Memorias - Jorge Álvarez - E-Book

Memorias E-Book

Jorge Álvarez

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"Sé que la memoria funciona con intermitencias, selecciones, represiones y distracciones deliberadas. De hecho, en este libro sólo quise poner por escrito algunas aventurillas de mi vida." Jorge Álvarez Las "aventurillas" de Jorge Álvarez son en realidad una inmensa parte de la historia cultural argentina del siglo xx. Durante las décadas de 1960 y 1970, la vida intensa de Buenos Aires lo tuvo como protagonista inmediato de la conformación de vínculos intelectuales. Pero además, supo leer en la textura social una sensibilidad heredera de décadas anteriores, cuando las clases media y baja comenzaron a irrumpir como consumidoras de productos culturales. En sus Memorias, Álvarez relata parte de su infancia y adolescencia y experiencias de su época de editor y productor musical: aquí se vislumbran los primeros pasos de David Viñas, Ricardo Piglia, Rodolfo Walsh, Quino y Juan José Saer –publicados desde Jorge Álvarez Editor–; Manal, Miguel Abuelo, Moris y Tanguito; Vox Dei, Almendra, Billy Bond y Sui Generis –editados bajo los sellos Mandioca, Talent y Music Hall–. Pero la capacidad creativa de Álvarez no se agotó allí, porque en los años ochenta se convirtió en uno de los motores de la llamada Movida Madrileña, con Mecano y Marta Sánchez como grandes exponentes. En este volumen, el lector podrá encontrar los jóvenes recuerdos de un hombre que hoy sigue ejercitando su curiosidad y sabe que el pasado es la evidencia de lo que queda por hacer.

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Jorge Álvarez

Memorias

Álvarez, Jorge

Memorias. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2015.

E-Book.

ISBN 978-987-599-434-8

1. Autobiografía. I. Título

CDD 920

Ilustración de tapa: Rep

© Libros del Zorzal, 2013

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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También puede visitar nuestra página web: <www.delzorzal.com>

Índice

A modo de dedicatoriaIn memoriam | 7

Agradecimientos | 8

Juega el juego, jugador | 10

Cuando comenzamos a nacer | 14

Los oficios terrestres | 25

Crónicas de España | 31

Nacha Guevara, los Di Tella y el Moderno | 37

Un real proceso al sectarismo | 39

Mi amigo el Che | 46

El perseguidor | 49

Pequeñas anécdotas sobre las instituciones | 51

Adiós a los libros | 59

La niña juega en el gran jardín | 60

El Bondo | 72

Quizás porque | 75

Cuando te vayas | 77

Pequeñas delicias de la vida conyugal | 79

El santo de la espada | 84

Un argentino suelto en España | 95

No controles | 106

El mal paso | 110

Pidamos peras a Jorge Álvarez | 114

Apéndice | 118

Libros publicados por Editorial Jorge Álvarez | 120

Discografía de Mandioca, “La madre de los chicos” (1968-1970) | 133

Discografía de Microfon / Talent-Microfon | 136

Producción de Jorge Álvarez para el sello Music Hall | 138

A modo de dedicatoriaIn memoriam

Pedro Lain Entralgo cuenta que tiene un retrato de Javier Zubiri, pequeño, familiar, que dice: “Para Pedro Lain, la mitad de mi alma”. La frase que originalmente Horacio se la dedica a Virgilio, que está en latín e inspiró a Zubiri y por caracter transitivo me ha llevado a mí a dedicarle este libro casi igual a Juanito Tarodo, la mitad de mi alma y la mitad de mi vida. Desde 1979 hasta hoy y para atrás, desde siempre Juan es la mejor y más buena persona que conozco y seguramente conoceré. Todo lo que me hubiera gustado del hijo que Juan es para mí, lo resume Juan con su sola presencia.

Jorge ÁlvarezBuenos Aires, junio de 2013.

