Mary Barton - Elizabeth Gaskell - E-Book

Mary Barton E-Book

Elizabeth Gaskell

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Beschreibung

Una trama llena de situaciones límite, una escritura cultivada y puntillosa y unos personajes descritos con simpatía y vigor realzan el valor de esta novela.

Por sus obligaciones como mujer de un pastor unitario, Elizabeth Gaskell hubo de conocer de primera mano las condiciones de vida de los obreros de Manchester y las consecuencias de la revolución Industrial. En un ambiente de tensión social, agravado por la pobreza y el desempleo, se inscribe la peripecia de una muchacha que coquetea con el apuesto hijo del patrono y desprecia al pretendiente que daría su vida por ella.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Elizabeth Gaskell

MARY BARTON

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-443-5

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-443-5
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

III

IV

V

I

Capítulo I
¡Oh! Es difícil trabajar todos los días de tu vida, cuando tus vecinos
pasan el tiempo entre juegos y excursiones.
Ahí va Richard con su bebé, y Mary con la pequeña Jane y felices pasearán
por los senderos entre el brezo.
Canción de Manchester
Cerca de Manchester hay unos campos, bien conocidos por sus habitantes como Green Heys Fields, por los que discurre un sendero público hasta un pueblecito que se encuentra a unos tres kilómetros de allí. A pesar de que es un terreno llano y bajo, es más, a pesar de la falta de bosques (el gran aliciente habitual de las extensiones de terreno despejadas), poseen un encanto que impresiona incluso al habitante de un distrito montañoso, que ve y siente el efecto del contraste de esos campos, corrientes pero totalmente rurales, con la agitada y populosa ciudad industrial que ha dejado hace menos de media hora. Aquí y allá una granja de color blanco y negro, con sus dependencias dispersas, nos recuerda otras épocas y otras ocupaciones que las que ahora absorben a la población de los alrededores. Aquí pueden presenciarse en cada estación del año las tareas campesinas de la siega del heno, la labranza, etcétera, que tan agradablemente misteriosas resultan para la gente de la ciudad; y aquí el artesano, ensordecido por el estrépito de las voces y las máquinas, puede acudir a escuchar un rato los deliciosos sonidos de la vida rural: los mugidos del ganado, las voces de la lechera y el bullicio y el cacareo de las aves de corral en las antiguas granjas. No es raro, pues, que esos campos sean tan populares y que la gente los visite los días de fiesta; y tampoco sería raro, si el lector pudiera verlas, o yo lograra describirlas correctamente, que ciertas escaleras para saltar una valla fuesen en tales ocasiones un lugar muy concurrido. Cerca hay un estanque muy hondo y cristalino que refleja en sus verdes profundidades los árboles umbrosos que se vencen sobre él para ocultar el sol. El único sitio donde sus orillas se inclinan hacia el agua está junto al corral de una de esas granjas antiguas con fachadas blancas y negras a las que me he referido antes y que se alza en lo alto del campo por donde discurre el sendero público. El porche de la granja está cubierto por un rosal; y en el jardincillo que hay en torno a él prospera una multitud de hierbas y flores anticuadas, plantadas hace mucho tiempo, cuando el jardín era la única farmacia disponible, y a las que se ha dejado crecer con exuberancia: rosas, lavanda, salvia, mirra (para infusiones), romero, claveles y
enredaderas, cebollas y jazmines en un orden democrático e indiscriminado. Esa granja y ese jardín se hallan a unos cien metros de las escaleras de las que he hablado antes, y que conducen de los pastizales a otro campo más pequeño, dividido por un seto de espino y espino negro; y cerca de ellas, al otro lado, corre un riachuelo donde a menudo pueden encontrarse prímulas y, de vez en cuando, sobre la herbosa orilla, la dulce violeta azul.
No sé si fue en un día de fiesta concedido por los patronos o en uno tomado por los obreros por derecho de Naturaleza y en honor a sus hermosos días primaverales, pero una tarde (hará ahora diez o doce años) esos campos estaban abarrotados de gente. Era primeros de mayo: el abril de los poetas, pues había estado toda la mañana lloviendo y las nubes blancas, suaves y redondeadas que el viento del oeste empujaba por el cielo azul intenso a veces se entreveraban con alguna más negra y amenazadora. La calidez del día tentaba a las hojas jóvenes, que cobraban vida de manera casi visible con un aleteo; y los sauces que por la mañana habían sido solo un pardo reflejo en el agua eran ahora de ese tierno color verde grisáceo que tan delicadamente se mezcla con la armonía primaveral de los demás colores.
Fueron llegando con paso liviano grupos de chicas alegres y tal vez un poco gritonas, cuyas edades puede que oscilaran entre los doce y los veinte años. Eran, en su mayoría, obreras de las fábricas, y llevaban la prenda que se ponen habitualmente esas doncellas para salir: un chal, que a mediodía, o cuando hacía buen tiempo, no era más que un chal, pero que, al caer la tarde o si el día era frío, se convertía en una especie de mantilla española o de manta escocesa, y se llevaba suelto sobre la cabeza o prendido con un broche debajo de la barbilla de manera muy pintoresca.
Sus rostros no eran especialmente bellos; de hecho, con una o dos excepciones, estaban por debajo de la media: tenían el cabello oscuro, limpio y peinado a la manera clásica, y los ojos negros, pero la tez cetrina y los rasgos irregulares. Lo único que llamaría la atención a alguien que pasara por allí sería la agudeza e inteligencia de su semblante, tan frecuentes en la población de una ciudad industrial.
También había varios chicos, o más bien jóvenes, que deambulaban por aquellos campos dispuestos a bromear con cualquiera, y en particular a entablar conversación con las chicas, que, no obstante, guardaban las distancias, no con timidez, sino con independencia, y adoptaban una actitud indiferente ante las ruidosas muestras de ingenio y los cumplidos escandalosos de los muchachos. Aquí y allá se veía alguna pareja silenciosa, enamorados o marido y mujer que hablaban entre susurros, y en este último caso rara vez iban sin un bebé a cuestas, con quien cargaba sobre todo el padre, aunque de cuando en cuando llevaban o arrastraban a tres o cuatro niños pequeños, para que la familia al completo pudiera disfrutar del delicioso día de mayo. En cierto momento de aquella tarde, dos obreros se encontraron con amistosos saludos en las tantas veces citadas escaleras. Uno era un auténtico espécimen del habitante de Manchester: hijo de obreros de las hilanderías, había pasado su juventud y había alcanzado la edad viril en las fábricas de tejidos. Era más bajo que la media y
no demasiado robusto, casi parecía un enano, y por su rostro cetrino y exangüe daba la impresión de haber padecido en la infancia las escaseces propias de los malos tiempos y las costumbres poco previsoras. Tenía los rasgos muy marcados, aunque no eran irregulares y su gesto era muy serio, como si estuviera decidido, con una especie de austero entusiasmo, tanto a hacer el bien como el mal. En la época de la que hablo el bien predominaba sobre el mal en su semblante y era de esas personas a quienes un desconocido podría pedir un favor confiando en que se lo concedería. Iba acompañado de su mujer, de quien podría decirse sin exagerar que era encantadora, aunque tuviera el rostro hinchado de tanto llorar y a menudo lo ocultase detrás del mandil. Tenía la belleza y la lozanía típicas de los distritos agrícolas, y también ese aire un poco obtuso que es igualmente característico de los habitantes rurales en comparación con los nativos de las ciudades industriales. Se hallaba en una fase muy avanzada del embarazo y tal vez fuese ésa la causa de la naturaleza histérica e irresistible de su pesar. El amigo con quien se encontraron era más apuesto y no parecía tan taciturno como el hombre a quien acabo de describir; daba la impresión de ser un hombre cordial y esperanzado, y, aunque le ganaba en edad, aparentaba gozar mucho más que él de la pujanza de la juventud. Llevaba en brazos a un bebé con mucha ternura, mientras su señora, una mujer frágil que cojeaba al andar, cargaba con otro de la misma edad: dos hermanos gemelos, pequeños y débiles, que habían heredado la frágil apariencia de su madre.
El último de esos dos hombres fue el primero en hablar, mientras una súbita expresión compasiva oscurecía la alegría de su rostro:
—Caramba, John, ¿qué tal te va? —y luego añadió en voz más baja—: ¿Se sabe ya algo de Esther?
