Meditación síntesis - Julián Peragón - E-Book

Meditación síntesis E-Book

Julián Peragón

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Beschreibung

Es tiempo de búsqueda, de desmitificar la espiritualidad en general, y la meditación en particular. La Meditación síntesis plantea la urgencia de encontrar un espacio de introspección, que a la vez sea un viaje de transformación personal. Para comprender el laberinto sentimental y los meandros de la mente, este libro propone siete etapas progresivas, cada una de ellas con su propio reto, que nos permitirán superar los obstáculos que nos irán apareciendo en el camino, desde la dispersión hasta el dolor, el sopor, la fantasía La propuesta de la Meditación síntesis es sencilla, libre de cargas ritualistas, y lo suficientemente flexible como para que cada uno pueda encontrar en ella lo que más se ajusta a sus necesidades, y como para que cualquier meditador por muy veterano que sea- se encuentre en ella como en su casa. En definitiva, lo que buscamos es simplemente estar presentes en nuestra vida real para ganar claridad, paz y libertad.

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JULIÁN PERAGÓN

MEDITACIÓN

SÍNTESIS

— 7 etapas para una meditación inteligente  —

© Julián F. Peragón Casado

www.meditacionsintesis.com

[email protected]

© 2014, Editorial Acanto S.A.

Barcelona - Tel. 93 572 97 01

www.editorialacanto.com

Primera edición española: octubre 2014

ISBN: 978-84-15053-57-6

Depósito legal: B-20624-2014

Diseño: Noe Lavado

Fotografía: Helena Rovira

Impresión: Publidisa

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra www.conlicencia.com; 93 272 04 47 / 91 702 19 70.

Sumario

• Introducción

PARTE I: MEDITACIÓN

• Sentido

• Estructura

• Preparativos

• Actitudes

PARTE II: ETAPAS

• Primera etapa: Estabilidad

• Segunda etapa: Sensibilidad

• Tercera etapa: Respiración

• Cuarta etapa: Armonía

• Quinta etapa: Voluntad

• Sexta etapa: Visión

• Séptima etapa: Iluminación

• Conclusiones generales: Meditación Síntesis

• Mapa General de las etapas

Introducción

Este texto que presento es una gota de agua en la inmensidad del océano de la meditación. Es una experiencia, una visión, una propuesta, pero poco más. Como gota que cae en el océano, sólo puede generar unas ondas concéntricas de sinergia o unas pequeñas estelas que, en breve, se disolverán nuevamente en la infinitud de las aguas. No creo que pueda añadir nada destacable a toda la literatura meditativa, tradicional y contemporánea. Simplemente pretendo transcribir mi propio viaje de introspección, señalar algunas piedras que me han servido para sortear el río de la confusión que a veces nos atraviesa y pensar conjuntamente cómo la meditación nos puede ayudar a tener una vida más plena.

Como yo, muchos os habréis roto la cabeza con los textos eruditos de meditación, que probablemente estaban diseñados para expertos o para integrantes de un linaje determinado, y os habréis desanimado al ver la montaña de libros de divulgación sobre meditación, propios de una nueva era que lo adelgaza todo para que sea ultradigerible. Este libro no es ni una cosa ni la otra. Viene a recordar algo de sentido común: que la meditación es apta para cualquiera, que tiene que adaptarse a nuestra realidad y que, además, tiene que llevarse a cabo de forma progresiva. La meditación es tan compleja como lo es la mente, pero su práctica debe hacer un esfuerzo de simplicidad para adecuarse a los ritmos cotidianos de nuestra vida real.

Lo primero que quiero destacar es mi profundo respeto a la tradición de las diferentes disciplinas meditativas, como el Zen, el Vipassana, el Yoga y el Taoísmo, entre otras muchas. Todas ellas constituyen faros para no perderse en la oscuridad, que durante siglos han señalado claramente un sendero y han guiado a seres de gran sabiduría, que nos han reconfortado con sus enseñanzas. Ahora bien, con el paso de los siglos y el relevo de sus miembros, las tradiciones se cristalizan y adquieren formas muy propias de una época o cultura, que chirrían cuando las contemplamos a la luz de nuestro siglo y nuestra cultura occidental. Sería lógico, por tanto, que intentáramos discriminar lo verdaderamente esencial de lo que es anecdótico o meramente coyuntural, pues responde a patrones pertenecientes a otra cultura o contexto.

