Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza - Nikki Logan - E-Book
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Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

Suya hasta medianoche Nikki Logan Cada año, Oliver Harmer, el empresario más atractivo de Asia, se permitía a sí mismo un regalo de Navidad: una fabulosa cena con Audrey Devaney, la mujer de su mejor amigo. No tocarla era una batalla de proporciones épicas, pero también una tentación irresistible. Hasta el año que Audrey no apareció… Te enamorarás de mí Marion Lennox ¿Qué podía ofrecer Bay Beach, un pequeño pueblo australiano, a un abogado ambicioso de ciudad como Nick Daniels? Bueno, en primer lugar, Shanni MacDonald, una hermosa mujer por la que se sintió muy atraído a primera vista. En segundo lugar, el pequeño y vulnerable Harry, un niño de tres años que vivía en una casa de acogida y que estaba deseando recibir cariño. Oscura venganza Kim Lawrence Tiempo atrás, Emily Stapely había anhelado atraer la atención de Lucas Hunt, un aristócrata inglés; había jugado con fuego y solo había conseguido descubrir el lado oscuro del deseo del inglés. Desde entonces, juró odiarlo. Sin embargo, Luke estaba decidido a ser su marido, y ella no podría escapar de la trampa que le había tendido. Como tampoco podría negar que, aunque Luke era su peor enemigo, despertaba en ella una pasión irresistible.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 519 - febrero 2021

 

© 2013 Nikki Logan

Suya hasta medianoche

Título original: His Until Midnight

 

© 2000 Marion Lennox

Te enamorarás de mí

Título original: A Child In Need

 

© 1995 Kim Lawrence

Oscura venganza

Título original: Passionate Retribution

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014, 2015 y 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-173-3

Índice

Créditos

Índice

Suya hasta media noche

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Portadilla

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Oscura venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

20 de diciembre, cuatro años atrás

Restaurante Qingting, Hong Kong

AUDREY Devaney se arrellanó en el mullido sofá, estudiando las bonitas cartas de estilo oriental que tenía en la mano. No llevaba la mejor baza del mundo, pero, si lo que apostabas eran caramelos y te comías los tuyos tan rápido como iban acumulándose, era difícil tomarse en serio una partida de póquer.

Aunque resultaba divertido fingir que era una experta jugadora. O imaginarse que se estaba con Oliver Harmer en una oscura sala de un casino de Las Vegas y no en un restaurante de Hong Kong, en la última planta de un rascacielos.

Oliver, con una incipiente barba de diseño y un puro colgando de los labios, más chupado que fumado por respeto hacia ella y los demás clientes del restaurante, sonreía.

–Gracias otra vez por el regalo –murmuró, acariciando el pañuelo de seda azul cobalto–. Es precioso.

–De nada –dijo él–. El azul te sienta bien.

Audrey lo estudió por encima de las cartas. Quería preguntar, pero no sabía cómo sacar el tema. Tal vez lo mejor sería no andarse con rodeos…

–Para ser un hombre cuyo compromiso acaba de romperse, te veo muy bien.

Bien de ánimo, no de atractivo. Aunque siempre lo estaba. El pelo oscuro, las pestañas largas y esa piel australiana bronceada…

Oliver miró sus cartas y tiró tres de ellas boca abajo.

–Me he salvado por los pelos.

–¿Ah, sí? Las Navidades pasadas decías que Tiffany podría ser la mujer de tu vida.

Ella no lo había creído, pero había sido su relación más larga hasta la fecha.

–Parece que había más de uno para Tiffany –dijo él, sin disimular cierto enfado.

–¿Quién rompió el compromiso?

–Yo.

Oliver Harmer era un solterón empedernido; el soltero más buscado de Shanghái y, aparentemente, sin ganas de dejar de serlo. Pero sabía por Blake, su marido, que se tomaba muy en serio la fidelidad porque su padre había sido un mujeriego.

–Lo siento.

Él se encogió de hombros.

–Tiffany estaba saliendo con otro cuando nos conocimos y fui tan tonto como para pensar que a mí no me haría lo mismo.

Tonto tal vez, pero también era humano. Era comprensible que hubiese esperado fidelidad de Tiffany.

Audrey dejó dos cartas sobre la mesa y Oliver le dio otras dos de la baraja antes de tomar tres para él.

–¿Qué dijo cuando le contaste que lo sabías?

–No le dije nada. Sencillamente, rompí el compromiso.

–¿Sin darle una explicación? ¿Y si estuvieras equivocado?

–No, lo comprobé.

En el mundo de Oliver Harmer, «comprobar» seguramente significaba contratar a un investigador privado.

–¿Dónde está ella ahora?

–De luna de miel, supongo. Le regalé una tarjeta de crédito con mis mejores deseos.

–¿La compraste? –exclamó Audrey.

–Compré su perdón.

–¿Y funcionó?

–Tiffany no es de las que sufren durante mucho tiempo.

Audrey suspiró. Oliver salía con las peores. Siempre guapas, por supuesto, elegantes, jóvenes, pero yermas en el terreno emocional. Seguramente las prefería así, pero en sus ojos había cierto brillo de pena…

Y eso no pegaba con el hombre al que creía conocer.

Audrey estudió sus cartas y tiró las cinco sobre la mesa.

–¿Por qué no puedes salir con una mujer normal? Shanghái es una ciudad muy grande, seguro que hay mujeres estupendas.

Oliver se llevó el montón de caramelos, aunque Audrey le robó uno, y empezó a barajar de nuevo.

–No puedo explicarlo.

–No tendrá nada que ver con tu reputación, ¿verdad?

Oliver clavó en ella sus ojos pardos, con un brillo de desafío.

–¿Y qué reputación es esa?

–No tengo intención de inflar más tu enorme ego.

Ni de mencionar los susurros de las mujeres sobre Oliver «el Martillo» Harmer. Era territorio peligroso.

–Pensaba que éramos amigos –protestó él.

–Eres amigo de mi marido, yo solo soy su… delegada en Hong Kong –bromeó Audrey.

Oliver soltó un gruñido.

–Y supongo que solo aceptas porque la cocina es fabulosa.

–No, en realidad no –Audrey le sostuvo la mirada, sintiendo como si dos pequeñas mariposas revolotearan en su pecho–. También vengo por el vino.

Oliver tomó un puñado de caramelos y los tiró sobre la mesa.

–Me lo apuesto todo.

–Ah, el típico multimillonario, tirando el dinero como si fueran caramelos…

–Venga, juega –la interrumpió él, con una sonrisa.

Siempre era así. Su almuerzo navideño estaba lleno de humor, bromas y camaradería.

Al menos, en la superficie.

Bajo la superficie había un montón de cosas que Audrey no quería examinar: aprecio, respeto, admiración por su valor y por las decisiones que había tomado. Oliver Harmer era el ser humano más libre que conocía, un hombre envidiado por muchos.

Ella lo envidiaba por los límites que imponía su matrimonio.

Y, además de eso, estaba la eterna atracción entre ellos. Se había acostumbrado porque siempre había estado ahí y porque solo tenía que enfrentarse a ella una vez al año.

Oliver era un hombre muy atractivo, encantador, afable, buen conversador, atlético, educado, pero nada pretencioso. Nunca demasiado frío ni demasiado estirado.

Pero había sido el testigo de su marido en la boda.

El mejor amigo de Blake.

Se sentiría mortificada si Oliver intuyera lo que pensaba porque inflaría su monumental ego, pero también porque sabía lo que haría con esa información.

Nada.

Nada en absoluto.

Se llevaría el secreto a la tumba y ella nunca sabría si era por lealtad a Blake, por respeto hacia ella o porque una relación entre los dos era algo tan inconcebible que lo vería como una aberración momentánea en la que no había que pensar dos veces.

Y eso sería lo mejor.

