Maestro - Jaime Fernández Garrido - E-Book

Maestro E-Book

Jaime Fernández Garrido

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Beschreibung

Jesús, el mejor Pedagogo de la historia, no enseña mayormente para que las personas tengan más conocimiento sino, sobre todo, para transformar vidas. Este libro procura incentivar al lector a aprender que, para transformar la vida y el entorno que nos rodea, tenemos que observar detenidamente al Maestro y enseñar como Él lo hizo. Contiene más de un centenar de lecciones para aplicar, no solo en la enseñanza, sino también en la vida.

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Dedicado con especial cariño a todos los componentes del grupo de discipulado en Vigo, dónde Dios nos ayudó a comprender la importancia de honrar al Señor Jesús en todos los momentos de la vida: Lu y Sylvinho, Marcia y Doriva, Bía y Edu. Fabi y Giovanella, Rosana y Enrique, Marga y Edi, junto con todos sus hijos. Jamás olvidaremos los momentos pasados estudiando la Biblia juntos y aprendiendo a disfrutar del carácter de Dios y de sus bendiciones. Os queremos mucho.

Dedicado también a Mariela y José Antonio Chamot, con los que pasamos días inolvidables junto a sus hijos, orando y hablando de Jesús y aprendiendo a descansar en Él en todos los momentos de la vida. Estáis siempre en nuestro corazón.

Un gran abrazo para Edilson Freitas y Luís Seoane, hermanos, amigos, compañeros de viaje… no podemos estar juntos un solo momento sin hablar del Señor y compartir proyectos para que las personas lleguen a conocerle. Recorrer América con vosotros y conocer a todo el equipo de “Nuestro Pan Diario” es un regalo de Dios.

Un recuerdo muy especial también para todos los alumnos y profesores del Seminario de estudios “Éfeso” (En España). Cualquier detalle, palabra o situación que el Espíritu de Dios use para entusiasmarnos más con el Señor, nos ayudará a seguir transformando el mundo.

CONTENIDO

Portada

Hoja de rostro

Dedicación

Introducción

1. Comenzando desde el principio

2. El lenguaje y la enseñanza

3. La necesidad de involucrar a todos

4. Personal y único, la importancia de ser uno mismo

5. El maestro es el ejemplo

6. Principios y medios didácticos

7. La importancia de la actitud

8. Enemigos del proceso de aprendizaje

9. Los principios espirituales

10. Pablo como ejemplo

Creditos

Hitos

Cover

Title Page

Table of Contents

Dedication

Copyright Page

INTRODUCCIÓN

He tenido el privilegio de visitar diferentes países del mundo y entrevistarme con personas relacionadas con el ámbito de la educación y de las universidades. En algunos lugares tuve la oportunidad de dar conferencias sobre la enseñanza y, al preguntar en todos esos lugares quién es el maestro por excelencia, la respuesta siempre era la misma: Jesús de Nazaret. No importa si era un país de trasfondo cristiano, secular o incluso ateo. No hay ninguna duda, el Maestro por excelencia es Jesús, cuyas frases y principios las encontramos en todas las culturas.

Creo que uno de los problemas que tenemos, al acercarnos a la persona de Jesús como maestro, es creer que ya lo conocemos casi todo sobre él. Pero, además, algunos piensan que sus enseñanzas solo tienen que ver con lo espiritual. Una tercera equivocación grave es querer ocultar todo lo que él ha sido y ha hecho por culpa de los malos ejemplos de algunos de los que dicen seguirle. Si dejamos de examinar la realidad por cualquiera de estos tres prejuicios, habremos perdido no solo la belleza de sus métodos, sino también la fragancia irresistible de alguien que lo hacía todo de una manera absolutamente sencilla y trascendental a la vez. Si queremos enseñar para transformar la vida y el entorno que nos rodea (ese es el objetivo de todo educador/maestro sean cuales sean sus ideas), tenemos que observar detenidamente al Maestro con mayúsculas.

