Miradnos bailar - Leila Slimani - E-Book

Miradnos bailar E-Book

Leïla Slimani

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Beschreibung

1968. Gracias a su tesón, Amín ha conseguido convertir sus tierras áridas en una finca floreciente. Ahora pertenece a una nueva burguesía que prospera, organiza fiestas y se divierte: contempla el porvenir con optimismo. A su esposa Mathilde, en cambio, todo ese bienestar material no logra arrancarle la certeza de haber perdido los mejores años de su vida durante la guerra y, luego, cuidando de la casa y de Aicha y Selim, sus hijos. Pero al Marruecos independiente le cuesta consolidar su nueva identidad, a caballo entre el arcaísmo y la ilusoria tentación de la modernidad occidental, entre la obsesión por la imagen que uno da de sí mismo y las heridas de la vergüenza. En ese agitado periodo, que oscila entre la represión y el hedonismo, los jóvenes deberán pronunciarse, hallar su voz y su camino. «Miradnos bailar» es la continuación de un vibrante y emotivo fresco familiar, cuajado de personajes inolvidables, en el que Leila Slimani conjuga magistralmente lo íntimo y lo político, lo psicológico y lo social.

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PRIMERA EDICIÓN febrero 2023

TÍTULO ORIGINAL Regardez-nous danser

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

[email protected]

www.cabaretvoltaire.es

©2022 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2023 Malika Embarek López

©de esta edición, 2023 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FA

ISBN-13: 978-84-19047-16-8

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

Cubierta: Foto familiar. Cedida por Leila Slimani.Derechos reservados.

Guarda: Leila Slimani por Francesca Mantovani©2020 Éditions Gallimard.

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

A Bounty, sin el cual nada sería posible.

ÍNDICE DE PERSONAJES

MATHILDE BELHACH: nacida en 1926 en Alsacia, conoce a Amín Belhach en 1944, cuando el regimiento de espahíes del ejército francés al que este pertenece acampa cerca de su pueblo. Se casan en 1945 y, un año después, se reúne con él en Meknés, Marruecos. Tras vivir tres años en la casa familiar de la medina en pleno barrio de Berrima, se instalan en una finca y tendrán dos hijos, Aicha y luego Selim. Mientras su marido trabaja con ahínco para hacer de su plantación un negocio floreciente, Mathilde abre un dispensario donde atiende a los campesinos de la zona. En cuanto llega a Marruecos, aprende el árabe y el amazigh, y, pese a las dificultades y a su rechazo de ciertas tradiciones, sobre todo las relacionadas con la condición de las mujeres, se encariña con el país.

AMÍN BELHACH: nacido en 1917, hijo de Kadur Belhach, intérprete en el ejército colonial, y de Muilala, es el mayor de los hermanos. Al morir su padre en 1939, se convertirá en el cabeza de familia y heredará las tierras de Kadur, pero al principio de la Segunda Guerra Mundial decide alistarse en un regimiento de espahíes. Junto con su asistente, Murad, es encarcelado en un campo de prisioneros en Alemania, del que conseguirá escapar. Conoce a Mathilde en 1944 y se casa con ella por la iglesia en Alsacia en 1945. En la década de los cincuenta, mientras en el resto de Marruecos se viven disturbios, él se dedica con todo su empeño a su finca, soñando en convertirla en una empresa próspera. Apasionado por la agronomía y las técnicas modernas, desarrolla nuevas variedades de cítricos y de olivos. Tras varios años infructuosos, su colaboración con el médico húngaro Dragan Palosi le permitirá por fin obtener beneficios.

AICHA BELHACH: nacida en 1947, es hija de Mathilde y de Amín. Va a un colegio de monjas donde consigue excelentes calificaciones. Es una niña mística, tímida y huraña, pero los padres se sienten muy orgullosos de ella.

SELIM BELHACH: nacido en 1951, es hijo de Mathilde y de Amín. Ojito derecho de su madre, él también va a un colegio colonial.

OMAR BELHACH: nacido en 1927, es uno de los hermanos de Amín. Durante su infancia y adolescencia siente una mezcla de admiración y de odio hacia su hermano mayor. No acepta que se haya alistado en el ejército francés y que sea el preferido de su madre, Muilala. De personalidad violenta e impulsiva, sus simpatías políticas estarán del lado de los nacionalistas en el transcurso del conflicto mundial. En la década de los cincuenta, se implica cada vez más en acciones violentas durante los acontecimientos que preceden a la independencia de Marruecos.

YALIL BELHACH: nacido en 1932, es el benjamín de los hermanos Belhach. Víctima de la maldición que persigue a la familia de Muilala, padece una enfermedad mental. Vive recluido en su cuarto de la casa de la medina de Meknés, obsesionado con mirarse al espejo. Cuando su madre cae enferma y se instala en la finca de Amín y Mathilde, lo envían a Ifrán a vivir con un tío suyo. Se negará a alimentarse y morirá en 1959.

MUILALA BELHACH: nacida a principios del siglo XX, es la esposa de Kadur Belhach. Originaria de una familia de clase media, no ha aprendido a leer ni a escribir. Entre sus antepasados ha habido muchos afectados por algún trastorno mental, que se paseaban desnudos por la calle o afirmaban hablar con fantasmas. Ha tenido siete hijos, de los cuales sobrevivieron cuatro: Amín, Omar, Yalil y Selma. Madre afectuosa y valiente, siente por el mayor una auténtica adoración y admira a su nuera, Mathilde, por su libertad y por haber estudiado. En 1955, muestra los primeros síntomas de una enfermedad mental próxima a la demencia. Se la llevan a la finca, donde vivirá sus últimos años, abandonando su casa de Berrima en la medina de Meknés. Muere unos meses antes que su hijo Yalil, en 1959.

SELMA BELHACH: nacida en 1937, es la hermana de Amín, Omar y Yalil. Adorada por su madre, es una joven de una belleza solar, constantemente vigilada por sus hermanos y maltratada sobre todo por Omar. Alumna distraída, falta mucho a clase en el liceo. En la primavera de 1955 conoce a un joven piloto, Alain Crozières, del que se queda encinta. Para evitar el escándalo y la deshonra, Amín la casa con su antiguo asistente en el ejército, Murad. En 1956, da a luz a una niña, Sabah.

MURAD: nacido en 1920, es originario de una aldea a ochenta kilómetros de Meknés. En 1939, lo alistan a la fuerza en el ejército francés, durante la Segunda Guerra Mundial, y lo envían al frente, donde se convierte en asistente de Amín, que entonces era un oficial. Alberga hacia su comandante unos sentimientos amorosos secretos e intensos y tiene celos de Mathilde. Al final de la guerra, parte a Indochina con los contingentes marroquíes. Asqueado por la violencia, deserta del ejército, logra regresar a Marruecos y encontrarse con Amín. Este lo contrata en su hacienda, donde ejerce autoritariamente como capataz, y es odiado por los obreros. En 1955, se casa con Selma.

