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Mientras estés conmigo no te ocurrirá nada malo. Eso era lo que le había prometido el jeque Ben Rassad a Jamie Morris cuando la bella joven le pidió protección. Y, por mucho que se esforzó en pensar que ella era tan inocente como él experimentado, Rassad no pudo reprimir la pasión que se había desatado entre ambos. Cuando descubrió que ella llevaba en su vientre al heredero de su reino, decidió pedirle que se convirtiera en su esposa. ¿Conseguiría convencer a Jamie de que ella era la única mujer capaz de entender y amar al hombre que había tras su imponente imagen de jeque?
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Harlequin Books S.A.
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Mi ardiente jeque, n.º 1110 - marzo 2018
Título original: Her Ardent Sheikh
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-218-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Nunca había visto a nadie tan hermosa ni oído algo tan intolerable.
El jeque Ben Rassad fingió inspeccionar el escaparate de la tienda de antigüedades mientras observaba a la mujer joven alejarse de la tintorería adyacente.
Sostenía una prenda cubierta con un plástico transparente… y cantaba con una voz que podría despertar a aquellos que hacía tiempo habían regresado al regazo de Alá.
Cantaba con intensidad, con optimismo aparente en la voz. Cantaba sobre el sol que saldría al día siguiente, aunque en ese momento unos brillantes rayos de luz centelleaban sobre su largo pelo rubio que ondeaba a la suave brisa de abril. Cantaba como si el mañana pudiera no llegar a menos que ella lo decretara.
Ben sonrió para sí mismo. El entusiasmo de ella era casi contagioso, si no hubiera desafinado tanto.
Mientras paseaba por la acera, Ben la seguía a una cómoda distancia. Aunque era pequeña de estatura, los vaqueros potenciaban sus curvas, demostrando que era más mujer que muchacha.
Ben había notado muchos aspectos satisfactorios acerca de Jamie Morris en las semanas desde que le habían asignado su protección disimulada. Sus amigos del Club de Ganaderos de Texas en un principio le habían solicitado que la protegiera de dos hombres insistentes procedentes del pequeño país europeo de Asterland. Esos hombres habían sido enviados a investigar la causa del accidente de un avión con destino a su país y que había aterrizado a la fuerza justo a las afueras de Royal… en el que había viajado Jamie Morris, con destino a su boda con el miembro del gabinete político de Asterland, Albert Payune, un hombre con intenciones y contactos cuestionables. Jamie había sobrevivido al accidente sin ninguna herida grave ni más obligación de casarse. Aunque los presuntos anarquistas habían regresado a su país, ella seguía sin estar a salvo. El matrimonio había tenido un precio. Posiblemente la vida de Jamie.
Debido a los vínculos que la unían a Payune, Ben había memorizado los hábitos de Jamie con el fin de mantenerla a salvo y protegerla con la misma tenacidad que empleaba en los negocios. Aunque era una criatura magnífica para la vista, el deber estaba primero, algo que había aprendido de la educación recibida en un país de marcado contraste con los Estados Unidos y sus costumbres.
En ese momento debía protegerla de Robert Klimt, un hombre al que se consideraba cómplice de Payune en el intento de llevar la revolución a Asterland, y del que Ben sospechaba que era un asesino y un ladrón. Klimt había escapado unas horas antes de su cama del hospital después de languidecer durante semanas debido a las heridas recibidas en el accidente. Era evidente que los miembros del club habían subestimado la peligrosa determinación que movía al hombre.
En ese momento, necesitaba interrogar a Jamie Morris sobre el accidente y hacer que cobrara conciencia de que sería su sombra durante el tiempo que tardaran en capturar a Klimt. Garantizar su seguridad a cualquier precio. Y con el fin de lograr ese objetivo, iba a tener que irse con él.
Con cuidado planificó el modo en que la abordaría, con el fin de no asustarla. Pero si tomaba en consideración todo lo que ella había tenido que pasar en las últimas semanas, dudaba de que se la pudiera intimidar con facilidad. Y sospechaba que no iba a gustarle lo que pensaba proponerle.