Entretanto las dos mujeres se saludaron como viejas amigas, aunque la voz suave y quejosa de la madre de los gemelos solo pudo arrancar nuevos sollozos a la señora Barton.
—Vamos, señoras —dijo John Barton—, ya es bastante caminata por hoy. Mi Mary tiene que dar a luz dentro de tres semanas; y usted, señora Wilson, también ha sido siempre de salud delicada. —Lo dijo con tanta amabilidad que no resultó ofensivo—. Siéntense aquí; la hierba ya está casi seca a estas horas y ninguna de las dos son frioleras. Un momento —añadió con ternura—, permitan que extienda mi pañuelo en el suelo para que no se les ensucie el vestido, que eso siempre preocupa mucho a las mujeres; y ahora, señora Wilson, deme usted al bebé, que me lo llevaré para que pueda usted consolar a mi pobre Mary, la pobre sigue muy triste por lo de Esther.
Enseguida se completaron aquellos prolegómenos; las dos mujeres se sentaron sobre los pañuelos azules de algodón de sus maridos, mientras ellos, cada uno con un bebé en brazos, seguían su paseo; pero, en cuanto Barton le dio la espalda a su mujer, su rostro volvió a adoptar una expresión sombría.
—¿Entonces no habéis tenido noticias de Esther? ¡Pobre chica! —preguntó
Wilson.
—No, ni creo que vayamos a tenerlas. Tengo para mí que se ha fugado con alguien. Mi mujer se desespera y piensa que debe de haberse tirado al río, pero yo no hago más que repetirle que la gente no se pone su mejor vestido para tirarse al río; y la señora Bradshaw (en cuya casa se alojaba) asegura que la última vez que la vio fue el martes pasado, cuando bajó por las escaleras con su vestido de los domingos, una cinta nueva en el sombrero y guantes, igual que una auténtica señora.
—Era la joven más guapa que he visto.
—Sí, era una chica muy agraciada, ¡qué lástima! —añadió Barton con un suspiro
—. La gente de Buckinghamshire que viene a trabajar aquí tiene un aire muy diferente a la gente de Manchester. Las muchachas de Manchester no tienen las mejillas tan frescas y sonrosadas ni los ojos grises con esas pestañas tan oscuras (que hace que parezcan negros) que tenían mi mujer y Esther. Nunca he visto dos hermanas tan guapas. Aunque la belleza también tiene sus desventajas. Esther estaba tan pagada de sí misma que no había quien la aguantara. Siempre se enfadaba si se me ocurría darle algún consejo; es cierto que mi mujer la malcriaba porque es mucho mayor que Esther y era casi una madre con ella y la ayudaba en todo.
—Vete a saber por qué se iría de vuestra casa la primera vez —observó su amigo.
—Eso es lo malo de que las mujeres trabajen en las fábricas. Ganan tanto dinero cuando van bien las cosas que luego pueden mantenerse solas. Yo tengo claro que mi Mary nunca trabajará en una fábrica. Esther gastaba el dinero en vestidos que realzaran su cara bonita y se acostumbró a volver tarde a casa, hasta que me harté y le dije lo que pensaba; mi mujer cree que fui grosero, pero mi intención era buena porque apreciaba a Esther, aunque solo fuera por Mary. Le dije: «Esther, ya veo cómo acabarás con todos esos potingues y velos vaporosos y saliendo de noche cuando las mujeres honradas están en la cama: terminarás haciendo la calle, Esther, y no creas que entonces te permitiré deshonrar mi casa, aunque mi mujer sea tu hermana». Y ella respondió: «No te preocupes, John, recogeré mis cosas y me iré, no quiero quedarme en un sitio donde me llamen lo que tú acabas de llamarme». Se puso hecha una furia y pensé que iba a echar llamas por los ojos, pero, cuando vio llorar a Mary (porque Mary no soporta las discusiones), fue a su lado, la besó y le dijo que no era tan mala como yo creía. Luego hablamos en tono más amistoso, pues como te digo le tengo afecto a la muchacha y me gusta su apariencia y que sea tan alegre. Pero dijo (y en ese momento me pareció que sus palabras tenían mucho sentido) que nos llevaríamos mucho mejor si se instalaba en una pensión y pasaba a vernos solo de vez en cuando.
—Entonces seguíais llevándoos bien. La gente decía que la habías echado de casa y habías jurado no volver a dirigirle la palabra.
—La gente siempre exagera —dijo John Barton en tono malhumorado—. Cuando dejó de vivir con nosotros fue a vernos muchas veces. El domingo de la semana pasada… ¡no!, este mismo domingo pasó a tomar una taza de té con Mary; y ésa fue
la última vez que la vimos.
—¿Hizo algo fuera de lo normal? —preguntó Wilson.
—Pues no lo sé. He pensado muchas veces que parecía más tranquila y más femenina, más amable, más recatada y no tan gritona y escandalosa. Llegó a eso de las cuatro de la tarde cuando la gente salía de misa, entró y colgó el gorro del clavo del que siempre lo colgaba cuando vivía con nosotros. Recuerdo que pensé lo guapa que era mientras se sentaba en un taburete junto a Mary, que estaba balanceándose con desgana. Se rió y lloró, pero con tanta dulzura que parecía una niña y no tuve valor de regañarla, sobre todo porque Mary ya estaba un poco inquieta. Recuerdo una cosa que le dije con cierta brusquedad. Cogió a la pequeña Mary por la cintura y…
—Tienes que dejar de llamarla «pequeña», se ha convertido en una joven preciosa, más parecida a su madre que a ti —le interrumpió Wilson.
—Bueno, bueno, la llamo «pequeña» porque su madre también se llama Mary. Pero, como te iba diciendo, la cogió muy zalamera y dijo: «Mary, ¿qué te parecería que un día te mandase a buscar y te convirtiera en una señora?». Yo no pude resistir que le hablara así a mi hija y le dije: «¡Será mejor que no le metas esas tonterías en la cabeza! Prefiero que se gane el pan con el sudor de su frente, como dice la Biblia que debe hacer, sí, aunque no pueda permitirse comprar mantequilla para untarla en él, que verla convertida en una señora ociosa, sin otra cosa que hacer que molestar por la mañana a los tenderos, tocar el piano por la tarde e irse a la cama sin haber hecho bien a nadie más que a sí misma».
—Nunca te han sido simpáticos los ricos —dijo Wilson divertido por la vehemencia de su amigo.
—¿Y qué bien me han hecho para que les tenga simpatía? —preguntó Barton con una llama latente aún en la mirada; luego estalló y continuó—: Cuando estoy enfermo, ¿vienen a cuidarme? Cuando mi hijo yace moribundo (como el pobre Tom, con los labios lívidos y temblorosos por falta de una comida mejor de la que yo podía darle), ¿acaso vienen a traerme el vino o el caldo que podrían salvarle la vida? Y, si me quedo varias semanas sin trabajo cuando vienen mal dadas y llega el invierno con las negras heladas y el viento de levante y no hay carbón en la estufa, ni mantas para la cama y se marcan las costillas por debajo de la ropa hecha jirones, ¿comparte conmigo el rico su abundancia como debería hacer, si su religión no fuese un camelo? Cuando yo esté en mi lecho de muerte y mi hija (bendita sea) se siente angustiada a mi lado, como sin duda hará —la voz se le quebró un poco—, ¿irá a verla una de esas señoronas y se la llevará consigo a su casa hasta que pueda valerse por sí misma y sepa qué es lo que conviene hacer? No, te digo que los únicos que se preocupan por los pobres son los pobres. Y no me vengas con esa monserga de que los ricos ignoran lo mucho que sufrimos; porque si no lo saben tendrían que saberlo. Somos sus esclavos mientras podemos trabajar; les ayudamos a acumular su fortuna con el sudor de nuestra frente, y aun así es como si viviéramos en mundos distintos: vivimos separados por una sima como el rico y Lázaro, pero sé quién de los dos salió mejor
librado al final —y remachó su parlamento con una risa que no tenía nada de alegre.
—Bueno, vecino —dijo Wilson—, todo eso puede ser cierto, pero lo que quiero es que me des noticias de Esther: ¿cuándo fue la última vez que supisteis algo de ella?
