Mi otra madre - Andy Anderson - E-Book

Mi otra madre E-Book

Andy Anderson

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Beschreibung

Con la habilidad y el coraje de los grandes talentos, Andy Anderson abre en este relato crudo y audaz la caja de las experiencias familiares que nos atraviesan para siempre. Escrita con aguda sensibilidad literaria, esta narración habla de la familia, de la vida y de la muerte, del envejecimiento de quienes han sido importantes para nosotros. Habla sobre todo de la memoria, la propia y la ajena. Esa memoria que nos pertenece y nos configura, hasta que deja de hacerlo.   Mi otra madre reconstruye una historia personal y familiar a partir de los recuerdos y las percepciones de uno de sus protagonistas, el narrador. El resultado es una obra de la literatura más poderosa, aquella que busca explorar y entender la naturaleza humana sin condena ni salvación. Un libro que se lee de un tirón, en el que se combinan el humor, la ternura, el asombro y la reflexión más profunda.

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MI OTRA MADRE

ANDY ANDERSON

EN PRIMERA PERSONA

Anderson, Andy

Mi otra madre / Andy Anderson. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-36-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Biográficas. I. Título.

CDD A863

© 2022, Andy Anderson

Primera edición, junio 2022

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Marcela Codda

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A mi otra madre, esté donde esté.

 

 

 

¿Dónde está la memoria de los días

que fueron tuyos en la tierra,

y tejieron dicha y dolor y fueron

para ti el universo?

 

JORGE LUIS BORGES

1

Esto es lo que recuerdo. Lo que recuerdo bien y puedo contar de memoria.

Tengo, apenas, una topografía de tiempos y espacios, una suma de eventos que la memoria ordena según su propia lógica. No se trata solamente del registro de lo que pasó sino de cómo pasó y, más aún, qué me pasó a mí.

Por eso digo que lo puedo contar de memoria, porque comienza en la memoria, que se compone sola, sin intervención mía. La memoria que me interpreta y me traduce, que selecciona los recuerdos que valen para descartar otros. La que define aquello que no olvidaré jamás; el archivo invisible del alma. La memoria que me crea y en la que creo, que me dibuja y me aporta la cualidad de persona; fundada en mis recuerdos y en los de nadie más, me hace hombre y me distingue de los animales.

Memoria que me pertenece, al menos por ahora.

Intangible, impaciente, imperativa, es la fuente de este relato. Me urge contarlo en este momento, no después, porque sé que los minutos, los míos, van a terminar. No sé cuándo, pero van a terminar. Tengo, lo que se dice, los días contados. Como todos. Lo que sucede es que despierto cada mañana sin muchos sobresaltos, respiro sin muchas complicaciones, de domingo a domingo, veinticuatro siete. Como si nada.

Me resulta natural esto de tener tiempo, de contar con minutos gratis, como la colorida promoción de una empresa de telecomunicaciones. Los minutos me llegan sin cargos adicionales. No hay, de mi parte, mérito alguno en esto de recibir minutos, pero la memoria, que se supone vinculada al pasado, me indica que la eternidad es una ilusión adolescente. Que cuente lo que tengo que contar antes de que sea demasiado tarde, o no sepa quién soy, o de qué estoy hablando.

Empiezo entonces por la tarde de abril y la habitación contigua, por esa tarde de miércoles santo, en esa habitación contigua con mucha luz y gente alrededor de la única cama.

En esa cama yace un hombre muy enfermo, a quien le han extirpado un tumor. Es cáncer, han dicho los especialistas. Es cáncer de riñón, ha dicho el propio hombre que yace tendido, que es mi padre, médico de ojos celestes, graduado con honores. En unos minutos más, respirará por última vez. Soy el único de sus cuatro hijos que está presente, y por supuesto, no sé nada en ese momento. No quiero ni saber lo que puede llegar a suceder. Todavía me resisto. El último respiro no es parte de mi memoria, todavía.

Minutos antes, le pido a mi tío, también médico de profesión, como mi padre y mi abuelo, que suba a verlo.

