Variación - Rebecca Yarros - E-Book

Variación E-Book

Rebecca Yarros

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Beschreibung

La bailarina de élite Allie Rousseau no es ajena a la presión. Con los ojos de su madre siempre observando, se esperaba la perfección, sin importar el precio. Pero cuando una lesión pone en peligro todo por lo que se sacrificó, Allie regresa a su casa de verano para curarse y recuperarse. Como nadador de rescate de la Guardia Costera, Hudson Ellis sabe que la vacilación puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Siempre se ha enorgullecido de estar en el lugar correcto en el momento correcto, especialmente cuando se trataba de Allie Rousseau... hasta aquella noche. Sabe que fue el mayor error de su vida, ya nunca podrá estar con ella. Aunque se muera por ello. Ahora aparece la sobrina de Hudson en la puerta de Allison pidiéndole ayuda para encontrar a su madre biológica. Lo que Allie no sabe es que esto podría ser la separación definitiva de Hudsom ¿está dispuesta a tirar de ese hilo? ¿aunque eso suponga desenterrar un secreto oculto durante años?

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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PARA SANAR, NECESITAS SUMERGIRTE EN LAS PROFUNDIDADES.

 

Allie Rousseau es una bailarina de élite que siempre ha sabido lo que es la presión. Con una madre que le pedía más y más, solo la perfección era la única alternativa. Pero ahora una lesión amenaza todo por lo que se ha sacrificado, así que Allie decide regresar a su casa de verano para recuperarse tranquilamente. Sin embargo, una vez allí, todos los recuerdos que ha intentado olvidar reviven y amenazan con hundirla.

Hudson Ellis, como nadador de rescate de la Guardia Costera, sabe que dudar, aunque sea un segundo, puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Siempre se había enorgullecido de estar en el lugar y en el momento correctos, sobre todo cuando se trataba de Allie... hasta la noche en que se marchó del pueblo para comenzar su entrenamiento básico.

Después del mayor arrepentimiento de su vida, los secretos que guarda significan que nunca podrá estar con la única mujer a la que desea más que a su propia vida.

El pasado y el presente de Allie y Hudson pueden estar más entrelazados de lo que parece. ¿Podrán desenredar el hilo que los unió hace tantos años?

Rebecca Yarros es una romántica empedernida y una adicta al café. Es autora de más de quince novelas, entre ellas Más que una posibilidad, Alas de sangre, Alas de hierro y Alas de ónix.

Su familia ha servido en el ejército durante dos generaciones y está casada con un militar desde hace casi veinte años. Vive en Colorado con sus seis hijos, su marido, sus bulldogs ingleses, su gato Maine Coon y sus aguerridas chinchillas, a las que les encanta perseguir a los bulldogs.

Cuando no está escribiendo, está en la pista de hockey, acompañando a sus hijos adolescentes o tocando la guitarra. Tras haber adoptado a su hija menor, Rebecca fundó One October, una organización sin ánimo de lucro dedicada a ayudar a niñas y niños del sistema de adopción de Estados Unidos.

Visítala en www.rebeccayarros.com

CAPÍTULO UNO Hudson

Hace once años

En días así, entendía por qué el setenta y tres por ciento de los candidatos a la escuela de nadadores de rescate no llegaba a completar el entrenamiento. Me quedaban dos veranos para asegurarme de estar dentro del veintisiete por ciento que sí lo lograba.

El clima de la tarde en la costa sur de Cabo Cod ofrecía como plato principal olas de dos metros de alto, acompañadas con espuma de mar y una guarnición de hipotermia en el Día de los Caídos. Quizá fuera terrible y desafiante, pero era el clima perfecto para practicar.

El cansancio había llegado veinte minutos antes, el agotamiento lo había seguido diez minutos después y cada vez estaba más cerca de la extenuación absoluta, pero necesitaba cinco minutos más. Solo me faltaban cien metros para superar mi marca personal en ese tipo de oleaje, y no pensaba rendirme hasta llegar a ese objetivo. Trescientos segundos no eran nada vistos en perspectiva.

Me concentré en mi respiración, mantuve la cabeza abajo y seguí nadando, contando cada uno de esos segundos. Cuando llegué a doscientos once, tomé una bocanada llena de agua salada y emergí a la superficie tosiendo. Me arranqué la boquilla en cuanto me liberé de la ola que había invadido el tubo respirador.

–¡Hudson! –gritó Gavin a mi izquierda, apagando el motor del barco pesquero de siete metros al que nuestro padre llamaba cariñosamente «su cuarto hijo», aunque bien podría haber sido el primero, dada su edad–. Suficiente por hoy.

–Tengo que hacer treinta metros más para superar mi marca personal –le respondí mientras iba por el agua hacia la próxima ola.

–Tienes que subir al barco antes de que las olas crezcan más –repuso, mirándome por encima de las gafas de sol que llevaba a pesar del cielo encapotado–. Estás agotado. No vas a llegar a hacer treinta metros.

–Vete al diablo. –Me coloqué de nuevo la boquilla y me preparé para volver a sumergirme, solo para demostrarle que podía hacerlo. Pero entonces dijo:

–Tengo una resaca terrible, así que, a menos que quieras que Caroline timonee el barco en tu próxima sesión de práctica, ven aquí antes de que tenga que dar la vuelta en medio de esta corriente.

Caminó hacia la popa mientras el barco iba a la deriva, luego se inclinó y desenganchó la parte superior de la escalera, que se balanceaba, antes de empujarla al agua. Mierda. No estaba bromeando.

Nuestra hermana mayor era una mamá osa sobreprotectora que ni loca habría pensado en llevarme al mar en esas condiciones, o sea que mi nuevo récord iba a tener que esperar. La frustración me mantuvo el cuerpo caliente en las siguientes brazadas a medida que me iba acercando al barco. Cronometré el ascenso de la popa y su caída con las olas antes de subir los tres escalones.

–Te he echado de menos y me alegra que hayas vuelto a casa, pero eres de lo peor. Ya casi estaba –dije.

Subí a la estrecha cubierta y me senté en el asiento, que estaba cubierto con una toalla, antes de meter la escalera. Papá nos habría asesinado si no hubiéramos protegido el cuero desgastado. El barco se sacudió otra vez cuando me quité la máscara y la capucha del traje de neopreno y las arrojé dentro de la bolsa de lona negra a los pies de Gavin.

–Eso me ha dolido, hermanito. –Mi hermano se tocó el pecho sarcásticamente y se aferró al respaldo del asiento del conductor cuando el barco volvió a cabecear–. Vamos a casa, así escucho el sermón que papá habrá estado preparando todo el día. Me daría mucha lástima que, después de esforzarse tanto, no tuviera a quién darle su discurso.

–Solo está… –No me salían las palabras desde esa mañana, cuando Gavin había anunciado su decisión en la cafetería de nuestros padres.

–Decepcionado porque voy a dejar la universidad –completó él–. No como Caroline, que logró graduarse estando casada y teniendo no uno, sino dos trabajos.

–No te compares con nuestra hermana y no seas malo con papá. Solo está sorprendido. –Después de quitarme el resto del traje y los calcetines de buceo me quedé solamente con un viejo bañador suyo con estampado hawaiano.

–He cambiado de carrera cuatro veces en dos años –dijo Gavin, estirándose por encima del timón para tomar mi gorra de los Bruins de Boston–. Créeme, papá no está afectado.

Tenía razón. Todos sabían que a Gavin le gustaba pasarlo bien y no era de los que se comprometían con los proyectos.

–Podrías quedarte a dormir en casa de Caroline y Sean mientras mamá suaviza la situación. –Caminé sobre la alfombra de la cubierta, gastada por la sal y el sol, y fui hacia él.

–No voy a mandar a mamá a resolver mis problemas. Cambiemos de tema. –Se le dibujó una sonrisa–. Apenas tienes diecisiete años y estás aquí, gastando todos tus ahorros en un nuevo traje de buceo. Parece que quisieras ir nadando hasta Alaska. ¿O piensas que no he visto el mapa que has colgado sobre tu cama?