MONETTE BARTE: nacida en 1946, es hija de Émile Barte, un aviador de la base militar de Meknés. Compañera de clase de Aicha en el colegio de monjas, se harán muy amigas y confidentes. Su padre, Émile, muere en 1957.

TAMO: hija del matrimonio formado por Ito y Ba Milud, obreros que viven en el aduar cerca de la finca de los Belhach. Mathilde la contrata como criada en cuanto se instalan allí. Tratada con dureza por la dueña de la casa, pronto se hará un hueco en la familia y se quedará a vivir con ellos hasta el final de su vida.

DRAGAN PALOSI: ginecólogo húngaro de origen judío, se refugia con su esposa Corinne en Marruecos durante la guerra. Tras una mala experiencia en una clínica de Casablanca, decide instalarse en Meknés, donde abre una consulta. En 1954, propone a Amín asociarse con él para exportar naranjas a Europa. Siente por Mathilde amistad y admiración, y la ayudará cuando se vea desbordada en el dispensario. Le toma cariño a Aicha y, durante sus años de escolar, la ayudará a saciar su sed de conocimientos regalándole libros.

CORINNE PALOSI: nacida en Dunkerque, es la esposa de Dragan. Mujer de gran sensualidad, provoca el deseo de los hombres y la desconfianza de las mujeres. Sufre por no haber tenido hijos y lleva en Meknés una vida relativamente solitaria.

PRIMERA PARTE

Los tiempos no tienen en cuenta lo que soy, me imponen lo que se les antoja. Permítame que ignore los hechos.

BORÍS PASTERNAK

 

 

Mathilde contemplaba el jardín desde la ventana. Su jardín opulento y desordenado, casi vulgar. Su venganza contra la austeridad que su marido le imponía. Apenas había amanecido y el sol, aún tímido, atravesaba el follaje. Una jacaranda cuyas flores malva todavía no se habían abierto. El viejo sauce llorón y los dos aguacates, inclinados por el peso de los frutos que nadie comía y que se pudrían sobre la hierba. El jardín no había estado nunca tan bonito como en esa primavera. Corría el mes de abril de 1968 y Mathilde pensó que Amín no había elegido el momento al azar. Las rosas que ella había encargado de Marrakech se habían abierto unos días atrás, y el ambiente estaba inundado de un aroma fresco y suave. Al pie de los árboles se extendían unos matorrales de agapantos y dalias, unos macizos de lavanda y romero. Ella decía que allí crecía cualquier cosa. Esa tierra estaba bendecida para las flores.

Ya le llegaba el canto de los estorninos y vio dar saltitos en la hierba a dos mirlos que clavaban su pico naranja en el suelo. Uno de ellos tenía plumas blancas en la cabeza. Mathilde se preguntó si los demás mirlos se burlarían de él o si, por el contrario, esa particularidad lo convertía en una criatura singular respetada por sus congéneres. «¡Quién sabe cómo viven los mirlos!», pensó.

Oyó el ruido de un motor y las voces de los obreros. En el sendero que conducía al jardín surgió un monstruo enorme y amarillo. Primero vio el brazo metálico y, en un extremo de este, la gigantesca pala. La máquina era tan ancha que le costaba pasar entre las hileras de olivos. Los obreros gritaban las indicaciones al conductor de la excavadora, que iba arrancando ramas a su paso. Por fin, la máquina se detuvo y regresó la calma.

Ese jardín había sido su guarida, su refugio, su orgullo. Había jugado en él con sus hijos. En él se habían echado la siesta a la sombra del sauce. En él habían organizado pícnics bajo el ficus brasileño. Había enseñado a los niños cómo espantar a los animales de los árboles y de los matorrales donde se ocultaban. A la lechuza y a los murciélagos, a los camaleones, que ellos metían en cajas de cartón y a veces olvidaban debajo de la cama y se morían. Cuando sus hijos crecieron y se cansaron de sus juegos y de su cariño, Mathilde acudía allí a olvidar su soledad. Había plantado, sembrado, podado, injertado. Había aprendido a reconocer, en cada hora del día, el canto de los pájaros. ¿Cómo podía, ahora, soñar con el caos y la devastación, desear la aniquilación de lo que tanto había amado?

Los obreros entraron en el jardín e hincaron unas estacas formando un rectángulo de veinte por cinco metros. Se movían con cuidado para no aplastar las flores con sus botas de goma, y ese esmero, conmovedor, aunque inútil, la emocionó. Hicieron una señal al conductor de la excavadora, que lanzó su cigarrillo por la ventanilla y arrancó el motor. Mathilde se sobresaltó y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, la enorme pala metálica se hundía en el suelo. La mano de un gigante penetraba en la tierra negra y liberaba un olor a musgo y a humus. Lo arrancaba todo mientras avanzaba, y, al cabo de varias horas, se formó un montículo muy alto de tierra y de rocas sobre el que yacían unos arbustos sin vida y unas flores decapitadas.

Esa mano de hierro era la de Amín. Fue lo que pensó Mathilde durante esa mañana que pasó, inmóvil, tras la ventana del salón. Se sorprendió de que su marido no hubiera deseado asistir a ese espectáculo y ver caer, uno a uno, los árboles y las plantas. Él había insistido en que el agujero solo se podía hacer allí. Que habría que cavar al pie de la casa, en la parte más soleada del terreno. Sí, donde estaban las lilas. Donde creció antaño ese híbrido que Aicha llamaba el limaranjo.

 

 

Al principio, él había dicho que no. Que no porque carecían de los medios necesarios. Porque el agua era un bien escaso que no podía desperdiciarse en actividades de ocio. Había dicho que no gritando porque odiaba la idea de mostrar ese espectáculo indecente ante unos campesinos pobres. ¿Qué pensarían de la educación que estaba dando a su hijo, del modo de comportarse de su esposa cuando la vieran nadando medio desnuda en una piscina? Lo identificarían con los antiguos colonos o los burgueses de costumbres decadentes que pululaban por el país y que exhibían, sin ningún pudor, su brillante éxito social.

Mathilde no renunció a su idea. Descartaba las negativas de él. Año tras año, volvía a la carga. Cada verano, cuando soplaba el chergui y el calor aplastante le destrozaba los nervios, dejaba caer otra vez la idea de la piscina, que ponía enfermo a su marido. Estaba convencida de que Amín no la entendía porque él no sabía nadar y tenía miedo al agua. Mathilde se volvía zalamera, dulce, le suplicaba. Mostrar el éxito social no era algo vergonzoso. Ellos no hacían daño a nadie, era legítimo disfrutar de la vida, puesto que habían entregado a la guerra sus mejores años y, luego, a la explotación de la hacienda. Ella quería esa piscina. La quería como compensación por sus sacrificios, por su soledad, por su juventud perdida. Pasaban de los cuarenta y no tenían nada que demostrar a nadie. Todos los agricultores de la región, es decir, los que vivían de manera moderna, se habían construido una. ¿Acaso él prefería que ella fuera a exhibirse a la piscina municipal?