Le digo: no lo veo bien. Le digo: no me gusta cómo respira. Algo pasa, le repito.

Mi tío está leyendo el diario, y sin levantar la mirada contesta: ahí voy. Subo de nuevo por la misma escalera que conduce a la habitación contigua. Entre el cuarto y quinto escalón, tengo una sensación repentina, una invasión como de témpano, o presagio.

Nada cambió al pie de la cama. Mi padre, que no parece mi padre, respira desprolijamente desde un cuerpo que no parece su cuerpo. A su lado hay una enfermera y también una médica que pasó a verlo. No pueden hacer mucho más que acompañar la densidad de los minutos, pero aún así me siento bien teniéndolas cerca, tan próximas a la cama como a la situación. A lo mejor pueden hacer algo.

En ese momento espero, iluso, un cambio en el diagnóstico. Después de años de vanagloriarme de una vida suficiente, ajena a los dogmas religiosos, adopto la fe de último momento, quizás la más injusta de todas. Un tipo de fe que, sin descaro, negocia devoción a cambio de auxilio.

No me tiembla la voz cuando rezo para pedir por la salvación de mi padre: lo hago dirigiéndome a Jesús como si nada, como si los argumentos que negaban su existencia divina, y que con tanta jactancia supe destilar delante de amigos y familiares, hubieran de pronto desaparecido. Le hablo de igual a igual, sin humildad ni ritos solemnes. Ni siquiera hago la señal de la cruz cuando sugiero este pacto: vos salvá a mi padre en la tierra que yo prometo adorar a tu padre en el cielo.

Mi tío llega en el momento del soplido. Es un sonido que se escucha en todo el ambiente, el mismo sonido de una puerta pesada que se detiene al rozar sobre un piso de madera. Un respiro incompleto, poco natural, de corte abrupto. Una pausa que nunca se retoma, un punto que no es seguido de otros respiros, el susto final.

Lo supe. En ese momento, nadie tenía que explicarme nada.

Conservo la exactitud de aquel silencio, breve pero rotundo.

Sin pedir permiso, mi tío se abre paso entre la enfermera y la médica para acomodarse sobre la cama. Verifica el pulso, primero en las muñecas, luego en el cuello. Lo hace con la precisión de los que saben. Se acerca a mirar profundo en los ojos abiertos y atreve algunas maniobras más. Desalentado, termina acomodando las manos livianas sobre el cuerpo, dejando sobre ellas una leve caricia.

Es el silencio, ese momento en que se deja de ser un padre, el momento de los restos.

Con voz trémula, por sobre su hombro, mi tío ordena: andá, avisale a tu mamá.

La encuentro en su habitación, sentada en el extremo de la cama matrimonial, la misma cama matrimonial que habían tenido durante cuarenta y seis años de casados, y que mis hermanos y yo usábamos para jugar a Titanes en el Ring cuando ella no nos veía. Cuando jugábamos, Mamá nos decía que dejáramos de romper la paciencia. Nunca supe qué le molestaba, se supone que no hay nada más lindo para una madre que ver a sus hijos divertirse, pero con mamá era distinto: le rompíamos la paciencia y nos retaba, por eso nos movíamos a sus espaldas. Mientras otros chicos jugaban abiertamente a la mancha, a los pistoleros o al poliladron, nosotros jugábamos a escondidas.

Mamá mira, demasiado cerca, como en trance, un programa de chimentos. El brillo de la pantalla se repite en sus pupilas. Los panelistas hablan mucho, y no dicen nada. Da lo mismo que les den un micrófono a ellos o a un grupo de gallinas. Le habíamos pedido a Mamá que se distrajera, que de nada servía estar tan pendiente de mi padre, que estaba “controlado”.

Sus pupilas no saben lo que acaba de pasar. Estoy en ese instante en el que su vida va a cambiar para siempre. Cuánto más fácil sería cambiar de canal, o cambiar de madre. Encontrar a la madre de un amigo, o una madre lejana a quien la noticia no puede alterar en nada.

Apago la televisión y digo: ya está.

