Misógino feminista - Carlos Monsiváis - E-Book

Misógino feminista E-Book

Carlos Monsiváis

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Beschreibung

Dijo Carlos Monsiváis de Carlos Monsiváis: "Alterna su misoginia con una encendida defensa del feminismo". De esa defensa dan cuenta los escritos reunidos en este volumen. Dedicados a analizar la obra de autoras como Simone de Beauvoir, Susan Sontag y Rosario Castellanos; a desmontar las estructuras del machismo institucionalizado en la iglesia, la política y la cultura; a escudriñar, defender y estimular los frentes de la lucha por los derechos de la mujer en México, representan una ventana a la vertiente más comprometida del pensamiento monsivaíta. Pero también se leen, en su conjunto, como una historia paralela del movimiento feminista en nuestro país, escrita desde la convicción de que sólo al hacer estallar la aceptación determinista de la marginación, en todas sus manifestaciones, es posible subsanar el rezago histórico que aún nos aqueja.

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PRÓLOGO

La segunda ola del feminismo mexicano, que se levanta a principios de los años setenta, encontró en Carlos Monsiváis a un aliado impresionante. Pocos intelectuales han respondido como él a los cuestionamientos feministas sobre el lugar subordinado de las mujeres en la sociedad; y ninguno se esforzó como él para analizar el desarrollo y el impacto del movimiento feminista.

Monsiváis destaca no sólo por lo anterior, sino por la eficacia simbólica de sus interpretaciones y señalamientos sobre la marginación social y política de las mujeres, que produjeron un efecto al mismo tiempo esclarecedor y legitimador. Sin embargo, a pesar de la existencia de sus escritos al respecto, el pensamiento de Monsiváis sobre el feminismo no ha ocupado un lugar visible en el abundante quehacer crítico de quienes lo estudian,1 y es casi desconocido para sus lectores. El feminismo fue una de las causas que le importaban y por las cuales desplegó su sagacidad acostumbrada, además de que nos acompañó físicamente, en marchas y conferencias.

Los ensayos aquí reunidos recorren su crítica penetrante sobre el feminismo, el género y las mujeres, pero no agotan sus textos sobre esos temas. En esta selección falta mucho de lo que publicó en Siempre! y en la revista El Machete, así como otros escritos de corte histórico, como el interesante prólogo “De cuando los símbolos no dejaban ver el género. Las mujeres y la Revolución mexicana”, publicado en Género, poder y política en el México posrevolucionario, de Gabriela Cano, Mary Kay Vaughan y Jocelyn Olcott.2 Desde su nombramiento, en 1972, como director del suplemento La Cultura en México —con Rolando Cordera, David Huerta y Carlos Pereyra en la redacción, y Vicente Rojo en el diseño—, específicamente en las secciones “Para documentar nuestro optimismo”, el “Consultorio de la Dra. Ilustración” y “Por mi madre, bohemios”, Monsiváis formuló apreciaciones mordaces mediante recortes de fotonovelas y de anuncios, que hoy configuran un registro único de los cambios en las relaciones entre los sexos y de la transformación del discurso machista. También Monsiváis usó aquel espacio para publicar las primeras traducciones de las feministas de la segunda ola, las colaboraciones de muchas feministas mexicanas e, incluso, el primer manifiesto “Por la legalización del aborto”,3 firmado por más de 200 figuras del mundo intelectual, artístico y feminista que, por cierto, le causó una fuerte llamada de atención del director de Siempre!, José Pagés Llergo.

La mayoría de los ensayos, crónicas, notas y reseñas variadas que aparecen aquí fueron propuestas de Carlos, aunque sé que algunos de sus textos los produjo presionado por una de sus amigas feministas. Él construye un amplio repertorio sobre los cambios de mentalidad de las mexicanas; hace una disección sobre la manera en que se arma la sensibilidad femenina; se burla de los machos; critica el sentimentalismo del cine mexicano a partir de la “madrecita abnegada”; analiza la estrategia de la derecha y el Vaticano en contra de la despenalización del aborto; habla de la obra de cinco mujeres famosas; reseña dos libros fundamentales: Mujeres y poder y Huesos en el desierto; y reitera, una y otra vez, su convicción sobre el papel del movimiento feminista. Así, en todos sus escritos, aderezados con aforismos deslumbrantes y metáforas sorprendentes, se descubren los atinados diagnósticos y buenos pronósticos que invariablemente nos recetaba a las feministas.

