Más fuertes que el mal - Gabriele Amorth - E-Book

Más fuertes que el mal E-Book

Gabriele Amorth

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Beschreibung

Conversaciones y testimonios del padre Amorth, uno de los exorcistas italianos más conocidos, con el periodista Roberto Italo Zanini. Esta obra es un cara a cara con los misterios del mal y con la actuación de Satanás a través de la experiencia del padre Amorth. A lo largo de sus páginas, se recogen sus testimonios y sus consejos para defenderse no sólo de las posesiones, sino también de los maleficios y de los ataques del mal. Más fuertes que el mal trata temas candentes como la acción y el poder de los magos, hechiceras y adivinos y la eficacia de los maleficios que provocan enfermedades y depresiones agudas. El padre Amorth advierte también del riesgo de algunos grupos ligados a sectas satánicas, del rock satánico, de ciertos programas violentos de televisión, del mundo de la magia y del chamanismo.

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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Prólogo

¿Enfermedad de la mente o mal del alma?

O Jesús o el diablo

Para no volar sin alas

Las acciones del demonio

Partícipes de la redención del mundo

Como contratar a un asesino

Magos, hechiceras y cartománticos

Por un plato de berenjenas

Sapos, serpientes y clavos oxidados

¿El demonio? Díganme dónde no está

Las brujas de Halloween

La alegría de Todos los Santos

El paraíso conquistado

La casa del odio profundo

Ocultismo, espiritismo, magia

Las sectas satánicas

La esencia del pecado

Las puertas abiertas al diablo

Del mal puede nacer el bien

En el país de los juguetes

Una vida de muerte

Aquel que quiere la muerte

Lejos de Dios el bien es un engaño

El aborto, una conquista del diablo

Crecer: un derecho violado

Haz lo que quieras

Sobre la concupiscencia, el sexo y otras acciones del diablo

Ataque a la divinidad de Jesús

Las mezcolanzas del gurú

Una sociedad inconsciente

El diablo en los evangelios

«Has venido a destruirnos»

El endemoniado de Gerasa

El epiléptico endemoniado

La tempestad calmada

La segunda anunciación

Un recurso para el mundo

Reina de la paz

Más fuerte que el mal

Apéndice: Audiencia general de Pablo VI

Notas

2.ª edición

© SAN PABLO 2011 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

[email protected]

www.sanpablo.es

© SAN PABLO Bogotá - Colombia 2010

© Edizioni SAN PAOLO 2010

Título original: Più forti del male. Il demonio, riconoscerlo, vincerlo, evitarlo.

Traducción del italiano: José Guillermo Ramírez

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

[email protected]

ISBN: 978-84-285-6518-9

Prólogo

Aquella mañana yo había asistido a tres exorcismos. Ciertamente, no habían sido escenas muy agradables. Yo no dudaba de la existencia del diablo, pero si hubiera tenido alguna duda, se me habría desvanecido como la nieve ante el sol. Durante aquella misa, que como siempre había precedido a los ritos de liberación, en la iglesia cercana a la estación del metro, a dos pasos de San Juan de Letrán1, me había propuesto ingenuamente descubrir entre las personas presentes quiénes pudieran ser las que estaban endemoniadas. El padre Amorth me había dicho que los hay entre los que asisten tranquilamente a la misa y reciben bendiciones sin que suceda en ellos nada especial. Otros, con un largo recorrido de exorcismos a sus espaldas, tienen poco rechazo hacia lo sagrado. Debo confesar que me parecía haber identificado a alguna persona extraña. Pero reconozco que no había percibido nada singular en las únicas dos personas presentes que luego se someterían al exorcismo. Otras no habían participado en la misa y llegarían más tarde, de acuerdo con la hora de su cita.

De estas dos personas, una en particular me había causado cierta impresión. Una chica normal de unos 25 años. Simpática en sus modales, muy reservada. Mientras en la sala junto a la iglesia el padre Amorth se preparaba para los exorcismos, bendiciendo todos los objetos y a las personas presentes, incluida el agua embotellada que a lo largo de la cálida mañana de verano necesitaría para calmar su sed, ella esperaba su turno en la iglesia. Ciertamente había orado, yo la había visto absorta, sentada en uno de los últimos bancos. Miraba fijamente al sagrario. Por lo menos, eso fue lo que me pareció.

Para el primer exorcismo, el padre Amorth me había invitado a sentarme a su lado. Tomé una silla. Me aproximé a la camilla de la sala, donde acababa de recostarse la mujer que iba a ser sometida al rito. Luego, dándome cuenta de que ya había muchas personas con ella, busqué una excusa para alejarme un poco. El ambiente era pesado y trasladé mi silla más o menos hasta la mitad de la sala, junto a la mesa donde estaban los objetos para la bendición. Era el gesto prudente de quien prefiere mantenerse a distancia de lo que iba a suceder, pero también empujado por el oficio de cronista, que busca el mejor ángulo visual para tener bajo control la escena. Junto a mí estaban dos mujeres con su rosario en la mano. Dos personas más estaban sentadas en el otro lado de la sala. Un hombre y una mujer. También ellos, después de haber buscado en el bolsillo, pasaban las cuentas del rosario. Desde aquella posición yo podía verlos a todos. No podía creer que allí hubiera tanta gente.

Junto a la camilla, además de Amorth, estaban otros tres sacerdotes. Luego, un hombre y tres mujeres. Dos personas se encargaban de atender al público. Durante los exorcismos, en efecto, la iglesia permanecía cerrada y era necesario abrir la cancela a quien estaba citado.