Agradecimientos

A Cristina Tarodo, por su incondicional ayuda, por trasladar mi letra a lenguaje humano, y cumpliré mi promesa de invitarla a que conozca Buenos Aires; a Horacio González por ser tan magnífica persona; a Ezequiel Grimson por su cariño; a Jorge Coscia por su ayuda; a Anibal Esmoris por su apoyo en todo momento; a Chiquita Constela, por su amor; a Adriana, nuestra rubia maravillosa e insigne secretaria (de Horacio, por supuesto); a Juan Sigales por su paciencia para aguantarme; a Amelia, nuestra directora de prensa, por su vocación maternal con un pesado como yo; a Marta Ugena por mi transitivo amor y mi admiración; a Juan Pablo Deveril Iwanido, por su amistad y su ternura; a Santi para que me quiera; a los Briones (más a Luis y menos a Nahuel por pesado); a los Globos Rojos; a Edgardo Larrazabal, la esperanza blanca; a Claudio Golonbek, incondicional y cariñoso en mis naufragios; a Guillermo David, mi curador para siempre; a Rep, por plasmar mi belleza; a mis nietitos Juanito y Laurita Tarodo, maravillosos niños; a Juan José Mendoza y a su mujer/madre de su hija Carmela; a Charly, poeta; a Leopoldo, mi editor; a Federico Juega Sicardi; a Carolina Uribe; a Daniel La Flor; a Rogelio García Lupo, 46 años después; a Amelia Montesano por su cariño y sus “perversos” hijos Gustavo y Marcelo; a Francisco Garamona, editor, compositor, cantante, escritor (¡exagerado!); a McBryan, amigo; a Aurelio González, mi mentor; a doña Laura Gallego, madre; a Pirí Lugones, genio y figura; a Babsy Torre Nilsson y Beatriz Guido, el dúo del amor (cómo los extraño); a Sonia Gurfein y a Claudio Gabis, por todo; a Giuliano Canterini, alias Billy Bond, por saber; a Guillermo Santiso, mi admiración; a Nito Mestre por su ayuda; a todos los que sientan que me he olvidado de ellos sólo por no ponerlos en la lista; y a mi ángel de la guarda, para que le diga a Juanito que me ha puesto muy difícil acostumbrarme a vivir sin él.

Jorge Álvarez

Juega el juego, jugador

En el oficio de editor, una de las mayores tentaciones que me vi obligado a superar fue la de no quedar influenciado en exceso por la experiencia. Tuve que empezar tantos libros, que sé perfectamente que las primeras páginas deben ser un anzuelo irresistible. Aunque luego aparezcan algunas cosas obvias, no hay que perder la esperanza de encontrarse por fin con el escritor soñado o el texto esperado por años. Nunca tuve mucha paciencia, pero, en cambio, soy un optimista empedernido y jamás “aflojé” cuando había una pizca de posibilidad de publicar las primeras obras de ficción de Rodolfo Walsh, Germán García, Leopoldo Torre Nilsson (Babsy), Germán Rozenmacher, Ricardo Piglia y tantos otros. Supe amortizar con creces las expectativas con que me acercaba a los originales. Mi admirado David Viñas, con sus análisis profundos, serios y lúcidos –aunque escapándome como podía de sus límites ideológicos– me ayudó tanto como esas lecturas maravillosas de preadolescente por las que me condenaba a ser hermano menor de otro atento lector y estudioso de García Lorca, Machado, Sartre, Hemingway, Cronin, Nicholas Blake, Borges, Bioy, etc. Por supuesto, terminé fanático de Sartre y de Hemingway y me fui olvidando de que “me la llevé al río creyendo que era mozuela pero tenía marido”1 era uno de mis motivos imprescindibles para masturbarme (aunque había un cuento de Sartre que competía con Federico en este último aspecto, creo que en El muro). De todos modos, siempre me pareció una falta de respeto de mi parte pensar en escribir. Cuando era editor, significaba casi una inmoralidad, y cuando dejé de serlo, me pareció tedioso y poco importante. Pero el paso de los años –sin bandoneón– y la lectura de los muchos torpes que escriben sobre el pasado sin una pizca de seriedad científica que haga que lo que cuentan se parezca a la verdad me impulsaron a poner por escrito alguna que otra aventurilla; realmente –aunque algunos insistan en opinar lo contrario– esto no pasa de allí. “Juega el juego, jugador”, decía un tema de Manal.