Carlos nos acompañó desde las primeras conferencias públicas. En 1972 participó en un ciclo sobre “Imagen y realidad de la mujer” que se llevó a cabo en la Casa del Lago, donde habló sobre el sexismo en la literatura mexicana. En la ponencia que luego publicó en el suplemento 579 de La Cultura en México (14 de marzo de 1973), y usando el provocador título de “Soñadora, coqueta y ardiente. Notas sobre sexismo en la literatura mexicana”,4 trazó la mejor definición que he leído sobre la discriminación con base en el sexo:

No una conjura, ni una emboscada, sino, más metódica y negociadamente, una organización. La organización deliberada, alegre, exaltada, melancólica, inclemente, tierna, paternalista de una inferioridad. No otra cosa es el sexismo, una suma ideológica que es una práctica, una técnica que es una cosmovisión.

Monsiváis era muy amigo de Margarita García Flores. Cuando ella funda la revista fem. con Alaíde Foppa en 1976, se abre un espacio de reflexión donde Carlos publicaría —dos años después— su “Nueva salutación del optimista”. Ahí Monsiváis considera que:

La mayor victoria del feminismo se está dando a través de un proceso de contagio o contaminación social (1978:18). [Más adelante dirá:] En menos de diez años, los movimientos feministas y de liberación sexual, pese a los enormes escollos internos y externos, son ya un elemento insustituible en la construcción de la sociedad civil, en la crítica de la explotación capitalista, en la visión de un socialismo democrático (1978:19).

Su interés por el movimiento lo convierte en nuestro aliado más importante; y su valoración del objetivo feminista, que aparece como hilo conductor a lo largo de varios textos, nos devuelve la fe en el trabajo que estábamos haciendo:

El feminismo avanza con rapidez (no el movimiento específico, sino la condición irrefutable de muchos de sus puntos de vista, y su influencia en la conducta social) y trastoca las reglas del juego, la consideración general del papel de la mujer (1981:20).

Su manera de otorgarnos legitimidad, pese a la escasa movilización que teníamos en las calles, fue de lo más reconfortante:

No obstante la debilidad ostensible del movimiento feminista hoy, si medimos sus logros por el grado de influencia social y cultural alcanzada, los resultados son impresionantes (1983: III).

Años después nos regañaría por la “timidez” que nos impedía proclamar la victoria de haber cambiado “la perspectiva social”. En 2005, durante la celebración de los quince años de debate feminista, que se llevó a cabo en el Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM, sentenció con su acostumbrada contundencia:

El feminismo es un elemento que trastorna el control patriarcal, revisa las tradiciones hogareñas, rechaza la idea del cuerpo de las mujeres como territorio de conquista masculina, reivindica la autonomía corporal, se emancipa de la dictadura moralista y da origen a un discurso que obliga a la nueva elocuencia —con todo lo que uno pueda pensar de la escasa presencia del feminismo en México, en tanto a grupos organizados—, lo cierto es que ha cambiado la perspectiva de la sociedad; no se puede ya eliminar la versión feminista de la mirada social, y de la mirada política, y esto es un avance considerable, que no se registra así, entre otras cosas, por la timidez de las feministas en proclamar sus victorias. Lo que no entiendo ya a estas alturas cómo puede ser tímido un movimiento que ha cambiado en un plazo de treinta años la perspectiva social.

