Más que una posibilidad - Rebecca Yarros - E-Book

Más que una posibilidad E-Book

Rebecca Yarros

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Cuando Isabeau Astor, Izzy, se sube a un avión para regresar después de sus vacaciones, no espera gran cosa. Hasta que conoce a su compañero de asiento, Nate Phelan. Él es todo lo opuesto a lo ordinario, con su cabello oscuro, sus increíbles ojos azules y ese encanto deliciosamente rudo, Izzy no podrá resistirse. La conexión será inmediata. Izzy nunca había creído en el destino, ahora sí. Apenas noventa segundos después de despegar, el avión cae al río Missouri. Sus vidas cambian. Ellos cambian. Nate sigue su carrera en el ejército mientras Izzy encuentra su camino en la política. Después de varios encuentros a lo largo de los años, nunca parece el momento adecuado. Entonces Izzy se ve obligada a ir a Afganistán para una reunión de alto riesgo, y su escolta será Nate… Sus destinos se vuelven a unir. Nate hará cualquier cosa para mantenerla a salvo. Y todo lo posible para recuperar su corazón.

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¿SE PUEDE TENER UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD SI NUNCA HAS TENIDO UNA PRIMERA?

Cuando Isabeau Astor, Izzy, se sube a un avión para regresar después de sus vacaciones, no espera gran cosa. Hasta que conoce a su compañero de asiento, Nate Phelan. Él es todo lo opuesto a lo ordinario, con su cabello oscuro, sus increíbles ojos azules y ese encanto deliciosamente rudo, Izzy no podrá resistirse. La conexión será inmediata. Izzy nunca había creído en el destino, ahora sí.

Apenas noventa segundos después de despegar, el avión cae al río Missouri. Sus vidas cambian. Ellos cambian. Nate sigue su carrera en el ejército mientras Izzy encuentra su camino en la política.

Después de varios encuentros a lo largo de los años, nunca parece el momento adecuado. Entonces Izzy se ve obligada a ir a Afganistán para una reunión de alto riesgo, y su escolta será Nate… Sus destinos se vuelven a unir. Nate hará cualquier cosa para mantenerla a salvo. Y todo lo posible para recuperar su corazón.

«Yarros explora los horrores de la guerra y las secuelas que dejan las experiencias traumáticas, con personajes fuertes y vulnerables a la vez, y con una voluntad que les hará buscar el camino correcto… Los lectores seguramente se conmoverán».

–Publishers Weekly

«Una conexión innegable entre dos personas y una situación dramática se entrelazan para hacerte llorar a lágrima viva».

–Heidi McLaughlin, autora bestseller de The New York Times, Wall Street Journal y USA Today

«Más que una posibilidad te atrapa desde el momento en que Izzy y Nate se miran y ya nunca te suelta. No podía dejar de leer, cada giro dramático de la trama me dejaba boquiabierta. Pero siempre estarás a salvo en manos de Rebecca Yarros».

–Ali Rosen, presentadora nominada a los premios James Beard por Potluck with Ali

Rebecca Yarros es autora bestseller de The New York Times y de USA Today. Ha publicado más de 15 novelas, entre ellas la aclamada Alas de sangre, que ha supuesto su éxito internacional. Su familia ha servido en el ejército durante dos generaciones, por lo que Rebecca admira a los héroes militares y tiene la fortuna de estar casada con uno desde hace más de veinte años. Es madre de seis niños y vive en Colorado en compañía de su terco bulldog inglés, sus dos feroces chinchillas y su gata Artemis, que reina sobre toda la familia. En 2019 Yarros fundó, junto con su marido, la organización sin ánimo de lucro One October, dedicada a una de sus pasiones: ayudar a niños y niñas del sistema de acogida y adopciones familiares de Estados Unidos. Para más información, visita www.oneoctober.org y www.rebeccayarros.com.

CAPÍTULO 1 Nathaniel

Kabul, Afganistán

Agosto de 2021

 

 

Aquello no era las Maldivas.

Cerré los ojos e incliné la cabeza hacia el sol abrasador de la tarde. Con la brisa, casi podía imaginar que las gotas que me bajaban por el cuello y empapaban mi camisa eran por un reciente chapuzón y no mi sudor. Casi.

Pero estaba parado en una pista de Kabul preguntándome cómo no se derretían mis botas sobre el asfalto con esa temperatura. Tal vez perder el viaje era una respuesta del karma por pretender irme sin ella.

—Se suponía que estabas de permiso —dijo a mi derecha una voz familiar.

—Shhh. Así es. ¿No lo ves? —Abrí un ojo solo lo necesario para ver a Torres de pie junto a mí con sus gruesas cejas cubiertas por su gorra de camuflaje.

—¿Ver qué? ¿A ti parado en la pista con la cabeza hacia atrás como si estuvieras en un anuncio de Coppertone?

Mis comisuras se elevaron.

—No es la pista. Es un pequeño bungalow sobre el agua en las Maldivas. ¿No oyes las olas?

El sonido rítmico de unos motores distantes llenaba el aire.

—Te oigo volviéndote loco —musitó—. Parece que ya han llegado.

Reticente, abrí los ojos y busqué en el horizonte una aeronave acercándose; la encontré en cuestión de segundos.

«Ahí vamos de nuevo». Por mucho que me gustara la acción que implicaba mi trabajo, tenía que admitir que estaba envejeciendo: la paz me parecía mucho mejor que la guerra permanente.

—¿Cómo demonios acabaste enredado en esto? Creí que le habían asignado esta misión a Jenkins —preguntó Torres.

—Anoche Jenkins contrajo alguna clase de virus y no quería pedirle a Ward que regresara de su permiso. Tiene hijos. —Coloqué la correa del rifle en el hombro justo cuando el C-130 tocaba la pista—. Así que ahora seré la niñera del asistente de la senadora Lauren.

—Bueno, estoy contigo. Como siempre.

—Te lo agradezco.

Mi mejor amigo no se había apartado de mi lado desde que habíamos sido seleccionados para las Fuerzas Especiales. ¡Dios, qué digo!, desde antes que eso.

—Con suerte, la semana que viene Jenkins se habrá recuperado y yo estaré de camino a las Maldivas antes de que llegue el senador. —Casi podía saborear esas bebidas afrutadas con sombrillitas… Oh, un momento. Eso era el gusto metálico del combustible de avión. Cierto.

—La mayoría de los tipos que conozco usan su permiso para volver a casa y ver a sus familias. —Torres miró a sus espaldas, donde el resto del equipo caminaba hacia nosotros recolocándose los uniformes, como si fuera posible dejarlos en condiciones después de cuatro meses en este país.

—Bueno, la mayoría de ellos no tiene mi familia. —Me encogí de hombros. Mamá había muerto hacía cinco años y la única razón por la que hubiese estado dispuesto a ver a mi padre habría sido para enterrarlo.

El resto del equipo llegó hasta nosotros y formó una fila mirando hacia la aeronave. Graham ocupó el lugar a mi otro lado.

—¿Quieres que conduzca?

—Sí. —Ya había elegido a los chicos que quería conmigo hasta que Jenkins regresara. Parker y Elston estaban esperando en la embajada.

—¿Ya estáis todos aquí? —preguntó el mayor Webb cuando llegó hasta nosotros rascándose la barbilla.

—¡Mierda! No recuerdo la última vez que vi tu cara. —Graham sonrió a nuestro comandante y sus dientes brillantes contrastaron con su piel oscura.

Webb musitó algo sobre los políticos mientras el avión obedecía las indicaciones de los controladores de tráfico.