Ella no era como las mujeres con las que solía salir. El día que más guapa estuvo fue el día de su boda. Entonces le dijeron que estaba guapísima. Oliver, claro. Oliver, que sabía lo que debía decir cuando estaba angustiada. Pero no era tan guapa como las mujeres con las que salía y no se movía en los mismos círculos. No era fea, aburrida o tonta. De hecho, tendría mejor puntuación en un test de inteligencia que la mayoría de los hombres, pero no hacía que volvieran la cabeza. Le faltaba ese algo...

Ese algo que tenía Oliver.

Desde que se conocieron jamás lo había visto con una mujer menos atractiva que él. Debía de ser algún principio químico lo que unía a dos personas parecidas y, cuando incluso las leyes naturales te dejaban fuera…

–Muy bien, listo, vamos a ponernos serios de una vez –dijo, interrumpiendo tan absurdos pensamientos.

No había sombra de dolor en sus ojos, ni una traicionera lágrima. Ella no era de las que lloraban en público. Lo único que veía en sus grandes ojos azules era compasión.

Por él.

De modo que o Blake había mentido y Audrey no sabía que su marido consideraba el suyo un matrimonio abierto o sí lo sabía y le daba igual.

Pero esa horrible posibilidad no cuadraba con la mujer que tenía delante.

Oliver fingió estudiar sus cartas, pero aprovechó la oportunidad para estudiarla. No parecía triste, al contrario. Estaba disfrutando del juego, de la comida, de la conversación, como siempre. También a él le encantaba el lujoso almuerzo-cena que compartían cada veinte de diciembre, pero era él quien insistía en comer en el mejor restaurante de Hong Kong, uno de los mejores del mundo. A Audrey le gustaban los sitios tranquilos y discretos, como ella. Era elegante más que llamativa, con el pelo oscuro sujeto en un moño alto, y tenía la costumbre de pasarse las manos por la falda, como si le gustase la textura de la prenda. Por eso la llevaba, no para él ni para ningún otro hombre. No porque abrazase sus curvas de manera casi indecente. Audrey gastaba dinero en ropa porque le gustaban las prendas de calidad.

Y exigía calidad en todo. Por eso le costaba tanto creer que le pareciesen bien las… excursiones maritales de Blake. Eso era lo que le había dicho su amigo, pero Oliver no lo creía.

Estaba claro que no era un matrimonio convencional, pero Audrey no parecía la clase de mujer que toleraría una infidelidad. Por las razones obvias y porque eso daría una mala imagen de ella.

Y Audrey Devaney no era una mujer cualquiera.

–¿Oliver?

Oliver levantó la mirada y vio los ojos azul zafiro clavados en él.

–Ah, perdona. Las veo –murmuró, mirando sus largas pestañas.

¿Conocía el secreto de Blake? ¿Sabía que su marido le era infiel en cuanto ella se iba de la ciudad y no le molestaba? ¿O inventaba viajes para distanciarse de sus infidelidades y preservar su asombrosa dignidad, que llevaba como uno de sus trajes de seda?

Estaba seguro de que no viajaba para hacer lo mismo que Blake. Si lo hiciera, sería tan discreta sobre ello como lo era sobre otros detalles de su vida, pero su ética era tan sólida como su lealtad y, si decía que estaba en Asia trabajando, eso era lo que estaba haciendo.

Porque, si no fuera así, él lo sabría.

Y, si Audrey Devaney estuviera dispuesta a tener un amante, él estaría dispuesto a serlo.

Fuera cual fuera el precio. Daba igual lo que hubiera pensado durante toda su vida sobre la fidelidad. Había pasado suficientes noches en vela tras despertar de uno de sus sueños, llenos de pasión y sentimiento de culpabilidad, con Audrey apoyada en el ventanal, frente al puerto de Hong Kong, como para saber lo que quería su cuerpo.

Pero se conocía bien a sí mismo y sabía que reducir a una mujer que admiraba tanto a una barata fantasía era una manera inconsciente de lidiar con territorio desconocido.

Un territorio con la única mujer que no podía tener.

–Tu turno –Audrey echó un puñado de caramelos en el montón, interrumpiendo sus pensamientos.

–El tuyo –Oliver tiró ases y jotas por el placer de ver el rubor que no podía disimular. Le encantaba ganar, particularmente le encantaba ganarle a él.

Y a él le encantaba verla disfrutar.

Audrey echó un trío de cuatros con gesto de triunfo y los ojos brillantes de alegría, y de inmediato Oliver se preguntó si brillarían de ese modo si la apretase contra el mullido respaldo del sofá para apoderarse de sus labios.

Su cuerpo daba hurras ante ese pensamiento.

–Volvamos a jugar –dijo, intentando borrar de su mente tales pensamientos–. Doble o nada.

Ella se rio inclinando a un lado la cabeza y su moño, decorado con un trocito de espumillón robado del aeropuerto, se inclinó peligrosamente.

–Sí, claro, pero pon más atención o me quedaré con todos tus caramelos.

Audrey se quitó los zapatos y subió las piernas al sofá mientras Oliver barajaba y, de nuevo, le sorprendió que fuese una mujer tan normal. Y tan inocente. Aquella no era la expresión de una mujer que sabía que su marido la engañaba.

De modo que su mejor amigo era un mentiroso además de un adúltero. Y un idiota por engañar a la mujer más asombrosa que ninguno de los dos había conocido nunca. Desdeñar algo tan hermoso, el regalo que el destino le había hecho a Blake en lugar de a él…

Pero, aunque el destino era equívoco, el anillo que Audrey llevaba en el dedo era muy real. Y, aunque su marido se acostaba con medio Sídney, ella no hacía lo mismo.

Porque ese anillo significaba algo para ella.

Como la fidelidad significaba algo para él.

Tal vez esa era la atracción. Audrey era sincera, ética, compasiva y su integridad tenía raíces tan firmes como las montañas que salían del océano formando la isla de Hong Kong donde quedaban cada veinte de diciembre, a mitad de camino entre Sídney y Shanghái.

Y él se sentía atraído por esa integridad, aunque la maldijera. ¿Sería igual si Audrey se acostase con otros hombres o solo estaba obsesionado porque no podía tenerla?

Eso sería lo más lógico.

Que Audrey fuese una persona fiel no significaba que él quisiera un compromiso serio. Con Tiffany en realidad había decidido dar marcha atrás. Había abandonado la idea de conseguir a la mujer con la que soñaba en secreto y aceptado a una que le dejaría hacer lo que quisiera, cuando quisiera. Y que parecía contenta haciéndolo.

Y, evidentemente, eso no iba a ocurrir.

–Vamos, Harmer. Pórtate como un hombre.

Oliver levantó la mirada, temiendo por un momento que Audrey le hubiese leído el pensamiento.

–Solo es una partida –bromeó ella–. Seguro que ganarás la siguiente.

En realidad, le daba igual quién ganase y solía perder a propósito. Haría lo que hacía cada año: mantenerla interesada, tirar algunas partidas y llevarse las suficientes como para verla indignada, hacer que volviese por más. Que volviese con él en nombre de su engañoso marido, que aprovechaba cualquier oportunidad en cuanto Audrey estaba fuera del país.

Tenía que disimular su disgusto con Blake para poder mantener esa comida anual, pero guardaría el secreto.

No solo porque no quisiera hacerle daño a Audrey ni porque perdonase el comportamiento de Blake en absoluto. Y no porque le gustase ser el confesor del hombre que había sido durante años su mejor amigo.

Mantendría el secreto porque mantenerlo significaba no tener que despedirse de Audrey. Si le contaba lo que sabía, dejaría a Blake y si dejaba a Blake no volvería a verla.

De modo que cada veinte de diciembre intentaba que lo pasara bien en el poco tiempo que estaban juntos. Disfrutaba de su conversación y su presencia y se olvidaba de todo lo demás.