El padre Amorth me había advertido sobre cuán atentos debían estar los exorcistas al escoger a sus colaboradores y, en cierto sentido, debían ser celosos con las personas que componen su grupo de oración. Porque todo exorcista necesita personas que oren con él, a su lado. Por medio de la oración es como se fuerza al demonio a manifestarse y luego a huir. Pero por sus palabras yo no había entendido que se tratara de una auténtica forma de voluntariado: una misión espiritual realizada por un grupo de personas que, dos veces por semana a las 8 de la mañana, se encuentran en aquella iglesia para orar hasta descubrir el infierno.

Sentado junto a ellos, también yo había cogido el rosario que llevo siempre en el dedo. Sentía deseos de rezar y de ser útil. Nunca hubiera pensado que lo podía hacer con tanta intensidad. La oración y la devoción mariana siempre me han acompañado en mi vida. Aquel día entendí, claramente, por qué se ora y por qué sin la oración no se puede vivir como hombres libres.

El padre Amorth había comenzado a recitar la extensa fórmula del exorcismo en el antiguo ritual latino. Siempre usa esa y no la más reciente del nuevo rito, porque la considera demasiado débil y, por tanto, totalmente inútil. Para explicarme el concepto había empleado la expresión vivaz de un conocido exorcista que ya había muerto hacía unos años, el benedictino Pellegrino Ernetti: «Para arrojar al diablo se necesita la intercesión del Espíritu Santo y después sólo dar palos. Todo lo demás no vale nada».

Los cuatro sacerdotes oraban en voz alta. Una chica, sentada al lado de la camilla, había comenzado a entonar suavemente un canto gregoriano y la melodía hacía de fondo. La mujer acostada ya comenzaba a agitarse. La boca se le torcía, babeaba. Detrás de ella, una mujer robusta le sostenía la cabeza y con un pañuelo la limpiaba. Luego las contorsiones se habían extendido al cuerpo. Las personas que estaban alrededor de la camilla le sujetaban las articulaciones. Sólo el estómago se agitaba con movimientos incontrolados. Tenía sacudidas que no eran naturales, las cuales no se pueden describir ni entender si no se imagina uno la presencia de algo dentro que empuja en todas las direcciones, como buscando una salida. Emitía gruñidos. Palabras, primero incomprensibles, luego cada vez más claras. No era una voz humana, era absolutamente imposible de comparar con la que escuché después del exorcismo. Terminada la oración, el padre Amorth comenzó a interrogar a la mujer. No a ella, naturalmente, sino a eso que se le agitaba dentro y que entre gritos descompuestos y varios ruidos, de vez en cuando decía como suplicando:

—«¡No..., no! ¡No quiero salir! ¡No quiero salir...!».

Le preguntó quién era. Porque he descubierto que muchos demonios, aquellos que pueden considerarse jefes de grupo, tienen un nombre y unas características particulares. Preguntó cuántos eran. A menudo sucede que a una persona no la posee un solo demonio.

Aunque resistiéndose, aquella voz daba respuestas agudas, terribles, cuyo sonido era un fastidio para el oído, a las cuales sinceramente puse poca atención, ya que estaba dedicado a pasar las cuentas de mi rosario. Una cosa sí recuerdo claramente. Cuando el padre Amorth preguntó quién era el que había puesto el maleficio, es decir, la persona que había invocado al diablo para que entrara en la mujer, se elevó un grito aterrador y ahogado al mismo tiempo:

—«Sabrina... Fue Sabrina... ¡Esa maldita!».

«¡Vaya!», pensé mientras me recorría por dentro un escalofrío helado, el diablo es el acusador, el engañador. Primero se aprovecha de sus esclavos y luego los denuncia y los maldice abiertamente.

Después de la bendición la mujer se había tranquilizado. Con cierta dificultad hizo la señal de la cruz y recitó algunas oraciones. Luego se levantó y permaneció sentada en la camilla. Parecía cansada, pero no tanto como podía pensarse. Bebió agua, dando las gracias repetidamente se acercó a la mesa para concertar una nueva cita. En aquel momento vi que el padre Amorth repitió los mismos gestos de cuando concertábamos el día y la hora para nuestras charlas veraniegas. Lo mismo que vería hacer después con los demás pacientes, como él los llama, y que se repite cada vez que alguien le pide una cita, incluso las pocas veces que las concede por teléfono. Y el término concertar no es casual, con tantos cambios de medias horas y cuartos de hora. El padre Amorth tomaba la página del calendario, un tanto acartonada, que usa habitualmente como agenda, con los espacios blancos correspondientes a cada día del mes llenos de escritos, horarios, referencias, pequeños signos, reflexiones, palabras superpuestas:

—«Podría ser... el miércoles. No, pero por la mañana tengo la visita de una persona que viene... es un caso aparentemente tranquilo, pero un poco complicado. Quizá tenemos poco tiempo después. Y a las 11:00, hace demasiado calor... hagámoslo mañana. A las 9:00. Está bien, a las 9:00. O mejor a las 8:30, que hace más fresco».

—«Yo realmente mañana tengo un compromiso».

—«Entonces la semana próxima».

—«Pero, ¿no es demasiado tarde?».

—«Sí. Entonces el miércoles. Si no hay mucho tiempo, no importa».

