Merengue bien bailao - César Hernández Coria - E-Book

Merengue bien bailao E-Book

César Hernández Coria

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Beschreibung

¿Qué puede hacer un niño cuando su propia familia lo abandona, lo rechaza o simplemente lo explota? ¿Qué futuro tiene quien ha crecido sin oportunidades? El Negro y sus cuates comparten experiencias muy parecidas de abuso y des-amparo. Por eso, cuando se encuentran, se hacen uña y mugre de inmediato. Los lazos que crean les darán la posibilidad de protegerse unos a otros al ir creciendo. Lo grave es que, para un grupo de muchachos sin opciones, las leyes empiezan a perder importancia. Robar puede ser el único modo de sobrevivir, pero también puede significar verse atrapado en un círculo vicioso de violencia y sufrimiento. ¿Se puede salir de algo así? El Negro lo ha intentado más de una vez…

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∴Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva∴

MERENGUE BIEN BAILAO Primera edición: diciembre 2023 ISBN: 978-607-8773-73-2 © César Hernández Coria © Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com Trópico de Escorpio

Diseño editorial: Karina Flores

HECHO EN MÉXICO

CAPÍTULO I

La noche que recibió su primer balazo, el Negro tuvo tiempo para reflexionar con calma sobre la vida y sobre la manera en que él la vivía. Mientras lo alcanzaba la madrugada, acostado en el consultorio de su doctor de confianza, se preguntó si los riesgos, las carreras para salvar el pellejo, la tensión —que a veces se sentía como un pozo; un vacío interminable en la boca del estómago— y los días o semanas de paciencia e incertidumbre, valían la pena. Y como en otras ocasiones en las que había hecho examen de conciencia, no encontró demasiado qué cambiar o mucho que reprocharse. O al menos eso me dijo. Tras considerar todas sus circunstancias, esa noche volvió a decidir que él era quien era; que había muchas cosas que escapaban a su comprensión o su control, y que lo mejor que podía hacer era encarar las broncas como y cuando vinieran. Después de todo, llevaba casi siete años sobreviviendo solo y sin trabajar, y apenas había cumplido los dieciocho.

Conocí al Negro en una fiesta que se hizo en casa de mis vecinas las Meza, pero su nombre completo, José Alfredo Rivas García, no lo supe sino hasta un año después, cuando un amigo que estudiaba Derecho (yo estaba en Comunicación y Periodismo) y un servidor, lo fuimos a sacar de la delegación tras una bronca de bar. Iba pedo y madreado, pero contento, porque Nadia al fin le había dicho que sí lo quería. Aunque eso debo contarlo después, no quiero adelantarme. La fiesta que digo era un cumpleaños bastante desangelado. A pesar de los esfuerzos de las Meza y de los dos bafles que un primo sonidero les había prestado, aquello no arrancaba. Hasta que llegó el Negro.

La mayor parte de los invitados éramos menores de edad, pero como buenos adolescentes de barrio, bebíamos cualquier cosa que se nos pusiera delante, sobre todo si no teníamos que pagarla. Por eso, cuando José Alfredo y dos de sus cuates llegaron con diez o doce caguamas en sus mochilas, no hubo nadie que les hiciera el feo. La mamá de las Meza, un poco por salvar las apariencias, dijo que solo los que tuvieran dieciocho o más podían beber y advirtió que ella nos iba a estar vigilando. El Negro resolvió ese problema comprando en la tienda unas botellas de Coca-Cola de dos litros, que entonces todavía se llamaban «zeppelins», les tiró un cuarto y lo repuso con Bacardí. De modo que, aunque la buena señora se las oliera, a la vista de los vecinos y familiares presentes, que era lo que en verdad la preocupaba, los chamacos tomábamos refresco y solo los «grandes» (es decir, los más altos o los que se dejaban el bigote, como el Negro, que entonces tenía 17), se servían vasos de cerveza con ostentación.

El resultado fue curioso. La pachanga estalló como si le hubieran prendido fuego. Sin necesidad de celulares, que aún no existían, para correr la voz, el número de invitados de todas las edades se duplicó. Se bailó bien y se bebió bonito durante unas tres horas, pero para las doce la mayor parte de los chavos ya se habían ido a sus casas; fumigados de tanto alcohol los chamacos y discretamente alumbradas, pero más prudentes la niñas, no fuera a ser que sus papás les armaran bronca, con su correspondiente tanda de cinturonazos, por llegar tarde. De entre los pocos chavos que se quedaron a seguirla, en lo que entonces se volvió reunión de adultos, estaban los que no reconocían autoridad, como el Negro y el Gacelo, que ya no vivían en sus casas; los que de plano no contaban con autoridades reconocibles aunque las quisieran, como Lulú, que andaba por los catorce y era hija de la Venada, una alcohólica que pasaba días sin acordarse de ella, y que cuando «se ahogaba», como decía la niña, de plano la dejaba toda la noche afuera del jacal de tablas y lámina de cartón en que las dos vivían; o los que, como yo, tenían un rato de manga ancha. En mi caso porque era hijo único y mis padres, que tenían puestos en un par de mercados sobre ruedas, salían seguido de viaje a provincia para buscar y comprar parte de su mercancía, así que no tenía a nadie que me estorbara para salir de pachanga.

Ya había empezado el rumor de que había unos quince años en Santa Paz, que era la colonia vecina, y seguro nos hubiéramos ido todos en no más de media hora, de no ser porque Don Pedro se unió a la fiesta. Le decíamos así por la botella de brandy que sin fallar llevaba a las fiestas y porque se vestía siempre de saquito y corbata. Su oficio era cantar y tocar la guitarra en varios restaurantes y por aquel entonces se veía ya cuarentón y algo calvo. Vencido por la vida, pero en buena lid, de ésa que implica tener poco y reventar sin ruido a cambio de hacer para siempre lo que te da la gana y sin pedirle favores a nadie. A pesar de que trabajaba casi a diario, el gusto por cantar no se le quitaba nunca. Ya antes lo habíamos escuchado, haciendo rendir las últimas gotas de la botella y de la garganta. A veces completamente ronco, pero incapaz de callarse. Lo cierto es que nunca tuvo una gran voz, pero esa noche en específico, el Negro le hizo el quite y tuvo un éxito enorme.