–Algunos sueños no cambian. –Hacía tres años, había visto por casualidad un documental y, desde entonces, quería ser nadador de rescate y trabajar en Sitka. ¿Ayudar a la gente? Sí. ¿Adrenalina? Sí. ¿Mudarme a la otra punta del país, lejos del único lugar en el que había vivido? Sí. Cogí la toalla del asiento trasero y me la pasé por la cabeza y el pecho antes de ponerme una camiseta–. Y gracias por traerme. Papá siempre está ocupado.

–Te traeré todos los días si te ayuda. –Gavin me arrojó la gorra al pecho sin perder el equilibrio ni por un momento mientras el barco se sacudía.

–Gracias. –Sabía que no podía confiar en su palabra. Gavin tenía buenas intenciones, pero acabar lo que empezaba no era su fuerte–. Quizá esté exagerando un poco con la práctica, pero me ayuda a estar motivado.

Mientras me colocaba la gorra al revés, la brisa me puso la piel de gallina. Dieciocho grados era bastante para esa época del año, pero igualmente hacía muchísimo frío al salir del agua.

–Y es respetable. –Gavin giró la llave y encendió el motor, pero, sin arrancar, miró detrás de mí–. ¿Eso es un bote de remos?

–¿Aquí? No puede ser. –Giré la cabeza para seguir su mirada y, de inmediato, divisé la embarcación pequeña, unos cien metros al oeste. Parecía que tenía un pequeño motor fueraborda y que había dos personas… ¿agachadas?

–¿Qué demonios están haciendo? –preguntó Gavin. Los navegantes aparecían y desaparecían entre las olas al inclinarse una y otra vez en lo que debían de ser los asientos–. ¿Se están meciendo?

Se me hizo un nudo en el estómago, como el que haría para amarrar el barco, y cogí los binoculares de la guantera para mirar la otra embarcación. Maldición. Dos chicas, más o menos de mi edad, sentadas en el medio de lo que parecía ser un bote de cuatro metros con un diminuto motor fueraborda que no se encontraba en su mejor momento, estaban recogiendo agua con las manos.

–No se están meciendo, están achicando. –Y ninguna de las chicas morenas tenía puesto un salvavidas. Le di los binoculares a Gavin, que se llevó a los ojos–. Tenemos que ayudarlas.

–Mierda. –Gavin arrojó los binoculares dentro de la guantera y la cerró de un golpe–. Espera.

Me sujeté del borde del parabrisas con una mano y de la barandilla del tablero con la otra mientras Gavin pisaba el acelerador. La parte delantera del barco besó el cielo antes de que mi hermano ajustara la compensación, y casi patinamos cuando se niveló, pero no había forma de suavizar la embestida de las olas contra el casco. Después del tercer impacto violento que casi nos hace volcar, Gavin soltó un insulto y cambió de estrategia.

–Tendremos que llegar hasta ellas… –comenzó a decir.

–Con la corriente –completé.

Con cada nueva ola, el parabrisas se cubría de espuma. Mantuve la mirada fija en la embarcación y sentí una punzada de miedo, seguida de otra de adrenalina, cuando el barquito se inclinó hacia un lado con la siguiente ola y comenzó a entrar agua en la proa. Si antes se encontraban en problemas, ahora las chicas estaban en peligro inminente. Me moví a estribor, detrás de Gavin, y plegué el asiento trasero a medida que él iba soltando el acelerador y reduciendo la velocidad. Después de todo, los barcos no tenían frenos. Un momento, ¿era broma?

–¿Solo hay dos chalecos salvavidas?

–Solo somos dos a bordo –respondió Gavin cuando nos detuvimos a unos veinte metros a babor del bote. Cogí uno de los chalecos color amarillo brillante y aseguré las tres hebillas sobre mi torso. Después, cogí el otro e hice lo mismo, pero tiré de los cordones para inflarlo y que encajara sobre el primero.

–¿Nos podemos acercar un poco más?

–No sin ir directo hacia ellas o pasar de largo –respondió Gavin, quitándose las gafas de sol–. Mierda, creo que están…

–¡Socorro! –gritó la chica de la camiseta rosa. Estaba parada en la proa del bote, que se sacudía violentamente, y agitaba las manos con desesperación, como si hubiera alguna posibilidad de que no las hubiéramos visto.

–¡Siéntate! –le grité, abriendo mucho los ojos. ¿Qué rayos tenía esa chica en la cabeza?

–Dame un chaleco. –Gavin extendió la mano.

La chica sentada en la parte de atrás se arrojó a por la otra, pero el daño ya estaba hecho y la siguiente ola golpeó el costado del bote, desestabilizado, y lo hizo volcar. Las chicas desaparecieron en el agua y se me detuvo el corazón.

–Yo voy –anuncié, irguiéndome en el asiento del acompañante. No había tiempo que perder.

–De ninguna manera. No voy a dejar que…

Me zambullí. Con el traje de buceo, el agua apenas había estado tolerable. Sin él, la temperatura me impactó como un puñetazo en el estómago y me esforcé por conservar el aire en los pulmones. El chaleco salvavidas me empujaba hacia arriba y tomé una gran bocanada de aire en cuanto emergí a la superficie, con los ojos irritados por el agua salada.

–¡Maldita sea, Hudson! –gritó Gavin en algún lugar detrás de mí, pero yo estaba demasiado concentrado nadando como para responderle.

Por favor, Dios, que estén vivas las dos.

Me moví más rápido que nunca, incluso con el peso de los chalecos, motivado por la adrenalina y el terror ante lo que me esperaba. El corazón me latía desbocado cuando me acerqué a la proa del bote volcado y encontré a las dos chicas aferradas al costado. Se estaban sujetando de la traca en la parte inferior del casco, y, del alivio, me quedé sin palabras. Estaban bien. En una situación precaria que empeoraba cada minuto, pero estaban vivas y… ¿discutiendo?

–¡Yo no sabía que tenía un agujero! –le gritó la chica de la camiseta rosa a la de verde, que me estaba dando la espalda–. Ni que se estaba quedando sin gasolina. Y, sobre todo, ¡yo no te pedí que vinieras cuando lo saqué del embarcadero!

–Por supuesto que iba a venir –respondió la de verde, con un tono sorprendentemente tranquilo a pesar de que le castañeaban los dientes–. Pensé que podría detenerte. Papá nos dijo que nunca usáramos este bote.

–¡Solo quería estar dos minutos lejos de ella! –gritó la chica de rosa–. Y, ahora, ¡nos va a matar a las dos cuando se entere de que hemos hundido el bote!

–¿Tenéis ganas de salir de aquí? –les pregunté. Me temblaba el pecho bajo los chalecos cuando me acerqué nadando al costado de la embarcación.

Las dos giraron la cabeza hacia mí y sus colas de caballo, empapadas, me salpicaron cuando me miraron por encima del hombro.

El hilo rojo que caía por la sien de la chica que estaba más cerca de mí me llamó la atención, pero fueron sus ojos los que la retuvieron. Casi demasiado grandes para su rostro en forma de corazón; eran del color del whisky puro y estaban enmarcados por unas pestañas arqueadas y tupidas que descendieron cuando ella me recorrió con la mirada y se detuvo en las hebillas que había sobre mi pecho.

En el momento en que nuestras miradas se encontraron, me olvidé hasta de cómo demonios respirar, y mucho menos podía pensar. Nunca me había caído un rayo, pero seguro que debía de sentirse algo así. Y ella estaba sangrando. Cierto. No te distraigas.

–Estás herida… –comencé a decir, y sentí una opresión en el pecho, agobiado por un nivel totalmente irracional de preocupación.

–¡Ay, menos mal! –La chica de rosa se alejó del bote y se arrojó a mis brazos. La recogí por puro reflejo–. Solo tengo catorce años. Soy demasiado joven para morir por no haber revisado la gasolina… ni el bote –declaró dramáticamente, y se aferró a mis hombros mientras me miraba con los ojos color café llenos de terror–. Y no sé nadar muy bien.