Probablemente sería más sensato construir el edificio meditativo con los cimientos y los pilares de la tradición que tan sólida se ha mantenido durante siglos –si bien con revisiones periódicas-, y revestirlo con materiales de nuestra actualidad. Para ello se requiere espíritu crítico y capacidad de síntesis, sin caer en la excentricidad ni en un popurrí sin pies ni cabeza. Lo que no tendría sentido sería venir con la mochila cargada desde Japón, China o India y pretender mimetizarnos con el monje de otra tradición y cultura. Copiar y pegar es muy fácil, pero indica una falta de profundidad que, tarde o temprano, nos puede llevar a un cul-de-sac.

El estrés de la vida moderna impone una presión tal a nuestras vidas que hace necesario, casi de forma urgente, encontrar un contrapunto de calma. Y esa calma a menudo hay que hacerla entrar con calzador en una agenda complicada. Cuando tenemos poco tiempo estamos obligados a simplificar, a encontrar lo esencial. La meditación moderna deja poco espacio a la liturgia, a los protocolos tradicionales que se realizaban dentro de un contexto monacal. Para muchos es arriesgado desnudar la meditación porque parece, por poner un ejemplo cercano, que una iglesia sin altares ni crucifijos es menos iglesia. Durante mucho tiempo hemos escuchado misas en latín sin entender ni mú, pero la liturgia ocupaba un espacio mítico difícil de destronar. También nos hemos postrado en meditación y hemos recitado largas letanías en sánscrito o japonés antiguo, sin entender demasiado adónde apuntaba todo ese ritual. Quizá todo se reduzca a una cuestión de gustos; sin duda, cada uno sabe lo que le conviene. Aún así, somos muchos los que no hemos encajado del todo en las fórmulas tradicionales y nos hemos empeñado en comprender qué es meditar y cómo podemos realizar esta práctica a la luz de las necesidades propias de nuestro tiempo.

Las nuevas tecnologías han arrojado a la luz, a menudo sin miramientos, mucha información relacionada con la trascendencia que por alguna razón había permanecido oculta en la antigüedad. Y si bien es cierto que ya era hora de que el conocimiento se hiciera público y saliera de la esfera rancia donde una élite lo había encerrado, ello no tiene por qué justificar el desorden actual. En cierta medida hemos comprado, curso tras curso, disciplinas iniciáticas y conocimientos esotéricos muy atractivos, pero inevitablemente nos hemos atragantado con tanta información. No hace mucho, asociábamos meditación con yoguis ermitaños y monjes cistercienses: ahora, poco tiempo después, nos hemos merendado tres o cuatro métodos meditativos, y aún no podemos encontrar el definitivo…

Lo interesante de este proceso, por el que muchos hemos pasado, es la oportunidad de desarrollar el espíritu de síntesis. No podemos comulgar con Oriente y olvidarnos de nuestra profunda tradición occidental; no podemos plegarnos a la tradición sin tener en cuenta la especificidad del momento presente; y no podemos quedarnos en la mística sin darnos una vuelta por los descubrimientos neurológicos de la ciencia. Hay que ser como el buen recolector, que sabe escoger el fruto maduro y desechar el que todavía está verde. Hay que tener el buen tacto de la ecuanimidad.

Es tiempo de búsqueda. Nuevos tiempos requieren nuevas respuestas; nuevas encrucijadas piden criterios amplios de elección. Es momento de desmitificar la espiritualidad en general y la meditación en particular. Si vamos a la meditación con la carga cultural de una tradición, con la aureola de santidad que la envuelve, con la complejidad de un ritual envarado, es posible que no demos con la frescura propia del arte de meditar. Lo natural en la meditación es una práctica sencilla. Es precisamente esa sencillez la que corrige la artificiahdad de nuestra vida moderna. A veces perdemos la perspectiva. Seguramente, Buda se sentaba a meditar debajo de un árbol y Jesús en un recodo del camino. Las prácticas originarias eran bien sencillas. Con el curso de los siglos, las culturas meditativas han recreado rituales fantásticos, espectaculares y bien ornamentados… pero a menudo a costa de aquella simplicidad. Lo que le pasa a la tradición le pasa también a nuestra vida. Nuestra casa, que al comienzo tenía las paredes blancas y los espacios ligeros, con el paso del tiempo va acumulando muebles y sus paredes se van llenando de más y más cuadros. La simplicidad se va volviendo barroca. Es un verdadero reto envejecer sin sobrecargarnos de cosas y de historietas desfasadas, manteniendo el espíritu joven.