Con un poco de confusión, pero entusiasmado por los raccontos y las mezclas de los tiempos, me siento mucho más libre. No sé si será más moderno o más fácil, pero la idea de ser aristotélico me aburre, aunque Babsy decía que aprender a narrar fue lo que más le costó, y que para ser bueno de verdad, hay que saber hacerlo bien: un principio, un medio y un desenlace. Me cuido mucho de usar un invento argentino: la fórmula “de alguna manera”. Creo que en la actualidad ha infectado a todo bicho hispanohablante que haya tenido la fortuna de estudiar algo. Me autoconvenzo de lo reaccionario de su significado, porque es como decir que algo puede ser así o de otra forma totalmente distinta, dejando abiertas las puertas de la rectificación de par en par. Gabo (Gabriel García Márquez), a su vez, me dijo en un restaurante de San Ángel Inn, en el DF de México, mientras me mostraba las páginas aún inéditas de Cien años de soledad –por cierto, maravillosas– que había escrito durante el día, que el punto y aparte es para pedir el aplauso, y –en su caso– merecidamente escucharlo. Por eso me explicaba que no le gustaba usarlo demasiado. Yo siempre trataré, como he dejado entrever, de seguir los buenos ejemplos y utilizarlo lo menos posible. De paso sea dicho, Gabo es un ser magnífico. Cuando lo conocí junto con su mujer, todavía Carmen Balcells (su mánager) no había ejercido y ejercitado con él todo su catalanismo. Por esa razón, era un señor más “saludable” –como decía el papá de Esteban Peicovich–, un señor a quien se podía saludar siempre con un “buenos días”. Como argentino, he realizado el tremendo esfuerzo de tratar de no demostrar lo ingenioso que se puede ser y transformar la escritura o los diálogos en esa especie de fuego artificial al que la velocidad y la ironía culta de los porteños nos condenan. Algunos me obligaron a practicar durante años ese juego, hasta que me aburrió tanto que lo abandoné.

Para ahondar en explicaciones, siempre me ilusionó la idea de ser corresponsal de guerra como Hemingway, porque se aprende el valor de la economía de palabras y el redescubrimiento de lo esencial. Qué buen novelista terminó siendo Ernestito. Cómo he gozado con sus libros y sus historias. Y además, me unía a él ese amor por España y los españoles de que tanto alardeaba. Cuando a los sajones les da el ataque español, se pasan. En mí era natural y es natural, porque descubrí mi lenguaje esquizofrénico (de tú en casa y de vos en el colegio) cuando mi compañero de banco me escuchó hablar con mi mamá por teléfono y me dijo: “Qué boludo, hablás raro. ¿Qué es eso que decís de tú?”. A los siete años yo cantaba “ay, ay, ay, ay, qué trabajo nos manda el señor” mezclado con “na te debo, na te pido, me voy de tu vera, olvídame ya”, y hacía un solo de abanico mientras entonaba “ay, pena, penita, pena”. En las fiestas infantiles, por llamar de alguna manera a las bodas de plata, los casamientos y los cumpleaños en que participaba, mi repertorio era La hija de don Juan Alba, La bien pagá, Ojos verdes y La niña de la ventera; si había un bis, era “apúnteme usted, señor escribano”. Me costaba adaptarme a D’Arienzo, Troilo y Gardel. Los tangos eran como los lamentos tristes y no me gustaban. Nunca, de chico, pude conciliar el Logroño-Nájera de mis padres con el tango. Tuvieron que pasar muchos años para que amara, en el siguiente orden, a Piazzolla, Troilo, Discépolo, Goyeneche y algunos más que todos conocemos. El Club 676 de la calle Tucumán tuvo mucho que ver.2 Estoy hablando de abril de 1962.