Si es así, si nos esforzamos por olvidar todo lo que tenemos en nuestra mente sobre él, seremos capaces de ver no solo lo que enseña, sino cómo lo hace, enfocándonos en él y no en las interpretaciones de los pretendidos expertos sobre él. Ese esfuerzo merecerá la pena mucho más de lo que imaginamos. En primer lugar, porque muchas de las imágenes que tenemos de él son falsas. En segundo lugar, porque no debemos dejar que nadie nos robe la investigación personal en ningún campo (de eso se trata la ciencia) y, en tercer lugar (y no menos importante), porque de una vez por todas tenemos que aprender (si es que queremos enseñar) a reconocer la verdad llegando a conclusiones que sean independientes de nuestra manera de ver las cosas y/o de nuestros prejuicios. Desgraciadamente, en la actualidad, justo en el momento en el que más se habla sobre ciencia (y otras verdades), la discusión objetiva de los hechos brilla por su ausencia.

Quienes escucharon a Jesús se asombraban: «¿Qué clase de sabiduría tiene? —decían» (1). Todos se admiraban de cómo enseñaba, porque pensaban que no había aprendido en ningún lugar (era el hijo del carpintero). De hecho, varias veces encontramos en los registros históricos de su vida algo que, cuando menos, nos inquieta: se asombraban más de sus enseñanzas que de los milagros que hacía (2).

Intentemos profundizar juntos en su estilo. Será muy positivo para todos, creyentes y no creyentes, porque las lecciones que aprendemos van más allá de las creencias, tienen que ver con la manera de enseñar. Esa es una de las razones por las que, a lo largo de nuestro estudio, identificaremos al alumno con el discípulo. Por más que algunos quieran reservar la enseñanza para dentro del aula, creo que iremos descubriendo que ese proceso tiene mucho más que ver con el discipulado, la transformación de la vida, el cambio de la conducta y el entorno. Es decir, enseñamos y educamos para la vida, no solo para el conocimiento o la investigación, porque ambos únicamente merecerán la pena si son aplicables al entorno que nos rodea cuando pueden ser usados para transformarlo todo, comenzando por nosotros mismos.

Para transformar la vida y el entorno que nos rodea tenemos que observar detenidamente al Maestro y enseñar como él lo hizo.

Nos basta, para entrar en el tema, una sencilla historia: un sembrador salió a esparcir la semilla y, contrariamente a lo que pudiera pensarse, no se preocupó en absoluto de dónde caía esa semilla. Parte de ella cayó sobre el camino por el que transitaba el sembrador; otra, entre las piedras grandes y pequeñas del terreno; una tercera, entre arbustos y espinos y la cuarta, sobre tierra buena. Es obvio que solo la buena tierra dio fruto, porque en el camino no hay ninguna posibilidad de que nada crezca. Entre piedras enseguida morirá porque no puede tener raíz y entre espinos y arbustos, estos terminarán ahogando la semilla.

En cierta manera todos somos como uno de esos terrenos, porque cuando nos enseñan algo, podemos pasarlo por alto, recibirlo por unos momentos, hacerlo nuestro mientras nos conviene o llevarlo a lo profundo de nuestro ser para que transforme nuestra vida.

De igual forma, al enseñar, quienes nos escuchan pueden tener esas mismas reacciones y no podemos hacer nada. Por más que insistamos, siempre habrá quienes se olviden de lo que les hemos dicho, incluso antes de que terminemos de hablar; otros lo recibirán como una curiosidad más, pero sin ninguna trascendencia para sus vidas; un tercer grupo volverá a casa creyendo que lo que han escuchado es importante hasta que encuentren algo que consideran más trascendental que lo que les hemos enseñado; y un cuarto grupo, no solo escuchará y aprenderá todo lo que les hemos dicho, sino que lo aplicará en sus vidas y transformará el mundo. Porque ese es el objetivo de todos, de maestros y de alumnos.

Obviamente la historia del sembrador no es mía, es una de las muchas que Jesús nos dejó. Investigar y aprender sobre sus métodos, palabras y hechos es realmente apasionante.

(1) Marcos 6:2

(2) Marcos 11:18

CAPÍTULO 1

Comenzando desde el principio

Puede parecer una verdad muy simple, pero es la base de todas: si queremos enseñar, tenemos que comenzar por saber dónde está el alumno, quién es nuestro discípulo. No sirve de mucho decir algo o saber enseñarlo si no conocemos lo que nuestros alumnos necesitan, cómo son, qué motivaciones tienen, cuál es su nivel, dónde están e, incluso, saber hasta dónde quieren o pueden llegar. Esa es la primera lección que aprendemos al examinar el modo en que Jesús se acercaba a las personas.

