En el momento equivocado - Enterrar el pasado - Nikki Logan - E-Book

En el momento equivocado - Enterrar el pasado E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

En el momento equivocado "Hola, me llamo Sam y hoy seré tu salvador". Con esas simples palabras, Sam apareció de repente en la vida de Aimee y lo cambió absolutamente todo. Tras el accidente de coche permaneció con ella durante las interminables horas de la noche, balanceándose peligrosamente sobre un acantilado. Entre ellos surgió un vínculo muy fuerte y… también prohibido, ya que Sam era un hombre casado y no podía darle a Aimee lo que quería. ¿Qué se podía hacer cuando se había encontrado al hombre ideal, pero pertenecía a otra mujer? Enterrar el pasado Viktoria Morfitt se había construido un refugio en un apartamento de Manhattan tras la tragedia que cambió su vida cinco años antes. Su última idea era atraer un par de halcones peregrinos al nido que había instalado en la cornisa del edificio para recuperar algo de la naturaleza que tanto echaba de menos desde que dejó la escalada. Su casero, Nathan Archer, había planeado tirar hasta el último ladrillo del edificio y enterrar con él sus horribles recuerdos de infancia, pero cuanto más conocía a la encantadora Tori y a sus excéntricos vecinos, más difícil le resultaba llevar adelante el proyecto.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 502 - mayo 2020

 

© 2012 Nikki Logan

En el momento equivocado

Título original: Mr Right at the Wrong Time

 

© 2011 Nikki Logan

Enterrar el pasado

Título original: Rapunzel in New York

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-366-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En el momento equivocado

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Enterrar el pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Prólogo

 

 

 

 

 

EL ESTRIDENTE chirrido podía estar viniendo de las llantas acelerando en el aire, de la correa de ventilación o de los airbags desinflándose.

O quizá del fondo de la garganta de Aimee Leigh.

La presión del volante contra su pecho apenas le permitía emitir un gemido. Hacer ruido era una prioridad puesto que era la única manera de saber que seguía respirando. Y si todavía respiraba, entonces tenía algo que salvar, su vida, por patética que fuera.

Sintió una subida de adrenalina mientras movía los ojos desesperadamente a derecha e izquierda. Fuera estaba todo oscuro, excepto por un rayo de luna que se rompía en cientos al atravesar el parabrisas destrozado de su pequeño Honda. Largos mechones del pelo le caían por las mejillas, desafiando la gravedad. Se los apartó y quedaron colgando en el aire. Por fin tenía sentido la presión del volante contra su pecho: era ella la que caía sobre él.

Al pasarse la mano libre por el abdomen, descubrió que el cinturón de seguridad la mantenía sujeta al asiento, salvándole la vida. La fuerza con la que la sostenía le resultó insoportable. Con dedos temblorosos, buscó la cinta que la sujetaba de cadera a hombro y, dejando a un lado el pánico que sentía, subió el brazo libre por detrás de ella y encontró el sitio donde se enrollaba el cinturón de seguridad. Respiró todo lo hondo que pudo y tiró con fuerza.

Todo su cuerpo protestó al obligar a su torso a moverse bajo la sujeción del cinturón para colocarse de nuevo en el asiento del conductor. Al liberar su abdomen de la presión, la sangre empezó a correr por la mitad inferior de su cuerpo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no podía sentir nada en esa parte del cuerpo.

El dolor incesante la mantenía consciente. Mientras colgaba de la cintura y del pecho por el cinturón, comprobó sus extremidades para asegurarse de que respondían. Pero cuando intentó doblar el pie derecho, un intenso dolor le subió por la pierna.

Un pájaro cayó desde la copa de un árbol justo encima de su ventana resquebrajada. Mientras volvía a caer en estado de inconsciencia, el desesperado aleteo de sus alas hizo que la mente confusa de Aimee lo confundiera con el vuelo de un ángel.

Un alma celestial que había bajado a la tierra para actuar de intermediario entre la vida y la muerte.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¿HOLA?

La oscuridad era la misma con los ojos abiertos o cerrados, así que no se molestó.

La voz hueca que le llegaba le hizo preguntarse a Aimee si estaba muerta, y si ella, su coche y el árbol con el que se había chocado al salirse de la A-10 habían sido transportados juntos en un amasijo retorcido e inseparable al vacío.

Su corazón latía con fuerza bajo el cinturón que seguía reteniéndola en su asiento.

Privada de luz, su imaginación se había disparado. Había revivido el accidente en su mente una y otra vez, cada vez con más violencia. Había pasado de conducir tranquilamente a través de los eucaliptus que se extendían por los montes de Tasmania a derrapar y golpearse con un árbol.

–¿Hola?

Su cabeza apenas se movió ligeramente. ¿Sería que había llegado su turno en el cielo? Abrió los párpados hinchados y se quedó mirando la oscuridad que todavía reinaba.

No le parecía necesario responder. Seguramente en el mundo espiritual era suficiente con pensar la respuesta.

«Sí, estoy aquí».

A su pesar, se soltó del cinturón y extendió sus dedos temblorosos en la espesura que la rodeaba. Enseguida chocaron con algo macizo, y lo tanteó como si estuviera leyendo en Braille. Era una rama de árbol, llena de restos del cristal del parabrisas.

Palpó el techo del coche y encontró la luz interior. Imaginó por un instante lo que podía encontrarse, antes de apretar el plástico y parpadear varias veces al encenderse la luz.

