Mi batalla con Dios contra Satanás - Gabriele Amorth - E-Book

Mi batalla con Dios contra Satanás E-Book

Gabriele Amorth

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Beschreibung

El impactante testimonio y la trayectoria vital del padre Amorth son mundialmente conocidos, pero en esta entrevista con Elisabetta Fezzi, además de profundizar en su fe y amor a Dios y su devoción ferviente por la Virgen María, ofrece una ayuda catequética que nos acerca al discurso firme y profundo del exorcista más famoso del mundo. Esta obra es el testamento espiritual de un luchador incansable por la fe que hizo del combate contra el diablo la misión de su vida.

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Al padre Luciano Cristino,

director del Servicio de Estudios

y Difusión del santuario,

a quien Fátima y este libro

deben tanto.

A Camilla

Prefacio

Se ha escrito mucho sobre el padre Gabriel Amorth, y se podría escribir mucho más, por su compleja y profunda personalidad y por la fecunda acción que deriva de ella. Leyendo este libro inmediatamente emergen dos aspectos fundamentales de su persona: el valor y la fe en Dios.

Efectivamente, lo que caracterizó al padre Amorth fueron la fuerza y la perseverancia para atestiguar siempre la verdad de Dios. Su espíritu impertérrito, encerrado en la armadura del luchador contra las fuerzas del mal, le llevó a desenmascarar siempre, con claridad de pensamiento y con lógica, las hipocresías y las apariencias del mundo. Sacó a la luz con decisión los límites, abusos y distorsiones de la fe, como cuando denunció en los seminarios las carencias formativas de los sacerdotes sobre el conocimiento de los ángeles y demonios y sobre la lucha contra ellos. En esto fue un perspicaz precursor.

En la entrevista aquí publicada, el padre Amorth señala la necesidad de «recristianizar» a los cristianos, tras constatar la ignorancia de la fe, que lleva a muchos bajo la acción engañosa del diablo.

El ministerio del exorcismo ha forjado al hombre, al cristiano, al sacerdote en la fe, en la misericordia de Dios y en su poder, y también en la acción maternal de María santísima.

En efecto, el segundo aspecto que emerge de sus palabras es precisamente la firme fe en Dios y en la Virgen. Ferviente mariólogo, su devoción lo guio en la obediencia a la Iglesia y al amor hacia los hermanos que sufren.

Esta larga entrevista es una ayuda catequética y espiritual. El discurso del padre Amorth, que recurre a menudo a frases irónicas y bromas –porque su corazón era alegre–, es ejemplar allí donde trata argumentos de fe y orientación espiritual.

Como exorcista, te lo agradezco, querido hermano. Nos has ayudado a entender que quedarse con Jesús nos socorre y nos quita el miedo, el desorden, el temor a la muerte y la presencia del maligno en nuestra vida. Has testimoniado que el exorcista no es un hechicero, ni un loco, sino un hombre, un cristiano, un sacerdote y un siervo de Dios y de su Iglesia.

Ruega por nosotros, ruega por la Asociación Internacional de Exorcistas, que Dios te concedió ver oficialmente aprobada por la Santa Sede, para que permanezca siempre al servicio de Dios y de su Iglesia.

«¡Leed el evangelio! ¡Aplicad el Evangelio, actuad con total humildad, sabiendo que todo depende de Dios, no creyéndoos capaces de nada! ¡Soy humilde, humilde, humilde... y me enorgullezco!» (padre Gabriel Amorth).

P. PAOLO CARLIN OFMCap

Exorcista, Portavoz de la Oficina de Prensa,

Delegado nacional, para Italia,

de la Asociación Internacional de Exorcistas

Introducción

de Elisabetta Fezzi

Conocí al padre Amorth a principios de la década del año 2000, porque tuve que entrevistarlo.

