6,99 €
María Belén, madre, pastelera, comunicadora digital independiente y escritora compulsiva, se lanza al mundo del amor moderno a través de Tinder. Entre citas fallidas, amores fugaces, llantos, risas y una buena dosis de ironía, nos comparte su historia con una honestidad brutal y una sensibilidad luminosa. Mientras navega el mundo de las apps, también transita algo mucho más profundo: el desafío emocional de maternar a la distancia. Porque detrás de cada historia contada, también late el amor más grande de su vida: su hijo Anthony. Esta es una travesía emocional y divertida por el universo de las citas, pero también una celebración del deseo, la libertad, el amor propio y la magia de reinventarse sin dramas ni excusas. Una historia real, cercana y adictiva, como una charla sin filtros con una amiga que se anima a contar todo eso que muchos piensan, pero pocos dicen.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 291
Veröffentlichungsjahr: 2025
MARÍA BELÉN GARCÍA FERNÁNDEZ
García Fernández, María Belén Mis 1000 citas de Tinder / María Belén García Fernández. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6573-0
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
CAPÍTULO 1: PRESENTACIÓN
CAPÍTULO 2: “CLUB UNIVERSITARIO, MAMÁ Y PAPÁ”
CAPÍTULO 3: ANTHONY
CAPÍTULO 4: AMARME
CAPÍTULO 5: POZO DE LOS DESEOS
CAPÍTULO 6: ALEJO, MIS 17 Y MI PRIMERA VEZ
CAPÍTULO 7: ANTES DEL MATCH
CAPÍTULO 8: BUENAS, LLEGUÉ BUENOS AIRES
CAPÍTULO 9: UNA HISTORIA DE AMOR POR DÍA (GRACIAS, TINDER)
CAPÍTULO 10: SÍNDROME DEL ATRACÓN
CAPÍTULO 11: LUCIO SK8
CAPÍTULO 12: JUAN JUAN – FIESTA DEL TERNERO EN AYACUCHO
CAPÍTULO 13: CUANDO CONTRATÉ A UN HACKER
CAPÍTULO 14: .+.+.+ PANZER +.+.+.
CAPÍTULO 15: MARTÍN, OTRO MARTÍN Y UNA NOCHE HOSPITALIZADA
CAPÍTULO 16: MEMO
CAPÍTULO 17: BRIAN
CAPÍTULO 18: DE ESCUCHAR BERRINCHES A ESCRIBIR MI LIBRO
CAPÍTULO 19: RED FLAG
CAPÍTULO 20: ATRACÓN DE HOMBRES
CAPÍTULO 21: AYUNO INTERMITENTE
CAPÍTULO 22: NUESTRA MEJOR VERSIÓN NO SE IMPROVISA
CAPÍTULO 23: ESE MARZO DE 2023
CAPÍTULO 24: OUTLET
CAPÍTULO 25: MIS 30, SORPRESA POR DOS
CAPÍTULO 26: GRACIAS CIRUJANO
CAPÍTULO 27: COPY
CAPÍTULO 28: EL ALGORITMO DEL LEVANTE
CAPÍTULO 29: MIS TATUAJES
CAPÍTULO 30: MIS ABUELAS
CAPÍTULO 31: LO DI TODO Y ME ECHARON. FIRMA: ANTONIO LUQUÍN
CAPÍTULO 32: ANÉCDOTAS AMISTOSAS
CAPÍTULO 33: JUAN IGNACIO
CAPÍTULO 34: FUI DE LAS QUE GRABABAN CASETES
CAPÍTULO 35: MUDANZAS AL MOMENTO 16
CAPÍTULO 36: ¿QUÉ ESTÁS BUSCANDO ACÁ?
CAPÍTULO 37: “TE BLOQUEO PORQUE ME AMO”
CAPÍTULO 38: “EL RINGTONE DE PAVLOV
CAPÍTULO 39: “ME TENGO A MÍ”
CAPÍTULO 40: MODO AVIÓN
CAPÍTULO 41: “NO ES AMOR SI TE APAGA”
CAPÍTULO 42: JUST DO IT (AUNQUE HAYA TRABAJADO EN ADIDAS)
CAPÍTULO 43: COMO LA CANCIÓN DE CHIQUITITAS: ESTOY ENAMORADA DE TODOS
Agradecimientos
Sentada en mi hermosísimo departamento.
Les cuento que soy Bel, tengo 41 años, soy de Cáncer, nací en Bahía Blanca, pero ya hace años vivo en Capital.
Al comienzo de mi vida (hasta mis 18 años), viví en Punta Alta. En medio de eso también viví en Tandil (donde estudié teatro, en la UNCPBA que queda en una esquina, ¡qué lindo que es Tandil!, ¿eh?).