Todavía vamos a la meditación como si fuéramos al anticuario, buscando piezas preciosas y acumulando tesoros incalculables… cuando en realidad la propuesta meditativa no es la de acumular un saber, sino la de vaciarse de tanto y tanto mobiliario que acumulamos en nuestra cabeza. Todo lo que pensamos acerca de los beneficios de la meditación probablemente sea un estorbo. Yo también he pasado por muchas etapas, desde las férreas hasta las más amables, las disciplinadas y las rebeldes, las simples y las complicadas, también las sesudas y las de todo corazón. De todas ellas he aprendido algo. Sin embargo, la cuestión fundamental no residía en la técnica, sino en dónde apuntaba dicha técnica. Cuando somos capaces de hacernos esta pregunta, dejamos de ser adoradores de métodos y vamos a lo esencial. Como dicen los chinos, lo importante no es que el gato sea blanco o negro: lo importante es que cace ratones. Seguramente, el fondo de toda técnica meditativa sea la de aterrizar en la presencia. Somos, por así decir, acechadores de presencia.

La presencia es el tesoro de la meditación; no la idea de la presencia sino la experiencia de presencia, que unifica las dimensiones de nuestro ser, que transforma todo lo que envuelve. En el estado mental al que da lugar la presencia sentimos que todo lo que surge se desvanece, que todo es un baile de formas, que todo es impermanente. Si hay algo que permanece es el espacio interno donde todo acontece, es la luz de la consciencia que lo ilumina, es el fondo del Ser que es reflejado paradójicamente en cada circunstancia. Poca cosa más podemos decir.

Si acordamos que toda meditación reclama presencia, podremos empezar a celebrar conjuntamente y a reconsiderar que todo método es meramente un puente que nos lleva de esta orilla, todavía confusa y sufriente, a la otra orilla, donde nos esperan la claridad y la plenitud. La única consideración inteligente es que cada uno encuentre la técnica que le ayude a superar sus obstáculos. La Meditación Síntesis que propongo pretende ser lo suficientemente flexible para que cada uno encuentre lo que más le convenga. Hay diferentes objetivos para cada una de las etapas de la meditación, diferentes técnicas de concentración, numerosas imágenes evocativas y retos de superación. No es tanto una herramienta como una caja de herramientas, un abanico multicolor que cada uno puede desplegar, totalmente o en parte, para construir su propia forma de meditar. No es una resta sino una suma, una casa con las puertas abiertas para que cualquier meditador, por muy veterano que sea, se encuentre como en su casa. Podemos creer en Dios o no, tampoco hay problema. La misma palabra lo dice: es una síntesis de diferentes tradiciones meditativas a la luz del momento presente.

No obstante, no quisiera ponerme a la cola de los que ofrecen una técnica más de meditación, a ver si tiene éxito. Ante todo, me gustaría insistir básicamente en la necesidad de meditar. Da igual si lo hacemos sentado o de pie, caminando o tumbado: lo importante es meditar. Hay un elemento inquietante, que sobrevuela día a día por encima de nuestras cabezas, del que no podemos olvidarnos y que sella la urgencia de la meditación, de ésta que propongo y de cualquiera: una crisis de dimensiones planetarias. La crisis ecológica afecta a todo el planeta dramáticamente; la crisis financiera ha hecho estallar una burbuja artificial de dinero especulativo, creando un tsunami en la economía real, que se tambalea a punto de quedar noqueada; la política está salpicada de corrupción en connivencia con los poderes financieros y las multinacionales; las desigualdades de clase se agrandan y la brecha entre países pobres y ricos se vuelve insalvable; guerras, epidemias y hambrunas confluyen en el mundo entero. La lista sería interminable, y estaríamos a punto de tirar la toalla si no fuera por la esperanza en un mundo mejor.