¿Y había salido a navegar en un bote destartalado sin chaleco salvavidas?

–Dame un segundo y os ayudamos. –Pataleé hacia el bote–. Sujétate como si tu vida dependiera de ello.

La chica echó la cabeza hacia atrás, indignada, y casi pareció que se le iba a dislocar la mandíbula.

–Tiene puestos dos chalecos salvavidas, Eva –le dijo con calma la chica de los ojos color whisky–. Tienes que ponerte uno antes de que te lleve a su barco.

–Ah, claro. –Eva se sujetó del casco cuando otra ola nos levantó y luego nos dejó caer, pero sin sumergir la embarcación–. Volverás a buscar a Allie, ¿no?

–Estaré bien, Eva… –comenzó a protestar la otra.

–En realidad, me parece que primero tendría que llevarte a ti –le dije a la chica de verde, que suponía que era Allie, mientras el frío se me colaba hasta en los huesos.

–Ella tiene dieciséis años y sabe nadar mucho mejor que yo –dijo Eva, alzando la voz.

–Eso es cierto. –A Allie le castañeaban los dientes–. Por favor, lleva a Eva. Yo te espero.

–Estás sangrando y no tenemos tiempo de discutir. –Pataleé para permanecer entre ellas cuando la corriente comenzó a llevarnos.

–Me he cortado el cuero cabelludo, no las piernas. No pasa nada. –Allie miró a Eva con preocupación.

–¿Perdón? –dije. ¿En qué universo lastimarse la cabeza era menos grave que lastimarse una extremidad?

–En serio, no sabe nadar bien. Por favor, sácala de aquí –suplicó Allie. Le chorreaba agua teñida de rosa sobre el mentón–. ¿Cómo te llamas?

–Hudson Ellis. –Estábamos tardando demasiado. Me desabroché las hebillas del chaleco de arriba y Eva me lo arrancó en cuanto me lo quité de los hombros–. Oye…

–Hudson –dijo Allie, con los dientes castañeando todavía–. Me llamo Alessandra. No sé si tienes hermanos, pero, para mí, no hay nada más importante que mis hermanas.

Hermanas. Eso explicaba su negativa.

–Excepto bailar –murmuró Eva, pasando un brazo y luego el otro por el chaleco salvavidas mientras otra ola nos sacudía.

–Nada –repitió Alessandra, manteniendo cautiva mi mirada–. Tienes que llevar primero a mi hermanita. Por favor. No puedo dejarla aquí. –Vi el miedo en sus ojos, pero, aunque frunció el ceño y apretó los labios, levantó el mentón–. No me pienso mover hasta que ella se vaya.

Mierda. Yo tampoco podría haber dejado a Caroline o Gavin allí. Entendía esa necesidad en un nivel celular, primitivo. Quizá nos torturáramos un poco, pero, pasara lo que pasara, siempre podíamos contar con el otro, y parecía que Alessandra sentía lo mismo por sus hermanas. Algo se me abrió en el pecho, y hasta la última gota de sentido común que tenía debió de derramarse en el agua, porque esa sencilla petición me hizo sentir que la conocía.

–Yo tengo hermanos –le dije, llevándome la mano al siguiente juego de hebillas–. Te entiendo.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó Allie con los ojos entrecerrados, confundida.

Sacudí el brazo derecho para quitarme el chaleco y luego me estiré y me agarré al bote antes de liberarme del salvavidas de neopreno amarillo y ofrecérselo.

–Póntelo.

–No. –Allie miró el chaleco y luego volvió a mirarme a mí–. Lo necesitas. Las olas están muy altas.

–No lo necesito. Nado muy bien, y este es el único punto medio que se me ocurre. –Le dediqué una sonrisa tranquilizadora, o eso esperaba–. Tardaremos menos de cinco minutos en subiros a las dos al barco.

–¿Cinco minutos? –preguntó Eva, asustada.

–Menos –repetí, sin quitarle los ojos de encima a Alessandra–. Se puede aguantar cualquier cosa durante cinco minutos. Yo me quedaré con vosotras todo el tiempo. Toma el chaleco. –Lo que estaba haciendo iba en contra de todo lo que había leído sobre realizar rescates, pero no me importaba lo más mínimo.

–No puedo hacerte eso –dijo ella, negando con la cabeza.

–Soy un desconocido –le recordé.

–No. Eres Hudson Ellis. –Le temblaron los brazos.

–Entonces, estamos en un punto muerto, porque tú no vas a dejar a tu hermana y yo no voy a dejarte a ti. –Empujé el chaleco hacia ella–. Soy bastante terco, así que lo único que vamos a conseguir con esto es prolongar el tiempo que paséis las dos en el agua.

–Vamos, Allie, ¡me congelo! – dijo Eva, intentando persuadirla.

Alessandra cogió el chaleco y, tras ponérselo, los tres empezamos a nadar hacia donde estaba Gavin. Para cuando logré subirlas al barco, las chicas ya tenían los labios de un tinte azulado y las olas habían engullido los restos de su bote.

–¿Qué mierda se te ha cruzado por la cabeza? –me preguntó Gavin, enfadado.

–Están vivas. –Le di mi sudadera negra de Rip Curl a Alessandra a pesar de sus protestas y luego le pasé casi todas las toallas que teníamos a Eva y las ayudé a sentarse–. Tendríamos que llevarte al médico.

Alessandra negó con la cabeza y se subió la cremallera de la sudadera.

–Mi madre se va a dar cuenta de que no estamos.

¿Es en serio? Levanté tanto las cejas que casi me llegan a la coronilla.

–Si necesitas que te vea el médico, tenemos que ir –susurró Eva.

–No hace falta –le aseguró Alessandra, adoptando un tono más cortante con su hermana–. ¿Te imaginas lo que nos haría mamá?

¿Qué diablos? Incluso cuando a Gav y a mí nos pescaban haciendo algo que no debíamos, la primera reacción de mi madre siempre era sentirse aliviada porque no habíamos acabado muertos por una estupidez.

–Podríamos llamar a papá y listo. No irás a contarle a ella que… –comenzó a decir Eva, y se le llenaron los ojos de pánico.

–Nunca se lo cuento, ¿o sí? –replicó Alessandra. Sus manos desaparecieron dentro de las mangas de mi sudadera; casi le quedaba como un vestido.

–¿Te puedo mirar la cabeza? –le preguntó Gavin, pasando junto a mí mientras el barco se sacudía. Nuestro casco era más profundo que el del botecito, pero no era buena idea quedarnos mucho más tiempo allí con la tormenta que se avecinaba. Alessandra asintió y Gavin se inclinó para examinar la herida.

–Es pequeña y ya ha dejado de sangrar. No creo que hagan falta puntos –anunció, y me lanzó una mirada que decía que ya hablaríamos de mis decisiones más tarde.

–¿Nos podéis llevar a casa? –Alessandra enderezó los hombros y se calmó con una velocidad impresionante y un poco perturbadora a la vez, pero sus ojos la traicionaban y delataban que no estaba tan tranquila como quería aparentar. Es casi como si estuviera actuando–. Vivimos en…

–Ya sé dónde vivís –la interrumpió Gavin con una mueca–. Ahora os llevamos.

¿Sabía dónde vivían? Miré a mi hermano.

–Gracias. –Alessandra hundió las rodillas dentro de mi sudadera y su mirada buscó la mía–. De verdad. Gracias, Hudson.

–No es nada. –Maldición, me gustaba cómo decía mi nombre.

–Estamos a quince minutos, más o menos. –Gavin me miró y, con un gesto, señaló hacia el tablero de mandos. Lo seguí a los asientos que había detrás del panel–. Lo que has hecho es muy irresponsable. –Negó con la cabeza y casi ni tuve tiempo de agarrarme a la barandilla cuando él ya había pisado el acelerador y se dirigía hacia los acantilados del oeste del pueblo, pasando las playas locales–. Y cuidado con mirarla así. Sabes quiénes son, ¿no? –me preguntó Gavin, levantando apenas la voz para que solo yo pudiera escucharlo.

