Mendigos de Dios - Papa Francisco - E-Book

Mendigos de Dios E-Book

Papa Francisco

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Beschreibung

El libro recoge las catequesis sobre la oración pronunciadas por el Papa Francisco en 2020 y 2021. En la primera de ellas narra el encuentro de Jesús con un mendigo, el ciego Bartimeo. Su oración es como un grito que sale del corazón, y que el cristiano puede imitar para dirigirse a Dios con una mayor confanza. Las palabras del papa hablan al corazón y son un encuentro vivo con Jesús a través de la Escritura, el Catecismo de la Iglesia católica y numerosos personajes de la historia.

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PAPA FRANCISCO

MENDIGOS DE DIOS

Catequesis sobre la oración

Del 6 de mayo al 24 de junio de 2020 y del 7 de octubre al 16 de junio de 2021

Prefacio de la Comunidad Ecuménica de Taizé

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Mendicanti di Dio. Catechesi Sulla preghiera

Prefacio: © Ateliers et Presses de Taizé

© 2021 by Librería Editrice Vaticana

© 2022 byEdiciones Rialp, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6148-3

ISBN (versión digital): 978-84-321-6149-0

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PREFACIO

1. EL MISTERIO DE LA ORACIÓN

2. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

3. EL MISTERIO DE LA CREACIÓN

4. LA ORACIÓN DE LOS JUSTOS

5. LA ORACIÓN DE ABRAHAM

6. LA ORACIÓN DE JACOB

7. LA ORACIÓN DE MOISÉS

8. LA ORACIÓN DE DAVID

9. LA ORACIÓN DE ELÍAS

10. LA ORACIÓN DE LOS SALMOS (I)

11. LA ORACIÓN DE LOS SALMOS (II)

12.JESÚS, HOMBRE DE ORACIÓN

13. JESÚS, MAESTRO DE ORACIÓN

14. LA ORACIÓN PERSEVERANTE

15. LA VIRGEN MARÍA, MUJER DE ORACIÓN

16. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA NACIENTE

17. LA BENDICIÓN

18. LA ORACIÓN DE SÚPLICA

19. LA ORACIÓN DE INTERCESIÓN

20. LA ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS

21. LA ORACIÓN DE ALABANZA

22. LA ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

23. LA ORACIÓN CON LAS SAGRADAS ESCRITURAS

24. REZAR EN LA LITURGIA

25. LA ORACIÓN EN LA VIDA COTIDIANA

26. LA ORACIÓN Y LA TRINIDAD (I)

27. LA ORACIÓN Y LA TRINIDAD (II)

28. REZAR EN COMUNIÓN CON MARÍA

29. REZAR EN COMUNIÓN CON LOS SANTOS

30. LA IGLESIA, MAESTRA DE ORACIÓN

31. LA ORACIÓN VOCAL

32. LA MEDITACIÓN

33. LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

34. EL COMBATE DE LA ORACIÓN

35. DISTRACCIONES, SEQUEDAD, ACEDIA

36. LA CERTEZA DE SER ESCUCHADOS

37. JESÚS, MODELO Y ALMA DE TODA ORACIÓN

38. PERSEVERAR EN EL AMOR

39. LA ORACIÓN PASCUAL DE JESÚS POR NOSOTROS

PREFACIO

LAS TREINTA Y NUEVE CATEQUESIS sobre la oración, recogidas en este volumen, fueron pronunciadas por el papa Francisco entre los meses de mayo de 2020 y junio de 2021. Se enmarcan bajo dos aspectos, en especial por su número y su amplitud de contenido. Y luego, por ir acompañando de algún modo las etapas de la pandemia del Covid-19.

Durante este período, el papa Francisco ha evocado a menudo las graves consecuencias de la crisis sanitaria, de su repercusión en nuestra sociedad y de la necesidad de prepararse para el futuro. En particular, mediante su encíclica Fratelli tutti,publicada en octubre de 2020 y dedicada a la “fraternidad y a la amistad social”, ha alertado sobre los profundos desafíos que la familia humana debe afrontar en la actualidad. Y precisamente ahora, quizá de un modo menos llamativo, ofrece estas meditaciones sobre la oración.