Ya está qué, replica.

Lo que tenía que pasar, pienso. Lo que temía que pasara, me digo, pero sólo alcanzo a pronunciar dos palabras: se murió.

Su rostro hace una mueca que nunca había visto antes, como un retrato en acuarelas al que alguien, despectivo, arroja un vaso de agua y comienza a desdibujarse en lágrimas. Se levanta hacia mí, y con voz de pito suplica: no me digas eso, no me digas eso.

Se quiebra en un llanto que de tan agudo resulta pueril, y en cierto punto, incómodo. Sabíamos que esto iba a pasar; nadie lo decía pero lo sabíamos. Tendría que comportarse con cierta madurez, no llorando como una nena. Quiero demandarle que sea una mujer adulta, que haga algo, porque yo no sé bien qué hacer, si abrazarla o salir de la habitación; no me han educado para eso, nadie me preparó para presenciar, y escuchar, el último respiro de mi padre.

Atino a dar uno o dos pasos, no muy convincentes, y me abraza. Ella, que nunca me abrazó en la vida, y a la que nunca había visto abrazar a nadie en su vida, viene hacia mí y me abraza. La siento temblar, la siento toser y llorar, y entonces yo también lloro, un poco para acompañarla y otro poco porque en ese momento, justo en ese momento, comprendo lo que acaba de suceder: mi padre, su marido, ha muerto.

Mi hermana está en la planta baja, recibiendo a su cuñada. También a ella tengo que decirle lo que pasó. Habíamos recibido muchas visitas durante esos días, había mucha familia a mi alrededor; yo me admiraba ante la cantidad de amigos que se interesaban por la salud de mi padre, y eso me alentaba, me distraía, sin ver —porque elegí no ver— que no iban a visitarlo sino a despedirse.

No sé por qué la busco con tanta premura al bajar por la misma escalera del presagio. Vení, le digo. Qué pasó, pregunta. Vení rápido, le digo, como si todavía fuera posible captar algo del último respiro, como si se pudiera poner la escena en pausa para presenciar, ella también, el instante de la expiración. Se murió papá, le digo. Las palabras brotan con independencia. No las pienso ni las elijo ni las elaboro: salen al aire de la tarde a decir lo que tienen que decir.

Mi hermana, que sí cree en Dios, había llegado desde Estados Unidos con su fe imbatible, me había asegurado que nuestro padre se pondría bien porque ella rezaba todos los días, porque su grupo de oración de Dallas rezaba todos los días. Después vino algo similar a una imposición, disfrazada en fraternal sugerencia: tenés que tener fe.

Me mira desconcertada. Hasta hacía unos pocos minutos había estado conmigo, siempre atenta a la evolución de mi padre, rezando en silencio junto a su cama. Sólo se había levantado para recibir a su cuñada, que había pasado a saludarla, porque aquel día, el día en que mi padre respiró por última vez, es también el día del cumpleaños de mi hermana.

Lo recuerdo bien. Tengo, por ahora, buena memoria.

Alguien me dijo, entre el último respiro y su entierro, una frase que, se suponía, debería asemejarse al consuelo, o traerme algo de paz: “ahora está con Eric”. Tuve ganas de preguntar, sinceramente, por qué decía eso. Tengo buena memoria, por ahora. Recuerdo que no dije nada, lo miré y no contesté porque no quería ofenderlo, pero pensé: vos qué sabrás.

Con qué derecho mencionás a Eric en este momento.

 

Dos años después, en 2012, la Organización Mundial de la Salud publica, en conjunto con Alzheimer’s Disease International, un informe titulado “Demencia, una prioridad de salud pública”. Las primeras tres líneas de ese informe dicen: “La demencia es una enfermedad gravemente incapacitante para aquellos que la padecen y suele ser devastadora para sus cuidadores y familiares”.

En esa misma época, comienzo a notar que mamá repite las cosas. Habla mucho por teléfono, con mis hermanos en Estados Unidos y conmigo. Me llama temprano por la mañana, me llama en algún otro momento del día, alrededor de las once y cuando se hace de noche. Me comenta una noticia, y tres o cuatro minutos después, vuelve a decir lo mismo, con el mismo entusiasmo.