El padre de José Alfredo fue mariachi de los de a deveras. Murió en un choque cuando su hijo tenía cinco años. Iba junto con otros seis colegas con los que había ido a tocar en una boda de pueblo, en el estado de Hidalgo. Venían de regreso en la madrugada del tercer día, más enfiestados que los propios novios, cuando se salieron de la carretera y dieron varias vueltas de campana para terminar en el fondo de una barranca. Mientras le ayudábamos a aceitar las ruedas de su silla, el único sobreviviente nos juró años después que iban tan, pero tan borrachos, que si la camioneta se hubiera quedado sin gasolina, la hubieran podido llevar hasta el df meando por turnos en el tanque. De su padre, amén del nombre de cantautor de rancheras, el Negro solo heredó el gusto por la música y la fiesta, y un puño de acetatos rayados de tanto usarse, que él mismo acabó de fregar en un par de años, de tanto ponerles encima la aguja gastada de su tornamesa.

Pero en fin, me salgo del tema. Esa noche el Negro cantó durante horas. Se las sabía todas y todas las cantaba bien. Viejitas y modernas, rancheras y boleros, corridos, tropicales, rock y pop, aunque las dos últimas categorías las interpretaba casi siempre a capela porque Don Pedro no las sabía tocar en la guitarra. Andando el tiempo me enteré de que, al morir el padre, su mamá salía a trabajar todo el día y una vecina tenía el encargo de recogerlo de la escuela y asegurarse de que quedara bien encerrado en casa antes de irse ella misma a trabajar. Durante toda la tarde no tenía otra compañía que la radio, así que el niño se dedicó a aprenderse todo lo que le sonaba bien hasta convertirse en una rockola. Los que nunca lo habíamos escuchado estábamos en verdad fascinados. Tenía buena voz, pero no era eso lo que en realidad llamaba la atención, sino el modo en que cuando cantaba parecía hacerse otro y alcanzar una dignidad que nadie recordaba haberle visto nunca. Él, un chamaco que era todo risas, baile y chacota, podía cantar con una melancolía que se sentía vieja y rota, de esas de ala en tierra y hambre llevada a plazos, que hacía llorar a los muy ancianos y a los muy borrachos. Aquella noche escuché por primera vez El abandonado, que un señor como de ochenta años pidió y acompañó con tres tequilas sin que le temblara la mano.

Me abandonaste mujer porque soy muy pobre Y por tener la desgracia de ser casado Abandonado, sea por el amor de Dios.

Por supuesto, las canciones rancheras eran de las más solicitadas y el Negro hizo leyenda con aquello de…

En el tren de la ausencia me voy. Mi boleto no tiene regreso. Lo que tengas de mí te lo doy, pero yo te devuelvo tus besos.

Pero lo que más le gustaba era cantar boleros y canciones de trova, que dedicaba para una o para otra escuincla según le daba la gana. No es que siempre le funcionara, porque muy agraciado no era, pero yo soy testigo de que más de una le puso ojitos tiernos cuando cantaba:

Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras Cuando tú te hayas ido, con mi dolor a solas, recordaré ese idilio de las azules horas…

Y a la susodicha nada más le faltaba entonces ponerse azul. Aunque algunas de ellas, según me contó el Negro después, tras darle gusto al gusto, aprovechaban para preguntarle qué significaba exactamente idilio. Y él, ni siquiera de jovencito, tuvo problemas para inventarles la respuesta.

Lo cierto es que aquella noche hubo éxito, pero no demasiada suerte, y él, el Gacelo, una tal Wendy conocida de ellos y yo, salimos de casa de las Meza a eso de las tres de la mañana. Yo vivía a dos cuadras, hubiera podido zafarme en ese momento, decir hasta luego, y entonces este libro sobre el Negro lo hubiera escrito otro o de plano hubiera quedado sin escribirse. Aunque quién sabe, si se hubiera llegado a saber en su momento lo que pasó entre él y la gente del Zopi, igual y ahorita le sobrarían biógrafos y hasta un corrido tendría.

Bueno, de nuevo, no me adelanto. Lo cierto es que, como periodista, sé que hay cosas que no podían quedarse sin contar, cuestiones que es mejor aclarar antes de que el tiempo se las lleve por completo. Además, puedo afirmar que muy pocas personas conocieron a José Alfredo como yo. Y aquellos que dicen que nunca fui realmente su amigo, que no éramos tan cercanos, tienen que considerar que después de la muy comentada muerte de Nadia, el Negro fue a buscarme a mí y decidió confiar en mí para sacar a su familia del país. Me pidió ese favor aun cuando sabía que el Zopi y su gente lo buscaban, y que siendo así, hasta su sombra hubiera querido pintar una raya y dejarlo solo.

Volviendo a la noche de la fiesta, me fui con ellos porque sentía algo de curiosidad, ganas de ver cómo acababan la juerga esos dos, que eran justo del tipo con el que mi familia me hubiera prohibido juntarme a toda costa. Por entrometido, por loco, por desocupado o hasta por pendejo, los acompañé a dejar a la muchacha a su casa. Aunque, si he de ser sincero, de haber sabido que menos de una hora después iba a correr el riesgo de que me abrieran la cabeza a tubazos, no hubiera ido ni amarrado.

CAPÍTULO II

El Negro y yo charlamos un poco de camino a la casa de Wendy, con esos diálogos cortos y secos de los adolescentes que tratan de mostrar simpatía sin arriesgarse a parecer otra vez niños. La muchacha y el Gacelo cuchicheaban detrás de nosotros. Así anduvimos una media hora. Al llegar a nuestro destino volteamos y nos encontramos con la sorpresa de que ellos se habían quedado unos metros atrás y estaban fajando muy a su gusto, recargados en un viejo Galaxy. Al Negro le dio risa y me la contagió.

—Ni pedo, carnal —me dijo estoico—. Vámonos, que ya sobramos.

Y empezamos a desandar el camino, porque los dos vivíamos más o menos cerca del lugar de la fiesta y nos habíamos alejado bastante, de hecho, más de lo conveniente, porque tanto nuestra colonia como las vecinas eran de reciente formación y ni el alumbrado público ni el asfalto en las calles eran comunes.