–No, pero está claro que tú sí –respondí, frotándome los brazos con la toalla para recuperar la circulación. Mierda, qué frío–. Y no la estoy mirando. –Eso no era del todo mentira, ya que en ese momento mi mirada se dirigía hacia delante.

–He visto toda la situación. Te has fijado en ella. –Gavin resopló–. Y vas a terminar metiéndote en problemas. Son las hijas menores de los Rousseau. Alessandra y Eva, si mal no recuerdo. Ni se te ocurra invitarla a salir. Sus padres no las dejan interactuar con nadie fuera de su círculo, y mucho menos con lugareños.

Rousseau. Una de las familias con casas de veraneo junto a los acantilados, una de esas antiguas familias adineradas. Qué desilusión. Las bailarinas. Con razón no las había reconocido. Se preparaban allí cada verano, pero pasaban la mayor parte del tiempo encerradas hasta que su madre las exhibía en agosto en la competición que, todos los años, atraía a un torrente de bailarinas acompañadas por sus familias ricas.

–Son cuatro, ¿no? –Estaba bastante seguro de que había visto a un par en la cafetería una o dos veces, pero, normalmente, yo me pasaba los veranos trabajando de socorrista en la playa.

–Sí –confirmó–. Y le has echado el ojo a la que, según Lina, es la callada, así que piénsalo mejor.

–¿Quién es Lina? –Me costaba considerar callada a Alessandra después del modo en que había discutido en defensa de Eva.

–La mayor –respondió Gavin con una mueca–. Tiene diecinueve años, es increíblemente talentosa y bella, y más frustrante que la mierda. No baja la guardia con nadie y, por desgracia para ti, me parece que eso es hereditario.

–Se ve que con algunos lugareños sí interactúan. –Le lancé una mirada cómplice.

–Alessandra no es Lina. No va a romper las reglas –dijo Gavin mientras surcábamos las aguas–. Y esta historia del rescate queda entre nosotros, porque Caroline las odia. No sé qué problema hubo con un batido y dice que son soberbias.

Mierda. Lo último que quería era herir los sentimientos de Caroline.

–Dudo que fuera Alessandra. –Quizá solamente hubiera pasado cinco minutos con ella, pero no me parecía soberbia para nada.

–Menos mal que no te habías fijado en ella. De verdad, no las dejan salir con nadie y no quiero verte llorando por los rincones. –Gavin puso los ojos en blanco y, después, se apiadó de mí y dejó de insistir.

Miré por encima del hombro y descubrí a Alessandra observándome de un modo que me hizo pensar que el hecho de que hubiera notado que yo llevaba dos chalecos salvavidas no era raro en ella. Seguro que siempre estaba así de alerta, atenta a los detalles. Era fácil confundir a una persona observadora con una callada, sobre todo si tenía varias hermanas.

Alessandra ladeó la cabeza y me invadió la necesidad irracional de pasar más tiempo con ella. No de forma romántica, por supuesto: una chica como ella jamás se fijaría en mí. Quería saber qué tipo de música escuchaba, qué libros le gustaban, cuáles eran sus películas favoritas. Quería saber si le molestaba que la tuvieran aislada y qué cosas la hacían sonreír. Y, cuanto más nos acercábamos a los acantilados, más se me acentuaba la opresión del pecho.

Lo que dijera o hiciera en los siguientes cinco minutos iba a determinar si tendría la oportunidad de llegar a conocerla de verdad o si nuestro encuentro sería una cosa de una sola vez que me dejaría con la incógnita para toda la vida.

Alessandra se abrazó las rodillas contra el pecho con una mano y, con la otra, se agarró a la barandilla, y después desvió la mirada cuando su hermana dijo algo que no alcancé a escuchar.

Cuando por fin llegamos a un muelle y un cobertizo gigantescos junto al mar, en la base de los acantilados donde estaban la mayoría de las mansiones de veraneo, había dos chicas morenas esperando, una preocupada y la otra, furiosa.

–Está enojadísima –murmuró Gavin mirando a la chica enfadada mientras nos acercábamos a babor del muelle–. ¿Cómo estás, Lina? –la saludó. Cuando ya estábamos a distancia de deriva, dejó el motor en reposo. Las siguientes olas nos acercarían a la escalera y, si Gavin calculaba mal la distancia, papá nos asesinaría.

–Mis hermanas están en tu barco. Eso responde a tu pregunta. –Lina puso los brazos en jarras–. Aunque debo admitir que es bonito verte, Gavin.

–Tomo nota. –Vaya, ¿acaso mi hermano se estaba sonrojando?

–¿¡De qué los conoces!? –gritó Eva.

Mientras tanto, yo avancé a estribor, solté las boyas para que no nos estrelláramos contra el muelle, me incliné sobre el casco y me preparé para coger la escalera y sujetarme.

–Eso no es asunto tuyo –replicó Lina–. Ahora, dadles las gracias a los Ellis y subid aquí. Ay, mierda, Allie, ¿estás herida? –Se puso de rodillas y se quedó mirando por encima del borde del muelle mientras nosotros nos acercábamos a la escalera entre sacudidas.

–¿Está herida? –La otra hermana se sumó a Lina al instante–. ¿Es grave? ¿Puedes subir la escalera?

–No es nada, Anne –respondió Alessandra–. Te lo juro.

Sujeté la gruesa escalera y la madera crujió ante el peso del barco. Con rapidez, la rodeé por completo con un cabo y amarré el barco a la cornamusa del medio para que la siguiente ola no nos empujara ni moviera la estructura.

–¿Los conoce? ¿Lina sale a escondidas? –le susurró Eva a Alessandra. Gavin apagó el motor.

–Eso parece –respondió Alessandra, reprimiendo una sonrisa mientras ella y Eva se me acercaban–. Bien por ella.

Una chispa de esperanza, como unos fuegos artificiales, se me encendió en el pecho. Quizá Gavin tenía razón y a Alessandra no le gustaba romper las reglas, pero seguro que no se opondría a hacer alguna excepción.

Eva dejó las toallas mojadas en el suelo del barco, nos dio las gracias en voz baja y subió la escalera en medio de las olas. La siguiente ola salpicó la cubierta y los asientos.

–Sube antes de que venga otra –le dijo Gavin a Alessandra, y consideré seriamente darle un puñetazo en el rostro a mi hermano.

–Sí. Gracias por rescatarnos. –Me regaló una sonrisa rápida.

–No es nada.

Le ofrecí la mano para ayudarla, pero ella ya estaba levantándose del asiento y llegó a la escalera sin esfuerzo. Logró subir un par de escalones antes de que arremetiera otra ola. Entonces, miró hacia abajo con una mueca mientras nos mecía una ola más pequeña.

–Mierda. Todavía tengo puesta tu sudadera.

–Hay dos opciones –le respondí con una sonrisa–. O te la quedas o la traes la próxima vez que te lleve a pasear en barco.

–Qué atrevido –dijo Gavin por lo bajo.

Lo era, pero solo tenía unos diez segundos antes de que llegara la próxima ola.

–No… –Alessandra abrió y cerró la boca dos veces–. No me dejan salir con chicos y solo estaré aquí durante el verano.

–Me lo imaginaba. –Mi sonrisa se ensanchó aún más–. ¿Y te dejan tener amigos durante el verano?

Ella frunció el ceño.

–Eso es debatible. No sé tratar a la gente.

–Deja una nota en la cafetería de los Ellis si decides que vale la pena debatirlo, Alessandra. –Sin dejar de mirarla, agarré la cornamusa y solté el barco.

–De acuerdo. –Cuando sonrió, tuve que recordarle al latido de mi corazón que íbamos a ser amigos, como mucho–. Mis amigos me llaman Allie.

Vamos, joder.

–Allie, entonces.