En 2019 falleció mi papá, Daniel. En esta parte no me voy a poner toda cursi, pero sí: me marcó la vida, ese señor. Lo extraño. Lo extraño cuando me decía “Hola, Belu hermosa”, cuando me llevaba en auto e íbamos charlando. Sus asados. Algunas charlas no las extraño tanto.
Pero él nos obligó a estar en comunicación. A llevarnos bien, los hermanos. Se enojaba sí, ponele, no respondías en el grupo de WhatsApp que teníamos los hogareños. De hecho, lo seguimos teniendo: el grupo con mis hermanos, mi mamá y Anthony.
Ese mismo año, 2019, unos meses después de que falleció mi papá, nos fuimos a vivir con mi hijo, el papá de mi hijo y yo, a Ciudad de México. Nos agarró la pandemia. Me separé en enero de 2022 y regresé a Bahía Blanca.
Antes de seguir, necesito aclarar que estoy haciendo un esfuerzo grande en escribir el libro de manera natural y genuina. Por ende, no sé hasta dónde esto se vaya a entender.
Pero tengo pensado ser fiel a mí.
A mi autenticidad.
Durante 13 años escribí día por día en un diario, más bien agenda.
Escribí de enero del 99 a diciembre del 2013.
Dejé de escribir por problemas de inseguridad, retomando nuevamente mi escritura diaria en enero del 2022, en el mismo momento donde me regreso a Argentina, después de vivir dos años y medio en Ciudad de México.
Al día de hoy sigo con el mismo hábito que, creo yo, me acredita decir: soy escritora.
No sé si este libro es de autoayuda, aún no lo decidí.
Amo escribir todos los días.
Desde que mi mamá me compró una agenda Oshkosh transparente, con agua y estrellitas de colores, para mi viaje a Disney a mis 16 años, desde ese entonces siento la necesidad de dejar por escrito lo que voy viviendo día a día.
¿Eso me convierte en escritora, sí o no?
Yo voy a publicar este libro, me haré famosa.
Y luego, al morir, todas esas hojas escritas día a día valdrán oro.
Ayer mi amiga Emi (madrina de mi hijo) en un grupo de WhatsApp de tres integrantes. O sea, Emi, Jesi y yo.
Emilse:
—¿De qué se trata el libro?
Yo:
—Se trata de mí.
Jesi:
—¿Pero vos sos de Cáncer o de Leo?
Pues eso. Se trata de mí.
Tengo mucho por contar, si esto sirve para que practiques lectura o para que te inspires en ser tu mejor versión ya creo que no dependerá de mí.
Entonces, si comenzamos con la historia desde el comienzo:
Soy de Punta Alta, ciudad de unos 64.244 habitantes, a unos 29,7 kilómetros de Bahía Blanca.
Fui conscientemente buscada por mis padres, Candy y Daniel...
Ellos se conocieron una noche en el Club Universitario de Bahía Blanca.
Una noche mágica, claro está, ya que la historia es asombrosa en verdad.
Por lo cual pienso: si la noche en donde se conocieron y enamoraron mis padres fue tan mágicamente asombrosa como para querer compartirla con el resto del mundo, es normal que todo lo que continúa —(o sea, en este caso yo, fruto de esa unión)— también sea digno de publicar.
Mi madre, con su mejor amiga Mónica, salieron a bailar después de convencer a mi abuela, que no quería dar permiso porque era Día de Muertos.
Por otro lado, mi padre, con su mejor amigo Caco, también salió esa noche al mismo lugar.
En un momento de la noche, mi mamá decide ir sola al baño y, sin querer, se choca de espaldas con mi papá.
Ella, al oído, le pide permiso para pasar. Pero él, al escuchar la dulce voz de mi madre —sin haberle visto la cara, sin saber quién era— se enamoró. Así, de una.
En otro rincón del boliche, y aunque cueste creerlo, también se estaban conociendo Mónica y Caco.
Esa misma noche, en ese mismo lugar, nacieron dos historias de amor que después serían parte de mi historia: Mónica y Caco terminaron siendo mis padrinos.
El Club Universitario explotaba de gente. Era sábado, y al otro día se festejaba feriado, así que nadie se guardaba nada.
Entre tanta gente, entre tanto ruido, mi mamá y mi papá se encontraron.
Y también, como si fuera una película, la mejor amiga de mi mamá con el mejor amigo de mi papá.
Mónica y Caco se casaron y tuvieron dos hijos. Siguen juntos hasta el día de hoy.
Mi mamá y mi papá, también se casaron y tuvieron cuatro hijos.
María Belén, quien les habla (Cáncer).
María Nazaret, mi hermana, dos años menor que yo (Virgo).