Formar parte de las Fuerzas Especiales de elite tenía algunos beneficios. Definitivamente, la camaradería informal y no tener que afeitarse eran dos de ellos. Que te arruinaran el permiso para hacer de guardaespaldas de la avanzada de un senador no lo era. Esa mañana le había dedicado una hora a repasar la carpeta de Greg Newcastle. Mi misión era el jefe de despacho de treinta y tres años de la senadora Lauren y tenía el aspecto de un muchacho refinado que había pasado directamente de la Facultad de Derecho de Harvard a Washington. El equipo venía en lo que llamaban una «misión de reconocimiento» para informar sobre la situación de los estadounidenses. Por algún motivo dudaba que fuera a gustarles lo que iban a encontrar…

—Hagamos un repaso… —dijo Webb, tomando un papel doblado de su mochila y mirando a los líderes de los equipos de seguridad—. Maroon, tu equipo tiene a Baker, de la oficina del congresista García —comenzó, usando los nombres asignados para uso público en esta misión—. Gold, tienes a Turner, del congresista Murphy. White, tienes a Holt, de la oficina del senador Lui. Green, eres responsable de Astor, de la oficina de la senadora Lauren…

—Me dieron la carpeta de Greg Newcastle —interrumpí.

Webb bajó la vista hacia el papel.

—Parece que hicieron un cambio en el último minuto. Ahora tienes a Astor. La misión sigue siendo la misma. Esa es la oficina que se ocupa de las provincias del sur. La encargada de llevar al equipo femenino de ajedrez a los Estados Unidos.

«Astor». Mi estómago dio un vuelco. No era posible. De ninguna manera.

—Relájate —susurró Torres—. Es un apellido común.

Cierto. Además, la última vez que había oído hablar de ella, estaba trabajando en un bufete de Nueva York. Aunque de eso hacía tres años.

«La lluvia había empapado mi abrigo…».

Reprimí mis incontrolables pensamientos mientras el avión se detenía frente a nosotros guiado por la tripulación de tierra. El calor irradiaba del asfalto en oleadas sofocantes que distorsionaron mi visión cuando la puerta trasera se abrió y los pilotos apagaron los motores.

Unos aviadores uniformados fueron los primeros en bajar del C-130. Guiaban a un grupo de civiles que, asumí, eran los asistentes de los congresistas; hasta tuvieron que ayudar a un hombre de traje a bajar por la rampa. Alcé las cejas. «¿Este tipo no puede bajar una rampa solo, pero le pareció que sería una buena idea venir a Afganistán?».

—¿Es en serio? —dijo por lo bajo Kellman (o el sargento White para esta misión)—. Por favor, dime que ese no es el mío.

—Allá vamos —murmuró Torres a mi lado.

Respiré hondo y conté hasta diez esperando que la paciencia apareciera milagrosamente para cuando terminara de contar, pero fue una pérdida de tiempo.

Los aviadores caminaron hacia nosotros muy sonrientes, ocultando de nuestra vista al grupo que caminaba a sus espaldas. Claro que estaban felices: venían a dejar a los entrajados. Dudaba mucho que hubieran sonreído tanto si hubiesen tenido que escoltar a esa panda de civiles despistados y engreídos a las bases de operaciones como si fueran destinos turísticos y no zonas de combate activo.

El mayor Webb avanzó y los aviadores guiaron a los políticos al frente de su pequeña comitiva. Eran seis en total…

Mierda. Mi corazón… se detuvo.

Pestañeé despacio una vez y luego otra cuando el brillo de calor se disipó gracias a una corriente de aire. No había forma de que me estuviera confundiendo. Ese cabello color miel y esa sonrisa resplandeciente… Habría apostado la vida a que, detrás de esas enormes gafas de sol, había unos ojos de un profundo color café enmarcados por unas pestañas espesas. Mis manos se movieron como si aún pudieran sentir las curvas de su cuerpo tantos años después.

Era ella.

—¿Estás bien? —preguntó Torres por lo bajo—. Parece que estés a punto de vomitar el desayuno.

No, no estaba bien. Estaba tan lejos de estar bien como Nueva York lo está de Afganistán. Ni siquiera podía hablar. Habían pasado diez años del día en que nos habíamos conocido en una pista muy diferente y verla me seguía dejando sin aliento.

Le ofreció la mano derecha a Webb para saludarlo y con la izquierda se acomodó la tira de una conocida mochila con estampado verde militar ¿Todavía tenía esa cosa? Los rayos del sol tocaron sus dedos y rebotaron con más intensidad que si hubieran pegado contra un espejo de señales.

«¿Qué… cojones?». Mi corazón volvió a la vida latiendo con una negación tan fuerte que me dolía.

La única mujer que había querido de verdad estaba allí (en una jodida zona de guerra) y llevaba puesto el anillo de otro hombre. Iba a ser la esposa de otro hombre. Ni siquiera conocía al cretino y ya lo odiaba, ya sabía que no era bueno para ella. Tampoco es que yo lo fuera. Ese siempre había sido el problema entre nosotros.

Se giró hacia mí. Su sonrisa se desvaneció mientras abría la boca. Sus dedos temblaron mientras se subía las gafas de sol a la cabeza dejando ver un par de ojos marrones que parecían tan sorprendidos como yo.

Un tornillo se me clavó en el pecho.

Con mi visión periférica vi a Webb avanzar por la fila presentando a los políticos y a los encargados de su seguridad, y viniendo hacia nosotros como la cuenta atrás de una bomba nuclear mientras nos mirábamos fijamente. Nos separaban unos veinte metros, tal vez menos, y la distancia de algún modo era al mismo tiempo demasiado grande y demasiado corta.

Ella avanzó y se estremeció, luego se agarró el cabello cuando el viento arremetió cubriendo cada superficie con arena y polvo, incluida la blusa blanca que llevaba arremangada en los antebrazos. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Ese no era su sitio; su sitio era una oficina en algún lugar confortable donde nada pudiera dañarla… en especial yo.

—Señorita Astor, le presento a… —comenzó Webb.

—Nathaniel Phelan —terminó ella, escrutando mi rostro como si hubiese creído que no iba a verlo nunca más, como si estuviera catalogando cada cambio, cada cicatriz que había ganado en los últimos tres años.

—Izzy —fue todo lo que me permitió decir ese pedrusco de mil millones de quilates que brillaba directo a mis ojos como una señal de advertencia. ¿A quién narices le había dado el sí?

—¿Se conocen? —Webb alzó las cejas mientras su mirada rebotaba entre nosotros.

—Sí —dije.

—Ya no —respondió ella al mismo tiempo.

«Mierda».

—¿Cómo…? —La mirada de Webb siguió rebotando, acusando recibo de lo incómodo del momento—. ¿Esto va a ser un problema?

«Sí. Un problema gigante».

Un millón de palabras no dichas llenaron el aire que nos separaba, tan espesas e inclementes como la arena que avanzaba por la pista.

—A ver, puedo reasignar… —comenzó Webb.

—No —disparé. Había cero posibilidades de que fuera a dejar su seguridad en manos de otra persona. Estaba conmigo, le gustara o no.

Webb pestañeó, la primera expresión de sorpresa que le había visto, y miró a Izzy.

—¿Señorita Astor?

—Está bien. Por favor, no se moleste —respondió con una calma entrenada y una sonrisa falsa que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

—Muy bien —dijo Webb despacio, luego avanzó hacia mí y murmuró un «buena suerte» antes de continuar su camino.

Izzy y yo nos quedamos mirándonos mientras luchaba por evitar que todas esas emociones que había enterrado hacía tantos años emergieran a la superficie y reabrieran heridas que nunca habían llegado a cicatrizar. Quién iba a imaginarse que volveríamos a vernos así. Aunque teníamos el hábito de cruzarnos en el peor momento en los lugares más inconvenientes, así que casi me pareció lógico que esta vez fuera en un campo de batalla.

—Pensaba que estabas en Nueva York —conseguí decir al fin. La voz salió como si la hubieran rallado contra el pavimento diez veces. «Donde nadie intentara activamente volarte por los aires».

—¿Sí? —Arqueó una ceja y se recolocó la mochila en el hombro—. Qué gracioso, porque yo pensaba que estabas muerto. Supongo que ambos estábamos equivocados.