La mujer acordó la cita para la siguiente semana y se fue tranquila. Antes de que saliera de la iglesia, sólo para documentar el caso, porque me parecía verdaderamente feo preguntar algo después de lo que había visto y oído, le pregunté cómo se había dado cuenta de la presencia del maligno dentro de ella, cómo había podido suceder, cuáles eran los síntomas.

—«Realmente no te das cuenta de su presencia. No se sabe qué hay dentro. Sientes que has cambiado y no sabes por qué. Que estás mal y no comprendes por qué. Sufro dolores de estómago muy fuertes. Me hice chequeos médicos y terapias sin lograr nada. Luego conoces a alguien que te dice: “Eso no es casualidad”. Vas entonces a ver al exorcista y lo entiendes todo».

—«Y después de los exorcismos, ¿cómo se siente?».

—«Bien. Me siento como nueva. Logro hacer lo que hacía antes. Pero después, después de una semana, diez días, vuelve todo como antes y no ves la hora de que llegue el día de volver aquí».

Hubiera querido preguntarle por Sabrina, pero sólo le pregunté si había habido algún motivo para desencadenar toda esa maldad contra ella. En un primer momento me respondió que no. Después añadió algo. Pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Estaba en evidente dificultad y una simple alusión de comprensión de su dolor había sido suficiente para hacerle entender que no había necesidad de que siguiera adelante. Fue un instante, se despidió y se puso en camino.

Mientras tanto, en la sala de los exorcismos, había entrado una chica de 25 años. Simpática, un poco tímida, estaba sentada en la camilla y se estaba acostando. Ya era el tercer o cuarto exorcismo y el padre Amorth me había dicho que todavía no se lograba captar nada. A veces también puede suceder que algunos demonios traten de esconderse. Todo da a entender que en una cierta persona está actuando el demonio, pero en los exorcismos no sucede nada. Me acuerdo de un caso en especial. Se trataba de una mujer. La venía exorcizando desde hacía meses y no se evidenciaba ningún signo de la presencia del diablo. Consulté con el padre Cándido, mi maestro, y él me aconsejó que siguiera adelante de todos modos. Yo continué. Después de un año y medio de exorcismos, el diablo ya no logró seguir escondiéndose y se destapó. Hasta el último momento guardó la esperanza de no ser descubierto. Quería cansar al exorcista.

La chica estaba acostada y los cuatro sacerdotes habían empezado la plegaria ritual. En un cierto momento su vientre comenzó a tener sobresaltos inverosímiles, incluso comparándolos con los que yo había visto antes. A pesar de que la chica era muy flaca, era como si dentro de ella botara un balón de baloncesto. De su boca salían palabras incomprensibles, lamentos, frases inconexas, risas que podían definirse como diabólicas. El padre Amorth hacía las preguntas previstas por el ritual, obteniendo por respuesta sólo gruñidos y lamentos, mientras en el estómago de la chica no cesaba aquel increíble movimiento rítmico.

—«¡De esta mujer no se saca todavía nada!», había exclamado, cruzando la mirada con la de sus colaboradores.

Por tanto, concluyó el exorcismo con cierta desilusión.

Yo había continuado rezando mi rosario, en espera de que la chica al sentarse recuperara una mínima sonrisa. Después me levanté y salí. Quería hacerle también a ella ciertas preguntas, pero después de haber intercambiado algunas impresiones con dos mujeres que había conocido frecuentando al padre Amorth, la vi detenerse en la iglesia vacía, donde estaba celebrando el sacerdote titular y acercarse al altar para recibir la comunión. Después había comenzado otro exorcismo y yo fui a ver de qué se trataba. Pero esta vez me quedé en la puerta. Sentía un gran peso por las dos experiencias anteriores y me parecía que no iba a poder soportar más.

El exorcizado era un hombre. También este era joven. Iba acompañado de su novia. Me habían informado de que se trataba de un actor de televisión, no muy famoso, que trabajaba en ficción y telenovelas italianas. Desde que comenzó a tener estos problemas no se sentía capaz de trabajar. Un caso clásico de maleficio. Llevaba muchos meses visitando al padre Amorth y decía que ya estaba mejor. Con satisfacción contaba que en los próximos días iba a tener una entrevista para hacer un papel en una producción. Con la chica había puesto sobre la mesa una gran bolsa de papel, de la cual iba sacando objetos para hacerlos inspeccionar por el exorcista, que constantemente lo invitaba a quemarlos. Entre ellos, había un cojín con evidentes manchas de sangre solidificada, que ellos decían desconocer su origen, y un collar con un colgante de madera de una forma extraña. El actor decía que precisamente el día antes se lo había dado en la calle un desconocido.

Cuando comenzó el exorcismo, se agitaba tanto que las personas que estaban alrededor de la camilla, incluidos los sacerdotes, tuvieron que usar toda su fuerza para mantenerlo quieto. Blasfemaba en voz alta o solamente con un silbido. Después, venían risas inconexas, sardónicas, gruñidos como de animal, amenazas y maldiciones de toda clase, mientras su expresión mostraba gestos aterradores.