Tenía todo el año para batallar con eso. Y con su conciencia.

Mientras le daba las cartas sus dedos se rozaron, provocando todo tipo de sensaciones, pero intentó disimular. Combatiría esa reacción más tarde, cuando no tuviera delante a aquella mujer asombrosa, con sus penetrantes ojos azules clavados en él.

–Tu turno.

Capítulo 2

20 de diciembre, tres años atrás

Restaurante Qingting, Hong Kong

AUDREY apretó las manos contra el espejo del ascensor, desesperada por enfriar la sangre que corría por sus venas, por contener la emoción que temía tiñera sus mejillas estando tan cerca de Oliver Harmer en un sitio tan pequeño.

Doce meses debería ser tiempo suficiente para prepararse.

Pero allí estaba, angustiada y ansiosa por un simple beso de despedida. Nunca era más que un roce, apenas un beso al aire. Y, sin embargo, sentía la quemazón de sus labios en la mejilla como si el beso del año anterior hubiese tenido lugar un segundo antes.

Se sentía como una adolescente con Oliver. Nerviosa, agitada, totalmente concentrada en él durante el tiempo que estaban juntos. Sería cómico si no fuese tan humillante. Por suerte, era lo bastante madura como para fingir.

En público, al menos.

Oliver, con el DVD de regalo en la mano, sonrió y ella le devolvió la sonrisa, concentrándose luego en las luces del panel a medida que descendían.

Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho…

Dos semanas antes se había preguntado qué pensaría de su vestido. Oliver, no su marido. Tal vez porque tenía muy buen gusto y era lógico molestarse un poco más en arreglarse para un hombre que la invitaba a comer en el mejor restaurante de Hong Kong cada año.

Blake, por otro lado, no se daría cuenta si apareciese en el restaurante con un saco de patatas.

Nueve años antes, cuando lo conoció, solía fijarse. Entonces la miraba con ojos admirativos… o tal vez se lo había parecido en contraste con la indiferencia de Oliver, que apenas se había fijado en ella hasta que estuvo sentada a la mesa, medio oculta tras la carta.

Paradójicamente, tenía que darle las gracias a él por la evolución en sus gustos porque su desdén dejó claro que había elegido el atuendo equivocado. La gente pagaba millonadas por consejos de moda, Oliver Harmer los daba de manera gratuita.

El vestido de aquel año era estupendo y, aunque echaba de menos el discreto escrutinio de sus ojos pardos, la caricia visual que la sostenía durante todo el año, su aprobación merecía la pena. Se miró a sí misma en el espejo del ascensor e intentó verse con los ojos de Oliver: elegante, profesional, apropiada.

Nerviosa como una cría.

Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro…

–¿A qué hora sale tu avión mañana? –la ronca voz de Oliver interrumpió sus pensamientos.

–A las ocho.

Hablaban de cosas sin importancia. Siempre era así al final de su encuentro. Como si se hubieran quedado sin conversación de repente. Y era posible, ya que hablaban sin parar durante el almuerzo que se convertía en cena y porque solía estar agotada después de tantas horas sentada frente a un hombre al que deseaba ver, pero con quien le costaba esfuerzo estar.

Solo era un día.

En realidad, doce horas. Eso era todo. Durante el resto del año no le costaba nada controlarse. Usaba el largo viaje de vuelta a casa para guardar sus emociones en ese sitio donde permanecían ocultas durante trescientos sesenta y cuatro días.

Había invitado a Blake a ir con ella ese año, esperando que la presencia de su marido la ayudase, pero Blake no solo había declinado la invitación, sino que había parecido horrorizado. Lo cual no tenía sentido porque se veía con Oliver cada vez que tenía que ir a Asia por algún asunto de trabajo.

De hecho, tenía tan poco sentido como que Oliver hubiese cambiado de tema cada vez que mencionaba a Blake. Como intentando distanciarse de la única persona que tenían en común.

Y sin tener a Blake en común, ¿qué tenían?

Veintisiete, veintiséis, veinticinco…

Audrey exhaló un suspiro de yoga, esperando que se le tranquilizase el pulso, pero se le aceleró de nuevo al notar el olor de su colonia, el calor de su cuerpo.

Y estaban tan cerca…

Daba igual lo que hiciera su cuerpo en presencia de Oliver, que no pudiese respirar, que se le quedase la boca seca o se le encogiera el corazón. Era como Ícaro esperando que sus alas de cera no se derritieran al acercarse al sol.

No podía controlar las elementales reglas de la biología. Lo único que importaba era que no se notase.

Esa noche había disimulado como nunca y solo le quedaba ese último paso, el beso de despedida, y se alejaría hasta el año siguiente. Le esperaban una noche en vela y un aeropuerto lleno de gente por la mañana.

El próximo año debería tomar el último vuelo nocturno.

Era imposible saber si su estómago estaba dando saltos por el rápido descenso del ascensor o porque sabía lo que estaba por llegar. Las puertas hicieron una pausa antes de abrirse.

Audrey hizo lo mismo.

Salieron juntos del edificio y luego, sonriendo, se estrecharon la mano como hacían siempre.

–¿Algún mensaje para Blake?

Siempre recordaba a su marido, por si de repente su cuerpo decidiera lanzarse sobre él y avergonzarlos a los dos. Blake porque era lo más seguro. Blake o el trabajo.

Los ojos pardos se oscurecieron durante una décima de segundo mientras tomaba su mano.

–No. Gracias.

Qué raro. Blake tampoco le había dado ningún mensaje para su amigo. Era la primera vez.

Y no soltaba su mano. No era una caricia, nada que hiciese enarcar una ceja a alguien que pasara a su lado, pero le latía el corazón con tal fuerza que temía que lo oyese. Deseaba aquel momento y lo odiaba al mismo tiempo porque nunca era suficiente.

Pero tenía que serlo. El olor de la exclusiva colonia masculina embriagó sus sentidos mientras se inclinaba para rozar su mejilla con los labios… un poco más atrás que otros años, un poco más abajo. Lo bastante cerca como para que su pulso se volviera loco.

Ni siquiera era un beso de verdad y, sin embargo, no podía excitarla más.

Las hormonas.

Hablando de cosas químicas que alteran…

–Hasta el año que viene –se despidió Oliver.

–Lo haré.

–¿Eh?

«Saluda a Blake de mi parte». Eso era lo que solía decir después de besarla, por eso había respondido de ese modo, sin pensar. Qué raro que no lo hubiera dicho.

–No, nada.

Parecía nerviosa, pensó Oliver. No era la serena y compuesta Audrey de siempre.

–Gracias por invitarme a comer.

«Uf, qué horror».

Llamar «comida» a su anual maratón era como sugerir que Oliver la hacía sentir «un poco agitada». Doce horas en su compañía y le daba vueltas la cabeza. Nerviosa, se metió en el taxi a toda prisa.

Oliver se quedó en la acera, con la mano levantada en un gesto de despedida mientras el taxista arrancaba.

–¡Espera!

De repente, abrió la puerta del taxi y durante un segundo absurdo, loco, Audrey pensó que iba a tomarla entre sus brazos.

Y se habría echado en ellos sin dudarlo.

Pero no lo hizo.

Por supuesto que no.

–Audrey…

–¿Sí?

–Es solo… quería decirte…

Había una docena de expresiones indescifrables en su rostro, pero por fin vio un brillo de pesar en sus ojos.

–Feliz Navidad, Audrey. Nos vemos el año que viene.

El anticlímax la dejó sin aliento, de modo que apenas pudo murmurar:

–Feliz Navidad, Oliver.

–Si alguna vez necesitas… si necesitas cualquier cosa, llámame –sus ojos pardos parecían implorar que lo hiciera–. En cualquier momento, de día o de noche. Cuando quieras.

–Muy bien.