—Pues se despidió de nosotros ese domingo por la noche muy cariñosa, le dio un beso a mi mujer y a mi hija Mary (ya que no debo llamarla pequeña Mary) y a mí me estrechó la mano; pero parecía muy alegre, y no sospechamos nada de tantos besos y apretones de mano. Sin embargo, el miércoles por la noche, el hijo de la señora Bradshaw llegó con el baúl de Esther y luego se presentó la propia señora Bradshaw con la llave; y, cuando empezamos a hablar, descubrimos que Esther le había contado que iba a volver a vivir con nosotros y le había pagado el alquiler de una semana por no haberla avisado con antelación; el martes por la noche se había llevado un hatillo (como dije antes, llevaba puesto su mejor vestido) y le había dicho a la señora Bradshaw que no se preocupase por el baúl y que nos lo llevara cuando tuviese tiempo. Por eso, claro, ella pensaba que Esther estaría con nosotros; y cuando nos contó aquello mi mujer soltó un grito y cayó al suelo desmayada. Mary corrió a buscar agua para su madre y yo me asusté tanto por ella que no me preocupé por Esther. Pero, al día siguiente, pregunté a todos los vecinos (tanto a los nuestros como a los de la señora Bradshaw) y ni unos ni otros la habían visto ni habían tenido noticias suyas. Incluso fui a ver a un policía, un buen hombre al que nunca había dirigido la palabra a causa de su uniforme, y le pregunté si podría averiguar algo. Creo que habló con otros policías y uno de ellos le dijo que el martes por la noche a eso de las ocho había visto a una muchacha como nuestra Esther andando a toda prisa con un hatillo bajo el brazo y subiendo a un coche cerca de Hulme Church, pero, como no sabemos el número, no hemos podido averiguar más. Lo siento por la chica, porque de uno u otro modo debe de haberle pasado algo malo, pero aún lo siento más por mi mujer. Después de mí y de Mary es la persona a quien más quiere, y la pobre no ha sido la misma desde que murió el pobre Tom. En fin, volvamos con ellas; tu mujer debe de haberla consolado.
Mientras regresaban a buen paso, Wilson expresó su deseo de que siguieran siendo vecinos tan próximos como habían sido antes.
—De todos modos, nuestra Alice sigue viviendo en el sótano del número 14 de Barber Street, y, si la llamáis, en menos que canta un gallo se presenta en vuestra casa para acompañar a tu mujer cuando se sienta sola. Está mal que lo diga yo que soy su hermano, pero no hay mujer más dispuesta a echar una mano o a consolar a alguien. Por muy cansada que esté de lavar ropa, si se entera de que hay algún niño enfermo en la calle siempre se ofrece a ayudar y a quedarse con él, aunque tenga que entrar a trabajar a las seis de la mañana del día siguiente.
—Es pobre y sabe lo que sienten los pobres —replicó Barton, y luego añadió—: Pero gracias por tu oferta, puede que algún día la moleste a cuenta de mi mujer, porque sé que se angustia un poco cuando estoy en el trabajo y Mary ha ido a la
escuela. ¡Mira, ahí está Mary!
Y su mirada se alegró cuando, a lo lejos, entre un grupo de chicas, vio a su única hija, una guapa mocita de unos trece años, que corrió al encuentro de su padre para saludarlo: entonces se vio que aquel hombre tan serio era tierno en el fondo. Los dos hombres habían saltado la última escalera, mientras Mary se rezagaba cogiendo unos capullos de espino, cuando un muchacho mayor pasó corriendo y le robó un beso al tiempo que exclamaba:
—¡Por los viejos tiempos, Mary!
—Pues aquí tienes esto por los viejos tiempos —dijo la joven ruborizándose hasta la raíz del cabello de rabia y vergüenza y dándole una bofetada.
Al oír su voz, su padre y su amigo se dieron la vuelta y vieron que el agresor resultó ser el primogénito de este último, que era dieciocho años mayor que sus hermanos.
—Vamos, niños, dejaos de besos y peleas y coged cada uno a un bebé, que si Wilson tiene los brazos como yo debe de estar muy cansado.
Mary se adelantó para aliviar la carga de su padre, con el cariño que sienten las niñas por los bebés y como si intuyera el acontecimiento que pronto tendría lugar en su casa; entretanto el joven Wilson dio la impresión de dar rienda suelta a su naturaleza tosca y retozona mientras arrullaba a su hermano pequeño y jugaba con él.
—Los gemelos son una prueba para un hombre pobre, benditos sean —dijo el padre entre orgulloso y fatigado mientras besaba al bebé antes de soltarlo.
Capítulo II
¡Polly, pon agua al fuego y tomemos el té!,
Polly, pon agua al fuego
y todos tomaremos el té[5].
—Ya estamos aquí, mujer, ¿creías que nos habíamos perdido? —dijo con cordialidad Wilson, mientras las dos mujeres se incorporaban y se sacudían los vestidos preparándose para volver a casa. La señora Barton se sentía evidentemente aliviada, aunque no más animada, tras haber confiado sus temores y pensamientos a su amiga, y secundó con una mirada la propuesta de su marido de que fueran todos a tomar el té en casa de los Barton. Solo la señora Wilson ofreció una leve resistencia por lo avanzado de la hora a la que tendrían que volver, que le preocupaba por los pequeños.
—Calla, mujer —dijo de buen humor su marido—, ¿no sabes que esos mocosos nunca se duermen hasta pasadas las diez? ¿Y acaso no tienes un chal bajo el que meter la cabeza del niño para que esté tan protegido como un pájaro bajo el ala? En cuanto al otro, me lo meteré en el bolsillo con tal de que nos quedemos, ahora que estamos tan lejos de Ancoats.
—Yo puedo prestarle otro chal —sugirió la señora Barton.
—Sí, cualquier cosa con tal de que nos quedemos.
Una vez decidido el asunto, el grupo partió hacia casa de los Barton y pasó por muchas calles a medio construir, tan parecidas unas a otras que habría sido fácil confundirse y extraviarse. No obstante, nuestros amigos no dieron un solo paso en falso: siguieron por esa bocacalle de ahí y doblaron por la esquina de más allá hasta llegar a una de esas calles innumerables que desembocan en una plazuela empavesada a la que dan la espalda las casas y por cuyo centro corre un arroyo donde arrojar el agua de fregar y demás. Las mujeres que vivían en dicha plazuela se afanaban recogiendo las cintas de sombrero, los vestidos y la ropa de cama que había tendidos de un lado al otro, colgando tan bajo que, si nuestros amigos hubiesen llegado unos minutos antes, habrían tenido que agacharse mucho para pasar, o la ropa medio húmeda les habría dado en la cara; pero, aunque a campo abierto parecía que todavía no era tarde, entre las casas de tejados altos ya había empezado a caer la noche con sus nieblas y oscuridades.
Los Wilson intercambiaron muchos saludos con aquellas mujeres, pues no hacía tanto tiempo que ellos también habían vivido allí.
Dos muchachos rudos que estaban en una puerta de aspecto desvencijado exclamaron al ver pasar a Mary Barton (la hija):
—¡Eh, mirad! Polly Barton se ha echado novio.
Por supuesto, se referían al joven Wilson, que miró de reojo para ver cómo se lo
tomaba Mary. Vio que adoptaba el gesto de una joven furia y que no respondía a lo que él dijo a continuación.