Pero Monsiváis hizo mucho más que alabarnos. Su crítica al machismo fue tajante. No sólo dedicó un ensayo —que aquí publicamos— a analizar la figura del macho (“Pero ¿hubo alguna vez once mil machos?”) sino que reflexionó sobre ello en otros, como en “De la construcción de la ‘sensibilidad femenina’”, donde declara: “A la cultura mexicana, desde el principio, la ha ordenado el machismo” (1987:14). Igual de dura fue la crítica a la injerencia del Vaticano en México. En la selección de escritos que tienen en sus manos hay dos textos que pueden parecer no propiamente “feministas”: el de la visita del papa y “México a principios del siglo XXI: la globalización, el determinismo, la ampliación del laicismo”. La razón de incluirlos en esta antología rebasa el hecho de que Carlos haya elegido la revista debate feminista para publicarlos. El primero, un análisis del efecto que tuvo la visita del papa en la cultura mexicana, responde a un hecho político: el Vaticano se ha convertido en el principal adversario del feminismo. Y la crónica que hace Carlos sobre la puesta en escena de su discurso antiaborto, en especial sobre las reacciones populares, fue una herramienta valiosa para la comprensión de la estrategia a seguir. En el segundo texto Carlos condensa muchas de las líneas de su pensamiento sobre las grandes batallas culturales que hay que dar, entre ellas, la del feminismo. En este texto Carlos repite un largo párrafo que apareció antes en su lectura crítica de Huesos en el desierto. Con su inveterada costumbre de ir reelaborando su pensamiento, Monsiváis deliberadamente usaba algunas partes de textos ya publicados en otros escritos. En esta colección encontramos muy pocas repeticiones. Algunas de ellas las hemos dejado igual, como ésta de “México a principios del siglo XXI”, pues en ambos textos lo escrito resulta indispensable, y otras que ofrecen la posibilidad de ver el proceso de escritura de Monsiváis. Por ejemplo, Pablo Martínez Lozada nos hizo ver que Carlos cita varias veces una estrofa de Díaz Mirón, pero aunque se trata de la misma estrofa, el comentario de Carlos y su manera de insertarla en el texto son distintos. En cambio, decidimos eliminar un apéndice que aparecía en el texto sobre Simone de Beauvoir para mantenerlo íntegro en “La representación de las mujeres”. Su ausencia en el primer texto no afecta la reflexión sobre El segundo sexo, mientras que es un elemento sustantivo en el segundo.

Además de respaldarnos con lo que escribía, otra forma de apoyarnos de Monsiváis fue la de participar como ponente en los actos que organizábamos. Por ejemplo, en 1991, ante las elecciones intermedias para diputados, se debatía la importancia de tener más representantes en el Congreso, pues no bastaba incorporar a la agenda electoral los “asuntos de mujeres”: había que contar con más mujeres en puestos de decisión pública. De modo que debate feminista organizó un foro llamado “¿De quién es la política? Crisis de representación: los intereses de las mujeres en la contienda electoral”. El plato “fuerte” era la discusión entre Monsiváis y Beatriz Paredes, entonces gobernadora de Tlaxcala. En su intervención titulada “La representación de las mujeres” —incluida en esta antología— Monsiváis mezcló datos históricos y anécdotas histéricas, e hizo una conclusión muy crítica:

La causa de la mujer (de sus derechos, de su formación como dirigentes, de la respuesta a los graves problemas de la desigualdad y el aplastamiento) avanza hasta donde es posible y se ve contenida por las mismas fuerzas que se oponen a la democratización, y en política, según creo, los objetivos específicos de las feministas (de la despenalización del aborto a la justicia salarial) intensificarán su eficacia sólo cuando correspondan de modo orgánico a un proyecto más amplio. De otra manera, la causa se diluye en la contingencia, las activistas desembocan en peticionarias, las luchas se vuelven mitologías y los avances son siempre profundamente insatisfactorios, al cotejárseles con el todo del monopolio machista. ¿Eso es renunciar a los principios? Más bien, es ampliar su radio de acción. Así sea el eje, la perspectiva feminista debe ser, para las mujeres que intervienen en política, sólo una parte de su planteamiento. De otra manera, perpetuarán la exclusión en nombre de la teoría (1991:12).

Ése fue uno de los tantos señalamientos proféticos de Monsiváis, duro y optimista a la vez. Luego, durante el debate y las intervenciones de las comentaristas, Monsiváis soltó la pregunta “¿Dónde se hace política en México?”, para responderla inmediatamente: “Hasta ahora, en el espacio donde sólo unas cuantas mujeres entran por breve tiempo, bajo invitación restringida y sin poderes amplios”.

Carlos trazaba escenarios políticos posibles, diseñaba intervenciones y nos develaba —a las propias activistas— las razones de nuestra militancia. Lo buscábamos para que nos explicara, y decía “No soy un profeta”. Sin embargo, no recuerdo ni una sola vez que no atinara en sus apreciaciones y pronósticos. Utilizaba su celebridad como un estratega político al servicio de los grupos activistas. Su fama nos abría puertas que, sin él, jamás hubiéramos franqueado.