Platicábamos de nuevo, ya con más confianza, cuando de atrás de una esquina salieron dos tipos a encararse con nosotros mientras que otros dos, que hasta entonces se habían escondido detrás de la media barda de un terreno baldío, nos cerraban el paso por atrás. Cuatro. No mucho mayores que nosotros, pero sí con más intención de acabar la noche a costa del prójimo. Un gordo muy alto, con dientes echados hacia afuera, se paró frente al Negro con un tubo en la mano. Por unos segundos y gracias al foco que tenía en la puerta una casa cercana, pude ver bien ese tubo y después ya me fue imposible dejar de mirarlo. Era un trozo de vieja tubería de agua, de hierro colado y con un cople soldado en la punta, que me recordó un poco una maza medieval que había visto en algún libro. El estómago se me hizo del tamaño de un puño y solo tuve una certeza: no quería que nadie me golpeara con algo como eso. Casi podía sentir los huesos de mi brazo rompiéndose bajo su peso. No quería que ese tubo me tocara y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de evitarlo.

Estaba a punto de girar en un intento de escape, cuando entre el pánico escuché la voz del Negro, que con sus modos campechanos y una calma envidiable, empezó a hablar con el gigante.

—Tranquilo, carnal. Ira, aquí traigo trescientos mil varos. Quédatelos en buen pedo y aquí no ha pasado nada —y al decirlo, con las dos manos levantadas, hacía un gesto señalando su cintura como pidiendo permiso para sacar la cartera de la bolsa de atrás de los jeans.

Si el tipo del tubo hubiera aceptado la propuesta, las cosas se hubieran quedado así y el atraco hubiera podido pasar al anecdotario para ambas partes, pero el gordo, a quien después supimos le decían el Lepras, porque además de su lindo hocico tenía la cara carcomida de acné, no solo quería dinero. Era de esos que les gusta que venga con sangre. Después volví a ver el tipo repetido muchas veces: policías, soldados, narcos, padrotes, jueces, abogados… Como si fuera una enfermedad de la que nada más los seres humanos presentan contagio. Le das lo que quiere a alguien porque no puedes negárselo, porque dependes de él o porque tiene un arma en la mano o porque tiene a alguien de tu familia; alguien que te habla aterrorizado por teléfono, lo mismo desde una cárcel que desde una casa de seguridad; en fin, como sea, entregas lo que se te ha pedido y entonces te das cuenta de que no es eso lo único que quieren; que el dinero puede pasar a segundo plano porque hay hijos de puta que gozan con el miedo y el dolor ajenos. Los hay con órdenes y sin ellas; con placas, nombramientos, títulos o simples máscaras; con fusiles de asalto, granadas y camionetas blindadas, o con un tubo medio oxidado que duele a simple vista y pesa lo que el miedo en su balanza diga que pesa. El caso es que, cuando topas con ellos, algo en ti sabe que el dinero no basta, que hay un puño de carne y sangre a pagar más temprano que tarde, por la jodida suerte de que se hayan cruzado en tu camino. Con lo que el Negro nunca estuvo de acuerdo, fue con pagar esas deudas de su propia bolsa.

La misma madrugada, pero ya en mi casa, reconstruimos lo que pasó. De otro modo no hubiéramos logrado dormir. Los dos que estaban a nuestra espalda se habían quedado a unos diez metros, sin acercarse más, como si nada más quisieran cortarnos el escape y no participar de manera directa. Nunca sabré si fue indecisión o escrúpulo ante lo que esperaban que sucediera, pero a eso y a la rapidez del Negro, le debimos la vida o al menos la salud. El gordo, sin bajar el tubo y con la lengua un poco torpe dijo algo como: cállate, pendejo y saca la cartera, y se acercó a José Alfredo, que sin quitar el gesto conciliador se llevó la mano a la bolsa. El Lepras trató de darle un tubazo, que Alfredo evitó de la única manera posible: saltando hacia adelante. Si se hubiera dejado llevar por el miedo, de seguro hubiera retrocedido y entonces la punta del tubo, dirigida a su cabeza, casi seguro, hubiera hecho contacto en el rostro o el pecho. Incluso, en el improbable caso de que hubiera logrado evitarlo del todo, estaría aún a la distancia correcta para que el otro lo intentara de nuevo. Pero tal como lo hizo, el Negro recibió en el hombro los brazos del Lepras y se encontró bien recargado contra su pecho, aprovechando además la embestida para pegarle dos veces —con la mano que venía del bolsillo— en la entrepierna.

Aquí hay que decir algo del modo de pelear del Negro: no le gustaba la bronca ni se prendía por cualquier cosa, pero cuando lo hacía, no solo era madrugador, sino rápido como un gato y mañoso como el que más. Peleaba de cerca siempre, metiéndose en la guardia del otro, entorpeciéndole el uso de un arma y hasta de los propios brazos mientras él golpeaba con puños y codos, daba rodillazos, cabezazos, o ya puesto en un trance como el de entonces, usaba su navaja de muelles. También hay que decir a su favor que nunca usó un arma sino en defensa propia.

El berrido del gigante hubiera tenido que hacerme notar que aquello había sido más que un golpe, pero en ese momento yo nada más tuve ojos para el tubo y sobre él me lancé. Si alguien iba a usarlo era yo. Se lo arranqué de las manos y me giré justo a tiempo para descalabrar al primero de los dos rezagados, que repuestos de la sorpresa venían ya contra nosotros. El Negro, mientras tanto, acababa de darle un piquete en el estómago al segundo de los fronteros que, cogido por sorpresa, apenas alcanzó a girar la inútil cadena que traía al pleito.

El último de los gandallas se vio de pronto en desventaja y correteado casi dos cuadras por nosotros, que aullábamos de pura adrenalina. Como al fin no íbamos a alcanzarlo, tomamos por otra calle y en unos diez minutos de carrera llegamos a mi casa sofocados y hasta un poco temblorosos.

Alfredo entró al baño a lavarse la sangre y solo entonces pude pensar con calma en lo que había pasado. No me cabía en la cabeza que hubiéramos salido vivos, ilesos y además vencedores.

Cuando salió del baño secándose con una toalla que todavía quedó algo rosada, me dijo entre risas de alivio y respiración entrecortada:

—¡No mames, carnal, yo pensé que no te ibas a meter! ¡Me cae que ya me hacía, cuando menos, en el hospital!

Y yo, también riendo y sin saber muy bien de qué, me escuché contestándole.

—Te pasas de pendejo. La verdad, todavía me tiemblan las piernas. Por poquito salgo hecho la madre. ¿Cómo se te ocurrió ponerte al pedo? Y eso que te inventaste de los trescientos mil pesos, ¿quién chingados te lo iba a creer?

Es útil apuntar que antes del cambio de la moneda, trescientos mil pesos no eran tanto como ahora. El salario mínimo andaba por los tres mil diarios, pero aun así era demasiado como para que un adolescente lo trajera encima.