La elección del tema y su amplio desarrollo, ¿son acaso parte de la respuesta del papa a la crisis? En nuestra comunidad de Taizé estas meditaciones han tocado una cuerda sensible. Así lo hemos percibido y comentado entre nosotros. Esta preocupación por la vida interior, que caracteriza al papa Francisco, de la que el público suele ser menos consciente, debería ser mejor conocida. La catequesis que se recoge en este libro podría ser de gran utilidad para los jóvenes, y llegar a ser muy apreciada no solo para los católicos, sino para numerosos cristianos de distintos orígenes.

Es, por tanto, una alegría para nosotros prologar esta catequesis, con el deseo de que, como indica la raíz griega de esta palabra, puedan resonar y encontrar un amplio eco entre tantos lectores.

El sugerente título de este volumen, Mendigos de Dios, proviene del final de la primera catequesis, en la que se narra el encuentro de Jesús con Bartimeo, el mendigo ciego, camino de Jerusalén (cfr. Mc 10, 46-52). El papa Francisco no esconde su honda atracción por la figura de Bartimeo. La oración, ha comentado en sus primeras palabras, es «como un grito que sale del corazón del que cree y se confía en Dios».

Lo que golpea en estos textos es, sobre todo, su tono incisivo y a la vez humano. Todos ellos hablan con gran profundidad de la oración, pero también de la vida. Hablan directos al corazón. El papa Francisco está claramente inspirado por su larga experiencia de fe y por su contacto con las personas. Acude a textos del Catecismo de la Iglesia católica y también se inspira en varios personajes de la historia, en autores cristianos de la antigüedad como san Agustín o Evagrio Póntico, o en poetas como Dante o Charles Péguy. A menudo hace referencia, de un modo que conmueve, a sencillas conversaciones que ha mantenido con personas anónimas que, con sus palabras o su vida, han alimentado su reflexión. Y, sobre todo, queda de manifiesto que estas meditaciones son un encuentro vivo con las Escrituras y con Jesús, el Verbo de Dios hecho carne.

Tras dos meditaciones introductorias, una sobre el grito de Bartimeo (1) y otra sobre la oración de los cristianos (2), la catequesis se presenta en dos grupos. La primera serie (3 a 21) ofrece una extensa mirada sobre la oración a través de las Escrituras, desde las primeras páginas del Génesis, el Éxodo, el Libro de Samuel, de los Reyes y los Salmos, hasta los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Esta primera parte finaliza con cinco catequesis sobre las dimensiones esenciales de la oración: bendición, petición, intercesión, acción de gracias y alabanza. La perspectiva es personal y muy amplia: cada catequesis encuentra su propia unidad en una figura o tema bíblico. En la segunda serie (22 a 39), el papa se vuelve hacia la tradición viva de la oración y hacia la experiencia de los creyentes, y explora una amplia variedad de temas, desde las fuentes de la oración y sus horizontes hasta sus diversas expresiones personales y la lucha que lleva consigo. La aproximación es cada vez más específica, y va subrayando con más nitidez el lugar que ocupa la oración en la existencia humana del creyente.

Comunidad Ecuménica de Taizé

Nota del editor: la numeración de las catequesis, en esta edición, difiere ligeramente de la que puede consultarse en la web del Vaticano, porque incluye en el número 22 la pronunciada el 20 de enero de 2021 sobre la oración por la unidad de los cristianos.

1. EL MISTERIO DE LA ORACIÓN[1]

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy comenzamos un nuevo ciclo de catequesis sobre el tema de la oración. La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada. Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios.

Pensemos en la historia de Bartimeo, un personaje del Evangelio (cf. Mc 10, 46-52 y par.) y, os lo confieso, para mí el más simpático de todos. Era ciego y se sentaba a mendigar al borde del camino en las afueras de su ciudad, Jericó. No es un personaje anónimo, tiene un rostro, un nombre: Bartimeo, es decir, “hijo de Timeo”. Un día oye que Jesús pasaría por allí. Efectivamente, Jericó era un cruce de caminos de personas, continuamente atravesada por peregrinos y mercaderes. Entonces Bartimeo se pone a la espera: hará todo lo posible para encontrar a Jesús. Mucha gente hacía lo mismo, recordemos a Zaqueo, que se subió a un árbol. Muchos querían ver a Jesús, él también.