1. VA DONDE ESTÁ LA GENTE

Muchas de las situaciones que leemos en los evangelios (los registros históricos más conocidos sobre la vida de Jesús) podemos intentar comprenderlas como sobrenaturales, pero, como dije, creo que ese es uno de nuestros primeros problemas. Él podía haber usado su extraordinaria sabiduría y su poder para sacar partido de cualquier situación, pero quiso mostrarnos que, en la gran mayoría de las ocasiones, no solo se coloca a nuestro nivel, sino que nosotros también podemos estar al suyo. Esa es una de las razones por las que, cuando hablemos más adelante de principios didácticos, veremos como él los usa de una manera absolutamente normal. No quiere que le consideremos como alguien que lo hace todo perfectamente sino, más bien, como alguien que, en primer lugar, quiere servir y ayudar.

Ese concepto es trascendental para poder seguir adelante. En la mayoría de las ocasiones no son las personas las que le buscan porque desean escucharle, es él quien se acerca, no le importa ir donde ellos están. Se anticipa y va a su encuentro. Los historiadores nos dicen que «recorría toda Galilea» (énfasis del autor) (1). No se quedaba en un único lugar, sino que daba oportunidad para que todos le escucharan: «recorría los alrededores enseñando al pueblo» (2), e incluso se lo comunicaba siempre a los que le seguían, «es preciso que vaya a otros lugares» (3), para que comprendieran que todos tenían que escuchar el mensaje. Y no solo eso, además enseñaba también en los pueblos y aldeas por donde pasaba (4). El objetivo era llegar a todos en todas partes, sin distinción.

En segundo lugar, el Maestro enseñaba de una manera pública y en lugares donde podían verlo y escucharle. Va donde está la gente, no espera a que vengan a oírle: «Viendo las multitudes subió al monte, y sentándose…» (5). Si queremos que nos presten atención, debemos estar, en la medida de lo posible, donde puedan vernos. Enseñaba no solo al aire libre, sino también en las sinagogas, que eran como las escuelas de la época (6) y era donde se esperaba que los maestros hablaran. Así es como entendemos que no hay nada mejor que acercarse al alumno en el lugar en el que este desea escuchar lo que tiene que decir su maestro. En ese sentido, todos esperaríamos que el lugar para hablar de lo espiritual fuese el templo y, en realidad, Jesús explicaba algunas de sus enseñanzas allí (7), pero la gran sorpresa es que solo lo hace en muy contadas ocasiones.

En realidad, la mayor parte de sus enseñanzas las imparte fuera de situaciones académicas. Es ahí, precisamente, donde más tenemos que aprender de él. Todos recordamos lecciones en nuestra vida provenientes de situaciones que nada tenían que ver, en principio, con la enseñanza en sí misma o incluso con el lugar en el que, teóricamente, deberían habernos impartido esa enseñanza. Jesús entraba en las casas de quienes querían estar con él (jamás rechazaba una invitación) (8) para conversar y enseñar usando las situaciones diarias, las palabras y los hechos cotidianos, incluso las interrupciones a las que se veían sometidos en muchas ocasiones. De hecho, sus adversarios le señalaban porque iba a comer con pecadores, como si solo aceptásemos enseñar a quienes creemos que son buenos alumnos y despreciáramos a los demás. No solo enseñaba en momentos o ambientes absolutamente distendidos como puede ser una comida (9), sino que se preocupaba por cada persona que le rodeaba. Si realmente queremos ayudar a nuestros alumnos, tenemos que hacer todo lo posible para acercarnos a ellos de una manera directa y en situaciones cotidianas, para que lo que decimos pueda impactar en su vida personal.

En ese compartir cualquier situación, la historia nos enseña que Jesús enseñaba a la orilla del lago (10) porque sabía que en la playa había mucho espacio para que todos pudieran acercarse. Incluso, a veces, se subía a una barca para adentrarse un poco en el lago con la intención de que todos pudieran verlo y escucharle mejor, pues había muchos momentos en los que, de tanto querer acercarse a él, le aprisionaban (11). Cuando estamos delante de aquellos que quieren escucharnos, debemos buscar siempre la mejor situación, no solamente para aquellos que están más cerca de nosotros.