Mathilde lo aduló. Alabó sus éxitos con las investigaciones sobre las variedades de olivos y las exportaciones de cítricos. Creyó que conseguiría convencerlo, estando ahí, junto a él, con las mejillas sonrosadas y ardiendo, el pelo pegado a las sienes por el sudor, las pantorrillas cubiertas de varices. Le recordó que todo lo que habían ganado era gracias al trabajo y empeño de ambos. Amín la corrigió: «Fui yo quien trabajó. Fui yo quien decidió cómo disponer de ese dinero».

Cuando dijo eso, Mathilde ni se enfadó ni lloró. Sonrío para sus adentros, pensando en todo lo que ella hacía por él, por la finca, por los obreros a los que dispensaba sus cuidados médicos. En el tiempo dedicado a criar a sus hijos, a acompañarlos a clases de música y de danza, a vigilar sus deberes escolares. Hacía varios años que Amín le había encargado llevar la contabilidad del negocio. Ella emitía las facturas, pagaba los salarios y a los proveedores. A veces, sí, a veces, falsificaba las cuentas. Modificaba una cantidad, se inventaba un obrero extra o un pedido inexistente. En un cajón del escritorio del que ella era la única en poseer la llave, ocultaba fajos de billetes enrollados y sujetos con un elástico. Llevaba tanto tiempo haciéndolo que ya no sentía vergüenza, ni siquiera miedo de ser descubierta. La suma iba en aumento, y consideraba que se merecía esa retención: era un impuesto para compensar sus humillaciones. Y para vengarse.

Mathilde había envejecido y, sin duda por su culpa, por culpa de Amín, aparentaba más edad. Tenía el cutis, constantemente expuesto al sol y al viento, muy curtido. La frente y las comisuras de los labios, cubiertas de arrugas. Incluso el color verde de sus ojos había perdido el brillo, como un vestido demasiado usado. Había engordado. Para provocar a su marido, un día muy caluroso, agarró una manguera de regar del jardín y, ante la criada y los obreros, se remojó de arriba a abajo. La ropa se le adhirió al cuerpo, marcando sus pezones rígidos y el vello del pubis. Ese día, los obreros rezaron al Señor, pasándose la lengua por los dientes ennegrecidos, para que Amín no enloqueciera. ¿Por qué haría algo así una mujer adulta? Pues a los niños sí se los remojaba a veces cuando estaban a punto de desmayarse, cuando el sol ardiente los hacía delirar. Se les pedía que cerraran bien los ojos y la boca pues si se tragaban el agua del pozo podían enfermar y morir. Mathilde era como los niños pequeños, y, al igual que ellos, jamás se cansaba de suplicar. Evocaba la felicidad de antaño, sus vacaciones en la playa en el bungaló de Dragan en Mehdía. ¿Acaso el propio Dragan no había construido una piscina en su casa de la ciudad? «¿Y por qué puede tenerla Corinne y yo no?», decía Mathilde.

Se convenció de que ese argumento fue el que hizo claudicar a Amín. Ella lo había dicho con la crueldad y la seguridad de un chantajista. Sospechaba que el año anterior su marido había mantenido una relación con Corinne durante varios meses. Estaba segura de ello, sin haber conseguido más pruebas que un rastro de perfume y un resto de carmín en sus camisas, esas señales vulgares y asquerosas que heredan las amas de casa. No, ella no tenía pruebas, y él jamás lo había confesado, pero saltaba a la vista: entre esos dos seres se consumía un fuego que no duraría, aunque habría que soportarlo. Mathilde había intentado, con torpeza, abrirse a Dragan. El doctor, que con el tiempo se había vuelto aún más bonachón y filósofo, sin embargo, fingió no entenderla. Se negó a ponerse de su lado, a rebajarse con esas mezquindades y a librar, junto con la ardorosa Mathilde, lo que él consideraba una batalla inútil. Ella no supo jamás cuánto tiempo había pasado Amín en los brazos de aquella mujer. Ignoraba si se trataba de amor, si se habían dicho palabras dulces o si, por el contrario —y entonces sería peor—, habían vivido una pasión silenciosa y física.

Con los años, Amín se había vuelto aún más apuesto. Las sienes habían emblanquecido, y se había dejado crecer un fino bigote entrecano que le hacía parecerse a Omar Sharif. Como los actores de cine, llevaba gafas de sol que casi nunca se quitaba. No solo estaba favorecido por el rostro bronceado, las mandíbulas cuadradas, los dientes blancos que mostraba las pocas veces en las que sonreía. La edad también le había permitido lucir su virilidad. Los gestos eran más libres; la voz, más profunda. Ahora, su rigidez se interpretaba como moderación, su aspecto serio se asemejaba al de esas fieras tumbadas en la arena, aparentemente impasibles, que de un salto se abaten sobre sus presas. Él no era por completo consciente de la seducción que ejercía. La descubría poco a poco, a medida que se desplegaba, ajena a él. En esa manera de ser, casi sorprendido de sí mismo, residía sin duda su éxito con las mujeres.

Amín había adquirido seguridad y se había enriquecido. Ya no pasaba las noches con los ojos abiertos, fijos en el techo, calculando sus deudas. Ya no se imaginaba su ruina inmediata, las privaciones que vivirían sus hijos, las humillaciones que padecerían. Amín dormía bien. No más pesadillas. En la ciudad se había convertido en una personalidad respetada. Ahora los invitaban a fiestas, querían conocerlos, codearse con ellos. En 1965, les propusieron hacerse socios del Rotary Club, y Mathilde supo que no era por ella, sino por su marido, y que las esposas de los socios habían influido en ese ofrecimiento. Amín, a pesar de ser una persona callada, estaba muy solicitado. Las mujeres lo invitaban a bailar, posaban su mejilla contra la suya, se llevaban las manos de él a las caderas y, aunque él no sabía qué decir, incluso si no sabía bailar, a veces pensaba que esa vida era posible, una vida tan ligera como el champán cuyo aroma despedían sus alientos. Mathilde odiaba la imagen que daba de sí misma en las fiestas a las que los invitaban. Notaba que hablaba demasiado, que bebía demasiado, y luego se pasaba días enteros lamentando su comportamiento. Se imaginaba que la juzgaban, que la encontraban idiota e inútil, que la despreciaban por desentenderse de las infidelidades de su marido.