Siempre insistió en que la apuesta por la transformación política encuentra su mayor aliado en el campo de lo cultural, al grado de que si no se da también la batalla cultural, se puede perder la batalla política. Él fue la brújula política de amplios sectores de nuestro país, además de un luchador incansable en todos los frentes que lo requerían. Fue nuestro referente ético-político, y lo perseguíamos para que redactara un manifiesto, que asistiera a una reunión, que corrigiera un desplegado, que nos consiguiera una cita con tal político o funcionario. Su compromiso con la causa fue manifiesto al participar abiertamente en la fundación de Diversa, en la Campaña por la Maternidad Voluntaria, en el arranque del partido feminista México Posible y en debate feminista.

Tal vez su apuesta por la transformación cultural explica el interés que sostuvo por una publicación como debate feminista, donde colaboró de distintas maneras: sugiriendo temas, proponiendo textos de otras personas y escribiendo los suyos. Sabía muy bien que podía mandar un ensayo de la longitud que fuera, y que brincaríamos de alegría. Así, además de su participación en la mesa redonda de política y de su diálogo sobre la censura con la escritora chilena Diamela Eltit, publicamos 26 textos suyos, entre los cuales se encuentran los doce específicamente feministas. Los demás, que versan principalmente sobre la diversidad sexual, ya los reunimos en Que se abra esa puerta. Crónicas y ensayos sobre la diversidad sexual.5

En su incansable, persistente y necia batalla a favor de la justicia, Monsiváis apoyó decididamente muchos otros empeños. Algo que lo caracterizó fue la forma en que defendía diversas “causas perdidas” en la mayoría de sus escritos y conferencias. Cuando cumplió setenta años, en 2008, la Universidad de la Ciudad de México organizó un coloquio en su honor. El discurso que Monsiváis leyó, ese día, señalaba:

Las causas perdidas comparten numerosos rasgos de los movimientos derrotados, pero vienen de más lejos, de la elección ética con resonancias estéticas, del adherirse a reclamaciones y reivindicaciones condenadas al fracaso inmediato, pero válidas en sí mismas, y capaces de infundir ese momento de dignidad pese a todo.

Más adelante apuntó: “Lo que explica la especie ‘causas perdidas’ es la certeza del valor inmanente de las exigencias de justicia y de las batallas para alcanzarla”. Y, con su estilo inigualable, definió: “Causa perdida es aquella de la que nunca se esperan las ventajas”.

En la revista debate feminista pedimos a nuestros colaboradores que escriban su propia ficha autobiográfica. En su momento, Carlos Monsiváis se describió a sí mismo (en tercera persona) diciendo: “Alterna su misoginia con una encendida defensa del feminismo”. En efecto, Monsiváis era un verdadero oxímoron: un misógino feminista. No es raro que solamente fueran cinco mujeres —Rosario Castellanos, Nancy Cárdenas, Simone de Beauvoir, Susan Sontag y Frida Kahlo— a quienes consagrara un texto. Sé que quería escribir sobre Elena Poniatowska, su gran amiga y la única capaz de regañarlo, y Jean Franco, a quien quería y admiraba. No le dio tiempo. Su partida fue prematura, porque aún tenía mucho que dar a este México, tan necesitado de sus inteligentes y valientes intervenciones.

Carlos fue, como tituló su biografía de Salvador Novo, un “marginal en el centro”. A diferencia de muchos intelectuales, perseveró en su posición ética y radical. Durante el homenaje luctuoso que se le rindió en Bellas Artes al día siguiente de su fallecimiento, y reflejando el sentir de miles, Elena Poniatowska se preguntó: “¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?”. Hoy me respondo: hay que seguir leyéndolo, porque leerlo es recuperar su lucidez y su aliento combativo. Leer estos textos es también una forma de comprender por qué tantas feministas le estamos profundamente agradecidas.