Nahuel, mi hermano, seis años menor (Cáncer).
Y la más chiquitita, María Joaquina, doce años menor que yo (Escorpio).
Los cuatro hermanos.
Y, por supuesto, mamá (Aries) y papá (Géminis).
Esa era nuestra familia de seis, viviendo en Punta Alta, en un chalet de toda una esquina. Una casa de dos pisos, con patio, pileta y quincho. O sea… un lujo. Crecimos ahí, rodeados de espacio, juegos y calor de hogar. Fueron años hermosos, de esos que se graban en la memoria con luz cálida, como una película linda que uno quiere volver a ver.
Bueno… una película linda, sí, pero que cada tanto tenía sus escenas de película de terror, no te lo voy a negar.
Pero este libro no va tanto de eso.
Capaz más adelante me anime a escribir otro y cuente todo lo que pasó en esa casa.
Pero no sería ahora el momento.
Mi hijo vive con su padre en otro país. Eso sí que es algo fuera de lo común, ¿verdad?
Por eso voy a empezar contando todo desde el principio.
Con mi ex somos amigos desde los 14 años.
A los 29, nos reencontramos: los dos solteros, con ganas de ser padres. Él vivía en Buenos Aires y yo todavía en Punta.
Creo que más allá del enamoramiento, lo nuestro fue como uno de esos acuerdos tácitos, que no se hacen de forma consciente, pero que existen igual.
Nos vimos cuatro veces, y a la quinta ya me estaba mudando con él a Capital. Renuncié a la joyería y relojería donde trabajé dos años y medio, vendí todo, y empecé de cero con Seba.
Tiré mi currículum por todo el Shopping Abasto (vivíamos a dos cuadras en ese entonces), y me llamaron para trabajar en Folk, una tienda hermosa que vendía accesorios, ropa y otras cositas medio estilo India.
Ahí conocí a mis amigas que mencioné al comienzo del libro: Jesi y Emi.
Pero a los cuatro meses decidí volverme a mi ciudad. Seba andaba medio en una, y yo no me la banqué.
Volví a la casa de mi abuela en Bahía Blanca y conseguí trabajo en una joyería muy linda. Bueno, el lugar era lindo, pero la dueña y mis compañeras no tanto.
Después de un mes viviendo con mi abuela y trabajando en un ambiente que no me hacía bien, recibí un mensaje de Seba pidiéndome que volviera.
Obvio que volví.
Mi papá no estaba nada contento. De hecho, me llevó a la terminal casi sin hablarme. Después se le pasó.
Cuando regresé a Capital, conseguí trabajo en Adidas Originals, en el Shopping Abasto.
Pasé ahí unos cinco años increíbles. Me encantaba ir a trabajar, tanto por el excelente clima laboral como por los clientes y la mercadería. Todo era lindo en ese lugar.
Cuando llegué a Buenos Aires, primero vivíamos en Abasto, en el departamento de soltero de Seba. Pero a los pocos meses, la dueña nos avisó que no nos iba a renovar el contrato porque necesitaba el lugar. Me acuerdo de que fui al trabajo re preocupada, pensando: “¿Y ahora dónde vamos a alquilar?”. Y en eso, una compañera se me acerca y me dice: “Che, mirá, justo a la socia de mi papá le acaban de entregar un departamento a estrenar. Está en Villa Urquiza. Si te interesa, te paso el contacto. Es dueño directo”.
Y yo, como buena chica de pueblo y sin entender mucho, le dije: “Ay, mil gracias, pero estoy buscando algo más cerca, por esta zona, por Abasto”. En realidad, lo que me pasaba era que pensé que me estaba diciendo que el departamento quedaba en una villa.
Cuando llegué a casa y le conté a Sebastián, le dije toda ilusionada: “No sabés, una compañera me dijo que tenía un departamento a estrenar, dueño directo… pero es en una villa, en Villa Urquiza”.
Ahí nomás Sebastián me frenó: “Belén, por favor… ¡no es una villa! Villa Urquiza es un barrio re lindo. Decile que sí, ya mismo”.
En ese departamento nació Anthony. Pero, gracias a Dios —y gracias a mí—, pudimos acceder a uno nuevo con el Procrear. Habíamos conseguido este departamento, al que amo con todo mi corazón, pero nos faltaban un par de papeles de la inmobiliaria para poder firmar el contrato. Y el Banco Provincia no nos quería otorgar el crédito.
Ahí fue cuando hice lo que había que hacer: me largué a llorar, literal, delante del gerente del banco. Le expliqué todo, desde el principio. Y lo conseguí.
Renuncié a vivir este departamento, a este barrio hermoso y Adidas cuando, por trabajo de Seba, nos mudamos los tres a México.