Quité el cabo de la escalera mientras Gavin arrancaba el motor. Ella negó con la cabeza, como si no pudiera creer que acababa de admitir que estaba pensando en hacer una excepción, y subió la escalera para ir con sus hermanas.

Al final de ese verano, era mi mejor amiga.

Al final del siguiente, me odiaba.

Y yo no podía culparla.

CAPÍTULO DOS Allie

Quince meses después

Tenía la vista nublada y me zumbaban los oídos. ¿Qué acababa de pasar?

–Estás bien –me aseguró Lina, presionándome algo contra la cabeza mientras me chorreaba un líquido por un lado del rostro–. Estarás bien, Allie. Tienes que aguantar. Lo siento mucho. No debí girar tan rápido en esa curva.

Cuando miré a mi hermana, vi de reojo unas llamas danzando, pero no me salían las palabras. El olor acre del humo y el caucho derretido me hacía arder los pulmones cada vez que respiraba.

–Te quiero, Allie –me dijo Lina, sonriéndome–. Lo siento mucho.

Abrí la boca para decirle que yo también la quería, pero lo único que me salió fue un gemido porque me invadió una oleada de dolor que me retumbó en la cabeza y se extendió hasta una pierna. Traté de moverme. Con el pie izquierdo toqué la hierba del terraplén, lo que me hizo temblar todo el cuerpo, pero mi pie derecho no respondió. ¿Dónde estábamos? ¿Al borde de una carretera? ¿Por qué hacía tanto frío?

–Escúchame –me ordenó Lina, más firme. Todo me dio vueltas durante un segundo antes de volver a enfocar la mirada, pero algunas de sus palabras desaparecieron en medio del zumbido incesante que me partía la cabeza por la mitad. Lina me presionó la sien un poco más fuerte–. Sigue tu corazón y cuida de lo que yo dejo atrás.

¿Dejar? ¿Por qué nos dejaría? ¿Cómo iba a hacer yo para cuidar de Anne y Eva? Mis hermanas la necesitaban a ella, no a mí. Ella era a la que todas recurríamos.

–Tienes que vivir. –Se quitó el anillo (el de mamá) de la mano y me lo metió en el bolsillo de la falda blanca. O, al menos, antes era blanca. Ahora estaba manchada de marrón, gris y rojo. Lina me hizo llevar las manos al trozo de tela apoyado sobre mi cabeza–. Te quiero. No te muevas. Ya vienen a ayudarte. Espera aquí.

Mi hermana se levantó, se sacudió el bajo del vestido azul y fue corriendo por el borde del terraplén; su largo cabello castaño flotaba detrás de ella mientras corría. Quédate. La palabra sonó claramente en mi cabeza, pero mis labios se negaron a moverse. Las llamas se elevaron hacia el cielo nocturno y comenzaron a lamer las extremidades del árbol retorcido hacia el que corría Lina. No solo el árbol… el coche de Lina. Estaba todo compactado contra el tronco del árbol, con la puerta del lado del acompañante abierta de par en par, y salía fuego del capó destrozado.

Un accidente. Habíamos tenido un accidente. ¿Qué demonios estaba haciendo mi hermana? No. Traté de gritar, pero no me salió ni un sonido. Lina fue corriendo hacia el lado del conductor. ¿Acaso no veía las llamas? ¿Qué podía haber en el coche que fuera tan importante? Ay, Dios, ¿Anne y Eva estaban con…?

Bum.

Una ráfaga de calor me golpeó la cara y alumbró la noche.

El coche explotó.

CAPÍTULO TRES Allie

Danziela: Por Dios, es la mejor. ¡Hoy la voy a ver bailar en Giselle y me muero de ganas!

Diez años después

Mi dedo se detuvo sobre mi lista de reproducción favorita. No era la noche adecuada para correr riesgos, así que, antes de dejar el teléfono a mi lado, sobre la manta, elegí la lista de costumbre que estaba justo debajo. Cogí el hilo y la aguja y me puse manos a la obra.

Da una puntada. Empuja. Tira. Da una puntada. Empuja. Tira.

Giselle, de Adolphe Adam, sonaba en mis auriculares, y esa música familiar ahogaba todos los pensamientos que no tuvieran que ver con la presentación que se avecinaba. La noche anterior, había estado un segundo atrasada en los saltos en diagonal durante la variación del primer acto, y eso no podía volver a pasar. La memoria muscular guiaba mis manos mientras cosía la parte de abajo de mis mallas a una de las zapatillas de punta que había preparado para la noche inaugural.

Lina tendría que haber estado allí, no yo. Ella habría sido perfecta para ese papel, y mi madre no había tenido ningún problema en recordármelo sin cesar durante los últimos tres meses de ensayos.

Da una puntada. Empuja. Tira. Cosía como si el hilo pudiera cerrar la herida de un duelo que ya tenía diez años y nunca se terminaba de curar. Con el tobillo lesionado y todo, esa noche tenía que estar perfecta. Mamá estaría allí y lo único que recordaría serían los fallos de mi ejecución. Me tembló la mano y la aguja atravesó la tela y me pinché el dedo. Maldije esa cosa puntiaguda, me llevé el dedo a la boca instintivamente y luego me fijé en si me había lastimado. Por suerte, la piel solo estaba resentida, pero no herida.

Mi vida misma me había llevado hasta ese momento: todas las horas que había pasado en la barra. Todas las uñas del pie (y el dedo también) que me había roto, todos los meses de rehabilitación después del accidente, hasta la tendinitis que nunca parecía curarse del todo. Por ese papel, en ese escenario, con esa compañía, había sacrificado mi cuerpo, mi tiempo, mi salud mental y cualquier cosa remotamente parecida a una relación normal con la mujer a la que tanto necesitaba enorgullecer esa noche.

Lo había sacrificado a él. Un dolor conocido latió al compás de mi corazón y me hizo más daño que el pinchazo de la aguja. ¿O él me había sacrificado a mí? Mi mano se detuvo.

–¿Todo bien?

La música amortiguó la pregunta de Eva, así que me quité un auricular y miré por encima del hombro hacia donde estaba ella, sentada en la única silla de mi camerino. Los perspicaces ojos color café de mi hermana menor se cruzaron con los míos en el espejo del tocador y ella interrumpió su delineado de labios.

–¿Allie?

Eva arqueó una ceja maquillada. Quizá pareciera la más dulce de nosotras, con su rostro en forma de corazón, sus rasgos delicados y esos ojos redondos que podían aparentar inocencia de un modo muy creíble, pero era la más rápida de las hermanas Rousseau en atacar cuando se sentía herida… o solo molesta. Tenía todo el sentido del mundo que fuera la que más se parecía a nuestra madre, teniendo en cuenta que el punto fuerte de mamá era atacar primero.

–Estoy bien. –Le dediqué una sonrisa impecable.

Ponerme a pensar en mamá en ese momento no era una opción. Si lo hacía, se me aceleraría el corazón, se me cerraría la garganta y me empezaría a faltar el aire… Mierda. Arqueé el cuello y tragué el nudo que crecía en mi garganta. Así. Inhalé por la nariz y exhalé por la boca para deshacer el nudo y reprimir la oleada de náuseas que siempre me acometía antes de una presentación. Esa noche, parecía un tsunami.

–¿Por qué no te creo? –me preguntó Eva, y en el espejo vi el reflejo de sus ojos entrecerrándose apenas.

De ninguna manera iba a darle motivos para preocuparse por mí, y mucho menos en su primera presentación como bailarina de la compañía. Yo sabía de al menos cuatro pares de hermanas que bailaban en la misma compañía en Estados Unidos, pero nosotras éramos las únicas de la Compañía Metropolitana de Ballet. Tendríamos que haber sido tres.

–No es nada.