Precisamente, meditamos para que el mundo sea mejor, y para ello no es necesario retirarse a una cueva ni vivir en un monasterio. Es cierto que el monje irradia su armonía interna aunque esté en la montaña más alta, pero el presente nos pide estar en el mundo, llevar la meditación al mundo real, meditar en casa pero también en la calle, en el parque, en la oficina, en la escuela… en cualquier lugar. La meditación, hoy más que nunca, tiene que evitar a toda costa cualquier atisbo de evasión o de narcisismo. Para ello es necesario reinterpretar lo que entendemos por espiritualidad. Lo espiritual no se puede definir por las formas; ya sabemos que el hábito no hace al monje. Necesitamos formas flexibles y creativas pero, sobre todo, necesitamos reconocer la universalidad de la espiritualidad. Cualquier vía de trascendencia del ego, de ese ego orgulloso, temeroso, egoísta, es espiritualidad. Cuando nos religamos a algo mayor que nosotros mismos que le da sentido a nuestra existencia, también estamos reviviendo lo espiritual. Cuando comprendemos la necesidad de salir de la espiral de sufrimiento psicológico, estamos yendo por buen camino. Ser espiritual es comprender que todo está interconectado y que cualquier acción nuestra, por muy bienintencionada que sea, si está hecha desde la precipitación o desde el interés, si olvida o margina a alguien, si crea confusión o daño, dejará una estela de efectos nocivos que, si lo pensamos bien, no deseamos para nosotros ni para nadie.

Lo importante es despertar, despertar del sueño de la razón y de la algarabía de nuestras vanidades. Esa es la religión de religiones: despertar, darse cuenta, abrir los ojos de par en par y ser conscientes de nuestro ser profundo y de la gran oportunidad de celebrar la vida cotidiana como una posibilidad de transformación. La meditación está ahí, como un tremendo despertador. Ahora, sólo es cuestión de darle cuerda… cada día.

Parte I:

MEDITACIÓN

Sentido

De entrada, es posible que la palabra “meditación” genere perplejidad o confusión en nuestras latitudes, puesto que en la deriva que han ido haciendo nuestras lenguas, meditar significa reflexionar sobre un acontecimiento, o repensar algo hasta dar con la solución. La meditación, así, a bote pronto, nos habla de un pensamiento detenido y cuidadoso sobre un asunto… Sin embargo, desde la perspectiva oriental la meditación no tiene que ver con el pensamiento sino con su ausencia; nos acerca más a la intuición que a la razón. El concepto de contemplación, que implica mirar con atención y observar cuidadosamente aquello que produce placer, nos acerca más a los occidentales al sentido oriental de la meditación.

Definir lo que es la meditación no es fácil porque, en el fondo, la meditación no se deja del todo definir, de la misma manera que nuestros dedos no pueden asir el aire por mucho que aprieten. La meditación está diseñada para ser experimentada, sentida, vivida… pero no para ser explicada. Deja atrás el lastre de las etiquetas mentales y busca una libertad sin moldes cognitivos desde donde sea posible contemplar la realidad sin fisuras. Es un todo; clasificarla es constreñirla, manipularla o banalizarla. No obstante, el problema real no está tanto en definirla como lo haría un diccionario sino, más bien, en apartar el saco de prejuicios y expectativas, deseos y temores con los que vamos a ella.

De hecho, cuando sentenciamos nuestra práctica enunciando “yo medito”, ya empezamos con un añadido que estorba a la experiencia misma: un pronombre personal que salpica la nitidez de la conciencia. Aún más, a la meditación parece sobrarle casi todo, si es cierto que promete desnudez ontológica.

No obstante, algo podemos decir sobre ella si pretendemos señalarla, más que definirla; recordar lo que no es, más que decir lo que es. En definitiva, nos acercamos a la meditación como lo hace el acomodador del cine, que nos guía a la butaca para que cada uno experimente la película pero no para decirnos -eso esperamos- quién es el asesino. Podemos bordear el misterio pero nunca revelarlo del todo, puesto que éste sigue ampliándose; podemos marcar señales en el camino para no perdernos… Lo único que podemos hacer con la meditación es dibujar un mapa orientador.

