidaba allí cerca, en una oquedad del muro, en donde Verónica podía encontrarlo a hora fija. Ella no hubiese podido llegar a la hornacina, que estaba fuera del alcance de los transeúntes; Beppo (que era entonces un esbelto adolescente de quince años), agarrándose a las piedras y a una anilla metálica, ponía los cirios encendidos ante la santa imagen… Y la conversación, imperceptiblemente, se desviaba de Anthime, se trababa por encima de él; las dos hermanas hablaban ahora del fervor popular, tan conmovedor, en virtud del cual la imagen más vulgar es también la más venerada… Anthime se encontraba anonadado. ¡Vamos! ¿No era ya bastante que aquella mañana, a sus espaldas, Verónica hubiera dado de comer a sus ratas? ¡Ahora resulta que le pone velas ala Virgen! ¡Para él! ¡Su mujer! Y mete a Beppo en aquella inútil gazmoñería… ¡Bueno, ya veremos!

A Anthime se le sube la sangre a la cabeza, se ahoga; parece que sus sienes tocan a rebato. Con un inmenso esfuerzo se levanta, tirando la silla; vuelca un vaso de agua en la servilleta; se enjuga la frente… ¿Se encontrará mal? Verónica se acerca solícita, él la aparta con un manotazo brusco y se escapa dando un portazo; y ya en el corredor se oyen sus pasos desiguales alejándose con el acompañamiento sordo y renqueante de la muleta.

Aquella brusca salida deja a nuestros comensales tristes y perplejos. Permanecen silenciosos unos instantes.

 — ¡Pobrecilla! — dice al fin Margarita, dirigiéndose a su hermana.

Pero en esta ocasión se confirma una vez más la diferencia de carácter entre las dos hermanas. El alma de Margarita está cortada con el mismo patrón admirable con que Dios hace a sus mártires. Ella lo sabe y aspira al sufrimiento. La vida, por desgracia, no le concede ninguna pena; se halla colmada de toda suerte de venturas y su capacidad de resignación tiene que contentarse con humillaciones insignificantes; aprovecha la menor cosa para sentirse arañada; se agarra y se aferra a todo. Desde luego, sabe arreglárselas para que la hieran; pero Julius parece afanarse por dejar cada vez más ociosa su virtud. ¿Cómo extrañarse entonces de que se muestre con él siempre insatisfecha y quisquillosa? Con un marido como Anthime…, ¡qué carrera tan espléndida! Le fastidia ver que su hermana lo aprovecha tan mal. En efecto, Verónica esquiva los agravios; por encima de su invariable mansedumbre sonriente, todo le resbala: sarcasmos, burlas. Seguramente se ha resignado desde hace tiempo a vivir metida en sí misma. Por lo demás, Anthime no es malo con ella y bien puede decir lo que quiera. Verónica explica que, si habla fuerte, es porque no puede moverse; no se dejaría llevar tanto por la cólera si estuviera más ágil. Y como Julius pregunta adonde habrá ido, le responde:

 — A su laboratorio.