Quiero agradecer a Beatriz Sánchez Monsiváis todo su apoyo para la realización de este libro. Ella fue la primera en conocer estos textos, y ha sido, más que ninguna otra amiga, la mujer que más compartió la vida y el trabajo de Carlos. Gracias también a Guillermo Osorno, quien me acercó a Océano, que ha resultado una casa editorial acogedora y eficaz. En ella he tenido el privilegio de trabajar con Pablo Martínez Lozada y Guadalupe Ordaz, y de recibir todo el cariño de Rogelio Villarreal Cueva. Por último vaya mi agradecimiento al equipo de debate feminista, en especial a Alina Barojas.

 

MARTA LAMAS

 

1 En la cuidadosa recopilación bibliográfica de Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado (El arte de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica, México, Era/UNAM, 2007) no aparecen los ensayos de Monsiváis publicados en fem. y en debate feminista. Y los críticos que analizan muchas de sus crónicas y ensayos, como Adolfo Castañón, tampoco aluden a esta vertiente del escritor. Una excepción es Linda Egan, quien sí menciona su interés por el feminismo, y en la bibliografía que incluye en Carlos Monsiváis. Cultura y crónica en el México contemporáneo (México, FCE, 2004) registra dos ensayos en fem. y dos en debate feminista.

2 México, FCE/UAM-Iztapalapa, 2009.

3 Aparecido en el número 772, del 30 de noviembre de 1976.

4 En 1975, este texto formaría parte de un libro con el nombre del ciclo de conferencias, coordinado por Elena Urrutia, en la colección SepSetentas.

5 México, Paidós/debate feminista, 2011.

1

SOÑADORA, COQUETA Y ARDIENTENOTAS SOBRE SEXISMO EN LA LITERATURA MEXICANA

No una conjura, ni una emboscada sino, más metódica y negociadamente, una organización. La organización deliberada, alerta, exaltada, melancólica, inclemente, tierna, paternalista, de una inferioridad. No otra cosa es el sexismo, una suma ideológica que es una práctica, una técnica que es una cosmovisión. Una sociedad (en este caso, cualquier sociedad, porque el sexismo es un problema y una condición universales, no depende de modo mecánico de un sistema social y político, trasciende ideologías y militancias) asume, aplastantemente, su convicción inicial, fundadora: quien no se ajuste a este patrón de conducta (por no poder o no querer) será, sin remedio, un ser inferior. ¿Cuándo surge el sexismo? Históricamente, tal vez en el instante cuando, sobre el placer o el desarrollo personales, la reproducción se convierte en la meta de la relación sexual. El patriarcado lo decidió, apoyado en la biología, para la eternidad: “a la mujer dijo —afirma el Génesis—: multiplicaré en gran manera tus dolores y tus preñeces; con dolor parirás los hijos; y a tu marido será tu deseo, y él se enseñoreará de ti”. Adán, en control de la situación, miró hacia la mujer y halló un objeto, un objeto valioso por su índice de explosión demográfica, por su capacidad para agradar, para acompañar a los dueños del mundo. Síndrome de los males esenciales de cualquier sistema y relación de los hechos, el sexismo, esta suerte de imperialismo que se ejerce redobladamente contra —por lo menos— la mitad de la humanidad, ha ido haciendo su historia con sometimientos, esclavitudes, continuos ejercicios de mando y represión. El sexismo es un espejismo: aunque la mujer resulta expuesta a la educación, la riqueza y la independencia, como si fuese (exactamente) un ser autónomo y el igual del hombre, todas las influencias genuinas en su vida le informan que su educación sólo se justifica si va a utilizarse de un modo mecánico para el esposo. El sexismo es un espejo distorsionado: legaliza la gesticulación del caudillo y la muestra como apariencia civilizada; inventa desproporciones y le asegura a la mujer que la realidad de su ser yace, únicamente, en el cuidado de los niños y la fabricación de una atmósfera de apoyo a los verdaderos seres humanos, aquellos que, agresivamente, traspasan el mundo para mejor dirigirlo.

