Magdalena los ojos del corazón - Ho Hanan - E-Book

Magdalena los ojos del corazón E-Book

Ho Hanan

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Beschreibung

¿Quién fue Magdalena? ¿Y qué ha representado realmente en la historia de la religión?
El deseo de investigar y profundizar las respuestas acompañó buena parte de la vida de Ho Hanan.
El misterio histórico, religioso y filosófico envuelve a esta valiente mujer, Magdalena, “la apóstol de los apóstoles”, el título litúrgico con el que se celebra desde 2016.
Magdalena fascina porque es libre, vital, rompe los esquemas del legalismo judío y se deja vencer por el amor evangélico, el mensaje de Jesús.
Desde aquí el autor nos deja entrar en el mundo de Magdalena. Lugares, tiempos y personajes son descritos con la rigurosa precisión de un estudioso que convive perfectamente con la alegría y el entusiasmo descriptivo de un niño, feliz de ver “con los ojos del corazón”.

Joan Martínez Porcell (Ho Hanan) nació en Barcelona el 16 de abril de 1960. Sacerdote desde 1983, se licenció en Filosofía por la Universidad de Santo Tomás en Roma y obtuvo el doctorado por la Universidad de Barcelona (1992). Durante cuarenta años, ha estado al frente de diversas comunidades cristianas y ha compaginado esta dedicación pastoral con la docencia universitaria en la Facultad de Filosofía de Catalunya de la Universidad Ramón Llull, de la que actualmente es catedrático emérito. Completó sus estudios en Institut dominicain d’études orientals del Cairo, y es autor de numerosos libros y artículos especializados en torno al sentido de la existencia humana. Su novela Magdalena, los ojos del corazón fue uno de los nueve títulos finalistas de los Premios Planeta 2022, bajo el pseudónimo de Ho Hanan, que ahora publica Editorial Europa.

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Ho Hanan

 

 

 

Magdalena, los ojos del corazón

 

 

 

 

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid

www.grupoeditorialeuropa.es

ISBN 9791220145299

I edición: Noviembre del 2023

Depósito legal: M-32332-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Magdalena, los ojos del corazón

 

 

 

 

“A mi madre, que leerá (varias veces) este libro desde el cielo”

 

 

 

 

 

Noli me tangere; μὴ μoυ ἅπτoυ; "no me retengas" (Jn 20,17)

 

Prólogo

 

 

En mis años de seminario, me hablaron poco de los textos apócrifos. Aprendí más o menos lo que entonces sabía cualquier estudiante de teología. Que fueron textos encontrados casualmente en las cuevas de Qumrán, o en Nag Hammadí, o entre los manuscritos esenios de la fortaleza de Masada. Todos estaban en desiertos solitarios, y mi imaginación sobrevolaba por aquellos legendarios horizontes. Las excavaciones que me sedujeron fueron las que descubrieron aquella rampa de barro y piedra, que el ejército romano construyó durante tres años, hasta conseguir vencer la última resistencia judía del mar muerto. Como estudiante retuve que los apócrifos eran textos paralelos a los canónicos, porque no respondían a ningún encargo explícito por parte de los apóstoles, porque eran fragmentarios o demasiado fantasiosos. En una palabra, que eran textos valiosos, pero secundarios. Con esto tenía bastante entonces, porque no debía aprendérmelos para el examen, y mis iniciales opciones intelectuales se inclinaron hacia la filosofía, a la que dediqué el resto de mi vida.

¡Qué distintas han sido las cosas, cuarenta años después! Cada vez que aparecía una nueva publicación o película sobre la vida de Magdalena, sentía que la ignorancia martilleaba mi cultura bíblica, respecto de tantas claves recónditas escondidas en las pinturas renacentistas, o en códices indescifrables que me pasaron desapercibidos. A pesar de ellos, mi vida siguió su curso, convencido de que, en estas cosas, como en muchas otras, mi predilección filosófica acerca de los límites del conocimiento humano, y la estructura religiosa del acto de fe no se tambaleaba. Aunque debo reconocer que el burbujeo del desierto seguía presente y vaticinaba que pronto llegaría el momento de prestarle atención.

¡Llegó la oportunidad! En junio del 2016, el arzobispo Arthur Roche, secretario de la Congregación para el Culto Divino explicaba que a partir de ahora María Magdalena sería festejada litúrgicamente como el resto de los apóstoles, con el título de “apóstola de los apóstoles”, que proponía el Papa.

Sin más bagaje que mi escaso, pero suficiente, conocimiento bíblico del primer período, y mis convencimientos, mucho más serios y probados del segundo, decidí atender la llamada del desierto, y acercarme a aquel personaje evangélico de primera magnitud, que andaba bailando en el centro de un cortejo petulante de novedades mágicas. ¡Puse las condiciones para el encuentro! Magdalena representaba para mí algo muy cercano a la fe, pero ella debería estar dispuesta a sufrir un análisis crítico serio que, en ocasiones, puede diseccionar una verdad, con la misma frialdad con la que un cirujano revienta un cadáver. No habría concesiones a la vanagloria, ni a la nostalgia, ni a los complejos. Ambos evitaríamos la fácil adulación de agradar, y no tendríamos miedo a la voz del arcano, ni al abrumador pensamiento único.

Magdalena y yo salimos al desierto, y lo primero que se nos ocurrió fue ordenar cronológicamente los encuentros que ella había mantenido con Jesús. El primero fue en abril del año treinta y dos, después de la segunda Pascua del ministerio público de Jesús, cuando Simón el fariseo lo hospedó en Betania. El segundo encuentro tuvo lugar, cuando Jesús resucitó a Lázaro, y los judíos deciden darle muerte, y el tercero, cuando Magdalena unge, por segunda vez, a Jesús, seis días antes de su muerte, y los fariseos la encuentran casualmente cerca del templo, sorprendida en adulterio.

Al terminar de ordenar los hechos, me sorprendió la lucidez del apóstol Juan, cuando, en diversas ocasiones, repite que la verdadera causa de la condena de Jesús no fue la blasfemia, sino la sedición. Por dos veces los hermanos de Betania son utilizados contra Jesús. En una, los fariseos culpan a Lázaro por haber resucitado, y en la otra acusan a Magdalena por seguir a Jesús. Habría que prestar más atención a lo que realmente sucedió en la casa de Caifás. Por otro lado, a la luz de los distintos encuentros de Jesús con Magdalena recibe una especial significación la actuación de Simón, el fariseo, miembro del sanedrín, y pieza fundamental de una trama que no hizo más que empezar. Magdalena no fue una pecadora y, si lloraba, era de alegría y agradecimiento por haber sido curada por Jesús. Jesús la sanó a ella como también a Juana, la esposa de Cusa, quien administraba la casa de Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea. Muchos acontecimientos sucedidos en la corte herodiana fueron narrados a Lucas de primera mano por ella misma.

Mientras avanzaba mi estudio, y vigilaba de cerca Betania, la casa de Caifás y la de Simón, la figura de Magdalena se me hacía más reconocible, y tremendamente decisiva en la causa de Jesús. Hasta este momento podía suponer, sin demasiado margen de error, que Magdalena había conocido a Jesús en una fecha temprana de su ministerio, posiblemente hacia el año veintinueve, siendo ella muy joven. Que era una de las dos hermanas de Lázaro, que vivían en Betania, donde Jesús se alojó, por lo menos tres veces. Que la llamaban Magdalena por algún motivo que todavía desconocía. Lo demás es de sobras conocido por el relato evangélico, desde su presencia al pie de la cruz, hasta el anuncio de la resurrección en la mañana de Pascua.