El salpicadero se había deslizado un palmo y se había combado al ser empujado por algunas partes del motor. El techo se le había venido encima. Pero lo peor de todo era que una enorme rama de árbol había atravesado su pequeño coche, desde el parabrisas al asiento del copiloto, y estaba soportando gran parte del peso del coche. Aimee se quedó mirando aquel desastre. Si la rama hubiera pasado unos centímetros más cerca…

El pánico que tan bien había controlado durante horas, la invadió. El coche volvió a sumirse en la oscuridad, esta vez más densa que antes, y dejó que corrieran las lágrimas. Se sentía bien llorando y le resultaba de ayuda. Además, no tenía a nadie cerca que la viera. Nunca en su vida había llorado ante otra persona, así que lo que hiciera en la intimidad de su coche no le interesaba a nadie.

–¿Puede oírme?

No acababa de comprender las palabras en su aturdida cabeza, pero la voz le sonaba angelical: profunda y preocupada. ¿No debía ser serena? ¿No era su trabajo tranquilizarla? Debía calmarla y guiarla hasta… ¿adónde iba a ir?

–Haga algún ruido si puede oírme.

Un haz de luz se movió desde algún sitio por encima de ella. Se movía demasiado rápido como para que su mente comprendiera lo que tenía a su alrededor.

–Equipo de búsqueda y rescate –gritó la voz, que sonaba cada vez más cerca–. Si puede oírme, haga algún ruido.

Para ser un ángel, era demasiado exigente.

Aimee intentó hablar, pero sus palabras no fueron más que un gorgojo, al que él no respondió. Subió a tientas la mano y buscó la bocina, confiando en que tuviera suficiente batería.

Apretó. El sonido que emitió después de las horas que llevaba en silencio la sobresaltó.

–Lo oigo –dijo la voz aliviada–. Enseguida llegaré a usted. Voy a asegurar el coche.

Entre un pequeño bandazo y un enorme estruendo apenas transcurrieron unos segundos, y a continuación sintió que el peso del coche cambiaba. La sacudida cambió la dinámica de las partes retorcidas de su asiento y modificó la presión que sentía su pierna herida. La sensación no fue agradable y volvió a tocar la bocina.

–¡Alto! –gritó la voz.

Por encima de ella oyó el eco de aquella palabra, pero no de la misma voz.

La tensión cesó y el vehículo crujió, mientras caían cristales de su parabrisas.

–¿Está bien? –preguntó la voz.

Ella tragó saliva para olvidar el dolor y humedecer la garganta.

–Sí. Pero mi pierna está atrapada bajo el salpicadero.

Esperaba que cayera en la cuenta de que al asegurar el coche, su dolor se estaba intensificando. No tenía ni la energía ni el aliento necesario para explicarlo.

–Lo tengo –oyó que decían por encima de su techo, pero no sintió ningún movimiento.

Luego, oyó ruidos en la ventana trasera del lado del copiloto.

–¿Alguna otra herida?

De pronto oyó el sonido de un mazo.

–No lo sé.

–¿Cómo se llama?

Esta vez, la voz venía de encima del parabrisas.

¿Para avisar a sus parientes más próximos? ¿Para dar a sus padres un motivo más por el que pelearse?

–Aimee Leigh.

Oyó que repetía su nombre a quien fuera que había hablado unos minutos antes.

–¿Es alérgica a la morfina, Aimee? –preguntó, esta vez mucho más cerca.

–No lo sé.

Tampoco le importaba. El dolor de su pierna había hecho que empezara a dolerle todo el cuerpo.

–Está bien…

Oyó más crujidos desde detrás de la rama del árbol contra la que su Honda había chocado y giró el cuello hacia el asiento del copiloto. De repente la oscuridad se tornó en una luz blanco azulada que entraba por la ventana, rodeando la rama, y descansaba sobre el salpicadero del coche. Parpadeó en protesta por aquella luz deslumbrante. Pero una vez su vista se ajustó, fue consciente del horror de su situación. Miró hacia donde su pierna desaparecía en el revoltijo de lo que antes había sido la consola de la dirección, bajo su brazo derecho, atrapado entre el asiento y la puerta. Luego, volvió a mirar el trozo de árbol que pasaba junto a ella hasta la puerta trasera.

Justo cuando volvía a sentir que el pánico se apoderaba de ella, el hombre volvió a hablar desde detrás del árbol.

–¿Cómo está, Aimee? Hábleme.

«Asustada. Todavía no estoy lista para morir».

–Estoy… bien. ¿Dónde está?

–Aquí mismo.

De pronto una mano enfundada apareció entre las hojas del árbol. Aunque llevaba un guante naranja, sucio y usado, le resultó agradable y bienvenido. Al ver que sus dedos la buscaban, extendió la mano y los entrelazó con los suyos.

–Hola, Aimee –dijo la voz en tono amigable–. Me llamo Sam y hoy seré tu salvador.

 

 

Justo entonces, por primera vez en horas, Aimee empezó a tener esperanzas de que iba a salir de aquella. Sam no podía acercarse más para hacer una inspección visual desde fuera del coche, así que le pidió que le hiciera una descripción de las diferentes partes de su cuerpo para poder hacer una evaluación. Parecía menos preocupado por su pierna que por la presión de su pecho y por su brazo, completamente dormido e imposible de mover.

–No me gustan los imprevistos, Aimee Leigh –murmuró, mientras comprobaba la tensión de las cuerdas que sujetaban el coche.