El Negro me miró ya serio.

—No me inventé nada, valedor. Aquí los traigo, pero el güey ese no los quiso —dijo sacando un rollo de billetes del bolsillo interior de la chamarra—. Y lo que es a mí, nadie me pone la mano encima.

Con el tiempo llegué a entender que, en el caso de Alfredo, esa frase más bien quería decir que, después de lo mal que ya le había ido, no parecía dispuesto a aguantar nada más.

El Negro estaba resentido con la vida de un modo curioso. No es que pareciera frustrado o deprimido, solo tenía el convencimiento de que para él, al menos durante sus primeros años, suerte había sido el apellido y mala el nombre de pila. Esto es, por supuesto, lo mismo que le dicen a sus familias todos los que a diario se sientan en la sala de la casa con la cerveza en la mano; lo que cuentan los que piden prestado en la cantina a los amigos y a los extraños; hasta los que se sientan a conversar con medio mundo en el parque después de pasear al perro: «es que la suerte no estaba conmigo», «nací con mala estrella», «me tocó que el santo estuviera de espaldas». Lo extraordinario en mi amigo era, en primer lugar, que el descubrimiento de su sino llegó cuando todavía era un niño, y en segundo, que podía recordar con exactitud cuándo surgió en su conciencia. La muerte de su padre le hizo sospecharlo, las tardes en solitario le reafirmaron la idea, pero la certidumbre absoluta llegó de pronto, en una bicicleta despintada.

CAPÍTULO III

Ezequiel trabajaba en la misma tintorería que la madre del Negro, haciendo el reparto a domicilio. Una noche, ella, que trabajaba de pie desde las nueve de la mañana, dijo entre risas que tenía los pies hinchados como canoas. Entonces él le quitó el bolso, lo puso en la canastilla de la bicicleta y la llevó a su casa montada en el portabultos. La noche siguiente volvió a hacerlo a pesar de que ella protestó un poco, y siguió haciéndolo durante toda la semana. El sábado por la noche, y en vista de que la tintorería no abría los domingos, ella lo invitó a pasar para que tomara un café. El Negro cenó con ellos y después los espió desde su cuarto, que no tenía puerta sino apenas una cortina. Cuando el café se terminó, el hombre simplemente se quitó la camisa, la puso en el respaldo de una silla y entró en la habitación de su madre. Al otro día trajo sus cosas en una maleta vieja, con los cierres torcidos en una inútil mueca de cansancio, y en un costal de lona remendado con trozos de mezclilla deslavada, y se quedó a vivir con ellos.

El hombre no bebía. Trabajaba y arreglaba las cosas que estaban mal en la casa. El Negro hubiera podido aprender a quererlo, pese a sus frases bruscas y a su rostro siempre ceñudo, de no ser por una sola cosa: Ezequiel lo odiaba. No soportaba su presencia. Para el hombre, Alfredo era el peor recordatorio de que «comía plato de segunda mesa», como solía decir a gritos cuando la pareja peleaba; lo que al principio era raro y meses después se volvió cotidiano. Con esa idea fija, no dejaba pasar ocasión para hacerle sentir al muchachito que aquella había dejado de ser su casa.

Comenzó con las miradas. A veces, cuando su madre salía al mercado o trabajaba tiempo extra, Ezequiel veía al niño de una manera hosca, buscándole los ojos como en un reto sordo. Alfredo trataba de sostenerle la mirada a ese extraño que se había impuesto como nuevo rey en su casa. Lo lograba durante algunos minutos, pero siempre terminaba por huir a su cuarto y meterse debajo de la cama hasta que su madre volviera. Hubiera querido decirle a ella algo, pero aún no sabía cómo explicarle que, cuando no estaba, la negrura de los ojos de Ezequiel lo invadía todo y lo obligaba a correr y a esconderse con la respiración agitada y el estómago hecho un puño, como un animal herido dentro de él mismo. Las pocas veces que trató de hacerse entender, su madre le preguntó: «¿tú qué hiciste para que se enojara? De algún modo lo molestaste». Y es que su madre estaba encantada con ese hombre callado que no se iba de parranda ni bebía; que ahorraba y hacía intentos por mejorar la casa, y que parecía decidido a pasar el resto de la vida con ella.

Sin embargo, desde el primer momento, Ezequiel dio muestras bien claras de su principal defecto: era tacaño. Utilizaba y reutilizaba la ropa hasta que se caía a pedazos de puro vieja. Insistía en comprar apenas lo necesario para que los tres pudieran comer y trataba de que se bañaran siempre con agua fría o apenas tibia, para ahorrar lo más posible en gas. No obstante, después del despilfarro y las deudas de su anterior marido, Amparo, que así se llamaba la madre del Negro, veía en esto más una virtud que un problema. Y si en algún momento le dolió ver que su hijo iba a la escuela con suéteres parchados y una talla más pequeños, o con trozos de cuero crudo toscamente pegados a las suelas de los zapatos rotos, lo pasaba por alto como un sacrificio necesario para ahorrar y salir de pobres.

Lo cierto es que, entre la estrechez y el odio que le suscitaba el niño, Ezequiel decidió convencer a Amparo de que lo sacara de la escuela: «Uno debe ganarse lo que se come», esa era su cantaleta de cada día, e insistía en que al Negro le vendría bien aprender a trabajar y a ser responsable de sus propios gastos. Decía que él había trabajado desde niño y que eso lo había hecho un hombre honrado. Alegaba, además, que la educación era para quienes se podían pagar una carrera, que de seguro saldría carísima, y terminaba opinando que, si el muchachito se acostumbraba a trabajar, después podía aprender un oficio y ganar lo que le diera la gana arreglando autos o de plomero o haciendo herrería; cosas todas en las que se ganaba una barbaridad.

Este discurso repetido durante meses y la negativa rotunda a gastar en útiles escolares cuando Alfredo terminó el cuarto año, decidieron su suerte. En lugar de entrar al quinto grado, empezó septiembre con bolsas de dulces y cacahuates para vender en los cruceros de distintas avenidas cercanas a su casa. A partir de entonces y hasta la última vez que hablé con él, cuando con más de medio cuerpo vendado andaba buscando a su familia, el Negro nunca volvería a pisar una escuela.