Ya me lo dijiste, mamá.

¿Ya te lo conté?

Sí, recién.

¿En serio me decís?

En serio te digo.

¿No te digo? Estoy mal.

Mi abuela, la madre de mi madre, había fallecido de demencia senil o Alzheimer. Nunca estuvo claro el diagnóstico; nadie reclamó precisión, quizás porque una u otra patología revestían el mismo daño cerebral, eran casi lo mismo. Mi madre decía demencia senil; su único hermano, Alzheimer. A veces discutían acaloradamente el asunto. No se ponían de acuerdo. Qué importaba, pensaba yo, si la abuela ya no está.

Según un informe de la Organización Mundial de la Salud, 35,6 millones de personas viven afectadas por algún tipo de demencia. ¿Podría mi madre ser una de ellas y haber heredado, quizás, la misma enfermedad? El número total de nuevos casos, en el ámbito mundial, es de 7,7 millones; esto implica un nuevo caso cada cuatro segundos. En el tiempo que consume leer una oración como esta, de unas pocas palabras, un nuevo caso incrementa las estadísticas.

Le sugiero hacer unos estudios. Me contesta que estoy loco.

En una de nuestras charlas por Skype, comento el tema con mis hermanos. Yo la veo bien, dice mi hermana, desde Dallas; yo no creo que tenga nada malo, agrega mi hermano, desde Pittsburg.

¿Ustedes no la escuchan repetir las cosas cuando hablan con ella?

Hablo todos los días, dice mi hermana, pero es normal.

Tenés que entender: lo de papá fue hace muy poco, dice mi hermano.

Tiempo después, leo un artículo de la Universidad de Buenos Aires: alrededor de quinientas mil personas padecen la enfermedad en la Argentina; en ese mismo artículo citan al doctor Luis Brusco, quien además de profesor y jefe del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental de la Facultad de Medicina, es director del Programa de Alzheimer de la universidad. Este especialista sostiene: en el mundo hay más de cincuenta millones de personas afectadas, número que, en los próximos treinta años, se triplicará.

Una tarde de domingo, al leer el diario, veo un aviso de una clínica neurológica muy conocida de Buenos Aires. Hablaba sobre prevención del Alzheimer. Me presento al otro día para preguntar qué hacer ante un caso como el de mi madre. Determinar un diagnóstico de Alzheimer requiere varios estudios, me aleccionan. Logro convencer a mamá de hacerse el análisis de sangre, la tomografía computada y la evaluación cognitiva que requiere la clínica para elaborar un diagnóstico.

Tu hermano cree que estoy loca, le dice a mi hermana. A mamá no le gusta que la lleves a la clínica, me dice ella, a su vez. Sólo quiero saber si está bien, comento, o si requiere tratamiento. Pero a ella no le gusta, replica. Sólo quiero tener un diagnóstico, aclaro. No podés obligarla, comenta con un tono que parece una orden.

¿Se acuerdan de Bita?, pregunto a ambos desde el monitor de mi computadora. Bita era el apodo de mi abuela. Se llamaba Alba, pero le decían Bita. Recuerdo cuando me despedí de ella, una tarde de junio de 1994, poco antes de un viaje. No quería irme sin verla.

Estaba tendida en cama, con una enfermera a su lado, y repetía frases que no decían nada. Lo que más me sorprendió fue el largo de su pelo, que era blanco, que nunca había sido blanco y ahora asomaba por sobre sus hombros con la decisión de una proclama independentista. Ella, que concurría una vez por semana a la peluquería para mantener su peinado corto, elegante y oscuro, ahora lo tenía fuera de control, caótico, desconocido y blanco. No parecía mi abuela.