No tenía intención de hacerlo, por supuesto. Oliver Harmer y el mundo real existían en realidades alternativas y su vuelo a Hong Kong la transportaba a otra dimensión durante unas horas. En esa realidad alternativa, él era el primer hombre, el único hombre, al que llamaría si tuviese algún problema. Pero una vez de vuelta en casa…

En casa su vida era demasiado normal como para necesitar ayuda y, aunque así fuera, no lo llamaría.

El taxi arrancó de nuevo y Audrey respiró suavemente hasta que los latidos de su corazón volvieron a la normalidad.

Había sobrevivido a otra reunión en nombre de su marido y, con un poco de suerte, con su dignidad intacta.

Y solo quedaban trescientos sesenta y cuatro días para volver a ver a Oliver Harmer.

Trescientos sesenta y cuatro largos y confusos días.

Capítulo 3

20 de diciembre, dos años atrás

Restaurante Qingting, Hong Kong

OLIVER miraba el cielo oscuro de Hong Kong por el ventanal del restaurante, intentando no pensar en los camareros, que apartaban mesas y sillas, a punto de cerrar.

Los brazos cruzados sobre el pecho era lo único que sujetaba su loco corazón dentro de la cavidad torácica y el hermoso regalo que tenía en la mano lo único que impedía que golpease la pared con el puño.

No había aparecido.

Por primera vez en años, Audrey no había acudido a su reunión anual.

Capítulo 4

20 de diciembre, el año anterior

Gambas de Caledonia, caviar con ostras Royale Cabanon y jugo de yuzu

–TIENES suerte de que haya venido.

La acusación se coló entre el murmullo de conversaciones y el ruido de las cuberterías y la carísima porcelana. Audrey irguió los hombros bajo la chaqueta de color crema, mirando el gesto enfadado de Oliver.

–Pero estás aquí.

Llevaba una camisa blanca con el primer botón desabrochado, sin corbata. Todos los demás clientes la llevaban, pero tal vez el rígido código de etiqueta del restaurante no se aplicaba a los muy ricos, pensó.

–Parece que tardo en aprender. O tal vez sea ingenuamente optimista.

–Pero estoy aquí, ¿no?

–Y no pareces contenta.

–Tu correo no me dejó elección. No sabía lo bien que se te daba el chantaje emocional.

–No era un chantaje, Audrey. Solo quería saber si vendrías… para ahorrarme el viaje si no era así.

Ella apartó la mirada. Sí, le había dado plantón el año anterior, pero un hombre como Oliver no estaría solo durante mucho tiempo. Especialmente en Navidad, en una ciudad llena de expatriados que añoraban su casa. Estaba segura de que no le habría faltado compañía.

–Y tenías que jugar la carta del mejor amigo muerto, ¿no?

Porque esa era la única razón por la que estaba allí: la relación que Oliver había tenido con su difunto marido. Pero tenía que romper esa amistad.

Él achicó un poco los ojos, pero no mordió el anzuelo. Sencillamente, se quedó mirándola, casi retándola a seguir.

–Han cambiado la moqueta –comentó Audrey, buscando una excusa para no dejarse esclavizar por su mirada. Elegantes y vibrantes libélulas de colores habían reemplazado a una oscura alfombra oriental–. Muy bonita.

–Gerard ha recibido otra estrella Michelin –Oliver se encogió de hombros–. Poner una moqueta nueva me parece una celebración razonable.

–Señora Devaney…

Audrey estuvo a punto de decirle al maître, que les ofrecía la carta, que ya no era la señora Devaney.

–Encantada de volver a verlo, Ming–húa.

–Está usted muy guapa –dijo el hombre, llevándose su mano a los labios–. La echamos de menos el año pasado.

Oliver la miró de reojo mientras el maître los llevaba a su mesa habitual. Pagaba una elevada factura cada año para ocupar el mejor sitio y el más discreto del restaurante, entre el enorme tanque lleno de libélulas y el ventanal que se hallaba frente al puerto.

Audrey admiró el paisaje mientras se dejaba caer en el sofá. Su refugio, que tanto había echado de menos el año anterior. El refugio tranquilo, privado y lujoso del que disfrutaba cada veinte de diciembre.

Un santuario emocional del que había disfrutado durante los últimos cinco años.

Menos el anterior.

Y Oliver Harmer era una parte esencial de ese santuario. Especialmente estando tan guapo como aquel día. No quería fijarse en su aspecto, pero era imposible no hacerlo. Mirase donde mirase, un espejo, un cristal, le devolvían el reflejo de aquel hombre.

Estaban sentados a una mesa con dos sofás, pero cuando terminase la comida los dos estarían recostados, saciados después de disfrutar de los mejores platos y los mejores vinos, contándose todo lo que habían hecho durante ese año.

Al menos, así era normalmente.

Pero ya nada era normal.

De repente, el pequeño espacio que tanto añoraba le parecía claustrofóbico y el champán en una cubitera de cristal parte de una barata escena de seducción. Y la idea de hacer algo que no fuera estar sentada al borde del sofá durante las siguientes doce horas le parecía imposible.

–¿Qué has venido a buscar este año? –le preguntó Oliver, recostándose en el sofá con una copa de champán en la mano. El gesto era tan informal que parecía ensayado–. ¿Stradivarius, Guarneri?

–Un chelo Testore de 1714 –respondió ella–. Ahora dicen que podría estar en el sudeste asiático.

–¿Ahora?

–Se mueve mucho.

–¿Saben que lo estás buscando?

–Me imagino que sí.

–¿Y no saben que siempre consigues lo que quieres?

–Dudo que me conozcan. Olvidas que yo hago el trabajo, pero otra persona se lleva los aplausos. Mi contribución es anónima.

–Anónima –repitió él mientras cortaba la punta de un puro habano–. Seguro que una especialista con un máster en identificación de instrumentos antiguos preocupará más a los ladrones que un montón de policías despistados.

–Bueno, dejemos mi trabajo. ¿Cómo va el tuyo? ¿Sigues siendo rico?

–Apestosamente rico.

–¿Sigues sacándoles una cabeza a tus competidores?

–Cabeza y media.

A Oliver le producía una gran alegría irritar a sus rivales. Gastaba grandes cantidades de dinero en estrategias que sabía los sacarían de sus casillas y eso la hizo sonreír.

–Me preguntaba si vería una sonrisa –dijo él, clavando los ojos en su boca–. Las he echado de menos.

Eso fue suficiente para borrarla de sus labios.

–No me he reído mucho desde el funeral de Blake.

Oliver hizo una mueca, pero disimuló tomando un sorbo de champán.

–Sin duda –murmuró–. Bueno, ¿cómo estás?

Audrey se encogió de hombros.

–Bien.

–¿Y cómo estás de verdad?

¿En serio? ¿Quería hablar de eso? Claro que hablaban de Blake todos los años. Después de todo, él era su conexión, su única conexión. Por eso estar allí le parecía tan raro. Debería haberse quedado en casa y hablar con él por teléfono.

–Los impuestos de sucesión son una pesadilla y la casa estaba asegurada a nombre de la empresa, pero he conseguido solucionarlo.

Oliver parpadeó.

–¿Y personalmente?

–Personalmente, mi marido ha muerto. ¿Qué quieres que te diga?

Ni todo el champán del mundo podría ocultar el ceño fruncido de Oliver.

–¿Lo estás… superando?

–¿Preguntas por mi economía?

–No, te pregunto cómo estás, Audrey.

–Ya te he dicho que estoy bien.

Oliver levantó las dos manos en señal de rendición.

–Muy bien, hablemos de otra cosa.

¿Y de qué podrían hablar? La razón por la que seguían viéndose había sido incinerada. Aunque él no se acordaría.

«¿Por qué no estuviste en el funeral de tu mejor amigo?».

¿Qué tal eso como cambio de tema? Pero no le daría esa satisfacción.