Continuó haciéndole preguntas y ella le daba contestaciones breves y concisas, conforme sus pulmones se lo permitían. Durante todo el tiempo, él siguió dando vueltas al vehículo y, poco a poco, Aimee fue sintiendo que el coche se estabilizaba en su posición.

–Quiero echarle un vistazo a ese brazo –dijo él reapareciendo en la ventana tras la rama del árbol.

–Si yo no puedo verlo desde aquí, ¿cómo vas a verlo desde ahí?

–Voy a intentar meterme ahí contigo.

«¿Cómo?».

Estaban separados por un metro de árbol y su puerta estaba encajada.

–¿Puedes llegar a la ventanilla?

Sabía que le estaba pidiendo que llegara al tirador de la puerta. La pregunta le resultó tan absurda como si le estuviera pidiendo que cargara la compra en el maletero de su coche desvencijado. Hizo amago de reírse, pero el sonido que emitió fue más parecido al de un quejido.

–¿Aimee? Trata de aguantar.

–Solo estoy… –dijo y estiró el brazo izquierdo, en un intento por llegar hasta la palanca que había bajo su asiento–. Voy a tener que quitarme el cinturón.

–¡No!

La urgencia en su voz la hizo quedarse inmóvil y por vez primera se dio cuenta de lo mucho que se estaba esforzando en tranquilizarla. ¿Por qué tanta preocupación por el cinturón de seguridad? Ya había cumplido su función.

–Entraré por la ventanilla trasera. Protégete como puedas de los cristales.

Tardó unos segundos en llegar a la parte trasera del coche. Sintió sus movimientos y apretó con el pie ileso el pedal del freno hasta que pudo ver sus piernas por el espejo retrovisor. Las había separado y estaban sobre las luces de su puerta trasera, como si la gravedad no significara nada para él.

En algún rincón de su confusa cabeza sabía que era significativo el hecho de que fuera a llegar hasta ella haciendo rápel. Pero entonces se distrajo al caer en la cuenta de que iba a entrar allí con ella y ponerse en peligro solo para ayudarla. Sintió que la ansiedad oprimía su pecho.

–¿Lista, Aimee? Cúbrete la cabeza.

Se rodeó la cabeza con su brazo libre y se giró hacia la puerta. Detrás de ella oyó un crujido, seguido por el estallido del parabrisas trasero y, a continuación, pequeños trozos de cristal cayeron sobre ella. Se enderezó y por el retrovisor vio cómo Sam doblaba los asientos traseros y se inclinaba hasta donde ella estaba atrapada.

Unos segundos más tarde, apareció entre los asientos delanteros, asomándose entre los brotes de la rama del árbol.

–Hola –dijo junto a su oreja.

Sintió ganas de llorar al verse rescatada, al tenerlo a su lado, y trató de controlarse.

–Lo siento…

–No lo sientas. Estás en una situación extraordinaria. Es normal estar asustada.

No se daba cuenta. ¿Cómo iba a hacerlo? No se sentía asustada. Se sentía absurdamente aliviada solo por tenerlo allí. Y eso la alteraba más que todas las horas de miedo que había pasado antes de que él llegara. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que se había sentido a salvo con un hombre?

–¿Recuerdas lo que te ha pasado, Aimee?

–He tenido un accidente. Me he salido de la carretera.

–Así es. Tu coche ha caído por un barranco. La parte trasera está encajada en la pendiente y la delantera ha caído sobre un árbol.

–Haces que parezca una nimiedad –susurró.

Era una descripción completamente diferente a la violenta sacudida que había vivido dentro de su coche. Se giró para ver su cara, pero no tenía buen ángulo y le dolía si se giraba más.

–Intenta no moverte hasta que haya estabilizado tu cuello –dijo y se estiró para ajustar el retrovisor y verla a través del espejo–. Quiero que me mires a los ojos, Aimee. Concéntrate.

Miró al espejo y se encontró con su intensa mirada azul, preocupada y compasiva. Al menos, le parecía azul. Podían haber sido de cualquier color, teniendo en cuenta la escasa luz.

–Ahora, mira mi dedo –dijo él, moviéndolo de derecha a izquierda y de delante a atrás.

Ella siguió el movimiento del dedo enfundado en el guante a través del retrovisor y, por un segundo, volvió a mirarlo a los ojos. Eran unos ojos increíbles. Solo de mirarlos se sentía más tranquila, y más mareada.

–De acuerdo –dijo satisfecho.

–¿He pasado la prueba?

Sam alzó la cabeza lo justo para que Aimee adivinara por el espejo una sonrisa en sus labios.

–Y con nota. Estás en muy buena forma para estar incrustada en un árbol.

Sintió sus rodillas en el respaldo del asiento y oyó cómo revolvía en el botiquín que había llevado consigo.

–Necesito hacerte un examen físico, Aimee. ¿Te parece bien?

–Puedes hacer lo que quieras.

Por el rabillo del ojo y bajo la tenue luz de la cabina, lo vio quitarse los guantes y sacar un collarín de su bolsa.

–Solo es por precaución –dijo antes de que ella pudiera empezar a preocuparse.

Echó la cabeza hacia atrás y dejó que se lo pusiera. Era una precaución cómoda, si en aquella situación podía considerarse que hubiera algo cómodo.

Luego, él sacó una linterna, la sujetó entre los dientes y se asomó entre el espacio que había entre los asientos delanteros. Con una mano se sujetó y con la otra le subió la falda hasta los muslos. Luego, dirigió la linterna hacia sus pies.

–Sentí que se rompía –dijo.