Jamie dio dos pasos más y se detuvo en la Royal Confection Shoppe, no lejos de su destino original. La canción que con tanta pasión cantaba murió en sus labios, algo que Ben agradeció.
Contempló durante largo rato el escaparate de caramelos con expresión de añoranza. Ben estudió el delicado perfil, la nariz respingona, los labios sensuales, aunque nunca había logrado discernir de qué color eran los ojos. Sospechaba que eran cristalinos, como piedras preciosas, recordándole el palacio que tenía su familia en Amythra, un sitio que en los últimos tiempos apenas pasaba por sus pensamientos. También le recordaba el legendario diamante rojo de Royal, desaparecido, y el asesinato de su buen amigo Riley Monroe. Y su misión: localizar el perdido diamante rojo y devolverlo a su escondite junto con las otras dos piedras preciosas. La existencia de las joyas se había considerado una leyenda, pero eran muy reales. Los miembros del Club de Ganaderos de Texas eran sus custodios, decretado así por el fundador del club, Tex Langley. Ningún miembro se tomaba el deber a la ligera, incluido Ben. Y en el proceso de recobrar las joyas estaba decidido a proteger a Jamie Morris.
Jamie comenzó a silbar mientras se dirigía hacia su viejo sedan azul aparcado del otro lado de la acera de la zona comercial. Ben supo que debía actuar en ese momento.
Un chillido de llantas potenció su percepción. Giró la cabeza y vio que un coche enfilaba hacia la acera, apuntando a la desprevenida Jamie.
Se le aceleró el corazón. El instinto y el adiestramiento militar lo pusieron en marcha, aunque daba la impresión de que a cámara lenta. «¡Protégela!», gritó una parte de su cerebro.
Al llegar junto a ella, la rueda delantera del vehículo se subió a la acera. Ben la apartó a un lado, fuera de peligro. La cabeza de ella golpeó el suelo con un ruido sordo. El coche se alejó.
Se arrodilló junto a ella con un nudo en el estómago, temiendo haberle causado más daño en su esfuerzo por salvarla.
–¿Señorita Morris? ¿Se encuentra bien?
Cuando Jamie intentó ponerse de pie, Ben la ayudó a incorporarse, aliviado al ver que parecía ilesa.
Ella recogió la prenda del sitio en el que había caído junto a un poste de la luz, y con una mano pequeña limpió el polvo del plástico.
–Estoy bien.
Preocupado por su condición, la tomó por el codo cuando osciló un poco.
–Quizá deberíamos hacer que la examinara un médico.
Ella lo miró con ojos algo perdidos, y tal como él había sospechado, eran claros como el estanque de un oasis. Una sonrisa se esbozó en las comisuras de sus labios plenos al tocar el kaffiyeh que cubría la cabeza de él.
Sin decir palabra, sus ojos se cerraron y se derrumbó en los brazos de Ben.
La alzó en vilo y notó lo pequeña y frágil que era. Lo desvalida que parecía. Se preguntó si habría fracasado en protegerla. En ese caso, nunca se lo perdonaría.
Comenzó a congregarse una pequeña multitud de compradores de sábado por la mañana. Los sonidos de preocupación resonaron en los oídos de Ben. «¿Es la pequeña Jamie Morris?», preguntó alguien. «¿Está muerta?», inquirió otro. Y un caballero mayor quiso saber si tenía que llamar a urgencias.
–No –aseveró Ben–. Le proporcionaré una asistencia médica adecuada.
Sus heridas debían de ser peores de lo que aparentaban, pero en ese momento necesitaba sacarla de la calle, alejarla del peligro inminente. Aunque no había visto al agresor, sabía quién debía estar al volante: Klimt. Pero desconocía adónde habría ido.
La sostuvo con firmeza y cruzó la calle en dirección a su coche. Ella seguía aferrando el vestido.
Agradeció que fuera pequeña y la tumbó sobre el asiento del pasajero; tiró la prenda a la parte de atrás. Rodeó el vehículo con celeridad y ocupó el asiento del conductor, descolgó el auricular del teléfono celular y apretó la tecla de la memoria del número privado de Justin Webb mientras arrancaba.
–Sí –respondió Webb, como si acabara de arrastrarse fuera de la cama.