Desgraciadamente para los dos, Oliver tampoco parecía muy inspirado y Audrey se levantó.

–Tal vez esto no ha sido buena idea…

–¡Aquí está! –Ming-húa apareció, flanqueado por dos camareros, con el primer plato de la degustación–. Gambas de Caledonia y caviar con ostras Royale Cabanon y jugo de yuzu.

Audrey entendió «gambas», «caviar» y «ostras». Nada más. Pero ¿no era ese el atractivo de una degustación, estimular los sentidos sin molestarse en leer la carta?

Una aventura culinaria.

El único aspecto de su vida en el que era aventurera.

De modo que volvió a sentarse en el sofá mientras los camareros servían el primer plato antes de alejarse discretamente.

Oliver le ofreció un paquete envuelto en papel de regalo.

–No espero nada a cambio.

–No pensé que fuéramos a hacerlo este año.

–Es el del año pasado.

Audrey tomó el regalo, pero no lo abrió. Lo dejó a un lado, con una sonrisa forzada.

–Llevamos años siendo amigos y hacemos esto todos los años –dijo Oliver–. ¿Me estás diciendo que solo lo hacías por Blake?

Al ver un brillo de dolor en sus ojos pardos, Audrey decidió contarle la verdad:

–Me parece raro seguir haciéndolo ahora que no está.

De hecho, siempre le había parecido vagamente extraño. Y su reacción ante Oliver también. Rara y deshonesta porque era un secreto.

–Nuestra amistad no tiene por qué cambiar. Nunca he pasado tiempo contigo por cortesía hacia un viejo amigo. Tú y yo somos amigos también.

«Bah, palabras huecas».

–Pues te eché de menos en el funeral de tu amigo –replicó Audrey.

De inmediato notó que sus mejillas se teñían de color.

–Siento mucho no haber ido.

–Ya, claro, la crisis económica hizo que no pudieras pagar el billete de avión –dijo ella, irónica–. ¿O es que ese día tenías mucho trabajo en la oficina?

Lo había llamado. Sabía dónde estaba mientras su marido era incinerado.

–Audrey…

–¿Oliver?

–Tú sabes que de haber podido habría ido al funeral. ¿Recibiste las flores?

–¿La tienda de flores que enviaste? Sí, claro. Ocupaban la mitad de la capilla y eran preciosas. Pero solo eran eso, flores.

–Sé que estás enfadada, pero tenía mis razones, buenas razones, para no ir a Sídney. Además, organicé un funeral privado para mi viejo amigo en Shanghái… –a Audrey no se le escapó el énfasis que ponía en las palabras «viejo amigo»– con una botella de Chivas, así que Blake tuvo dos funerales ese día.

Ella hizo una mueca. ¿Por qué le importaba tanto? No debería.

Y no debería haberse asomado cien veces a la puerta de la capilla, esperando verlo aparecer. O haber atendido a duras penas a los asistentes que intentaban consolarla, demasiado ocupada preguntándose por qué echaba tanto de menos a Oliver. Pero más tarde, mientras escribía las tarjetas de agradecimiento, por fin tuvo que aceptar la realidad.

Oliver no había ido.

El mejor amigo de Blake, testigo el día de su boda, no había ido a su funeral. Era una realidad amarga, pero había estado demasiado ocupada organizando el funeral y el caos de verse convertida en viuda de repente como para preguntarse por qué le dolía tanto. O para imaginarse a Oliver organizando un funeral privado para su amigo con una botella de whisky.

–Siempre le gustó una buena marca –tuvo que reconocer.

Demasiado. El gusto de Blake por los licores había contribuido al accidente en el que perdió la vida. Pero que a su marido le gustase sentarse en el salón y tomar un par de copas le había dado espacio y libertad para hacer las cosas que le gustaban, de modo que no podía quejarse.

Tras ella, el zumbido de las libélulas llamó su atención y se volvió para estudiar el tanque de cristal. Había más de cien especies distintas, todas vibrantes y fluorescentes, grandes y pequeñas, en un hábitat especialmente construido para ellas.

Audrey llevó oxígeno a sus pulmones discretamente, intentando controlarse.

–Cada año olvido lo asombroso que es este sitio.

Y cada año envidiaba a los insectos y sentía compasión por ellos. Sus vidas eran más largas y cómodas que las de las libélulas salvajes, pero estaban constreñidas tras un cristal, con una existencia inmutable. Las recién llegadas chocaban una y otra vez contra el cristal hasta que dejaban de intentar escapar y aceptaban su lujoso destino.

¿No lo hacía todo el mundo?

–Dale la oportunidad y el encargado te dará una charla sobre los nuevos descubrimientos en invertebrados.

Audrey apartó la mirada.

–Pensé que solo venías aquí este día. ¿Cuándo has hablado con el encargado de las libélulas?

–El año pasado –respondió Oliver–. Me encontré inesperadamente sin nadie con quien hablar.

Porque ella no había acudido.

–Era demasiado pronto… no podía irme de Australia. Y Blake ya había muerto.

Oliver la miró, pensativo.

–¿Con cuál de las respuestas debo quedarme?

Ella sintió que le ardía la cara.

–Las dos son razones válidas y poderosas, pero siento no haber venido el año pasado. Debería haber tenido más valor.

–¿Valor?

–Para decirte que sería la última vez.

Oliver se echó hacia atrás en el sofá.

–¿Es lo que has venido a decirme este año?

Audrey asintió con la cabeza. Así era, aunque decirlo en voz alta le parecía imposible.

–Podríamos haberlo hecho por teléfono. Habría sido más barato para ti.

–Tenía que venir a buscar el…

–Podrías haber venido sin decirme nada. Como hiciste en Shanghái.

Ella apretó los labios. La había pillado.

Generalmente, hacía lo posible por solucionar los asuntos de Shanghái sin ir a Shanghái… por razones obvias. Era el territorio de Oliver Harmer y ese era un riesgo que no quería correr.

–¿Cómo lo has sabido?

–Tengo mis fuentes.

¿Y por qué sus fuentes sabían que ella había ido a Shanghái?

–No te asustes, el GPS de tu smartphone indicaba que estabas en la Plaza del Pueblo. Por eso lo supe.

«Ah, estúpidos smartphones».

–No me llamaste.

–Pensé que si querías verme me llamarías tú a mí.

Entrar y salir de la ciudad más grande de China como una ladrona era patético y que la hubiera pillado la hacía sentirse como una cría.

–Fue una visita relámpago. Estaba buscando un arpa antigua.

–Da igual. Quiero saber por qué no piensas volver el año que viene.

–No puedo seguir viniendo indefinidamente, Oliver. ¿No podemos aceptar que ha sido estupendo y dejarlo estar?

Él lo pensó un momento.

–Los amigos se ven.

–¿Eso es lo que somos, amigos?

–Es lo que yo pensaba. No sabía que lo pasaras mal comiendo conmigo.

–Oliver…

–¿Se puede saber qué pasa, Audrey? ¿Cuál es el problema?

–Blake ha muerto –respondió ella–. Que tú y yo sigamos viéndonos… ¿para qué?

–Para charlar, para vernos.

–¿Y por qué íbamos a hacer eso?

–Porque los amigos alimentan su relación.

–Nuestra relación se basaba en alguien que ya no está aquí.

Oliver parpadeó un par de veces.

–Puede que fuera así como empezó todo, pero ya no lo es –respondió, aunque había un océano de dudas en su mirada–. Si no recuerdo mal, te conocí seis minutos antes que Blake, de modo que nuestra amistad es más antigua.

Habían sido seis minutos intensos bajo la mirada del hombre más sexy que había conocido nunca… hasta que su amigo Blake, un tipo más normal, había entrado en ese bar de Sídney. Blake, con sus hombros estrechos, su sonrisa inofensiva y su alegre conversación. Prácticamente se había lanzado sobre él para salir del microscopio bajo el que Oliver la había colocado.