Otro hubiera podido dedicarse a llorar sus penas o tirarse al vicio, que al fin quedarse de brazos cruzados no cuesta nada y la autocompasión es un camino muy ancho y transitado, pero él no pudo hacerlo. Todas las canciones y corridos de hombres valientes que él conocía, desde Gabino Barreda hasta Emiliano Zapata, no lo dejaron. A los nueve años tuvo los huevos para decidir que se iba a desquitar del destino en todas las formas posibles y en cuantas oportunidades se le presentaran o pudiera él mismo fabricarse. Y el primer zafarrancho, como era natural, iba contra el enemigo de casa.

La guerra comenzó con escaramuzas sin importancia. Lo primero que Alfredo notó fue que Ezequiel era un hombre de rituales bien establecidos. La camisa iba a parar siempre a la misma silla del comedor. Los zapatos quedaban a los pies de la cama de latón, con los pantalones de mezclilla colgando de la piecera, como remedando las piernas de un hombre. El gastado reloj Casio terminaba en la mesita al lado de la cama, mientras que la cartera y un pequeño peine negro, que su padrastro solía llevar en la bolsa trasera del pantalón, pasaban la noche en una repisa por encima de la cama. Finalmente, el cuadernillo y la pluma con que Ezequiel anotaba teléfonos y direcciones de sus entregas, dormían uno sobre otro en la mesa del comedor. A la mañana siguiente todo debía estar listo para que él recogiera sus pertenencias a toda prisa después de bañarse y saliera a trabajar. Si su madre cambiaba alguna de estas cosas de su sitio, el hombre enfurecía. Le gustaba encontrar las toallas en el mismo cajón de la viejísima cómoda y la grasa de los zapatos siempre debajo de la cama, en una caja de cartón medio rota. Sus llaves colgaban de un clavo al lado de la puerta, y detrás de la misma, montaba guardia la bomba con la que de vez en cuando revivía las llantas de su bicicleta. A los ojos de Alfredo, un orden tan preciso era una provocación.

Comenzó por patear los zapatos de su padrastro debajo de la cama, hacia el rincón del cuarto, lo que obligaba al hombre a meterse bajo ella para sacarlos resoplando. Ensuciaba los pantalones con grasa o la camisa con salsa del día anterior. Manchas pequeñas, gotas en sitios visibles, que no arruinaban la ropa pero sí la mandaban al canasto de la ropa sucia, con la consiguiente desesperación del hombre que tenía que buscar un remplazo entre sus cuatro o cinco prendas «presentables». De vez en cuando, Alfredo ponía las llaves sobre algún mueble o en un cajón, no muy ocultas, pero sí invisibles para el desesperado repartidor, que se debatía tratando de encontrarlas a tiempo para irse. Al principio, Ezequiel se daba al diablo, culpaba a Amparo y la pareja peleaba sin tregua, pero el hombre no tardó mucho en percatarse de que alguien le jugaba chueco. Entonces, los golpes que ya alguna vez le había dado al niño, se redoblaron. Frente a su madre, Alfredo alegaba inocencia y encontraba algún cobijo. En cambio, cuando ella no estaba, tenía que aguantar las tormentas a pie firme y esperar que las marcas y los moretones hicieran alguna mella en el ánimo de Amparo al día siguiente. Otro que no fuera él se habría acobardado, pero Alfredo, con un pesimismo beligerante, sentía que una vez comenzadas las hostilidades ya no había marcha atrás.

Para el Negro el plan era claro: hacer las cosas de tal modo que no se le pudiera culpar directamente para orillar a su madre a separarse de ese hombre tan peleonero y con tan mala voluntad hacia su pobre hijo. La idea de ponerle a Ezequiel un alacrán en el zapato le vino entonces como caída del cielo. No solo porque en ocasiones habían visto alacranes en la casa, sino porque Amparo había sugerido varias veces que compraran insecticida sin conseguir que Ezequiel soltara un centavo.

—Estos no son venenosos como los de tierra caliente —había dicho el hombre con una sonrisita de suficiencia— no hacen nada y a nadie molestan.

Y con eso dio por zanjado el asunto, sin darse cuenta de que el chamaco tenía las pupilas dilatadas y se perdía en ensoñaciones de venganza.

Unos días más tarde, después de vender un paquete completo de cacahuates japoneses, el Negro buscó en el camellón de la avenida varias ramitas largas y delgadas y se dirigió a un lote baldío, donde ya tenía preparado un frasco de Gerber con agujeritos en la tapa. Levantó algunas piedras y estuvo a punto de dejar caer la última del susto. Allí estaba un alacrán como pocas veces lo había visto. De un color negro opaco y sin embargo intenso, como carbón recién humedecido. De las tenazas a la cola extendida debía alcanzar al menos los doce centímetros. Dio algo de pelea cuando Alfredo lo empujó con las varitas para meterlo al frasco. Hasta en eso era perfecto.

Aquella noche tuvo el cuidado de arrancarle varias patas para que no pudiera escapar del zapato. Esperó hasta escuchar los ronquidos alternados de la pareja y entró gateando con sigilo al cuarto de su madre. Sabía que era importante no hacer ningún ruido porque Ezequiel, que guardaba dinero en algún punto secreto de la casa, se despertaba de un salto con cualquier cosa. Vació el frasco a oscuras y sintió como el animalito caía. Con mucho cuidado, y forzándose a distinguirlo con la poca luz que filtraban las cortinas, usó una varita para empujarlo al fondo del mocasín y, después de cerciorarse de que los durmientes no se habían movido, regresó a su cama.

La excitación de lo que esperaba y el miedo a ser descubierto le hicieron pasar horas dando vueltas, sin atreverse a ir por un vaso de agua para despegarse la lengua del paladar, o a bajar siquiera los pies de la cama por el miedo a ser picado en caso de que el alacrán hubiera podido, de algún modo, salir del zapato. Al fin logró dormir lo que le pareció un segundo, para despertar con un grito aterrorizado que le hizo saber que, como cada mañana, Ezequiel se había puesto los zapatos con los pies desnudos para ir a orinar.

Cuando el Negro corrió la cortina que le hacía de puerta y se asomó, Ezequiel bailaba sosteniéndose un pie y hacía muecas, mientras su madre remataba al pobre escorpión con una chancla. De momento nadie pensó en él, pero el gusto le duró menos de una hora. Estaba desayunando un bolillo remojado en café con leche cuando escuchó el alboroto. Por mandato del hombre, Amparo barría con furia debajo de las camas y antes de que el Negro pudiera evitarlo, de debajo de la suya, entre la pelusa y los calcetines olvidados, retintineando como si diera la alarma, salió el frasco de Gerber a confesar el crimen por cada uno de los agujeros de su tapa.