Este hombre entra, pues, en los Evangelios como una voz que grita a pleno pulmón. No ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente, lo percibe por la multitud, que en un momento dado aumenta y se avecina... Pero está completamente solo, y a nadie le importa. ¿Y qué hace Bartimeo? Grita. Y sigue gritando. Utiliza la única arma que tiene: su voz. Empieza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Y sigue así, gritando.

Sus gritos repetidos molestan, no resultan educados, y muchos le reprenden, le dicen que se calle. «Pero sé educado, ¡no hagas eso!». Pero Bartimeo no se calla, al contrario, grita todavía más fuerte: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Esa testarudez tan hermosa de los que buscan una gracia y llaman, llaman a la puerta del corazón de Dios. Él grita, llama. Esa frase: «Hijo de David», es muy importante, significa “el Mesías” —confiesa al Mesías—, es una profesión de fe que sale de la boca de ese hombre despreciado por todos.

Y Jesús escucha su grito. La plegaria de Bartimeo toca su corazón, el corazón de Dios, y las puertas de la salvación se abren para él. Jesús lo manda a llamar. Él se levanta de un brinco y los que antes le decían que se callara ahora lo conducen al Maestro. Jesús le habla, le pide que exprese su deseo —esto es importante— y entonces el grito se convierte en una petición: «¡Haz que recobre la vista!». (cf. v. 51).

Jesús le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (v. 52). Le reconoce a ese hombre pobre, inerme y despreciado todo el poder de su fe, que atrae la misericordia y el poder de Dios. La fe es tener las dos manos levantadas, una voz que clama para implorar el don de la salvación. El Catecismo afirma que «la humildad es la base de la oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559). La oración nace de la tierra, del humus —del que deriva “humilde”, “humildad”—; viene de nuestro estado de precariedad, de nuestra constante sed de Dios (cf. ibid., 2560-2561).

La fe, como hemos visto en Bartimeo, es un grito; la no fe es sofocar ese grito. Esa actitud que tenía la gente para que se callara: no era gente de fe, en cambio, él sí. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la no fe es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la no fe es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así.

Queridos hermanos y hermanas, empezamos esta serie de catequesis con el grito de Bartimeo, porque quizás en una figura como la suya ya está escrito todo. Bartimeo es un hombre perseverante. Alrededor de él había gente que explicaba que implorar era inútil, que era un vocear sin respuesta, que era ruido que molestaba y basta, que por favor dejase de gritar: pero él no se quedó callado. Y al final consiguió lo que quería.

Más fuerte que cualquier argumento en contra, en el corazón de un hombre hay una voz que invoca. Todos tenemos esta voz dentro. Una voz que brota espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que se interroga sobre el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente cuando nos encontramos en la oscuridad: «¡Jesús, ten compasión de mí! ¡Jesús, ten compasión de mí!». Hermosa oración esta.

Pero ¿acaso estas palabras no están esculpidas en la creación entera? Todo invoca y suplica para que el misterio de la misericordia encuentre su cumplimiento definitivo. No rezan solo los cristianos: comparten el grito de la oración con todos los hombres y las mujeres. Pero el horizonte todavía puede ampliarse: Pablo dice que toda la creación «gime y sufre los dolores del parto» (Rom 8, 22). Los artistas se hacen a menudo intérpretes de este grito silencioso de la creación, que pulsa en toda criatura y emerge sobre todo en el corazón del hombre, porque el hombre es un “mendigo de Dios” (cf. CIC, 2559). Hermosa definición del hombre: “mendigo de Dios”. Gracias.

[1] Audiencia general. Biblioteca del Palacio Apostólico. 6 de mayo de 2020.

2. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO[1]

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy damos el segundo paso en el camino de la catequesis sobre la oración que comenzó la semana pasada.

La oración pertenece a todos: a la gente de cualquier religión, y probablemente también a aquellos que no profesan ninguna. La oración nace en el secreto de nosotros mismos, en ese lugar interior que los autores espirituales suelen llamar “corazón” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2562-2563). Lo que reza, entonces, en nosotros no es algo periférico, no es una facultad secundaria y marginal nuestra, sino que es el misterio más íntimo de nosotros mismos. Este misterio es el que reza. Las emociones rezan, pero no se puede decir que la oración es solo emoción. La inteligencia reza, pero rezar no es solo un acto intelectual. El cuerpo reza, pero se puede hablar con Dios incluso en la más grave discapacidad. Por lo tanto, es todo el hombre el que reza, si su “corazón” reza.