Al comienzo de todo este proyecto de irnos del país, la idea era ir a España, pero finalmente el puesto que le ofrecieron a Seba fue en Ciudad de México.
Nunca logré adaptarme. A pesar de tener un currículum con cinco años de experiencia como asesora de ventas en Adidas, en México ni siquiera me llamaban para entrevistas.
Conseguir el permiso de trabajo me costó dinero y tiempo, y cuando por fin lo obtuve, empezó la pandemia.
Siempre supe que iba a ser madre. Lo decía y lo sentía con una certeza rara, de esas que no sabés si vienen de una corazonada, una visualización o una manifestación, pero que simplemente sabés. También sabía que mi hijo no iba a ser como cualquier otro. Algo especial iba a tener, aunque no podía explicarlo.
Hoy Anthony es un actorazo. Pero más allá de eso —porque tampoco quiero ponerme en plan de mamá babosa ni agrandada—, es mi hijo. Y punto. No vine a fanfarronear. Vine a contar la historia como es.
Desde que nació, Anthony llamaba la atención. Ya en el hospital, las enfermeras me decían lo increíblemente hermoso que era. Y no era solo por fuera —aunque sí, era precioso—, sino por la energía que tenía. Desde muy chiquito fue un nene súper carismático, social, bueno.
Me acuerdo de que cuando tenía apenas dos años, íbamos a la plaza y salía corriendo a saludar a todos. Literalmente a todos. Iba uno por uno: “Hola, yo soy Anthony. Hola”. Y así, saludaba a cada nene. Siempre fue así, mega sociable, con una luz especial que no sé bien cómo explicar.
Como todas las madres, yo también lo grababa en videos. Pero había algo distinto. Algo tenía. Cuando veía esas grabaciones, me daba cuenta: era muy genuino. No era solo ternura o gracia, era algo más. Algo que no se puede fingir.
Yo trabajaba full time en Adidas, hacía un horario largo, de 1 de la tarde a 10 de la noche. Pero tenía dos francos: lunes y martes. Esos días los aprovechaba a full con Anthony. Y también compartíamos las mañanas: yo estaba con él hasta el mediodía, que lo llevaba a la guardería, y de ahí me iba directo a trabajar.
Cuando nos fuimos a México, todo cambió. Compartíamos casi 24/7, porque justo nos tocó vivir la pandemia allá. Y si bien siempre tuvimos un vínculo hermoso y sano, Anthony nunca fue un nene mamero. Nunca.
No necesitaba adaptación para nada. Ni para el jardín, ni para ningún entorno nuevo. Con lo social que es, se integraba solo en todos lados. Le encantaba ir al jardín. ¿Qué adaptación ni qué adaptación? Entraba corriendo y ni me saludaba.
Fue en plena pandemia cuando arranqué con mi emprendimiento de postres: vendía tortas y delicias argentinas como alfajores, pastafrola, y otras dulzuras caseras.
Aparte de mi emprendimiento, también empecé a ejercer el rol de mánager de mi hijo, que en ese momento tenía 4 años y hoy en día es actor en series de plataformas como Netflix, Prime y más.
Todo comenzó gracias a una conocida que trabajaba haciendo publicidades. Ella lo conoció y me dijo: “Tiene perfil para ser niño de publicidad”.
Y, siendo sincera, era algo que yo había notado desde el día en que nació. Siempre supe que era un niño demasiado precioso —por fuera, sí— pero sobre todo por dentro, con ese carisma que no todos llevamos dentro.
Más allá de mis trabajos en México, la relación con Seba no estaba nada bien. La ciudad y el país no me gustaban, así que decidí regresar.
No fue fácil separarme de mi hijo, pero en ese momento mi mamá no estaba bien de salud, y sentí que era el momento de volver.
Hoy, pasados ya tres años, lo extraño muchísimo. Hace unos seis días estuve con él: lo fui a ver antes de que viajara a Guadalajara a grabar la tercera temporada de un éxito.
Y bueno… como dice Marian Rojas Estapé: haz de tu dolor un propósito. Siento que esta distancia —estos 9.000 kilómetros entre Argentina y México— no es casual. Es una señal. Una señal de que tengo que enfocarme, de que tengo que meterle con todo al libro, de que este es mi momento para ir por mi propósito.
En el último tiempo pasé momentos muy duros. Pozos depresivos, días de llanto, esa sensación de ahogo por estar perdiéndome tanto del crecimiento de Anthony. Porque lo sé. Soy consciente de todo lo que me estoy perdiendo. Y duele.
Pero bueno, las cosas hoy se dan así. Yo no logré adaptarme a la ciudad donde él vive. Ni culturalmente, ni socialmente, ni económicamente. Y aunque me parta el alma, Argentina hoy es mi lugar. Acá me siento contenida, me siento feliz… pero su ausencia, obviamente, por momentos me destruye.