Ben sospechó que el hijo recién nacido del famoso médico, o su mujer, lo habían mantenido despierto toda la noche. Le pareció más probable lo último.
–Tenemos un problema serio, Sadíiq. Alguien ha intentado atropellar a la señorita Morris; luego escapó.
–¿Se encuentra bien?
Ben estudió la cara de Jamie, que descansaba cerca de su muslo. Los ojos le aletearon y farfulló algo que no logró entender.
–La aparté antes de que pudiera causarle un daño grave. Se irguió sola antes de desmayarse, pero se ha golpeado la cabeza sobre la acera. En este momento, va y viene.
–¿Sangra?
Buscó algún rastro de sangre. Por fortuna, no descubrió ninguno.
–No que yo vea.
–¿Puedes despertarla?
–¿Señorita Morris? –le sacudió el hombro.
Ella dobló las rodillas y apoyó las manos sobre los pechos. Le sonrió un momento antes de volver a perder la conciencia.
–Sí. Pero se queda dormida otra vez. La llevaré al hospital.
–No –desaconsejó Justin–. Si el culpable es Klimt, entonces podría estar esperándola allí. Llévala a tu casa. Háblale. Intenta que permanezca despierta. Voy para allá.
Cortó la comunicación y soltó el teléfono sobre el suelo. Volvió a sacudir el hombro frágil de Jamie.
–¿Señorita Morris?
–¿Hmmm…? –los ojos le aletearon de nuevo.
–¿Dónde se ha herido?
–Estoy bien, estoy bien –musitó, luego se acercó más a él y apoyó la cabeza en su muslo, de cara al salpicadero, con una mano sobre su rodilla por debajo de la chilaba. Pasó unos dedos delicados arriba y abajo del pantalón de seda y susurró–: Agradable.
A Ben le tembló la piel ante el contacto fortuito. Los músculos del muslo se le contrajeron. La proximidad de ella no le resultó agradable en absoluto. Era embriagadora, igual que el aroma a rosas que captó su nariz. Tampoco sus pensamientos eran agradables en ese momento.
–Madre.
Miró el rostro inocente y los ojos medio cerrados.
–¿Qué pasa con su madre?
Ella intentó alzar la cabeza y volvió a dejarla caer sobre el regazo de él.
–Vestido. El vestido de mi madre.
Era obvio que se refería a la prenda que había retirado antes. Debía tener un valor sentimental, motivo por el que se había apresurado a recogerla de la acera.
Le acarició el cabello sedoso.
–No se preocupe. Está aquí, a salvo.
Con expresión satisfecha, ella giró la cara y frotó la nariz contra él. Sin apartar la vista del frente, Ben mantuvo a raya sus deseos. Trató de concentrarse en la conducción, en llevarla a resguardo, en cualquier cosa menos en la cara de Jamie Morris en su regazo.
A las afueras de la ciudad, donde las casas y los jardines daban lugar a un terreno plano y casi desértico, cada curva del camino rural acercaba a Jamie a territorio peligroso… y el tenue control de Ben se tornaba más quebradizo. Se reprendió en silencio varias veces. En particular por la debilidad hacia esa mujer, cuyo bienestar debería estar por encima de sus obstinados impulsos masculinos.
Las puertas blancas del Flying Longhorn Ranch, su hogar tejano, no podrían haberle dado la bienvenida en momento más oportuno. Por suerte, el deportivo de Justin Webb estaba aparcado en el camino privado, con su propietario esperándolo de pie en el porche.
Apartó con suavidad la cabeza de Jamie, bajó, rodeó el vehículo y la alzó en brazos. Se dirigió con celeridad adonde se hallaba Webb.
–Llévala dentro –indicó Justin.
Ben obedeció y se dirigió hacia la habitación de invitados seguido de su amigo. Una vez dentro, la depositó con cuidado en la colcha de brocado de seda.
Justin pasó a su lado, alzó la blusa de Jamie, le desabotonó los vaqueros y le tocó el abdomen en varios sitios.
–El vientre sigue blando.
Ben lo imaginó suave como el colchón de plumas en el que estaba acostada.