Ella sabía cuándo algo la superaba y treinta segundos en compañía de Oliver Harmer le habían dejado claro que no jugaban en la misma división. Guapísimo, inteligente, rico… y aburrido si se entretenía ligando con ella.

–Eso no cuenta. Solo charlaste conmigo para pasar el tiempo mientras esperabas que llegase Blake.

–Tal vez estaba allanando el camino.

–¿Para Blake?

Oliver hizo una mueca.

–Para mí. Blake siempre fue capaz de hacer el trabajo sucio… –se calló de repente, como si acabase de recordar que estaban hablando de un muerto–. En cuanto él entró en el bar te quedaste cautivada y yo sé cuándo me han ganado la partida.

¿Qué diría Oliver si supiera que se había agarrado a Blake para no tener que hablar con él? ¿O si le confesase que no podía dejar de mirarlo de soslayo?

Seguramente, se reiría.

–No creo que eso le hiciera un daño permanente a tu autoestima.

–Tuve que soportar a Blake presumiendo durante una semana. No todos los días era capaz de robarme a una mujer que…

No terminó la frase.

–¿Una mujer qué?

–Ninguna mujer. Tú fuiste la primera.

Ella sacudió la cabeza.

–Eres insufrible. Por eso le di mi teléfono a Blake y no a ti.

Por eso y porque era una cobarde.

–Imagina lo diferentes que serían las cosas si me lo hubieras dado a mí.

–Por favor, te habrías aburrido en un par de horas.

–¿Quién lo dice?

–Solo es un deporte para ti, Oliver.

–De nuevo, ¿quién lo dice?

–Tu vida lo dice. Y Blake también.

–¿Qué decía Blake de mí?

Lo suficiente como para preguntarse si habría ocurrido algo entre ellos.

–Te quería y quería que tuvieses lo que él tenía.

–¿Y qué tenía Blake?

–Una relación estable, algo permanente, una compañera.

¿Habría notado que no había mencionado la palabra «amor»?

–Mira quién habla –replicó Oliver.

–¿Qué quieres decir?

–Da igual, es historia antigua. No sabía que Blake fuera tan apasionado.

–¿Perdona?

–Siempre tuve la impresión de que vuestro matrimonio era más bien una unión entre dos personas que pensaban igual.

Audrey apartó la mirada. «¿Qué ocurre, Oliver, crees que no puedo inspirarle pasión a un hombre?».

–Hacía años que no nos veías juntos.

«¿Y por qué?».

–Salí con vosotros muchas veces antes de que os casarais, antes de irme a Shanghái. Los tres amigos, ¿recuerdas?

¿Si se acordaba?

Audrey recordaba las largas cenas, las brillantes conversaciones. Recordaba a Oliver colocándose entre ellos cuando se cruzaron con unos borrachos. Recordaba que se quedaba sin aliento cuando Oliver se acercaba y la tristeza que sentía cuando se iba.

Sí, se acordaba.

–Entonces, recordarás que a Blake le gustaba mostrar afecto en público. ¿No era esa suficiente demostración de sentimientos?

–Era una demostración, desde luego. De hecho, siempre tuve la impresión de que Blake reservaba esas muestras de afecto para cuando no estabais solos.

Audrey se sintió humillada. Porque era verdad. Tras la puerta de casa vivían como si fueran amigos más que como marido y mujer. Pero lo que seguramente no sabía era que Blake se guardaba las mayores demostraciones de afecto para los días que quedaban con él, marcando el territorio, como si intuyese el interés que ella intentaba disimular.

–¿Eso es lo que quieres hacer, criticar a un muerto?

Oliver la miró, furioso.

–Solo quiero disfrutar del día, de tu compañía, como solíamos hacer –respondió él, señalando el regalo–. Por cierto, ábrelo.

Audrey se quedó inmóvil un momento, pero el brillo decidido de sus ojos le dijo que no serviría de nada. Si no lo abría ella, lo haría él, de modo que rasgó el papel con una irritación que esperaba tomase por impaciencia.

–Es un puro –murmuró, sorprendida–. Yo no fumo.

–Eso nunca te ha detenido.

Audrey recordó su encuentro dos años antes…

–Ese fue un buen día.

–Mis Navidades favoritas.

–Casi Navidades.

–El veinticinco de diciembre nunca se ha podido comparar con el veinte de diciembre.

–¿Qué haces el día de Navidad, por cierto?

–Normalmente, trabajar.

–¿No vas a tu casa?

–¿A casa de mi padre? No.

–¿Y tu madre?

–La llevo a Shanghái para celebrar el Año Nuevo chino –respondió Oliver–. Me estás juzgando.

–No, estoy intentando imaginármelo.

–No puedo ir a casa de alguna novia el día de Navidad porque eso sería crear expectativas de compromiso y la oficina es un sitio tranquilo.

–Así que trabajas.

–Es un día más. ¿Qué haces tú?

–Celebro la Navidad –Audrey se encogió de hombros.

Pero no era tan emocionante como ir a Hong Kong para verse con Oliver. Y no la calentaba por dentro para el resto del año. Era una cena familiar con regalos que nadie necesitaba, explicando hasta la saciedad cada año por qué Blake no estaba allí.

Audrey tomó el puro y se lo puso entre los labios, imitándolo. Dos segundos después se lo quitó de la boca.

–Uf, sabe horrible.

–Te acostumbrarás.

–No lo creo.

Tal vez sabría mejor en los labios de Oliver, pensó, haciendo un esfuerzo para no mirar su boca. Pero él tomó el puro y se lo puso entre los labios… después de haber estado entre los suyos.

Había algo en esa intimidad, en ese acto de compartir saliva, como si fueran una pareja acostumbrada a intercambiar fluidos. Se aceleró el corazón, pero hizo un esfuerzo para disimular.

–Si no somos amigos, ¿qué somos? –le preguntó Oliver entonces.

Audrey se atragantó con el champán.

–¿Perdona?

–Yo acepto tu afirmación de que no somos amigos, pero me pregunto qué somos entonces.

Un conejo, unos faros. Era indigno, pero ella sabía muy bien cómo se sentía ese conejo viendo acercarse su destino inexorablemente.

–Hay dos cosas que definían nuestra amistad para mí –siguió Oliver, usando el verbo «definir» como si quisiera decir «atenazar»–. Una, que eras la mujer de mi amigo. Ahora, trágicamente, ese ya no es el caso. Y la otra, que tú y yo éramos amigos, pero, por lo visto, no es cierto. Así que dime, Audrey –Oliver se echó hacia delante, clavando en ella sus ojos–. ¿Qué somos exactamente?

Capítulo 5

Langosta y calamares braseados con miniaturas de los mares del Sur

LA TENSIÓN hizo que la comida se le hiciera una bola el estómago. Debería haberse imaginado que iba a hacer esa pregunta. Al fin y al cabo, Oliver no se había hecho multimillonario de la noche a la mañana: era un hombre inteligente, astuto, sagaz. Y lo admiraba por ello.

Audrey se pasó una mano por la falda.

–Somos… conocidos.

Él asintió con la cabeza durante un segundo, pero luego pareció pensárselo mejor.

–No, eso no puede ser. Yo no pasaría tanto tiempo con una simple conocida.

–¿Socios, tal vez? –sugirió Audrey.

–De eso nada. Seríamos socios si compartiésemos un negocio y eso es en lo último que pienso cuando estamos juntos. Y por lo que disfruto tanto este almuerzo navideño.

–Entonces, ¿qué sugieres que somos?

Oliver lo pensó un momento.

–Confidentes.

Desde luego, él le había hecho muchas confidencias, pero ella no hacía lo mismo.

–¿Qué tal colegas?

Oliver arrugó la nariz.

–Más bien consortes, en el sentido literal.