La oración es un impulso, es una invocación que va más allá de nosotros mismos: algo que nace en lo profundo de nuestra persona y se proyecta, porque siente la nostalgia de un encuentro. Esa nostalgia que es más que una necesidad: es un camino. La oración es la voz de un “yo” que se tambalea, que anda a tientas, en busca de un “Tú”. El encuentro entre el “yo” y el “Tú” no se puede hacer con las calculadoras: es un encuentro humano y muchas veces se va a tientas para encontrar el “Tú” que mi “yo” estaba buscando.

La oración del cristiano nace, en cambio, de una revelación: el “Tú” no ha permanecido envuelto en el misterio, sino que ha entrado en relación con nosotros. El cristianismo es la religión que celebra continuamente la “manifestación” de Dios, es decir, su epifanía. Las primeras fiestas del año litúrgico son la celebración de este Dios que no permanece oculto, sino que ofrece su amistad a los hombres. Dios revela su gloria en la pobreza de Belén, en la contemplación de los Reyes Magos, en el bautismo en el Jordán, en el milagro de las bodas de Caná. El Evangelio de Juan concluye el gran himno del Prólogo con una afirmación sintética: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». Fue Jesús el que nos reveló a Dios.

La oración del cristiano entra en relación con el Dios de rostro más tierno, que no quiere infundir miedo alguno a los hombres. Esta es la primera característica de la oración cristiana. Si los hombres estaban acostumbrados desde siempre a acercarse a Dios un poco intimidados, un poco asustados por este misterio, fascinante y terrible, si se habían acostumbrado a venerarlo con una actitud servil, similar a la de un súbdito que no quiere faltar al respeto a su señor, los cristianos se dirigen en cambio a Él atreviéndose a llamarlo con confianza con el nombre de “Padre”. Todavía más, Jesús usa otra palabra: “Papá”.

El cristianismo ha desterrado del vínculo con Dios cualquier relación “feudal”. En el patrimonio de nuestra fe no hay expresiones como “sometimiento”, “esclavitud” o “vasallaje”, sino palabras como “alianza”, “amistad”, “promesa”, “comunión”, “cercanía”. En su largo discurso de despedida a los discípulos, Jesús dice así: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda» (Jn 15, 15-16). Pero este es un cheque en blanco: «Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concedo».

Dios es el amigo, el aliado, el esposo. En la oración podemos establecer una relación de confianza con Él, tanto que en el “Padre Nuestro” Jesús nos ha enseñado a hacerle una serie de peticiones. A Dios podemos pedirle todo, todo, explicarle todo, contarle todo. No importa si en nuestra relación con Dios nos sentimos en defecto: no somos buenos amigos, no somos hijos agradecidos, no somos cónyuges fieles. Él sigue amándonos. Es lo que Jesús demuestra definitivamente en la última cena, cuando dice: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 20). En ese gesto Jesús anticipa en el Cenáculo el misterio de la Cruz. Dios es un aliado fiel: si los hombres dejan de amar, Él sigue amando, aunque el amor lo lleve al Calvario. Dios está siempre cerca de la puerta de nuestro corazón y espera que le abramos. Y a veces llama al corazón pero no es invadente: espera. La paciencia de Dios con nosotros es la paciencia de un papá, de uno que nos quiere mucho. Yo diría que es la paciencia junta de un papá y de una mamá. Siempre cerca de nuestro corazón, y cuando llama lo hace con ternura y con tanto amor.

Tratemos todos de rezar de esta manera, entrando en el misterio de la Alianza. A meternos en la oración entre los brazos misericordiosos de Dios, a sentirnos envueltos por ese misterio de felicidad que es la vida trinitaria, a sentirnos como invitados que no se merecían tanto honor. Y a repetirle a Dios, en el asombro de la oración: ¿Es posible que Tú solo conozcas el amor? Él no conoce el odio. Él es odiado, pero no conoce el odio. Conoce solo amor. Este es el Dios al que rezamos. Este es el núcleo incandescente de toda oración cristiana. El Dios de amor, nuestro Padre que nos espera y nos acompaña.