La señora Barton sacó del bolsillo la llave de la puerta, y cuando entraron en la casa se encontraron totalmente a oscuras, si no contamos un punto brillante que lo mismo podía haber sido el ojo de un gato que lo que en realidad era: unas brasas consumiéndose debajo de un enorme trozo de carbón. John Barton enseguida se puso a partir el carbón con el resultado de que muy poco después hubo luz y calor en todos los rincones de la vivienda. Además (aunque su resplandor amarillento parecía perderse en el resplandor rojizo del fuego) la señora Barton encendió una vela de sebo acercándola al fuego y, después de colocarla en un candelabro de latón, empezó a mirar a su alrededor, dispuesta a demostrar su hospitalidad. La vivienda era bastante grande y tenía muchas comodidades. A la derecha de la puerta, según se entraba, había una ventana alargada, con una repisa muy ancha. De cada lado colgaban dos cortinas de cuadros blancos y azules, que estaban echadas para preservar la intimidad del encuentro con aquellos amigos. Dos geranios descuidados y llenos de hojas que había sobre el alféizar constituían una segunda barrera contra los curiosos que pudiera haber fuera. En el rincón entre la ventana y la chimenea había un armario, al parecer lleno de platos, tazas, platillos y otros objetos sin definir y a los que por lo visto sus dueños no sabían qué uso dar, como unos trozos triangulares de cristal donde apoyar los cuchillos y tenedores para no manchar los manteles. No obstante, era evidente que la señora Barton estaba orgullosa de su cubertería y de su vajilla, pues dejó el armario abierto con una mirada satisfecha. Enfrente de la puerta y de la ventana estaban la escalera y dos puertas, una de las cuales (la más próxima al fuego) conducía a una especie de trascocina, donde podía hacerse el trabajo sucio como fregar los platos, y cuyos estantes servían de despensa, almacén y demás. La otra puerta, considerablemente más baja, daba a la carbonera, un armario abuhardillado debajo de las escaleras junto al que habían tendido una lona embreada de alegres colores que llegaba hasta la chimenea. Todo estaba prácticamente abarrotado de muebles (un claro indicio de que las cosas iban bien en las fábricas). Debajo de la ventana había un aparador con tres profundos cajones. Enfrente de la chimenea, una mesa, digamos de estilo Pembroke, aunque estaba hecha de madera de pino y no sé cómo aplicar ese nombre a tan humilde material. Encima de la mesa, apoyada contra la pared, una bandeja de té lacada al estilo japonés y de color verde claro, con un par de flores escarlatas entrelazadas en el centro. La luz del fuego danzaba alegremente sobre ellas y la verdad es que (dejando aparte cualquier gusto que no fuera infantil) daba un toque de color a aquel rincón. En cierta medida la bandeja se sostenía gracias a un bote para el té de color carmesí, también lacado del mismo modo. En el rincón, al lado del armario, había una mesita redonda de una pata que se ramificaba en varias. Si el lector logra imaginar todo esto, junto con el soso y sencillo empapelado de las paredes, podrá hacerse una idea del hogar de John Barton.
Enseguida cogieron la bandeja y, antes de que empezase el alegre entrechocar de
tazas y platillos, las mujeres se desembarazaron de las prendas de abrigo y enviaron a Mary al piso de arriba con ellas. Luego se oyó un largo susurro y el tintineo de unas monedas, que el señor y la señora Wilson fingieron no escuchar, sabedores de que tenía que ver con los preparativos de la hospitalidad; una hospitalidad que, por su parte, habrían tenido mucho gusto en ofrecer ellos mismos. Así que trataron de ocuparse con los niños y de no oír las instrucciones que le daba a Mary la señora Barton.
—Mary, cariño, ve corriendo a la vuelta de la esquina y compra unos huevos frescos en Tipping’s (puedes traer uno por cabeza, te costarán cinco peniques) y pregunta si tienen jamón del bueno recién cortado y que te den medio kilo.
—Que sea un kilo, mujer, no seas agarrada —canturreó el marido.
—Bueno, trae tres cuartos, Mary. Y procura que sea jamón de Cumberland, que Wilson es de allí y disfrutará comiendo algo de su tierra… y, Mary —añadió al reparar en las ganas que tenía la joven de marcharse—, trae también un penique de leche y una barra de pan… que sea fresca y de hoy… y… y ya está, Mary.
—No, no está —dijo su marido—. Compra también seis peniques de ron para animar un poco el té; te lo venderán en la taberna Grapes. Y ve a ver a Alice Wilson, vive a la vuelta de la esquina en el sótano del número 14 de Barber Street —eso se lo dijo a su mujer—, y dile que venga a tomar el té con nosotros; seguro que le gustará ver a su hermano, por no hablar de Jane y los gemelos.
—Si viene, tendrá que traerse una taza y un plato, porque solo tenemos media docena y ya somos seis —dijo la señora Barton.
—Bobadas, Jem y Mary pueden compartir una.
Pero Mary decidió para sus adentros que, si la alternativa era tener que compartir algo con Jem, se aseguraría de que Alice llevara su propia taza y platillo.
Alice Wilson acababa de volver a casa. Había pasado el día en el campo, recogiendo hierbas silvestres para infusiones y medicinas, pues además de sus inapreciables cualidades como enfermera y su trabajo de lavandera, conocía bien las hierbas medicinales, y los días en que hacía buen tiempo y no tenía otra cosa que hacer, recorría los senderos y los prados hasta donde la llevaban las piernas. Esa tarde había vuelto cargada de ortigas, y lo primero que había hecho había sido encender una vela y colgarlas en manojos de todos los sitios posibles en el techo del sótano. Era la viva imagen de la pulcritud: en un rincón estaba la modesta cama con una cortina de cuadros en la cabecera; la pared enjalbegada ocupaba el lugar donde debería haber estado la otra cortina. El suelo era de ladrillo y estaba escrupulosamente limpio, aunque tan húmedo que daba la impresión de que no se hubiera secado después de fregarlo la última vez. La ventana del sótano daba a una parte de la calle desde donde los muchachos podían tirar piedras y estaba protegida por una persiana exterior y extrañamente rodeada con toda clase de plantas de los setos, las zanjas y los campos, que solemos considerar inútiles pero que, para bien o para mal, tienen un poderoso efecto y se utilizan mucho entre los pobres. El sótano
estaba tapizado y oscurecido con aquellos ramilletes que despedían un olor no demasiado fragante al secarse. En un rincón había una especie de estante ancho de tablones viejos con algunos de los viejos tesoros de Alice. La poca vajilla que tenía estaba sobre la repisa de la chimenea, donde también se hallaba la palmatoria y una caja de cerillas. Había un armarito para guardar el carbón, y encima el pan y un cuenco de gachas, la sartén, la tetera y una cacerola de latón que servía para calentar el agua y para cocinar los exquisitos caldos que Alice preparaba a veces para algún vecino enfermo.
Se sentía helada y fatigada después del paseo, y cuando Mary llamó a la puerta estaba tratando de encender el fuego con aquellos carbones húmedos y unas ramas medio verdes.
—Adelante —dijo Alice, recordando que había atrancado la puerta y apresurándose a dejar entrar a su visitante—. ¿Eres tú, Mary Barton? —exclamó cuando la luz de la vela iluminó el rostro de la joven—. ¡Cómo has crecido desde la última vez que te vi en casa de mi hermano! Entra, chica, no te quedes ahí.
—Por favor —dijo Mary casi sin aliento—, mi madre dice que venga a tomar el té y traiga su taza y su platillo, han venido a vernos George y Jane Wilson y han traído a Jem y a los gemelos. Y dese prisa, por favor.
—Tu madre es muy amable y muy buena vecina e iré con mucho gusto. Dime, Mary, ¿tiene tu madre ortigas para hacer infusión en primavera? Si no tiene, le llevaré unas cuantas.
—No, creo que no tiene.
Mary corrió como una liebre a cumplir con lo que, para una niña de trece años amante de las responsabilidades, era la parte más atractiva del encargo: la de gastar el dinero. Y lo hizo muy bien pues volvió a casa con una botellita de ron y los huevos en una mano, mientras que en la otra llevaba un excelente jamón entreverado y ahumado de Cumberland envuelto en un papel.
Llegó a casa y se puso a freír el jamón, antes de que Alice tuviera tiempo de escoger las ortigas, apagar la vela, cerrar la puerta con llave y recorrer como si le dolieran los pies la distancia hasta la casa de John Barton. ¡Qué cómoda parecía aquella casa comparada con su húmedo sótano! No quiso ni pararse a pensarlo, pero aun así notó el delicioso resplandor del fuego, la luz que iluminaba hasta el último rincón del cuarto, los olores sabrosos, y los sonidos reconfortantes del agua hirviendo y el crepitar del jamón en la sartén. Hizo una reverencia ligeramente anticuada, cerró la puerta y respondió con cariño al ruidoso y sorprendido saludo de su hermano.
Una vez concluidos los preparativos, el grupo tomó asiento; la señora Wilson ocupó el sitio de honor, la mecedora a la derecha del fuego, y se puso a acunar a uno de los niños, mientras su marido, sentado en el sillón de enfrente, trataba inútilmente de calmar al otro con pan mojado en leche.