CAPÍTULO 2 Izzy

Saint Louis

Noviembre de 2011

 

 

-Quince A, quince A —musité escaneando los números de asiento mientras me abría paso por el pasillo repleto del avión de pasajeros; mi equipaje de cabina se deslizaba de mis manos sudorosas a cada paso. Encontré mi fila, suspiré aliviada porque el compartimento superior seguía vacío, pero maldije cuando me di cuenta de que el asiento A estaba junto a la ventana.

Se me hizo un nudo en el estómago. ¿En serio me había reservado un lugar junto a la ventana? ¿Para ver cualquier potencial desastre que viniera en nuestra dirección?

Un momento. Ya había un tipo sentado en el asiento de la ventana, con la cabeza gacha, solo podía ver el escudo de Saint Louis Blues de su gorra. Tal vez había leído mal mi billete.

Llegué hasta mi fila, me puse de puntillas, alcé mi maleta con los brazos tan estirados como pude apuntando al compartimento superior. Tocó el borde, pero la única opción de que fuera a entrar implicaba que me subiera al asiento… o creciera unos quince centímetros.

Mis manos se deslizaron y la maleta púrpura se desplomó hacia mi rostro. Antes de que llegara a reaccionar, una mano enorme capturó mi equipaje indomable y lo detuvo a pocos centímetros de mi nariz.

«Santo cielo».

—Eso ha estado cerca —comentó la voz detrás de mi maleta—. ¿Te ayudo?

—Sí, por favor —respondí, luchando por sostenerla en el aire.

Solo vi la gorra de los Blues cuando el tipo se las ingenió para doblar su cuerpo, ponerse de pie, salir al pasillo y sujetar mi maleta, todo en un solo movimiento. «Impresionante».

—Ya está. —Deslizó la maleta en el compartimento sin dificultad.

—Gracias. Por un segundo creí que me iba a noquear. —Sonreí y torcí un poco la cabeza para mirar arriba (y más arriba) hacia su rostro.

Uf. Era… sexi. Y me refiero a tan sexi que habría que haber llamado a los bomberos. Una fina capa de barba cubría su mandíbula cuadrada. Ni siquiera la herida abierta y púrpura en su labio inferior lograba alejarme de su rostro porque su mirada… guau. Simplemente… guau. Esos ojos cristalinos y celestes borraron todas las palabras de mi mente.

Y ahora lo estaba mirando, y no de ese modo adorable y seductor en que lo hubiese mirado Serena mientras sin vergüenza le pedía su número y lo conseguía. No, esta era una mirada incómoda, de boca abierta, y no era capaz de detenerme.

«¡Cierra la boca!».

Nada, seguía mirándolo. Mirándolo. Mirándolo.

—Yo también —dijo alzando apenas la comisura.

Pestañeé.

—¿Yo también? —«¿Qué?»—. ¿Perdona?

Juntó las cejas confundido.

—Yo también —repitió— creí que esa cosa te iba a dar de lleno en la cara.

—Claro. —Fui a ponerme el cabello detrás de las orejas, pero entonces recordé que lo había atado en un moño desprolijo y entonces no había nada que recolocar y eso solo incrementó lo incómodo del momento. Fantástico. Ahora mi rostro estaba en llamas, lo que significaba que probablemente tuviera cien tonos diferentes de rojo.

Volvió a su asiento y me di cuenta de que nuestro intercambio había bloqueado el embarque de los demás pasajeros.

—Lo siento —musité al siguiente pasajero y me coloqué en el quince B—. Es extraño porque juraría que mi billete decía que me tocaba la ventana. —Me pasé la correa del bolso por la cabeza, desabroché mi abrigo y me lo quité moviéndome lo mínimo indispensable. Por cómo venían las cosas, no hubiese sido extraño que apuñalara a Ojos Azules en las costillas con mi codo y quedara aún peor parada.

—Oh, mierda. —Giró la cabeza hacia mí y frunció el rostro—. Cambié mi asiento con la mujer del siete A para que pudiera sentarse con su hijo. Creo que tomé el tuyo por accidente. —Agarró una mochila verde militar de debajo del asiento frente a él, tenía los hombros tan anchos que me acariciaron la rodilla cuando se inclinó hacia delante—. Cambiemos.

—¡No! —disparé.

Se quedó quieto y luego giró la cabeza despacio para mirarme.

—¿No?

—O sea, odio la ventana. La verdad es que me da mucho miedo volar, así que es mejor así. —Mierda, estaba balbuceando—. A menos que tú prefieras el pasillo, claro. —Contuve la respiración deseando que no fuese así.

Se volvió a sentar y sacudió la cabeza.

—No, estoy bien aquí. ¿Así que te da miedo volar, eh? —No había burla en su tono.

—Sip. —El alivio se apoderó de mis hombros, doblé el abrigo y lo apretujé debajo del asiento frente a mí junto con el bolso.

—¿Por qué? —preguntó—. Si no te molesta que te lo pregunte.

La temperatura de mis mejillas subió unos grados.

—Siempre me ha dado miedo volar. Es algo que sencillamente… —Sacudí la cabeza—. O sea, estadísticamente estamos bien. El índice de accidentes del año pasado fue de uno entre 1,3 millones; más alto que el del año anterior, que fue de uno entre 1,5 millones. Pero cuando piensas en la cantidad de vuelos que hay, supongo que no es tan arriesgado como conducir, ya que las posibilidades de estrellarte son una entre 103. En cualquier caso, el año pasado murieron 828 personas, y no quisiera ser una de esas 828. —«Estás parloteando de nuevo». Apreté los labios entre los dientes y le rogué a mi cerebro que se detuviera.

—Ah. —Aparecieron dos líneas entre sus cejas—. Jamás lo había visto así.

—Apuesto a que a ti no te da miedo volar, ¿no? —Parecía un tipo al que nada en el mundo podía asustarlo.

—No lo sé. No he volado nunca antes, pero ahora que has repasado las estadísticas me lo estoy cuestionando.

—Oh, por Dios, lo siento mucho. —Mis manos se dispararon hacia mi boca—. Cuando me pongo nerviosa, comienzo a parlotear. Y tengo TDAH. Y esta mañana no he tomado la medicación porque la había dejado en la encimera junto a mi zumo de naranja, pero luego Serena se ha bebido el zumo y luego me he distraído y no he puesto más y es probable que esa pastilla siga allí.

—No te preocupes. Entonces, ¿por qué te subes a un avión a pesar de todo? —reguló el ventilador sobre su cabeza y subió las mangas negras de la camiseta por sus brazos bronceados. El tipo estaba en forma. Si sus antebrazos lucían así, no podía evitar imaginarme el resto de su cuerpo.

—Acción de Gracias. —Me encogí de hombros—. Mis padres se fueron a uno de esos cruceros que dan la vuelta al mundo después de dejarme para el primer año de universidad, y mi hermana mayor, Serena, está en tercero aquí, en la universidad de Washington… Está estudiando periodismo. Como voy hasta Siracusa, volar era lo que más sentido tenía si queríamos pasar las fiestas juntas. ¿Y tú?

—Me dirijo al entrenamiento básico en Fort Benning. Por cierto, soy Nathaniel Phelan. Mis amigos me llaman Nate. —El flujo de pasajeros por el pasillo se redujo a unos pocos rezagados.

—Hola, Nate. Soy Izzy. —Estiré mi mano y él la tomó—. Izzy Astor. —No estoy segura de cómo me las arreglé para decir mi nombre completo cuando cada gramo de mi concentración se disparó hacia la sensación de su mano callosa envolviendo la mía y en el revoloteo que estalló en mi vientre ante el calor de su contacto.

No era de esas personas que creen en las descargas de electricidad frente al primer contacto como en las novelas románticas, pero allí estaba, sacudida hasta los huesos. Sus ojos se cerraron ligeramente, como si él también lo hubiera sentido. No fue una descarga tanto como una efervescente e indescriptible sensación de reconocimiento… como el satisfactorio clic de la pieza final del rompecabezas.

Serena lo hubiera llamado destino, pero ella era una romántica empedernida.

Yo lo llame atracción.

—Encantado de conocerte, Izzy. —Sacudió mi mano despacio y luego la soltó todavía más despacio, sus dedos despertaron cada nervio que terminaba en mi palma cuando se alejaron—. ¿Supongo que es abreviatura de Isabelle?