Yo había visto esta metamorfosis de cerca porque me gustaba estar en su casa, que tenía jardín y flores y un árbol del que brotaban limones: empezó repitiendo cosas, después preguntaba, cada dos por tres, qué día era, de qué año, o dónde estaba el abuelo, que había muerto unos años antes. Ni mi madre ni mi tío César quisieron internarla en un geriátrico; la trasladaron de su casa con jardín y limones, en las afueras de Buenos Aires, a un departamento con pulmón de manzana.

Ese día me llamó “Abelardo”. La mujer más buena que había conocido ya no me reconocía. Me incliné a besarla en la frente, sabiendo que no la vería nunca más.

¿Ya se olvidaron de que murió de Alzheimer?

Eso no es cierto, dice mi hermano. Bita tuvo otra cosa. Bita tuvo demencia senil.

Y después agrega: dejala tranquila a mamá, parece como si vos quisieras que tuviera Alzheimer.

Decido completar los estudios de todas maneras. El jefe de Neurología nos cita para conocer los resultados. Vamos mi madre y yo. Nos sentamos del otro lado de su escritorio, como dos turistas frente a un control de aduana en un país remoto.

Dice: cuadros como el de Lucrecia (así se llama mi madre) pueden mantenerse estables, sin muchas complicaciones, o…

Hace una pausa.

O qué, quiero saber.

O derivar en Alzheimer, concluye.

Cuando el neurólogo menciona la palabra, me pregunto cómo se escribe, si “Alrzheimer”, con una erre después de la ele, o “Alzaimer”, como la pronuncian casi todos. Esa es mi reacción: evadirme, de ser posible, en la ortografía. Nunca imaginé que llevaba una hache intermedia, porque nunca le presté atención. Ahora está ahí, delante de nosotros, en mi madre.

No estoy preparado para esto. No estoy listo, ni capacitado, para ser el padre de mi madre.

2

La orden indica: presentarse martes y jueves, en el octavo piso, a las seis de la tarde, para cumplir un programa de ejercicios neurocognitivos. ¿Es un tratamiento?, pregunto al jefe de Neurología. Es lo mejor que podemos hacer en este momento, me informa.

Cuando voy a buscarla a su casa, me abre la puerta sosteniendo un palo de golf que pertenecía a mi padre.

¿Qué hacés con eso?

Lo mira como si hubiera aparecido en su mano por efecto de un truco de magia. No me di cuenta, declara. Sube al auto y se defiende: si alguien viene a robarle, o hacerle algo, le parte el palo en la cabeza.

La memoria me trae esta imagen: cuando tenía diez años, yo también le sacaba los palos de golf a papá. Elegía los que eran de acero, un hierro cuatro, seis o siete. Jugaba a que era un micrófono, y con ese palo de golf imitaba los movimientos de Freddie Mercury, el cantante de Queen. Repetía el mismo gesto de sus dedos tomando el extremo del palo, que era delgado y brillante, la misma inclinación del cuerpo y la cabeza. Con la música sonando detrás, encerrado en mi cuarto, hacía la mímica del músico inglés y cantaba:

 

Save me, save me, save me,

I can’t face this life alone1

 

Mamá, ¿estás segura de que podés vivir sola, en esta casa?, pregunto.

Me mira indignada y contesta: al que me diga que me tengo que ir, lo reviento.

Han pasado más de dos años desde la muerte de mi padre, y todo permanece igual: sus libros, sus retratos, el sillón donde habitualmente leía. No existe posibilidad alguna de cambiar nada; mamá ordena que no se toque nada, que nadie ose siquiera mover un solo objeto de lugar, como si de pronto el espacio se hubiera convertido en una casa-museo dedicada a la memoria de mi padre, o más aún, la casa-esperanza donde los elementos conservan, con rigor, su lugar preciso, exacto, como si nada hubiera ocurrido, y en cualquier momento la puerta de calle pudiera abrirse para que mi padre hiciera su entrada habitual, llave en mano. Las cosas están limpias, no han envejecido. Hay suscripciones de revistas que no han sido canceladas, y que mi madre apila sobre la mesa para que mi padre, que no está más con nosotros, vuelva a recibir.

