Mi novio y otros enemigos - Nikki Logan - E-Book
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Mi novio y otros enemigos E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

Tentada por los problemas… En el momento en que Tash Sinclair posó la mirada en el rival de su familia, Aiden Moore, supo que tenía problemas. Su venganza contra ella ya era mala, pero descubrir que Aiden era increíblemente atractivo hacía que todo fuera un millón de veces peor. Tash y Aiden chocaron de inmediato, aunque sabían que la frontera entre el amor y el odio era muy fina. Mientras estallaban los fuegos artificiales, ¿se rendirían a la atracción que sentían? ¿Haría Tash lo impensable y se enamoraría de su peor enemigo? Al fin y al cabo, era recomendable tener cerca a los amigos, pero más aún a los enemigos.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Nikki Logan

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Mi novio y otros enemigos, n.º 2542 - marzo 2014

Título original: My Boyfriends and Other Enemies

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4125-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Tash Sinclair miró al guapo hombre de cabello entrecano que charlaba con un acompañante más joven, al otro lado de la ajetreada cafetería. El azul eléctrico del puerto de Freemantle se extendía tras ellos. Tendría que haber estado concentrada en el hombre mayor, Nathaniel Moore era la razón de que estuviera allí, pero no podía dejar de mirar al hombre modestamente vestido que se sentaba frente a él.

No estaba tan curtido como Moore y, en vez de más de cincuenta años, tendría unos treinta, como ella. Algo en él captaba su atracción cuando menos podía permitírselo.

Se obligó a volver a mirar al hombre mayor.

Nathaniel Moore parecía relajado, casi despreocupado y, por un momento, Tash dudó. Estaba a punto de lanzar una granada contra esa serenidad. No sabía si era correcto. Pero, en cierto modo, se lo había prometido a su madre.

El hombre joven hizo una seña al camarero para pedir más café y el suéter verde musgo se tensó sobre sus anchos hombros. Tash se obligó a seguir mirando a Nathaniel Moore.

No era difícil ver lo que había atraído a su madre hacía treinta años. El ejecutivo tenía un cierto aire a Marlon Brando. Además, Tash tenía docenas de diarios, décadas de recuerdos y reflexiones que detallaban esa atracción. Adele Porter, que había recuperado su apellido de soltera después de que Eric Sinclair la abandonara, había expresado sus sentimientos en sus diarios desde el día en que su divorcio se hizo efectivo.

Tash volvió a estudiarlo. Su madre había muerto amando a ese hombre y él, por lo que había leído y según rumoreaba la familia, había correspondido al amor de Adele.

Sin embargo, habían estado lejos el uno del otro la mayor parte de su vida.

No habría pensado en leer los diarios, en buscarlo, si no hubiera sido por el mensaje que él había dejado en el buzón de voz del móvil de su madre. Una felicitación en su cincuenta cumpleaños, a una mujer que no la recibiría, tenía tan poco sentido como que Tash hubiera mantenido activo el móvil de su madre para poder escuchar su voz en el contestador. Cuando necesitaba hacerlo.

Porque era su voz. Y, por lo visto, eso era lo que ambos necesitaban oír.

Nathaniel alzó la cabeza y miró a su alrededor. Entonces ella vio sus profundas ojeras y su mirada perdida. Reflejaba la expresión que Tash había lucido durante semanas.

Nathaniel Moore seguía viviendo el duelo y Tash habría apostado sus mejores obras a que lo estaba haciendo en soledad.

Su acompañante se puso en pie y acercó las tazas vacías al extremo de la mesa, para facilitar su recogida a los camareros. De camino hacia el aseo pasó muy cerca de su mesa. La miró como solían hacer los hombres, con admiración pero con aire ausente, como si la tasara. Esa mirada que indicaba que nunca la llevaría a casa a conocer a su familia. Tal vez le regalaría lencería en Navidades, pero nunca pondría un anillo en su mano.

Era la historia de su vida. Normalmente ignoraba a esa clase de hombres, pero quería ver de qué color eran sus ojos. Alzó levemente la cabeza y chocó con su mirada. Se quedó sin aire.

No era guapo en el sentido clásico, pero tenía labios firmes y mandíbula angulosa. Sus ojos eran profundos y azules como el vidrio cobalto más valioso con el que había trabajado en su vida. Transformaban su rostro. Devastadores.

Apartó la mirada, sin aliento. Él siguió andando como si no hubiera ocurrido nada.