Volví a centrarme en la zapatilla y dejé el auricular izquierdo a mi lado, sobre la suave manta gris, justo cuando la orquesta pasó a la variación. Empuja. Tira. Concentrada en el movimiento metódico del hilo y la aguja, repasé en mi mente la coreografía de la variación. Era una de mis favoritas, pero eso no significaba que fuera más fácil de interpretar. Ahí. Ese había sido el momento en que la adrenalina había dejado de disimular el dolor que tenía en el tobillo durante la prueba de vestuario de la noche anterior, lo cual me había hecho dudar y perder el ritmo. Me estaba exigiendo demasiado, pero así lo requería el papel.

–¿Cómo anda el tendón de Aquiles? –me preguntó mi hermana, como si me hubiera estado leyendo la mente.

–Bien. –Cualquier otra respuesta habría provocado que saliera corriendo a contárselo a Vasily, llena de preocupación fraternal.

–Mentirosa –murmuró mientras revolvía dentro de su neceser de maquillaje, con movimientos cada vez más agitados–. ¿Dónde está?

Tira. Con el oído que tenía libre, escuchaba la música fundiéndose con el sonido suave de los pinceles de Eva sobre el tocador, el roce de mis pantalones de calentamiento con cada pequeño movimiento y el zumbido del calefactor en la esquina del camerino, que mantenía a raya al frío de finales de enero instalado tras bambalinas en la Ópera Metropolitana.

–¿Dónde diablos está mi lápiz de labios de la suerte? –preguntó Eva con voz chillona.

–Fíjate en mi neceser.

–¡Tú no usas el tono rojo rabioso! –respondió, con voz cada vez más aguda.

–No, pero tú sí. –La miré–. Y yo te quiero.

–Y sabías que perdería el mío –respondió, relajando los hombros. Soltó su neceser y buscó el mío, y una sonrisa asomó en sus labios.

–Y sabía que perderías el tuyo.

–Gracias –dijo. Su alivio casi era palpable.

Lacey llamó suavemente a la puerta, abrazada a su sujetapapeles favorito. Me quité el otro auricular y la música se desvaneció por completo.

–En treinta minutos, todos a su puesto –nos informó–. Ah, y tu hermana está…

–Aquí –la interrumpió Anne, apoyándose en el marco de la puerta con esa sonrisa amplia y amigable que había heredado de nuestro padre, junto con los ojos color avellana y los rizos de un castaño dorado que llevaba recogidos en un sofisticado moño. Eva y yo habíamos heredado el pelo de nuestra madre, con mechones más oscuros que cualquier espresso que me hubieran preparado alguna vez. Pero mientras que el de Eva era completamente lacio, la única manera de dominar mis ondas era con un batallón de productos y visitas frecuentes a la peluquería. Los rizos de Anne siempre parecían perfectos sin ningún esfuerzo.

La presión de mi pecho se aflojó al instante, mi boca se curvó como imitando la suya y esbocé una sonrisa. En nuestra familia amante del océano, Anne era como una palmera: los huracanes la sacudían, pero jamás la quebraban.

–¡Anne! –Eva se levantó de un salto y rodeó con los brazos a nuestra hermana mayor.

–¡Vaya! –Anne se rio y la abrazó. Los diamantes de su anillo de bodas destellaban a la luz.

–Gracias, Lacey. Nosotras nos encargamos –dije, y la directora de escena asintió antes de marcharse.

–¡Estás increíble! –Anne se alejó de Eva para verla mejor y se le enterneció la mirada–. El traje te queda perfecto. Quiero verte ya sobre el escenario.

–Yo solo estoy en el cuerpo de baile. –Eva se encogió de hombros y dio un paso al lado–. Alessandra es la verdadera estrella. ¿No, Allie?

–Solo esta noche. –Le hice un nudo a la hilera de puntadas y flexioné el pie un par de veces para asegurarme de que aguantara.

–Para mí, eres la estrella todas las noches.

Anne se arrodilló junto a mí, sin preocuparse por su elegante vestido negro, y me abrazó despacio, procurando no correrme el maquillaje. Me entregué al abrazo y la apreté con fuerza, sosteniendo la aguja con el pulgar y el índice para no pincharla.

–Me alegro mucho de que estés aquí.

Anne siempre se las arreglaba para que todo estuviera bien. ¿Papá estaba de viaje de negocios? Ningún problema, Anne sabía el cronograma. ¿Mamá criticaba el atuendo de alguna de las dos? Anne intervenía para distraerla. Mi hermana era la personificación de un abrazo cálido. Lina quizá fuera la primogénita, pero Anne siempre había tenido esa energía de hermana mayor.

–Yo también –susurró ella antes de alejarse lo suficiente para admirarme como a Eva–. Estás hermosa, como siempre. Te va a ir genial.

–Quiero que salga perfecto para ella –respondí mientras se sentaba sobre la manta, con las rodillas a un lado.

–Como si pudieras hacer algo que no sea perfecto –murmuró Eva.

Anne le lanzó una mirada de reproche. Apoyé el pie derecho sobre el regazo y se me escapó una mueca de dolor al sentir un ardor intenso en el tendón de Aquiles.

–¿Te duele? –Era obvio que a Anne nunca se le escapaba nada.

–Estoy… –empecé a decir.

–Si te atreves a decir la palabra bien… –me advirtió y su mirada astuta se posó en mi tobillo.

–Ayer le pusieron una inyección de cortisona –dijo Eva, acercándose al espejo para mirarse el delineado.

–¿Kenna lo sabe? –preguntó Anne levantando las cejas.

–¿En su calidad de mejor amiga o de médica de la compañía? Porque la respuesta es «sí» en ambos casos –repliqué–. Y ya tienes veinticinco años, Eva. –Uní mis mallas a la otra zapatilla y comencé a coser–. En algún momento, debes dejar de delatarme, ¿eh?

–Y, en algún momento, tú tienes que aprender a tomarte las cosas con calma –me reprendió Anne.

–Mañana –respondí, cosiendo deprisa.

Al día siguiente, la puesta en escena pasaría de Giselle a Romeo y Julieta y, aunque Eva también iba a bailar en el cuerpo de esa función, yo iba a estar libre durante las siguientes semanas, al menos en cuanto a presentaciones. Me tomaría uno o dos días para dejar descansar el tobillo, como me había sugerido Kenna, y luego lo pondría a prueba con Isaac.

–Contigo, siempre es mañana –suspiró Anne–. Si mamá supiera que bailas estando lesionada…

–¿De quién crees que lo aprendimos? –bromeó Eva.

Una ligera sonrisa asomó a mis labios. Mi hermana no se equivocaba. Seguir adelante a pesar del dolor era la primera lección que nos había enseñado mamá, tanto en el escenario como fuera de él. Por desgracia, eso nos convertía en una familia no solo de bailarinas profesionales, sino también de mentirosas profesionales.

–Estoy bien. Solo que últimamente he tenido unas semanas difíciles, con los ensayos, las presentaciones y el trabajo con Isaac.

–¿Isaac?

Anne miró a Eva mientras mis dedos recorrían la cicatriz plateada que tenía sobre el tendón de Aquiles. Me vino a la cabeza el sonido de los vidrios rompiéndose, pero lo interrumpí antes de que el recuerdo pudiera apoderarse de mí. Hoy no. Esa noche iba a bailar para mamá, porque Lina nunca había podido hacerlo.

–Isaac Burdan –respondió Eva.

–Ah, el próximo Balanchine –dijo Anne, poniéndose de pie y sacudiéndose el polvo de las rodillas–. No me mires así, Eva. Solo porque ya no baile no significa que no esté al tanto de lo que pasa en este mundillo. Leo bastante, para que lo sepas.

Anne hacía más que leer: también organizaba la mayoría de los eventos de la compañía, incluido el Clásico de Haven Cove, que, gracias a nuestra madre, se había convertido en una de las competiciones de verano más importantes de la categoría sub-20.

–Nunca he dicho lo contrario. –Eva levantó las manos como si la estuvieran arrestando–. Pero me sorprende que hayas leído que Isaac es el próximo Balanchine.

–No vayas a decirlo delante de él. –Sonreí y di las últimas puntadas antes de hacer el nudo–. Se le van a subir los humos.