—En realidad es Isabeau. —Me ocupé de abrochar y ajustar el cinturón en mi cintura.

—Isabeau —repitió mientras abrochaba el suyo.

—Sip. Mi madre tenía algo con Lady Halcón. —El pasillo por fin quedó vacío. Parece que estaban todos a bordo.

—¿Quién es Lady Halcón? —preguntó Nate frunciendo apenas las cejas.

—Es una película de los ochenta en la que una pareja hace enfadar a un malvado arzobispo medieval porque se quieren demasiado. El arzobispo quiere a la chica, pero ella está enamorada de Navarre, así que les lanza una maldición. Navarre se convierte en lobo por las noches y ella en halcón durante el día, entonces solo llegan a verse cuando el sol sale y se pone. Isabeau es la chica… el halcón. —«¡Deja de parlotear!». Dios, ¿por qué era así?

—Eso suena… trágico.

—Damas y caballeros, bienvenidos al vuelo 826 de Transcontinental Airlines —dijo la azafata por el altavoz.

—No del todo. Rompen la maldición, así que tiene un final feliz. —Me incliné hacia delante y logré agarrar mi teléfono sin sacar todo el bolso.

Dos mensajes de Serena aparecieron en la pantalla.

Serena: Escríbeme cuando embarques.

Serena: ¡No es broma!

Los mensajes tenían quince minutos de diferencia.

—Si no lo han hecho ya, coloquen su equipaje en los compartimentos superiores o debajo del asiento frente a ustedes. Por favor, tomen asiento y abróchense los cinturones —continuó la azafata con un tono alegre pero profesional.

Le escribí un mensaje a mi hermana.

Isabeau: Embarcada.

Serena: Me tenías preocupada.

Sonriendo, sacudí la cabeza. Yo era la única razón por la que Serena se preocupaba.

Isabeau: ¿Preocupada? ¿Temías que fuera a perderme entre el control de seguridad y la puerta?

Serena: Contigo nunca se sabe.

Tampoco era para tanto.

Isabeau: Te quiero. Gracias por esta semana.

Serena: Te quiero más. Avísame cuando aterrices.

El anuncio continuó.

—Si está sentado junto a una salida de emergencia, por favor, lea la tarjeta con instrucciones especiales situada en el respaldo del asiento frente a usted. Si no quiere cumplir las funciones descritas en caso de emergencia, por favor, pídale a una azafata que lo recoloque.

Alcé la vista.

—Somos nosotros —le dije a Nate—. Estamos en la fila de la salida.

Miró a las marcas en la puerta, se estiró para coger la tarjeta de seguridad mientras la azafata informaba a los pasajeros que no se podía fumar durante el vuelo. Debía admitir que eso solo lo volvía más adorable.

Nate leyó mientras la azafata terminaba su anuncio y cerraba la puerta. Mis pulsaciones se aceleraron, la ansiedad llegó justo a tiempo. Jugueteé con el teléfono, revisé Instagram y Twitter, luego lo puse en modo avión y lo metí en el bolsillo delantero de mi chaleco y cerré el bolsillo. Cuando se me cerró la garganta, subí al máximo el ventilador sobre mí.

Nate volvió a guardar la tarjeta de seguridad frente a él y se acomodó para mirar lo que estaba sucediendo en la pista. Era una mañana de niebla densa que ya nos había retrasado veinte minutos.

—No te olvides del teléfono —dije justo antes de que la azafata dijera lo mismo por el altavoz—. Tiene que estar en modo avión.

—No tengo teléfono, así que todo bien. —Me regaló una sonrisa, luego guiñó un ojo y se pasó la lengua por la herida del labio.

—¿Qué te ha pasado aquí? —Señalé mi propio labio—. Si no te molesta que sea yo quien pregunte esta vez.

Su sonrisa se borró.

—Tuve un pequeño malentendido con alguien. Es una larga historia. —Se estiró hacia el asiento frente a él y tomó un libro del bolsillo: Mal de altura, de Jon Krakauer.

¿Era lector? Ese tipo era cada vez más sexi.

Entendí la indirecta, tomé mi libro del bolso y busqué la marca que había dejado en mitad del capítulo once de Mestiza de Jennifer Armentrout.

—Tripulación, por favor, prepárense para el cierre de puertas —dijo por el altavoz una voz más grave.

—¿Es bueno? —preguntó Nate mientras el avión se despegaba de la manga.

—Me encanta. Pero parece que tú eres más de no ficción. —Señalé con la cabeza su elección de lectura—. ¿Qué tal ese? —Parecía que iba casi por la mitad.

El avión giró hacia la derecha y avanzó; yo inhalé por la nariz y exhalé por la boca.

—Está bien. Muy bien. Lo encontré en una lista de los cien libros que debes leer antes de cumplir treinta o algo de eso. Voy avanzando con esa guía. —Me miró y juntó las cejas—. ¿Te encuentras bien?

—Sip —respondí mientras se me estrujaba el estómago—. ¿Sabías que los momentos más peligrosos de un vuelo son los tres minutos posteriores al despegue y los ocho minutos previos al aterrizaje?

—No lo sabía.

Tragué. Me costó.

—Solía tomar calmantes. Indicados por el médico, por supuesto. No hago cosas ilegales. No es que me parezca mal si tú lo haces, claro. —Me estremecí por mis propias palabras. ¿Por qué demonios mi cerebro era mi peor enemigo?

—No es lo mío. ¿Por qué ya no tomas calmantes? —Cerró su libro.

—Me dejaban rendida y una vez casi pierdo una conexión en Filadelfia. La azafata tuvo que sacudirme para despertarme y luego tuve que correr hasta la puerta. Ya estaba cerrada y todo, pero me dejaron pasar. Así que no más calmantes.

El avión giró hacia una fila con más aviones listos para despegar. «Deja de mirar por la ventana. Sabes que es peor».

—Tiene sentido. —Se aclaró la garganta—. ¿Y qué estás estudiando en Siracusa? —Su evidente intento por distraerme hizo que mi boca se curvara en una sonrisa.

—Relaciones Públicas. —Contuve una carcajada—. Suelo ser bastante buena con la gente hasta que me metes en un avión.

—Creo que lo estás haciendo bien. —Sonrió y, Dios mío, apareció un hoyuelo en su mejilla derecha.

—¿Qué hay de ti? ¿Por qué el ejército? ¿Por qué no ir a la universidad? —Cerré mi libro y lo dejé sobre mi regazo.

—No era una opción. Mis calificaciones eran buenas, pero no lo suficiente como para conseguir una beca, y no nos alcanza el dinero ni para la televisión de cable, así que imagínate para la universidad. Honestamente, son mis padres los que necesitan mi ayuda. Tienen una pequeña granja en las afueras de Shipman, Illinois. —Alejó la vista—. En realidad, es la granja de mi madre. Se la dejó su padre. En cualquier caso, el ejército pagará mi educación, así que allí voy.

Asentí, pero no era tan tonta como para creer que lo entendía. Era el polo opuesto al modo en que yo había crecido, donde la pregunta había sido dónde iba a estudiar y no si iba a hacerlo. En broma, mamá y papá llamaban a mi matrícula unisociedad, ya que eran ellos quienes pagaban por mi educación. Nunca había tenido que tomar una decisión como la de Nate.

—¿Y qué quieres hacer cuando te gradúes?

Juntó las cejas.

—Todavía no he llegado tan lejos. Tal vez enseñar. Me gusta el inglés; algo con literatura. Pero tal vez me guste el ejército. Las Fuerzas Especiales también suenan bastante asombrosas.

—Damas y caballeros, les habla su capitán. Antes que nada, quiero darles la bienvenida al vuelo 826 con destino a Atlanta. Tal vez ya lo hayan notado, pero hay una densa capa de niebla que lo está ralentizando todo desde la mañana y parece que estamos en el puesto veintidós en la fila para despegar, lo que significa que faltan cuarenta minutos o más para el despegue.