La señora Barton era demasiado bien educada para hacer otra cosa que sentarse a la mesa para preparar el té, aunque en el fondo de su corazón tenía ganas de
supervisar cómo freían el jamón, y miraba con preocupación a Mary, que estaba cascando los huevos y dándole la vuelta al jamón con mucha confianza en sus habilidades culinarias. Jem se quedó de pie apoyado con desgarbo en el aparador y respondió con hosquedad a los sermones de su tía, que le trataba como a un niño, o eso le parecía a él, que se tenía a sí mismo por un joven, y ni siquiera eso, pues al cabo de dos meses cumpliría dieciocho años. John Barton iba y venía encantado del fuego a la mesa del té, con la única preocupación de ver cómo, de vez en cuando, el rostro de su mujer parecía ruborizarse y contraerse de dolor.
Por fin empezó la verdadera diversión. Se oyó el ruido de los cuchillos, los tenedores, las tazas y los platillos, y las voces se interrumpieron porque todo el mundo tenía hambre y no era momento de hablar. Alice fue la primera en quebrar el silencio: sostuvo la taza como quien va a proponer un brindis y dijo:
—Por los amigos ausentes, que se reunirán aunque los separen las montañas. Enseguida comprendió que había sido un brindis o un sentimiento desafortunado.
Todos pensaron en Esther, la ausente Esther; y la señora Barton dejó de comer y no pudo contener las lágrimas. Alice deseó haberse mordido la lengua.
Fue un jarro de agua fría, porque, aunque ya se habían dicho en el campo todo lo que había que decir, todos querían añadir algo para consolar a la pobre señora Barton y, al verla llorar a lágrima viva, se les quitaron las ganas de hablar de otra cosa. De modo que George Wilson, su mujer y los niños se volvieron pronto a casa, no sin antes (y a pesar de los brindis mal-à-propos) expresar el deseo de verse con más frecuencia, y sin que John Barton accediera de todo corazón y afirmara que, en cuanto su mujer se recuperase, volverían a quedar para pasar la tarde.
«Me cuidaré mucho de venir a aguarles la fiesta», pensó la pobre Alice, y se acercó a la señora Barton, la cogió humildemente de la mano y dijo:
—No sabes cuánto siento haber dicho eso.
Para su sorpresa, una sorpresa que hizo que brotaran lágrimas de alegría de sus ojos, Mary Barton le echó los brazos alrededor del cuello y besó a la contrita Alice.
—No ha sido con mala intención, soy yo quien me he portado como una tonta, pero es que todo este asunto de Esther y no saber dónde se encuentra me encoge el alma. Buenas noches, y no lo pienses más. Que Dios te bendiga, Alice.
Muchas veces, a lo largo de su vida, al recordar aquella tarde Alice bendijo a Mary Barton por pronunciar aquellas amables y sentidas palabras. Pero en ese momento solo acertó a decir:
—Buenas noches, Mary, y que Dios te bendiga a ti.
Capítulo III
Mas cuando llegó la mañana tétrica, sombría, lluviosa y fría,
sus plácidos párpados se cerraron… Disfrutó de una aurora más bella que nosotros.
HOOD[6]
En mitad de esa misma noche, una de las vecinas de los Barton despertó de su bien merecido descanso por culpa de unos golpes en la puerta que al principio formaron parte de su sueño, aunque luego concluyó que eran reales y se levantó de la cama de un salto, abrió la ventana y preguntó quién andaba ahí.
—Soy yo, John Barton —respondió con voz trémula y agitada el que había abajo
—. Mi mujer se ha puesto de parto, por el amor de Dios, quédese un rato con ella mientras voy a buscar al médico porque se encuentra muy mal.
Mientras la mujer se vestía a toda prisa, oyó por la ventana abierta los gritos de agonía que resonaban en la plazuela a través del silencio nocturno. En menos de cinco minutos se plantó en la cabecera de la cama de la señora Barton y relevó a la aterrorizada Mary, que hizo lo que le dijeron como una autómata, sin lágrimas en los ojos, con el rostro tranquilo, aunque mortalmente pálido y sin otro ruido que el nervioso castañeteo de los dientes.
Los gritos empeoraron.
El médico tardó mucho en oír el tintineo del timbre de la entrada, y aún más en comprender quién era el que requería tan súbitamente sus servicios, y luego rogó a John Barton que le esperara mientras se vestía, para no perder tiempo buscando la plaza y la casa. Barton estuvo pataleando literalmente de impaciencia delante de la casa del médico hasta que éste bajó; y luego anduvo tan deprisa que el médico tuvo que pedirle varias veces que fuese más despacio.
—¿Tan mal está? —preguntó.
—Peor, mucho peor de lo que la he visto nunca —replicó John.
¡No!, no lo estaba… Estaba en paz. Los gritos se habían callado para siempre. John no tuvo tiempo de escucharlos. Abrió la puerta cerrada y no se entretuvo en encender una vela para mostrarle a su acompañante las escaleras que él tan bien conocía: en menos de dos minutos estaba en la habitación donde yacía muerta su mujer, a quien había querido con todo su fuerte corazón. El médico subió a trompicones orientándose por la luz del fuego y se encontró con la espantada vecina, que enseguida le contó lo sucedido. La habitación estaba en silencio mientras él se acercaba de puntillas al desdichado y frágil cuerpo que ya nada podía perturbar. Su hija esperaba arrodillada junto a la cama con la cabeza enterrada en las sábanas, que
casi se había metido en la boca para acallar sus sollozos. El marido se quedó estupefacto. El médico preguntó algo a la vecina entre susurros y luego se acercó a Barton y dijo:
—Vaya usted abajo. Sé que es una impresión enorme, pero debe soportarla como un hombre. Baje usted.
John Barton salió como un autómata y se sentó en la primera silla que encontró. No tenía esperanzas. La mirada de la muerte era evidente en el rostro de su mujer. Aun así, cuando oyó uno o dos ruidos inesperados, se le ocurrió la idea de que pudiera tratarse solo de un trance, de un ataque o de… no sabía de qué, pero ¡no de la muerte! ¡Oh, no de la muerte! Y se había puesto en pie para volver a subir cuando oyó en las escaleras el crujido de los pasos cautos del médico y supo lo que había ocurrido en la habitación de arriba.
—Nadie habría podido hacer nada por salvarla… Ha debido de sufrir una impresión que la afectó mucho…
Y así siguió sin que nadie le escuchara, aunque tampoco hicieran oídos sordos: eran palabras para sopesarlas más tarde, no de aplicación inmediata, sino para guardarlas en el almacén de la memoria hasta un momento más conveniente. El médico se hizo cargo y lo lamentó por el hombre, pero estaba tan soñoliento que juzgó que sería mejor irse y le dio las buenas noches; no obtuvo respuesta, así que se marchó y dejó a Barton sentado muy tieso en la silla y callado como un tronco o una piedra. Oyó los ruidos en el piso de arriba y supo lo que significaban. Oyó cómo abrían el aparador donde guardaba la ropa su mujer. Vio bajar a la vecina y azacanearse en busca de agua y jabón. Sabía muy bien lo que buscaba y para qué lo quería, pero no dijo nada ni se ofreció a ayudarla. Por fin la vecina se fue tras pronunciar unas palabras amables (unas frases de consuelo que él no oyó) y algo acerca de «Mary», aunque se hallaba tan afectado que no supo a cuál de las dos se refería.