Al ver lo cerca que estaba de ella, se sorprendió de lo tranquila que estaba. Claro que, ¿qué otra cosa podía hacer? Asustarse no le hubiera servido de nada.

–Aun así, la piel no se ha roto –murmuró él, volviendo a colocarle el vestido en su sitio–. Eso es bueno.

No parecía dispuesto a mentirle ni a quitarle importancia a lo que le estaba sucediendo.

–Al menos, me las he arreglado para romperme bien la pierna. Wayne estaría contento.

Esa sería una de las pocas cosas que su dominante exnovio habría apreciado.

–¿Vas a darme algún analgésico? –preguntó.

Todo estaba empezando a dolerle más ahora que el coche estaba estable y que los puntos de presión habían cambiado.

–No sin saber con seguridad si eres alérgica. Y no con ese dolor que tienes en el pecho. Bastante te cuesta respirar como para complicarlo con la medicación.

–Odio el dolor –dijo ella.

La mueca de Sam estaba fuera de lugar en aquella situación, pero la reconfortó y le dio fuerzas.

–Con las endorfinas altas, apenas eres capaz de sentir –dijo antes de revolver en su bolsa y sacar una pequeña botella–. Pero esto te aliviará.

Aimee se quedó mirando la botella. No parecía medicinal. Alzó su mirada curiosa hacia él, cuestionándole en silencio.

–Es néctar de hormiga verde –aclaró Sam–. Es un analgésico natural. Las comunidades aborígenes llevan siglos usándolo.

–¿Cómo se obtiene el zumo?

–Mejor no preguntar.

–¿Sabe a hormigas?

Sam volvió a revolver en su macuto y sacó una jeringuilla.

–¿Las has probado?

–Me repugna su olor.

De nuevo, el destello de sus dientes blancos por el espejo.

–Como quieras. ¿Prefieres soportar el dolor?

A modo de respuesta, Aimee abrió la boca como un pájaro y él le dio un trago de aquel sirope denso.

–Buena chica.

Con el dedo gordo le limpió una gota que se le había quedado en la comisura de los labios. Su pulso reaccionó acelerándose. ¿O quizá fuera el analgésico haciendo efecto en su cuerpo? De cualquier manera, se sentía mejor.

La caricia fue tan suave y delicada, a la vez que profesional, que hizo que los ojos volvieran a llenársele de lágrimas. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien la había cuidado? Sus padres creían que era mejor prevenir que curar y Wayne habría puesto los ojos en blanco y la habría acusado de exagerar.

Mientras Sam se quitaba el guante de la mano, sus ojos se fijaron en que no llevaba ninguna alianza.

«Siempre es importante saberlo en situaciones de vida o muerte», pensó.

Sacudió la cabeza ante aquel pensamiento. Al hacerlo, sintió dolor en el hombro e hizo una mueca.

–Voy a tener que echar un vistazo a tu brazo, Aimee. Quédate muy quieta.

Lo hizo, a pesar de que no sentía nada. Su brazo llevaba tanto tiempo atrapado que ya ni le molestaba, aunque parecía preocuparle a Sam. Lo sintió cambiar de postura y acercarse a la puerta del conductor.

–¿Recuerdas cómo ocurrió el accidente? –preguntó mientras no paraba de moverse.

–Estaba circulando por la A-10. Todo iba bien y de repente el coche derrapó. Entonces… –dijo y se estremeció–. Recuerdo el impacto. Luego estuve un rato inconsciente –añadió con respiración entrecortada–. Luego me desperté en este árbol.

Su respiración sonó exageradamente pesada en medio del silencio que se hizo.

–Parece que había una mancha de aceite en el asfalto. Alguien de la zona también derrapó, pero pudo detener el coche a tiempo. Entonces vio las luces traseras de tu coche y avisó.

«Gracias a Dios que lo hizo. Podía haber estado aquí días».

Aimee levantó la cabeza para ver por el espejo lo que estaba haciendo detrás de ella.

–Sam, no te preocupes de si va a dolerme. Haz lo que tengas que hacer. Soy fuerte, a pesar de lo que he dicho antes del dolor.

Sintió que se quedaba inquieto.

–¿No sientes esto?

La preocupación de su voz disparó los latidos de su corazón.

–Tienes el brazo atrapado aquí atrás. Creo que se ha dislocado. Lo he soltado un poco y voy a intentar empujarlo hacia delante, pero pueden ocurrir dos cosas. O no sientes nada una vez quede libre, lo cual querrá decir que está seriamente dañado, o volverás a tener sensibilidad una vez quede libre. Si es así, va a dolerte mucho.

Sintió un tirón, pero no dolor.

–¿No me aliviará el néctar de hormiga?

–No habrá hecho efecto todavía…

Con un desagradable crujido, su brazo quedó liberado y Sam lo empujó hacia el asiento delantero. Sintió un fuerte dolor al recuperar la sensibilidad. Una sensación de quemazón recorrió su brazo desde el hombro.

Sam enseguida le acarició el pelo.

–Ya ha pasado lo peor, Aimee –murmuró–. Ya está.

Se balanceó en el asiento, conteniendo la respiración y las lágrimas, soportando el dolor, deseando ser tan valiente como Sam por haber ido a buscarla. Entonces, mientras el néctar de hormiga y su propia adrenalina hacían efecto, el balanceo se detuvo y su cuerpo se relajó, dejando de luchar contra la sujeción del cinturón de seguridad.

–¿Mejor?