Del relato apócrifo que lleva su nombre, era fácil deducir la influencia gnóstica, que me condujo hasta la casa de Simón el Mago, en Gita, y la añadí a los lugares de especial interés. Posiblemente Magdalena entrara en contacto con las primeras manifestaciones del gnosticismo, que entonces empezaban a pulular, por las periferias samaritanas. Ambientar el entorno griego de aquellas ciudades del norte de Galilea me ayudó a entender algunas de sus reacciones. No conocemos la fecha de su muerte, pero sabemos con certeza que el apóstol Juan estuvo al frente de la comunidad de Éfeso, donde muy probablemente vivió también María, la madre de Jesús, hasta su dormición. Mi opinión es que, si Magdalena todavía estaba en este mundo, no se perdió ni la evangelización de Pablo en el Asia menor, ni las primeras comunidades del camino.

Magdalena fue una mujer valiente y entregada al amor, atrapada entre el legalismo judío, que ahogaba su vitalidad, y el escarceo de los atractivos del mundo, que le asfixiaba el alma, hasta que Jesús se cruzó en su vida y la atrajo al reino de Dios. Entonces, descubrió el sentido de su existencia, y se dejó seducir por el evangelio. Entusiasta del reino, no cejó en su empeño por intentar que los primeros pasos de la comunidad cristiana optasen por la libertad del anuncio universal del mensaje de Jesús. Su mayor mérito fue ayudar en la definitiva decantación del cristianismo hacia Grecia, rompiendo finalmente el cordón umbilical con sus raíces judías.

¡Estoy feliz de aquel encuentro! A lo largo de muchas horas de estudio, cuando línea a línea desgranaba lo que ocurría en su corazón, también el mío se sentía cercano al amor de Dios. Fue una mujer de una sola pieza: sabia, inteligente, apasionada, preguntona, perspicaz, sensible, vital y entregada del todo al reino. Cuando concentró toda su energía en Jesús y su mensaje consiguió llevar a la unidad, como pocos han conseguido, una larga lista de actitudes que parecen contradictorias: la entrega y la contención; la libertad y la humildad; la perseverancia y el abandono confiado en manos del Padre.

Cuanto más grande se hizo su figura ante mis ojos, mayor fue la alegría de haberla encontrado en mi camino. He intentado mantenerme fiel a los puntos neurálgicos del evangelio, y a lo que consta en un estudio riguroso de las fuentes. He sido libre, pero prudente, en la descripción de los lugares y personajes de especial interés de su entorno, y un poco atrevido, con algún personaje secundario, pero siempre dentro de los límites permitidos en la recreación literaria.

¡Creo que lo único inventado es la peca que lleva en la cara, pero es así como desde el primer momento la imaginé!

Espero que disfrutéis con lectura de este libro que pongo en vuestras manos con toda la atención y gratitud de la que soy capaz.

Con afecto

 

 

Ho Hanan

Capítulo 1

Un ritual macabro

 

 

Desde donde estaba, podía seguir todos los pasos del macabro ritual, y la luz del sol recién amanecido, no conseguía todavía deslumbrar sus ojos. Oyó pasos, y vio a lo lejos cinco hombres, que se acercaban lentamente por la derecha. Tres de ellos vestían túnicas hasta las rodillas, y lucían con orgullo sus tzitzit, unos flecos, en los que llevaban escritos los mandamientos de Dios, y la kipá, una pequeña gorra, que usaban tradicionalmente los varones judíos. ¡Serán funcionarios del templo!, pensó. Otros dos esbirros cargaban una rústica mesa de madera maciza, que colocaron en medio de la nada. El tercero parecía un fariseo importante, porque de las esquinas de su manto, colgaban unas franjas azules, y traía las filacterias en la frente. Los fariseos piadosos llevaban estas cajitas de cuero, donde se guardaban pasajes de la escritura, para no olvidarlos, y así manifestaban su deseo de cumplir la ley de Moisés, hasta en los detalles más nimios.

Llegó jadeante, por las prisas en encontrar un lugar donde permanecer oculta, y se quedó en cuclillas y quieta, detrás de una enorme viga medio destruida, junto a unos restos de antiguas casas en ruinas, a partir de las cuales no había nada, excepto aquel enorme descampado. Los hombres avanzaron ceremonialmente hasta la mesa, mientras que otros tres cavaron un hoyo a su izquierda, a unos cincuenta metros de donde se ocultaba discretamente. Según la Mishná, el lugar tenía que ser un descampado, y el hoyo que cavaron debía medir el doble de la altura de un hombre. Mientras transcurrían los minutos, se iba congregando un buen número de mirones del pueblo, más hombres que mujeres. Algunos se acercaban hasta la mesa, para elegir la mejor piedra de entre el enorme montón que los fariseos habían dispuesto encima de ella. Primero, medían concienzudamente cada una de ellas, y las comparaban, con cierta timidez, para que ninguna sobrepasase las medidas permitidas por la ley. Luego, con más desparpajo, cada uno de ellos se fue armando con una o varias de ellas, y se detuvieron a una cierta distancia del hoyo, que estaba ya terminado. Allí seguían comparando su piedra con la de los otros, e incluso discutían entre ellos las características por las cuales habían elegido la suya.

Desde el otro lado de la mesa, el fariseo principal les fue informando minuciosamente del proceso a seguir, y disfrutaba mientras lo hacía. Primero, se anunciaría el delito cometido. A continuación, se escucharía por lo menos a dos testigos, que habían de corroborar los hechos, y en caso de condena, se procedería al ajusticiamiento de la víctima por apedreamiento, que también tenía su propio ritual. Uno de los testigos debía empujar al condenado, dándole un golpe seco a la altura de las caderas, para que cayera de bruces sobre su corazón. Luego, el primer testigo saltará dentro del hoyo, le dará la vuelta y comprobará si está muerto, y si no fuere así, el segundo testigo tomará una piedra, y se la arrojará al pecho. Si muere entonces, la ejecución se suspenderá inmediatamente, pero si no muere, entonces todo el pueblo, y todos a la vez, apedrearán al condenado hasta que muera.

Simón era un fariseo ilustre de rostro inconfundible. Tenía los cabellos negros, y los llevaba cortos y bien arreglados. Su pequeño mentón aumentaba la apariencia angulosa de su cara, que resultaba contrapesada por su barba bien poblada. Su cuello largo y delgado, transmitía una especie de estado de alerta constante. Era joven, de apenas treinta años. De tez morena y cutis suave, sin cicatrices. Su boca era pequeña, su nariz aguileña y proporcionada, pero lo que más resaltaba eran sus labios finos, de arco hacia abajo, que aumentaban la sensación de rigidez. Debía ser una persona perfeccionista y solitaria que era capaz de controlar situaciones difíciles. Mientras iba detallando los pasos de la ejecución, se esbozaba en las comisuras de los labios algo de saliva, que aumentaba de volumen conforme llenaba de gozo su alma cobarde. Se trataba, sin duda, de Simón, un fariseo influyente en Jerusalén, y vecino de Betania, que vivía a unos escasos cincuenta metros de su casa.

A aquel hombre le gustaba ser el primero, y no estar sujeto al mandato de nadie. Definitivamente era el líder del grupo y se hacía escuchar. Sus dientes blancos sobresalían un poco de entre sus labios. Tenía los ojos muy juntos y negros, y su mirada delataba su habilidad para concentrarse, y lo mal que llevaba las interrupciones. Él seguía concentrado en el tamaño de las piedras, y cada vez que depositaba una en las manos de aquellos hombres sedientos de sangre, su mirada se tornaba perversa, malintencionada y siniestra. Cuando era pequeña y Simón organizaba un banquete, queriendo mostrar su generosidad a todo el pueblo, le encantaba colocarla a ella, en la fila de los pobres, delante de los comensales. Entonces, él salía con unos cuantos servidores, y les iba arrojando al suelo las sobras de las comidas, mientras hacía sonar unos clarines, para que todos prestaran atención. Después se acercaba a ellos para que le besaran los pies o las manos, en señal de agradecimiento, y les arrojaba unos mendrugos. Mientras recordaba aquellos banquetes de cuando era niña, la plaza se había llenado por completo, porque nadie quería perderse aquel espectáculo macabro y denigrante. Esperaba la acusación por parte de los testigos, o por lo menos que se anunciaran los delitos, pero nada sucedió como imaginaba. Seguía detrás de aquella enorme viga, y desde la última pared del pueblo miraba el descampado, lleno de hombres alrededor de aquel hoyo a distancia de piedra en mano. Simón ordenó que trajeran a la mujer acusada de idolatría, pidió silencio con una severa mirada, y leyó en alta voz el motivo de la condena:

“Si hay en medio de ti, en alguna de las ciudades que Yahveh tu Dios te da, un hombre o una mujer, que haga lo que es malo a los ojos de Yahveh tu Dios, violando su alianza, que vaya a servir a otros dioses, y se postre ante ellos, o ante el sol, la luna, o todo el ejército de los cielos, cosa que yo no he mandado, y es denunciado a ti; si, después de escucharle, y haber hecho una indagación minuciosa, se verifica el hecho, y se comprueba que en Israel se ha cometido tal abominación, sacarás a las puertas de tu ciudad a ese hombre o mujer, culpables de esta mala acción, y los apedrearás, al hombre o a la mujer, hasta que mueran. No se podrá ejecutar al reo de muerte, más que por declaración de dos o tres testigos; no se le hará morir por declaración de un solo testigo. La primera mano que se pondrá sobre él para darle muerte será la de los testigos, y luego la mano de todo el pueblo. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti.” (Dt 17,2,7)

Simón recordó a todos que la ley ordenaba la muerte por apedreamiento, en los casos de nigromancia o adivinación, blasfemia, violación del sábado, idolatría, adulterio, o maldecir a Dios y al rey. Aquella mujer estaba acusada de idolatría. Se llamaba Cloe, y era su mejor amiga. Habían vivido juntas hasta que la detuvieron. Era joven, de unos veinticuatro años. La llevaban entre dos funcionarios forzudos, con las manos atadas por delante, y tapada la cara con una tela, para impedir que viera los efectos de la tortura. A los hombres se les enterraba de medio cuerpo para inmovilizarlos, pero eso no era necesario en el caso de las mujeres. Una persona adulta podía soportar golpes muy fuertes sin perder el conocimiento, así que la lapidación era una tortura, que producía una muerte muy lenta. Esto lo sabía muy bien Simón. Se esmeró para que aquella pobre chica no muriese al primer golpe, sino lentamente y, por eso, había dado al primer testigo la piedra más pequeña.

¡El silencio era sepulcral!

Cloe estaba ya delante del hoyo preparado, con los dos testigos de pie a su lado, y a quienes nadie les pidió que declarasen nada. A la orden de Simón, uno de aquellos hombres le propinó un seco empujón, a la altura de las caderas, y cayó de bruces dentro del hoyo. Ella oía claramente su llanto, aunque llevara una mordaza en la boca. Luego el hombre saltó dentro del hoyo, levantó con fuerza la piedra, que llevaba en las manos, y se la arrojó a la cabeza, que empezó a sangrar. Cloe gritaba desesperada por el dolor insoportable que sufría. El hombre se acercó a ella, y comprobó que todavía mantenía el conocimiento. Miró a Simón quien, a su vez, y de nuevo con solo una mirada, ordenó el turno del segundo testigo, un hombretón, que cuando llegó la hora de la verdad, tenía prisa por marchar. Saltó igualmente al interior del hoyo, por el lado opuesto donde lo hizo el primer testigo, y lanzó con fuerza su piedra a las espaldas de la condenada. Un ruido seco indicó que algunas costillas se habían quebrado y su cuerpo se retorció como si se hubiera descoyuntado. Muchos de aquellos hombres no habrían sobrevivido a aquel brutal impacto. Simón ordenó que el segundo testigo certificara la muerte de la condenada. Pero eso no ocurrió, porque Cloe seguía respirando. La gente contenía el aliento.

¡Había llegado el momento tan deseado por Simón! En la comisura de sus delgados labios había ya aparecido un poco de saliva. La mañana estaba avanzada, y lucía un sol radiante, los gritos iban en aumento, y la multitud, que estaba sedienta de sangre, empezó a moverse, desplazando a los que dudaban, que se apartaron para no tener nada que ver con todo aquello. Simón mantenía abierto el libro de la ley. Una vez más, los que detentaban la autoridad religiosa de su pueblo, convertían la ley en una excusa para dejar libres sus pasiones.

Por su rostro se deslizaron unos amargos lagrimones, y un sudor frío empapó su cuerpo. Estaba a punto de contemplar, con todo lujo de detalles, como la injusticia se cernía sobre las mujeres de Israel, y de qué modo tan cruel podía alguien quitar impunemente una vida, en nombre del Altísimo. ¡Fijó su mirada en Simón, y lo odió con todo su ser! Éste se relamió la saliva, ordenó que se apartaran los testigos, y al dejar caer su mano, todos los presentes empezaron a arrojar las piedras, cada uno la suya. Durante unos minutos cayó indiscriminadamente sobre el cuerpo frágil de aquella mujer, una cantidad de proyectiles, más que suficiente para apagar su vida para siempre. Lentamente fueron cesando los gritos y abucheos del populacho y, uno a uno, todos se fueron apartando de aquel macabro espectáculo, hasta que Simón indicó a los últimos que se retiraran de allí. Según él, se había hecho justicia, y se acercó para comprobar el resultado de su ira. Le acompañaron los testigos, con los que intercambió alguna frase protocolaria. Dentro del hoyo quedó Cloe, muerta, ejecutada según la ley de Moisés.

Perdió el sentido del tiempo. Se había quedado ausente, y al volver en sí, encontró un descampado semivacío, que parecía un desierto. Se había levantado algo de viento, y unos matojos rodantes atravesaron aquel espacio inhóspito. Al fondo las águilas ratoneras se habían posado sobre una yuca de dátiles. Cloe permanecía inerme tirada en el suelo, cubierta por una manta, a un lado del hoyo, porque no podía ser enterrada hasta el día siguiente. Dio unos pasos, y se acercó lentamente hasta su cadáver. Nunca olvidaría el olor ácido y metálico que desprendía su sangre. Su cuerpo estaba totalmente ensangrentado, y su rostro desfigurado. Sus manos se aferraban todavía a un objeto que ella reconoció. En un rápido movimiento se inclinó y, mientras besaba su frente, le arrancó de sus manos el amuleto que solía ocultar entre los pliegues de su túnica. Sabía que estaba corriendo un grave peligro. La sentencia había sido pronunciada por idolatría, y alguien como Simón, podía fácilmente asociarla a ella a la misma condena. Entonces, percibió un cuchicheo a sus espaldas, y vio que dos o tres de aquellos bastardos se le acercaban, con unas miradas enfurecidas y llenas de odio. Cada vez se encontraban más cerca de ella. Detrás vio el rostro de Simón, con sus labios rezumando saliva y lujuria, y empezó a correr despavorida, sin volver el rostro atrás, hasta que con su frente chocó con algo sólido que la detuvo (...)

Corría el mes de noviembre del año treinta, y Magdalena despertó sobresaltada, con una contusión en la frente. Aturdida por la pesadilla, se había incorporado de la cama, con la mala fortuna de chocar frontalmente con la cajonera de madera, en la que guardaba las joyas más preciadas. La noche anterior había estado hurgando en ella, contemplando el amuleto de Cloe, que había sido apedreada tres semanas antes. Todavía sobresaltada, y con el corazón en un puño, comprobó que la luneta, que había recogido de sus manos, todavía estaba allí. Cloe llevaba siempre consigo aquel amuleto, desde que se fue de casa de Simón el mago, en la ciudad de Guita, donde había servido durante cinco años, y había desarrollado una gran habilidad con los perfumes y el trabajo del vidrio. Al marcharse, Simón le obsequió con aquel amuleto, que había comprado a unos peregrinos persas. Era un relieve plateado de la luna, con sus cuernos hacia abajo. Cloe vivía en el barrio pobre de Magdala, cerca de la curtiduría de pieles, y había acogido a Magdalena desde que ésta llegó de Betania, dejando allí a sus dos hermanos: Lázaro, el mayor y Marta, la pequeña. Vivieron y trabajaron juntas, hasta el día en el que un desaprensivo la denunció por adivinación e idolatría.