Si los miembros del Rotary insistieron, si se mostraron tan amables, tan atentos con Amín, era también por ser marroquí y porque el club quería demostrar, al integrar a árabes entre sus miembros, que el tiempo de la colonización, el tiempo de las vidas paralelas, se había acabado. Por supuesto, muchos franceses se habían marchado del país durante el otoño de 1956, cuando la muchedumbre encolerizada había invadido las calles, presa de una locura sanguinaria. Habían incendiado la fábrica de ladrillos, asesinado a extranjeros en plena calle, y estos habían entendido que ya no estaban en su país. Algunos habían hecho rápidamente las maletas y abandonado tras ellos sus casas, cuyos muebles se llenaron de polvo antes de que las comprasen familias marroquíes. Algunos propietarios renunciaron a sus tierras y a los años de trabajo invertidos en ellas. Amín se preguntaba si los que se habían ido eran los más miedosos o los más lúcidos. Pero esa oleada de huidas fue un paréntesis. Un intento de reequilibrio antes de que la vida retomase su curso habitual. Más de diez años habían trascurrido desde la independencia, y Mathilde debía reconocer que Meknés no había cambiado tanto. Nadie se sabía los nuevos nombres de las calles, los nombres árabes, y la gente se seguía citando en la Avenue Paul-Doumer o en la Rue de Rennes, frente a la farmacia de Monsieur André. Entre los que se habían quedado estaban el notario, la dueña de la mercería, el peluquero y su esposa, los propietarios de la boutique de ropa de la avenida, el dentista, los médicos. Todos querían seguir disfrutando, con más discreción, quizá, con más moderación, de los placeres de esa ciudad florida y coqueta. No, no hubo una revolución, solo un cambio en el ambiente, una reserva, una ilusión de concordia y de igualdad. Durante las cenas del Rotary, en las mesas donde se mezclaban los burgueses marroquíes con los europeos, parecía que la colonización no había sido más que un malentendido, un error del que los franceses ahora se arrepentían y que los marroquíes fingían olvidar. Algunos insistían en decirlo: ellos jamás habían sido racistas y toda esa historia los había molestado enormemente. Juraban que ahora se sentían aliviados, que las cosas estaban claras y que respiraban mejor, ellos también, desde que la ciudad se había librado de la mala hierba. Los extranjeros medían mucho sus palabras. Si no se habían marchado era para no precipitar la ruina de un país que los necesitaba. Evidentemente, un día dejarían su sitio, se irían, y el farmacéutico, el dentista, el médico o el notario serían marroquíes. Mientras tanto, se quedaban para ser útiles. Además, no eran tan distintos de esos marroquíes sentados a sus mesas. De esos hombres elegantes y abiertos, esos coroneles o altos funcionarios cuyas esposas lucían vestidos occidentales o melena corta. No, no eran tan distintos de esos burgueses que dejaban que unos críos descalzos les llevasen la cesta de la compra en el mercado central, sin sentimiento de culpa, con toda naturalidad. De esos burgueses que se negaban a ceder a las súplicas de los mendigos, «pues son como esos perros a los que les echan comida debajo de la mesa, se acostumbran y pierden interés por esforzarse y trabajar». Los franceses jamás se hubieran atrevido a decir que les afligía que el pueblo fuera tan propenso a quejarse y mendigar. Jamás se hubieran atrevido, como hacían los marroquíes, a criticar la falta de honradez de las criadas, la pereza de los jardineros, el retraso de la gente humilde. Y se reían, quizá demasiado alto, cuando sus amigos meknesíes se desesperaban ante la perspectiva de construir un país moderno con una población de analfabetos. Esos marroquíes, en el fondo, eran iguales que ellos. Hablaban la misma lengua, veían el mundo del mismo modo. Costaba creer que un día fueron enemigos.

Amín, al principio, se mostró desconfiado. «Han cambiado de chaqueta», le decía a Mathilde. «Antes yo era el moro, el negro, y, ahora, que si Monsieur Belhach por aquí, que si Monsieur Belhach por allá.» Una noche, en una cena con baile en el restaurante La Hacienda, Mathilde comprendió que tenía razón. Monique, la mujer del peluquero, había bebido demasiado y, en medio de una conversación, soltó la palabra «morango». Enseguida se llevó las manos a los labios, arrepentida de que aquel insulto deshonroso hubiera salido de su boca, y soltó un largo «¡oh!», con los ojos abiertos como platos y las mejillas encendidas. Salvo Mathilde, nadie la había oído, pero Monique no dejaba de disculparse. Repetía: «Te lo aseguro, no era mi intención decir eso. No sé qué me ha pasado».

 

 

Mathilde no supo nunca con certeza qué fue lo que había convencido a Amín. En el mes de abril de 1968, él le anunció que se construiría la piscina. Después de excavar hubo que colocar un revestimiento de hormigón en las paredes e instalar un sistema de tuberías y de filtros. Amín supervisó las obras con gran autoridad. Ordenó instalar un bordillo de ladrillos de color ocre, y Mathilde tuvo que reconocer que le daban cierta elegancia al conjunto. Ambos asistieron al llenado. Mathilde se sentó sobre los ladrillos ardientes y observó cómo subía el nivel del agua, aguardando, con la impaciencia de una cría, que esta le mojara los tobillos desnudos.

Sí, Amín había cedido. En el fondo, él era el jefe, el patrón, el que daba de comer a los obreros de la finca, y ellos no tenían nada que opinar sobre su modo de vida. En el momento de la independencia, las mejores tierras seguían en manos de los franceses y la mayoría de los campesinos marroquíes vivían en la miseria. Desde el Protectorado, que había permitido realizar inmensos avances sanitarios, el crecimiento demográfico del país era galopante. En diez años de independencia, las tierras de los campesinos se habían ido parcelando hasta alcanzar unas superficies tan pequeñas que no podían vivir de sus cultivos. En 1962, Amín había comprado una parte de la propiedad de Mariani y las tierras de la viuda de Mercier, que se había mudado a la ciudad, a un piso sórdido cerca de la Place Poeymirau. Había adquirido también las máquinas, el ganado, las existencias en almacén, y, por un módico precio, alquilaba a algunas familias de obreros unas parcelas que regaban con agua de las acequias. En los alrededores, se comentaba que Amín era un patrón severo, obstinado, colérico, pero nadie ponía en duda su honradez y su sentido de la justicia. En 1964, disfrutó de importantes subvenciones de la Administración para regar una parte de su hacienda y comprar equipos modernos. Amín no dejaba de comentárselo a Mathilde: «Hassan II ha entendido que somos ante todo un país rural y que la agricultura es lo que requiere ayudas».

Cuando la piscina estuvo lista, Mathilde organizó una fiesta con sus nuevos amigos del Rotary Club. Durante una semana, preparó lo que ella llamaba su garden party. Contrató a unos camareros y alquiló, a una empresa de Meknés que organizaba banquetes, unas bandejas de plata, vajilla de Limoges y copas de champán. Mandó disponer las mesas en el jardín y, sobre ellas, jarroncitos con flores silvestres de la finca. Amapolas, pensamientos, ranúnculos de prado que los obreros cortaron esa misma mañana. Los invitados la elogiaron mucho. Las damas no dejaban de decir que todo les parecía «encantador, sencillamente encantador». Y los caballeros daban palmaditas en el hombro a Amín, admirando la piscina: «¡Qué éxito, Belhach, qué éxito!». El mechui fue recibido con aplausos, y Mathilde insistió en que los invitados comieran con las manos, «al estilo marroquí». Todos se lanzaron hacia el cordero asado, levantando la piel crujiente y hundiendo los dedos en la carne, arrancando trozos tiernos y grasientos que untaban en sal y comino.