De nuevo, aquella voz cálida detrás de ella. Levantó los ojos hacia el espejo retrovisor y alzó la mano para ajustarlo. Al primer intento falló, pero enseguida pudo hacerlo y se encontró con su mirada.

–Gracias –susurró.

Le estaba muy agradecida por acompañarla y no dejarla a solas con sus pensamientos y su temor a la muerte, y nunca podría agradecérselo lo suficiente.

–De nada. Siento mucho que te duela tanto.

–No es culpa tuya. Y ya se me está pasando –dijo, empleando aquellas palabras para describir los intensos pinchazos que sentía del brazo y de la pierna derechos–. Ya puedo respirar y hablar mejor.

–No te pongas muy cómoda. Nos queda mucho por hacer.

–¿Es hora de salir?

Esperaba que sí. Cada vez que el coche crujía y se movía, el aire se le quedaba en los pulmones.

–Todavía no. Tenemos que esperar a que amanezca un poco. No es seguro intentar salir a oscuras.

Teniendo en cuenta lo insegura que se sentía allí dentro, se lo tomó muy en serio. Aunque lo cierto era que desde que Sam había aparecido, estaba menos asustada. Pero cada minuto que seguía allí con ella, su vida estaba en peligro.

–Entonces vete y vuelve cuando sea de día.

–Pero te quedarías sola –dijo mirándola con los ojos entornados.

A pesar de que la idea no le agradaba, se sentía más tranquila que si algo le pasaba por su culpa.

–He pasado sola casi toda la noche. Unas cuantas horas más no me matarán.

Excepto en el caso de que las cosas no salieran bien. Pero al menos, solo estaría ella.

–No quiero que sufras daños por mi culpa –añadió Aimee.

Las arrugas alrededor de los ojos de Sam se multiplicaron.

–Agradezco la idea, pero sé lo que estoy haciendo.

–Pero la puerta no se abre.

A pesar de que estuviera sujeto por un arnés, si el coche se deslizaba más, acabaría arrastrándolo. A saber lo profundo que era aquel barranco.

–Estamos bastante seguros.

–¿Te ganas la vida con esto?

De repente quería saber más. ¿Qué clase de persona arriesgaba su vida por desconocidos? Además, hablar le ayudaba a mantener la mente ocupada.

–Sí, entre otras cosas.

Inclinó la cabeza y habló con más libertad que si no hubiera tenido cincuenta miligramos de hormigas machacadas en su sangre.

–¿Eres un adicto a la adrenalina?

Él rio y le comprobó el pulso, poniéndole los dedos en la base del mentón, bajo el collarín. Su corazón volvió a acelerarse.

–Un poco acelerado… –dijo y volvió a mirarla–. No, no estoy interesado en correr riesgos sin motivos. Pero para salvar la vida de alguien…

–No quiero que arriesgues la tuya por la mía.

Sus ojos azules la miraron a través del espejo.

–¿Por qué no?

–Porque no merece la pena. He cometido un error y no deberías pagar por él.

–Bueno, si hago bien mi trabajo, ambos saldremos de esta. Discúlpame un segundo.

Se llevó la mano al cuello de la camisa y apretó un botón en el que Aimee no había reparado antes. Tuvo una rápida conversación con quien fuera que estaba al otro lado de radio. Empleó terminología médica, pero reparó en la tensión de sus labios y en el entrecejo fruncido.

–Se trata de un código tres. Seguiré informando cada hora –dijo y mientras escuchaba la contestación, la miró por el retrovisor–. Negativo. Acabamos de pasar a un código dos.

Después de poco más, terminó la comunicación y se quedaron en silencio. Fue el silencio más largo desde que entrara en el coche.

–Si alguien te pregunta, acabas de desmayarte.

–¿Acabas de mentir? –preguntó ella.

–¿Habrías preferido que lo dejara para otro momento más importante?

«Habría preferido que no lo hubieras hecho».

Su padre era un mentiroso y no quería que su mente hiciera la más mínima conexión entre ambos hombres.

A modo de respuesta, Aimee arqueó las cejas. ¿Desde cuándo se había vuelto tan segura? Un mes antes, no se habría atrevido a desafiar a nadie de aquella manera. Al parecer, conducir por las montañas, había sacado lo mejor de ella. Además, con Sam, se sentía segura siendo tan directa.

–Parece que soy el único que piensa que estoy mejor aquí contigo.

–¿Te han ordenado que volvieras? ¿Por qué?

La observó a través del espejo. Ahora que su brazo había quedado liberado, Aimee podía mover más el cuerpo. Se giró a pesar del dolor y lo miró por primera vez a la cara. Le costaba respirar.

No se lo había imaginado… Al verlo a trozos por el espejo le había parecido interesante. El conjunto era impresionante. Había algo casi felino cuando sus facciones se unían: cejas arqueadas sobre ojos azules almendrados, pómulos altos, mentón prominente…

–¿Por qué, Sam?

–Está bien –dijo él, colocándose entre el espacio que había entre los asientos delanteros y bajando la voz como si fuera a compartir un gran secreto y alguien pudiera oírlos–. No solo estamos apoyados contra un árbol, Aimee, ni en una colina.

Aimee agradecía que hablara en plural para darle las malas noticias, como revelaba su cuerpo.

–¿Dónde estamos? –preguntó mirando la oscuridad que los rodeaba.

Recordó que un rato antes había estado pensando que estaba en la antesala de la muerte.