Magdalena salió al patio para asearse. Dejó a un lado, encima de un taburete de madera, el tichel, un velo que caía desde la frente, por la parte posterior de la cabeza, hasta las caderas o más abajo. Se quitó también el simlāh, o chal de lana largo de color morado, que llevaba el frente descosido y dos aberturas para los brazos. El chal era una pieza imprescindible para Magdalena, porque por su parte delantera se abría en pliegues amplios, en los que se podía transportar todo tipo de productos. Cuando le molestaba, lo dejaba en casa o se lo quitaba. Ahora se había quedado semidesnuda según la ley, porque únicamente llevaba la kethōneth, una túnica interior parecida a una camisa larga sin mangas, que le llegaba hasta la rodilla.

Sentada sobre un taburete, podía fácilmente tomar agua de la cisterna con una vasija de barro, y derramarla sobre su cabeza. El agua le calmaba el ánimo, y no ocurría nada si caía al patio. Era una mujer bellísima, joven de unos veinticinco años. Alta de estatura, delgada, de pies pequeños y piernas largas. De cara alargada y rostro afinado, sin ángulos prominentes en su rostro. De manos delicadas, y sobre todo con una abundante cabellera. Lo que más resaltaba de su rostro era precisamente su pelo, que nacía proceloso desde su nacimiento hasta la barbilla, y luego caía por la espalda hasta su cintura. Magdalena cuidaba siempre su melena, repleta de ondas que enmarcaban por completo su cara. A menudo recogía su pelo largo y ondulado con una cola, pero siempre ocultaba su frente, por debajo del flequillo recto. Sus mejillas eran ligeramente sonrojadas, y el color rubio ceniza de su pelo destacaba aún más, aquellos ojos grandes y verdes, de mirada un tanto vidriosa. La nariz chata muy fina, y la boca pequeña con dientes blancos. No tenía lunares, pero sí una peca a la derecha del mentón.

Magdalena poseía un temperamento audaz, entregado, decidido y pertinaz. Era impulsiva y a veces agresiva, si las cosas se torcían. En muchas cosas había sido autodidacta, y esto le hacía parecer autónoma, como si nada necesitase, pero en realidad, era una mujer muy sensible al amor y al agradecimiento. Después de secarse el pelo, se empezó a peinar. Era algo que llevaba su tiempo, y Magdalena entonces tenía mucho. Gracias al peine romano de doble empuñadura, trabajado con huesos de animales, no había nudo que se resistiese. Además, tenía púas a ambos lados, de modo que podía relevar una mano para descansar la otra. Magdalena era hermosa, pero además lo sabía, y solía dedicar los mejores momentos de la jornada a acicalarse con todo lujo de detalles. Para ella, aquel patio era como su pequeña casa y, si el tiempo lo permitía, pasaba allí muchas horas al día. Entre sus utensilios de belleza disponía de varios estuches donde guardaba cremas, o lociones corporales. Poseía también agujas y alfileres de hueso, que usaba para recogerse el pelo.

Magdalena todavía pensaba en el amuleto de Cloe, y no comprendía porque fue tan importante para ella aquella luna invertida. Como judía, sabía que la luna, juntamente con el sol, eran las dos luminarias que Dios había creado para que gobernaran el día y la noche. Conocía bien el relato de la creación, y sabía también que la mayoría de las fiestas religiosas, se organizaban según un calendario lunar. En las conversaciones que mantenía con Cloe, Magdalena aceptaba que la luna era causa de fertilidad, y conocía la importancia que tenía en las siembras, o en el ciclo menstrual de la mujer, pero Cloe, que era de ascendencia persa, siempre iba demasiado lejos. Fue muy ecléctica en todo lo que escuchaba, y muy fácil a la influencia ajena. Desde joven se sintió atraída por el culto a los astros, y no midió el riesgo real que suponía llevar aquel amuleto y lucirlo sin resquemor alguno. En la Biblia el lunático era tenido por un demente, que tenía momentos de lucidez. Se creía que las fases de la luna influenciaban esta enfermedad que, por otro lado, solían conllevar síntomas parecidos a las crisis epilépticas agudas, como pérdidas de consciencia y convulsiones. El problema era que estos síntomas también se daban en las posesiones diabólicas y, aunque eran cosas distintas, se podían confundir.

Mientras Magdalena seguía peinando, una y otra vez, las ondas de su melena, alisando cualquier nudo que la enredase lo más mínimo, recordaba las conversaciones que había mantenido con Cloe, acerca de la influencia de la luna en nuestras conductas. Abraham reconocía a la luna, como la “guía de las caravanas”, y únicamente cuando algunos pueblos vecinos de Israel olvidaron que la luna era criatura de Dios, fue cuando empezaron a edificarle templos. El monoteísmo del pueblo judío se abrió paso a través de todas estas supersticiones, que ponían a la luna como objeto de veneración. Todos los profetas reaccionaron ante esta desviación y salvaguardaron siempre la fe en el Único Dios de la Alianza, que reprobaba el hecho de tener a los astros como dioses.

Había oído muchas veces el texto de la Escritura, que animaba a no adorar los seres que Dios había creado. “Sí, vanos por naturaleza todos los hombres en quienes había ignorancia de Dios y no fueron capaces de conocer por las cosas buenas que se ven a Aquél que es, ni, atendiendo a las obras, reconocieron al Artífice; sino que, al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a las lumbreras del cielo los consideraron como dioses, señores del mundo” (Sab 13,2) Israel recibió la misión de anunciar al mundo que Dios es solamente uno, y que sólo a Él le debemos adoración. Por eso la ley combatió el culto a la luna, que la separaba de las demás criaturas y la convertía en diosa. Estos pequeños amuletos, llamados lunetas, podían significar un uso supersticioso de la luna, pero, la mayoría de las mujeres se lo colgaban al cuello únicamente por vanidad. Cloe sabía que una luna cabeza abajo significaba la adoración a la luna, y Magdalena pensaba que había actuado con ligereza, llevando encima aquel amuleto, aunque pagó un precio excesivo.

«Dios jamás aprobaría acabar con una vida, como castigo a un uso ligero y vanidoso de un amuleto, en el que no se cree realmente», pensaba Magdalena. «La ley no podía juzgar tan duramente, el corazón de una joven presumida», se decía para sí misma.

El patio era el lugar en el que se encontraba más cómoda. Junto a la silla en la que estaba sentada, se encontraba la cisterna, que se llenaba con agua de lluvia y junto a los taburetes que había utilizado para asearse, se amontonaban algunos aperos del campo y el brasero donde encendía el fuego cada mañana. Al atardecer, en los días de invierno, alimentaba con sus brasas a los de los dormitorios, porque en las casas judías no había chimeneas. Era una casa humilde, construida con ladrillos de adobe, amasados con los pies y cocidos al sol. Parecía una gran caja cuadrada, compuesta únicamente de una planta baja, dividida en dos partes, separadas por un desnivel suave. Magdalena se levantó y entró en ella, por una puerta construida con madera de sicómoro, que únicamente se cerraba por la noche. Subió hasta la parte más alta, donde estaban el comedor y el dormitorio, y recogió un precioso broche de cinturón trabajado en hueso, que lucía únicamente los días festivos. De reojo, comprobó también que la cajonera de madera, en la que guardaba las joyas, seguía allí, y volvió hacia la puerta. A la izquierda dejó la parte más baja del piso, que servía de establo, donde tenía dispuesto un pequeño taller de amuletos de cristal.