Yo me quedé en la puerta y salí antes de que concluyera, seguí a una de las colaboradoras del padre Amorth, que necesitaba fumar, hasta las escaleras exteriores de la iglesia, para tomar un poco el aire. En la calle más central de Roma la vida transcurría normalmente. De vez en cuando algún anciano se detenía ante la reja pidiendo que se le dejara entrar. La señora les explicaba con delicadeza que no era posible. Y yo comentaba con ella el hecho de que si la gente supiera siquiera... ¿Pero, supiera qué? ¿Que el diablo existe? ¿Que hay quienes llevan el infierno dentro a pesar suyo y serían felices si pudieran librarse de él? ¿Y quien, al contrario, lo guarda en el corazón con amor, o mejor, con odio? ¿Y quien le hace propaganda tan alegremente? ¿Y quien lo acoge y lo difunde con superficialidad sin darse cuenta de la gravedad de lo que hace? Precisamente estas personas son las que deberían saberlo. Pero es necesario que lo sepan, que alguien les diga cómo es, sin falsedad, sin fingimientos, sin el temor de que no se le crea. La verdad por la verdad, con la convicción de que el demonio, el mal, se aprovecha de las falsedades que se difunden acerca de él.

Bien, el diablo es una especie de confirmación de la existencia de Dios. Cuántas veces se lo hemos escuchado al padre Amorth. Y después de haber asistido y orado en esos exorcismos estaba todavía más convencido de esto, porque nunca como en esos momentos se siente que se es parte del proyecto divino del amor. Una paradoja de la fe... El amor a Dios, la oración a Dios... no es ponerlos frente a frente con la maldad diabólica, sino que es como si de ella sacara una nueva certificación. Así como el experto en artes marciales disfruta sacando ventaja de la fuerza del adversario para arrojarlo por tierra, así la oración del hombre de fe saca del mal renovado estímulo para infligirle la derrota. Cierto, para confiar la propia vida al Bien supremo no es necesario experimentar los abismos del mal... Probablemente no... Pero la vida es una lucha continua con el mal y para combatir hay que conocer. Para vencer a un enemigo cuya arma principal es el engaño, el conocimiento pleno es la mitad de la salvación... Y el amor que se obtiene con la oración... el triunfo.

Por lo que yo sentía en aquel momento, sabía que había visto y conocido. Había visto y conocido tanto, que estaba profundamente impresionado con ello. Me admiraba de cómo mis dos amigas, los sacerdotes y los voluntarios que oraban en los exorcismos lograban seguir tranquilos después de haber asistido a esas mismas cosas. Es más, seguían diciéndome que en el fondo habían sido «sólo algunos casos de los más sencillos. Nada hay que temer, porque la fe, la oración, el amor de Dios vencen todo».

También yo estaba convencido del hecho de que el bien es más fuerte que el mal, gracias al apoyo de mi pobre fe, que seguía sosteniéndome, aunque sinceramente aquella mañana la había necesitado bastante. Esperaría al final del último exorcismo, me despediría del padre Amorth y volvería a mis ocupaciones diarias, sabiendo que ya nunca nada seguiría siendo como antes.

Una pequeña aspiración a la tranquilidad, que duró el breve espacio de la intensa charla en la entrada de la iglesia. En aquel momento salió una persona a buscarme:

—«El padre Amorth me ha dicho que lo llame porque este es un caso particular y quiere que usted asista».

Apenas había encontrado un apoyo para sentarme, pero no lo había hecho a tiempo. Pensaba: «Me siento, miro a la gente que pasa por la calle y oro por ellos». También había cogido mi rosario. Lo único útil que había hecho. Era mi arma y, fortalecido con ella, volví a entrar.

Recostada en la camilla estaba una señora muy robusta. Sobre el pequeño diván al lado de la silla donde siempre me había sentado hasta entonces, estaba una señora más anciana, la madre, y sobre sus rodillas un niño, de siete u ocho años. Voy a sentarme, pero me viene una duda, muy ingenua, que sólo después descubriría. Vuelvo atrás, adonde está una de mis amigas, y pregunto:

—«¿Es conveniente que el niño permanezca aquí dentro? ¿No es mejor que salga?».

—«Déjalo estar», me responde acompañando las palabras con un gesto de seguridad que hace con la mano.

Voy a sentarme en mi puesto sin entender. La abuela con el nietecito está sentada a mi lado. Comienza el exorcismo y esta vez no tengo necesidad de que la oración se prolongue mucho para ver los primeros efectos. La mujer se agita y se agita también el niño. Mientras más se agita la mujer, más se agita el niño. La mujer grita, hace ruidos y el niño respira con dificultad, emite ruidos extraños. Lo miro por un instante y sólo entonces comprendo que tiene un daño psíquico. La mujer grita cada vez más, su boca echa espumarajos y las personas que están alrededor de la camilla tienen gran dificultad para mantenerla quieta. El diablo, entre risotadas inconexas, ya ha manifestado su intención de no querer salir de ella. Pero de vez en cuando se oye claramente:

—«¡Auxilio! ¡Auxilio!...».

Peticiones a veces a gritos, a veces entre dientes, como silbando. Es el diablo que pide ayuda a sus semejantes, me explicaron luego. Sucede cuando son varios los demonios que poseen a una persona y alguno de ellos se da cuenta de que está a punto de ser expulsado. Una señal que avisa al padre Amorth al comenzar su interrogatorio cuando le pregunta:

—«¿Cuántos sois vosotros?».

—«Muchos».

—«¿Cuántos?».

—«Veinticinco».

Una respuesta que satisface al exorcista, porque la vez anterior el número era mayor. El interrogatorio prosigue. La agitación de la mujer llega a su culminación y la voz se vuelve realmente aterradora cuando las preguntas se refieren al hijo:

—«¿Qué tiene tu hijo?».