Mapa

Todos los libros de meditación que vemos en las bibliotecas o en nuestras estanterías son trozos pequeños de un hipotético gran mapa que los meditadores de todas las épocas han ido dibujando. Gracias a ellos nos orientamos en la práctica meditativa. Sin embargo, es necesario recordar que los mapas dibujan el territorio, pero no son el territorio. El camino de la meditación lo tenemos que recorrer nosotros solos, aunque en un territorio tan ignoto no nos venga mal llevar algún mapa en el bolsillo.

Un buen caminante, además de mapas lleva brújula. Afortunadamente, las brújulas marcan el norte tanto si estamos en la montaña como en el valle. Cualquier tradición meditativa que nos sirva de brújula deberá, por tanto, tener esa misma adaptabilidad, y señalarnos el norte tanto si estamos en oriente como en occidente, tanto en la antigüedad como en la actualidad. Lo importante es caminar en la dirección correcta. La meditación se asemeja al caminar del peregrino: si sólo mirara el horizonte que marca la brújula, probablemente tropezaría con la piedra, pero si se obsesionara con el paso y los accidentes del terreno, podría perder entonces la orientación de su marcha. Por eso es importante que sienta cómo cada paso se adapta al terreno, pero sin perder de vista el horizonte, congregando el instante de cada huella sin por ello olvidar una dirección intuida. Difícil equilibrio. La meditación en sí parece dramatizar aún más esta paradoja: buscamos aterrizar en el presente pero sin olvidar que estamos en un proceso. Cada meditación es, al mismo tiempo, medio y meta, descanso y lucha.

Espejo

Ahora bien, de nada nos serviría contar con todos los mapas que reflejan cada milímetro del camino si no supiéramos dónde estamos, cuál es el punto de partida. Sólo así sabremos si hemos de avanzar o retroceder, si nos conviene ir a la izquierda o a la derecha. El paisaje de las tradiciones meditativas es muy amplio: las hay devocionales, las que ponen el acento en la concentración, en la atención plena, en el fluir de la experiencia, las que buscan el desapego o el trance. Y es posible que, en este preciso momento de nuestra vida, no nos vayan bien todas. Habrá que saber elegir, sabiendo lo que nos conviene y lo que no nos conviene. En este sentido, gran parte de los problemas que tenemos son errores de cálculo: tropezamos con la puerta o llegamos tarde a una cita porque hemos calculado mal el tiempo o nuestra posición en el espacio. A menudo creemos que estamos en un lugar cuando, en realidad, estamos en otro. Es posible que, a un nivel más interno, también estemos perdidos.

La meditación es como un espejo: cuando hemos arrinconado ciertas dispersiones, el coraje de mirarnos directamente en el espejo nos coloca, en primer término, nuestro rostro real aquí y ahora, y no tanto el rostro fantaseado o prefijado que mantenemos dentro como autoimagen. La meditación es eso: un gran espejo que nos habla, a su manera, de cómo está en este momento nuestra agitación, sufrimiento, fantasía o desgana, así como nuestra alegría, confianza o aceptación. El espejo no puede reflejar ni más ni menos que lo que hay, la pura realidad de este momento. No podemos hacer puntería en nuestra vida si no sabemos dónde está la mirilla y cómo mirar a través de ella. Saber de nuestra realidad es necesario para conocer la realidad, la de dentro y la de fuera, la única que todo lo abarca.

Calmar

No obstante, un espejo sólo reflejará nuestro rostro con nitidez si el cristal está limpio. Así, si no hacemos previamente un trabajo de limpieza de los sedimentos de nuestro inconsciente que están adheridos a la pantalla mental, no podremos conocer dónde estamos para usar adecuadamente el mapa, ni podremos saber cuál es nuestra realidad, para no errar en nuestras decisiones.

El primer sedimento es nuestra agitación. A menudo, las aguas de nuestro mar interno están embravecidas: corrientes emocionales, olas de pensamientos, abisales complejos se mueven, impidiéndonos ver con claridad.

Todos sabemos que para poder ver el fondo del lago hay que esperar a que la superficie esté en calma. Sabemos también que necesitamos a veces horas o días después de un conflicto para ver con una cierta claridad.

Sin duda, la primera estrategia de la meditación es calmar, dejar de remover las aguas internas y esperar que una sedimentación a través del tiempo aclare nuestro estado interno. A veces basta con sentarse en quietud, cerrar los ojos, respirar profundamente y visualizar un estado de paz para que ese viento que crea tormentas se apacigüe. La meditación es una vía hacia la serenidad.