Ella inspiró profunda y lentamente. No estaba acostumbrada a fijarse en los hombres más allá de sus manierismos y, sus dotes sociales, las cosas que le decían quiénes eran en realidad. Con él, había estado tan ocupada estudiando la forma de su boca y el color de sus ojos que no había visto más. No había pensado en más.

Se obligó a mirar al hombre que seguía sentado a la me-sa, ahora solo.

«Hazlo», dijo una voz. Fusión de la de su madre y la suya. Esa voz era la razón por la que estaba allí y por la que había prestado atención a la foto de Nathaniel Moore en el periódico. La razón por la que había descubierto dónde trabajaba y cómo entrar en contacto con él. La voz plantaba semillas, la empujaba hacia delante.

«Hazlo ahora».

Tash llevó la mano al móvil y pulsó una tecla sin dejar de mirar al hombre. Él metió la mano en el bolsillo, relajado. Tash, consciente de que iba a poner fin a su serenidad, estaba a punto de colgar cuando él contestó.

–Nathaniel Moore.

La voz profunda y suave fue como una tenaza en el corazón de Tash. Se le secó la boca. Al no oír respuesta, él miró la pantalla de su móvil.

–¿Hola? –movió la cabeza y empezó a cerrar el teléfono. Eso la hizo reaccionar.

–¡Señor Moore!

–¿Sí? –él enarcó las cejas.

–Señor Moore, siento interrumpir su almuerzo... –se maldijo al comprender que había delatado su presencia allí, pero él no pareció darse cuenta.

Estrechó los ojos y le pareció que él había palidecido y tensado la mano sobre el teléfono.

–Señor Moore, soy Natasha Sinclair. Creo que conoció a mi madre.

Nada.

Tash observó las expresiones que se sucedían en su rostro: horror, incredulidad, dolor, esperanza. Pero sobre todo dolor.

La mano libre, temblorosa, toqueteó una servilleta. Tardó un siglo en hablar. Tash vio que miraba con pánico hacia el aseo, por si su compañero de mesa regresaba.

–Suenas igual que ella –susurró él por fin.

–Lo sé. Lo siento. ¿Está bien? –la dolía hacerle eso al hombre al que su madre había amado.

Él se sirvió un vaso de agua y tomó un sorbo.

–Sí. Estoy bien. Solo anonadado. Sorprendido –corrigió, como si lo que había dicho le pareciera grosero.

–Anonadado, diría yo –Tash rio con suavidad–. Quería llamarlo para asegurarme de que sabía... –calló. Era obvio que lo sabía. Su expresión lo decía todo.

–Sí, me enteré. Lamento no haber podido ir al funeral. No fue... posible.

–No tuvo oportunidad de decirle adiós –Tash estaba al tanto de la enemistad entre sus familias; había leído al respecto en los diarios de su madre.

–Natasha, siento tu pérdida –su voz sonó ronca–. Era una mujer fantástica.

Tash inspiró profundamente y captó un delicioso aroma a tierra y especias. Supo, sin mirar, quién estaba pasando junto a su mesa, de camino para reunirse con Nathaniel Moore. Él le dedicó una mirada de reojo, nada casual.

A Tash se le aceleró el corazón y no fue solo porque se le acababa el tiempo.

–Señor Moore, quería que supiera que, independientemente de lo que opinen nuestras familias, mi puerta estará abierta para usted. Si quiere hablar o hacer preguntas...

El joven llegó a la mesa y se dio cuenta de inmediato de que algo iba mal. Nathaniel Moore se puso en pie bruscamente.

–Un momento, por favor. ¿Me disculpas? –Nathaniel se apartó de la mesa, señalando el teléfono. Preocupados ojos azules lo siguieron y luego escrutaron a la clientela con suspicacia. Tash echó la cabeza hacia atrás y simuló una carcajada cuando la miró. Él no podía tener ni idea de con quién hablaba Nathaniel, pero no quería crearle problemas al hombre al que su madre había amado hasta el día de su muerte.

No por primera vez, Tash imaginó cómo sería amar, y ser amada, hasta el punto que detallaban los diarios manuscritos de su madre.

–¿Sigues ahí?

–Sí –miró a Nathaniel que estaba de espaldas a ella, medio oculto tras una enorme palmera–. Señor Moore, solo quería que supiera que mi madre nunca dejó de amarlo –vio como él dejaba caer los hombros cubiertos por una chaqueta Armani–. Siento hablar tan claramente, pero temo que no tenemos tiempo. Sus diarios están llenos de sus recuerdos de usted. Sobre todo... al final.

–Has perdido tanto –dijo él con voz ahogada–. Soportado tanto.