Cuando entro en la casa, lo primero que ven mis ojos es el sillón vacío, y a mí me dan ganas de decirle, a quien sea, que en ese sillón solía sentarse mi padre, o relatar la historia de cada objeto de la sala; en realidad, más que historias, lo que tienen esos objetos son vínculos: una copa de golf que ganó jugando con su mejor amigo, la escultura en bronce de un galgo que perteneció a la familia, la figura de un elefante con diminutos dientes de marfil, recuerdo de un viaje que hizo a Sudáfrica. El solo hecho de pensar que los ojos que los apreciaban ya no están encendidos, que no hay quien entienda esos elementos desde el corazón, brindándoles la medida de su auténtico valor, me pone triste, y me hace mirar hacia otro lado, lo cual tampoco es sencillo, porque donde poso la mirada encuentro rastros de mi padre, objetos y más objetos que hablan de él. Como los palos de golf, ubicados junto a la entrada, y que ahora mi madre usa como arma de defensa.

 

Camino a la clínica, me pregunta por mi trabajo. Le digo que la cosa está brava. No puedo concentrarme mucho en la conversación. Dentro de mí se suceden las preguntas una detrás de otra: ¿qué habría que hacer con las cosas de papá?, ¿regalarlas? ¿Cómo se me ocurre algo semejante? ¿No son esas cosas, precisamente, lo único que me queda de él, los registros más tangibles de su vida? ¿Venderlas? ¿Es posible, acaso, fijar un precio a esos objetos que todavía conservan sus huellas digitales, su calor, su perfume? ¿Quién podría apreciarlas tanto como yo?

Por otro lado, ¿para qué conservarlas? ¿Con qué propósito? Recuerdo el poema de Borges sobre las cosas: “durarán más allá de nuestro olvido; no sabrán nunca que nos hemos ido”. Las cosas deberían irse con nosotros, que desaparezcan y tengan, como los seres humanos, el destino obligado del recuerdo, esa dimensión del recuerdo donde brillan para siempre, sin la condena del rincón olvidado.

 

Habíamos regalado sus trajes a los hijos de mis primos, sus camperas, corbatas y camisas a otros amigos, pero mamá conservaba todavía algunas prendas, ocultas entre su propia ropa. Le encuentro una bufanda y un saco de costura inglesa.

¿Qué hacés con esto?

Ni se te ocurra llevártelo, ordena.

¿Para qué lo querés?

¿Y a vos qué te importa?

Tiene el perfume de tu padre, dice por lo bajo, mientras lo acomoda de nuevo en su escondite.

A pocas cuadras de la clínica, me comenta que estoy equivocado. Según ella, tendría que haber hecho como mis hermanos, que se fueron a Estados Unidos, donde todo funciona perfecto y la gente es más amable. ¿Conocés a alguien que le haya ido mal en Estados Unidos? Allá viven mejor. Es una lástima que te hayas quedado en este país. ¿Y todo para qué? ¿Para tener una agencia de publicidad? Dejate de hinchar con la publicidad, nene.

Para qué decirle que no olvido el día del juramento a la bandera. Recuerdo a mi abuelo cuando me dijo: este año jurás la bandera, es un año muy importante para vos. ¿Cómo explicarle a mi madre aquel día, la forma en que miré la bandera, cómo fijé mis pupilas en esos pliegos celeste y blanco, la emoción que sentí cuando posé la mano en mi corazón —fui el único que lo hizo así— y grité “Sí, juro”, tras las palabras de la directora?

Para qué.

Si pudiera dirigirme a la memoria, le pediría que nunca olvide ese recuerdo: mis nueve años y la bandera.

Mientras esperamos el ascensor, le comento que todavía no pagó la seguridad. ¿Qué cosa? Al de seguridad, el tipo que te cuida. ¿De qué me hablás? De Carmelo, el que está en la garita de seguridad privada, en la esquina; me llamaron hoy para decirme que no les pagaste este mes, ya te dije que no puedo estar atendiendo tus llamados, estoy con muchas cosas, mamá.

A mí no me tiene que cuidar nadie, yo me defiendo sola.

¿Con un palo de golf?