–¿Eso es favorable?
–Sí. No recula.
Jamie trató de apartar la mano de Webb.
–Dejadme en paz. Estoy cansada.
–He de hacerlo, Jamie. Aguanta –continuó presionando el vientre, examinándole la caja torácica. Miró a Ben por encima del hombro–. Ayúdame a quitarle los vaqueros. Quiero cerciorarme de que no tenga ningún hueso roto.
A Ben lo sorprendió descubrir su renuencia.
–Se levantó después del accidente. Creo que eso debería indicar que no tiene nada roto.
–Eso fue por la adrenalina. Puede tener alguna hinchazón que indique lo contrario. En ese caso, necesitaríamos llevarla al hospital.
Ben sintió como si unas manos invisibles le impidieran moverse.
–Llamaré a mi ama de llaves para que te ayude.
–Vamos, Ben –Justin lo miró ceñudo–. Sé que has visto a mujeres medio desnudas con anterioridad. Y sé que fuiste el culpable de que se hallaran en ese estado.
Ben no supo qué responder. Su amigo no comprendía que, en otras circunstancias, desvestir a Jamie Morris le proporcionaría un gran placer. Pero debía resistir los pensamientos tentadores. Si quería mantenerla a salvo, no podía permitirse ninguna distracción.
Mientras Justin le bajaba los vaqueros por las caderas estrechas, Ben se obligó a quitarle las zapatillas y a sacarle los pantalones por las piernas esbeltas. De inmediato apartó la mirada del pequeño triángulo de encaje blanco que cubría sus secretos femeninos. Maldijo los impulsos carnales que trataron de emerger a la superficie..
Se apartó de la cama y se ocupó doblando los vaqueros para no mirar el magnífico cuerpo de Jamie. Después de tenerla apoyada en su regazo en el coche, lo último que necesitaba era ver a Jamie Morris desnuda como un bebé.
–Por lo que puedo sentir, no hay ningún hueso roto –indicó Justin–. No parece sentir dolor cuando la toco. Tiene un hematoma feo que empieza a manifestarse por encima de la cadera.
–Supongo que eso es por mi culpa –Ben mantuvo los ojos centrados en un cuadro que había al otro lado de la habitación–. La empujé con más fuerza de la que pretendía.
–Le salvaste la vida, Ben. No seas duro contigo.
Giró la vista cuando Justin le cubrió la mitad inferior del cuerpo con la colcha. Hurgó en el maletín negro que había llevado con él y extrajo un estetoscopio. Lo deslizó debajo de la blusa para escucharle el corazón. Luego sacó del maletín una linterna pequeña, abrió un párpado de Jamie, luego el otro, e iluminó cada ojo con el diminuto rayo de luz.
–¿Estás ahí, muchacha? –preguntó.
Ella abrió los ojos y en sus profundidades verdes brilló el reconocimiento.
–¿Doctor Webb?
–El mismo. ¿Puedes decirme dónde te duele?
–La cabeza me duele como mil demonios –musitó.
Justin se la alzó para examinarle el cráneo.
–Tienes un chichón desagradable.
–Tengo tanto sueño –bostezó y cerró los ojos otra vez.
Justin se incorporó de la cama y miró a Ben.
–Tiene las pupilas reactivas, así que lo más probable es que haya sufrido una ligera contusión. Puedes dejarla dormir, pero asegúrate de despertarla periódicamente. Llámame si muestra algún otro síntoma, más dolor, vómitos, o si no consigues que despierte. Voy a ver qué puedo averiguar sobre Klimt.
–¿Deseas que permanezca con ella? –contuvo un súbito pánico–. ¿Solos?
–Sí –Justin le palmeó la espalda–. Puedes hacerlo. Me podrás localizar. Si sospechas que su condición ha empeorado, llama a urgencias. La ambulancia llegará en un abrir y cerrar de ojos. Pero apuesto a que solo necesita dormir para que se le pase.
–¿Estás seguro? Discúlpame, pero tu especialidad es el arreglo de imperfecciones.