Un quejido colectivo sonó a nuestro alrededor, incluido el mío. Cuarenta minutos no me hacían perder la conexión a Siracusa, pero ajustaban los tiempos.

—La buena noticia es que, cuando atravesemos la niebla, el clima es bueno, así que vamos a intentar compensar el retraso en el aire. Gracias por su paciencia y por volar con nosotros.

Se oyó una serie de sonidos porque la gente presionaba sus botones de llamada, sin duda preocupados por sus enlaces.

—¿Tienes conexión en Atlanta? —le pregunté a Nate.

—Sí, a Columbus, pero tengo un par de horas de margen. —Pasó el pulgar por la herida de su labio y se movió en el asiento.

—Tengo un ungüento antibiótico en el bolso —ofrecí—. Y también Tylenol, si te duele.

Alzó las cejas.

—¿Llevas un botiquín de primeros auxilios en el bolso?

Mis mejillas volvieron a calentarse.

—Solo lo esencial. Nunca sabes cuándo te quedarás atrapada en una pista con un extraño que tiene una herida en el labio con una larga historia. —Sonreí con discreción.

Su risa fue suave, apenas perceptible.

—Estaré bien. Las he tenido peores.

—Eso no resulta nada tranquilizador. —Tenía un ligero bulto en la nariz y no pude evitar preguntarme si se la habría roto en algún momento.

Se rio más fuerte esta vez.

—Confía en mí. Estaré bien.

—Menudo malentendido debió ser…

—Siempre es así. —Se quedó callado y sentí una opresión en el pecho cuando me di cuenta de que me había metido donde no debía. Otra vez.

—¿Y qué más has leído de esa lista de cien libros? —pregunté.

—Mmm. —Levantó la vista como si estuviera pensando—. Rebeldes, de…

—S. E. Hinton —terminé. Mierda, lo había interrumpido—. Quién lo hubiera dicho… Estoy bastante segura de que se lo dan a todos los chicos con potencial conflictivo en el primer año de secundaria. —No pude contener la sonrisa.

—Ey… —Hizo un gesto como si lo hubiese ofendido—. ¿Qué parte de esto —señaló su cuerpo— te dice que soy un chico malo? ¡He crecido en una granja!

Me reí y olvidé que estábamos avanzando directo hacia el despegue.

—¿Ese cuerpo? ¿Ese rostro? ¿Ese corte en el labio? ¿Esos nudillos raspados? —Lo miré donde la manga se encontraba con el brazo y alcancé a ver unos trazos de tinta negra—. Ah, ¿y tatuajes? ¡Sin duda eres un ejemplar de chico malo! Apuesto que habrás dejado una plétora de corazones rotos a tu paso.

—¿Quién usa plétora en una conversación cualquiera? —Su sonrisa solo hizo crecer la mía. Chico malo o no, sabía que la sonrisa de Nate debía haber hecho caer una buena cantidad de bragas, porque de no haber estado en este avión yo hubiera considerado mi primera aventura de una noche—. Te diré quién: las niñas buenas de universidad.

—Me declaro culpable. —Alcé las cejas—. Tienes incluso un aspecto de lector tórrido y melancólico. Muy Jess Mariano de tu parte.

—¿Jess qué? —Pestañeó confundido.

—Jess Mariano —dije. Esos ojos me iban a matar. El color me recordó a los lagos congelados de Silverton, aunque no porque fueran glaciares sino más bien acuosos—. Ya sabes, de Las chicas de Gilmore.

—No la he visto. —Sacudió la cabeza.

—Bueno, si lo haces, recuerda que te pareces mucho a Jess, solo que… más alto y sexi. —Me pegué los labios.

—¿Así que más sexi? —se burló con una mirada pícara que hizo subir la temperatura de mi cuerpo uno o dos grados.

—Olvida que he dicho eso. —Alejé mi mirada mortificada de la suya y me desabroché el chaleco. Cuánto calor hacía aquí ¿no?—. ¿Qué más hay en tu lista de lectura?

Entrecerró los ojos solo un poco, pero aceptó el cambio de tema.

—Ya he leído Fahrenheit 451, El señor de las moscas, El último mohicano…

—Esa sí que es una buena película. —Suspiré—. ¿Recuerdas la forma en que dice que va a encontrarse con ella justo antes de saltar la cascada? Maravilloso. Cien por cien romance.

—¡Ver la película no cuenta! —Sacudió la cabeza y se rio—. Y no es un romance. Es una aventura mezclada con una pequeña historia de amor, pero no un romance.

—¿Cómo puedes decir que no es un romance?

—Porque el libro es un poco diferente a la película. —Se encogió de hombros.

—¿Diferente en qué sentido?

—¿En serio quieres saberlo?

—¡Sí! —Me encantaba esa película. Era mi primera opción para una sesión de helado y corazón roto.

—Cora muere.

Me quedé boquiabierta.

Nate frunció el rostro.

—Lo siento, yo… Tú has querido saberlo.

—Bueno, ahora sí que estoy segura de que jamás lo leeré. —Musité mientras avanzábamos en la fila. Mirar por la ventana tampoco ayudaba. La visibilidad era una porquería.

Los minutos pasaron mientras compartíamos otros de los libros de su lista. Algunos, como El gran Gatsby, los había leído en secundaria, pero otros, como Hermanos de sangre, no.

—Bueno, ¿y qué habría en tu lista de cien libros? —preguntó.

—Buena pregunta. —Torcí la cabeza en un gesto pensativo mientras continuábamos avanzando—. Al este del Edén…

—Oh, no, me harté de Steinbeck después de Las uvas de la ira.

—Al este del Edén es mucho mejor. —Asentí como si mi opinión lo convirtiera en un hecho—. ¿Qué más? El cuento de la criada y La vida inmortal de Henrietta Lacks también son muy buenos… Ah, ¿has leído Los juegos del hambre? La tercera parte salió el año pasado y es maravillosa.

—No. Antes de este terminé Las aventuras de Huckleberry Finn. —Bajó la vista a su libro—. Tal vez debería buscar una lista más moderna.

—Ey, Huck Finn es asombroso. No hay nada como navegar por el Mississippi.

—Está bien —coincidió—. No tendré tiempo para leer mientras esté en entrenamiento, pero me he llevado algunos libros por si acaso —musitó por lo bajo—. Un amigo que fue el año pasado me dijo que te quitan casi todo cuando llegas, así que, ante la duda, puse mi iPod en una bolsa rotulada.

—¿Cuántos años…? —Apreté los labios antes de que pudiera salir el resto de esa pregunta. Su edad no era asunto mío, pero parecía de la mía.

—¿Cuántos años tengo? —terminó.

Asentí.

—Cumplí diecinueve el mes pasado. ¿Y tú?

—Dieciocho hasta marzo. Estoy en primer año. —Pasé el pulgar por el lomo del libro para hacer algo con las manos—. ¿No estás… nervioso?

—¿Por volar? —Frunció apenas las cejas.

—No, por alistarte. Hay algunas guerras en curso. —Margo (mi compañera de dormitorio) había perdido a su hermano en Irak unos años atrás, pero no iba a decírselo.

Rociaron las alas con un aerosol cuando llegamos al proceso antihielo.

—Sí, algo he oído. —De nuevo con el hoyuelo. Respiró hondo y miró hacia delante como si estuviera considerando la respuesta—. Te mentiría si dijera que no he pensado en todo el tema de matar y morir. Pero, en mi opinión, hay toda clase de guerras. Algunas son más visibles que otras. No será la primera vez que alguien me haga daño, pero al menos ahora estaré armado. Además, me parece que el riesgo vale la pena. Piénsalo así: si no hubieses tomado este avión, jamás nos hubiésemos conocido. Riesgo y recompensa, ¿no? —Miró hacia mí, nuestros ojos se encontraron y conectaron.

De pronto, mi deseo de bajarme de este avión dejó de relacionarse con el miedo a volar y comenzó a tener que ver con Nathaniel. Si nos hubiéramos conocido en el campus o en casa, en Denver, esta conversación no hubiera terminado en un par de horas al aterrizar.