Cuando comenzamos a nacer

Mi hermano Rodolfo fue al La Salle durante las buenas épocas de dinero en casa. Yo me salvé –o la situación económica me salvó– y terminé en un colegio de Ramos Mejía y en otro de Haedo toda mi carrera inicial (es decir, allá por la década de 1940). Lo que se entiende por colegios públicos, no pagos. De esos colegios no se sale hablando ni en inglés ni en francés, pero el curso acelerado de calle que se recibe sirve de tanto durante toda la vida que me siento compensado por no haber tenido la inyección bilingüe cuando más rápido prende, que es de niñito. Mi médico, el Dr. Aja, papá de don Aja Espil, le dijo a mi madre (que era el capitán general de la familia) que nada de Olivos, Belgrano o San Isidro, que eran los lugares bien del alto Buenos Aires, sino que mis bronquios necesitaban el Oeste, Ramos Mejía, Haedo o Castelar. Así comenzó mi travesía de Callao y Tucumán a la calle Alberto Vignes 1157, en Haedo, luego de un esporádico año y medio por Ramos, siempre en chalets de dos pisos, porque habíamos perdido el estatus del Cap Arcona3 y el lujo, con chofer incluido, mucama, cocinera, niñera, etc. Pero todavía quedaba algo para vivir, como dicen hoy los estudiosos de la clase media no alta.

Barosela era como el capo del club de tenis donde yo jugaba y tomaba clases. Vivía a menos de una cuadra de mi casa de Haedo. Yo tenía catorce añitos y hacía en El discóbolo mi vida deportiva. Sólo había un niño en el club que me ganaba siempre. Se llamaba Hernán, un alemancito rubio y de ojos celestes. A los demás les podía ganar, pero no dejé de ser el eterno segundón. No me tenían demasiada simpatía en el club. Era contestador, peleador. No era ni rubio ni alemán, ni siquiera nazi. Así que no veía muy claro mi futuro allí, pese a que Hernán y su prima Ilse estaban “como motos”. De haber sido un poco más serio y delicado en el sexo, me los hubiera “cepillado” a ambos, sobre todo a Hernán. Yo siempre le decía a Barosela que cuando fuera grande sería abogado, para defenderlo. Qué premonición… Nunca fui abogado, pero pasé quince años de mi vida en Lavalle y Talcahuano, rodeado de muchos doctores y de muchos “gordos Villanueva” de la Nación.4 Y hablando de doctores, me viene a la memoria una excursión hospitalaria.

Canción para mi (casi) muerte

Yo estaba en brazos de mi padre. Íbamos a la máxima velocidad que permitía el auto de Manolo Sáenz, quien conducía hacia el Policlínico de Haedo. Me llevaban con un balazo al lado del corazón. Lo que recuerdo con mayor intensidad es el dolor que sentía cuando el vehículo atravesaba un bache o una esquina. Me había disparado Félix Manuel, hijo del conductor del coche. No había tenido mejor ocurrencia que tomar el revólver de su padre y al grito de “¡te mato!” apretar el gatillo creyendo que el arma estaba descargada. Hasta aquí, el lugar común de los accidentes entre chicos que se pueden leer en los diarios cualquier día, salvo que en este caso, uno de esos niños era yo.

Mientras la enfermera me hacía una transfusión de sangre que no acababa nunca, yo miraba el techo del hospital sin entender demasiado. Fuera de la habitación, mis padres y los de mi amiguito debían de estar sufriendo lo suyo. Por suerte, zafé, pero durante mucho tiempo tuve que padecer las inyecciones de calcio en la vena y hacer natación lunes, miércoles y viernes, además de las visitas de familiares y amigos que pedían que repitiera la historia una y otra vez. De cualquier manera, sentirse el centro de las miradas y de los comentarios es bastante gratificante, después lo supe bien. No hay derecho a quejarse demasiado.