Dos personas más suben con nosotros. Marcan el cuarto piso.

Vos reíte, aclara, ¿sabés lo que es que te partan un palo en la cabeza?

No.

Ahí tenés, no sabés lo que duele.

¿Y vos? ¿Sabés cómo duele? ¿Alguna vez te pegaron con un palo de golf?

Enojada ante mi planteo, concluye: duele y punto. Si yo te digo que duele, es porque duele.

Es así de contundente: si ella lo dice, nadie lo discute. Y punto.

Tuve tres golpes serios en mi vida, y los tres fueron diagnosticados de la misma manera: conmoción cerebral.

El primero fue en la casa de Bita: estaba de pie, en la azotea, hablando sobre Batman con mis primos. Había una soga que iba de un extremo a otro y que mi abuela usaba para colgar ropa recién lavada. No era una soga muy resistente, debo decir, sino apenas un cordel revestido en plástico. Estaba de pie, con mi peso suspendido contra esa soga, que pasaba por detrás de mi cabeza, a la altura de la nuca, y sobre mis hombros. Era una posición muy cómoda, mis brazos pendientes, el cuerpo hacia atrás, columpiándose sanamente, hasta que la soga se cortó. Caí de espaldas. Mi cabeza golpeó sobre la loseta y mis primos se asustaron. Llamaron a mamá, a los abuelos. Dos minutos después, no podía hilvanar una sola palabra, tenía la vista nublada y mi cabeza estallaba del dolor. Quería decir algo y no podía. La memoria me trae ahora el recuerdo de los vómitos y del mareo, de ese mundo indefinido, del terror que sentí, pensando que nunca podría hablar de nuevo, que sería, como alguna vez me había llamado mi madre, deficiente mental.

Cada vez que lo recuerdo, me duele la cabeza.

La segunda vez fue también en casa de mi abuela, cuando intenté evitar que la pelota con la que jugábamos al fútbol cayera en la pileta de agua verde; me golpeé la sien con el extremo de la losa, y tuve los mismos síntomas: dolor fuerte, una nubecilla delante de todo lo que veía y la incapacidad de hablar. La tercera fue en un colegio de curas; a punto de rendir un examen, cayó, justo sobre mi cabeza, desde una altura de veinte metros, un plafón. Recuerdo estar en el sanatorio, mientras me hacían los estudios. Mamá dijo a mi padre: siempre lo mismo tu hijo, dándose golpes en la cabeza. Te lo digo desde ya: este chico no va a parar hasta romperse la cabeza.

 

Se abren las puertas del octavo piso, en la clínica, y lo primero que veo es a un hombre vestido con un sweater a rombos, cuello en ve, sentado en una hilera de tres sillas, que juntas tienen forma de eme, con la boca abierta en forma de o, desde donde pende un hilo de saliva en forma de ele minúscula. Todo indica que no ha percibido lo que sale de su boca, hasta que la señora sentada a su lado, que estimo debe ser su mujer, toma un pañuelo y limpia sus labios.

Parkinson, pienso.

Indico a mi madre que tome asiento. El espacio es reducido, hay unas sillas, el mostrador, una cartelera y tres puertas que conducen, creo yo, a consultorios diferentes. Me acomodo sobre el mostrador y cumplo con los procedimientos habituales: mostrar la orden, exhibir la credencial de la obra social, completar el formulario. Firma y aclaración. Después me siento a la derecha de mamá. El hombre que se babea también mueve involuntariamente su mano izquierda.

Mamá se inclina hacia mí para susurrar: acá están todos forfai.

¿Cómo decís?

Que están todos forfai, ¿para qué me traés acá, no los ves? Está uno peor que el otro. Todos monguis. No entiendo qué tengo que hacer acá. ¿Vos te pensás que estoy loca? Me voy, yo me voy.

Vos te quedás.

Unos minutos más tarde, anuncia: me llegó la boleta del gas. Y qué, le digo. Que hay que pagarla, advierte, y levanta sus hombros en un gesto fugaz. Bueno, vas al banco y la pagás. Yo no sé cómo se hace; el que se ocupaba de eso era tu padre. También hay que pagarle a Carmelo, el de seguridad, comenta.