—«¡Vosotros no habéis entendido... no habéis entendido! Él está ligado a mí... A mí...».

—«¿Qué mal tiene?».

En un primer momento no hay ninguna respuesta, sino sólo un estrépito más fuerte que los anteriores. El niño en brazos de la abuela ya está incontenible. El padre Amorth insiste. Esta vez más que una pegunta es un mandato:

—«¿Qué clase de mal tiene él?».

—«¡Diabólico... un mal diabólico!».

Nunca había experimentado yo tal intensidad de maldad encerrada en tan pocas palabras: imposibles de olvidar. Quizá tenía razón el padre Amorth. Yo debía asistir a aquel exorcismo para tener bien clara una verdad evangélica de la cual él me había hablado: la liberación de los demonios, la curación de los enfermos, la remisión y el perdón de los pecados van juntas. Como caras de una misma moneda.

Cuando sale y ya está en la puerta de la iglesia, intento hablar con la mujer. Tiene ganas de irse. De vivir aquellos pocos días de tranquilidad que el exorcismo le ha dado. También ella, en efecto, después de algún tiempo vuelve a tener los mismos problemas. Le pregunto cómo puede convivir con semejante presencia.

—«Mal –me responde–, muy mal. A veces se vuelve insoportable. Pero lo que más me hace sentir mal es que todo el mundo me ha tenido y me tienen por loca».

¿Enfermedad de la mente o mal del alma?

Una vez mi amigo, el padre Fausto Negrini, durante un exorcismo le dijo al diablo:

—«Posees poca gente. Nadie sabe siquiera que existes».

Él respondió:

—«¿No te basta con ir a los manicomios para ver a cuánta gente yo poseo?».

Satanás está derrotado, expulsado, echado fuera, pero logra arrastrar consigo a muchas personas. En este sentido, el problema de los presuntos enfermos psiquiátricos es muy serio. Los psiquiatras no se dan cuenta. Mientras la medicina del cuerpo ha dado pasos agigantados, con enormes progresos en la comprensión y curación de las enfermedades, en lo que respecta al conocimiento de la psique, la causa y la curación de las enfermedades psíquicas, las investigaciones todavía están muy atrasadas. Puede decirse que en la mayor parte de los casos los psiquiatras dan golpes de ciego. Entre ellos hay quien me asegura que más o menos el 70% del trabajo de un psiquiatra se origina en la necesidad de remediar los tratamientos errados de otro psiquiatra. He colaborado a menudo con ellos, aunque es difícil encontrar alguno creyente, porque casi siempre tienen en Freud a su dios. Muchas veces sus conocimientos resultan fundamentales. Sin embargo, hay muchos casos en que la enfermedad parece psiquiátrica, pero realmente no lo es; en otros, la enfermedad psiquiátrica está fuertemente agravada por la enfermedad demoníaca.

Es interesante la observación del teólogo Walter Farrell en Guía de la Suma Teológica, cuando asocia la inspiración diabólica de la obra de Nietzsche a «aquellas turbaciones del intelecto que en los años siguientes harían caer progresivamente al filósofo en el abismo insondable de la locura». Resulta espontáneo pensar en un vínculo, aunque no necesario, de causa y efecto, más que en un simple nexo de casualidad.

Sobre estos temas he hablado a menudo con un amigo mío psiquiatra, que también ha venido a muchos exorcismos y ha notado cuáles pueden ser los efectos demoníacos también sobre la psique humana. Al principio no quería creer en el diablo, pero luego debió admitirlo. Él fue quien me permitió tener un encuentro con sesenta psiquiatras de alto nivel, con quienes tuve una interesantísima discusión, de la cual nació un libro. Me hicieron las preguntas más difíciles que jamás me hayan hecho, pero pude responderlas todas. Expuse mis razones, llevé mis ejemplos, la experiencia de décadas de trabajo en este campo y ellos no pudieron hacerme objeciones convincentes. En cierto sentido hemos definido los dos ámbitos de interés con cierta precisión.

Por lo demás, en el Evangelio se ponen a menudo las dos cosas juntas. Jesús curaba a los enfermos y expulsaba a los demonios. El padre Cándido en esto era extraordinario. Tenía carismas excepcionales. Muchas veces dejó pasmados a los médicos, a hospitales enteros. Nunca se equivocó en sus diagnósticos y mandaba a los psiquiatras de confianza a algunos pacientes. En los demás casos hacía exorcismos u oraciones de sanación.

Para un exorcista es fundamental, además de ser extremadamente difícil, saber distinguir un mal maléfico de un mal psíquico. Los síntomas en que se basan los psiquiatras y construyen su diagnóstico son completamente diferentes de los que interesan a los exorcistas. Cada uno debe permanecer en su campo, y entonces los unos son útiles a los otros.

Entendámonos: un exorcista está muy atento a la sensibilidad de la persona, al agua bendita. Es significativo un caso que le sucedió al padre Cándido. Estaba haciendo un exorcismo y encontrándose sin agua bendita, mandó a su ayudante a que trajera un poco. En cuanto el hombre vuelve con el agua y el aspersorio, el demonio al que el padre Cándido estaba interrogando dice a través de la persona exorcizada: «Con esa agua sólo puedes lavarte la cara». En efecto se trataba sólo de agua corriente, porque había sido cogida del grifo de la sacristía. El demonio de inmediato había captado la diferencia.