Sé que no va a ser por mucho tiempo más. La idea es reencontrarnos en otro país —uno que todavía no nombro, para no pinchar la magia, como se dice. Pero mientras tanto, en este tiempito de separación que todavía nos queda, decidí hacer algo con todo esto. Transformarlo. Usar este dolor como motor. Y escribir.
También quiero dedicar un espacio a hablar de algo que me pasa seguido: cuando comento que mi hijo está con su papá, mucha gente me pone una cara… como si les estuviera contando que lo dejé en un basurero. Literal.
Yo me separé después de ocho años. Una decisión difícil, muy difícil. No solo estaba soltando una relación, un proyecto de vida, un compañero. Estaba enfrentando todo lo que implica una separación: frustración, duelo, adaptación, miedos. Y además, me estaba regresando a mi país. Eso significaba, también, separarme físicamente de mi hijo.
Y sí, Anthony se quedó con su papá. Pero hay algo que me hace mucho ruido: cuando un hijo se queda con la mamá y el papá desaparece, nadie dice nada. Se normaliza. No es que esté bien, pero está aceptado. En cambio, cuando es la madre la que no está presente físicamente —aunque sí esté presente emocional, económicamente y en cada decisión—, ahí sí… se arma un escándalo silencioso, lleno de juicios. Como si por ser mujer tuviera que bancármela en cualquier lugar, bajo cualquier circunstancia, aunque me esté cayendo a pedazos. Y no fue así. Ciudad de México, en ese momento, me hacía mal. Yo estaba muy deprimida. Mi salud mental no estaba bien. Y no me fui por no hacerme cargo. Me fui para poder hacerme cargo, para reconstruirme, para poder volver a estar bien y ser la madre que Anthony necesita.
Porque los dos somos los padres. Y eso es lo que mucha gente no entiende. Sebastián, desde el momento cero, fue un buen padre. Siempre estuvo presente, siempre se preocupó, siempre acompañó. Y además, seamos claros: yo tampoco soy ninguna boluda. No iba a elegir a cualquiera para que fuera el papá de mi hijo.
Si bien como pareja no funcionamos, Sebastián es un hombre extremadamente inteligente, resolutivo, divertido, y —lo más importante— ama a Anthony con locura.
Por eso fue que también pude venirme. Porque yo dejé a mi hijo en manos de su papá, y de un buen papá. Si yo hubiese tenido la más mínima duda de que Anthony podía sufrir por el trato o por la educación que iba a recibir de su padre, obviamente me lo hubiera traído conmigo sin dudarlo. Me hubiese importado muy poco su carrera, su entorno, o si se sentía mexicano. Me lo llevaba. Punto.
Pero como estoy tranquila, porque sé la clase de persona que es Sebastián, sé que no tengo por qué cortarle las alas a Anthony por el egoísmo mío de querer que esté conmigo acá, en Argentina.
Ahora me pongo a analizar de qué quiero que vaya el libro.
Porque si bien estoy hablando de mí, no quiero que sea solo eso. No quiero escribir un diario íntimo disfrazado de libro. Quiero que esto sirva. Que entretenga, sí, que te saque una sonrisa, pero que también te deje pensando algo, aunque sea una sola línea.
No es solo sobre mis historias, no solo sobre mis citas, ni sobre los atracones, ni sobre los días tristes ni los alegres. Es sobre todo eso, junto. Es sobre lo que nos pasa. Lo que nos tocó vivir y lo que elegimos vivir.
Por eso, aunque cada capítulo tenga un tono distinto —a veces más profundo, a veces más sarcástico, a veces muy emocional— todos van con la misma intención: que te sientas menos sola o solo.
Y justamente quiero que hablemos de esto: de amarse, de verdad.
Un sentimiento que logré comprender recién hace poco.
De hecho, hace un año me echaron de mi trabajo. Era subencargada en un local multimarca en Unicenter.
Y fue ahí donde empezó mi camino de descubrimiento.
Aprendí a escucharme solo a mí, a reconocer qué me gusta hacer, cómo me gusta vestirme, qué música disfruto, cómo me gusta tocarme (sí, hice mi primer squirt a mis 41 años), y tantas otras cosas.
Me amo porque soy todo lo que tengo. Porque trabajo todos los días por mis sueños y por mi propósito.
Me perdono cuando me equivoco. Como ayer, me comí cuatro facturas, un chocolate gigante y mil galletas de manteca de maní con chips de chocolate.
Me perdono cada noche antes de dormir, cuando hago es análisis del día.
Me perdono cuando me traté mal y me hablo bonito.