Algunas escuelas pedagógicas hablan sobre la necesidad de crear situaciones distendidas para que el alumno se encuentre a gusto al escuchar al maestro. Jesús mostró ese principio una y otra vez, sobre todo en el hecho tan común de caminar con sus discípulos y también con las multitudes (12). Prefería acompañarlos dando un paseo, antes que mantenerse en una postura rígida o buscar la creación de un momento especial como la mayoría de nosotros solemos hacer. Una de las razones más importantes para hacerlo se debe al hecho de que enseñar conversando implica saber escuchar, con lo que el proceso de discipulado es absolutamente natural. Si tenemos la posibilidad de conversar con nuestros alumnos, sea individualmente o como grupo, estamos haciendo de la enseñanza algo absolutamente asequible. De hecho, siempre aprendemos mejor (incluso cuando alguien tiene que amonestarnos) cuando caminamos conversando juntos.

Si avanzamos un paso, nos encontramos con que Jesús no solo buscaba la mejor situación, sino también el momento oportuno. A veces sabemos crear las circunstancias adecuadas para que nuestros alumnos nos escuchen, pero no acertamos con el momento para decir lo que queremos. Como veremos más adelante, tenemos que aprender a preparar a las personas para lo que tienen que oír. Jesús sabía cómo hacerlo y no le abrumaba la responsabilidad de dejar pasar algunas situaciones hasta que llegara la ocasión perfecta: «esperó a mitad de la fiesta para subir y enseñar» (13) dice uno de los evangelistas. No solo buscaba los mejores momentos, sino que no se precipitaba. La trascendencia de nuestra enseñanza puede perderse por completo si la exponemos en un momento o una situación en la que quienes nos escuchan no van a prestarle la atención adecuada. Un ejemplo definitivo de esa cualidad del Maestro fue cuando Jesús les habló a todos sobre la posibilidad de vivir una vida absolutamente radiante justo en el momento más solemne de la fiesta: «¡Quien cree en mí, de su interior brotarán ríos de agua viva!» (14). El contraste era tan absoluto y radical, que jamás alguien olvidará esas palabras. La solemnidad religiosa quedaba retirada por decreto al enfrentarla con una vida abundante y rebosante de alegría.

Esa es la razón por la que no solo hablamos de un espacio determinado para enseñar, sino también de la ocasión propicia. Tenemos que acercarnos a las personas (a nuestros alumnos) cuando pueden escucharnos. Jesús solía enseñar los sábados, pues en aquella época era el día en el que nadie trabajaba. De este modo era muy sencillo que pudieran prestarle atención (15). Además, tenemos que fijarnos también en la manera distendida que tenía de enseñar en todos los lugares, como hemos visto: «en la ladera de la montaña se sentó» (16) con una actitud amable y relajada, lo que era absolutamente normal para él, porque lo que más le preocupaba era la cercanía con aquellos que estaban con él. De la misma manera se comportaba en el templo (17) donde se sentaba para hablarles. Resulta curioso que ese detalle se mencione una y otra vez, a pesar de la supuesta solemnidad del lugar, pero no solo lo hace él, sino que busca que todos los que le escuchan también estén cómodos (18).

2. SABE DÓNDE ESTÁN AQUELLOS QUE LE ESCUCHAN

No está de más reconocer que, en muchas ocasiones, intentamos enseñar lo que todos ya saben, o, peor todavía, lo que no necesitan aprender. Cuando Jesús habla, sean quienes sean aquellos que escuchan, lo primero que busca es conocer la posición en la que se encuentran. En una ocasión, camina junto a dos de sus seguidores que no acaban de comprender lo que ha sucedido en los últimos días, así que comienza a pedirles que le digan lo que está pasando. La respuesta de ellos es inmediata: «¿Eres tú el único en toda la ciudad que no conoce los últimos acontecimientos?» (19). Como en otras ocasiones, el Maestro no responde directamente a su pregunta. Le interesa más que ellos mismos descubran lo que saben y lo que no, por eso simplemente les pregunta: «¿Cuáles?». De esa manera les obliga a decir lo que ellos conocen y el lugar en el que se encuentran para así poder llegar a lo que quiere enseñarles.