Tash miró hacia la mesa y negó con la cabeza. Los duros ojos azules observaban a Nathaniel.

–No, señor Moore. He tenido tanto –«Más de lo que usted tuvo. Más que una sola noche extraordinaria». Tomó aire–. Por duro que haya sido perderla, la tuve treinta años de mi vida. Fue un regalo.

–Ella lo era –la cabeza cana se inclinó hacia el teléfono. Siguió un silencio y Tash adivinó que él se esforzaba por contenerse.

–Debe irse. He llamado en mal momento.

–¡No! –carraspeó, miró hacia la mesa y dejó escapar un suspiro. Los ojos azules lo miraron directamente–. Sí, lo siento. No es buen momento. Estoy con mi hijo...

Tash volvió a mirar al joven. Era Aiden Moore. El joven emprendedor, comidilla de la escena social. De repente, su atracción física hacia él le pareció desagradable y vulgar, dado que, por lo visto, la compartía con la mitad de las mujeres de la ciudad.

–Tengo tu número en mi teléfono –dijo Nathaniel recuperando la compostura ejecutiva que lo definía, según las revistas de negocios–. ¿Puedo llamarte después, cuando pueda hablar?

Ella asintió, aunque seguía mirando al joven Moore. No podía ser atractivo. No podía oler como un jeque árabe. No podía ahogarse en esos ojos azules.

No si era el hijo de Nathaniel Moore.

Los Moore odiaban a los Porter, y a los Sinclair por asociación. Todo el mundo lo sabía. El heredero no iba a ser distinto.

Tash tardó un momento en darse cuenta de dos cosas. Primero, había bajado la guardia y lo había mirado demasiado tiempo. Segundo, la mirada azul hielo estaba clavada en ella, abierta y especuladora.

Recogió su bolso, dejó dinero en la mesa y salió rápidamente, con el teléfono pegado al oído como si siguiera hablando, aunque Nathaniel ya estaba de vuelta en su mesa.

Sintió la punzada de la mirada de Aiden Moore hasta que salió a la calle.

Capítulo 2

La mujer que tenía ante él apenas le recordaba a la que había visto en la cafetería, pero Aiden Moore había aprendido hacía mucho a no juzgar un libro por su cubierta. Podía haber parecido frágil la última vez, pero al observarla sujetar la caña de metal con la bola de cristal fundido en la punta, ver el control con el que la hacía girar y la acercaba al horno, empezaba a tener dudas de que fuera a doblegarse ante la dureza despiadada que lo caracterizaba. La espalda que aparecía y desaparecía tras la bola de fuego no carecía de fortaleza.

Cambió de plan allí mismo.

Esa mujer no respondería a una de sus calculadas miradas de negocios. No se vendería ni se dejaría ahuyentar. Esperar a que se rindiera tampoco funcionaría. La concentración con la que daba forma al cristal fundido, girando una y otra vez la caña, expresaba una paciencia que él no tenía. Una determinación que no había esperado encontrar en ella.

Ella alzó la resplandeciente masa y balanceó el largo tubo en una especie de mordaza. Después se inclinó hacia delante con unas pinzas metálicas y empezó a tironear de los bordes de la masa de cristal sin solidificar.

Era diminuta. Se había quitado la parte de arriba del mono de trabajo y atado las mangas a la cintura; solo una especie de chaleco la protegía de peligrosas salpicaduras. Un exceso de confianza o de estupidez. Teniendo en cuenta cómo había atraído la atención de su padre, suponía que se trataba de lo primero. Estaba seguro de que, si las gafas de protección no los ocultaran, vería en sus ojos una inteligencia tan aguda como las esquirlas de cristal que cortaba de la pieza. En la cafetería había llevado gafas de sol para disimular su vigilancia, pero él había notado cuánta atención prestaba a su padre y que intentaba ocultarla. Cuando se sintió descubierta se levantó, pero tuvo tiempo de memorizar su rostro, sus labios, el corte estilo elfo de su cabello. Suficiente para reconocerla una semana después cuando la vio en el parque que había frente a la sede de MooreCo. Acompañada por su padre.

Ella sumergió el ardiente objeto en un cubo de agua y quedó envuelta por una nube de vapor. Cuando se disipó, Aiden se dio cuenta de que lo miraba. Diminutas gotas de vapor brillaban sobre cada pelo de su cuerpo, recordando el aspecto del material que trabajaba.

Pero esa mujer estaba a años luz de la fragilidad del cristal.

–Señor Moore. ¿Cómo puedo ayudarlo?