Una cámara de alta velocidad hubiera podido documentar el cambio, la comprensión construyéndose y anunciándose en milisegundos en las facciones de Ezequiel; la culpa y el miedo tomando forma como una confesión en el rostro del niño. La carrera de Alfredo hacia la puerta y el salto olímpico del hombre para tratar de interceptarlo. El triunfo del chamaco al salir dos pasos antes que su padrastro y el posterior vuelo y estallido del envase de vidrio. Además de requerir dos puntos de sutura, que una compasiva vecina hizo que le dieran en la clínica local del Sector Salud, el niño no pudo dormir en casa esa noche.

Con la evidencia de su culpa, Ezequiel quedó como soberano de la casa y dueño casi absoluto del apoyo de Amparo, por lo que al Negro no le quedó sino la calle. Comenzó a pasar cada vez más tiempo en el crucero donde vendía golosinas. Trataba de llegar a dormir lo más tarde posible para evitar los regaños y las mezquindades de Ezequiel, que procuraba echarle en cara el poco dinero que aportaba, lo mucho que comía y hasta los desgarrones que aparecían en su viejísima ropa, como si un niño pudiera evitar romper unos pantalones que usaba toda la semana. Para completar el círculo vicioso, muy pronto el sujeto comenzó a llenarle la cabeza a Amparo con ideas preocupantes. Le decía que si Alfredo llegaba durante la noche era porque andaba en malos pasos, que si tardaba era porque esperaba que se le pasara el olor a alcohol, a pegamento o a solvente; que lo había visto juntarse con personas poco recomendables, con los vagos y malvivientes de la colonia. Al principio, la madre trató de hacer caso omiso de la lengua maligna del hombre, pero con el disfraz de una preocupación sincera, Ezequiel no tardó en hacer mella en la confianza de su pareja. De forma gradual, ella comenzó a hacer lo mismo: a pedirle cuentas al niño de lo que vendía y lo que regresaba, a olerle el aliento y la ropa cuando llegaba, a pegarle por llegar tarde y, lo único que de veras le dolió al Negro, a llamarlo huevón y bueno-para-nada, como hacía el hombre.

Lo cierto es que José Alfredo, un poco para mitigar la falta de cariño en casa y otro poco para matar el tiempo en la calle, platicaba con cualquier persona que le dirigiera la palabra, y ya para entonces había hecho una sólida amistad con Javier, el teporocho cincuentón, pacífico y dicharachero que rondaba por el mercado; con Israel el tragafuego, que a veces andaba con su estopa en la nariz, y con la pandilla de lavaparabrisas del crucero. Estos últimos se fueron volviendo cada vez más importantes para el Negro y con el tiempo llegaron a convertirse en una segunda familia, en la que él ocupaba un papel esencial. Cuando los conoció, los niños eran cuatro: Lulú, la pequeñita de siete años; Luis Alfredo, el Tocayo, de nueve, y su hermano mayor, Carlos, el Mosco —por narizón y broncudo— de once, y el que sería su principal compañero de aventuras, un chiquillo flaco y de tez verdosa, un poco panzón a fuerza de lombrices, pero capaz de ganarle en carreras hasta a los perros: Héctor Ledesma, el Gacelo, que entonces andaría también por los once años. Fue con ellos que planeó y llevó a cabo el primer robo de su carrera profesional. Aunque, a decir verdad, si bien el Negro fue el principal cerebro del asunto, la idea original, la inspiración, el impulso y el convencimiento vinieron, esa primera vez, de Héctor.

CAPÍTULO IV

El Gacelo era hijo de un pintor de brocha gorda muy afecto al san lunes y a las peleas de gallos, y por lo mismo, muy afecto también a dejar sin comer a sus cinco hijos y a su mujer, a los que además les repartía cinturonazos cada vez que se quejaban. El san lunes no traía mayores consecuencias que la de perder sus chambas seguido. En cambio, las peleas de gallos le trajeron deudas, dos o tres golpizas y una cuchillada, por lo que don Rogelio empezó a robar lo que pudiera y como pudiera para cumplir con los pagos. Comenzó en las mismas casas en las que trabajaba. Primero se llevó herramientas fáciles de comerciar y, más tarde, abrió cajones en busca de dinero, relojes o joyas.

Al principio trataba de ser discreto. Buscaba lo que estuviera en estuches, sobre todo si tenía polvo o parecía no usarse mucho, con la esperanza de que los dueños tardaran en descubrir el robo y así evitar que sospecharan de él. Más de una pulsera, esclava o anillo que habían sobrevivido al montepío y a las carestías de varias generaciones, veían la luz por primera vez en muchos años en un local maloliente de la Merced, donde el rey era un letrerito mugroso junto a la puerta: «Se compra oro y plata. Joyas o pedacería». Don Rogelio era buen cliente, seguido llevaba cosas y aceptaba lo que le dieran, pero aun así, el dinero parecía evaporarse. Por otra parte, la costumbre lo hizo descuidado: los rumores sobre objetos perdidos lo alcanzaron en poco tiempo y los clientes comenzaron a escasear. Muy pronto tuvo que ofrecer sus servicios casa por casa en colonias lejanas a la suya.

Una tarde, don Rogelio y un amigo se llevaron a Héctor, que todavía no cumplía los siete, a que «les ayudara con una chamba», según le dijo a su mujer. La chamba era una vinatería cuyo baño había pintado alguna vez el ratero apostador. En la parte trasera, que daba a un estacionamiento, la tienda tenía una puerta de metal y sobre esta un ventanuco con una barra en medio por toda protección. Al flaquísimo escuincle le tomó quince segundos descolgarse, quitar los pasadores y abrir la puerta. Luego tardó tres días en terminarse la bolsa de dulces que compró con los trescientos pesos que su padre le regaló.