Él ya era un personaje muy famoso, un verdadero mito, considerado como el legendario y milagroso «espanta diablos» de un gran número de atribulados de medio mundo que, al no encontrar consuelo en la Iglesia, anhelaban una cita con él. Pero también era el exagerado «sacerdote obsesionado y extremista», que veía al diablo en todas partes, para otra inmensa lista de consagrados que no habían podido o querido dar crédito al Evangelio y hacer experiencia del inconmensurable sufrimiento de muchas personas objeto de atenciones extraordinarias por parte del enemigo.

También había escrito decenas de libros, además predicaba en Radio María y tenía confianza con obispos, políticos y cardenales; sin embargo, fue facilísimo contactar con él: dejé un mensaje a su secretaria por teléfono y me devolvió la llamada el mismo día, se mostró muy disponible y fijó sin problemas un encuentro para unos días después. Para mí, esto fue toda una sorpresa, porque tenía fama de inalcanzable. Efectivamente, sus filtros eran muy eficientes y su agenda estaba llena; sin embargo, la misión de comunicar su ministerio era tan fuerte que hacía que fuera operativo de inmediato.

Así quedé con él un domingo por la tarde en la casa donde practicaba los exorcismos, en la calle Alessandro Severo de Roma, en una sencilla estancia que desentonaba con la elegancia de la portería: una habitación con muebles endebles y muy anticuados, una poltrona desvencijada, una estatua de la Virgen, un crucifijo y algunas otras imágenes sacras. Delante de mí había un hombre en sotana, en una época en la que los paulinos ya la habían guardado en el desván: alto, calvo, con los dientes torcidos y una sonrisa acogedora, los ojos atentos y sonrientes, con un lenguaje simple pero profundísimo y con una sorprendente capacidad de comunicar, realmente inesperada. «El hábito no hace al monje, pero el hábito dice enseguida a todos que eres un monje», le gustaba decir.

Juntos, trabajamos bien en aquellas primeras horas de la tarde. Me había preparado leyendo alguno de sus escritos, pero escucharle hablar con pasión de ciertas cosas misteriosas y de su amor por Jesús y María fue para mí una experiencia única, absolutamente fascinante. A este primer encuentro le sucedieron otros; poco a poco nació una cierta confianza, una recíproca comprensión, un sentimiento de amistad y el reconocimiento de su hacerse padre tiernamente, pero con decisión.

Todavía hoy no deja de sorprenderme cómo un hombre tan intransigente y con un carácter tan autoritario, un sacerdote que había hecho del combate contra el diablo su misión, en algunas ocasiones pudiese ser tan sensible y tan dulce.

Recuerdo una tarde de Pascua, en la que me encontraba en Roma con mi familia. Fuimos a visitarlo y él sabía que tenía dos niñas. Fue increíble, según abrí la puerta, él traía en las manos dos huevos de Pascua cruzados sobre el pecho, a la vez que un papel verde brillante le enmarcaba el rostro y la cabeza para formar dos gruesas orejas de conejo. Tenía una sonrisa feliz y los ojos llenos de entusiasmo y ternura, mientras pataleaba como en una especie de baile, dando así la bienvenida a sus pequeñas huéspedes. De verdad, una expresión de ternura infinita, la ternura de Dios. E inmediatamente comenzó a hacer muecas, para jugar un poco.

Paulatinamente, con el paso de los años y aprovechando mis viajes de trabajo a Roma, he recogido bastante material, porque al padre Amorth, pese a ser humilde, también le gustaba contar sus experiencias y hablar de su fe.

Un día le pregunté: «Padre Amorth, ¿por qué no preparamos ya su testamento espiritual? ¡Es tan rica su espiritualidad! Pienso que es importante transmitirla también a los que no han podido conocerla». Poniéndose serio me dijo: «Lo tengo que pensar, no me parece que tenga cosas que decir, pues lo que debía decir ya lo he repetido muchas veces». Y añadió: «Siempre nos arrepentimos de haber hablado, jamás nos arrepentimos de haber callado».

Pasadas algunas semanas, me escribió confirmándome que no era el momento y que no se sentía con ánimo de escribir un testamento espiritual, le parecía algo demasiado grande para él. Pero era tanto el amor por su experiencia que se mostró disponible para profundizar sobre algunos aspectos de su ministerio.