Regresó al lugar donde se había peinado. Se cubrió con la túnica, que anudó a su cuerpo, con la ayuda de un cinturón de cuero y el broche trabajado en hueso, para que la túnica le subiera un poco, y estilizara su figura. Aquel día tenía prevista alguna visita, en la que iban a ser necesarias todas sus armas de mujer. Se calzó las sandalias de cuero, se cubrió la cabeza con el velo, no sin antes comprobar, una y otra vez, que le caía perfectamente por la espalda hasta las caderas, y se cubrió con el chal de lana. Del patio partía también la larga escalera que subía hasta el techo, donde Magdalena descansaba un poco, oraba, e incluso dormía en las noches de calor.

Había pocas ventanas en la casa, y aunque las protegían unos robustos barrotes de madera, Magdalena cerraba los postigos durante la noche. Un judío no concibe la casa como hogar, con la facilidad con la que lo hacemos otros, porque se considera un peregrino en la tierra, y sabe que su hogar está en la eternidad. A pesar de todo, Magdalena encontraba en aquella casita, el abrigo y la seguridad suficientes para vivir dignamente. No salió de casa sin antes besar una cajita adherida a la jamba derecha de la puerta, en cuyo interior se esconden unos versos de la Torah, escritos en un trocito de pergamino enrollado. Una vez besó la Mezuzá, que así se llama aquella cajita, todos podrían saber que era judía piadosa, que seguía la tradición de los mayores.

Así dice la Escritura: “Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se la repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas, tanto si estás en casa, como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas”. (Dt 6,6,9)

La casa de Magdalena era la más pequeña de las tres que estaban junto a la curtiduría de pieles. Nada más salir, tropezó con su vecina Nashua, madre de dos pequeños, que revoloteaban por la casa. Gamal y Lía se acercaron a ella gritando a unísono:

—¡Migdal, Migdal!

—Shalom —saludó Magdalena.

Gamal, tendría unos cinco años, y vestía una túnica hasta las rodillas con un borde carmesí, y Lía, su hermanita, que tenía apenas tres, llevaba atada la cintura, con el cinturón de cuero de su padre. Ambos iban descalzos. La pequeña balbuceó:

—Tráenos algo del pu, pu, erto, del puerto.

Magdalena les sonrió y contestó:

—Ya veremos. Ahora tengo prisa. Portaos bien —y siguió andando.

Dobló la esquina, y siguió durante unos metros el muro trasero de la curtiduría, hasta llegar a una puerta enorme, que daba a un inmenso patio, y a una torre que la gente llamaba “torre de los tintores”. Pasó por delante de los cuartos donde almacenaban las tinajas, y en las que descansaban unas pieles en remojo. Un poco más allá, dos mujeres restregaban pieles con unas mazas de madera, a fin de eliminar los restos de carne y grasa, y luego las sumergían en una solución de cal pura, para que los pelos se aflojasen. En este proceso trabajaron Cloe y Magdalena en los primeros meses de su llegada a la ciudad. Estaban dispuestas, en el exterior, unas enormes mesas macizas de roble, en las que trabajaban las mujeres, quitando el pelo y descarnando la piel con todo tipo de cuchillas y estiletes. Allí había leznas, tenazas, tijeras, martillos y a su lado, a buen recaudo, algunas mezclas peligrosas y muy abrasivas, que se usaban en el largo proceso de transformar la piel en cuero.

Cuando les daban prisa, dejaban algunas pieles en una mezcla de orina y heces de perro hasta que se pudrieran, pero el hedor que desprendían aquellas tinajas era insoportable. Magdalena se acercó a unas mujeres, que estaban aplicando a las pieles un aceite de cedro mezclado con alumbre o tanino, para conseguir estirarlas conforme perdieran humedad. Dos de ellas la reconocieron.

—Shalom aleijem —la saludaron con una sonrisa en los labios.

—Aleijem Shalom —respondió Magdalena.

—¡Creíamos que no volveríamos a verte más! —dijo una de ellas.

—¿Por qué? —preguntó mientras observaba alrededor, por si acaso era mejor cambiar de tema.

—Por lo sucedido —le respondieron.

—Pues lo que ha pasado ya ha ocurrido —les dijo, evitando pronunciar nombres.

—Hay que seguir adelante. Voy a hacer negocios con vuestro jefe. ¡Que Dios os bendiga! —se despidió sonriente.

Junto a la pared del fondo encontró las grandes tinajas, con un licor de zumaque, corteza de roble y otras plantas aromáticas, en las que se ablandaba la piel de las piezas más grandes. Se acercó hasta ellas y comprobó que rezumaban agua de limo, y desprendían un olor ácido, difícil de describir y también de olvidar. El zumaque es una baya de color rojo oscuro, que posee muchos taninos, esencial para dar color a los curtidos. Los romanos lo emplearon como nosotros el limón o el vinagre. «Nunca se olvida este olor», pensó Magdalena, mientras avanzaba por el suelo húmedo, entre unos taburetes pequeños, que acumulaban correas, sandalias, bolsas y odres. Se acercó hacía ella un hombre de unos cincuenta años, nacido en Damasco, cuyas manos acumulaban años de buen curtidor. Los judíos no apreciaron nunca este oficio porque el curtidor debe mantener contacto con animales muertos, que podían presentar síntomas de lepra. Por eso, aquel barrio que era el más pobre, se encontraba en las afueras de la ciudad.

Amir no era judío sino nabateo. Cuando la parte oeste de Siria fue anexionada a Roma, Damasco se incluyó en la liga de las diez ciudades, llamada Decápolis, y en aquellos años fue el centro de la cultura greco-romana. Amir tenía el rostro redondo, carnoso y varonil, con el pelo negro rizado, la frente sin arugas, y la cara morena. La perilla sin afeitar le restaba años, y su mirada franca, con las cejas muy pobladas, le daban una presencia agradable, que delataban su carácter concienzudo y entregado.

—Shalom aleijem —la saludó.

—Aleijem Shalom —respondió Magdalena.

Amir moderó el volumen de su voz y preguntó:

—¿Cómo ocurrió?

—Ya sabes que Cloe, era atrevida y descuidada La acusaron de idolatría por llevar encima un amuleto de la luna boca abajo —respondió.

—¿Y tú te crees esto? —le espetó Amir con los ojos muy abiertos.

—Yo no creo nada ¡Soy judía y creo en el Dios Altísimo, pero no puedo soportar unas leyes tan injustas y oprobiosas! Cloe era una buena amiga, y no merecía morir con un proceso amañado y cruel —contestó cortante Magdalena.

—¡Yo creo que únicamente Dios es el único y verdadero juez del corazón! —dijo Amir.

—No sé por cuanto tiempo vamos a soportar tanto dolor e injusticia, pero esta tierra no parece la tierra prometida a nuestros padres —añadió Magdalena con desdén.

Amir se incomodó un poco porque tampoco sentía la confianza suficiente para intimar más, y prefirió variar el curso de la conversación.

—¡Ven, mira! —añadió Amir, dando unos pasos hasta un pequeño cuarto, en el que únicamente entraba con los trabajadores el día del cobro mensual.

Con un movimiento certero agarró una cajonera de mimbre, que estaba colocada en lo alto de un armario de madera, la depositó en el suelo húmedo y sacó de su interior una bolsa de lino que contenía tres hermosas pulseras. Amir creía que los metales de las pulseras influían en el carácter de las personas que los llevaban. Su padre le había enseñado a modelar pendientes, para poder ahuyentar los malos espíritus que podían entrar por las orejas.

—¿Qué opinas tú? —le preguntó esbozando una jovial sonrisa, después de colocar una de las pulseras en las manos de Magdalena.

—Opino que eres un bribón por acertar lo que me gusta —respondió distendida.