–Créeme, Ben, antes de especializarme en cirugía plástica y dedicarme a la consulta privada, tuve mi buena ración de traumatismos en ultramar. Debes aprender a evaluar las lesiones al instante. Jamie se pondrá bien. Es una joven dura. Últimamente ha pasado por mucho. Por encima de todo, probablemente esté agotada.
–Sí, creo que tienes razón –convino aliviado–. He notado que se queda despierta hasta tarde por la noche.
–Te has tomado esto de la protección muy en serio, ¿verdad? –Justin le lanzó una sonrisa perversa.
–Se me encargó que protegiera a la señorita Morris –se irguió y adelantó el mentón, esperando ocultar la culpabilidad que sentía–. La he vigilado, tal como tú y los demás miembros del club habéis acordado –no pensaba reconocer que había sido un placer.
–Bueno, pues sigue haciendo lo que estás haciendo. Te llamaré a lo largo de la noche.
En cuanto se despidieron, Ben fue a la cocina a buscar a Alima. El ama de llaves se hallaba ante el fuego con unos auriculares en la cabeza, hábito que había adoptado recientemente durante sus actividades domésticas.
Le permitía esa concesión, sabiendo que era inútil argüir que no oiría el timbre o el teléfono debido a la música country que martilleaba en el CD portátil que le había regalado para su sexagésimo cumpleaños. En ocasiones se maldecía por ello. Pero haría cualquier cosa por Alima. Estaba con él desde su nacimiento, y en América era la única conexión que tenía con su cultura. No funcionaría sin el cuidado de ella. No a menos que decidiera cenar todos los días en el Bistró de Claire o morirse de hambre.
Quizá por eso no se había preocupado en encontrar esposa. Alima satisfacía todas sus necesidades… excepto una. Centró los pensamientos en Jamie Morris y en cómo le recordaba que había descuidado esa necesidad en meses recientes.
–Alima –tocó el hombro del ama de llaves.
Ella se quitó los auriculares y soltó un suspiro de impaciencia.
–Sí, Hasim. La comida estará pronto.
–No es eso lo que necesito en este momento. Quiero que me acompañes a la habitación de invitados.
–¿Tendremos visita? –le sonrió entusiasmada.
Alima disfrutaba con los visitantes, y últimamente no había habido ninguno, algo que le había mencionado a menudo a Ben. Este consideró que mientras tuviera a Jamie Morris a su cuidado, podría aportarle compañía a la mujer mayor.
–Ya hay alguien. Ven –le indicó que marchara y la siguió.
Alima se quedó boquiabierta al ver a la mujer que yacía en la cama. Los atributos femeninos que Ben había tratado de no ver volvían a hallarse expuestos.
–¡Hasim! –los ojos del ama de llaves se oscurecieron por la ira más que una medianoche sin luna–. ¿Qué has estado haciendo con esta bint?
–No es una muchacha, sino una mujer adulta –hasta a sus oídos sonó a la defensiva, como si se hubiera entregado a actos deshonrosos con Jamie Morris. Suspiró y centró su atención en Alima–. No es lo que piensas. Ha resultado herida. El doctor Webb la ha examinado y yo he de encargarme de que se encuentre bien hasta que despierte. Creo que estará más cómoda si la desnudas.
–Da la impresión, Hasim, de que tú ya lo has hecho.
Ben apretó la mandíbula, a punto de perder la paciencia.
–No la he desvestido. El doctor Webb se encargó de eso para examinarla. Encuéntrale algo que ponerse –señaló la puerta–. Ahora.
Alima abandonó la habitación, musitando una letanía de maldiciones en árabe seguida de una plegaria por el alma perversa de Hasim bin Abbas kadir Jamal Rassad.
Jamie se agitó, tratando de escapar de las terribles imágenes.
El accidente de avión. El fuego. Los escombros. Los gritos de Lady Helena.
No. El avión no.
Un coche iba hacia ella. Volaba por el aire. Caía. Caía.
Los brazos de un desconocido a su alrededor.
Intentó sentarse, pero no pudo. Alguien se lo impedía.
Luchando por su vida, cerró la mano y golpeó al atacante desconocido. Sintió una prensa férrea en torno a la muñeca.
–Sshhh, pequeña. Ya está a salvo.