El sexismo como fijación de los roles

El sexismo, fenómeno demasiado vasto, sólo es apresable en términos muy generales. Cualquier indagación sobre él, en esta etapa, corre el riesgo de volverse simplista, de no evadir los límites de un nuevo lugar común. El campo que el término cubre es amplísimo: el predominio de un sexo (y de quienes, dentro de ese sexo, se ajustan más aptamente al esquema del dominador, a las características necesarias del ejercicio del poder), la preferencia de la sociedad por ese sexo, la transformación de una inferioridad declarada en una inferioridad real, la atribución al sexo dominante de cualidades y actitudes privilegiadas, el énfasis de mando en cualquier relación personal de índole sexual. El sexismo, sojuzgadoramente, divide el mundo en roles, lo “masculino” y lo “femenino”, y le atribuye a cada rol características que deben cumplirse fatalmente. Lo “femenino” dispondrá, por ejemplo, de la ternura, el recato, la paciencia, la dulzura, la intuición, la abnegación, la resistencia al dolor, la pasividad entregada, la inercia, la falta de iniciativa, la frivolidad, la incapacidad de avenirse con la Historia (con mayúscula), la decisión de entrever la realidad a través del chisme. Durante miles de años, esta concepción, férreamente impresa, aunada a esquemas vigorizados y revigorizados de conducta, ha vuelto esa definición de lo “femenino” una respuesta “natural” e “instintiva”. El sexismo infantiliza, roba, despoja a una clase de seres humanos de autonomía, confianza, posibilidades de acción. Desde hace miles de años se viene cumpliendo un intercambio que exige la servidumbre y ofrece, caritativamente, la protección.

¿Qué tantas cosas es el sexismo? Es una ideología que se basa en las necesidades y valores del grupo dominante y se norma por lo que los miembros de este grupo admiran en sí mismos y encuentran conveniente en sus subordinados: agresión, inteligencia, fuerza y eficacia en el hombre; pasividad, ignorancia, docilidad, “virtud” e ineficacia en la mujer. Es una psicología que pretende carta de naturalización para la ideología patriarcal y minimiza —a través de creencias sociales, ideología y tradición— cualquier posibilidad igualitaria del ego femenino. Es un fenómeno de clase, un hecho sociológico, un hecho económico y educacional, una teoría de la fuerza, una presunción biológica, una estructura antropológica que somete mitos y religiones. El sexismo conoce su forma política más lograda en el patriarcado y su institución evidente en la familia.

La mujer como instrumento

Por naturaleza y definición, la cultura mexicana es una cultura sexista. De modo elemental, descansa en la convicción de que, habiendo seres inferiores, lo que procede es explotar a la mujer. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad (1949), proporciona un excelente primer trazo de este proceso:

Sin duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad masculina del señor —que hemos heredado de indios y españoles. Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asigna la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente, en tanto que “depositaria” de ciertos valores. Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función, medio, canal. La femineidad nunca es un fin en sí mismo, como lo es la hombría.

Estas líneas de Octavio Paz son, en su don de síntesis, exactas. Entre nosotros, la tradición prehispánica que le confería a la mujer un desdeñoso papel servil se mezcló —sin problemas— con la tradición del conquistador. El primer elemento de acuerdo entre quienes integraron el arranque de nuestra nacionalidad fue el sitio reservado a la mujer. Y —acudo aquí al testimonio de la poesía indígena— cierta identificación —ni enfática ni soslayada— de la derrota (debilidad) con la lamentación y la huida (femineidad). “Es mi destino el padecer —afirma un poema típico posconquista— oh, amigo mío, mi corazón se angustia: entre penas se vive en la tierra. ¿Cómo vivir con los demás? ¡Si vivimos en vano ofendemos a otros! Hay que vivir en paz, hay que rendirse y andar con la frente inclinada entre otros.” Y en Visión de los vencidos, en uno de los poemas ahora célebres, “Se ha perdido el pueblo mexicatl”, se afirma:

El llanto se extiende, las lágrimas goteanallá en Tlatelolco.

Por agua se fueron ya los mexicanos;semejan mujeres; la huida es general.

A partir del virreinato se establece ya, firmemente, una visión del mundo que utiliza, en su exigencia de supremacía y privilegio para una clase y para un sexo dentro de esa clase, represión moral y represión política, educación y gobierno. El virreinato concibe un orden de cosas donde la obediencia es la respuesta primera que se exige ante cualquier situación y donde las nociones de honra y virtud se integran como respuestas sociales y políticas. Durante los tres siglos de dominación española se fortalecen las estructuras de conductas patriarcales que —en lo básico— continúan indemnes hasta nuestros días, a través del principio vinculador de las relaciones de poder en sociedades como la nuestra, la educación familiar.