Magdalena había aprendido el oficio de encastar piedras a collares y brazaletes, de modo que robaran el corazón a los soldados de Roma. Los acabados en oro o plata escapaban a su presupuesto, pero Cloe le enseñó a realizarlo sobre cualquier montura de cobre o cuero, con una apariencia bella y más asequible al bolsillo de la clase trabajadora. Magdalena era muy hábil en trasformar cualquier material, dar forma y acabado a hebillas, pendientes, collares y diademas. Aquella pieza que tenía entre sus manos era una auténtica crotalia griega, que tintineaba al moverse, igual que una serpiente de cascabel hace sonar los anillos córneos que tiene al final de la cola. Encastaba en las crotalias, bolitas de ágata o perlas, que podía vender en cualquier embarcación comercial romana. Amir sabía cómo engatusar a Magdalena, y ella pensaba muy bien qué pieza elegir, para que el margen de venta representara una buena operación para ambos. Amir sacó del cofre una bula de origen etrusco, que parecía una cápsula de oro, llena de hierbas aromáticas en su interior. Las bulas encandilaban a las madres griegas, como regalo para sus hijos, a quienes se imponía el nombre a los ocho días de nacer. Se suponía que aquel colgante protegería a su hijo casi de todo, desde una tormenta hasta una pesadilla, un mal de ojo, una envidia o una amenaza desconocida. Cualquier cosa que la mente supersticiosa de su madre quisiera encomendar a aquel amuleto universal, era posible gracias al poder de una bula. Magdalena apartó unos camafeos muy bien trabajados pero alejados de su presupuesto, y se quedó con el primer brazalete de cuero que le había ofrecido Amir. Ya pensaría luego cómo y dónde conseguir el ágata azul para encastar.

—¿Sabías que las joyas son fruto de la guerra? —preguntó Amir.

—¡No lo sabía! ¿Cómo es eso? —devolvió la pregunta Magdalena.

Amir se relamió porque así la podía retener unos minutos más. Al margen de ser uno de sus habituales proveedores Amir era también uno de sus más fieles admiradores.

—Después de la victoria de Escipión sobre Aníbal, existió en todo el imperio romano una bonanza que favoreció el comercio de las joyas. Entonces, un grupo del Senado liderado por Catón, que era serio y aburrido, propuso la ley Oppia, para que el vulgo permaneciera en una vida más austera, cosa que no agradó a las patricias, que un día salieron todas a la calle vociferando contra aquel decreto. La mayoría de los senadores se venían quejando de una situación doméstica insoportable. Así que el senado cedió y la ley fue derogada —terminó de relatar Amir. ¡Ambos rieron la anécdota!

Magdalena tomó en prenda algunos objetos de cuero, que era su material preferido para encastar las piedras. Había aprendido también a trabajar el vidrio, aunque en esto, la maestra siempre fue Cloe. Saliendo de la curtiduría se dirigió a la vía central, en la que se levantaban algunas casas que disponían de habitación alta. Aquellos cuya fortuna se lo permitía, podían construirse este cuarto, añadido con tablas o con un emparrado en el techo, y así podían gozar de un lugar fresco durante el verano. A menudo se podía acceder a estos cuartos desde el exterior del patio común, y podían alquilarse por poco dinero. Dejó a su izquierda un campo enorme con terraplenes que, según decían, sirvió de hipódromo en tiempo de los griegos. Posiblemente hubo allí unas termas y una palestra que luego destruyeron los romanos. Magdala no era una ciudad pueblerina. Su memoria se remontaba hasta la época rabínica, y dicen que fue allí donde Job recibió las noticias de sus sucesivas desgracias.

Magdala significa “torre”, y sin duda se refería a las dos magníficas torres que lucía. Únicamente viéndolas cualquier extranjero adivinaba rápidamente que aquella ciudad se alimentaba de pieles y de pesca, ya que una se ubicaba en la curtiduría, y la otra, la más alta y antigua, llamada torre de los peces coronaba el puerto. Magdala era la ciudad judía más floreciente de la orilla occidental del lago de Genesaret, y señalaba un enorme distrito de pesca comercial en todo lo largo de la costa del Mar de Galilea. Su puerto facilitaba el transporte de mercancías en el camino, que iba desde Arabia hasta el puerto de Acre pasando por Petra y Damasco.

Magdalena se dirigió hacia la torre de los peces donde se encontraban las mejores casas, construidas con piedras de sillar y pavimentos de basalto muy bien tallado. En el puerto se unían los peces de agua dulce capturados en el Mar de Galilea al pescado salado procesado que los vendedores comerciales, transportaban por todo el Mediterráneo. En el almacén de salazón Magdalena observó unas escaleras que descendían hasta un profundo pozo, cuyas aguas servían para la producción del garum, una especie de salsa preparada con vísceras fermentadas de pescado, muy extendido en la gastronomía romana. Se sentó al lado de un espolón donde había una gran cantidad de piedras de todos los tamaños imaginables. Desde la ejecución de Cloe la visión de las piedras la incomodaba porque le traía ingratos recuerdos, y allí había infinidad de ellas porque en los puertos romanos era frecuente verter grandes cantidades en la escollera que daba al mar para frenar la energía del oleaje.

El puerto era el lugar más bullicioso de la ciudad, en la que Magdalena podía vender o comprar sortijas y amuletos, establecer relaciones con la tripulación de los barcos romanos recién atracados, o ingeniárselas para conseguir algún pequeño encargo de trabajo con vidrio. El clima en Magdala es suave, y a pesar de estar en pleno mes de noviembre, llegaba desde el mar de Galilea una agradable brisa que le ayudó a clarificar ideas. Cerca de la zona de carga y descarga se encontraban las estradas o varaderos, que eran rampas de pequeña pendiente, por las que se elevaba el barco a tierra desde el agua, o permitía botar hacia el agua desde tierra. Se construían con dos vigas de madera paralelas entre sí, dispuestas transversalmente a la línea de costa, sobre travesaños apoyados en la arena de la playa. No eran muchos los barcos de pesca artesanal, ya que no es tan grande el lago de Tiberíades, y sus barcos eran pocos y conocidos por todos. Sus patrones los gobernaban con facilidad, ya que no excedían los ocho metros de eslora por dos de manga y uno de calado. Se construían especialmente con madera de cedro y roble, con un caparazón típicamente mediterráneo, que podían trasportar unas quince personas con la pesca.

Observaba cómo unos pescadores descargaban capazos de mimbre, con los peces recién salidos del agua, y luego hacían una primera selección antes de ir al almacén de subasta. Unas mujeres repasaban las redes, y otro operario hacia recuento de cuerdas, cestas, almohadas, boyas de repuesto y antorchas. En el varadero contiguo tres hombres se ayudaban a subir un ancla de piedra, que se había partido longitudinalmente. Casi todas las barcas tenían un mástil, así como un espacio para recostarse bajo la cubierta de popa. Eran barcos lentos pero muy robustos, capaces de soportar el viento, que empujaba la vela en una dirección, mientras la pesada red que arrastraban tiraba en la dirección contraria. Cada barca contaba con remos a ambos lados, para realizar las maniobras necesarias y para los seis u ocho hombres que podían formar la tripulación.

Se sonrió al ver unos niños jugando con unas prendas de abrigo que les iban grandes y arrastraban sus mangas por el suelo, en el que se amontonaban remos rotos, restos de alimentos, pesos y herramientas de todo tipo. Se levantaban, justo detrás de ella, los pórticos de entrada a los tinglados o almacenes, donde cada mañana se subastaba el pescado fresco. Y un poco más atrás, guarecidas en la parte más interior, se encontraban las atarazanas o arsenales, que servían de depósito para las mercancías que esperaban su distribución. No acertó a percibir que pasaron por detrás de ella, cuatro legionarios romanos, encargados de custodiar la vía Maris, es decir, la calzada romana, que unía el puerto con la ruta de expediciones comerciales. Magdala era un centro de intercambio constante, y de equilibro político. Aquellos soldados trabajaban en una especie de aduana paralela. Ellos conocían el tiempo aproximado en que un barco podía arribar al muelle, y ella acostumbraba a entablar conversación con la tripulación mientras atracaban, o en algún momento de ocio que tuvieran.