Infinidad de técnicas en las diferentes tradiciones meditativas van dirigidas a conseguir esta calma pero, a todas luces, conseguir calma no es suficiente. No tendría sentido calmar la superficie si no es para ver lo que hay en el fondo.

Observación

¿Cómo haríamos para ver la amplitud de un bosque? Seguramente subirnos al árbol más alto. Subiríamos a la cima de una montaña para ver un horizonte bien amplio, o sacaríamos la lupa o los prismáticos para ver mejor lo que tenemos delante de las narices o al otro extremo, en la lejanía. En todos los casos, lo que buscamos es un cambio de perspectiva que nos posibilite una mejor observación.

Eso mismo es lo que buscamos en la meditación: un punto privilegiado de observación sobre nuestra vida. En medio del mercado, en el trajín de la ciudad, en la complejidad de las relaciones sociales o bajo la presión de nuestro trabajo, la capacidad de observar mengua o se ve alterada. Es preciso tomar distancia.

Para observar la vida real que se da día a día hay que salir de lo cotidiano; para comprender el nudo peculiar de nuestra vida hay que retirarse lo suficiente. Por eso, cada día en nuestra habitación o en nuestra terraza, paseando por el parque o el bosque, buscamos un pequeño contrapunto a nuestra realidad, desde el silencio y la soledad, no tanto para juzgar esa vida nuestra sino para comprenderla mejor.

Claridad

Y aquí nos topamos con un segundo obstáculo en la meditación. Más allá o más acá de la agitación, nos encontramos con nuestra confusión. Aunque tengamos los medios más refinados de observación, no sacaremos agua clara si nuestra mirada está turbia. De nada le sirvió a Galileo enfocar su telescopio para que los Padres de la Iglesia observaran el cielo, si éstos no sabían qué observar en el firmamento.

No basta calmar, decíamos: hay que aclarar la mirada. Hay que ver de dónde proviene nuestra confusión. Es posible que no hayamos cultivado una mirada atenta para ver que los sucesos que acontecen vienen de algún lugar y se dirigen a otro; que no hayamos visto todavía que la vida no está hecha de fotografías fijas o de instantes desordenados sino que todo, y uno mismo dentro de ese gran todo, forma parte de un proceso que se entrelaza con otros, formando una red de redes. Saltamos de una circunstancia a otra sin percibir el hilo sutil que las comunica. Hay una cierta pereza en bajar a las profundidades de los procesos, a las interioridades de nuestra mente, a los pormenores de nuestro deseo. Hay, en este sentido, una resistencia a la complejidad. Ingenuamente queremos que las cosas sean lo que aparentan y preferimos firmar sin leer la letra pequeña, comprar sin atender a las consideraciones técnicas o viajar sin saber demasiado del entorno social donde aterrizamos.

Sin embargo, nuestra ignorancia no tiene que ver con la mayor o menor cantidad de información de la que disponemos; nuestra ignorancia es de otro orden: trata de confundir nuestra naturaleza esencial con la imagen social que pretendemos dar y sustituye la realidad impermanente que nos rodea por una torre de ideas fijas acerca de cómo es el mundo y los seres que lo habitan.

La meditación nos enseña a mirar, a ver más allá de las formas, a reconocer lo evidente y lo no tan evidente, a contrastar las verdades de los sentidos con las evidencias de la razón… en definitiva, a reunificar lo objetivo y lo subjetivo, lo exterior y lo interior, la forma con el fondo.

A menudo no vemos la belleza de las cosas porque no miramos con detenimiento. Mirar con detenimiento es una manera de recomponer el todo, como cuando de pequeños adivinábamos la figura subyacente que había detrás de una secuencia de puntos aparentemente aleatorios. En verdad, las situaciones contingentes de nuestra vida sólo son aparentes. Aprender a ver requiere tiempo, disciplina, motivación, sensibilidad y ayuda. Cuando la tormenta amaina, la luz se expande.