Pero, al mismo tiempo, si hubiéramos estado en el campus o en Denver, quién sabe si hubiese comenzado. No tenía la costumbre de hablar con chicos guapos; eso se lo dejaba a Margo. Mi tipo solían ser los tranquilos y accesibles.

—Podría enviarte libros —ofrecí por lo bajo—. En caso de que te permitan leer y no tengas suficientes.

—¿Lo harías? —Abrió mucho los ojos, sorprendido.

Asentí y me respondió con una sonrisa que elevó por los aires mi ritmo cardíaco.

—Tripulación, prepárense para el despegue —dijo el piloto por el altavoz. Parece que era nuestro turno.

La azafata que estaba más cerca le dijo a una persona unas filas más adelante que plegara la mesa abatible, luego se acomodó en su asiento y se abrochó el cinturón.

Me sujeté de los dos apoyabrazos mientras los motores aceleraron y nos impulsaron hacia delante, lo que me pegó al asiento. La niebla se había disipado lo suficiente como para ver el final de la pista mientras pasábamos a toda velocidad. Cerré los ojos con fuerza y respiré para calmarme antes de volverlos a abrir.

Nate me miró, estiró la mano y me la ofreció con la palma hacia arriba.

—Estoy bien —dije con los dientes apretados intentando recordar que debía inhalar por la nariz y exhalar por la boca.

—Tómala. No muerdo.

«A la mierda».

Sujeté su mano y él entrelazó nuestros dedos; el calor invadió mi piel sudorosa y fría como el hielo.

—Tal vez te arrepientas.

—Apriétala. No me vas a romper.

—No puedo prometerlo. —Apreté su mano con todas mis fuerzas con la respiración cada vez más agitada mientras avanzábamos hacia el despegue.

—Lo dudo mucho. —Acarició mi mano con el pulgar—. Tres minutos. ¿Cierto? ¿Los primeros tres minutos después del despegue?

—Sip.

Cruzó su muñeca sobre nuestras manos entrelazadas y tocó algunos botones en su reloj digital.

—Listo. Cuando llegue a los tres minutos, puedes relajarte hasta que aterricemos.

—Eres muy dulce, en serio. —Las cubiertas rugieron y el avión comenzó a elevarse debajo de nosotros mientras acelerábamos. Le apreté la mano con tanta fuerza que debí interrumpirle el flujo sanguíneo, pero estaba demasiado ocupada intentando respirar como para sentir un nivel razonable de vergüenza.

—Me han llamado de muchas formas, pero nunca dulce —respondió con un apretón mientras despegamos.

—Pregúntame algo —lancé mientras los peores escenarios pasaban por mi mente—. Lo que sea. —Mi pulso se aceleró.

—Bueno. —Frunció el ceño pensativo—. ¿Has notado que los pinos se balancean?

—¿Qué?

—Los pinos. —Miró su reloj—. La gente siempre habla del balanceo de las palmeras, pero los pinos también lo hacen. Es de las cosas más relajantes que he visto en mi vida.

—Pinos —musité—. No me había dado cuenta.

—Sip. ¿Cuál es tu película favorita?

—Titanic —respondí automáticamente.

El avión se elevó y mi estómago dio un tumbo cuando doblamos con una inclinación pronunciada.

—¿En serio?

—En serio. —Asentí rápido—. O sea, está claro que había sitio en esa puerta, pero el resto me encantó.

Se rio despacio y sacudió la cabeza.

—Quedan dos minutos.

—Dos minutos —repetí ansiosa por que mi respiración se aplacara y se deshiciera el nudo de mi garganta. Las probabilidades de sufrir un accidente eras minúsculas y, sin embargo, ahí estaba, aferrada a un precioso extraño que probablemente creía que me faltaban algunos tornillos.

—¿Cuál es tu momento favorito del día? —preguntó—. Ey, solo quiero distraerte.

—El atardecer —dije—. ¿Y el tuyo?

—El amanecer. Me gustan las posibilidades que ofrece el día que comienza.

Miró hacia el océano gris que invadía la ventana y yo me incliné hacia delante para espiar. Podía ver el borde del ala a través de la niebla espesa, pero todo lo demás estaba cubierto. Tal vez no era tan malo si no podía ver el suelo.

Los motores sonaron más agudos.

—Qué dem… —comenzó Nate.

El sonido de metal contra metal me paró el corazón.

El ala explotó en una bola de fuego.

CAPÍTULO 3 Nathaniel

Kabul, Afganistán

Agosto de 2021

 

 

-Parece que ha ido bien —dijo la voz de Torres llena de sarcasmo mientras miraba alejarse a Izzy con el resto de la comitiva. Ella no me había pisoteado ni atacado y ni siquiera me había lanzado una mirada asesina antes de seguir a Webb hacia los coches blindados al final de la pista. Sencillamente, me había ignorado como si no hubiera una década de historia entre nosotros.

Tosí, pero no hubo forma de evitar que mis comisuras se alzaran al mirarla. «Bien jugado».

—Es ella, ¿no? —preguntó Torres mientras seguíamos a los políticos—. Mierda, apenas la he reconocido.

Políticos. Ella odiaba a los políticos… al menos así era antes. Había sido tajante con la idea de trabajar en organizaciones sin fines de lucro y de no dejarse llevar por la presión que ejercían sus padres para que siguiera por el camino que imaginaban para ella y, sin embargo, ahí estaba.

Después de todo, sí que había tomado una decisión aquel día.

A la hora de la verdad, era una Astor.

La furia apareció, repentina y encendida, pero la hice a un lado. Siempre había sabido que escogería a sus padres, pero ver el resultado de su elección me dolía como el corte de un cuchillo desafilado.

—Sargento Green. —Graham apareció a mi lado—. ¿Vas a contarme qué ha sido eso?

—No hay nada que contar —murmuré, despegando la mirada del movimiento del cabello de Izzy para barrer el perímetro. Me bajé los Wiley X y cubrí mis ojos del sol.

Mierda, ¿cómo diablos estaba allí?

—Claro. Porque no ha sido como si te hubieses encontrado con una ex en la pista ni nada por el estilo. —Su tono estaba salpicado de sarcasmo.

—No es mi ex. —Nunca llegamos a ese punto—. Y bórrate esa sonrisa del rostro.

—Es peor que tu ex —balbuceó Torres—. Es tu «qué hubiera pasado si…».

—Conmovedor. —La sonrisa de Graham se borró—. No puedo creer que hayan rechazado el Chinook.

Gruñí porque estaba de acuerdo. Más temprano ese día me había importado un rábano que los políticos hubieran preferido no usar el Chinook blindado (o, como lo llamábamos, la Embajada Aérea) para ir desde el aeropuerto hasta la embajada de Estados Unidos. Los siete kilómetros de ruta eran bastante seguros… por ahora. Pero eso había sido antes de saber que Izzy sería parte de los trasladados. Quería que todo a su alrededor fuera antibalas. Joder, quería que se fuera de allí y punto.

Llegamos a los vehículos y los políticos se dividieron entre las dos camionetas centrales de la caravana de cuatro. Holt (el secretario del que era responsable Kellman) se subió al fondo del segundo vehículo e Izzy lo siguió.

La mochila se le deslizó del hombro y la atajé por la tira antes de que llegara al suelo. La clásica tela verde oliva estaba suave y gastada, y el relleno, aplastado por los años de evidente uso, pero no había forma de confundir la quemadura cerca de la cremallera.

El aire se escapó de mis pulmones y una sonrisa tímida me curvó los labios mientras levantaba la bolsa y mis ojos buscaban los suyos, ambos ocultos detrás de unas gafas de sol, que hacían mucho más difícil leerla. Su lenguaje corporal se concentraba en conservar la calma y coger la mochila, pero sus ojos siempre habían sido la mejor forma de saber lo que estaba pensando. ¿Estaba tan conmocionada como yo o esos tres años de silencio realmente la habían vuelto apática?