La tripulación de la mayoría de aquellos barcos solía ser comercial, excepto si se trataba de militares, encargados de alguna inspección rutinaria de aduanas, o para informar periódicamente de los problemas que afectaban a un imperio tan poderoso como el romano. La paz social de la que todos gozaban se quebraba a menudo, por pequeñas revoluciones o sediciones de grupos fanáticos, y el orden en las provincias demandaba una buena ingeniería de la información, porque el negocio de exportación involucraba relaciones entre pescadores judíos y negociantes romanos.

Magdalena conseguía recursos de diversas fuentes, pero sobre todo de las relaciones con los ocupantes romanos. Se levantó de aquel espolón en el que estaba reposando, y se acercó lentamente al grupo. Ellos habían amarrado su barco en uno de los varaderos más cercanos. Estaba construido sobre un fondo plano, con la popa alta y curva, y la proa esbelta. Constaba de remos laterales, un puente y una cabina, en la parte posterior de la embarcación, y poseía un único mástil móvil que además se podía desinstalar. Aquellos legionarios acababan de atracar, y parecían de buen humor.

—Salve —le saludó seco uno de ellos.

—Shalom —respondió ella.

Ninguno quiso renunciar, de entrada, a su propia identidad, ni tan solo en el saludo. Magdalena conocía aquel hombre que parecía ser el más veterano del grupo. De unos cuarenta años, corpulento y más bien bajo de estatura, con el rostro carnoso y algo mofletudo, de ojos marrones y aceitunados. La nariz ancha y los labios pequeños, el cuello grande, terso, y unas bolsas muy pronunciadas bajo los ojos, que daban la impresión de ser una persona franca y concienzuda.

Se llamaba Publius y se había licenciado del servicio militar activo, aunque prestaba servicios de información y aduanas. Vestía como suelen hacerlo los comerciantes, una túnica corta hasta las rodillas, de manga ancha, y de color crema, atada con cinturón de cuero, y encima una lacerna oscura, es decir, una capa que caía desde la espalda hasta los pies, y se aseguraba con un broche en el hombro. Le delataban las sandalias que calzaba, formadas por una suela y unas tiras de cuero, que se ataban en la parte superior del tobillo. Se llamaban cáligas y eran las que usaban los legionarios romanos, porque llevaban suelas tachonadas con clavos de hierro, con el fin de “armarlas”.

—¿Cómo te encuentras Magdalena? —preguntó Publius.

—Con trabajo abundante —respondió, para acelerar la conversación.

No quería detenerse más tiempo del necesario porque una mujer joven judía, en larga charla con comerciantes romanos, era motivo de críticas. Magdalena sacó del pliegue de su chal de lana, aquella bolsita de lino en la que guardó las tres pulseras que le prestó Amir, y las puso en las manos de Publius.

—¡Son bellísimas! —dijo.

Los demás se acercaron y se las iban pasando, observando toda aquella orfebrería de cuero. Eran piezas verdaderamente muy masculinas.

Uno de ellos afirmó con voz rancia:

—Yo vi unas como estas con una moneda romana.

—Puede ser. Es la última moda entre los romanos. En estas pulseras no sólo se pueden encastar monedas, sino también ágatas o perlas —respondió Magdalena.

—Ya ¡claro! Pero esto es para los patricios —dijo el tercero.

Publius retomó el hilo de la conversación y dijo:

—Hemos traído una pieza que tienes que ver, y luego cerramos el trato. Sube un momento a popa y verás.

Magdalena titubeó unos instantes, y Publius, que captó inmediatamente sus dudas, añadió:

—¡No te preocupes, será un instante! Además, a estas horas aún no ha empezado el comadreo de las vendedoras de garum. Anda, sube —insistió.

Ella se acercó al varadero, en el que estaba depositado todo el aparejo del navío con sus palos, vergas, jarcias y velas. «Si todo esto hubiera estado correctamente arranchado en su interior, el paso sería más fácil» pensó, mientras que, con un ágil movimiento, caminó hacia la popa. Le seguía Publius, que hizo señas a los compañeros para subir sólo. Cuando los dos estuvieron en la cabina, Publius sacó una cesta de mimbre de debajo de una banqueta de madera, y la puso en el suelo, apartando unos cabos y cuerdas, que había estado repasando por la mañana. La cabina era pequeña, por lo que Magdalena prefirió permanecer de pie, observando la operación. Publius, con sumo cuidado, sacó un objeto envuelto en un paño de lino, y se la dio a Magdalena. Nada más descubrirlo exclamó:

—¡Es preciosa! ¡cómo refleja la luz!

El vidrio era el material predilecto de los romanos para fabricar recipientes, mosaicos y vidrios para las ventanas, pero lo que volvía locas a las patricias, eran los vasos de vidrio de colores intensos. Cloe enseñó a Magdalena a moldear relieves de figuras, consiguiendo unos vasos reticulados o floridos excelentes. El proceso consistía en la adición de barritas y filigranas de vidrio, en la superficie para los reticulados, o, ya incluidas en la masa de las paredes del vaso, para los milflores. Hacía poco tiempo que había llegado el soplado de vidrio a Roma, con el que se moldeaban fiolas, o botellitas de vidrio incoloro o verdoso, cubiertas de mil irisaciones, por la acción de la humedad y del aire. Magdalena había visto estos frasquitos, en forma de lacrimatorios, y ungüentarios, que servían para depositar aceites o perfumes en los sepulcros. Pero esto era otra cosa. Tenía entre sus manos una jarra romana de vidrio, procedente de Hispania.

—¡Preciosa! Tiene un diseño muy elegante, presenta un cuello cilíndrico original, muy agradable al tacto y, sobre todo, destaca la forma del asa. Además, está decorada de un color rosa que parece que magnetice la mirada. Pero lejos de mi alcance —exclamó extasiada, como despertando de un sueño.

—Su precio oscila sobre los trescientos denarios —dijo Publius.

—¡Eso es casi lo que un campesino gana en un año! —respondió Magdalena.

—Te propongo un trato. Llévatela y tenla en casa, nos conocemos desde hace tiempo, y sé que eres persona de confianza. Si durante este año lo vendes, me das la mitad de su importe, y si no lo vendes, me devuelves el jarrón. Se trata de un depósito sin impuestos ni aduanas —dijo Publius sonriente.

Ella evitó preguntar por el origen de aquel frasco tan valioso. «No necesariamente sería un robo» pensó; podía tratarse de un botín arrebatado al enemigo, al que los soldados tenían derecho, y que luego intentaban vender. Por otro lado, «el margen de la ganancia era enorme», pensaba Magdalena mientras observaba aquel color rosáceo que la tenía embelesada.

—¡Trato hecho! —respondió.

Antes de descender de la cubierta, Publius compró unas pulseras, mientras Magdalena guardó aquel frasco entre los pliegues del chal, y se despidieron hasta nueva ocasión. Nada más salir tropezó con los demás legionarios, que andaban flirteando con las vendedoras de garum que lanzaron sobre ella una mirada entre inquisitiva y envidiosa.

—¡Shalom! —les saludó con aparente normalidad.

Pasando entre el grupo se acercó a una de ellas, y le pidió un par de trozos, que la vendedora envolvió en una gran hoja de plátano. «La mejor defensa es un buen ataque», pensó Magdalena para sus adentros.

—Un siclo —le pidió.

—¡Aquí tienes! —respondió.

—Todah (gracias).

Luego caminó hacia los almacenes de pescado. Atravesó la ancha vía que separaba la zona portuaria y se dirigió hacia la sinagoga.