Flexioné los pies y luego me puse de puntillas para probar la costura y me quedé quieta cuando me sentí segura de haber hecho un buen trabajo.

–¿Has leído que Allie coreografió un ballet con él? –El tono de Eva tenía un dejo travieso.

–¿De verdad? –Anne se volvió para mirarme con las cejas levantadas.

–No es nada. Creo. Él era el artista residente antes de la temporada de El cascanueces y, la verdad, él la coreografió y yo solo le indiqué qué quedaba bien y qué no. –Al pensar en las noches hasta tarde en el estudio y en las mañanas temprano en su cama, sonreí. Isaac no era el hombre de mi vida; ese barco había zarpado hacía tiempo. Pero sí era el hombre de mi vida en ese momento y no podía pedir mucho más.

–¡Es increíble! –La sonrisa de Anne habría bastado para iluminar todo el edificio–. Tu propio ballet…

–Ya veremos.

Esbocé una pequeña sonrisa, acorde con mis expectativas respecto a Isaac, y cogí mi vestido para el primer acto. Recorrí con los dedos el anillo de amatista que tenía en el bolsillo derecho y luego me bajé la cremallera de la sudadera vieja, de color negro desgastado y con los puños deshilachados, y la colgué en el respaldo de la silla. Después, me quité los pantalones de calentamiento y me puse el vestido.

–Debe de estar bien tener cremallera –murmuró Eva cuando Anne se acercó a subírmela–. En el cuerpo de baile, solo tenemos ropa con broches.

Me aparté el pelo, ya peinado para el primer acto, mientras Anne me subía la cremallera y, de alguna manera, logré morderme la lengua para no responder a las quejas de Eva.

–Seguro que el año que viene tú también tendrás una cremallera –le aseguró Anne, y me dio una palmadita en la espalda cuando terminó de ayudarme con el vestido–. Mamá estaba encantada de saber que hoy las dos vais a estar en el escenario.

Me sobrevino otra oleada de náuseas. La sopa de verduras que me había obligado a comer una hora antes amenazaba con volver a aparecer.

–¿Está en el palco familiar? –Sin duda, estaría ahí con el esposo de Anne. Levanté la manta del suelo y la tiré sobre mi bolso.

–Con Finn y Eloise. –Anne no me quitó los ojos de encima mientras me paraba en puntas un par de veces para probar las zapatillas y los arcos.

–Pensaba que Eloise estaba dando clases del método Vaganova. –Disimulé el dolor que se me disparó en el tendón en protesta.

–Acaba de retirarse. Y por algo tienes una suplente –terminó Anne en un susurro, frunciendo el ceño–. Si te exiges demasiado, el tendón…

–Solo necesito que empiece la música –la interrumpí, en voz igual de baja, y eché un vistazo a Eva, que se alejaba de espaldas hacia el pasillo–. Si fuera cualquier otro papel, quizá lo pensaría, pero Giselle…

Los ojos de Anne se encontraron con los míos y pestañearon rápidamente al quedar atrapados por la luz. Después, mi hermana apretó los labios y asintió.

–¿Vamos? –preguntó Eva por encima del hombro. Los bailarines pasaban frente a la puerta abierta hacia los bastidores.

–Vamos.

Mostré una sonrisa falsa y asentí. Anne entrelazó su brazo con el mío y, sin levantar la voz, me preguntó:

–¿La dejas que se cambie contigo? ¿No debería estar con el cuerpo? Para que se integre en el equipo y todo eso.

–Aunque la veas así de soberbia, se pone nerviosa. Todavía es la chica nueva para todos, menos para mí. –Yo había empezado a bailar en la compañía a los dieciocho años. Para cuando soplé las veinticinco velitas, había pasado de aprendiz a bailarina principal, pero a Eva la acababan de invitar a una audición después de pasar varios años en Boston y luego en Houston, empezando desde abajo–. Estoy tratando de facilitarle un poco las cosas.

–Le conseguiste la audición y aceptaste usar esa ridícula aplicación, Seconds, que le encanta –respondió Anne, apretándome el brazo con delicadeza–. Creo que ya la has ayudado más que suficiente.

Salimos al pasillo y nos encontramos con Eva, que nos estaba esperando junto a Vasily Koslov, el director artístico de la Compañía Metropolitana de Ballet. Me puse tensa. Vasily tenía el poder de endiosarnos o de hundirnos. Tenía el cabello plateado y cuidadosamente cortado, como siempre, y el traje de tres piezas le quedaba a la perfección. Costaba creer que ese hombre alto de ojos azules y vivaces tuviera sesenta y cuatro años, igual que mi madre. A mi edad, ambos estaban en esta misma compañía, pero Vasily después se dedicó a la coreografía y se casó con la directora ejecutiva, mientras que mamá se retiró a regañadientes en su mejor momento para dedicarse a la maternidad y, más adelante, a la enseñanza.

–Ahí está. –Vasily sonrió y extendió la mano para tomar la mía. Me besó apenas los nudillos, como había hecho en todas las presentaciones desde que me habían ascendido a bailarina principal–. ¿Estás lista para deslumbrarnos, Alessandra?

–Haré todo lo posible para enorgullecerte.

Se me hizo un nudo en el estómago. Tranquilízate. No vas a vomitar frente a Vasily. Él era lo más parecido que tenía a un padre desde la muerte del mío.

–Hoy va a bailar para nuestra madre –agregó Eva.

–¿Ha venido Sophie? –Vasily desvió la mirada hacia Anne y se le formaron dos líneas entre las cejas, como si estuviera tratando de identificarla–. Nunca se aleja de esa escuela exclusiva suya, solo para el Clásico. ¿Estará…?

–Le vamos a mandar saludos de tu parte –interrumpió Anne antes de que él pudiera verla y nos viéramos obligadas a poner excusas.

–Ah. –El surco en su entrecejo se acentuó–. Annelli, ¿no? La hija que no baila.

–También organiza los eventos de la compañía, incluido el Clásico. –Reaccioné al instante en defensa de Anne, aunque sabía que el comentario no había sido malintencionado. Vasily tenía la mala costumbre de prestarle atención solo a la gente que estaba en su radar.

–Esa soy yo –respondió Anne con una sonrisa ensayada, y luego nos miró a Eva y a mí–. Os veo después. Tenemos que hablar de qué haremos este verano con la casa de la playa.

–Yo no puedo… –comenzó a decir Eva.

–Puedes y lo harás. –Anne le lanzó una mirada a nuestra hermana menor que indicaba claramente que hablaba en serio–. No vamos a perder la casa solo porque tú te niegas a tomarte vacaciones. –Luego, me clavó sus ojos avellana–. Y eso vale para ti también. Nos vemos más tarde.

Sin decir nada más, se marchó y desapareció entre el océano de bailarines uniformados que pululaban por el pasillo.

–¿La casa de Haven Cove? –me preguntó Vasily. Mientras caminábamos hacia el escenario, los bailarines se apartaban de su camino, como el agua de un arroyo alrededor de un peñasco.

–Mamá puso la casa en fideicomiso el verano pasado y nos impuso una condición ridícula: si nosotras tres no le mostramos pruebas de que pasamos tiempo juntas allí todos los años, tenemos que vender la casa –respondió Eva antes de que yo pudiera hacerlo.

–Me sorprende de Sophie. –Vasily pestañeó–. Odiaba esa casa y que vuestro padre la obligara a llevaros allí todos los veranos. Se perdió muchas oportunidades de dar cursos intensivos de verano, pero al menos el Clásico nació allí. –Le echó un vistazo a su Rolex y añadió–: Ah, Alessandra, he hablado con Isaac. Quiere que nos reunamos la semana que viene para hablar de incluir el nuevo ballet que coreografió en el programa de otoño.

Al oírlo, se me aceleró el corazón.

-¿Equinox?

–¿Así lo habéis llamado? –Su boca esbozó una sonrisa divertida–. Me encanta. –Vasily chasqueó la lengua cuando un joven del cuerpo de baile apareció a toda prisa en el pasillo y, ante la reprimenda, el bailarín redujo la velocidad.