La comida duró hasta media tarde. El alcohol, el calor, el dulce chapoteo del agua los habían distendido. Dragan movía ligeramente la cabeza, con los ojos entornados. Una nube de libélulas rojas sobrevolaba la superficie de la piscina.

«Esta casa es un auténtico paraíso», comentó, alegre, Michel Cournaud. «Ahora bien, ten cuidado, querido Amín. Más vale que el rey no pase por aquí. ¿A que no sabéis lo que me han contado?»

Cournaud tenía una barriga tan gruesa como la de una mujer embarazada, se sentaba con las piernas separadas y las manos sobre la tripa. Su rostro, colorado y congestionado, era muy expresivo, y sus pequeños ojos verdes habían conservado algo de la infancia: una picardía, una curiosidad que le daban un aspecto entrañable. Bajo el toldo naranja que Mathilde había mandado instalar, la piel de Cournaud parecía aún más encarnada, y Amín, que en esos momentos lo observaba, pensó que su nuevo amigo estaba a punto de explotar. Trabajaba en la Cámara de Comercio y conocía a mucha gente en el mundo de los negocios. Dividía el tiempo entre Meknés y la capital. En el Rotary Club lo apreciaban por su humor y por su talento para contar historias sobre la Corte y las intrigas que allí se gestaban. Repartía cotilleos como quien reparte golosinas a unos niños hambrientos. En Meknés nunca ocurría nada, o casi nada. La buena sociedad se sentía aislada del mundo, confinada en un modo de vida provinciano y aburrido. Ignoraba, en realidad, lo que se tramaba en las grandes ciudades de la costa, donde se decidía el futuro del país. Los meknesíes debían contentarse con los comunicados oficiales y los rumores que corrían sobre los complots, los motines, la desaparición de Mehdi Ben Barka en París o de otros opositores cuyos nombres jamás se pronunciaban en voz alta. La mayoría de ellos ni siquiera sabían que el país vivía desde hacía tres años bajo el estado de excepción, que el Parlamento había sido disuelto y que la Constitución no se aplicaba por el momento. Sin duda, nadie ignoraba que los inicios del reinado de Hassan II habían sido difíciles y que la oposición era cada vez más radical. ¿Pero quién podía afirmar estar en posesión de la verdad? El centro del poder era un lugar remoto y opaco que suscitaba a la vez temor y fascinación. A las mujeres, sobre todo, les gustaba escuchar las historias sobre el harén, donde se decía que el rey tenía encerradas cerca de treinta concubinas. Se imaginaban que en el recinto del mechuar se organizaban fiestas dignas de las mejores películas de romanos de Hollywood, y que el champán y el whisky corrían a raudales en el palacio del descendiente del Profeta. Ese era el tipo de historias que Cournaud servía a los invitados.

Intentó acercarse a la mesa y se puso a hablar en un tono conspirador. Los comensales lo escuchaban, salvo Dragan, que se había quedado dormido y los labios le vibraban suavemente. «No os lo creeréis. Hace unas semanas el rey pasó en coche delante de una finca con muy buena pinta. Creo que era en el Gharb. En fin, no sé dónde. Total, que le gustó. Pidió visitar la explotación agrícola, conocer al dueño. Y hete aquí que, en menos que canta un gallo, se la compró a un precio fijado por él. El pobre propietario no pudo decir ni mu.»

A diferencia de los demás que lo estaban escuchando, Amín no se rio. No le gustaba que difundieran cotilleos, que se hablara mal de este monarca que, desde su ascensión al trono en 1961, había convertido el desarrollo de la agricultura en la prioridad del país.

«—Son habladurías —dijo—. Rumores malintencionados, inventados de la nada por los envidiosos. La verdad es que el rey es el único que ha entendido que Marruecos se podía convertir en la nueva California. En lugar de soltar mentiras, esa gente debería alegrarse de la política de construcción de pantanos, del programa de riego que permitirá a los campesinos vivir de su trabajo.

—No te hagas ilusiones —lo interrumpió Cournaud—. Por lo que sé, este joven rey se dedica sobre todos a largas noches de zambras que organiza en el palacio y a sus partidas de golf. No quisiera decepcionarte, querido Amín, pero su amor por los fellahs es un engaño. Una ruin maniobra política para ganarse los favores de los infelices campesinos. Si fuera de buena fe, ya habría lanzado una verdadera reforma agraria, habría dado tierras a esos millones de campesinos que no tienen nada. En Rabat, saben muy bien que nunca habrá bastante tierra para todos.

—¿Qué te crees? —le dijo Amín, indignado—. ¿Que el poder iba a nacionalizar de golpe todas las tierras coloniales y arruinar al país? Si entendieras algo sobre mi trabajo, te darías cuenta de que el Palacio tiene razón en actuar poco a poco. ¿Que en Rabat lo saben muy bien? Claro que saben que nuestro potencial agrícola es inmenso. La producción de cereales no cesa de aumentar. Yo mismo exporto el doble de cítricos que hace diez años.

—Pues ándate con cuidado. Pronto vendrán a coger tus tierras para distribuirlas a los fellahs que no tienen.

—No me molesta que enriquezcan a los pobres. Pero que no lo hagan a costa de gente como yo, que ha construido explotaciones viables tras muchos años de trabajo. El rey lo sabe. Los campesinos son, y seguirán siendo, los mejores defensores del trono.

—¡Pues que Dios te oiga, como se suele decir! —continuó Cournaud—. Aunque, si quieres saber mi opinión, al rey solo le interesan los chanchullos. Deja la economía en manos de los grandes burgueses, que se enriquecen gracias a él y van diciendo por donde pasan que en Marruecos solo cuenta el rey.»

Amín se aclaró la garganta. Se quedó mirando unos instantes el rostro sofocado de Cournaud, sus manos cubiertas de vello, y le entraron ganas de abrocharle el primer botón de la camisa para verlo asfixiarse.

«Pues tú sí que deberías tener cuidado con lo que dices. Podrían expulsarte por hacer semejantes declaraciones.»

Cournaud estiró las piernas. Parecía a punto de resbalarse de la silla y derrumbarse en el suelo. Una sonrisa forzada se le había helado en el rostro.

«—No pretendía ofenderte —se disculpó.

—No me has ofendido. Te lo digo por tu bien. Dices una y otra vez que conoces este país, que este es tu hogar. Entonces deberías saber que aquí no se puede decir cualquier cosa.»