[1] Audiencia general. Biblioteca del Palacio Apostólico. 13 de mayo de 2020.

3. EL MISTERIO DE LA CREACIÓN[1]

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos nuestra catequesis sobre la oración, meditando sobre el misterio de la Creación. La vida, el simple hecho de existir, abre el corazón del ser humano a la oración.

La primera página de la Biblia se parece a un gran himno de acción de gracias. El relato de la Creación está ritmado por ritornelos donde se reafirma continuamente la bondad y la belleza de todo lo que existe. Dios, con su palabra, llama a la vida, y todas las cosas entran en la existencia. Con la palabra, separa la luz de las tinieblas, alterna el día y la noche, intervala las estaciones, abre una paleta de colores con la variedad de las plantas y de los animales. En este bosque desbordante que rápidamente derrota al caos, el hombre aparece en último lugar. Y esta aparición provoca un exceso de exultación que amplifica la satisfacción y el gozo: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gn 1, 31). Bueno, pero también bello: se ve la belleza de toda la Creación.

La belleza y el misterio de la Creación generan en el corazón del hombre el primer movimiento que suscita la oración (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2566). Así dice el Salmo octavo que hemos escuchado al principio: «Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que fijaste tú, ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán, para que de él te cuides?» (vv. 4-5). El hombre orante contempla el misterio de la existencia a su alrededor, ve el cielo estrellado que lo cubre —que los astrofísicos nos muestran hoy en día en toda su inmensidad— y se pregunta qué diseño de amor debe haber detrás de una obra tan poderosa... Y, en esta inmensidad ilimitada ¿qué es el hombre? “Qué poco”, dice otro salmo (cf. 89, 48): un ser que nace, un ser que muere, una criatura fragilísima. Y, sin embargo, en todo el universo, el ser humano es la única criatura consciente de tal profusión de belleza. Un ser pequeño que nace, muere, hoy está y mañana ya no, es el único consciente de esta belleza. ¡Nosotros somos conscientes de esta belleza!

La oración del hombre está estrechamente ligada al sentimiento de asombro. La grandeza del hombre es infinitesimal cuando se compara con las dimensiones del universo. Sus conquistas más grandes parecen poca cosa... Pero el hombre no es nada. En la oración, se afirma rotundamente un sentimiento de misericordia. Nada existe por casualidad: el secreto del universo reside en una mirada benévola que alguien cruza con nuestros ojos. El Salmo afirma que somos poco menos que un Dios, que estamos coronados de gloria y de esplendor (cf. 8, 6). La relación con Dios es la grandeza del hombre: su entronización. Por naturaleza no somos casi nada, pequeños, pero por vocación, por llamada, ¡somos los hijos del gran Rey!

Esta es una experiencia que muchos de nosotros han tenido. Si la trama de la vida, con todas sus amarguras, corre a veces el riesgo de ahogar en nosotros el don de la oración, basta con contemplar un cielo estrellado, una puesta de sol, una flor..., para reavivar la chispa de la acción de gracias. Esta experiencia es quizás la base de la primera página de la Biblia.

Cuando se escribió el gran relato bíblico de la Creación, el pueblo de Israel no estaba atravesando días felices. Una potencia enemiga había ocupado su tierra; muchos habían sido deportados, y se encontraban ahora esclavizados en Mesopotamia. No había patria, ni templo, ni vida social y religiosa, nada.

Y, sin embargo, partiendo precisamente de la gran historia de la Creación, alguien comenzó a encontrar motivos para dar gracias, para alabar a Dios por la existencia. La oración es la primera fuerza de la esperanza. Tú rezas y la esperanza crece, avanza. Yo diría que la oración abre la puerta a la esperanza. La esperanza está ahí, pero con mi oración le abro la puerta. Porque los hombres de oración custodian las verdades basilares; son los que repiten, primero a sí mismos y luego a todos los demás, que esta vida, a pesar de todas sus fatigas y pruebas, a pesar de sus días difíciles, está llena de una gracia por la que maravillarse. Y como tal, siempre debe ser defendida y protegida.