Tardó un momento en recuperarse del descaro con el que había admitido saber quién era. Además, el tono suave pero agudo de su voz indicaba que estaba nerviosa y lo ocultaba bien. La admiró por ambas cosas.

Se preguntó como afrontar el asunto. «Poniendo fin a su aventura con mi padre» no iba a funcionar. Carraspeó.

–Me gustaría comprar algunas de sus piezas para nuestro vestíbulo. Algo único. Natural. ¿Tiene algo así disponible?

Ella no podía decir que no; todas sus piezas eran así. Tash Sinclair tenía una gran reputación en los círculos artísticos. Se subió las enormes gafas hacia la frente.

–No está aquí por eso.

Aiden tomó aire. Estaba hipnotizado por las gemas de sus ojos chocolate, gloriosos como una de sus piezas de cristal. Y cargados de suspicacia.

Se le ocurrió un idea ridícula: tenían los ojos cambiados. Él tenía la tez morena y los ojos azules de su madre. Tash era muy blanca, nórdica, con ojos marrones que tendrían que haberle pertenecido a él. Una combinación cautivadora.

–Puede que no haya venido por eso, pero lo digo en serio. Su trabajo es excepcional –entró en el taller y examinó las piezas que llenaban las estanterías. Jarrones altos e intrincados; tortugas, manatís, dragones de mar y medusas de cristal cargados de detalles. No era una sala de exposiciones sino el lugar donde creaba sus carísimas piezas.

La mirada de ella lo siguió. Vio de reojo que alzaba la mano al cabello revuelto para bajarla rápidamente. Aiden estrechó los ojos. A pesar de estar seduciendo a su padre, tenía tiempo para preocuparse por su aspecto ante él.

Eso le dio una idea. Si Miss Artesana estaba empeñada en atrapar a su padre, tal vez el arma más efectiva de su arsenal no fueran sus miradas de hielo, ni su talonario. Tal vez haría falta algo más personal.

Él mismo.

Si andaba en busca del apellido o el dinero de los Moore, él tenía ambas cosas. Tal vez renunciaría al padre, casado desde hacía treinta años, por el hijo, joven y soltero.

Claro, que si ella supiera lo que realmente pensaba cuando la miraba, echaría a correr. Aunque trabajara con fuego a diario, no daba la impresión de saber jugar con él. No como Aiden, que disfrutaba de juegos rudos, cortos y ardientes con mujeres volátiles, brillantes y ambiciosas. En nada similares a ese ejemplar diminuto, artístico y poco femenino, con enormes ojos sin maquillar.

Eso le evitaría complicaciones. Él era el torero y ella el toro. Su objetivo era mantener su atención el tiempo suficiente para que olvidara a su padre. Hacerla bailar a su alrededor alejándola más de la familia a la que quería proteger.

Su madre había sacrificado su vida criándolo. Lo mínimo que podía hacer era devolverle el favor haciendo que su marido le fuera fiel.

Si aún no era demasiado tarde.

–¿En qué estás trabajando? –preguntó él, tuteándola, mirando el cubo de agua humeante.

–Era una pieza para un jarrón ornamental. No me ha gustado –tiró de la caña y sacó la inadecuada obra que había en su punta. El cristal se había rajado por todas partes.

–Me lo llevaré.

–No estará en venta hasta que me satisfaga –tiró el cristal al cubo de reciclaje–. Además, dudo que aprecies un jarrón ornamental de color rosa.

–Aprecio la calidad. En todas sus formas –clavó los ojos en los de ella. Típico estilo Moore.

Ella frunció las cejas levemente. En vez de sonrojarse, como él esperaba, parecía irritada.

–Si aún te gusta cuando esté acabado, haré dos para el mostrador de recepción. A un precio.

–No espero descuentos de amigo.

–Me alegro, porque no somos amigos. Ni siquiera te conozco –sus ojos brillaron–. Pero parece que tú sí a mí. ¿Por qué has venido aquí?

Aiden solía utilizar el silencio a su favor en las juntas directivas. La rapidez con la que un oponente rompía el silencio decía mucho de él. Pero en ese caso, pasaron más de diez segundos y la diminuta mujer se limitó a parpadear y esperar con total serenidad.

Maldiciendo para sí, rompió su propia regla.

–Nos estuviste observando en la cafetería.

Los ojos de ella se ensancharon un poco.

–Dos hombres guapos... Estoy segura de que no era la única que miraba –su forma de decirlo hizo que sonara muy lejos de ser un cumplido.

–Te viste con mi padre la semana pasada.

–Enfrente de vuestras oficinas. Nada clandestino. ¿Sabe tu padre que lo vigilan?