—Su bolsa, señorita Astor —dije por lo bajo mientras una brisa de aire acondicionado sopló en mi rostro.

Despegó los labios y tragó antes de tomarla de mis manos y acomodarla sobre su regazo.

—Gracias.

—¿Puede subir el aire? —le preguntó Holt al conductor aflojándose la corbata mientras el sudor chorreaba por su cuello rojo.

Graham miró sobre su hombro desde detrás del volante y se rio despacio.

—Lo siento. Ya está al máximo. Así de infernal es el calor aquí.

Holt se recostó en el asiento como si alguien acabara de dispararle a su cachorro.

—Por el amor de Dios —musitó Kellman yendo hacia los asientos tácticos de la última fila.

Con una mirada rápida entendí que el equipaje ya estaba cargado en el último vehículo y que toda la comitiva había sido asegurada. Volví a mirar el perímetro, aunque había otros seis operadores haciendo lo mismo, y vi el gesto de Webb antes de que se metiera en el coche que lideraba la comitiva.

Hora de irse.

—Abróchate el cinturón —le dije a Izzy y cerré su puerta antes de que pudiera responder.

Estaba detrás del material más antibalas que había a disposición.

Ocupé el asiento del copiloto y cerré la puerta.

—Vamos. —Señalé el primer coche que ya estaba rodando cuando la compuerta de salida se abrió frente a nosotros.

El dulce aroma a limones y a Chanel número 5 llegó a mi nariz. El tornillo que tenía en el pecho se ajustó otra vuelta dolorosa mientras luchaba por contener el bombardeo de recuerdos para el que no tenía tiempo. A pesar de ese anillo en su dedo, algunas cosas no habían cambiado: todavía olía a largas noches de verano.

Graham encendió el automóvil y los siguió, llevándonos por Kabul. Mis sentidos se pusieron en alerta procesando cada detalle de la ruta y quienes conducían junto a nosotros, buscando cualquier posible amenaza.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a la embajada? —preguntó Holt, frotándose el cuello.

Kellman tenía el cielo ganado con este tipo. Iba a ser un grano en el culo la próxima semana. Aunque tampoco es que yo lo tuviera fácil. Detrás de mí estaba la mismísima Isabeau Astor, por primera vez a unos metros de distancia desde aquella noche de lluvia en Nueva York en la que todo había salido tan mal. ¿Cuándo había renunciado a ese bufete? ¿Cuándo había decidido trabajar para una senadora? Apuesto a que sus padres estaban encantados; siempre hablaban de la cuestión del estatus. ¿Qué más había cambiado en los últimos años?

«Concéntrate».

—Depende del tráfico y de si su llegada se ha filtrado o no entre los tipos a los que les gusta hacer movilizaciones políticas —respondió Graham con su marcado acento sureño.

Sentí el calor en mi nuca y supe que, si me daba la vuelta, iba a encontrar la mirada de Izzy sobre mí del mismo modo en que la mía estaría sobre ella si nuestros lugares estuvieran cambiados. Pero mantuve la atención en nuestro entorno mientras pasábamos la marca de un kilómetro y el tráfico se volvía más denso. Pronto llegaríamos a la zona protegida.

—Entonces, unos… ¿cinco minutos? ¿O diez? —preguntó Holt retorciéndose para quitarse la americana.

Tuve que usar la fuerza de todos mis músculos para no poner los ojos en blanco.

—Ya estaríamos allí si hubiésemos ido en helicóptero —comentó Kellman desde el fondo.

—Se decidió que eso daría un mensaje equivocado sobre nuestra confianza en la seguridad durante el procedimiento de reconocimiento —afirmó Izzy acomodando la mochila en su regazo.

—¿Quién narices decidió que el mensaje era el factor más importante en una zona de guerra? —Miré hacia atrás sobre mi hombro y su mentón se elevó varios centímetros.

—El senador Liu —respondió Holt.

—Quién iba a decirlo, los mismos tipos que viajarán en helicópteros blindados cuando lleguen la semana próxima son quienes les dicen a ustedes que vayan por tierra —intervino Graham conduciendo a una distancia adecuada del automóvil de delante—. Cómo no amar a los políticos.

Pasamos la marca de los dos kilómetros; íbamos bien de tiempo.

—Es importante el modo en el que se perciba la visita —discutió Izzy.

«¡¿Qué?!». Todos mis instintos querían que se subiera al primer avión que la llevara fuera de allí, ¿y a ella le preocupaba la percepción?

—El hecho de que ustedes valoren la percepción sobre la seguridad es exactamente el motivo por el que no deberían estar aquí —disparé sobre mi hombro con las cejas en alto para que supiera que le estaba hablando directamente a ella.

Se quedó boquiabierta y alejó la mirada. «Presta atención».

—Solo estamos haciendo nuestro trabajo… —comenzó Holt.

—Tú no eres quién para decirme dónde debería o no estar —me respondió ella con los ojos entrecerrados en una mirada fulminante.

Las cejas de Graham tocaron el techo, pero mantuvo la atención en la carretera.

—¿Quieres hacer esto aquí? —Tal vez era lo mejor, ya que dentro del automóvil no iba a poder ponerle las manos encima; aunque no sabía bien si quería sacudirla para hacerla entrar en razón o besarla hasta que se le cayera ese puto anillo.

¿Quién era él? ¿Algún niño rico que su padre aprobaba? ¿Alguien con conexiones políticas y el linaje que siempre habían querido para ella?

—Quería hacer esto hace tres años —me desafió inclinándose hacia delante contra el cinturón hasta que escuché el clic de su mecanismo de bloqueo.

—¿Me estoy perdiendo algo? —preguntó Holt por lo bajo mientras se desabrochaba el primer botón de la camisa.

—¡No! —disparó ella.

—Sí —respondí al mismo tiempo.

—Mmm. —Holt nos miró, pero, sabiamente, cerró la boca.

—He estado en batallas con menos tensión —musitó Graham.

—Cállate. —Apreté la mandíbula. Tenía razón y eso solo me fastidiaba más.

Pasamos los siguientes cuatro kilómetros en silencio mientras entrábamos en la zona protegida, pero la tensión solo se redujo un poco cuando llegamos al área relativamente segura de la embajada. Las ventanas decorativas con un patrón en zigzag solo eran eso: decorativas. El muro de hormigón que tenían detrás había sido construido para soportar una bomba. Aunque no estaba seguro de que fuera a soportarnos a Izzy y a mí bajo el mismo techo.

Graham aparcó el automóvil y salí ajustándome el arma antes de abrir la puerta de Izzy y encontrármela luchando con su cinturón de seguridad.

—Esta estúpida cosa… —Tiró del cinturón y metió el pulgar en el botón para liberarlo.

Verla enfrió las ardientes oleadas de frustración y, para mi sorpresa, tuve que contener la sonrisa. Eran tan… Izzy. Si seguía así de nerviosa, no solo iba a crecer su torpeza, también comenzaría a parlotear.

Dios, cómo extrañaba su parloteo incontenible.

—Déjame ayudarte. —Me acerqué.

—Ya puedo sola. —Se puso las gafas de sol sobre la cabeza y me disparó una mirada que no necesitaba palabras.

Alcé las manos y retrocedí mientras ella tiraba furiosamente de la correa. Luego volví a mirar el perímetro y me quité las gafas porque ahora estábamos en la sombra.

Webb ya había bajado del coche líder.

—«No deberíais estar aquí». —Hervía con cada tirón, burlándose de mis palabras.

—Es cierto. Es el último lugar del mundo al que perteneces, Iz. —¿Quería morirse?

—Me alegra ver que sigues siendo un imbécil. —Cada vez que tiraba, el automóvil se aferraba más al cinturón y lo volvía mucho más corto—. ¿¡Qué demonios le pasa a esta cosa!?

Intervine sin permiso y presioné el botón con un apretón fuerte y rápido que liberó el cinturón de seguridad. Alejó las manos enseguida y su anillo me raspó la palma.

—Al menos este imbécil puede desabrochar el cinturón.