Es imprescindible saber dónde están los alumnos, conocer qué saben y necesitan. Hay que tender puentes con ellos antes de pretender enseñarles o amonestarles.

Esa toma de contacto nos enseña también que un discípulo jamás debe ser considerado como un cliente al que tenemos que vender nuestro trabajo, sino como un amigo a quien podemos ayudar. Como veremos más adelante, cuando nos ponemos en el lugar de aquellos a quienes enseñamos, establecemos una relación correcta para poder dar los siguientes pasos. De no ser así, simplemente estamos enviando información, sin saber hasta dónde va a llegar.

Esa es la razón por la que Jesús confronta a las personas con aquello que conocen. Desea que respondan a sus propias inquietudes. Les enseña a encontrar las respuestas en base a lo que ya saben, pero que quizás aún no han aprendido a aplicar. Por poner un ejemplo sencillo: aunque su primer objetivo era lo espiritual, casi nunca afirma que «La Biblia dice», sino que los lleva hasta lo que ellos conocen: «¿no leísteis…?». De esta forma les obliga a reaccionar sobre lo que ya saben (20). Pero, además de eso, busca la reacción de todos sobre aquello que hacían de forma habitual, como cuando menciona uno de los Salmos y les pregunta: «¿No habéis cantado?» (21), y es que en aquel tiempo, los salmos eran las canciones del pueblo. Con eso se asegura algo más que el recuerdo, lo que pretende es descargar sobre ellos mismos la responsabilidad de lo que saben. Esa es la razón por la que siempre los enfrenta a sus propias ideas y creencias (22). De esta forma no pueden eludir sus argumentos para no comprender la enseñanza, porque lo que hace es conducirlos hacia lo que para ellos es su especial tesoro. Cuando expulsa a los mercaderes del templo, no se ampara en ninguna autoridad personal, sino en lo que ellos mismos creían: «¿No está escrito en vuestra ley?» (23). Siempre debemos recordar que pocas cosas son tan útiles para comenzar a aprender algo que tener que reinterpretar todo lo que creemos saber.

3. CONOCE LAS MOTIVACIONES DE CADA PERSONA

Cuando Jesús enseña, va más allá de lo que puede parecer a simple vista. Siempre busca comprender la razón por la que alguien le hace una pregunta o si simplemente quiere escuchar lo que está enseñando. Podemos comprobarlo examinando diferentes situaciones:

Si alguien es sincero, las respuestas son directas y la explicación llega a lo esencial sobre lo que quiere conocer. Un día alguien le dice que quien pueda disfrutar de la vida que Dios ofrece, será feliz. Al ver la sinceridad de la exclamación, Jesús cuenta una historia en la que explica lo que ocurre cuando Dios nos invita y compara esa invitación con la celebración de una boda. Como siempre, los detalles de la historia son absolutamente impresionantes, tanto que nos hacen ver que todos (sin excepción) están invitados a esa fiesta, pero no todos quieren asistir (24).

Si alguien no es del todo sincero, el proceso es diferente. En una ocasión nos encontramos con un joven que quiere que el Maestro le enseñe sobre la vida eterna, pero su motivación no es del todo clara porque comienza intentando adular a Jesús y sigue queriendo justificarse a sí mismo en todo lo que hace. Como en muchas otras ocasiones, el Maestro, desde el primer momento le enfrenta directamente con sus propias palabras: «¿por qué me llamas bueno…?» (25). No podemos ayudar a alguien e intentar que tome buenas decisiones si primero no deshacemos sus prejuicios, por muy pequeños que parezcan ser.

Podemos examinar las situaciones en las que algunas personas se acercaron directamente a Jesús con malas intenciones: «Maestro —dijeron los espías—, sabemos que lo que dices y enseñas es correcto. No juzgas por las apariencias, sino que de verdad enseñas el camino de Dios» (26). En esos casos, cuando le hacen preguntas con la intención de ver si miente o se contradice, les responde siempre con otra pregunta, de manera que, al no poder responder, son ellos quienes caen en su propia trampa. Aun así, él no trata de avergonzar a nadie, sino de desnudar su conciencia para que puedan reconocer qué está mal en sus vidas.