El texto que sigue es el fruto de varias conversaciones transcritas fielmente. Releyéndolo siento todavía su voz narradora, su cadencia regional emiliana, sus bromas, sus risas. Leyéndolo será reconocido, sin lugar a dudas, por todos los que lo han visto alguna vez.

A sus relatos, en la segunda parte de este volumen, se añaden los testimonios de algunas personas más cercanas a él: su fiel asistenta Rosa; el doctor Fausto; su único hijo espiritual y heredero, el padre Estanislao, y sus hermanos paulinos, el padre Marcelo y el padre Esteban. Al final está el relato de la joven Alessia, que lo conoció con su familia por un problema que tuvieron. El libro concluye con la homilía de su misa exequial.

Agradezco al Señor el don del encuentro con el padre Gabriel Amorth, fue enriquecedor y extraordinario, y tengo tanta gratitud en el corazón. Y me lo imagino, cuando un día nos reencontremos, con los ojos sonrientes mientras saca la lengua, como hizo tantas veces durante nuestras conversaciones.

PARTE I

Las últimas conversaciones

La vida del padre Gabriel Amorth estaba marcada por el ritmo de la oración; siempre, antes de comenzar cualquier trabajo juntos, rezábamos con gran sencillez.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Veni, Sancte Spiritus, reple tuorum corda fidelium et tui amoris in eis ignem accende[1].

Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Oh, María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti.

¡Alabado sea Jesucristo! ¡Por siempre sea alabado!

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

En general todos piensan en el padre Amorth como un exorcista, o como un divulgador de los exorcismos, como aquel que increpa a los obispos que no nombran exorcistas... En realidad, es otra persona, un hombre y un sacerdote, que merece la pena conocer. Aquí tienes el relato de su vida.

Nací en Módena, el 1 de mayo de 1925, en el seno de una familia muy religiosa; mis padres eran dos santos; mis cuatro hermanos –éramos cinco varones– eran todos verdaderamente de oro, estábamos muy compenetrados. Asistí a una escuela clásica y hacia los 13 años comencé a pensar en mi futuro, en el sacerdocio y la vida religiosa.

A los 17 años, mientras estudiaba en el instituto, conocí al padre Santiago Alberione, el fundador de la Familia Paulina, que me dio el empujón final. Le pregunté: «Pero, en definitiva, ¿qué quiere el Señor de mí?».

Yo quería que Dios me dijera lo que tenía que hacer, en cambio gracias a él entendí que debía decidir yo.

Sin embargo, Dios intervino y un día el padre Alberione me dijo: «Mañana por la mañana celebraré la misa por ti». Después de la misa me comunicó: «¡Debes entrar en la Sociedad de San Pablo!». «Vale», le respondí. Pero como quería terminar los estudios le propuse: «Termino el instituto y después entro».

Después, sin embargo, vino la guerra y entonces no me sentía con fuerzas para abandonar a mis hermanos y a mi familia durante aquel período. Entonces dije: «Me matricularé primero en la universidad». «Está bien», me respondió el padre Alberione.

Así que me matriculé en jurisprudencia, participé en la guerra e incluso recibí una medalla al valor militar por la guerra partisana en las montañas y llanuras modenesas. Después fui miembro de la Democracia Cristiana italiana, porque era inminente la nueva Constitución y, por tanto, estábamos todos de acuerdo en afirmar: «Ahora es necesario empeñarse a favor de la Constitución, después cada uno que haga lo que quiera».

Pertenecí a un grupo dirigido por Giuseppe Dossetti, mi profesor de Derecho canónico en la Universidad de Módena, que enseñaba en la Universidad Católica de Milán e iba y venía de Milán a Módena y Reggio Emilia. De este grupo formaban parte Fanfani, Lazzati y La Pira, eran unas personas de gran valor. Después de la promulgación de la Constitución cada uno emprendió su camino. Fanfani permaneció en la política. Dossetti fue retenido por el cardenal Lercaro, que le propuso de manera equivocada para las elecciones comunales de Bolonia; después se hizo religioso y fundó una congregación muy rígida, masculina y femenina. Lazzati fue a la Universidad Católica de Milán y yo me convertí en el vicedelegado nacional de la Juventud Democristiana, el vice de Andreotti.