Mientras callejeaba, llegó a una plaza amplia en cuyo centro habían dispuesto unos soportes rotativos, en los que obligaban a subir a unos esclavos desnudos, para que pudieran ser perfectamente observados por sus posibles compradores. «¡Un espectáculo bochornoso!», pensó. Los compradores se aglomeraban como fieras hambrientas para no perderse detalle. La hilera de esclavos, que pasaba ante sus ojos, era interminable, y cada uno de ellos llevaba colgada sobre su pecho una placa que indicaba su origen, estado de salud, carácter, inteligencia, educación, y otras informaciones. Un hombre gordinflón y con vozarrón muy desagradable, cantaba las ventajas de cada uno de ellos. Cerca de donde se detuvo Magdalena, estaban en cuclillas los patrones de embarcaciones recién amarradas, que observaban las condiciones de los más fuertes. Otros, con mirada lujuriosa, se fijaban más bien en las mujeres, y únicamente pensaban en ampliar su harén particular. Habían separado unos pocos esclavos griegos que con toda probabilidad terminarían de secretarios de ricos romanos o educadores de sus hijos, pero la mayoría de ellos, se venderían como peluqueros, mayordomos, cocineros, empleadas domésticas, enfermeros, y costureras de todas las grandes ciudades.

El venalitius o vendedor de esclavos decía el precio en alta voz, y si un posible comprador se interesaba por algún esclavo en particular, y en el plazo de seis meses descubría que tenía defectos ocultos, podía devolverlo a cambio de un esclavo nuevo. Magdalena se fijó en dos de ellos, que llevaban una gorra, lo cual indicaba que se vendían sin periodo de garantía, y solían ser más baratos. El precio de un esclavo oscilaba sobre los mil quinientos denarios aproximadamente. El destino a las minas era el más terrible, y el destino agrícola el mejor. A los esclavos domésticos se los apreciaba mucho, y solían colaborar en trabajos soportables, desde ayudar a ponerse la toga, hasta recibir a los invitados y prepararles el baño, servir a las mesas o escanciar el vino. Algunos amos se secaban las manos con las cabelleras de sus esclavas, y si había muchos invitados en la casa, el amo podía proveer a cada uno de ellos de un esclavo para su servicio personal. Los más torpes limpiaban platos y recogían mesas. El alojamiento y comida eran de una calidad muy inferior, de la que disfrutaban los demás miembros libres de la familia, pero, por norma general, no peligraría su vida. Mucha gente pensaba que la esclavitud era una costumbre romana que provenía únicamente de las guerras, y es cierto que, después de la guerra de las Galias, Julio Cesar vendió miles de esclavos como botín de guerra. ¡Sólo en Delos llegaron a subastarse hasta diez mil esclavos en un solo día!, pero esta no era toda la verdad. La mayoría de los esclavos provenía de las propias familias. En el templo de Pietas existía una columna, llamada lactaria, donde eran depositados los bebés abandonados que el paterfamilias se negaba a reconocer.

El niño adoptado tomaba el apellido del nuevo padre, y si una esclava tenía un hijo, era responsabilidad de su amo aceptarlo, o no, en su propia familia. Habitualmente los esclavos podían lograr la libertad por la muerte de su amo, comprándola con su propio peculio, o por declaración ante un magistrado, aunque muchos de estos esclavos emancipados permanecían en sus casas haciendo las mismas labores, pero con mayor dignidad. Mientras fueran esclavos, aquellos hombres y mujeres eran propiedad absoluta de su dueño, carecían de personalidad jurídica, de bienes, y de familia.

Magdalena se acercó a leer una de las placas. ¡Quedó horrorizada! Tene me ne fugia et revoca me dominum meum Viventium in Ara Callisti, leyó despacio, que significa "Retenme para que no escape, y devuélveme a mi dueño, Vivencio, en la zona del Altar de Calixto". Nunca había visto algo parecido. Ella estaba acostumbrada a la cultura judía, donde la máxima esclavitud era trabajar para otra persona. El esclavo hebreo era un trabajador asalariado, que podía obtener su libertad, después de haber servido seis años. Su amo tenía que darle bienes materiales, en la medida de sus posibilidades, para que aquel hombre y su familia, pudieran superar las condiciones adversas y empezar de nuevo. Podía participar en proyectos u otros negocios o inversiones, de modo que en algunos casos el hombre se compraba a sí mismo, o bien un pariente cercano, pagando las deudas que tuviera. La ley mosaica era misericordiosa con los esclavos y aseguraba un salario justo al trabajador.

Abandonó aquel lugar siniestro y siguió caminando hacia la sinagoga. Era consciente de que ahora estaba viviendo sola. Ya originó habladurías cuando vivía con Cloe, pero tenía cierta dispensa, porque ella provenía de una condición pobre, pero una mujer joven, viajando a menudo a otras poblaciones era un mal augurio. Las mujeres que abandonaban sus responsabilidades familiares carga ban muy a menudo con la sospecha sobre su conducta sexual, especialmente si eran bellas. Ella era judía creyente, pero por entonces tenía muy abandonados sus deberes con la sinagoga. «¡La religión judía es para los hombres!», pensaba para sí. Las mujeres están exentas incluso de la peregrinación a Jerusalén, y en la sinagoga existía la mejitzá o separación de hombres y mujeres durante la oración, aunque disponían de una galería disimulada, un lugar secundario, desde la que podían seguir el oficio litúrgico.

Si no había al menos diez hombres no se celebraba el culto, y las mujeres no importaban, aunque estaban obligadas a cumplir con todas las prohibiciones. En hebreo, no existe el femenino para las palabras “piadoso”, “justo” o “santo”. Superó la hilera de casas ricas que se encontraban al sur de la zona portuaria, y dobló la esquina, dando directamente a los muros de la sinagoga, que estaba siendo reformada, y sólo se usaba como casa de oración. Esto lo aprovechaba si alguna vez quería acercarse un rato para orar. Estaba ya atardeciendo y entró en ella. Sentía lástima por su pueblo y rabia, e incluso odio hacia aquella minoría furibunda, que sólo pensaba en dilapidar mujeres. Algo en su interior hacía que buscara el consuelo en lo desconocido porque le atraía el misterio y una sinagoga abierta a media tarde, inspira paz.

En la oración pública, por tres veces, el hombre judío agradecía a Dios que no lo hubiese creado pagano, esclavo o mujer. Al llegar a este punto, ella solía marcharse de la reunión, de modo que, en muy pocas ocasiones, había terminado una celebración completa. En la pared occidental estaba situado un cuarto lleno de bancos, que posiblemente se usaba como escuela, y se sentó en uno de ellos. No había nadie, al menos nadie que ella viera. En el centro sobresalía una piedra caliza, ricamente decorada, con bajorrelieves alusivos al templo de Jerusalén. Las paredes y las columnas estaban decoradas con frescos, y en la sala principal, que estaba sin terminar, observó un mosaico precioso.

En el centro estaba la tarima en la que se coloca el oficiante para leer, y un arca santa, indispensable para guardar los rollos de la Toráh o ley de Moisés. A su izquierda lucía la menorá, un candelabro de siete brazos similar al del templo de Jerusalén, hacia el que estaba orientada la sinagoga. Una de las lámparas permanece siempre encendida, y se llama la “luz de la vida eterna”. A la izquierda de donde estaba ella se encontraba una estancia, llamada “geniza”, en la que se guardaban los textos obsoletos o borrados.

La luz roja iluminaba suavemente la menorá y la hacía resplandecer bellamente. El símbolo más antiguo del judaísmo era aquel candelabro de siete brazos, que se remontaba a la época en la que Moisés salió de Egipto, acampando al pie del Sinaí, para recibir la ley de Dios. La menorá era el símbolo del espíritu divino, que relucía con gracia, en aquella pequeña sinagoga en la que Magdalena no cesaba de buscar a Dios.

Sus padres murieron cuando era todavía muy pequeña, y cuando intentaba recordar el rostro de su madre siempre se acordaba de la menorá. Cada vez que su madre la acompañaba a la sinagoga de Betania, su pueblo natal, la cogía en brazos y señalando la menorá le decía al oído:

—El alma del hombre es la lámpara de Dios.

De mayor supo que eran palabras del libro de los Proverbios, aunque a ella le gustaba la versión materna.

—Si servimos a Dios, incluso ese poquito, estamos encendiendo nuestras propias lámparas, nuestras almas. Entonces Dios nos ayudará asegurándose de que la llama nunca se apague —le susurraba al oído.