Por ejemplo, cuando le preguntan si es lícito dar tributo al César (si decía que sí, le llamarían colaboracionista con Roma; si decía que no, sería culpable ante la ley), él les pide que le enseñen una moneda (que tenía grabada la imagen del César). Con ese sencillo acto eran ellos los que quedaban al descubierto, porque podían llevar las monedas judías de la época, pero llevaban monedas romanas para poder comerciar con todos. Al fin y al cabo, como muchas veces se dice, el dinero es lo primero. En aquel momento, Jesús pronuncia la conocida frase de «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (27) con lo que eleva el nivel de la pregunta de ellos (ya no se trata solo de dinero) y añade algo que sus oponentes no esperaban, la trascendencia de lo espiritual incluso en la vida económica del día a día.

El hecho de responder con otra pregunta es una de las mejores estrategias que se pueden usar cuando alguien no quiere comprender lo que se le está diciendo. Cuando hablamos con alguien que siempre quieren tener razón (desgraciadamente hay muchas personas así), la única manera de llevarle a reflexionar sobre sus argumentos es dejarle con preguntas que no puede responder.

Esa es una de las razones por las que, ante ataques directos (28), contesta simplemente con frases claves de uno de los libros de la ley (29). No quiere añadir nada más; sabe que no tiene que argumentar con quien no quiere reconocer la verdad y eso es una enseñanza también para nosotros.

Cuando alguien intenta dañarnos, debemos expresar la verdad desnuda, sin preocuparnos por las consecuencias. La mentira parece tener un camino mucho más corto, pero, con el tiempo, no llega a ningún lado.

La verdad no necesita ser defendida,simplemente se expone y ella hace su trabajo.

De esta manera comprobamos que las respuestas pueden ser diferentes dependiendo de las motivaciones de cada uno, pero lo único que prevalece siempre es la verdad. Lo que cambia es la manera en la que esta es presentada. Cuando un alumno quiere aprender la verdad, se expresa de una manera limpia y amable; cuando hay segundas intenciones, estas tienen que ser reveladas. Cuando existen motivaciones equivocadas, debemos intentar enfrentar a quien nos pregunta con sus propios prejuicios. Si no hay ninguna intención de aprender, sino simplemente ofender, la verdad debe ser expuesta de una manera directa, sin más contemplaciones.

4. LLEVA A CADA UNO A SACAR SUS PROPIAS CONCLUSIONES

Tengo que reconocer que siempre me impresiona ver cómo el Maestro usa las historias que cuenta para que quienes le escuchan puedan sacar sus propias conclusiones. Como hemos visto, esa es la mejor manera de actuar cuando alguien no quiere, en principio, reconocer que está equivocado o está juzgando a los demás en base a sus prejuicios personales.

En un momento determinado, Jesús está comiendo con algunos de los maestros de la ley y, de repente, llega una mujer que derrama sus lágrimas sobre los pies de Jesús y luego las enjuga con sus cabellos. Era una mujer conocida por todos. De hecho, la definen como la pecadora y recriminan a Jesús que acepte el cariño de una mujer señalada. El Maestro, para que reconozcan su error al ponerla por debajo del nivel de moralidad que ellos pretenden tener, les dice:

«Dos hombres le debían dinero a cierto prestamista. Uno le debía quinientas monedas de plata, y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. Ahora bien, ¿cuál de los dos lo amará más? —Supongo que aquel a quien más le perdonó —contestó Simón. —Has juzgado bien —le dijo Jesús». (30)

¿Por qué es tan importante lo que Jesús hace? Porque él no solo cuenta la historia para explicar perfectamente la situación que están viviendo (quizás eso podríamos hacerlo muchos), sino que les pide a ellos que saquen la lección para su vida personal. De esta manera, no está señalando su equivocación (lo que podría parecer algo violento), sino que les obliga a ellos a señalarse a sí mismos.

Una y otra vez usa esa manera de enseñar cuando los oyentes no quieren o no pueden escuchar lo que quiere decirles. En otra ocasión, cuando sus oponentes defienden la ley por encima de todo, incluido el bien de las personas (no permitían hacer absolutamente nada en el día de descanso –sábado—) les pregunta: «¿Está permitido salvar una vida en sábado…? ¿Está permitido hacer el bien o el mal?» (31). Nosotros diríamos que es una pregunta trampa, porque la respuesta es directa y clara, pero eso es precisamente lo que ellos necesitan.