De pronto, cayó en la cuenta. Sam había bajado hasta ella haciendo rápel. La primera vez que había intentado abrir la puerta, había oído piar a un pájaro al lado de su ventanilla y no encima. También había oído las ruedas acelerando en el aire después de que el coche se detuviera.

Su corazón dio un vuelco.

–¿O debería preguntar a qué altura estamos?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

VIO la verdad en sus ojos y sintió un fuerte dolor en el pecho. No le gustaban nada las alturas.

–Oh, Dios mío…

–Tranquilízate, Aimee. Estamos a salvo. Pero no sabemos qué daño ha producido el impacto al árbol.

Se quedó mirándolo.

–Y no te gustan los imprevistos.

–Así es.

–Pero estás aquí conmigo.

–He asegurado el coche.

–Tienes que irte.

–No.

–Sam…

–Pronto amanecerá. Quiero estar aquí para entonces.

¿Para el rescate? ¿O para cuando viera lo que había, o no había, debajo de ellos y se viniera abajo? Volvió a mirar hacia fuera a través del parabrisas resquebrajado. Lo único que impedía que se cayera a través del parabrisas era el cinturón de seguridad.

Volvió a mirarlo. No quería estar sola, pero tampoco quería que el hombre, que con tanta atención la estaba cuidando, corriera peligro.

–No te preocupes por eso, Aimee –dijo–. La elección no es tuya, sino mía.

–Ah, ¿no puedo opinar?

–No. Tengo el control de este vehículo.

«Tengo el control».

¿Durante cuántos años se había revelado en secreto contra los hombres controladores? Eran hombres que pensaban que sabían lo que era mejor para ella e insistían en decírselo: su padre, Wayne… Aun así, allí estaba ella agradecida porque un hombre controlador le dijera lo que tenía que hacer. Lo cierto era que no quería estar sola.

–Entonces, ¿qué hacemos hasta que se haga de día? –preguntó ella.

–Seguiré controlando tu estado y asegurándome de que el coche esté seguro. Puedo pedir por radio cualquier cosa que necesites.

–¿Así que vamos a charlar?

–Hablar está bien. No quiero que te quedes dormida.

Dadas las circunstancias, no le parecía adecuado charlar. Le recordaba que era un desconocido, a pesar de la extraña intimidad que se había establecido entre ellos.

–¿De qué podemos hablar?

–De lo que quieras. Dicen que tengo buena conversación.

Aimee levantó la vista al espejo a tiempo de ver cómo apartaba la mirada. Quizá aquello también le resultara incómodo a él.

Pensó algo de lo que hablar que no fuera del tiempo, algo con más sentido y que le ayudara a tener una sensación de normalidad ante aquella situación.

–Dices que te ganas la vida con esto y con otras cosas. ¿A qué más te dedicas?

Con cada minuto que pasaba, su respiración se volvía más relajada.

No parecía agradarle charlar con los accidentados a los que estaba socorriendo, pero contestó al cabo de unos segundos.

–Soy un guardabosques de los parques de Tasmania.

El hombre que escalaba para salvar damiselas en apuros también cuidaba de los bosques y de las criaturas que había en ellos.

–¿Así que esto es solo un empleo más para ti?

Él sonrió y alumbró con la linterna el cierre del cinturón de seguridad de Aimee.

–No te preocupes. Me han enviado porque soy el mejor rescatador en vertical. No hay demanda suficiente como para tener aquí un equipo de rescate permanente.

–Podría ser peor.

–Cierto –replicó echándose hacia atrás.

–¿Qué disfrutas más?

Volvió a mirarla a través del retrovisor, esta vez sorprendido. ¿Acaso nadie le había preguntado eso antes?

–Difícil pregunta. El rescate es más… tangible, más inmediato. Pero los árboles también necesitan quien los cuide.

–Tiene que ser emocionante, ¿no?

Su boca seca le impedía hablar con claridad.

Sam rebuscó en su equipo antes de volver a aparecer entre los asientos con una esponja mojada en agua embotellada. Se la llevó a los labios y Aimee sorbió agradecida.

–No es la emoción lo que me llena. Aunque así es para algunos de mis colegas –dijo volviendo a mojar la esponja–. Creo que sentiría lo mismo si lo que estuviera protegiendo fueran secretos nacionales o un vial con células raras en vez de una persona.

El néctar de hormigas la hacía sentirse tranquila y calmada y el agua la estaba animando.

–Solo por si acaso estaba empezando a sentirme especial.

Él la miró sonriente.

–Ahora mismo eres muy especial. Ahí arriba hay dieciséis profesionales, todos aquí por ti.

De repente fue consciente de la envergadura de la operación de rescate. Dieciséis personas que deberían estar durmiendo en sus camas, junto a sus seres queridos…

–Lo siento…

–Aimee, no lo sientas. Nos dedicamos a ello.

¿Tendría Sam a alguien esperándolo en casa? Era una pregunta que no podía hacerle.

–¿Has salvado muchas vidas?

Ni siquiera tuvo que pensar.

–Veintisiete. Veintiocho después de hoy.

Aimee enarcó las cejas y se giró lo que pudo. Le dolía el hombro.

–¡Veintisiete! Eso es increíble –dijo y entonces se quedó mirándolo fijamente–. ¿Y has perdido alguna?

–No llevo cuenta de las pérdidas. No me gusta pensar en eso –dijo sonriendo con amabilidad.

Lo entendía. Podía imaginar cómo se sentiría cuando no pudiera salvar a alguien.