–Estoy disponible si quieres que lo interpretemos –le dije, esforzándome por contener el entusiasmo de mi voz. Vasily admiraba la compostura más que cualquier otra cosa.

–Te lo agradecería –respondió él, asintiendo. Habíamos llegado al punto en que el pasillo se bifurcaba y cada camino llevaba a una parte distinta del escenario–. Haz que me sienta orgulloso, Alessandra. Tú también, Eve. Ah, Maxim, ahí estás.

Sin más, fue por el otro pasillo para encontrarse con el insoportable de su hijo, el coreógrafo, que era idéntico al Vasily que yo había visto en las fotos de cuando tenía treinta años.

–Me llamo Eva –masculló ella cuando él ya no podía escucharla–. No me presta ni la menor atención. Pero estoy contenta por ti –añadió, rodeándome la cintura con el brazo.

–Gracias. –Apoyé la cabeza contra la de mi hermana–. Se aprenderá tu nombre para la próxima temporada. Brillas mucho más que cualquier otro bailarín del cuerpo y él va a notarlo.

Los años de disciplina eran lo único que me impedía ponerme a gritar de alegría. Si incluíamos Equinox en el programa de otoño, tendría un papel creado especialmente para mí. Eva y yo caminamos hacia la acogedora oscuridad de los bastidores para nuestro ritual previo a la presentación, y sentí que los años se evaporaban con cada paso que dábamos. Pasamos junto a unos cuantos bailarines y un par de tramoyistas y, para cuando llegamos al final del telón, donde unos pocos centímetros preciosos de luz nos separaban del público, yo tenía seis años otra vez y estaba espiando para ver si mi madre y mi padre estaban entre el público. Excepto que ahora solo éramos dos y antes éramos cuatro.

–La veo –susurró Eva, aprovechando los centímetros que me llevaba para mirar por encima de mi metro sesenta y siete.

–Yo también.

Sentí las palmas de las manos calientes y me comenzó a latir rápido el corazón cuando miré hacia los asientos familiares (entreplanta de la derecha, palco siete) y, de inmediato, vi a mamá y a su mejor amiga, Eloise. Maldición. Mi madre ya estaba de mal humor.

Para todos los demás, la legendaria Sophie Langevin-Rousseau era parte de la realeza de la Compañía Metropolitana de Ballet, la máxima expresión de la sofisticación y la elegancia, pero yo veía una bomba a punto de explotar. Mi madre estaba sentada allí, con los hombros erguidos, el mentón levantado y el cabello oscuro veteado de plata recogido en un impecable moño francés, pero fueron sus uñas con manicura, que tamborileaban impacientes sobre la barandilla, las que la delataron mientras observaba a la orquesta. No la estaba mirando, sino que buscaba imperfecciones. Como era de esperar, sus labios, maquillados a la perfección, se fruncieron en una mueca de desaprobación cuando el flautista llegó apresurado, obviamente con retraso.

Anne llegó al palco, se sentó junto a su esposo, que llevaba un traje a rayas, y podría haber jurado que nos vio antes de abrir el programa.

–Eloise está preciosa –susurró Eva–. Igual que los hombres con los que ha venido.

–Eloise siempre ha tenido muy buen gusto –reconocí.

Una brisa fresca me levantó el pelo de la nuca cuando Eva se alejó y me dejó sola junto al telón. Luché contra el impulso, pero ganó (siempre ganaba) y miré hacia la última fila de la planta baja. El asiento del medio estaba libre, tal y como estipulaba mi contrato. Volví a sentir ese dolor en el pecho, como todas las noches de esa semana. La única vez en que la variación me había salido bien de verdad, él estaba… Basta. Lo había logrado una vez (bailar la rutina a la perfección) y volvería a lograrlo esa noche. Aparté la mirada del asiento vacío y volví a mi sitio entre bastidores.

Unos minutos después, se levantó el telón, empezó la música y observé a Everett salir al escenario como Hilarión y, después, a Daniel como Albrecht; los dos exudaban la perfección que se esperaba a nuestro nivel.

La adrenalina comenzó a fluir por mi cuerpo nada más oír los aplausos del público y rápidamente superó cualquier protesta que mi tobillo hubiera pensado plantear. Las luces y la música ocupaban todos mis pensamientos; se llevaron el dolor, la preocupación, incluso el peso de plomo de la mirada de mamá, hasta que ya no solo estaba interpretando a Giselle, sino que era Giselle.

A los veinte minutos, la adrenalina amainó y empecé a sentir dolor en la parte de atrás de la pierna cada vez que me ponía en puntas. Vi a Eva confundirse por un momento cuando miró hacia el palco familiar. Fue un error casi imperceptible, pero, sin duda, mi madre la regañaría toda la noche por eso. Le lancé una sonrisa tranquilizadora cuando le di la espalda al público, pero el rubor rosado de sus mejillas no se disipó ni bajo las capas de maquillaje.

La música cambió a mi variación y respiré hondo, levantando el brazo en un gesto hacia la única madre que importaba en ese momento, la que estaba sobre el escenario, y luego hacia mi futuro amante, Albrecht. Y después empecé a bailar.

Cuando hice el primer arabesque, sentí una explosión de dolor en el tobillo derecho. Mierda. La sonrisa no se me borró ni por un momento mientras apretaba los dientes. El arabesque había salido impecable; eso era lo único que importaba. El dolor era momentáneo. Mientras me desplazaba por el escenario, el dolor fue disminuyendo hasta que volví a hacer el movimiento. Entonces, se encendió como una llama alimentada con combustible. Una y otra vez, crecía y menguaba, haciéndose más intenso y más doloroso conforme avanzaba la variación; cada movimiento ponía a prueba los límites de mi sonrisa y mi tolerancia al dolor.

Anne tenía razón. Yo tenía una suplente. Pero no estaba bailando solo por mí. Esa noche, bailaba por Lina. Por mamá. Solo por hoy, le prometí a mi tendón de Aquiles. Podría descansar al día siguiente y cederle el puesto a mi suplente en la próxima presentación. Tenía que sobrevivir a esa noche. No podía fallar, no delante de ella.

Después de una serie de giros, mi sonrisa se transformó en una mueca y Eva me miró con atención desde donde estaba sentada, junto a las otras campesinas. Desvié la mirada y volví a centrarme en el público. Hice una serie de saltos sobre el pie izquierdo, moviéndome en diagonal por el escenario, para darle un respiro al tobillo derecho, que me dolía a un nivel insoportable y nauseabundo, pero manejable. Solo tenía que aguantar hasta completar los giros de piqué. Cuando cambió la música, me preparé para la serie de dieciocho giros que recorrerían todo el escenario. Se puede aguantar cualquier cosa durante cinco minutos. Su voz se coló en mi cerebro sin invitación. Yo tenía que soportar solo quince segundos. Podía hacerlo.

Los rostros se difuminaron cuando comencé a girar en puntas, y moví la cabeza hacia los puntos que había elegido para mantener el equilibrio mientras las llamaradas de dolor me lamían la pierna y ardían a través de mí en una agonía tan intensa que me mordí el labio… y seguí. En el undécimo giro, llegué al lado izquierdo del escenario y miré la silla vacía de la fila de atrás, que era el único lugar del teatro que me mantenía centrada.

Doce. Me flaquearon los brazos y se me entrecortó la respiración cuando vi que un hombre ocupaba el asiento. Imposible. Solo una persona podía retirar esa entrada, y no lo había hecho en diez años.

Trece. Con cada giro, me daba vueltas la cabeza. El asiento estaba vacío. Seguro que estaba confundida por el dolor.

Catorce. ¿O acaso había visto unos mechones de cabello color arena, despeinado por el viento y aclarado por el sol?

Quince. El fuego subió por mi tobillo hasta mi pecho al recordar esos ojos verde agua y el hoyuelo que se le formaba en la mejilla izquierda cuando sonreía. ¿Estaba allí?