Trató de comprenderlo… de creerlo posible. Y entonces su imaginación vagó hacia otros días, otros tiempos muy diferentes. Pensó en cuando empezara a cortejarla; en la primera vez que la había visto, una campesina desgarbada y hermosa, demasiado torpe para el minucioso trabajo que estaba aprendiendo en la fábrica; en el primer regalo que le había hecho, un collar de cuentas, que llevaba ahora mucho tiempo guardado en uno de los profundos cajones del aparador para dárselo algún día a Mary. Quiso saber si seguiría todavía allí y con una extraña curiosidad se levantó para ir a comprobarlo a tientas, pues para entonces el fuego casi se había apagado y no tenía velas. Su mano rozó las tazas de té amontonadas que ella había dejado para fregar al día siguiente porque él así se lo había pedido, estaban todos tan cansados… Le recordaron una de esas minucias cotidianas que tanta relevancia adquieren cuando las lleva a cabo por última vez la persona amada. Empezó a pensar en las tareas diarias de su mujer, y algo en aquel recuerdo le conmovió hasta el borde de las lágrimas y rompió a llorar en voz alta. La pobre Mary, entretanto, había ayudado a la
vecina a ofrecer los últimos cuidados a la muerta; y cuando la vecina la besó y le habló para consolarla las lágrimas se deslizaron silenciosas por sus mejillas; aun así, reservó todo su pesar para cuando estuviera sola. Cerró despacio la puerta de la habitación cuando se fue la vecina, y luego hizo temblar la cama junto a la que se había arrodillado con la agonía de su dolor. Repitió, una y otra vez, las mismas palabras, la misma pregunta sin respuesta dirigida a aquella que había dejado de existir:
—¡Oh, madre! Madre, ¿de verdad ha muerto? ¡Oh, madre, madre!
Por fin se detuvo, porque le pasó por la imaginación que la violencia de su pena podía perturbar a su padre. Abajo no se oía nada. Contempló el rostro, tan cambiado, y sin embargo tan parecido. Se agachó para besarlo. La carne fría y rígida le causó un escalofrío que le llegó hasta el fondo del corazón, y, obedeciendo apresuradamente a un impulso, cogió la vela y abrió la puerta. Entonces oyó los sollozos de dolor de su padre, y bajó silenciosa y veloz las escaleras, se arrodilló a su lado y le besó la mano. Al principio, él no reparó en su presencia pues no podía controlar su pena. Pero, cuando el llanto de ella y los gritos aterrorizados (que la niña no pudo contener) llegaron a sus oídos, logró dominarse.
—Hija, ahora que ella se ha ido tenemos que serlo todo el uno para el otro — susurró.
—¡Oh, padre! ¿Qué puedo hacer por usted? ¡Dígamelo! ¡Haré lo que sea!
—Lo sé. Lo primero es que no quiero que enfermes de preocupación. Déjame ahora y ve a dormir, como una niña buena.
—¡Dejarlo, padre! ¡Oh, no me pida eso!
—Sí, tienes que hacerlo. Debes acostarte y tratar de dormir. Mañana tendrás muchas cosas que hacer y que soportar, pobrecita.
Mary se incorporó, besó a su padre y subió entristecida las escaleras hasta el cuartito donde dormía. Pensó que no valía la pena desvestirse porque no podría dormir, así que se tumbó en la cama con la ropa puesta, y antes de diez minutos el intenso pesar de la juventud había cedido al sueño.
Barton había salido de su estupor y dominado su incontrolable dolor al entrar su hija, y así pudo seguir pensando en lo que había que hacer, planear el funeral, calcular la necesidad de volver pronto al trabajo, pues después del dispendio de la tarde pasada no tardarían en quedarse sin dinero si no volvía pronto a la fábrica. Pertenecía a un club, por lo que el entierro estaba pagado. Una vez decididas estas cosas, recordó las palabras del médico y pensó amargamente en el disgusto que se había llevado hacía poco su pobre mujer con la desaparición de su amada hermana. Sus sentimientos por Esther se reducían casi exclusivamente a una sarta de maldiciones. Era ella quien había causado toda esta desdicha. Su atolondramiento, su ligereza de cascos, habían atraído la desgracia. Antes había pensado en ella con extrañeza y lástima, pero ahora su corazón se había endurecido para siempre.
Una de las buenas influencias en la vida de John Barton había desaparecido esa
noche. Uno de los lazos que lo ligaban a lo que hay de humano y amable en este mundo se había desatado, y a partir de ese momento los vecinos notaron que se convertía en un hombre distinto. Su seriedad y su melancolía pasaron a ser habituales en lugar de esporádicas. Se volvió más obstinado. Pero nunca con Mary. Entre el padre y la hija existía ese vínculo misterioso que une a quienes han sido amados por alguien que ha muerto. Aunque era seco y silencioso con los demás, trataba con amor y ternura a Mary, que se acostumbró a salirse con la suya más de lo que es frecuente entre las chicas de su edad. Eso casi lo imponía la necesidad; pues como es lógico todo el dinero pasaba por sus manos y las cuestiones domésticas dependían de su voluntad y su antojo. Pero, de algún modo, se debía también a la tolerancia de su padre, que confiaba plenamente en su buen juicio y le dejaba escoger sus amistades y el momento en que decidía verlas.
No obstante, Mary no estaba al tanto de los asuntos que últimamente empezaban a ocupar a su padre en cuerpo y alma: sabía que había ingresado en algunos clubes y que se había convertido en miembro activo del sindicato, pero era difícil que una joven de la edad de Mary (incluso dos o tres años después de la muerte de su madre) prestara demasiada atención a las diferencias entre patronos y obreros, un eterno motivo de agitación en los distritos industriales, que, por mucho que parezca apaciguarse de vez en cuando, siempre acaba brotando con renovada violencia cuando se produce una caída del comercio, lo que demuestra que, a pesar de la calma aparente, las cenizas siguen ardiendo en el pecho de unos pocos.
John Barton se contaba entre esos pocos. Para el tejedor pobre siempre resulta desconcertante ver a su patrono mudarse de una casa a otra, cada una más elegante que la anterior, hasta que acaba construyéndose una mansión aún más majestuosa, o retira todo el dinero de la empresa, o vende la fábrica para comprarse una finca en el campo, mientras el tejedor, que opina que él y sus compañeros son quienes están creando de verdad aquella riqueza, tiene que pasar penurias para conseguir el pan de sus hijos, por culpa de la escasez de los sueldos, la reducción de las horas de trabajo y los despidos. Y, cuando repara en que el negocio va mal y comprende (aunque sea a medias) que no hay suficientes compradores en el mercado para las mercancías fabricadas, y que por tanto no hay demanda para más, cuando podría soportar mucho sin quejarse si viese que los patronos también lo estaban pasando mal, se queda perplejo y (por decirlo con sus propias palabras) «se ofende» al ver que los dueños de las fábricas siguen como si tal cosa. Las grandes casonas continúan ocupadas, mientras las casas de los tejedores y las hilanderas se vacían porque las familias que vivían en ellas tienen que trasladarse a sótanos y habitaciones de alquiler. Los carruajes siguen rodando por las calles, los conciertos continúan abarrotados, las tiendas lujosas siguen teniendo clientes mientras el obrero pasa el tiempo ocioso presenciando todo eso y pensando en su mujer pálida y resignada en casa, en los niños que lloran en vano pidiendo más comida, y en cómo empeora la salud de sus allegados y de las personas a quienes quiere. El contraste es demasiado grande. ¿Por
qué debe sufrir solo él cuando llegan los malos tiempos?
Sé que, en realidad, las cosas no son así y también cómo son en realidad, pero lo que pretendo es transmitir la impresión de lo que piensan y sienten los obreros. Aunque es cierto que, cuando llegan los buenos tiempos, muchas veces dejan de lado sus quejas con una falta de previsión casi infantil y olvidan toda prudencia y precaución.
Sin embargo, hay entre ellos hombres serios que han soportado ofensas sin quejarse, pero sin olvidar o perdonar a quienes (según creen) son la causa de todos sus pesares.