Hoy me levanto y vuelvo a empezar, pero esta vez recordando los errores para no repetirlos. No tomo nada personal.
Intento mover el cuerpo, alimentarme bien (por eso ayer me zarpé), escribir una página de mi libro, tener pensamientos positivos, agradecer por todo lo lindo que tengo.
Me manifiesto abundante, bendecida, consciente de mi presente y de mi mejor versión.
Y no dejo de dar siempre lo mejor, a quien sea.
Hay algo que me hace bien de verdad: tener el departamento ordenado. Cada tanto me pinta hacer limpieza profunda. Vacío cajones, reviso la ropa, saco cosas de abajo de la mesada. Me gusta vivir rodeada solo de lo que uso, lo que me hace bien. Nada de acumular por costumbre. Si no me sirve, chau. Afuera.
(Si sos de Capital y tenés ropa que te hayas comprado en algún momento de tu vida y ya no usás —ya sea porque te queda chica o grande— te tiro un dato. En el galpón de ropa dentro de Capital (yo doy fe del de Belgrano), te toman la ropa, sobre todo si es Adidas o de marca. Les encanta la ropa Adidas. No importa que esté usada. Te la reciben igual y te dan dinero a cambio.
(Tip que vale oro).
También tengo pequeñas rutinas que me conectan conmigo. Por ejemplo, me enjuago el acondicionador del pelo y el jabón del cuerpo, los últimos 2 min, con agua fría. Aunque afuera ya esté fresco, ese último toque helado me activa, me despierta, me recuerda que estoy viva. Son detalles, sí, pero para mí hacen la diferencia. (En primavera y verano me baño directamente con agua fría).
Te dejo por aquí los beneficios de bañarse con agua fría:
• Sistema inmunológico:
El agua fría estimula la producción de leucocitos, células que ayudan a combatir infecciones.
• Circulación sanguínea:
El agua fría produce vasoconstricción, que luego se traduce en vasodilatación, mejorando la circulación y reduciendo la inflamación.
• Energía y alerta:
El choque del agua fría activa el sistema nervioso simpático, aumentando la energía y el estado de alerta.
• Recuperación muscular:
El agua fría puede ayudar a reducir el dolor muscular y la inflamación después del ejercicio.
• Sueño:
La ducha fría puede ayudar a regular la temperatura corporal, promoviendo un sueño más profundo.
• Estrés y ansiedad:
La exposición al agua fría puede liberar endorfinas, que tienen efectos analgésicos y mejoran el estado de ánimo.
• Piel:
El agua fría ayuda a cerrar los poros, reduciendo la apariencia de los mismos y mejorando la hidratación de la piel.
• Cabello:
El agua fría cierra la cutícula capilar, lo que ayuda a mantener el cabello más hidratado y brillante.
• Metabolismo:
La exposición al frío puede estimular el metabolismo, aunque el aumento es pequeño y no es una solución para perder peso.
• Adaptación gradual:
Es recomendable empezar con duchas frías cortas y gradualmente aumentar el tiempo de exposición para que el cuerpo se adapte.
• Personas con ciertas condiciones:
Es importante consultar con un médico antes de empezar a ducharse con agua fría si se tienen problemas de salud, como enfermedades cardíacas o problemas de circulación.
• No es para todos:
Algunas personas pueden experimentar reacciones adversas al agua fría, como escalofríos o dolores de cabeza.
Otra cosa que cuido mucho es mi cabeza. Trato de pensar lindo. De no dejar que se me meta la niebla mental. Porque a veces el cerebro te tira para abajo sin aviso, te lanza un pensamiento gris, una duda, una alarma que ni sabías que tenías. Y ahí, cuando siento que me voy, me freno. Me hablo. Me digo: “No. Corte. No te vayas para ese lado”. Y vuelvo. Respiro. Me enfoco. Me acuerdo lo que quiero.
No nací así. Esto no es magia ni iluminación. Es laburo. Es haber tocado fondo y decidir salir. Porque cuando eso pasa, solo hay dos caminos: o te quedás ahí abajo revolcándote en la queja y el drama, o hacés algo. Te preguntás: “¿Cómo le hago? ¿Cómo quiero vivir este rato que tengo en el mundo? ¿Lo desperdicio o lo aprovecho?”. Y ahí empieza todo.
Y es ahí cuando empezás a escucharte. De verdad. Pero claro, para escucharse, primero hay que animarse a estar solo. Y no es fácil. Yo también atravesé (y sigo atravesando) momentos de soledad que duelen. Porque encontrarse con uno mismo no siempre es una experiencia zen. A veces es un bajón. A veces lo que encontrás no te gusta.