Cuando Andreotti entró en el Gobierno, dimitió de la Juventud Democristiana. Entonces intuí que me iban a nombrar por unanimidad para ocupar su puesto y enseguida también dimití porque entendí que si me vinculaba a la política no iba a salir jamás. Y yo quería ser fiel a lo pactado con el padre Alberione.

Así que me aparté, me licencié en jurisprudencia y a continuación entré en la Sociedad de San Pablo; realicé el noviciado en Alba, los años de teología en Roma, y el 24 de enero de 1954 fui ordenado sacerdote. Era el centenario del dogma de la Inmaculada Concepción, por lo que nos retrasaron la primera misa para hacerla coincidir con el Año mariano.

Después, en mis primeros años como sacerdote, estuve en Alba como director espiritual de un grupo de jóvenes, enseñé italiano en nuestro liceo interno, comencé a escribir artículos en Famiglia Cristiana y en otras revistas periódicas de SAN PABLO y también prediqué retiros y ejercicios espirituales.

El año 1958 fue un poco tonto, porque el padre Alberione me dijo: «Renuncia a todos los encargos que tienes en Alba porque se te necesita en Bolonia, en el periódico Avvenire d’Italia». Ni hecho aposta, pues ya era amigo del director Raimundo Manzini, aunque el padre Alberione no lo sabía y parecía que tuviesen la intención de ceder el diario a la Sociedad de San Pablo. Pero esto cayó y enseguida nació otro plan: el padre Agostino Gemelli pidió al padre Alberione que me dejase libre para ejercer como director espiritual de los universitarios de la Universidad Católica de Milán. Y sí, acepté.

Pero poco tiempo después el padre Alberione me dijo: «Renuncia también a eso, porque te necesito para otro empeño»... y eso también se esfumó. En conclusión, aquel año todo se desvanecía.

Así llegué a Roma para colaborar en las oficinas de la Editorial San Pablo; ahí empezó entonces la más hermosa aventura de mi vida: aquel año en el que estaba casi desocupado (en Roma, sin un encargo fijo, trabajaba a ratos en las oficinas de San Pablo), me vino la idea, que me sugirió de un hermano fallecido en olor de santidad, el padre Esteban Lamera, de consagrar Italia al Inmaculado Corazón de María, pues nunca había estado consagrada, ¡jamás!

A través del Avvenire d’Italia tenía cierta amistad con el cardenal Lercaro; le escribí y me agradeció la sugerencia, la hizo suya y consiguió la aprobación de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI). ¡Qué éxito tuvo el Señor! Pero la iniciativa fue mía: había escrito a Lercaro, que inmediatamente aceptó y expuso el proyecto a la CEI, entonces compuesta por 25 miembros. Pero, mientras tanto, yo estuve catequizando a casi todos; así, cuando tuvo lugar la alzada de manos para aprobar la consagración de Italia al Inmaculado Corazón de María, eran más las manos alzadas que el número de los presentes, porque muchos levantaron las dos manos. Lercaro no lo sabía, pero previamente yo había visitado a varios obispos para prepararlos bien. Después me nombró secretario del Comité organizador, diciéndome: «¡Haced todo vosotros!». Así en 1958 y 1959 me dediqué a la consagración de Italia al Inmaculado Corazón de María, y encontré abiertas de par en par todas las puertas, con todos los obispos que enseguida aprobaron el plan. Había poquísimo tiempo para prepararla.

El padre Mason, jesuita, me sugirió: «Traed la Virgen de Fátima y que ella predique por vosotros, trasladada en helicóptero a todas las capitales de provincia». El helicóptero, la única manera de ser rápidos, lo conseguimos gracias a la ayuda de Andreotti, que siempre me ha ayudado. Pues bien, establecimos el calendario y enseguida lo aprobaron todos los obispos.