Desde una de las puertas a los consultorios asoma una mujer alta, vestida con un delantal blanco que lleva abierto sobre el frente y que contrasta con el pelo negro que supera los hombros; a primera vista, no puedo determinar si el contraste hace más blanco el delantal o más oscura su cabellera. Pronuncia el apellido de mi madre. Lo hace con severidad, como si estuviera por anunciar un castigo feroz. Nos levantamos y caminamos hacia el umbral. La mujer pide que aguarde afuera, que el encuentro es con mi madre a solas. Acepto.

Portate bien, le digo haciéndome el simpático.

La especialista esboza una sonrisa diplomática, hace un ademán, deja pasar a mi madre y cierra la puerta detrás de ella.

Me siento cerca, mientras chequeo mensajes en mi celular. Tengo que armar una propuesta para un cliente. Reenviar los ajustes de un diseño presentado. Estudiar un archivo sobre perfil socioeconómico del público objetivo. No tengo tiempo de ver todo esto desde acá, pienso. ¿Quién se va a ocupar de los clientes? Mi empresa no puede perder un solo proyecto más. Hay gente que tiene que cobrar su sueldo. Yo no debería estar acá, en este octavo piso. Yo debería estar resolviendo los temas de la compañía.

Cuando mi madre sale del consultorio, la mujer me invita a pasar.

Ahora me espera usted, señala a mi madre, y dirigiéndose hacia mí: por favor, pasá, es un segundo.

Es mucho más que un segundo.

Me dice: tu madre tiene una depresión severa. Me habló de Jack, dijo que tiene los ojos más celestes del mundo, que siempre fue tan bueno con ella, pero que ya no está. No quiere vivir más, me dijo. Dos veces. Que lo de Jack fue todavía peor que lo de Eric. Le pregunté quién es Eric, pero no me puede contestar porque se pone a llorar. Hicimos unos ejercicios cognitivos y los hizo mal. En un momento tiró la lapicera, me dijo que para qué la traías, y no dejó de llorar. Cuando le dije que te iba a buscar, cambió de expresión como si nada. ¿Hace cuánto murió tu padre?

Dos años. Eric es mi hermano. Murió hace más de veinte.

Con razón, dijo. Se quiere ir con Jack.

¿Entonces?

Mirá, vas a tener que estarle muy encima porque no le interesa vivir. Tiene que ver a un médico clínico. Un psicólogo. Un psiquiatra. Habrá que hacerle seguimiento. ¿Vive sola?

Sí.

¿Casa o departamento?

Casa.

Que la vea un clínico, y ahí vemos cómo seguir. Si no quiere vivir, el panorama es complicado. Tenemos que estar atentos, que no tome ninguna decisión drástica.

Qué me quiere decir.

No quiero hacer suposiciones, contestó, pero tampoco puedo mirar para otro lado. Tiene una depresión severa. Si no quiere vivir, su cuerpo comenzará a traducir esa inapetencia en trastornos. El mental es el primero.

Mi madre no es tan valiente como para quitarse la vida, pienso, aunque sea capaz de dejarse ir de la vida, de quitarse, ella misma, del medio, o de toda escena; quizás estos estudios sean el registro de una decisión que toma desde el plano inconsciente, pero que ejecuta, tenaz, desde sus actos más racionales.

¿Puede alguien salirse de sí mismo, abandonar su espíritu, y darle a esa conducta, persistente y resuelta, el nombre de Alzheimer?

Dejo el consultorio. Mamá sonríe al verme y nos vamos, rumbo al ascensor. Leo los anuncios impresos en la cartelera: Taller de Envejecimiento Saludable. Taller de Trastornos de la Memoria. Charla abierta para la comunidad: “Mi padre tiene Alzheimer, ¿qué riesgo tengo yo de tenerlo?”.

1. “Salvame, salvame, salvame, / no puedo enfrentar este vida solo” (N. del A.).