Sentarse

El primer acto en nuestra práctica meditativa es profundamente revolucionario: simplemente sentarse. Desde la visión normativa de la sociedad, meditar implica retirarse, salir de la corriente establecida. En muchos casos, la meditación es vista como una práctica inútil, no productiva, dado que la sociedad pone el acento claramente en el tener. En total contraste a la sociedad, la meditación, que nada tiene que ver con el tener, pone su acento en las distintas modalidades de ser.

La meditación nos conduce radicalmente hacia dentro, a un contexto íntimo, para avivar nuestras luces internas. En este sentido, constituye una experiencia personal e intransferible. Aunque las tradiciones meditativas hayan congregado a sus seguidores en dojos, ashrams o monasterios -espacios comunitarios donde inevitablemente hay un entorno social-, estos espacios estaban claramente pautados para no interferir demasiado en el proceso de introspección.

Meditar es salir del torbellino de ideas, de la catarata de acciones, de la montaña rusa de las relaciones. No sólo al meditar buscamos una cierta protección; incluso evitamos hablar de la propia experiencia meditativa, más allá del necesario seguimiento por parte de nuestros guías, porque hablar sería “romper” esa intimidad reveladora. La meditación es una delicada flor que hay que proteger de las inclemencias del tiempo.

Sentarse es una forma de decir (a los demás y a uno mismo): “¡Basta!”. Basta de empujar el río, basta de engrasar la maquinaria de la neurosis, basta de ser parte del problema, y -aquí lo realmente importante- basta de sufrir innecesariamente.

Para sentarse hay que ser valiente, pues alejarse de lo establecido genera una cierta angustia. Pero aún es más valiente el levantarse tras la meditación para acometer la propia vida, que ha quedado unos minutos o unas horas en suspenso. Cuando encontramos un obstáculo en el camino, sólo aparentemente estamos dando unos pasos hacia atrás… en realidad lo que estamos haciendo es coger carrerilla para poder saltar más lejos.

Sentido

Vamos a la meditación desde las situaciones concretas de nuestra vida, pues de nada sirve ir a la quietud y el silencio sin el saco lleno de experiencias. Ese atado que llevamos en la espalda tiene un gran valor. Delicadamente, en la meditación hay que deshacer el nudo y registrar su contenido. Todos sabemos que detrás de lo aparatoso de la experiencia hay un trasfondo a menudo desconocido: el iceberg de las acciones esconde mucho más de lo que enseña. Se trata de bucear en la meditación, en busca de las actitudes profundas que sostienen nuestros actos.

La meditación no es un confesionario, no es una revisión dogmática de lo que ha acontecido. Muy al contrario, acoge la experiencia desde la celebración y después, laboriosamente, inserta la experiencia en un horizonte más amplio; la hace hablar para volverla más consciente. Hay que vivir, y vivir intensamente, pero claro, vivir por vivir es como dar vueltas en una noria: sentimos la subida y la bajada, pero no vamos a ningún sitio. Le hacemos hablar a la experiencia para ver adónde apunta, seguimos la línea delicada de nuestras acciones para ver, con el tiempo, qué dibujo se está construyendo.

La meditación es una invitación a recogerse de lo vivido, a deshacer lo andado para recoger los frutos y, si es posible, convertirlos en un arte de vivir. Vivir es sembrar, cada acción es una semilla, cada decisión una poda. Vamos a la meditación como va el campesino a recoger la cosecha: con expectación. La recolección nos habla de la naturaleza de nuestros actos, de todos aquellos que dejan un rastro, pequeño o grande, egoísta o altruista.

Pero, ¿cómo sabemos cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Cómo discernir lo que hay que apagar de lo que hay que avivar? Seguramente, en algún hueco de la meditación aparecen las preguntas y se intuyen las respuestas. Meditar no es llevar un diario meticuloso de nuestros actos. No se trata de invocar a la memoria, pero inevitablemente las pulsiones internas, los deseos insatisfechos, las heridas narcisistas salen a la superficie, al igual que el mar, de tanto en tanto arroja a la playa lo que tiempo atrás se tragó silenciosamente.

Estamos trazados internamente por innumerables impresiones, por tendencias a menudo desconocidas, por condicionamientos primarios. Observarlos forma parte del proceso meditativo. Desde ahí, podemos reconocerlos y dejarlos marchar, si somos capaces de una profunda aceptación. Es como si fuéramos soltando lastre. Atreverse a soltar viejas batallas, despedidas inconclusas, quejas recalcitrantes, experiencias traumáticas, todo, todo lo que ha quedado sedimentado en ese espejo del ahora donde nos miramos para recuperar de nuevo la realidad, la libertad.