Así el 25 de abril de 1959 comenzamos en Nápoles, y hasta finales del verano recorrimos todas las capitales de provincia: la consagración de Italia tuvo lugar en Catania durante el Congreso Eucarístico Nacional, el 13 de septiembre. Faltaban pocos meses y debíamos ir a todas partes sin tener presente si era domingo o no... uno o dos días en cada ciudad y a otra parte.

Como yo organizaba las cosas, y desde hacía algunos años era hijo espiritual del Padre Pío, reservé un día para que la Virgen fuese a visitarlo: el 5 de agosto. Todavía recuerdo que, quién sabe por qué motivo, habíamos establecido dos días en Benevento. Entonces escribí al obispo de Benevento pidiéndole que renunciase a un día; él aceptó y así recuperé tiempo para que la Virgen visitase al Padre Pío. Después, naturalmente, también hice que aterrizara en el santuario de la Reina de los Apóstoles[2], delante del padre Alberione y de los paulinos de entonces.

Esta fue la más hermosa aventura de mi vida, en la que ciertamente me sentí un instrumento inútil, inútil y totalmente inútil, sin embargo, un instrumento en las manos de Dios. ¡Todas las puertas se abrían de par en par para este proyecto!

Así tuvo lugar la consagración de Italia al Inmaculado Corazón de María. Un gran proyecto. Un gran acontecimiento. Sin embargo, después de que la Virgen pasara por diversos lugares, las puertas se cerraban. Primero, grandes éxitos por todas partes, después yo insistí ante los obispos para preparar una publicación, pero siempre me respondían negativamente, diciéndome que no hacía falta. No querían escucharme ya, y cuando quise organizar un folleto... intenté hacerlo solo y lo hice mal. Debí dejarlo en manos de Ella. Entonces sí que se habría hecho, si hubiese dejado actuar a la Virgen.

Años después traté de festejar el vigésimo quinto aniversario en Trieste, pero fue un fracaso. Allí tuve un rival directo, el arzobispo de Turín y presidente de la CEI, el cardenal Ballestrero. Estaba porque le perseguía la pesadilla del devocionismo. Decía que esta era una forma de devocionismo, por eso rechazó todas las propuestas que hice a la CEI. Así que nadie se movió y el aniversario pasó desapercibido. Entonces escribí un folleto para la predicación de mayo, pues en aquel tiempo el mes de mayo se celebraba con gran sentimiento en las parroquias. Escribí el folleto para ayudar a los párrocos y se vendió como si fueran churros, y se reimprimió varias veces en poco tiempo.

Después del Congreso Eucarístico Nacional, el padre Alberione me llamó para pedirme la organización de tres institutos agregados a la Sociedad de San Pablo. Uno para sacerdotes, el Instituto Jesús Sacerdote; otro para varones célibes, el Instituto San Gabriel Arcángel, y el tercero para señoritas célibes, el Instituto Virgen de la Anunciación. Me los confió y me dijo: «¡Piénsatelo bien!».

El Instituto masculino y el femenino acababan de nacer y ya contaban con un pequeño grupo de personas; en cambio, el de los sacerdotes todavía no existía, así que tuve que empezar a buscar sacerdotes y a organizar un curso de ejercicios espirituales para hablarles de este Instituto, esperando que algunos pasasen a formar parte del mismo. Así comenzamos y poco a poco el Instituto fue creciendo numéricamente. Era el más laborioso, y entonces el padre Alberione se lo confió al padre Lamera, que tenía una gran comunión con los sacerdotes; de hecho, esto fue una extraordinaria gracia para ellos. Un poco más adelante también dejé el Instituto San Gabriel Arcángel, porque no podía más, pues las anunciatinas ya eran casi trescientas y tenía que viajar continuamente por toda Italia, predicando retiros y ejercicios espirituales.

Entre tanto, en 1971, murió el padre Alberione.

En 1977 el padre Rafael Tonni, entonces Superior general, me quería nombrar delegado provincial, un encargo interno. No quería nombrar un superior provincial para Italia, sino un delegado porque tenía algunas ideas para desarrollar y necesitaba alguien que las llevara a cabo.