Quienes nos escuchan tienen que enfrentarse con sus propias incongruencias, de no ser así, jamás aprenderán algo que merezca la pena.

Pero no todo termina ahí, sino que nos muestra una forma más de usar las historias cuando enseña: busca que quien escucha tenga que elegir la respuesta correcta. Ese proceso es uno de los más pedagógicos que existen, porque ahora ya no se trata de aplicar una historia o de comprender cuáles son los prejuicios que nos impiden llegar a la verdad, sino alcanzar, por nosotros mismos, la conclusión correcta.

Cuando Jesús cuenta la conocida historia del buen samaritano, al llegar al final, deja que quien le escucha decida lo que es correcto: «¿cuál de los tres fue el prójimo…» (32) le pregunta. Cuando elegimos la decisión apropiada (de hecho, todos responderíamos igual: el que le ayudó, el que tuvo misericordia) entonces el Maestro, simplemente, afirma esa respuesta para decirnos lo mismo que le dijo a su oyente: «ve tú y haz lo mismo». Esa lección no se olvida jamás.

5. ENSEÑA HASTA QUE SE COMPRENDE EL MENSAJE

Todos conocemos maestros que creen que su trabajo termina cuando explican lo que quieren enseñar de la mejor manera posible, con todos los recursos pedagógicos y didácticos a su alcance. Aunque esa motivación es correcta, si queremos que nuestro trabajo dé fruto, debemos seguir explicando hasta que los que nos están escuchando comprendan lo que decimos.

Un buen maestro no deja que haya dudas, sino que busca ejemplos y recursos hasta que el discípulo ha comprendido lo que quiere decir.

Eso era lo que hacía Jesús. Una y otra vez los evangelistas afirman que «entonces comprendieron…» (33). Esa es, además, una de las razones por las que el Maestro responde todas las preguntas que le hacen, aun las que demuestran falta de fe o de conocimiento (34). Jamás debemos acusar a nuestros discípulos, sino premiar sus preguntas y responderlas siempre. Las respuestas a esas preguntas son importantes, pero el diálogo que se entabla puede llevarnos mucho más allá de lo que imaginamos. A veces, de una pregunta simple, o aparentemente tonta, surge la posibilidad de llegar hasta el fondo de lo verdaderamente trascendental. Como uno de mis maestros siempre decía: «no existen preguntas tontas, lo que sí existen son respuestas tontas».

Por si fuera poco, al responder las preguntas, aprendemos a argumentar, tanto nosotros como quienes nos escuchan. Eso es lo que hacía Jesús no solo con sus enseñanzas, sino también con todo lo que ellos creían que era correcto. Por ejemplo, él explicaba lo que había detrás de la ley para que comprendieran que Dios es razonable, que no hace las cosas porque sí (35).

Ese suele ser uno de nuestros mayores problemas: cuando nuestros argumentos no valen, casi siempre solemos llegar al «porque lo digo yo», que (desde luego) jamás nos lleva a ningún lugar. Jesús siempre iba más allá de lo que le preguntaban con la intención de hacerles reflexionar. Esa es la mejor manera de aprender: pensar por nosotros mismos. Por eso les habla del peligro de quienes dicen lo que quieren y proclaman ex cátedra sus pensamientos, sin preocuparles lo que los demás puedan pensar o el daño que pueda hacerles: «pero, cualquiera que hace caer…» (36). Quien sabe enseñar tiene que ser sensible al argumentar y utilizar el lenguaje no solo de una manera sabia, sino también pacífica y amable (37).

Otro detalle importante tiene que ver con la forma en la que usamos las preguntas durante el proceso de aprendizaje. Jesús hacía, en primer lugar, preguntas de carácter general, aquellas cuyas respuestas parecían ser universales, para después preguntarles sobre lo que ellos pensaban. Así podía conocer si habían comprendido el mensaje y si sabían aplicar lo que habían entendido. Esa manera de pasar de lo universal a lo particular se ve claramente en varios momentos: «Cuando llegó a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: —¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Le respondieron: —Unos dicen que es Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o uno de los profetas. —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (el énfasis es mío) (38).