Los efectos retroactivos

De este modo, hablar de sexismo es calificar retrospectivamente todo nuestro proceso histórico: colonial, formalmente independiente, liberal, revolucionario, pos y contrarrevolucionario. ¿Admiten nuestro manejo y utilización actuales de la noción de sexismo efectos retroactivos? ¿No es un contrasentido histórico o un acto paródico calificar de sexista a Juan Ruiz de Alarcón o a Pedro Castera, autor de la novela romántica Carmen? En cierto sentido, sí. En otro, revisar del modo más exhaustivo a nuestro alcance la historia de nuestra cultura con enfoques y perspectivas nuevas o renovadas es una tarea útil y urgente, no por el afán vampírico de exhumar a escritores indefensos, iniciándoles juicios revanchistas, sino con el fin de examinar nuestra formación, el proceso manipulatorio de nuestras reacciones y juicios de hoy. Todos —en mayor o menor medida— dependemos del sexismo para juzgar la realidad y el conocimiento del problema sólo vendrá a partir de la aceptación de su existencia. En esto, como en muchas otras cosas, apenas empezamos y el punto de partida de estas notas ha sido reconocer que —inevitablemente— se encuentran impregnadas de sexismo.

En la literatura mexicana (y no hubiese podido ser de otro modo) el sexismo encuentra a un eficaz, imprescindible colaborador. El reflejo en este caso es directo y —casi siempre— sin matices. Si otros fenómenos de la vida nacional pueden admitir asimilación y recreación artística, no sucede así en el caso del sexismo. Es una visión demasiado profunda, tan poderosamente arraigada que —júzguesele como se le juzgue— constituye una idiosincrasia, una respuesta natural a las solicitudes externas e internas. De allí lo inútil, en esta etapa, de las reacciones puramente morales ante la institución del sexismo. La ofensiva moral tiende a detenerse en la satanización, en el cerco condenatorio. Y el sexismo, como todos nuestros acondicionamientos seculares, como todas nuestras respuestas culturales profundas, desborda juicios y anatemas, deshace o se burla de los intentos críticos. Frente al sexismo, la respuesta debe ser política, no moral. La lucha contra la servidumbre fatalizada de un sexo, contra la esquematización implacable de la conducta, debe insertarse de modo orgánico, en la lucha actual de liberación. La revolución sexual es un aspecto más (clásico) de la revolución de nuestro tiempo.

Mas las notas están tomando un rumbo dogmático, sentencioso y precipitado. Su título no anuncia un programa de acción sino un panorama. Retomo una línea supuestamente expositiva, con una declaración: a la tarea de precisar el alcance del sexismo en nuestra literatura, le atribuyo una importancia significativa. Ahora, cuando se inicia la revisión de nuestro proceso histórico, momento desmitificador y desmistificador, procede examinar el alcance y las tradiciones de los sistemas de explotación, uno de los cuales, esencial, determinante, es el sexismo.

La mujer como personaje

A la mujer, en nuestra literatura, le corresponde asumir un papel fundamental: el de paisaje. El hombre es, siempre, el centro, la razón de ser. En las márgenes, ennoblecida o mancillada, la mujer se mueve —según le vaya— con dignidad o sinuosamente. Puede ser la madre (que todo lo sufre), la esposa (que todo lo perdona) o la prostituta (que todo lo degrada). Es, por necesidad, un pretexto o una ocasión. Alguna vez lo expresó con tono lapidario (no musicalizable esta vez) Antonio Machado: “La mujer es el anverso del ser”. ¿Cuál es el anverso del ser? ¿El no ser, la no entidad? ¿O el territorio a un costado de la ontología, donde afirmaciones o negaciones se producen invertidas, fantasmales, inexistentes a fuerza de oponerse a la verdadera realidad? El ser de la mujer, de acuerdo a esta concepción, es, cuando se da un ser derivado, prestado. Para esta literatura (y para esta pintura, esta música popular y posteriormente para esta radio, este cine, esta televisión), la mujer es una representación masculina de no estar (oficialmente) solo. La primera presencia es Tonantzin, Nuestra Madre que deviene en Guadalupe, quien no hizo igual con ninguna otra nación. Al decretarse y fundarse políticamente el milagro del Tepeyac, se fijan los términos de la idealización: la mujer venerable, reverenciable (“Te juro que eres lo más sagrado para mí”) es la Virgen, con o sin mayúscula. Si la interpretación no estuviese sospechosamente teñida de psicologismo, se podría advertir en toda una zona de la literatura (o de la realidad) el programa panvirginal: lo inmaculado es el signo de las mujeres respetables: mi madre o mi esposa o mi hija son, han sido y serán vírgenes perfectas, porque la virginidad, más que una condición física, es un atributo de lo que me pertenece. Como objeto de mi posesión, es inaccesible, al margen y más allá de cualquier profanación. En última instancia, la virginidad será sagrada por manifestarse como forma, compleja y evidente a la vez, del derecho de propiedad.