Entre ellos estaba John Barton. Sus padres habían sufrido; su madre había muerto por una carencia absoluta de lo más elemental. Él era un obrero bueno y fiable, y, como tal, estaba seguro de encontrar trabajo. Pero gastaba todo lo que tenía con la confianza (también podríamos decir imprudencia) de quien se sabe hombre dispuesto y se cree capaz de proveer sus necesidades con su esfuerzo. Y, cuando el patrono quebró y un martes por la mañana despidieron a todos los obreros de la fábrica, con la noticia de que el señor Hunter había cerrado, a Barton solo le quedaban unos chelines; pero confiaba en que lo contratarían en alguna otra fábrica y por eso, antes de volver a casa, pasó varias horas yendo de fábrica en fábrica pidiendo trabajo. Pero
¡en todas las fábricas se notaba la caída del comercio! Unas estaban reduciendo los jornales, otras despidiendo a gente, y Barton pasó semanas sin trabajo y viviendo de prestado. En esa época fue cuando su hijo pequeño, su ojito derecho, el objeto de toda su capacidad de amar, contrajo la escarlatina. Lograron que sobreviviera, pero su vida pendía de un hilo muy fino. Todo, dijo el médico, dependía de una buena alimentación y una vida sana que permitiera al niño recuperarse de la postración en que lo había dejado la fiebre. ¡Burlonas palabras cuando en la casa no había comida suficiente ni siquiera para una persona! Barton trató de que le fiaran, pero los tenderos también lo estaban pasando mal. Pensó que no sería pecado robar y lo habría hecho, pero no encontró la ocasión en los pocos días de vida que le quedaban al niño. Presa de un hambre canina, aunque apenas reparaba en ella por su preocupación por el muchacho convaleciente, se plantó delante de uno de esos escaparates que exhiben todo tipo de deliciosos comestibles —piernas de venado, quesos Stilton y gelatinas— a los ojos de los viandantes. Y vio salir a la señora Hunter, que cruzó hasta su carruaje, seguida del tendero cargado de compras para una fiesta. Cerraron la puerta de un portazo y se marchó; Barton volvió a su casa con una amarga cólera en su corazón, ¡para encontrar a su hijo cadáver!
Ya imaginará el lector las ansias de venganza que alimentó contra sus patronos. Pues nunca faltan quienes, por escrito o de palabra, tienen interés en inspirar esos sentimientos en los obreros, saben cómo y cuándo exaltar tan peligrosa pasión a su antojo, y utilizan sus conocimientos con implacable determinación para favorecer sus fines.
Así que, mientras Mary crecía cada vez más a su aire, se volvía más enérgica y
también más hermosa con cada día que pasaba, su padre se convirtió en portavoz en muchas reuniones del sindicato, se hizo amigo de los delegados, albergó la ambición de convertirse él mismo en delegado y en cartista[7] y se mostró dispuesto a hacer cualquier cosa por los miembros de su orden.
Pero ahora corrían buenos tiempos y todas esas ideas eran solo teóricas. Su idea más práctica era que Mary aprendiera el oficio de modista, pues por muchos motivos no había cambiado de opinión sobre el trabajo en las fábricas para las mujeres.
Mary tenía que hacer alguna cosa. Puesto que las fábricas, tal como he dicho, estaban descartadas, quedaban dos posibilidades: ponerse a servir o aprender el oficio de modista, y Mary se oponía con toda la fuerza de su voluntad a lo primero. No sabría decir qué habría conseguido dicha voluntad si su padre se hubiera empeñado en lo contrario, pero le disgustaba la idea de separarse de ella, que era la alegría del hogar y la única voz que oía en su silenciosa casa. Además, por sus ideas y sentimientos respecto a las clases superiores, consideraba el servicio doméstico una especie de esclavitud, una indulgencia ante unas necesidades artificiales por un lado y por otro una renuncia al derecho al ocio de día y al descanso de noche. Que juzgue el lector hasta qué punto sus exagerados sentimientos tenían algún fundamento real. Me temo que la determinación de Mary de no dedicarse a servir se basaba en ideas mucho menos sensatas que las de su padre. Los tres años de independencia (ése era el tiempo transcurrido desde la muerte de su madre) no la habían inclinado a someterse a normas de horarios y amistades, ni a tener que modificar su atuendo según las ideas del decoro de su señora, o a perder el apreciado derecho femenino de cotillear con una vecina y trabajar día y noche para ayudar a alguien que estuviera pasándolo mal. Aparte de eso, las cosas que le había dicho la ausente y misteriosa tía Esther ejercían una influencia no reconocida sobre Mary. Sabía que era muy guapa: al salir de las fábricas la gente decía la verdad (fuese la que fuese) a todo el que se encontraba y pronto había revelado a Mary el secreto de su belleza. Y, si las observaciones de la gente hubieran caído en saco roto, no faltaban jóvenes de distinta clase social dispuestos a piropear a la preciosa hija del tejedor cuando se cruzaban con ella por la calle. Además, las jóvenes de dieciséis años saben muy bien si son guapas, aunque puedan ignorar si no lo son. Y saberlo la había llevado a decidir desde muy pronto que su belleza le serviría para llegar a ser una señora; ambicionaba el estatus aún más por los improperios de su padre; un estatus al que, según creía firmemente, había accedido su desaparecida tía Esther. Y, mientras que una criada debe trabajar y ensuciarse, y todos los que visitan la casa de sus señores la ven como una criada, una aprendiz de modista (o eso creía Mary) debe vestir con cierto cuidado por las apariencias, no tiene que ensuciarse las manos, ni acalorarse con el trabajo excesivo. Antes de que lo que he contado tan sinceramente sobre los desatinos en los que pensaba o creía Mary dañe sin remedio la opinión que sobre ella se haya formado el lector, es preciso tener en cuenta las tontas fantasías que tienen las jóvenes de dieciséis años de cualquier clase y condición. El resultado de todas esas opiniones del
padre y de la hija fue que, como he dicho antes, decidieron que Mary aprendiera el oficio de modista; y la ambición de la joven llevó al padre a todos los establecimientos dedicados a ese negocio para averiguar en qué puntillosas condiciones admitirían a su hija en un puesto tan humilde. Pero en todos exigían el adelanto de una suma elevada. ¡Pobre hombre!, podría haberlo imaginado sin necesidad de perder un día de trabajo. Sin duda, se habría indignado de haber sabido que, si Mary lo hubiera acompañado, las cosas habrían sido muy distintas, pues su belleza la habría hecho deseable como dependienta. Luego probó suerte en establecimientos de segunda, pero en todos era necesario pagar alguna cantidad y él no tenía dinero. Desanimado y enfadado, volvió a casa por la noche, y dijo que había sido una pérdida de tiempo, que la profesión de modista era difícil y no valía la pena aprenderla. Mary comprendió que la situación no pintaba bien y al día siguiente probó suerte ella misma, pues su padre no podía permitirse perder otro día de trabajo; antes de la noche (la experiencia del día anterior la había obligado a rebajar considerablemente sus expectativas) se había contratado como aprendiza (al menos de palabra, pues no habían firmado ningún contrato de aprendizaje) con una tal señorita Simmonds, modista y sombrerera, en una respetable callejuela que llevaba a Ardwick Green, donde su negocio estaba anunciado con letras doradas sobre un fondo negro con un marco de arce de ojo de pájaro, sobre el escaparate de la parte delantera; donde llamaban «jovencitas» a las empleadas, y donde Mary trabajaría dos años sin remuneración a cambio de aprender el oficio, y donde después comería y tomaría el té a cambio de un salario cuatrimestral (porque cuatrimestral era mucho más elegante que semanal), un salario muy escaso, divisible en una ínfima asignación semanal. En verano tendría que estar en el taller a las seis y llevar la comida los dos primeros años; en invierno no debía presentarse hasta después del desayuno. La hora de volver a casa por la noche dependería siempre de la cantidad de trabajo que tuviera la señorita Simmonds.
Mary estaba contenta, y al notarlo su padre se alegró también aunque refunfuñara malhumorado; pero Mary sabía cómo tratarlo y lo engatusó con sus alegres planes para el futuro; de este modo ambos se fueron a la cama aliviados aunque no felices.
Capítulo IV
No envidiar nada bajo el inmenso cielo
no lamentar ninguna mala acción, ninguna hora malgastada, y como una violeta, silenciosa,
devolver con dulzura al cielo la bondad prestada
y luego doblegarse feliz bajo el castigo de la lluvia.