No, eso no. Eso creaba una imagen demasiado vívida en su cabeza.

–¿Compañeros?

Oliver se rio, pero sus ojos seguían serios.

–¿Qué tal almas gemelas?

Las palabras, la implicación… Era demasiado íntimo.

–¿Por qué haces esto? –susurró Audrey.

–¿Qué hago?

¿Qué estaba haciendo exactamente, flirtear, presionarla?

–Remover las cosas.

Oliver bebió un trago de champán.

–Solo estoy intentando sacarte de ese sitio frío e impersonal en el que te has colocado para mantener esta conversación.

–No pretendía ser impersonal.

O fría. Aunque ese era un término que había escuchado antes… cortesía de Blake en sus momentos más malvados.

–Sé que no eres así, por eso no estoy enfadado contigo. Es una táctica de supervivencia.

–Ya… –Audrey frunció el ceño–. ¿Y a qué intento sobrevivir?

–¿A este día? –sugirió él–. ¿Tal vez a mí?

–No seas presumido.

Cuatro camareros llegaron en ese momento con el segundo plato de degustación. Dos limpiaron la mesa y los otros dos colocaron unas tabletas de madera decoradas con algas y, en el interior, una selección de frutos del mar: cola de langosta, calamares, un pescado blanco y…

Audrey se inclinó hacia delante para verlo mejor.

–¿Eso es krill, lo que comen las ballenas?

Oliver se rio y su risa alivió un poco la tensión.

–No preguntes, pruébalo.

Fuera lo que fuera, estaba delicioso. Tenía una textura rara, pero era uno de los bocados más sabrosos que había probado nunca. Hasta que probó la cola de langosta.

–Es increíble. Esta vez se han superado a sí mismos.

La degustación iba acompañada de una copa de verdejo español, que disfrutaron tanto como la comida.

–Pregúntame cómo lo sé –dijo Oliver mientras esperaban el siguiente plato–. Pregúntame cómo sé que es eso lo que estás haciendo –le aclaró cuando Audrey enarcó una ceja.

Ella respiró profundamente.

–¿Cómo sabes que es eso lo que estoy haciendo?

–Reconozco las señales porque llevo cinco años luchando con ellas. Ocho si volvemos atrás en el tiempo.

Ah, si pudiera… Las cosas que haría de otra manera…

–Las reconozco porque tengo que guardar las formas contigo –siguió Oliver–. Porque sé dónde están los límites y tengo que medirme. Porque tengo que repetirme incesantemente que solo somos amigos.

El corazón de Audrey se volvió loco.

–Lo somos.

–¿Ahora somos amigos? Decídete.

–No sé qué quieres de mí –dijo ella, exasperada.

–Sí lo sabes, pero no quieres reconocerlo.

–¿Qué no quiero reconocer?

–Lo que somos en realidad.

Eran amigos. No podían ser otra cosa; sencillamente, no podía ser.

–No hay ningún misterio. Eras el mejor amigo de mi marido...

–Dejé de ser amigo de Blake hace tres años.

El anuncio la dejó en silencio. Sabía que había ocurrido algo entre Blake y él, pero… ¿tres años antes?

–¿Tanto tiempo?

–Las amistades cambian, la gente cambia.

–¿Por qué no me lo habías dicho?

¿Y por qué no le había dicho nada Blake? Él sabía que veía a Oliver en Hong Kong cada veinte de diciembre. ¿Por qué no le había dicho que no fuera?

–No te lo dije porque habrías dejado de venir.

Solo el murmullo de las conversaciones, el ruido de los platos y los cubiertos y el zumbido de las libélulas en su tanque interrumpían el silencio. Había mucho más en esa frase de lo que podían decir con palabras.

Dos camareros aparecieron entonces para llevarse los platos y dejar un sorbete para limpiar el paladar antes de alejarse de nuevo.

–Entonces, mis comentarios de hoy no pueden ser una sorpresa. Tú sabías que iba a despedirme.

–Eso no significa que vaya a aceptarlo.

–¿Por qué, Oliver?

–Porque no quiero. Porque me gusta verte y me siento bien cuando lo hago. Y porque creo que te engañas a ti misma si no admites que a ti te pasa lo mismo.

El desafío quedó suspendido entre los dos, imposible de ignorar.

Desesperada, Audrey tomó el sorbete para ver si el frío la animaba.

–Yo…

¿Era aquello sensato? ¿No podía mentir? Pero Oliver la miraba fijamente, con intensidad. Daba igual que solo se vieran durante diez horas al año; él la entendía y la conocía mejor que nadie.

–A mí también me gusta verte –tuvo que reconocer.

–Entonces, ¿por qué vamos a despedirnos?

–¿Qué diría la gente?

–¿Qué gente?

–No lo sé, la gente.

–Dirán que somos dos amigos que comen juntos.

Y cenaban y a veces volvían a cenar más tarde, pero eso daba igual.

–Dirán que soy una viuda que se lo pasa en grande con otro antes de que el cadáver de su marido se haya enfriado.

–Es solo una comida, Audrey. Una vez al año, en Navidades.

–Como si a la gente le importase qué época del año sea.

–¿Por qué te importa tanto lo que diga la gente? Tú y yo sabemos la verdad.

–Puede que a ti no te importe, pero mi reputación significa algo para mí.

Él sacudió la cabeza.

–¿Por qué iba a ser diferente de lo que hemos hecho los últimos cinco años? Nos vemos, pasamos el día juntos…

–La diferencia es que Blake ya no está aquí. Él era la razón por la que venía a Hong Kong.

Él hacía que fuese legítimo, pero tras la muerte de Blake era… peligroso.

–Llevas cinco años viniendo a Hong Kong para comer con un hombre que no es tu marido, pero eso no te importaba antes de que Blake muriese. ¿Por qué te importa ahora?

–Porque ahora yo…

–¿Ahora tú qué? Lo único que ha cambiado es que ahora estás sola. ¿Es eso lo que te preocupa, Audrey, que ya no tienes un marido?

–No, es que… quedaría mal.

–Eres viuda. ¿A quién le va a importar lo que hagas con tu vida o a quién veas? No hay ningún escándalo –insistió Oliver–. ¿O te preocupa más qué pensaré yo?

Audrey tragó saliva.

–No quiero dar una impresión equivocada.

–¿Y qué impresión es esa?

–Que estoy aquí porque… que tú y yo somos…

Oliver se echó hacia atrás en el sofá, con el puro colgando de sus labios.

–¿Que estás interesada en mí?

–Algo así.

–Es una comida, Audrey, no un juego de seducción.

Esas palabras, en esos labios, fue todo lo que hizo falta para que su mente se llenara de imágenes carnales; unas imágenes que había reprimido durante años. Aparecieron sin que pudiese contenerlas, como si alguien hubiese quitado la tapa del tanque y las libélulas hubieran salido volando por todo el restaurante.

–En serio, ¿qué podría pasar? Si intentase algo contigo, solo tendrías que decir que no –insistió Oliver.

Audrey apartó la mirada.

–Sería incómodo.

Él lanzó un bufido.

–Mientras que esta conversación es divertidísima, ¿no?

–No me hacen gracia los sarcasmos.

–¿Ah, no? Estás dando a entender que voy a lanzarme sobre ti de un momento a otro. ¿Me ves como un ser patético y desesperado o es que te crees irresistible?

Ella sabía que no lo era, de hecho, sería la última mujer por la que Oliver mostraría ese tipo de interés.

–Por favor, déjalo ya…

Pero no, no iba a dejarlo.

–Se me considera un buen partido y un hombre más o menos interesante. Incluso me han puesto un mote. ¿No se te ha ocurrido pensar que si yo intentase algo tú podrías pararme los pies? ¿O es que no querrías hacerlo?

La sangre desapareció de su cara y, por fin, Oliver se quedó callado.