 

 

Al día siguiente, Amín colgó en una pared de su despacho una fotografía con un marco dorado. Una imagen en blanco y negro, donde Hassan II, en una actitud seria y vestido con un traje de paño, observa el horizonte. La colgó entre una lámina de agronomía sobre el podado de la viña y un artículo de una revista sobre su hacienda que describía a Amín como pionero del cultivo del olivo. Pensó que el retrato infundiría respeto a la hora de recibir a clientes y proveedores, o a sus obreros, cuando entraran a quejarse. Estos se pasaban el tiempo lamentándose, apoyando sus manos grasientas sobre el escritorio y con los rostros arrugados cubiertos de lágrimas. Se quejaban de la miseria. Miraban hacia fuera a través de la puerta acristalada, parecían insinuar que Amín, en cambio, era un afortunado. Él no podía comprender la condición de un simple obrero, de un pobre campesino, que solo cuenta con una parcela minúscula de tierra árida y dos gallinas para alimentar a su familia. Reclamaban un anticipo, un préstamo, una recomendación, y Amín se los negaba. Les decía que se calmaran, que tuvieran ánimo, igual que lo había tenido él en sus inicios con la explotación de la finca. «¿De dónde creéis que he sacado todo esto?», les preguntaba, tendiendo el brazo. «¿Acaso os imagináis que ha sido la suerte? No, no ha sido la suerte.» Lanzó una mirada al retrato del monarca y consideró que el país esperaba demasiado del majzén1 y de los poderosos. Lo que el rey quería eran trabajadores, campesinos orgullosos, marroquíes satisfechos de su independencia con tanto esfuerzo lograda.

Su hacienda crecía, y se vio obligado a contratar a más obreros para trabajar en los invernaderos y en la cosecha de la aceituna. Envió a Murad a los aduares cercanos e incluso hasta Azrú e Ifrán. El capataz regresó de allí con una cuadrilla de muchachos desnutridos que solo habían conocido los campos de cebolla y no encontraban trabajo. Amín les preguntó qué sabían hacer. Les enseñó los invernaderos, los cobertizos, les explicó el funcionamiento de la almazara. Los chicos lo seguían, silenciosos y dóciles. Lo único que preguntaron fue cuánto iban a cobrar. Dos de ellos querían anticipos, y los demás, envalentonados por esa iniciativa, dijeron que ellos también los necesitaban. Amín jamás se quejó del trabajo de esos jóvenes obreros que se presentaban al alba y se agotaban en las faenas del campo, bajo la lluvia o el sol ardiente. Pero, al cabo de unos meses, algunos no volvían. En cuanto cobraban su paga, ya no se los veía. No intentaban instalarse en la región, fundar una familia, ganarse el respeto del patrón para conseguir un aumento de sueldo. Solo tenían una idea en la cabeza: reunir un poco de dinero y huir del campo y de su miseria. Las chozas, el olor a excrementos de gallina, la angustia de los inviernos sin lluvia y las mujeres que morían de parto. Durante las jornadas que pasaban bajo los olivos, sacudiendo las ramas para que las aceitunas cayeran sobre las redes, murmuraban sus sueños de partir a Casablanca o a Rabat, a la periferia de esas ciudades, a los barrios de chabolas donde tenían todos algún tío, un primo o un hermano mayor que había salido de allí para hacer fortuna en la ciudad y que seguía sin dar noticias.

Amín los observaba. Notó en sus ojos una impaciencia, una rabia que jamás había visto, y se asustó. Esos chicos maldecían la tierra. Odiaban esas tareas a las que se sometían a su pesar. Amín pensó que su misión ya no era solo cultivar árboles y cosechar sus frutos, sino retener a esos hombres. Ahora, todos querían vivir en la ciudad. La ciudad, pensamiento abstracto e insistente, los obsesionaba; esa ciudad de la que a menudo no sabían nada. Esa ciudad que avanzaba, como un animal reptante, una amenaza. Cada semana parecía que se acercaba más y sus luces comían el campo. La ciudad estaba viva. Palpitaba, se aproximaba y acarreaba rumores y sueños maléficos. Amín a veces pensaba que un mundo, o, al menos, una forma de ver el mundo, estaba desapareciendo. Incluso los granjeros querían ser burgueses. Los nuevos terratenientes, nacidos de la independencia, hablaban de dinero como los empresarios industriales. No sabían nada del fango, de las heladas, de las madrugadas de color violeta en las que uno camina entre las hileras de almendros, y la alegría de vivir en medio de la naturaleza parece tan evidente como la propia respiración. No sabían nada de los desengaños que procura la meteorología ni de la tenacidad y el optimismo necesarios para seguir confiando en las estaciones. No, ellos se contentaban con recorrer en coche sus propiedades para enseñárselas a unos visitantes encantados, para presumir de ellas, sin enterarse de nada. Amín sentía desprecio hacia esos granjeros de pacotilla que contrataban a capataces y preferían vivir en la ciudad, tener relaciones sociales, codearse con gente importante. En este país que había vivido de la tierra y de la guerra durante siglos, ya solo se hablaba de la ciudad y del progreso.

Amín empezó a odiar la ciudad. Esas luces amarillas, esas aceras sucias, esas tiendas con olor a cerrado y esos grandes bulevares por donde los chicos caminaban sin objetivo alguno, con las manos en los bolsillos para disimular alguna erección. La ciudad y las fauces de sus cafés, que engullían la virtud de las jóvenes y la fuerza de trabajo de los hombres. La ciudad, donde se malgastaban las noches en bailes. ¿Desde cuándo los hombres tenían esa necesidad de bailar? ¿Acaso no era una tontería, una ridiculez, ese afán por la diversión que se había apoderado de todos?, se preguntaba Amín. En realidad, él no sabía nada de las grandes ciudades, y la última vez que había estado en Casablanca, los franceses aún dirigían el país. Tampoco entendía mucho de política y no perdía el tiempo leyendo la prensa. Lo que sabía se lo debía a su hermano Omar, que vivía ahora en aquella ciudad y trabajaba para los servicios de inteligencia. A veces iba a pasar el domingo a la finca, donde todos, tanto los empleados como Mathilde y Selim, lo temían. Había adelgazado mucho y estaba mal de salud. Tenía el rostro y los brazos cubiertos de placas. Y en el cuello, en su largo cuello descarnado, la nuez se le movía como si no lograra tragar saliva. Debido a sus problemas de visión, no conducía, y pedía a su chófer, Brahim, que lo dejara en la entrada de la hacienda. Los obreros se lanzaban entonces sobre el lujoso automóvil, y Brahim se veía obligado a espantarlos a gritos. Omar ocupaba un puesto importante sobre el cual no se detenía en dar detalles. No decía nada sobre sus misiones y solo en una ocasión comentó a su hermano que colaboraba con el Mossad y que había estado en Israel, «donde las plantaciones de naranjos no tienen nada que envidiar a las nuestras». Respondía con vaguedades a las preguntas de Amín. Sí, había impedido algunos complots contra el rey y procedido a muchas detenciones. Sí, en este país, los barrios de chabolas, las universidades, las populosas medinas acogían a una multitud de descerebrados y de asesinos que llamaban a la revolución. «Marx o Nitcha», mascullaba, refiriéndose a Nietzsche y al padre del comunismo. Evocaba con nostalgia los tiempos de la lucha por la independencia, cuando todos estaban unidos por un mismo ideal y por un nacionalismo que, según él, debería reactivarse. Omar acabó convenciendo a Amín. Las ciudades eran peligrosas y estaban llenas de mala gente. El rey tenía razón en preferir a los campesinos antes que a los proletarios.