Al pensar en que no era la única persona que había estado en una situación de vida o muerte, sintió alivio. Otras personas habían sobrevivido para contar sus historias.

Sentía que tenía el control, otra novedad, y frunció el ceño.

«¿Hasta dónde había dejado que las cosas llegaran?».

–Ponerte en peligro debe de ser muy difícil para…

«Tu familia, tu novia…».

–… difícil para ti emocionalmente.

Él se quedó pensativo.

–Los beneficios superan el lado negativo. Si no, no lo haría.

Se echó hacia delante una vez más para comprobar su pulso y ella se quedó estudiando su perfil. Estaba segura de que había algo más que eso, pero le parecía impertinente insistir. Rozó su cuello por tercera vez y su respiración se hizo más pesada.

–¿No sería más fácil tomarme el pulso en la muñeca? –preguntó, levantando su brazo ileso.

Sam sacudió la cabeza y colocó los dedos en el cuello de Aimee, cerca de su oreja, y miró su reloj.

–Tienes el pulso fuerte.

«Y cada vez que me tocas con esos dedos se vuelve más fuerte».

–¿Aimee…? –dijo sacándola de sus pensamientos–. No contengas la respiración, afecta al pulso.

Sintió que le ardía el cuello, justo donde le había puesto los dedos. ¿Le estaría provocando un torbellino hormonal el néctar de hormiga?

Por suerte, Sam malinterpretó su rubor.

–No te sientas incómoda. Estoy acostumbrado a esto, pero supongo que es la primera vez que tienes un accidente.

–Nunca he estado en un hospital.

–¿Nunca?

–Sin contar el día que nací.

–¿Tienes una salud de hierro o es que tienes mucha suerte?

–Un poco de las dos cosas. También resulta de ayuda que tus padres no te dejen hacer nada sin ayuda. ¿Cómo vas a caerte de un árbol si ni siquiera te dejan subirte?

–¿Eran protectores, no?

–Se puede decir que sí.

El motivo también podía ser que después de divorciarse, ninguno de sus padres quería tener que enfrentarse al otro por culpa de ella.

–Ambos se excedían protegiéndome. De hecho, crecí pensando que era lo normal. No fue hasta que me fui de casa que supe que a los otros niños se les permitía cometer errores.

–¿Cuántos años tenías cuando te fuiste de casa?

–Veintidós.

–¿Así que fuiste valiente, tomaste la iniciativa y te fuiste de casa?

No había sido fácil dejarlos, así que sí, había sido valiente. Pero después, había vuelto a meterse en una pesadilla con Wayne.

–De todas formas, es lo mismo porque mis padres no están aquí para verlo –bromeó–. Solían encerrarme y nunca me dejaban salir de casa.

«O si no, me utilizaban como motivo para enfrentarse en el juzgado».

–Al menos, reconóceles el mérito de que hayas llegado hasta aquí de una pieza –murmuró él.

Aimee sonrió antes de hacer una mueca de dolor.

–Eso si no tienes en cuenta que tengo una pierna rota y un hombro dislocado, además de una contusión en el pecho.

–Sin mencionar el corte de la frente.

¿De veras? Alzó la mano y se tocó el surco pegajoso que le corría hasta las pestañas. Eso explicaba el escozor que había sentido en los ojos. ¿Qué aspecto tendría? Debía de tener la cara llena de moretones y polvo del airbag. Quería mirarse en el espejo, pero un gesto de vanidad en aquel momento no tenía sentido. Y quedaría en evidencia su interés por saber si Sam la estaba mirando como mujer o como una persona a la que había que rescatar.

–Ven…

Sam se metió entre los asientos delanteros de nuevo y le limpió el corte con una gasa húmeda. Luego, unió los dos lados de la herida y la cubrió con un esparadrapo. Después, siguió limpiándole la sangre seca de la ceja. Aimee aprovechó la ocasión para respirar junto a él y percibir su olor.

–En breve, volverás a estar guapa.

La tentación de mirarle a los ojos teniéndole tan cerca le resultaba sobrecogedora. Pero le resultaba un gesto demasiado íntimo, así que bajó la vista a sus labios antes de desviar completamente la mirada. Así fue cómo reparó en la peca que tenía al lado izquierdo de la nariz.

De repente fue consciente de la tensión que se había formado entre ellos y trató de encontrar algo que decir.

–La verdad es que es la primera vez que alguien me dice eso a la luz de una linterna.

Sam frunció el ceño al reparar en que la luz de la linterna se había debilitado tanto que parecía el resplandor de una vela. Se quedó mirando, sorprendido de no haberse dado cuenta antes. Entonces, se giró para rebuscar en su equipo.

–No tiene nada que ver con el color de tus mejillas –dijo, sacando otra linterna y colocándola junto a la anterior.

La luz iluminó el coche y el árbol al otro lado del parabrisas, sin que se vislumbrara nada más.

Aimee tragó saliva.

–Pareces tranquila a pesar de las circunstancias.

–Se me da bien disimular, pero no significa que no tenga miedo.

Sam permaneció quieto y la fuerza de su mirada atravesó el cristal del espejo, cortándole la respiración.

–No voy a dejarte, Aimee.

–Lo sé.

–Estaremos fuera en un par de horas.

–Muy bien –dijo ella no muy convencida.

–¿No me crees?

–Me gustaría creerte.

–¿Confías en mí?