Desde ese entonces y durante los dos años siguientes, esa fue la vida del niño. A pesar de las protestas de su madre y de sus hermanas, don Rogelio comenzó a usarlos a él y a su hermano mayor para meterse por rejas, ventanas y tragaluces; para espiar, echar aguas, robar mercancía y bolsos de señoras distraídas en el mercado o ya de plano, cuando la cosa apretaba, para pedir limosna a la salida de plazas comerciales y terminales de autobuses. Esto último porque, a pesar de robar con buena maña y de manera constante, don Rogelio no paraba de apostar, por lo que no había dinero que le alcanzara. Los niños se acostumbraron pronto a pasar de la abundancia al hambre. Los días que había «bisne» podían recibir hasta quinientos pesos de manos de su padre; mientras que podía pasar una semana completa sin que les cayeran ni tres pesos para un bolillo. Doña Rosa, la madre de Héctor, hubiera querido ayudar a la familia trabajando, pero su marido se lo tenía prohibido en absoluto, no fuera a decir la gente que él no era lo bastante hombre para mantenerla. Dos o tres golpizas acabaron de asentar la regla y la familia tuvo que acostumbrarse a vivir siempre en el último grito.

Para hacer justicia a los chamacos, que cuando hay penurias en casa aprenden más rápido que nadie, hay que decir que en un principio compraron y pusieron un cochinito para los días en blanco, pero el carácter de su padre les hizo polvo la idea apenas dos días después. Borracho y sin un clavo, volvió a casa buscando dinero para seguirla y entonces el cochinito de los niños alcanzó el suelo de nariz sin que nadie pudiera defenderlo. De igual manera, los intentos por guardar billetes en los zapatos, en un agujero en la pared, bajo el colchón o en la figura de san Martín que su madre tenía en una repisa, dieron poco resultado porque don Rogelio resultó muy eficiente para hallar sus escondrijos y porque al fin, si no encontraba nada, arreaba parejo con todos hasta que alguien le daba lo que andaba buscando. De ese modo, los niños aprendieron que lo recibido tenían que gastarlo el mismo día, así al menos podían disfrutar lo que hubieran comprado, antes de que acabara vendido o en el empeño.

Fue por aquel tiempo que Héctor se ganó el apodo de Gacelo, que se le quedaría pegado a la piel para siempre. Todo pasó un día en que a don Rogelio le faltaban las ganas de trabajar y le sobraban las de echar cerveza en La Vencedora, una cantina mugrosa como pocas, pero que había ganado fama en el barrio por ofrecer cazuelas de chicharrón muy bien guisado como botana. El pintor volteaba para un lado y para el otro en los tres cuartos que componían su casa, sin hallar cosa que valiera la pena empeñar o malbaratar, cuando llegó de la calle Héctor. Con el dinero que le tocó de la caja de una cremería, en la que su padre metió mano mientras él rompía «por accidente» unas botellas en la parte de afuera, el niño se había comprado un reloj «de gente grande». Le costaba trabajo descifrar la hora en las manecillas y el extensible le bailaba en la flaquísima muñeca, a pesar del recorte que le hizo el vendedor, pero quizá por eso mismo, por las dificultades que ofrecía y el tamaño exagerado, el niño estaba encantado con su wacho. Y quizá por eso también, cuando su padre, sonriendo como siempre que quería algo de él, le dijo que se lo enseñara, Héctor comenzó a caminar hacia atrás.

—Sí, jefe, orita. Creo que me está llamando mi amá en los lavaderos.

Pero don Rogelio no se chupaba el dedo y antes de que su hijo pudiera salir de la casa lo pescó por el cuello de la camisa.

—¡Que me dejes ver, cabrón! Y ahora, por desobediente, te lo voy a quitar. Ai me lo pides luego.

Y con esa sentencia draconiana, reforzada por un doloroso jalón de patilla, le quitó el reloj de la muñeca y salió.

Aún en medio de las lágrimas, el niño pensó de manera inmediata en lo que tenía que hacer: el reloj era suyo y lo quería de vuelta, si el pinche viejo tenía ganas de chupar, que pidiera fiadas sus caguamas. Salió detrás del hombre que iba distraído revisando el reloj, como sopesando cuánto podía valer y cómo ofrecerlo para recibir más, se acercó sin ruido hasta ser la sombra de su padre y de pronto, como un tigre joven, saltó hacia adelante y le arrebató el reloj, aprovechando además el impulso para iniciar una carrera que lo pusiera a salvo de las pesadas manos del pintor. Don Rogelio no tardó en reaccionar y arrancó rugiendo detrás del chamaco, seguro de alcanzarlo, pero ese no era el Héctor de siete años, ya tenía diez, y las piernas y brazos se le habían hecho largos de repente. Las carreras propias del oficio le habían dado confianza y el miedo a lo que pudiera pasarle si se dejaba alcanzar, le daban un ímpetu que solo entiende quien ha tenido que correr por su vida.

En menos de tres cuadras don Rogelio tuvo que detenerse buscando aire, mientras el niño corría con el reloj apretado en un puño, los brazos impulsando el cuerpo y las piernas estirándose al máximo, tocaba el piso apenas el instante necesario para mantener un impulso que no menguaba nunca. Iba casi volando, sin esfuerzo aparente, concentrado, pero con el gozo de una libertad que no imaginó antes. Pasó cinco o seis calles, hasta que se dio cuenta de que ya nadie trataba de alcanzarlo y entonces se detuvo sonriente, triunfador, con el reloj en la mano y el miedo todavía ahí como un dolorcillo agudo en la entrepierna.

Lo que él no podía saber es que los mecánicos del taller El Tres Rines, que estaba a una cuadra de su casa, habían sido espectadores regocijados de su carrera y del sofoco casi inmediato de su padre, por lo que cuando aquel regresó boqueando tuvieron la mala idea de hacerle un par de comentarios burlones.

—Ni modo, Roge —decía el dueño, que los conocía— es la bola que ya se siente. Mejor luego le mandas un telegrama.

—¡No le vio usted ni el polvo! ¡Es una gacela el pinche chiquillo! —decía otro de los maestros.

—¿Cómo una gacela, mai? —terciaba uno más—. Si es machín. O sea que será un gacelo.

Y de allí en adelante, sin mayor ceremonia, Gacelo fue su nombre de guerra. Algunos días más tarde, cuando Héctor se enteró de su bautizo, no le gustó nada el apodo y como casi siempre pasa con los sobrenombres, eso fue suficiente para que se le quedara de por vida. Con los años llegó a suceder, incluso, que no contestara por su nombre de pila, aunque se lo repitieran varias veces.