En mayo de 1968, Amín escuchaba todas las noches en la radio las noticias sobre los acontecimientos que ocurrían en Francia. Estaba preocupado por su hija, a la que hacía más de cuatro años que no veía, pues estudiaba Medicina en Estrasburgo. No pensaba que pudiera dejarse influir por sus compañeros, porque ella se parecía a él, era perseverante y callada, y se centraría exclusivamente en los estudios. Sin embargo, temía por su niña, su pequeña, su orgullo y su alegría, perdida allí en medio del caos. No se lo contaba a nadie: si había aceptado construir la piscina había sido por Aicha. Para que se sintiera orgullosa de él, para que no se avergonzara, ella, la futura doctora, de invitar algún día a sus amigos a la finca. No alardeaba de los éxitos de su hija. A Mathilde le decía secamente: «No te imaginas hasta dónde llega la envidia de las personas. Estarían dispuestos a volverse tuertos con tal de que nosotros fuéramos ciegos». Por su hija, por su niña, él se convertía en otra persona. Ella lo elevaba, lo arrancaba de la miseria, de la mediocridad. Cuando pensaba en ella, lo embargaba una intensa emoción, como una quemadura en el pecho que le obligaba a abrir mucho la boca e inspirar hondo. Era la primera de su familia en estudiar una carrera universitaria. Por muy atrás que se remontara en el árbol genealógico, no encontraba a nadie que supiera tanto como ella. Todos habían vivido en la ignorancia, en una especie de oscuridad y de sumisión a los otros o al destino. No habían conocido más que una vida de inmediatez, una vida donde únicamente podías constatar y padecer los hechos. Se habían arrodillado ante reyes e imanes, ante patrones y coroneles del ejército. Amín sentía, que desde que existían los Belhach, desde sus remotos orígenes, sus vidas se habían sucedido sin ninguna trascendencia, unas vidas en las que se transmitían conocimientos toscos o verdades de sentido común, nada que pudiera encontrarse en los libros que leía su hija. En el otoño de sus vidas, todo lo que habían aprendido procedía de la experiencia práctica del mundo.

Pidió a Mathilde que escribiera a Aicha para que regresara a casa lo antes posible. Los exámenes habían sido aplazados y ella no pintaba nada en aquel país donde todo se estaba derrumbando. Su niña regresaría pronto y caminaría con ella por los campos de melocotoneros y las hileras de almendros. De pequeña, ella era capaz de designar, sin equivocarse nunca, aquel árbol que daba frutos amargos. Él siempre se había negado a cortar esos árboles, a librarse de ellos. Decía que había que darles una oportunidad, esperar otra floración, mantener la esperanza. La niña de antaño, la niña de melena crespa, se había convertido en una doctora. Tenía un pasaporte, hablaba inglés, y, pasara lo que pasara, llevaría una vida mejor que la de su madre y no se la pasaría mendigando. Aicha construiría piscinas para sus hijos. Ella sí que sabría lo que es el dinero que tanto cuesta ganar.

 

 

Selim salió del liceo al finalizar las clases y aparcó su motocicleta delante del club de natación. Al entrar en los vestuarios, un grupo de chicos desnudos jugaban a pegarse con las toallas. Reconoció a algunos de ellos, compañeros del último curso de secundaria en los jesuitas. Los saludó, se dirigió a su taquilla y se desvistió despacio. Hizo una bola con los calcetines, dobló el pantalón y la camisa, colgó el cinturón de una percha. Luego se quedó en calzoncillos delante del espejo. Desde hacía un tiempo, le parecía que aquel cuerpo ya no era el suyo. Se había mudado al cuerpo de otra persona, un desconocido del que no sabía nada. Un vello rubio le cubría el torso, las piernas y los pies. Gracias a la natación, que practicaba con regularidad, se le habían desarrollado los pectorales. Cada vez se parecía más a su madre, y ahora le sacaba casi diez centímetros de estatura. De ella había heredado el pelo rubio, los hombros anchos y la afición por la actividad física. Le incomodaba ese parecido, le molestaba como una prenda que le quedase demasiado ajustada y no pudiera desprenderse de ella. En el espejo, reconocía la sonrisa de su madre, el trazado de la barbilla, y tenía la impresión de que Mathilde se había apoderado de él, que lo había embrujado. Jamás podría separarse de ella.

No solo su cuerpo había cambiado de aspecto. Ahora le imponía unos deseos, unas pulsiones, unos dolores insospechados. Sus sueños eran ajenos a la serenidad de su infancia, eran como un veneno que penetraba en él y lo intoxicaba durante días. Sí, era alto y fuerte, aunque ese cuerpo de hombre se lo había ganado a costa de sacrificar su tranquilidad. Sentía dentro un constante desasosiego. Su cuerpo se turbaba por cualquier cosa. Se le humedecían las manos, tenía escalofríos en la nuca, el sexo se le endurecía. Su crecimiento no le pareció un triunfo, sino una devastación.

A los obreros les gustaba gastar bromas a Selim cuando era pequeño. Corrían tras él en los campos, se reían de la delgadez de sus piernas, de su piel blanca que enseguida enrojecía con el sol. Lo llamaban el Crío, el Renacuajo y, a veces, incluso, el Alemán, para hacerlo rabiar. Era un niño como los demás y se unía a sus juegos sin que nadie hiciera distinciones. Le pegaban los piojos al juntar su pelo rubio con las greñas de los niños que pastoreaban el ganado. Había cogido la sarna, le había mordido un perro y había jugado con los chiquillos de los alrededores a juegos obscenos. Los obreros y obreras le dejaban compartir con ellos las comidas y jamás pensaron que no fueran lo suficientemente buenas para el hijo del patrón. Un niño solo necesita para crecer pan, aceite de oliva y té caliente bien azucarado. Las mujeres le pellizcaban las mejillas y se extasiaban ante su belleza. «Tú podrías ser amazigh. Un auténtico rifeño, de ojos verdes y con pecas.» Es decir, un niño de fuera, no de aquí, es lo que Selim entendía.