Audrey se volvió para mirar las libélulas, abrazándose a sí misma. Era eso o llevarse las manos a la cara. Tras el cristal, los otros clientes cenaban tranquilamente sin saber de la agonía que encogía su pecho.

–¿Es eso? –preguntó Oliver después de lo que pareció una eternidad–. ¿Es por eso por lo que no quieres que sigamos viéndonos?

Audrey tocó el cristal con un dedo.

–Me imagino que te parecerá hilarante.

Oliver se levantó del sofá, pero se detuvo antes de tocarla.

–Yo nunca me reiría de ti –dijo en voz baja–. Nunca me reiría de tus sentimientos, fueran los que fueran.

Ella se echó el pelo hacia atrás, irguiendo la espalda. Se sentía humillada, pero debía disimular.

–Estoy segura de que habrás tenido experiencias con mujeres que no querían apartarse de ti.

Eso era lo más humillante, ser una admiradora más del encantador Oliver Harmer.

–Me importas mucho, Audrey. Me importas de verdad.

–No lo suficiente como para ir al funeral de mi marido –replicó ella–. No lo suficiente como para estar al lado de tu amiga, esa que tanto te importa, en la peor semana de su vida, cuando se sentía perdida y abrumada –Audrey tomó su bolso y se levantó del sofá.

–Espera –dijo Oliver, tomándola del brazo–. Creo que debería explicarte…

Ella no quería montar una escena. Si aquel iba a ser su último recuerdo, no quería que la viese histérica.

–No me debes una explicación. Por eso la situación es tan ridícula. No me debes nada.

No debería tener expectativas. Ya no era amigo de su marido, solo era un conocido, un amigo circunstancial.

Como máximo.

–Yo quería estar allí, Audrey. Por ti. Pero sabía lo que pasaría si hubiera ido –Oliver tomó sus manos–. Tú y yo habríamos terminado en un sitio tranquilo, tomando una copa y contándonos un montón de historias. Cuando todos se hubieran ido, tú estarías agotada y deprimida y eso me habría roto el corazón. Te habría tomado entre mis brazos para consolarte… –añadió, respirando profundamente– y habríamos terminado en la cama.

Audrey levantó la cabeza de golpe.

–Eso no habría pasado.

–Sí habría pasado porque tengo que hacer un esfuerzo de voluntad para no hacerlo ahora mismo. Te quiero en mis brazos, Audrey. Te quiero en mi cama. Y no tiene nada que ver con la muerte de Blake porque he querido lo mismo durante estos cinco años.

Pasaron unos interminables segundos.

–Pero nosotros no somos amantes, lo sé –siguió él–. Reducir lo que hay entre nosotros al mínimo común denominador podría ser físicamente gratificante, pero no es lo que somos. Nosotros valemos más que eso y lo que nos queda es… saberlo sin poder hacer nada.

De modo que también él lo sentía. Y parecía tan incómodo como ella.

–Oliver…

–Valoro mucho tu amistad, Audrey. Valoro tu opinión, tu inteligencia y tu buen juicio. Me excito subiendo en el ascensor porque sé que voy a pasar el día contigo… el único día del año. Y no tengo intención de estropear eso.

Audrey dejó escapar el aliento que estaba conteniendo. Pero… ¿era de alivio o de decepción?

–Siento mucho haber dicho eso.

–Es halagador. Me alegra que una mujer a la que valoro encuentre algo bueno en mí. Gracias.

–No me des las gracias.

–Muy bien, entonces intentaré disimular mi satisfacción.

–Ah, eso te pega más –dijo Audrey. Que pudieran reírse de ello a pesar de todo era increíble–. Bueno, ¿y ahora qué?

Oliver lo pensó un momento y luego intentó sonreír.

–Ahora vamos a tomar el tercer plato.

Capítulo 6

Rodajas de piña y tomate verde en crujiente de nueces de Brasil

¿EL MUNDO había girado al revés para el resto de la clientela de Qingting? Ninguno de ellos parecía perturbado. Tal vez el edificio estaba construido para soportar temblores.

Porque la existencia de Oliver se había puesto patas arriba.

Los dos se quedaron en silencio, mirando los curiosos platos. Las porciones eran diminutas, pero Audrey y él se tomaron su tiempo para degustarlos. Necesitaban tiempo porque lo último que les apetecía en ese momento era comer.

Había estado a punto de abrazarla y respirar el aroma de su pelo. Nada más importaba.

A partir de aquel día empezaban de cero, pero en sus ojos no había solo timidez, sino miedo. No quería sentir esa atracción por él y debería estar enfadado consigo mismo. Él era quien no podía dejar de pensar en la mujer de otro hombre. Era él quien ya no podía estar con otra mujer, por hermosa que fuera, porque todas palidecían en comparación con Audrey.

Ella era la mejor persona que había conocido y conocía a gente estupenda. Pero Audrey era la estrella sobre el árbol de Navidad, tan brillante y tan inalcanzable.

Hasta unos minutos antes creía que era territorio seguro porque hasta unos minutos antes no sabía lo que sentía ella. Se había acostumbrado a disimular sus inapropiados sentimientos.

¿Qué iba a hacer en un mundo donde Audrey Devaney estaba libre y se sentía atraída por él?

–¿Qué pasó entre Blake y tú? –le preguntó ella de repente.

No era una conversación que Oliver quisiera mantener. ¿Qué iba a conseguir si Blake estaba muerto?

–Sencillamente, nos distanciamos.

Audrey frunció el ceño.

–No entiendo por qué no me dijo nada. O por qué no sugirió que dejase de venir a Hong Kong. Me parece raro.

–¿Esperabas que te obligase a elegir entre los dos?

–No, no… pero Blake sabía por qué venía y no entiendo que no me dijese nada.

La burbuja de esperanza perdió fuerza. Que hubiese ido a Hong Kong cada año para complacer a su marido era horrible.

–Tuvo que pasar algo. Un incidente, una discusión.

–Audrey, déjalo. ¿Qué más da?

–La verdad es que nunca entendí que fuerais amigos. Erais tan diferentes…

–Ya sabes eso de que los opuestos se atraen –dijo Oliver. Y también servía para Audrey–. No éramos tan diferentes.

Al menos, al principio.

–Estoy intentando imaginar qué pudo hacer Blake para que os distanciaseis.

Su inconsciente solidaridad lo conmovió.

–¿Por qué crees que no fue algo que hice yo?

–Yo conocía a mi marido, con defectos y todo.

Y ese era el mejor pie que iba a tener nunca.

–¿Por qué te casaste con él?

–¿Por qué se casa la gente?

–Por amor –respondió Oliver. Aunque él no sabía nada sobre eso–. ¿Lo amabas?

–El matrimonio significa cosas diferentes para cada persona.

–¿Qué significaba para ti?

Audrey vaciló.

–Yo no creo en eso de perder la cabeza por alguien de repente.

Era cierto. No le había ocurrido con Blake, pero cuando vio a Oliver tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse en sus brazos.

–¿No aspiras a eso?

–¿A una gran pasión romántica? No –respondió ella, sus mejillas se tiñeron de color–. Esa no ha sido mi experiencia. Yo valoro los intereses comunes, el respeto mutuo, la confianza. Esas son las cosas que hacen un matrimonio.

Un matrimonio sin amor, pensó Oliver. Pero ¿qué sabía él? Su experiencia personal era el terrible matrimonio de sus padres, que apenas merecía ese nombre; una mujer viviendo en un purgatorio al saber que su marido no la amaba.

–¿Y Blake estaba de acuerdo con eso?

–Teníamos muchas cosas en común.

Había algo en particular que no tenían en común, pero de lo que Audrey no sabía nada: la fidelidad.

–¿Nunca has mirado a ningún otro hombre preguntándote cómo podría haber sido?

Tenía que saberlo.

–¿Cómo podría haber sido qué?