Pero nos adelantamos. Esa noche Héctor volvió a casa lo más tarde que pudo, confiando en que su padre habría encontrado dinero en alguna otra parte y estaría ya borracho perdido. Por desgracia, don Rogelio no había bebido tanto como le hubiera gustado y estaba aún hirviendo de coraje. Cuando Héctor entró sin encender las luces, su padre lo estaba esperando en la oscuridad, con un cinturón enredado a medias en la mano del que colgaba, como un pecado capital, una hebilla tosca y algo despintada. A los gritos del niño acudió su madre, que llevó también su parte por meterse, pero entre los alaridos de quienes estaban metidos en la trifulca, los llantos y gritos de terror de las hermanas de Héctor y el ruido de los platos y ollas al salir volando, varios de los vecinos salieron de sus casas y casi tiraron la puerta para saber qué pasaba.

Seguro esto fue lo que les salvó la vida al Gacelo y a su madre, que ensangrentados y aterrorizados pudieron esconderse detrás de quienes aporreaban la puerta. Don Rogelio quiso ir a buscarlos hasta allá, pero el vecino de al lado, herrero de oficio, lo detuvo por un brazo y le pidió que se calmara. Como el pintor respondiera con una bofetada y una mentada, el herrero lo mandó a dormir con un derechazo bien puesto entre la barbilla y la sien. Madre e hijo fueron curados por las vecinas y el agresor durmió el golpe y la mona hasta el mediodía siguiente. Cuando despertó, juró mil veces que no se acordaba de nada y prometió a su mujer, como otras tantas veces, que iba a dejar de beber. En fin, que además del apodo, bien poca cosa quedó que pudiera distinguir esa, de las muchas ocasiones en que el hombre apaleaba a uno o a varios de los miembros de su familia. El reloj de la discordia sobrevivió algunas semanas más, hasta una tarde el niño lo dejó sobre su cama antes de irse a bañar. Nunca volvió a verlo.

Pero la vida no podía seguir así para siempre. Una noche, algunos meses más tarde, don Rogelio llegó pálido y casi sobrio. No le pegó a nadie ni se puso a gritar como de costumbre. Con toda tranquilidad tomó una mochila —la que usaba cuando todavía tenía trabajo como pintor— metió algo de ropa en ella y le dijo a su mujer que tenía una chamba en provincia. No llegó ni siquiera a la estación de autobuses del norte: apenas al bajar del trolebús lo agarraron dos tipos con pinta de judiciales y se lo llevaron en un carro sin placas. Al menos eso fue lo que oyó contar el Gacelo durante el sepelio. Tres días después de aquella despedida, el cadáver de su padre había aparecido en una zanja cerca de la carretera México-Acapulco. Su madre y una prima, que era su acostumbrado paño de lágrimas, tuvieron que esperar toda una noche para que se los entregaran y aguantar el mal humor de los agentes del ministerio público, que todavía tuvieron la puntada de detener e interrogar por unas horas a la viuda, como sospechosa de asesinato.

Desde entonces empezó para Héctor una nueva etapa, en la que todos debían participar para mantener la casa. Doña Rosa y su hija mayor entraron a trabajar en un taller, decorando adornos de cerámica. Las otras dos niñas ayudaban a su madre con los quehaceres. El hijo mayor, Lauro, parecía decidido a dejar atrás la vida que les había enseñado su padre. Con ropa prestada de un primo, porque ni para eso les alcanzaba, se metió de cerillo en un Gigante y empezó a llevar dinero a la casa todos los días. Las propinas no eran mucho, pero ya no había quién se los quitara, así que de algo servían. El Gacelo trató de hacer lo mismo, pero muy pronto descubrió que no le gustaba ser cerillo. Le desesperaba ir juntando con lentitud algunos pesos a lo largo del turno, mientras veía cómo los clientes guardaban bolsas y carteras que él imaginaba repletas de billetes. Le parecía injusto no tener ni la posibilidad de hacerse con, al menos, mil pesos para comprar tenis y una playera nueva. Le amargaban los días las miradas de los niñitos bien de su misma edad que, según él, lo veían por encima del hombro, o las miradas de lástima que sospechaba en los adultos, que de seguro lo incluían en el grupo de los que no son nadie ni sirven para nada. Hasta que una noche, cerca ya de la hora de cerrar, se arrancó el mandil y el gorrito que eran su uniforme y salió detrás de una señora gorda que llevaba la cartera mal sujeta y hacía malabares con las compras, el refresco y la bolsa de papitas que acababa de abrir.

En el estacionamiento, entre dos coches, se quitó la camisa blanca para que ni por equivocación lo relacionaran con quienes trabajaban adentro. Cuando la mujer peleaba con las llaves del carro, saltó de la oscuridad y le arrebató la cartera. Tuvo suerte, no había nadie cerca, y sus piernas lo hicieron invisible en menos de un minuto. Además, la pobre mujer no pudo gritar porque del susto se atragantó y estuvo a punto de ahogarse con el bocado de papas fritas.

Volvió a casa con humor de fiesta y le ofreció a su madre varios billetes hechos rollito. Usando, sin darse cuenta, casi las mismas palabras que solía pronunciar don Rogelio cuando acababa de robar y se sentía dadivoso.

—Tenga, jefa. Para que se compre algo.

Pero el gesto de doña Rosa le tumbó las puntas de la sonrisa en un instante.

—¡Si te vas a dedicar a eso, te largas de esta casa! ¡Yo no quiero ver cuando termines como el cabrón de tu padre!

Dos golpes muy bien dados con el palo de la escoba convencieron al Gacelo de que lo mejor era darle a las piernas antes de recibir la tanda completa, y aunque esa noche volvió a casa a dormir, comenzó un alejamiento de su madre que los llevaría a tratarse casi como extraños. Incluso algunos años después, cuando doña Rosa quedó confinada por la artritis en una silla, Lauro murió atropellado y el Gacelo se volvió el principal proveedor de la casa, tuvo que acostumbrarse a darle el dinero a alguna de sus hermanas o a dejarlo como olvidado sobre la mesa de la cocina, porque su madre nunca quiso recibirlo, como si hubiera un resto de dignidad en el hecho de no tomar de manos de su hijo un dinero que desaprobaba.

De este alejamiento vino la costumbre de Héctor de salir a la calle desde temprano y de platicar horas con los niños que se reunían en el crucero. Conocer al Negro y solidarizarse con problemas que tanto se parecían a los suyos fue cosa de un momento. En un par de semanas eran inseparables y lo fueron casi tanto como un matrimonio, hasta que la muerte tuvo a bien apartarlos al ponerle al Gacelo un dedo en la frente.

CAPÍTULO V

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