Nuestras miradas se chocaron y la corta distancia que nos separaba se llenó del voltaje suficiente para apagar el órgano de cuatro ventrículos conocido como mi corazón. «Demasiado cerca».

Retrocedí, salí del coche y respiré una gran bocanada de desdicha para darle (y darme) espacio.

—Perdón, ese cinturón se atasca —gritó Graham desde el asiento del conductor.

—No me digas… —murmuró Izzy con las mejillas sonrojadas.

—¿Todo bien, Isa? —preguntó Holt a mis espaldas mientras los enviados caminaban hacia la custodiada puerta de la embajada.

—¿Isa? —Giré la cabeza mientras Izzy se bajaba del coche y se colgaba la mochila del hombro.

—Soy yo —respondió Izzy caminando junto a mí sin volverse.

—Se llama Isab… —comenzó Holt.

—Sé su nombre —lo interrumpí.

Webb se quedó a un lado mientras el equipo entraba con sus protegidos y miraba el intercambio con un gesto de la cabeza que indicaba que íbamos a hablar de ello en unos cinco minutos. Ya era bastante malo que Izzy supiera mi verdadero nombre (algo de lo que iba a tener que hablar con ella), pero me estaba comportando como un tonto y lo sabía. Y lo peor era que parecía que no podía parar.

—Siempre has sido Izzy. —La seguí junto a la fila de árboles que marcaba el frente de la embajada y hacia la puerta.

Ella se puso rígida y luego se giró hacia mí, justo frente a Webb.

—Izzy es el nombre de una chica de dieciocho años a la que hay que sujetarle la mano. Ya no soy esa chica y, si tienes algún problema con que esté aquí, entonces asígname a otra persona, porque tengo cosas más importantes para hacer que pasar las próximas dos semanas demostrándote nada a ti. —Me apuntó con el dedo sin hacer contacto con mi pecho antes de girar sobre sus talones y caminar hacia la embajada.

—¿Entonces sigue enfadada? —preguntó Torres.

Lo ignoré a él y al creciente dolor en mi pecho soltando una exhalación larga y exasperada.

—Te lo voy a preguntar una vez más, Green. —Webb caminó junto a mí mientras los seguíamos hacia dentro—. ¿Vamos a tener un problema? Porque nunca te había visto así de distraído. Jamás.

Eso era porque nada me distraía como Isabeau Astor. Ella no era un mero pasatiempo resplandeciente. Esa mujer era un meteoro, una estrella fugaz capaz de conceder deseos imposibles o destruir la vida tal como la conocía.

Y en este momento estaba saludando al embajador detrás de la pared vidriada de la sala de reuniones justo frente a mí con esa calma entrenada que hablaba de una experiencia de la que yo no sabía nada. Tal vez tenía razón y ya no era mi Izzy… Aunque tampoco era que lo hubiera sido alguna vez. No realmente.

—Tenemos… historia —admití. De todos modos, historia ni se acercaba; estábamos unidos de formas que jamás entendería.

—No me digas, Sherlock. ¿Va a ser un lastre? Porque tu reemplazo va a llegar en pocos días y luego puedes irte a las Maldivas si quieres.

—Lo estoy pensando. —Ni siquiera había vuelto a pensar en mi pequeño bungalow sobre el agua desde que Izzy había puesto un pie en la pista.

Miré a Torres.

—¿Por qué me miras como si tuviera que decirte algo que no supieras ya? —Torció la cabeza hacia un lado.

Apreté la mandíbula mientras Izzy estrechaba la mano del embajador.

—Avísame esta noche —ordenó Webb y luego se fue hacia la sala de reuniones—. Añadieron dos paradas al itinerario, así que este espectáculo comienza mañana por la mañana —gritó sobre su hombro.

Me escabullí en un pasillo vacío para recuperar el control.

—¿Se la vas a pasar a Jenkins? —preguntó Torres apoyándose en la pared junto a mí.

—Mi instinto me dice que no —dije por lo bajo—. Pero al menos él la trataría como una enviada cualquiera.

—Una misión cualquiera. —Torres asintió—. Es un buen argumento.

Jenkins no perdería un segundo en sus ojos, su sonrisa, sus curvas. Estaría cien por cien concentrado.

—Conmigo estará más segura.

—¿Porque estás enamorado de ella? —me interrogó Torres.

Sacudí la cabeza.

—Porque Jenkins no está dispuesto a morir por ella.

—¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza que tal vez morir por alguien podría no ser tan increíble como parece?

—Todos los días. —El remordimiento me retorció el estómago.

—No me refería a eso. Un día tendrás que soltar esa culpa.

—Pero hoy no es el día.

Suspiró y se masajeó el puente de la nariz.

—Mira, hablar de esta mierda conmigo no te ayudará. Ambos sabemos lo que vas a hacer.

Asentí. Llevaba demasiado tiempo protegiendo a Izzy como para detenerme ahora solo porque resultaba incómodo.

Graham pasó por el pasillo y miró dos veces.

—Ey, jefe, aquí estás. —Agitó un trozo de papel—. Nuevo itinerario.

Torres y yo nos despegamos de la pared y tomé la actualización que traía Graham.

—¿Kunduz? —leyó Torres sobre mi hombro.

—Ha añadido dos provincias del norte —dijo Graham—. Creí que la senadora Lauren se concentraba en el sur, por el equipo de ajedrez femenino, ¿no?

—Sí —dije, mirando los cambios que obviamente había hecho Izzy.

Algo ocurría.

CAPÍTULO 4 Izzy

Saint Louis

Noviembre de 2011

 

 

Mi estómago se desplomó mientras caímos de lado con el fuego en el ala saliendo del motor como la cola de plumas de un fénix macabro. El motor se quedó en silencio dentro de una nube de humo, pero otros sonidos ocuparon su lugar.

Aullidos, tanto de humanos como de metal. Mecánicos. El quejido agudo del otro motor que luchaba por soportar la carga.

No podía respirar, no podía pensar, solo podía escuchar el grito de los pasajeros mientras nuestro giro se convertía en caída en picado hacia la izquierda. El apoyabrazos se me clavó en las costillas; los compartimentos superiores se abrieron y comenzó a llover equipaje. Algo duro me golpeó el hombro. Más gritos.

Mi mano estrujó la de Nathaniel.

—Hemos perdido un motor. —Me sujetó con más fuerza—. Pero deberíamos poder…

El motor derecho chisporroteó y falló.

Los gritos se desataron a nuestro alrededor.

¿Cómo era posible que pasara aquello? ¿Cómo podía ser real? Habíamos perdido los dos motores.

Mi lado lógico lo comprendió: caer, íbamos a caer.

Debí decir (o gritar) las palabras en voz alta porque Nate se abalanzó hacia mí agarrando una de mis mejillas y se inclinó como si de algún modo pudiera cubrirnos del mundo exterior.

—Mírame —ordenó.

Despegué la mirada del apocalipsis de afuera y sus ojos azules se clavaron en mí, consumiendo mi campo de visión hasta que fueron lo único que podía ver.

—Todo va a ir bien. —Estaba tan tranquilo, tan seguro. Tan jodidamente loco.

—¡Nada va bien! —Mi voz era un susurro estrangulado mientras caíamos en picado. Nuestro ángulo solo disminuía ligeramente a medida que nos estabilizábamos horizontalmente, pero no verticalmente.

—¡Mantengan la calma! —gritó una azafata mientras el avión se sacudía y el metal vibraba a nuestro alrededor como si fuera a desmoronarse en cualquier momento.

Me tragué el grito y me concentré en Nate.

—Les habla el capitán —dijo una voz tensa por el altavoz—. Prepárense para el impacto.

«Vamos a morir».

Mi pulso latió con tanta fuerza que se volvió un rugido mezclado con los llantos acongojados de los otros pasajeros.

Los ojos de Nate se abrieron como platos y soltó mi mejilla, pero no dejó mi mano mientras nos movíamos siguiendo instrucciones.

—¡Inclínense y protéjanse la cabeza! ¡Inclínense y protéjanse la cabeza!