ELLIOTT[8]
Pasó otro año. Las olas del tiempo parecían haber borrado hasta la última huella de la pobre Mary Barton, pero su marido seguía pensando en ella con un pesar callado y tranquilo las noches insomnes y silenciosas, y Mary se despertaba con un sobresalto de su bien merecido sueño y, en un duermevela, creía ver a su madre junto a la cama igual que antes: con una palmatoria en la mano y una expresión de inefable ternura mientras observaba a su niña dormida. Pero Mary se frotaba los ojos y volvía a tumbarse sobre la almohada, despierta, y consciente de que no era más que un sueño; y, aun así, ante cualquier dificultad o momento de confusión, en el fondo de su corazón llamaba a su madre en busca de ayuda y pensaba: «Si mi madre no hubiera muerto, me habría ayudado». Olvidaba que las penas de una mujer son mucho más difíciles de mitigar que las de una niña, incluso para el amor de una madre, así como que ella era mucho más juiciosa y animosa que la madre a quien lloraba. La tía Esther seguía misteriosamente ausente, la gente se había cansado de preguntar por ella y estaba empezando a olvidarla. Barton seguía asistiendo a su club, y se había convertido en uno de los miembros más activos del sindicato, pues la hora en que Mary regresaba a casa era muy incierta y a veces, cuando su hija tenía mucho trabajo, él pasaba fuera toda la noche. Su mejor amigo seguía siendo George Wilson, a quien no hacían demasiada gracia las cuestiones que agitaban la imaginación de Barton, pero en el fondo de su corazón seguían unidos por viejos lazos y el recuerdo de las cosas pasadas daba un encanto inefable a sus visitas. Nuestro viejo amigo Jem Wilson, aquel muchacho juguetón, se había convertido en un fuerte joven de rostro sensato, que habría podido ser apuesto de no haber estado un poco picado de viruelas aquí y allá. Trabajaba para una de las grandes empresas de ingeniería que envían máquinas y artilugios de sus talleres a los dominios del zar y el sultán. Su padre y su madre no se cansaban de alabarlo y siempre que lo hacían la guapa Mary Barton movía la cabeza, viendo claramente que querían darle a entender que sería un buen marido y pedirle que correspondiera a su amor, del que él nunca había osado hablarle por mucho que su mirada lo dijera todo.
Un día, a principios de invierno, cuando la gente llevaba ropa de abrigo que no se desgasta fácilmente y el negocio de la señorita Simmonds flojeaba, Mary se encontró
con Alice Wilson, que regresaba de uno de sus días de trabajo a media jornada en casa de un comerciante. Mary y Alice siempre se habían llevado bien; de hecho, Alice siempre había sentido cariño por la joven huérfana hija de aquella cuyos besos tanto la habían consolado en sus muchas horas de insomnio. Así que la atildada anciana y la radiante y joven trabajadora se saludaron efusivamente, y luego Alice le preguntó si le apetecía ir a tomar el té con ella esa tarde.
—Te parecerá aburrido pasar la tarde con una vieja como yo, pero hay una joven que vive en el piso de arriba y hace trabajo de aguja y de vez en cuando se dedica a hacer vestidos igual que tú, Mary; es la nieta del viejo Job Legh, un tejedor, y es muy buena chica. Ven, Mary, me apetece mucho que os conozcáis. Además, también es muy guapa.
Al principio, Mary se había temido que el otro invitado fuese el sobrino de Alice, pero ella era demasiado discreta para organizar un encuentro, incluso para su amado Jem, si la otra parte no estaba interesada; y Mary, una vez aliviadas sus aprensiones, aceptó ir con ella. ¡Qué atareada estuvo Alice! Pocas veces tenía invitados a tomar el té. Corrió a casa y encendió con dificultad el fuego tras pedir prestado un fuelle para que prendiera más deprisa. Cuando lo encendía para ella siempre tenía más paciencia y dejaba que los carbones se tomaran su tiempo. Luego se calzó los zuecos y fue a buscar agua a la fuente de la plazuela de al lado, y de camino pidió prestada una taza; tenía muchos platillos desparejados, que utilizaba como platos si lo requería la ocasión. Doscientos gramos de té y cien de mantequilla equivalían al salario de una mañana, pero ésa era una ocasión especial. Por lo general, ella se contentaba con infusiones de hierbas cuando estaba en casa, a menos que alguna señora considerada le regalara unas hojas de té de su bien provista despensa. Sacó las dos sillas de los invitados, les quitó el polvo y las cepilló; colocó un viejo tablero sobre dos cajas de velas, cada una en un extremo (un tanto inestable, sin duda, aunque ella conocía bien aquel asiento y sabía cómo sentarse en él; de hecho servía más para dar una aparente dignidad que para estar verdaderamente cómodo); puso una mesita redonda muy pequeña junto al fuego que ardía ya alegremente; colocó sobre su vieja bandeja sin lacar de tercera mano la tetera negra, dos tazas con un diseño rojo y blanco y una con el antiguo y conocido diseño de unas hojas de sauce, y unos platillos desparejados (en uno estaba la provisión extra de mantequilla); concluidos aquellos preparativos, Alice miró satisfecha a su alrededor y se preguntó qué más podía hacer para que la tarde resultara agradable. Cogió una de las sillas que había junto a la mesa, la acercó al enorme estante del que ya hablé al lector cuando describí el sótano en el que vivía, se subió a ella, tiró de una vieja caja de madera y sacó un poco de pan de avena del norte —el pan de salvado de Cumberland y Westmoreland—, bajó con cuidado con las finas rebanadas amenazando con hacerse pedazos en sus manos y las dejó sobre la mesa convencida de que sus invitadas disfrutarían comiendo el pan de su infancia; sacó también una hogaza de dos kilos y se sentó a descansar, pero a descansar de verdad, no a fingir que lo hacía, en una de las sillas de asiento de mimbre. La vela
estaba preparada para encenderla, el agua hervía, el té aguardaba su destino en su paquetito de papel: todo estaba dispuesto.
¡Un golpe en la puerta! Era Margaret, la joven obrera que vivía en el cuarto de arriba, que al oír el ajetreo y el silencio subsiguiente había pensado que ya era hora de bajar. Era una joven cetrina, enfermiza y dulce con aire preocupado; su ropa era humilde y sencilla y consistía en una especie de vestido de tela oscura, con el cuello cubierto por un chal o pañuelo de lino atado detrás y a los lados. La anciana la saludó muy efusiva y le pidió que se sentara en la silla de la que acababa de levantarse, mientras ella se sentaba con cuidado en el tablón para que Margaret pensara que había escogido aquel asiento porque le apetecía.
—No sé qué es lo que habrá entretenido a Mary Barton. Es muy puntual —dijo Alice al ver que Mary se retrasaba.
La verdad era que Mary se estaba vistiendo; sí, hasta para ir a ver a la pobre Alice se tomaba la molestia de considerar qué vestido se ponía. No lo hacía por Alice, claro; no, ambas se conocían demasiado bien. Pero a Mary le gustaba causar buena impresión, y hay que reconocer que casi siempre lo conseguía, y estaba esa otra invitada a quien no conocía. Así que se puso un bonito vestido nuevo de lana merino, cerrado hasta la garganta y con el cuello y los puños de lino, y salió dispuesta a impresionar a la pobre y dulce Margaret. Y desde luego lo logró. Alice, que no concedía demasiada importancia a la belleza, no le había dicho a Margaret lo guapa que era Mary; y, cuando ésta entró un poco ruborizada e insegura, Margaret no pudo quitarle los ojos de encima y la joven bajó las largas pestañas como si le disgustaran esas miradas que se había tomado tantas molestias en atraer. ¿Imagina el lector el ajetreo de Alice para preparar el té, para servirlo y endulzarlo a su gusto y servirles el pan de avena y la mantequilla? ¿Imagina con qué placer vio cómo las jóvenes hambrientas daban cuenta del pan y escuchó cómo alababan aquella exquisitez de su añorado hogar?
—Cada vez que venía alguien del norte, mi madre, bendita sea, me enviaba un poco de pan de avena. Sabía lo buenas que saben estas cosas cuando se está lejos de casa. Y a todo el mundo le gusta. Cuando trabajaba de criada, mis compañeras siempre estaban dispuestas a compartirlo conmigo. Ha pasado ya mucho tiempo…
—Cuéntanos, Alice —dijo Margaret.
—Pues, chica, no hay mucho que contar. En casa había demasiadas bocas que alimentar. Tom, el padre de Will (vosotras no conocéis a Will, es marinero y está embarcado), se había trasladado a Manchester y había escrito diciendo que había una barbaridad de trabajo, tanto para los chicos como para las chicas. Así que mi padre envió primero a George (a George lo conoces bien, Mary); y luego empezó a escasear el trabajo en Burton, donde vivíamos, y mi padre dijo que yo también podía probar a buscar trabajo. George escribió contando que los salarios eran mucho más altos en Manchester que en Milnthorpe o en Lancaster; y, chicas, yo era joven e insensata y pensé que haría bien yéndome de casa. Conque un día el carnicero nos trajo una carta