Seamos sinceros: es mucho más divertido tirarse en la cama a ver una serie, meterse en la historia de otro, distraerse con una comedia, o quedarse “scrolleando” redes y mirando la vida de los demás. Todo eso es más cómodo que enfrentarte con tu propia vida, con tus decisiones, con tus vacíos.
Y encima, cuando uno decide hacerse cargo de sí, hay algo que se pone en juego: el tiempo libre. Ese tiempo que nos vendieron como “el bueno”, el de no hacer nada, el de pelotudear tranquilo. Y sí, obvio que a veces hace falta descansar, pero también hay que reconocer cuándo ese descanso se transforma en evasión.
Un ejemplo básico: día de lluvia, frío. ¿Qué te pide el cuerpo? Cama, Netflix y carbohidratos. Es lo más normal del mundo. Pero justo ahí es donde entra la diferencia. La diferencia entre dejarte llevar o decidir. Entre el piloto automático o el compromiso.
El otro día escuché a alguien decir que la suerte no existe. Que creer en la suerte es cosa de mediocres. Y posta que sí. Las cosas importantes no suceden por azar. Suceden por actitud, por compromiso, por disciplina, por esfuerzo.
El otro día, mi tatuadora me contó que había trabajado muchos años en relación de dependencia, vendiendo en diferentes shoppings y tiendas. Hasta que finalmente logró ser tatuadora, manejar sus propios tiempos, ser su propia jefa y disfrutar de todos los beneficios que eso trae.
Cuando sus excompañeras se enteraron de que renunció a su trabajo para dedicarse a tatuar, le decían:
—¡Ay, qué suerte que tenés!
Messi no se levantó un día y fue Messi. A Messi lo hizo Messi. A base de años de entrenar, de elegir, de bancarse el dolor, la presión, las críticas. Messi, te amo. Sos de Cáncer como yo. Sensibles, pero imparables.
Mi hermana menor está en este planeta Tierra gracias a mí, casi casi… Ni siquiera gracias a mi mamá y a mi papá. Ellos fueron, ponele, intermediarios.
Fue en un viaje a Ushuaia, cuando yo tenía 11 años. Ya tenía un hermano y una hermana, pero como me llevaba poquito con ellos, soñaba con una hermanita bebé. Una nena.
En ese viaje, paramos en un lugar donde había un pozo de los deseos, en Chile. Yo tiré una moneda y lo deseé con fuerza, fuerte, fuerte. Y no le conté a nadie.
Dos meses después, mi mamá me dice que está embarazada.
“Mamá, ¡me cumpliste el deseo que pedí en el pozo en Chile!”, le dije emocionada.
“¿Cómo?”, me preguntó.
“Sí, yo pedí tener una hermanita”.
Mi mamá me miró y me dijo:
“Bueno, si llega a ser nena… le elegís el nombre vos”.
Ella usa ese nombre todo el tiempo en su vida real… pero no lo quiere en el libro. En fin.
Soy la mayor de cuatro hermanos.
Así como en Ayacucho está la tradicional fiesta del ternero, en Monte Hermoso —una ciudad hermosísima, con una playa increíble, cerca de Bahía Blanca— hay una costumbre muy especial para la semana del Día de la Primavera. En septiembre, Monte Hermoso se llena de vida: festivales, recitales, puestos de artesanos, jóvenes de todos lados. Es como un ritual: ir ahí a celebrar que todo florece, que el invierno quedó atrás y que, con suerte, puede pasar algo inolvidable.
Yo fui a Monte con mis amigas, como parte de ese plan clásico de la adolescencia. Tenía 17 años, estaba llena de sueños, de curiosidad, de ganas de experimentar. Y ahí lo conocí a Alejo.
La última noche salí con mi mejor amiga de ese entonces —una de esas amigas que te acompañan en una etapa, pero que después, por cosas de la vida, se desvanecen.
Terminamos en una fiesta en la playa. Fogata, risas, mar de fondo.
Y ahí lo conocí a Alejo.
La cosa es que al otro día mi amiga me contó que había pasado la noche a los besos con él, en la fogata.
Yo no me acordaba de casi nada.
También me dijo, medio raro, como dando a entender que Alejo se había aprovechado de que yo estaba bastante tomada. Como que había estado conmigo porque estaba más fácil.
Un comentario envenenado, pero disfrazado de “te cuido”.
Raro el comentario. Raro el tono.
En ese momento no lo procesé del todo. Tampoco me lo cuestioné demasiado.
No pasó nada más que unos besos. Nada grave. Nada “importante”.
Y sin embargo, algo de esa noche quedó ahí, guardado como un nudo chiquito.
Ese domingo volvimos a Punta Alta.
Y el lunes fui al colegio, como siempre.
Iba a la secundaria, era mi último año.
Un lunes más, con olor a aula y a resumen de fin de semana.