Los hombres y las mujeres que rezan saben que la esperanza es más fuerte que el desánimo. Creen que el amor es más fuerte que la muerte, y que sin duda un día triunfará, aunque en tiempos y formas que nosotros no conocemos. Los hombres y mujeres de oración llevan en sus rostros destellos de luz: porque incluso en los días más oscuros el sol no deja de iluminarlos. La oración te ilumina: te ilumina el alma, te ilumina el corazón y te ilumina el rostro. Incluso en los tiempos más oscuros, incluso en los tiempos de dolor más grande.

Todos somos portadores de alegría. ¿Lo habíais pensado? ¿Que eres un portador de alegría? ¿O prefieres llevar malas noticias, cosas que entristecen? Todos somos capaces de portar alegría. Esta vida es el regalo que Dios nos ha dado: y es demasiado corta para consumirla en la tristeza, en la amargura. Alabemos a Dios, contentos simplemente de existir. Miremos el universo, miremos sus bellezas y miremos también nuestras cruces y digamos: «Pero, tú existes, tú nos hiciste así, para ti». Es necesario sentir esa inquietud del corazón que lleva a dar gracias y a alabar a Dios. Somos los hijos del gran Rey, del Creador, capaces de leer su firma en toda la creación; esa creación que hoy nosotros custodiamos, pero en esa creación está la firma de Dios que lo hizo por amor. Que el Señor haga que lo entendamos cada vez más profundamente y nos lleve a decir “gracias”: y ese “gracias” es una hermosa oración.

[1] Audiencia general. Biblioteca del Palacio Apostólico. 20 de mayo de 2020.

4. LA ORACIÓN DE LOS JUSTOS[1]

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Dedicamos la catequesis de hoy a la oración de los justos.

El plan de Dios para la humanidad es bueno, pero en nuestra vida diaria experimentamos la presencia del mal: es una experiencia diaria. Los primeros capítulos del Libro del Génesis describen la expansión progresiva del pecado en las vivencias humanas. Adán y Eva (cf. Gn 3, 1-7) dudan de las intenciones benévolas de Dios, pensando que se trate de una deidad envidiosa que impide su felicidad. De ahí la rebelión: ya no creen en un Creador generoso que desea su felicidad. Su corazón, cediendo a la tentación del Maligno, es presa de delirios de omnipotencia: «Si comemos el fruto del árbol, nos haremos semejantes a Dios» (cf. v. 5). Y esta es la tentación: esta es la ambición que penetra en el corazón. Pero la experiencia va en la dirección opuesta: sus ojos se abren y descubren que están desnudos (v. 7), sin nada. No lo olvidéis: el tentador es un mal pagador, paga mal.

El mal se vuelve aún más arrollador con la segunda generación humana, es más fuerte: es la historia de Caín y Abel (cf. Gn 4, 1-16). Caín tiene envidia de su hermano: está presente el gusano de la envidia; aunque es el primogénito, ve a Abel como un rival, uno que amenaza su primacía. El mal se asoma a su corazón y Caín es incapaz de dominarlo. El mal empieza a penetrar en el corazón: los pensamientos son siempre los de mirar mal al otro, con sospecha. Y esto sucede también con el pensamiento: “Este es malo, me perjudicará”... Y este pensamiento se va abriendo paso en el corazón. Y así la historia de la primera fraternidad termina con un asesinato. Pienso, hoy, en la fraternidad humana... guerras por doquier.

En la descendencia de Caín se desarrollan los oficios y las artes, pero también se desarrolla la violencia, expresada en el siniestro cántico de Lámec, que suena como un himno de venganza: «Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lámec lo será setenta y siete» (Gn 4, 23-24). La venganza: «Lo has hecho ¡vas a pagarlo!». Pero eso no lo dice el juez, lo digo yo. Y yo me vuelvo juez de la situación. Y así el mal se propaga como un incendio hasta ocupar todo el cuadro: «Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo...» (Gn 6, 5). Los grandes frescos del diluvio universal (cap. 6-7) y la torre de Babel (cap. 11) revelan que es necesario un nuevo comienzo, como una nueva creación, que tendrá su cumplimiento en Jesucristo.