–Yo pasaba por allí –mintió él.

–Entonces, ¿sabe él que me vigilan a mí?

Aiden parpadeó. Era un desperdicio que esa mujer se dedicara al arte. Tendría que ser ejecutiva en una de las empresas subsidiarias de MooreCo. Por primera vez, se planteó que el interés de su padre por la bonita rubia no se debiera solo a sus carnosos labios y ojos inocentes. Natasha Sinclair tenía cerebro y no temía utilizarlo.

–Cena conmigo.

–¡No! –su carcajada fue casi insultante.

–Entonces, enséñame a soplar vidrio.

–Desde luego que no –su expresión atónita dejó claro que le había pedido algo muy personal.

–Haz algunas piezas para MooreCo –dijo él. Eso era trabajo y ella era una artista profesional. No podía negarse..

–¿Tendría que ir a vuestras oficinas? –los ojos oscuros lo miraron, calculadores.

Era un riesgo aproximarla a su padre, pero él estaría allí para interponerse. Y eso le permitiría tenerla cerca: donde debían estar los enemigos. Se la ganaría. Y obtendría información sobre qué había entre ella y su padre.

–Para concretar el diseño y la instalación.

Ella titubeó. Él se felicitó por su astucia.

–¿Estarás tú allí?

–Naturalmente. Soy el cliente.

–¿Cuándo quieres que vaya? –preguntó ella, tras un leve y femenino resoplido de incredulidad.

Él revisó mentalmente la agenda de su padre y eligió el día en que un compromiso ineludible lo llevaría al otro extremo de la ciudad. Le dio la fecha y la hora.

No tenía nada de malo cargar la baraja a su favor. Así se ganaba la vida. Buscaba o creaba oportunidades y las volvía ventajosas para él.

–De acuerdo. Te veré entonces –sin esperar su respuesta, se bajó las gafas de protección pulsó un pedal en el suelo y se volvió hacia un soplete que empezó a lanzar una llamarada azul.

Aiden no ocultó su sorpresa, dado que ella ya no lo miraba. Nunca lo habían hecho callar con tanta eficacia. Con firmeza sin llegar a la grosería. Empezaba a dudar que hubiera tenido el control de la conversación siquiera un momento. Pero al menos, se iba con su objetivo cumplido. Lo que hubiera habido entre Natasha Sinclair y su padre había tocado fondo. Él se había interpuesto.

No podría haber ido mejor.

Si no fuera por su monumental ego, Tash habría besado a Aiden Moore por haberle proporcionado la excusa perfecta para acercarse al amor de su madre. Habían intentado seducirla las suficientes veces como para que no se le escapara una señal. Todos los hombres con los que había salido habían empezado por comprarle una o expresando interés por su obra. Desdeñaba ese tipo de ventas, por lucrativas que fueran, y a esa clase de hombres.

Sabía por experiencia que los hombres con el carisma y estatus social de Aiden Moore no consideraban un futuro con mujeres como ella. Las querían como amantes, para lucirlas en cenas aburridas o para conseguir votos electorales en distritos artísticos. Había salido con muchos.

Le daba igual. Aiden era un Moore y ella era una Porter, si él no había descubierto el vínculo, lo haría pronto. El feudo entre sus familias solo incrementaría el antagonismo que, obviamente, ya sentía hacia ella.

Porque tenía que ser eso lo que había zumbado en el estudio mientras él había estado allí.

Nathaniel le había dicho que olvidara las diferencias entre sus familias. Pero era fácil desdeñar un feudo familiar cuando se era la causa de él. Ella lo había heredado. Igual que Aiden.

Subió las escaleras de la estación de tren y fue hacia el edificio con el cuaderno de dibujo bajo el brazo. La excitación de un nuevo encargo burbujeaba bajo su piel, junto con cierta ansiedad por volver a ver a Nathaniel. En público. Él había cancelado una reunión importante al enterarse de su visita, aprovechando la oportunidad para verla por cuestiones de trabajo. Para legitimar sus conversaciones a escondidas.

Estaba segura de que a ambos les merecía la pena. Pasaban horas hablando de su madre, de sus familias y de sus vidas. Nathaniel Moore no era hombre que se arrepintiera de sus decisiones, pero era humano y necesitaba dar descanso a los fantasmas del pasado. Y ella seguía necesitando aferrarse al recuerdo de Adele Porter-Sinclair.

–Natasha. Bienvenida –la voz sedosa salía de un taxi que había aparcado ante MooreCo. Aiden pagó al conductor y la escoltó al interior del edificio poniendo una mano en su espalda.