Yo no me sentía distinta. No había pasado nada trascendental, al menos no a nivel físico. Pero emocionalmente… algo se movió, aunque no supiera ponerle nombre.
Cuando salí de la escuela, pasé por una esquina re conocida de Punta Alta y, por un segundo, me pareció ver a Alejo. Pero pensé: “Nah, estoy flasheando”.
Llego a casa, y al rato suena el teléfono fijo. Mi mamá atiende y me dice: “Es para vos”.
¿Y quién era? ¡Alejo!
Había buscado mi apellido, me había rastreado en la guía —sí, la guía telefónica, old school total— y me llamó. Me dijo que se había quedado enamorado de mí y que quería tener una cita, seguir conociéndome.
Alejo fue mi primer novio formal. Con él, ya con 17 años, mis papás me dejaban quedarme a dormir en su casa. Y sí, fue con él mi primera vez.
No fue una de esas primeras veces de película, ni con velas ni música romántica de fondo. Fue bastante normal. Pero Alejo fue un buen primer novio.
Me escribía cartas, me acompañaba en todo, era un re buen compañero. Me cuidaba, me hacía sentir querida. Y eso, para una primera historia de amor, no es poco.
A decir verdad, antes de conocer a Alejo —y durante mucho tiempo, creo que desde los 14— yo estaba enamorada de Martín, un compañero de los scouts.
Estaba perdidamente enamorada de ese niño con sonrisa hermosa, pelo rubio largo, y un carisma que no se podía creer. Era lindo, sí, pero además gracioso, encantador, de esos que te hacen reír hasta cuando no querés.
Creo que fue mi primer amor platónico. De esos que te dejan mariposas sin que haya pasado nada real.
La cuestión es que, con Martín, habíamos dicho que íbamos a tener nuestra primera vez juntos.
En algún que otro campamento nos dimos unos besos, medio a escondidas, como si el mundo se fuera a enterar.
Pero él nunca se hacía mucho cargo de si gustaba de mí o no. Me tiraba señales confusas, de esas que te dejan esperando… y dudando.
Yo estaba re ilusionada, pero con él nunca terminó de pasar nada del todo. Era más una fantasía que una historia concreta. Igual, durante años, lo llevé en el corazón.
Lo que tenía con Martín era que íbamos juntos a los scouts, así que compartíamos muchos campamentos. Y los campamentos tenían esa adrenalina distinta…
La noche en el bosque, las estrellas, el misterio, las risas bajito para que no nos escuchen los jefes.
Muchas veces nos escapábamos a la playa, de noche. Y ahí, bajo ese cielo enorme, nos dábamos unos besos.
¡Fuá! ¡Qué lindo!
Era todo tan adolescente, tan intenso, tan simple y tan mágico al mismo tiempo. Como si el universo entero conspirara para que ese momento sucediera.
La cuestión es que Alejo se fue 15 días de vacaciones con su papá a Monte Hermoso. Y justo en ese tiempo, yo tuve un campamento con los scouts.
En ese campamento, le conté a Martín que había tenido mi primera vez con mi novio.
Creo que se puso celoso. Porque, de repente, empezó a prestarme muchísima más atención. Me buscaba, me hablaba distinto… y claro, yo me re confundí.
Y lo que pasó fue que mi amor por Alejo empezó a desvanecerse.
No, no lo engañé. Pero Martín, que nunca antes se había terminado de jugar, ahora me decía que quería estar conmigo.
Y bueno… terminé dejando a Alejo y estuve con Martín.
Lo que pasó después fue un balde de agua fría.
Mi mejor amiga —la misma que en su momento me había dicho que Alejo estuvo conmigo esa primera noche solo porque yo estaba borracha— con el tiempo me confesó que no había sido tan así.
Alejo estuvo conmigo porque yo le gustaba. Por eso después me buscó, por eso fuimos novios, por eso me escribía cartas, por eso todo.
Alejo, en serio, gustaba de mí.
Pero claro… a los pocos meses de separarnos, se puso de novio con ella. Con mi mejor amiga.
Sí. Alejo con mi mejor amiga.
Estuvieron juntos más o menos dos años. En ese tiempo, como era lógico, yo dejé de juntarme con los dos. Nos distanciamos. No fue algo hablado ni dramático, simplemente me corrí. Pasaron los años, y después de que ellos se separaron, con Sil volvimos a conectar. Tuvimos un reencuentro lindo, y por un tiempo la amistad volvió a florecer. De hecho, nos hicimos un tatuaje juntas: una espada que ella misma diseñó. Incluso hace poco me tatuó otro dibujo, hecho por ella. Pero hoy, sinceramente, ya no hay vínculo. No hay nada pendiente tampoco. Solo caminos distintos.