Muchas veces basta rociar agua bendita y el demonio que está dentro de la persona rociada comienza a gritar: «Basta, basta, me quema». Precisamente por esta resistencia del diablo hay casos en que resulta fundamental darse cuenta de la sensibilidad para distinguir el agua bendita de la normal. A veces pido a los familiares que hagan una prueba para ver si la persona que ellos señalan tiene verdaderamente un problema demoníaco. Hace poco tiempo me sucedió un caso de estos con una chica de veinte años. Por lo que la madre me había contado, tenía yo fuertes sospechas. Entonces le aconsejé que preparara secretamente con el agua bendita una comida que a su hija le gustaba mucho y la llevara a la mesa para toda la familia. La mujer decidió hacer una sopa. Nadie conocía el experimento, todos la comieron tranquilamente menos la chica, que la puso aparte encontrando una excusa: «No tengo ganas de tomarme la sopa». Al día siguiente, la mujer repitió la prueba poniendo el agua bendita en otro alimento y el resultado fue el mismo.

También la aversión a lo sagrado es un signo importante. Recuerdo a un joven que tiraba y destruía las imágenes sagradas que encontraba. Si llegaba a casa el sacerdote para la bendición de Pascua o por otro motivo, él sin dar la cara se encerraba en su habitación. Le aconsejó al padre rezar mentalmente una oración en su presencia, escogiendo un momento normal de la vida familiar. En la mesa el padre comienza a decir mentalmente el Padrenuestro y el hijo, de repente y con violencia, se levanta ordenándole que no continúe.

Son tantas las personas que tienen realmente necesidad de ayuda, pero no para todas son necesarios los exorcismos, antes de dar una cita hago una gran selección y pido una serie de informaciones. Como primera cosa me sirve un diagnóstico médico respecto a los trastornos que los afectan. Luego, pregunto si normalmente la persona lleva una vida de oración, desde cuándo está afectada por esta alteración y si la primera manifestación tuvo lugar con relación a un acontecimiento especial. Pregunto cómo se manifiesta la alteración, si es furiosa, si hay gritos, estrépitos, espasmos, movimientos incontrolados. Pregunto qué reacciones tiene a las bendiciones. En muchos casos envío cuestionarios con preguntas. Si al leer las respuestas no encuentro lo que llamo «síntomas sospechosos», evito recibir a la persona para dedicarme a otros casos, porque, repito, son muchas las peticiones. Casi a diario encuentro el contestador telefónico lleno.

Por otro lado, el exorcismo es lo último que se debe hacer cuando todo lo demás no ha surtido efecto. Para muchas personas a menudo es suficiente sentirse espiritualmente acogidas y guiadas, basta escucharles sus necesidades, orar con ellas, enseñar a orar también por quien es la causa de su problema, guiarlos a prepararse para una buena confesión. Luego, también hay muchas personas con fijaciones, paranoias, con la manía de estar endemoniados, perseguidos por el diablo y así por el estilo.

Un método infalible son también las liturgias comunitarias de sanación y de liberación. Si no hay reacciones y síntomas específicos en estos casos tampoco los habría con el exorcismo. Naturalmente, también se necesita discernimiento en cuanto a lo que sucede en las misas de sanación y liberación. Puede suceder que alguien se ponga a gritar, se desespere, se eche por tierra o se ponga violento. Pero muchas veces se trata de problemas de histeria o de sugestión. Otras veces ya sabemos cuáles son las personas a quienes debemos no perder de vista, porque ya han sido señaladas. Por ejemplo, algo así me sucedió una vez con Milingo, cuando hacía misas de sanación y liberación los primeros lunes de cada mes. Había una enorme cantidad de personas. Muchos eran los fenómenos de histeria y sugestión. Antes de la celebración, Milingo me advirtió de la presencia de un endemoniado que iba a presentar ciertos síntomas, como de hecho sucedió luego.

¿Milingo? Sí, le conozco, he oído hablar de él a las personas que lo frecuentan, participé en su celebración. Al final de todo esto he tenido la sensación de que se presentan bellas ocasiones que luego se van perdiendo. ¿Se trata de un exorcista que se dejó encadenar por el demonio?

Su historia es muy triste. Somos amigos. De vez en cuando me llama. Viene a buscarme. Hablamos. Oro por él todos los días. Pido que el Espíritu Santo le dé la gracia de la humildad, la cual es fundamental; sin esta no puede haber arrepentimiento, no se pueden reconocer los errores cometidos ni tener el valor de revisar el propio comportamiento. No hay duda de que con él se cometieron injusticias, pero él se sobrepasó en la protesta y en la oposición a la Iglesia. A su vez, la Iglesia ha hecho mucho para volverlo a acoger con los brazos abiertos. Ciertamente necesita un baño de humildad. Y luego, conocimientos erróneos, influencias erróneas, el reverendo Moon, la mujer que lo tiene aferrado a sí, los insondables misterios del alma humana... También Judas expulsaba los demonios como todos los apóstoles, y después entró en él Satanás. Una cosa es el poder de expulsar a los demonios y otra cosa las opciones y la vida personal.

O Jesús o el diablo

«Donde el temor de Dios guarda la puerta, allí no puede entrar el enemigo». La frase está tomada de las Admoniciones de san Francisco e ilustra a la perfección cómo la vida de oración y de sacramentos vivida en gracia de Dios protege de los maleficios, de las tentaciones y de todo tipo de influencia diabólica.