Apenas un delincuente

Las viejas lecturas siempre vuelven. Patoruzú y Patoruzito eran mis preferidas, aunque luego lo fueron Rico Tipo, de Divito, que hacía estragos, e Intervalo, que era más seria. El otro yo del Dr. Merengue era un adelanto del ser argentino. Y hablando del ser argentino, recuerdo que una vez vinieron a vivir al chalet que estaba al lado de mi casa el presidente de Philips Argentina y su familia. Eran unos holandeses simpáticos. En nuestra primera visita de vecinos, nos convidaron con Coca-Cola y naranja Bilz. Todos dijimos que no queríamos, que muchas gracias. La holandesa nos miró sorprendida, y al rato nos dijo que los argentinos decíamos casi siempre lo contrario de lo que queríamos, por una especie de concepto absurdo de la educación. Esto lo afirmaba mientras nos servía a todos y tomábamos con placer las bebidas. Qué razón tenía esa santa. Por eso los hijos de madres españolas, italianas y judías tenemos esa suerte de superyó castrador que creamos con un esmero admirable. Yo fui así. Ya no lo soy, y por eso creo que soy menos infeliz, aunque tampoco exageremos…

A veces me pregunto cuál será la razón más profunda por la que uno se comporta de manera decente y honesta con los demás y con todo en general, como con una ética o una moral por delante. Pienso que puede ser algo de miedo, pero también puede tener que ver con el ejemplo que nos dan nuestros mayores. Cuando intento rememorar aspectos de mi infancia, recuerdo que entre mis sueños, en primer lugar, estaba el de ser pianista de jazz. Me veía como Duke Ellington, Count Basie u Oscar Peterson. Pero mi madre, que era profesora de piano, no hizo nada por mi fantasía, alegando la excusa de que el piano no me serviría de nada, que no me daría de comer, y todas esas cosas que los padres les dicen a sus hijos –aunque hoy en día no tanto– cuando estos no quieren ser abogados, médicos o ingenieros. En segundo lugar, mi otro sueño era el de ser gánster, porque me parecía muy emocionante y divertido. La admiración que los bandoleros levantaban a su paso en mi imaginación me daba ánimo. Pero el día que en la estación de trenes de Once intenté robar un ejemplar de Patoruzito y me descubrieron, mirándome como si ya lo hubiera hecho, me di cuenta de que delinquir no era lo mío. Qué fracaso más estrepitoso. Nunca más intenté robar ni un alfiler. En España, siendo ya un hombre grande, mis amigos se llevaban hasta la comida y todo tipo de chucherías del Corte Inglés, pero yo me mantenía firme en mis convicciones que, evidentemente, más que morales eran relativas a la conciencia clara de mis limitaciones…

Y ahora que lo pienso bien, mi madre siempre me daba consejos casi rayanos a la inmoralidad, pero con un disfraz de consejo utilitario que hacía desconfiar hasta a un ciego. Estoy convencido de que mi honestidad, casi de imbécil, está provocada más bien por el ejemplo de mi padre, que era un santo (y por la mencionada falta de aptitud para delinquir). Mi amigo Pelo Aprile, quien fuera presidente de Polygram, dice que él podría seguir perfectamente la carrera de gánster. Me produce una envidia sana, yo sería incapaz, moriría de hambre. Por eso me aferro con fuerza a esta profesión de creativo –con perdón de la palabra– que Dios me ha dado con su sabiduría inagotable. Supongo que ya no tengo ninguna chance de ser ni ladrón ni gánster, ni agente de la CIA o la KGB, ni nada ilegal. Mi futuro es gris y triste, jamás seré un personaje de acción ni estaré siquiera en una película de Coppola o De Niro. Mis pocos años de vida sólo me darán la oportunidad de seguir siendo –insisto– un creativo (qué palabra tan literaria y penosa). Con lo divertido que habría sido trabajar de torero, que siempre me pareció algo emocionante. Sin embargo, cuando veo la mirada de un toro y recuerdo a Antoñete, que decía que llevaba en la memoria o en su retina los ojos de todos los toros que toreó, me agarra un escalofrío. Puede ser que mi última posibilidad de estar cerca de un toro, en definitiva, sea encamarme con un torero.