Pero no nos olvidemos de que la meditación nos ayuda a discernir el sentido profundo de nuestra vida cuando hemos terminado de barrer el patio de nuestra casa, cuando hemos separado el grano de la paja. Todos hemos realizado trabajos que no iban con nosotros, y es totalmente lícito trabajar para ganarse la vida, pero a veces nos toca el premio gordo de la lotería cuando nuestro trabajo y nuestra vocación se solapan. Hacer aquello para lo cual nos sentimos preparados y deseamos hacer desde el fondo de nuestra alma no tiene precio. Sin duda, nuestra vocación está vinculada secretamente con los dones que nos ha dado la vida y que, convenientemente, hemos después cultivado.

Cuando en la meditación se aclara no sólo el recorrido hecho hasta el presente sino también el anhelo profundo de una dirección, nuestra vida adquiere fuerza, nuestra inteligencia colabora y nuestro corazón salta de alegría.

Conflicto

A menudo, hablar con los amigos nos sienta bien, especialmente cuando estamos en crisis. Una mirada, una palmada, unas palabras y un abrazo pueden hacer milagros, a pesar de que los amigos no son nuestros terapeutas. Tampoco la meditación es una terapia aunque, en sí, es profundamente terapéutica. No pretendemos resolver los problemas en la meditación, ni mucho menos. Pero es cierto, también, que cuando miramos los problemas desde otro lugar, cuando cambiamos de perspectiva, el problema desaparece o se vuelve diminuto. Y no es tanto por quitarle gravedad al asunto sino por enmarcar el problema en una dimensión más amplia. Todos sabemos que preocuparnos forma parte del problema y que, en cuanto empezamos a ocuparnos de él, su naturaleza cambia.

En la meditación no invitamos a los problemas a la fiesta; ellos vienen solos, sin previa invitación. Y es una buena oportunidad para verlos del derecho y del revés. Una mancha en la camisa es incómoda cuando la miramos a veinte centímetros de distancia; a diez metros, apenas es un punto infinitesimal. Que se vaya la luz en casa puede ser un engorro cuando nos disponemos a ver la televisión… pero también, no lo olvidemos, es una oportunidad para meditar.

Seguramente la meditación nos proporciona algunas herramientas interesantes para la resolución de conflictos. Nos da perspectiva, nos brinda una comprensión más clara de la naturaleza del problema, nos recuerda que todo problema está dentro del tiempo y que el asunto puede ser problemático en una fase, pero no en la siguiente.

Laberinto

Cuando los antiguos construían laberintos, recorrían de alguna manera una representación de la tierra, a través del cuadrado engarzado en un círculo, símbolo del cielo. Tierra y cielo, cuerpo y alma, materia y espíritu conforman la totalidad. Así, el iniciado intentaba remembrar en su deambular la totalidad perdida. El laberinto clásico de un solo trazo marca claramente un camino de entrada y otro de salida, alrededor de un centro.

Al entrar al laberinto, el camino parece fácil. De hecho, uno de sus primeros brazos parece acercarnos al centro esperado, y ¡zas! de golpe nos expulsa a la periferia. Cuando en la meditación nos encontramos con las primeras experiencias extraordinarias o de una calma profunda, sentimos que esa iluminación deseada está ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Sin embargo, el laberinto es tan complejo como el mundo, y nuestra mente tan enrevesada como cualquier dédalo. Al recorrer el laberinto estamos deshaciendo nuestro propio embrollo interno, estamos formulando una pregunta esencial, que sabemos que tendrá su significado en el mismo centro.

Creíamos, de entrada, que todo giraba alrededor de nosotros, desde esa realidad inmadura que nos hacía creernos muy importantes. El laberinto (en forma simbólica) y la meditación (en forma de experiencia) nos demuestran más tarde que estábamos equivocados. El laberinto nos zarandea de un lado a otro, y la meditación nos cuestiona: ¿cómo es posible que tenga tan poco control sobre mis emociones y sobre mis pensamientos?

Es posible que la palabra “laberinto” venga de labrys