Unos meses antes, por primera vez, un obrero se había dirigido a él llamándolo Sidi, tratándolo con una deferencia que no esperaba. Se había quedado estupefacto. En ese momento no supo si sentía orgullo por que lo llamara «señor», o, por el contrario, cierta incomodidad, una sensación de impostura. Un día eras un crío. Y al día siguiente te convertías en un hombre. Oía decir: «Un hombre no hace esto», o bien: «Ya eres un hombre, pórtate como tal». Había sido pequeño, y ahora ya no lo era, así, con semejante brutalidad, sin ninguna explicación. Lo habían expulsado del mundo de las caricias, de las dulces palabras, de la indulgencia, para arrojarlo, sin miramientos, sin aclararle nada, a la vida de los hombres. En este país, la adolescencia no existía. No había tiempo ni espacio para las tergiversaciones de esa edad indecisa, de ese limbo de oscuridad y titubeo. Esta sociedad odiaba cualquier forma de ambigüedad y consideraba a los futuros adultos con desconfianza, confundiéndolos con esos horrorosos faunos de la mitología, con pezuñas de macho cabrío y torso de muchacho.

Cuando los vestuarios se vaciaron al fin, Selim se quitó los calzoncillos y, de la bolsa de deportes, sacó el bañador azul celeste que su madre le había regalado. Mientras se lo estaba poniendo, pensó que nunca había visto el miembro de su padre. Ese pensamiento lo hizo ruborizarse y le ardió el rostro. ¿Cómo sería su padre desnudo? De pequeños, Amín los llevaba a veces a la playa, al bungaló del doctor Palosi y de su mujer Corinne. Con el tiempo había adquirido la costumbre de dejarlos allí y regresar tres semanas después a por ellos. Nunca bajaba a la orilla ni se ponía en bañador. Alegaba que tenía mucho trabajo y que las vacaciones eran un lujo que él no se podía permitir. Pero Selim había oído comentar a Mathilde que a Amín le daba miedo el agua y, si los dejaba solos, disfrutando de las alegrías del verano, era porque no sabía nadar.

La alegría. Las vacaciones. Del mismo modo que ignoraba cómo era el miembro de su padre, tampoco recordaba haberlo visto disfrutar de momentos de ocio, de juegos, de distensión, de risas o incluso de echarse una siesta. Su padre no cesaba de criticar a los perezosos, a los flojos, a los inútiles que desconocían el valor del trabajo y perdían el tiempo lamentándose. Encontraba ridícula la pasión de Selim por el deporte: la natación y los partidos de fútbol que jugaba todos los fines de semana con su equipo. Desde que tuvo uso de razón, a Selim le parecía que su padre siempre le había dirigido una mirada de reproche.

Su padre lo dejaba helado, petrificado. Le bastaba con saber que Amín andaba por allí, que estaba cerca, para dejar de ser él mismo. A decir verdad, toda la sociedad le causaba el mismo efecto. El mundo en el que vivía tenía la mirada de su padre, y le parecía imposible ser libre. Ese universo estaba lleno de padres a los que debía mostrar respeto: Dios, el rey, los militares, los héroes de la independencia y los trabajadores. Normalmente, cuando te encontrabas con alguien, en lugar de interesarse por saber tu nombre, te preguntaba: «¿De quién eres hijo?».

Con el paso del tiempo, cada vez era más evidente que él no sería como su padre, un campesino, y se sintió algo menos hijo de Amín. A veces pensaba en esos artesanos de las callejuelas de la medina y en los jóvenes aprendices que se formaban en sus tiendecitas, situadas en desnivel respecto de la calle. Esos aprendices de caldereros, tejedores, bordadores y carpinteros que establecían con sus maestros unas relaciones llenas de respeto y gratitud. El mundo funcionaba así: los mayores transmitían su arte a los más jóvenes, y el pasado podía seguir animando el presente. Por ello, debías besar el hombro o la mano de tu padre y mostrarle una sumisión absoluta. Solo te liberabas de esa deuda el día en que tú mismo te convertías en padre y en dominador. La vida se parecía a la ceremonia de vasallaje en la que los dignatarios del reino, los jefes de las cabilas, todos los hombres, orgullosos y engalanados con sus chilabas y capas blancas, besaban la mano del soberano.

En el club de natación, su entrenador le había dicho que podría convertirse en un gran campeón si se lo proponía. Pero no tenía la menor idea del tipo de hombre que sería. No le gustaba estudiar. Sus profesores, que eran jesuitas, criticaban severamente su pereza y su indolencia. No es que se comportara mal: no daba malas contestaciones a los adultos y agachaba la cabeza cuando los profesores le devolvían, descontentos, sus exámenes con unas notas mediocres. Pero sentía que él no estaba en el mundo, en el lugar, que le correspondía. Era como si alguien se hubiera equivocado y lo hubiera depositado allí, en esa ciudad aburrida y estúpida, en medio de unos pequeñoburgueses de mentalidad estrecha. La escuela fue para él un suplicio. Siempre le costó concentrarse en sus libros y cuadernos. La imaginación se le iba lejos, hacia los árboles del patio, las partículas de polvo que flotaban en un rayo de sol, el rostro de una chica que le sonreía a través de la ventana. De pequeño, las clases de Matemáticas habían sido un martirio. No entendía nada. Todo se mezclaba en un magma informe, y le entraban ganas de gritar. Cuando el profesor le hacía preguntas, tartamudeaba, y las risas de los demás alumnos sepultaban su voz. Su madre había leído libros sobre el tema, incluso quiso consultar a los médicos. Desde siempre, Selim se sintió tenso, acongojado, impedido. Con la impresión de vivir en esas celdas de tortura donde los presos no se pueden poner de pie ni tenderse en el suelo.

En la piscina hallaba cierta serenidad. Debía agotar su cuerpo. Inmerso en el agua, aunque su objetivo no fuera otro que el de respirar bien y nadar deprisa, aprovechaba para repasar sus pensamientos. Como si, por fin, encontrara el pulso y el ritmo adecuados, la armonía entre su cuerpo y su alma. Ese día, mientras hacía los largos, bajo la supervisión de su entrenador, su mente se puso a divagar. Se preguntó si sus padres se querrían. Jamás los había oído decirse palabras cariñosas, jamás los había visto darse un beso. A veces, pasaban días sin hablarse, y podía sentir que un torrente de odio y de reproches circulaba entre ellos. Mathilde, en sus ataques de ira o de tristeza, se olvidaba de cualquier pudor o moderación. Usaba palabras vulgares, gritaba, y Amín la conminaba a callarse. Ella le echaba en cara sus traiciones, sus infidelidades, y Selim, aunque era un adolescente, había entendido que su padre iba con otras mujeres y que Mathilde, cuyos ojos estaban siempre enrojecidos por el llanto, era infeliz. Volvió a pensar en la imagen del miembro de Amín, y fue tan sorprendente que perdió el ritmo y el entrenador lo increpó.