Muy bien lo explica y lo demuestra con su vida Rosa, o la señora Rosa, como la llaman todos. Un auténtico punto de referencia para aquellos que se dirigen al padre Amorth, de quien es un poco la memoria histórica, la colaboradora más fiable. Ella, su marido y sus seis hijos varones estuvieron atormentados por los maleficios durante 32 años, hasta que conoció al padre Cándido Amantini, el citado maestro del padre Amorth, el religioso pasionista que murió en 1992, muy famoso en Roma por ser el exorcista de la Scala Santa. Desde aquel momento, afirma Rosa: «En nuestra vida entró la gracia de Dios. Todo cambió radicalmente».

Su lucha fue larga y difícil. «Las enfermedades llegaban una tras otra. Todos estábamos enfermos. Males terribles, que nos debilitaban, algunos se presentaban en mis hijos desde su nacimiento. Los médicos no sabían ya qué hacer. Mis hijos fueron operados varias veces porque los análisis y exámenes médicos mostraban la presencia de graves enfermedades, pero a menudo en las intervenciones quirúrgicas no se encontraba nada. Abiertos y vueltos a coser inútilmente. Sin embargo, el mal persistía. Con el último hijo gravemente enfermo, en el hospital Bambino Gesù, un médico escuchó nuestra historia y nos aconsejó acudir al padre Cándido. Después de tantos años de sufrimientos, comenzó nuestro renacimiento y comprendimos lo que nos había sucedido».

Todo había comenzado en diciembre, más o menos dos meses antes del matrimonio de Rosa. «Mi marido había tenido una discusión con su madre. Él, que es impaciente frente a la pereza, había criticado el comportamiento de su hermano, quien siempre tenía una buena excusa para no trabajar, afirmando que no era cierto que estuviera enfermo, sino que simplemente no quería esforzarse. Mi suegra montó en cólera.

—“No es cierto –respondió–, eres un mentiroso y también tú sentirás lo que significa estar mal”.

Puede parecer extraño, pero pocos días después a mi marido se le debilitaron las piernas. Ya habíamos fijado la fecha del matrimonio para febrero. Cuando nos casamos, él ya casi no podía tenerse en pie. Desde aquel momento en adelante caímos en un abismo de sufrimientos sin fin. No es fácil comprender estas cosas. Mucha gente no nos cree. Hacerse entender por los médicos es una cosa bastante difícil. Se nos tiene por locos. Uno termina al borde de la desesperación.

Una de las maldiciones de mi suegra, la última que produjo efecto, llegó cuando ya conocíamos al padre Cándido. Había dicho a mi marido:

—“Ojalá te dé un cáncer en la lengua”.

Después de una hora ya estaba enfermo. Los análisis y los diagnósticos de los médicos fueron implacables: cáncer de garganta y en la raíz de la lengua. Al saberlo el padre Cándido, nos invitó a ir a verle. Nos encontramos con él un domingo después de misa. Nos llamó aparte. Exorcizó la garganta de mi marido. La curación fue inmediata y completa. Los análisis posteriores certificaron que ya no había nada».

De aquellas experiencias salió una familia unida, fuerte, marcada por una gran fe. Rosa se dedicó por completo a ayudar a las personas que sufren los problemas que ella misma padeció. El padre Cándido fue quien le pidió que acompañara al padre Amorth para ayudarle.

—«Lo he hecho por agradecimiento y por obediencia, y desde aquel día me puse a su servicio. He ayudado a muchas personas con graves problemas demoníacos que no sabían adónde ir ni a quién confiarse».

Rosa habla como embelesada, con una sencillez y una fe que no es fácil de encontrar en otras personas. Se comprende por sus palabras y por sus lágrimas, que de vez en cuando no logra contener, que aquellas historias la probaron hasta el límite de la capacidad humana. Pero está orgullosa de ello. Esta es ahora su vida y nunca la cambiaría, a pesar de la edad y de tantos achaques causados por su difícil existencia.

—«Cuando uno ha padecido tanto y ha conocido las gracias más grandes, no puede dejar de querer que también otras personas que sufren puedan gozar del mismo bien». Quien habla esta vez no es Rosa, sino la amiga que durante todo el tiempo de nuestro diálogo ha estado sentada junto a ella y la acompaña en su misión, porque de un tiempo para acá sufre del mal de Parkinson, como le había predicho el padre Cándido.

—«Pero cuando uno se ocupa de estas vicisitudes –pregunta el cronista con algún titubeo–, ¿no aparece el temor de exponerse a algo mucho más grande e incontrolable?».

La primera en responder es la amiga de Rosa:

—«También yo en un primer momento tuve miedo. ¿Cómo no temer frente a semejantes manifestaciones? Después comprendí que si llevas una vida de oración, de sacramentos, de confianza en Nuestro Señor, en la Virgen María, no debes temer ningún mal. Esto vale para ti y para todos los que se relacionan contigo. Una familia unida, donde la fe se vive y se ve, donde se hace oración, está bajo una gran protección. El bien es más fuerte que el mal».

Las dos mujeres me miran. Comprenden mi dificultad. Me invitan a tener fe, a orar, a seguir adelante en este complicado trabajo. No convencido insisto:

—«No es fácil juntar todas las historias que he oído, que he visto personalmente. Son tan terribles... Y debo contarlas de una forma que la gente no las rechace, que no las tenga como escenas de una película de terror o como creencias de otra época que no pueden tener credibilidad en el tercer milenio».