Consiguientemente, tuve que dejar de inmediato a las anunciatinas y convertirme en delegado provincial. Fue el año más penoso y doloroso de mi vida, porque no encajaba, no tenía aptitudes para el cargo ni estaba preparado para tal menester; por eso, desde mi punto de vista, fue un año muy negativo. El aspecto positivo consistió en apartarme del Instituto Virgen de la Anunciación, de lo contrario todavía estaría allí. En cambio, me aparté y así quedé disponible para otra cosa.

Durante un año me ocupé de los cooperadores paulinos. Después, en 1980, murió repentinamente el padre Zilli, el director de Famiglia Cristiana. Entonces la revista necesitaba algún refuerzo urgente y el padre Renato Perino, superior general de la época, me llamó y me dijo: «Necesito enviar a Milán al padre Andreatta (entonces director de la revista mensual Madre di Dio) para reforzar el semanario Famiglia Cristiana; así que, si aceptas, a ti te confío Madre di Dio».

Ya había sido director de esta revista cuando estuve en Alba, así que no era novato en el campo, y dije enseguida: «Está bien, por la Madre de Dios se hace eso y más». Como director me dediqué también a muchas actividades de carácter mariano, como reunir los distintos grupos marianos; hicimos muchas cosas. La última, o al menos una de las últimas más sonadas, fue el 25 de marzo de 1984, cuando Juan Pablo II trajo la estatua de la Virgen de Fátima, la que nunca se mueve y permanece fija en la plaza; la trajo con motivo de la consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María. Para dicho evento reuní a todos los grupos marianos en la Plaza de San Pedro. La plaza estaba totalmente abarrotada de gente y por eso muchas personas no pudieron ver al Papa ni de lejos; también estaba abarrotada la vía de la Conciliación hasta las columnatas de Bernini.

Los organizadores estábamos en primera fila y casi podía tocarlo con la mano mientras el Papa, arrodillado, consagraba el mundo al Inmaculado Corazón de María. ¡Podía alargar la mano y tocarlo! Al final nos recibió en la Capilla de la Piedad, porque cuando tenía audiencias públicas en la Plaza de San Pedro entraba por el portón principal de la Basílica, pasaba por la Capilla de la Dolorosa, es decir, la primera a la derecha, y desde allí subía en ascensor, se desvestía y bajaba: así nos recibió allí.

Del relato se intuye que el padre Amorth pudo empatizar con san Juan Pablo II.

Oh, tres veces celebré la misa a su derecha, dándole el abrazo de la paz, alcanzándole el cáliz... Además, era divino, porque después de celebrar la misa en su capilla privada, había un coloquio de tú a tú, a cuatro ojos. Fueron días estupendos.

Precisamente en aquella época le invitaron a trabajar de exorcista, lo que se convertiría en su vida.

Efectivamente, mi vida cambió en 1986. Yo tenía una relación muy cordial con el cardenal Poletti, porque por carácter soy un guasón.

Una tarde de junio de aquel año pensé: «Como esta tarde no tengo nada que hacer, iré a visitar al cardenal Poletti y le daré una alegría». Fui a su casa, él me abrió la puerta... conversamos... y durante el coloquio hablamos del padre Cándido Amantini, exorcista del santuario de la Escala Santa, al que yo conocía. «¿Conoce al padre Cándido?», me preguntó. «Sí». «Está enfermo y necesita ayuda». Tomó un folio y escribió mi nombramiento de exorcista. Entonces le dije: «Usted me conoce y sabe que soy un guasón, nada bueno, solo para bromear y hacer travesuras...». ¡Nada que hacer! Me di cuenta de que no había nada que hacer. Entonces me encomendé a la Virgen: «Protégeme bajo tu manto y allí estaré seguro». Y muchas veces el demonio me ha dicho: «A ti no podemos hacerte nada porque estas demasiado protegido». ¡Estoy protegido por el manto de la Virgen! Así fue como en 1986 me convertí en exorcista.