Pero volviendo a mi infancia, si de cosas emocionantes se trata, debo decir que lo más cercano al vértigo y la acción era que veraneábamos a veces en Tandil, en la provincia de Buenos Aires: la Piedra Movediza, alquilar caballos, tratar de salir a dar una vuelta por algún camino que nos gustara (porque los cerdos de los caballos se dan cuenta de que uno les tiene miedo y hacen lo que quieren). En una oportunidad, arrancamos como cuatro o cinco veces. Mi prima y yo, que éramos casi de la misma edad, no podíamos con las bestias; finalmente nos dijeron “agárrense”, y un buen par de fustazos nos pusieron en el camino indicado. Mi prima iba delante de mí, yo la seguía a unos veinte metros. De repente, mi caballo frenó en seco y en el camino apareció una serpiente de tres metros que cruzaba de lado a lado. Hasta que la víbora no desapareció entre los matorrales, mi caballo no siguió, y cuando arrancó, entre su miedo y el mío, nos fuimos transformando. Volvimos volando, no obstante, fui humillado por los paisanos con comentarios como “¿no habrá sido una vaca muerta?”. Juro que era una serpiente enorme, pero desde ese día decidí no contar nunca más nada porque pensé que no me creerían. Por esas personas, nunca hasta hoy narré cosa alguna, tardé muchas décadas en reponerme.

Tandil era triste. El hotel era medio deprimente, de dos estrellas, muy verde y blanco, con árboles y un jardín exterior con forma de corredor al que daba nuestra habitación y la de mis tíos, que estaban con mi prima (hija única), Carmencita. Lo que más recuerdo de Tandil es mi primera masturbación en una cama de ese hotel triste, pero no puedo acordarme bien si fue con Tarzán o con el Príncipe Valiente en una de esas historietas maravillosas tipo Intervalo. El ejercicio de la memoria no es mi especialidad. Contrariando a Olmedo, ustedes no han dado con la persona indicada. “¡Álvarez, Álvarez!”, me pasé años escuchando ese tonito sin recordar que se trataba de otra genialidad de aquel incomparable personaje. Le va a suceder lo mismo que a Gardel, de quien se dice que cada día canta mejor. De Olmedo se dirá que cada día hace reír más. Es curioso ese afán de los argentinos por perpetuar a ciertos personajes: Gardel, Olmedo, Troilo, Fangio, Borges, luego será Maradona. En eso nos especializamos.

Recuerdo siempre la vieja librería jurídica de Valerio Abeledo, en Lavalle 1368. En sus paredes blancas estaba escrito: “Especializarse es una garantía”. En esa librería, donde tuve mi primer contacto con los libros, pasé unos años divertidos gracias a Totó, el hijo de Valerio, que me acogió junto con Pinty Grimoldi y, sobre todo, Alberto Fratantoni, compañeros míos del Ateneo de la Juventud. Los tres habíamos jugado al rugby en el glorioso Curupaytí. Totó tenía un amigo que se llamaba José Luis Torga, cuidador de caballos que a su vez era amigo de Pedro Pontorno. Alberto y yo nos habíamos entusiasmado con estos personajes, porque nuestro pasado –no tan pasado– de burreros de la popular nos permitía una presencia digna con Totó, una presencia de entendidos, de haber consumido muchos fines de semana con la Palermo Rosa como libro de cabecera. Sabíamos distinguir no sólo a los jockeys que como Pelusa