Esta vez es Rosa la que responde primero:

—«Ora al Espíritu Santo, verás como no tendrás ningún problema».

Para no volar sin alas

No hay que temer porque el bien es infinitamente más fuerte que el mal. El padre Amorth se detiene un momento, como absorto en un pensamiento, un recuerdo que lo mueve y prosigue al momento: ¿Quién sabe cuántos maleficios me habrán lanzado...? Cuántas tentaciones... El mismo padre Cándido desde el primer momento de nuestra colaboración me había asegurado:

—«No temas, el Señor nos protege...».

Algún tiempo antes, cuando el entonces cardenal vicario de Roma, Ugo Poletti, me dio el encargo de exorcista, me confié totalmente a la protección y al auxilio de la Santísima Virgen. Envuélveme en tu manto, le pedí en la oración, y contigo estaré seguro. Una protección que he experimentado y vivido como invencible a lo largo de los años. Estoy convencido de eso. He tenido la prueba de ello por las mismas palabras de varios demonios, por boca de personas a quienes he exorcizado:

—«Contigo no podemos hacer nada porque estás demasiado protegido».

Y pensar que yo nunca había tenido la intención de ser exorcista. El cardenal Poletti me tomó por sorpresa de una forma tal, que no pude negarme.

Oír al padre Gabriel contar la historia de Poletti, quien lo obliga a hacerse exorcista, es gracioso. Al recordarlo le brillan los ojos, como cuando cuenta chistes, tanto más si cuenta lo que escuchaba de la propia voz del padre Pío: Un hombre que cuando estaba dispuesto y tenía un momento libre, era una diversión.

En aquella época en Roma a menudo me encontraba con el cardenal. Éramos amigos y él apreciaba mucho mis chistes. Cuando tenía chistes nuevos, me iba a buscarlo. Aquella tarde toqué el timbre de su habitación y él mismo abrió la puerta. Como siempre, después de mis historietas, charlábamos de muchas cosas, de conocidos comunes, de los problemas pastorales... Después de mucho hablar llegamos al tema del padre Cándido, quien tenía fama de santo varón y estaba sobrecargado de trabajo. El cardenal se detiene a razonar sobre el gran número de personas que cada día lo esperan para la misa, para los exorcismos. La Scala Santa estaba allí a dos pasos de su habitación. Con toda espontaneidad, le dije que de esas cosas yo estaba suficientemente informado porque:

—«Conozco bien al padre Cándido».

Al oír esto el cardenal me mira con una sonrisa y agrega:

—«Así enfermo como está, y con tantas personas que lo buscan, necesita ayuda...».

Mientras visiblemente entristecido expresa estos sentimientos de comprensión hacia la obra del exorcista, busca en su escritorio y en el cajón una hoja en blanco. Cuando la encuentra, se calla y comienza a escribir. Yo lo miro y él escribe. Levanta los ojos y después de firmarla, me entrega la hoja y me dice:

—«Muy bien, este es su nuevo oficio».

—«¿Mi nuevo oficio?», digo yo mostrando mi estupor.

Luego comienzo a leer la carta. Es mi nombramiento como exorcista de la diócesis de Roma, asignado al padre Cándido como su asistente y alumno. Naturalmente, trato de protestar:

—«Eminencia, usted sabe que yo no doy la talla, no soy capaz. No puedo. Sabe usted que soy un poco así... me gusta contar chistes, hacer monerías...».

Nada que hacer. El cardenal permanece firme en su decisión, convencido de que yo estaré a la altura. Con una bendición y una palmadita en la espalda me acompaña a la puerta asegurándome su oración. Aquella tarde yo tenía el tiempo libre y había ido a la habitación de mi amigo Poletti para contarle una de mis historietas. Y ahora salía con el cargo de exorcista. Con aquella hoja, al día siguiente, estaba yo ante el padre Cándido. Tiempo libre creo que ya nunca más lo he tenido.

En Roma la figura del padre Cándido es muy conocida entre quienes han hecho un cierto recorrido espiritual. Son muchos los que se han beneficiado de su obra y lo recuerdan como un santo. A veces basta preguntar para darse cuenta de que los hay incluso entre aquellos que se encuentran en la misa del domingo.

Un amigo querido, ahora felizmente casado y con hijos, que de joven sufrió una pesada influencia diabólica, debido a la influencia cultural de un músico con serios problemas de limitación física, ligado a una secta esotérica y ocultista, cuenta su experiencia con la lucidez que sólo tienen las personas que han tenido conocimiento directo del maligno y han logrado liberarse de él con una vida de fe: «Sin darme cuenta siquiera, emprendí el camino del mal. Yo había escogido el mal para mi vida». Un período que recuerda como muy triste, marcado por una gran tensión interior, por un siniestro deseo de muerte. Luego, el interés de la familia, las presiones de quienes están cerca...

Su vida vuelve a empezar al participar en una misa de sanación y liberación. «Allí sentí el extraordinario efecto de la paz de Jesús que te envuelve, que penetra en tu corazón. Una luz de sol naciente». Los encuentros con el padre Cándido y con el padre Amorth, que en esa época ya trabajaban juntos, se vuelven frecuentes. El recuerdo de las oraciones de exorcismo, de los consejos de los dos sacerdotes, de las misas multitudinarias a las seis de la mañana en la Scala Santa es inolvidable.