La voz no era amenazadora. Sonó más a la voz de un amante, que intentaba aplacarla.
Parpadeó varias veces para centrar la vista y observó un rostro que haría que Adonis bajara la cabeza avergonzado. Una tela blanca, asegurada por una fina banda dorada alrededor de la frente, le cubría el pelo pero enmarcaba una mandíbula fuerte ensombrecida por patillas. Unos ojos misteriosos la observaban, su color entre el de la rica tierra y el acero fundido. Vio preocupación y compasión en ellos, y algo familiar. Pero no lo conocía de nada. De lo contrario, lo recordaría, aun cuando en esos momentos su memoria estaba fragmentada.
–¿Dónde me encuentro? –preguntó con voz débil.
Él aflojó el apretón sobre la muñeca, pero sin soltarla del todo.
–Está a salvo.
Jamie apartó la vista de él y contempló su entorno. De las paredes amarillas colgaban tapices y sobre una cercana mesa lacada había unos jarrones elaborados. Desde lo alto de la cama caía una tenue mosquitera. Se preguntó si seguiría en Texas. No era posible. Estaba en un lugar exótico. Hermoso. Extranjero.
–Señorita Morris, no tema nada.
«Sabe cómo me llamo».
Volvió a observar al desconocido. ¿Sería Payune? ¿Habría cambiado de parecer y decidido casarse con ella, después de todo?
No era probable, y esperaba que no.
Según los informes, Payune rondaba los cincuenta años. Ese hombre como mucho tendría treinta y cinco. Y su ropa indicaba que no era de un pequeño país europeo. En Asterland no usaban túnicas ni se cubrían la cabeza.
Ese desconocido atractivo era Aladino en su edad dorada. Valentino reencarnado. Un caballero del desierto.
Pensó que la habían vendido como esclava, pero de inmediato lo descartó como un concepto ridículo.
Pero no tan ridículo como ser vendida como ganado joven para casarse con un hombre al que jamás había visto, matrimonio arreglado por su padre para sanear el fracaso de su granja. ¿La habría secuestrado ese desconocido? ¿También esperaría que lo obedeciera?
¿Por qué no? Prácticamente se encontraba encima de ella, puro músculo duro y masculino cada centímetro de él, desde el torso sólido que le presionaba los pechos hasta el muslo musculoso metido entre sus piernas. Por no mencionar todos los puntos intermedios, algunos demasiado obvios para no notarlos.
Quienquiera que fuese, pensaba hacerle ver desde el principio que no le gustaba que la manipularan unos desconocidos que tenían designios para su cuerpo.
Se afanó por soltarse. Cuanto más luchaba, con más presión le sujetaba él las muñecas y más conciencia adquiría de su fuerza… y de su innegable masculinidad.
–Quédese quieta, señorita Morris –pidió con el aliento cálido abanicándole la cara–. Se hará daño.
–No sé qué es lo que cree, amigo –soltó con los dientes apretados–, pero si espera que sea su esclava sexual, será mejor que lo olvide.
–Estoy aquí para protegerla –indicó con expresión confusa–. Necesito que me prometa que no intentará huir. Solo entonces la soltaré y podré explicárselo.
–Muy bien –le pareció mejor mostrar su acuerdo–. Ya puede levantarse. Me quedaré quieta como una buena chica.
Con expresión reservada, le soltó las muñecas y se sentó, pero permaneció en el borde de la cama, dejando poca distancia entre ellos.
–Soy el jeque Hasim bin Abbas kadir Jamal Rassad, príncipe de Amythra, con residencia actual en la ciudad de Royal, en el estado de Texas. Puede llamarme Ben.
En ese momento lo recordó. Según los rumores, era asquerosamente rico. Un hombre misterioso relativamente nuevo en Royal, miembro del exclusivo Club de Ganaderos de Texas. Pero nadie se había molestado en mencionar lo atractivo que era.
–Y bien, príncipe Ben, ¿dónde estoy? –preguntó.
–En mi casa.
–¿Y cómo, si es tan amable, llegué aquí?
–¿No recuerda el coche? –se frotó el mentón.
Buscó en su mente, pero solo sintió más dolor de cabeza.