Al poco tiempo me di cuenta de que no podía ejercer como exorcista y como director de Madre di Dio; entonces dimití de la dirección de la revista. Las cosas habían madurado de tal modo que no hubo dificultades para sustituirme. Así que desde aquel momento me dediqué exclusivamente a los exorcismos y pronto me percaté de la gran escasez de exorcistas. Entonces escribí mi primer libro sobre este tema, que fue un auténtico boom (aunque también aquí estuvo la mano de Dios, pues el libro no valía mucho, ya que era muy elemental): se publicó en 1990 y todavía hoy sigue en el mercado, con 21 ediciones en italiano y traducido a 28 idiomas. Después escribí otros libros, comencé a reunir a los exorcistas y fundé la Asociación de los Exorcistas, que aún no existía.

También en este trabajo comprobé que la Virgen lo hacía todo, porque encontraba las puertas abiertas. Algunos obispos que en un primer momento eran absolutamente contrarios terminaron nombrando exorcistas. Aunque todavía existen algunas dificultades, a día de hoy, se han hecho muchas cosas. Según monseñor Balducci, cuando comencé mi trabajo los exorcistas italianos no eran más de 20; ahora serán 300 o más: no existe un censo, sería necesario preguntar a cada diócesis cuántos son.

Además de libros escribí artículos y concedí muchas entrevistas, de este modo me di a conocer como exorcista, pero realmente yo soy mariólogo... mariólogo y no mariuolo[3],como alguien me bautizó.

Mi especialidad es la mariología, desde siempre he estado encariñado con la Virgen, siempre pegado a sus faldas, aunque ahora no sé si podré o no podré continuar; será lo que el Señor quiera. Durante 18 años he hablado en Radio María, también aquí algo inesperado, una sorpresa incluso para el padre Livio: dicen que mi transmisión es la más escuchada. Es cierto que, por las cartas, de las que más llegan son de mi programa.

No sé si podré continuar, no lo sé, será como quiera el Señor.

Hace tres meses[4] que tiré la toalla, ahora estoy enfermo, convaleciente, y siempre digo: «Señor, que se haga tu voluntad, haz de mí lo que quieras».

Muchísimas personas rezan por mí, también porque a lo largo de los años me vinculé a muchos grupos, sobre todo a la Renovación Carismática católica. Prediqué a muchos de sus grupos, también en Rímini con motivo de la fiesta nacional, y a otros grupos como el de Jesús resucitado, al grupo María y muchos otros... Predicaba a todos. Les prediqué mucho y me ligué a ellos porque son los únicos que hacen oración de sanación y de liberación. Allí donde no hay exorcistas están ellos y sus oraciones son muy eficaces; en varios países todavía no hay ningún exorcista.

Mis libros se han difundido por todas partes y como consecuencia de ello los grupos de la Renovación Carismática comenzaron a moverse. ¿Quizá tengo algún mérito? No, lo hizo todo ella, ¡la Virgen! Cuando publiqué mi primer libro, como todos los autores también yo tenía una sola ambición: que pronto saliese la segunda edición, porque si salía quería decir que el libro se había vendido bien, y si no salía quería decir que el libro seguía allí y que nadie lo compraba. Nosotros, los miembros de la Sociedad de San Pablo, de editar libros entendemos y calculamos que la vida de un libro es de dos años aproximadamente; después ya no se habla más de él. Incluso los libros famosos, sobre grandes acontecimientos, después de un año no venden ni siquiera un ejemplar. Sin embargo, este folleto, no se sabe cómo, dejado a su suerte y del que nunca se ha hecho publicidad, continúa vendiéndose porque el argumento es actual. Doy gracias al Señor, solo tengo que dar gracias a Dios.

Aquí tienes, este es el resumen de mi vida, sintético, esquelético... pero me parece haberlo hecho desde la soberbia, el orgullo, la vanidad, los éxitos...

Ahora bien, pienso que jamás he cosechado éxitos personales, todos los éxitos son del Señor.

Los recuerdos de su primer viaje a Roma.