Había creído todo lo que le había dicho y había hecho todo lo que le había pedido sin cuestionarlo. Sam estaba entrenado, era capaz y comprendía la situación. Además, no había hecho nada para que desconfiara de él. Aunque hacía menos de una hora que lo conocía, confiaba en él más que en otras personas a las que conocía de siempre.

Aquello era triste.

–Confío en ti –murmuró ella.

–Entonces, confía en que te sacaré de aquí.

–Sé que es lo que quieres –dijo ella, mirándolo fijamente.

–Y siempre consigo lo que quiero.

De niña, había pasado semanas aprendiendo a levantar una sola ceja y eso fue lo que hizo en aquel momento, desesperada por ignorar la química que estaba surgiendo entre ellos.

–Lo dices con mucha seguridad.

–No me gusta dejar las cosas sin terminar. Es una cuestión de principios.

¿Cómo había podido superar la pérdida de aquellos a los que no había podido salvar? Su corazón se encogió por todos los recuerdos que debía de tener. Pero no quería preguntarle.

Aimee se estremeció.

–¿Ha bajado la temperatura?

–Espera…

Desapareció un segundo para sacar un tubo plateado de su equipo. Lo desenrolló y resultó ser una manta de aluminio, que con su ayuda colocó sobre ella. Luego le apartó el pelo del cuello y pilló el extremo de la manta por detrás de su hombro. Sintió que la temperatura le subía y pensó en pedirle que cada diez minutos la tocara para mantener el calor. Lo mejor sería buscar el lado positivo de la química que estaba surgiendo entre su caballero de brillante armadura y ella.

–Qué agradable… –dijo ella y pilló la manta bajo sus muslos para mantener el calor.

–No te tapes la pierna herida –dijo sin apartarse del hueco entre los asientos–. El frío te vendrá bien.

A continuación, sin preguntar, tomó su mano y empezó a frotársela con fuerza para calentársela. Después hizo lo mismo por el brazo.

–¿Qué tal estás?

«En la gloria».

–Mejor.

Continuó con la fricción en silencio mientras la manta aislante cumplía su función.

Pero mientras los minutos transcurrían, aquel frotamiento profesional fue haciéndose más lento hasta convertirse en una especie de masaje. Al final acabó sujetándole la mano entre la suya, como si fuera un cálido guante.

–¿Hay alguien a quien quieras que llamemos? ¿Tus padres? –preguntó y bajó la mirada hacia la mano que sujetaba entre la suya–. ¿Tu pareja?

Aimee frunció el ceño. Desde luego que no a Wayne. Habían terminado su relación definitivamente. Y respecto a sus padres, prefería llamarlos desde la seguridad de tierra firme, cuando no pudieran ver la consecuencia de haberse internado sola en una zona tan apartada. En el trabajo no la echarían de menos hasta dentro de unos días, puesto que conocían la dedicación que ponía cuando estaba transcribiendo un proyecto.

–No si de veras crees que vamos a salir de esta.

–Saldremos de esta –dijo, reconfortándola con su seguridad tanto como con su calor–. Pero ¿habría alguien a quién llamarías si pensaras que no ibas a salir de esta?

–¿Tomando precauciones, Sam?

Quizá eso fuera lo más sensato. Todavía tenían que sacarla de allí.

Él frunció los labios.

–Es mi deber preguntar.

¿A Danielle? De esa manera quedarían avisados sus amigos y sus compañeros de trabajo. Frunció el entrecejo y trató de pensar con claridad.

–Esto no es la cárcel, Aimee. Puedes hacer más de una llamada –dijo y rápidamente, añadió–: O ninguna. No es obligatorio.

Era patético que no pudiera pensar en una persona a la que llamar en caso de emergencia. Y también ridículo.

–Probablemente a mis padres –dijo y suspiró.

Sam sacó un pequeño cuaderno de su bolsillo.

–¿Quieres darme el teléfono?

Aimee se quedó mirándolo y luego bajó la vista al suelo del lado del pasajero.

–Los números están en mi teléfono.

–¿No te sabes los números de teléfono de tus padres? –preguntó sorprendido.

–Los tengo guardados en la memoria.

Apenas usaba aquellos botones.

–Entonces, ¿un nombre y una dirección?

Lo miró y le dio la información. Enseguida la anotó y se la facilitó a la gente que estaba fuera, a la espera de que amaneciera. Prometieron ponerse en contacto con sus padres y deseó gritarles que esperaran hasta las siete, que su padre odiaba que lo despertaran. Sam se quitó el auricular del oído para que pudiera escuchar sus comentarios.

Luego, permanecieron en un incómodo silencio que se alargó hasta que Aimee habló.

–Adelante, Sam –dijo, apoyando la espalda en su asiento–. Dilo. No podemos seguir así en silencio.

–¿Decir el qué?

–Lo que sea que te intriga.

A pesar de que se lo estaba pidiendo y de que tenía todo el tiempo del mundo para decirle lo que pensaba, Sam se contuvo. Aquello la sorprendía. Los hombres de su vida no se guardaban sus opiniones ni sus juicios.

–Vi a mis padres criar a mis hermanos. Reconozco que el ochenta por ciento son conjeturas. Los hijos no vienen con un manual.

–¿Vienes de una familia numerosa?

Él asintió.

–Sí, y lo hicieron mucho mejor con mis hermanos pequeños que conmigo. Supongo que ya tenían experiencia.

–¿Qué es lo que hicieron mal contigo?

Le parecía un hombre muy correcto: heroico, buen conversador, inteligente,…

–Muchas cosas. Hice que sus vidas fueran un infierno hasta que pasé la adolescencia.