Otra forma excelente de enseñar es utilizar lo que está al alcance de los ojos de los que escuchan. Así, el Maestro, en Cesarea, una ciudad muy conocida por el gran número de esculturas (emperadores, maestros, dioses, etc.) que tenía, quizá, mientras paseaba con sus discípulos, al ver esas estatuas, les hizo la primera pregunta. De esta forma, les explicó una lección inolvidable que podemos comprobar si continuamos leyendo la historia en el evangelio.

6. SU ENSEÑANZA TIENE CONSECUENCIAS EN LA VIDA

Es cierto que el Maestro apunta casi siempre al corazón espiritual de cada persona, pero sus estrategias iluminan el camino que hay que seguir sea cual sea la materia que estemos enseñando. Una de ellas, quizás la más importante, es aprender que todo tipo de enseñanza debe tener consecuencias en la vida personal. La búsqueda del conocimiento simplemente por el propio conocimiento engorda la mente y poco más. Aquello que aprendemos y penetra en nosotros, en nuestro día a día, es lo que merece la pena. Esa es la razón por la que un día dijo: «El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene quien lo juzgue; la palabra que he hablado, esa lo juzgará en el día final». (39). Jesús enseña siempre para que tomemos decisiones, de tal manera que las palabras que pronuncia son las que confrontan a los discípulos y los oyentes con su propia vida, porque tienen que hacer algo en relación con lo que han escuchado. Tienen que responder a esas palabras o de otra manera serán juzgados.

La norma tantas veces defendida de que el desconocimiento no exime del cumplimiento de la ley es aplicada de una manera mucho más obvia cuando sí conocemos lo que deberíamos hacer. Así que, tenemos que dar la oportunidad de responder cada vez que enseñamos algo. Debemos invitar a la acción, o simplemente expresaremos palabras que, como muchas veces decimos se las lleva el viento.

El maestro debe esperar siempre una reacción, una respuesta por parte de los que están escuchando.

Quizás deberíamos recordar aquella frase que dice: «impresión sin expresión es igual a frustración». Si los que nos escuchan solo adquieren conocimiento y no tienen cómo expresar o responder a ese conocimiento, acabarán frustrados. En cierta manera sería mejor que no hubieran aprendido nada.

Esa es la razón por la que nos encontramos a Jesús invitando a tomar decisiones una y otra vez: «Venid a mí los que estáis trabajados y cargados…» (40) «Si alguno tiene sed venga a mí y beba» (41), etc.

7. LO QUE ENSEÑA PERMANECE

Esos detalles trascendentales del Maestro los reconocemos debido a la reacción de quienes lo escuchaban, no solo en el momento de la lección, sino mucho más tarde. Una y otra vez, los evangelistas nos dicen que tanto los discípulos como los que seguían a Jesús, cuando se enfrentaban a circunstancias nuevas «se acordaron de las palabras que les había dicho» (42). Jamás debemos olvidar que un buen enseñador es aquel que logra que sus alumnos le recuerden cuando ya no está con ellos. Todos recordaron cuando les dijo «destruid este templo y en tres días lo reedificaré» (43) refiriéndose a su resurrección corporal. Las palabras de un buen maestro no se olvidan nunca, aunque a veces no se comprendan en el momento en que se escuchan.

Un buen enseñador es aquel que logra que sus alumnos le recuerden cuando ya no está con ellos.

Por otra parte, el que enseña no tiene miedo a enfrentarse con lo que sus discípulos han aprendido hasta ese momento, porque es capaz de explicar y razonar sobre lo que está ocurriendo. Jesús sabía que ellos adoraban la ley y todo lo que habían aprendido, pero eso no le impidió explicarles el verdadero significado de lo que tenían en su mente: «habéis oído, pero yo os digo» (44). Una vez más, la argumentación en el proceso de aprendizaje es imprescindible, especialmente para remover conceptos que no son del todo claros o verdaderos.

En cierta manera, de la enseñanza depende la vida. Para el Maestro eso estaba muy claro, tanto que, en algunas ocasiones, no quería que nadie lo encontrara ni lo molestara con nada, porque estaba instruyendo a los que le seguían. Eso era lo más importante para él en esos momentos: «Saliendo de allí, iban pasando por Galilea, y Él no quería que nadie lo supiera. Porque enseñaba a sus discípulos, y les decía: El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y le matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (45).