Inventada, dibujada y desdibujada por la literatura, la mujer va asumiendo, encarnando diferentes papeles: es la amada remota a la cual deben dedicarse reflexiones y reminiscencias (el objeto idolátrico de algunos poetas modernistas, la Fuensanta de López Velarde); la novia pura (la Remedios de Emilio Rabasa, la Clemencia de Ignacio Manuel Altamirano); la madre abnegada y comprensiva que resplandece desde el dolor y la pérdida (ser ubicuo y omnipresente que se desplaza de la novela de folletín a la poesía popular, en el estilo de “El brindis del bohemio” de Guillermo Aguirre y Fierro, a los personajes dulces y firmes de Efrén Hernández); la pecadora arrepentida, Magdalena, enterada de que el precio por el rescate de su virginidad es la muerte (la heroína del folletín, la Santa de Federico Gamboa); la devoradora, quien adquiere de los hombres el espíritu depredatorio, quien acude a técnicas masculinas de sojuzgamiento para vengarse por la destrucción de su virginidad (este cliché, muy compartido, resulta personaje secundario en las novelas y principalísimo en el cine: María Félix lo convertirá en su emblema como también, en plena abundancia terrenal, las rumberas: Ninón Sevilla, Meche Barba, etcétera. Recientemente, Irma Serrano en La Martina revivió a la devoradora confundiendo a la ninfomanía con la mentalidad de la sociedad de consumo).

Otros arquetipos: la soldadera fiel, la criatura admirable que se deja matar por su hombre en el canje de vidas (la Codorniz de Los de abajo de Mariano Azuela); la coqueta victimable que juega con su honra para perder (Micaela en Al filo del agua, de Agustín Yáñez); el ser febril y remoto (Susana San Juan en Pedro Páramo, de Juan Rulfo); la amante enloquecida, la víctima del amor-pasión que en la entrega se redime de su impudor (Adriana en La Tormenta, de José Vasconcelos); la diosa venerada, tan magnífica que merece alternar con la madre (Rosario en el “Nocturno” de Manuel Acuña); la hembra terrenal ya irrecuperable, la india brava de bruna cabellera en el “Idilio salvaje” de Manuel José Othón); la ninfeta purísima cuyo amor con el adulto sólo puede consumarse en la tragedia (la Carmen de Pedro Castera).

¿Una conclusión rudimentaria y general? Nuestra literatura carece hasta el día de hoy de personajes femeninos cuya realidad se describa orgánicamente. No se establecen unitariamente: se presentan como mitología, diseños previos. Incluso en la que quizá sea nuestra mejor novela, Pedro Páramo, al lado de lo descarnado y obsesivo, de la presencia tajante del cacique, se da lo doblemente espectral, la presencia enloquecida por incorpórea de Susana San Juan, quien jamás desiste de su condición aislada y distante, es siempre el erotismo intenso e impreciso, la afonía fantasmal, el amor inasible. Pedro Páramo poseerá a todas, las ultrajará, las domará, las desechará. Mientras las mujeres sean inferiores son posibles: Dolorita Preciado o Damiana Cisneros. Cuando Pedro Páramo eleva a Susana a su nivel y la ama no con amor de violentador físico, en ese instante Susana San Juan se despoja de cualquier característica definible, se vuelve delirante proyecto místico, un abandono erótico que anhela la eternidad; se vuelve, en definitiva, el no ser.

Lo cual es inevitable. Porque así sea mínima la relación entre lo que podría designarse (de modo convencional) como realidad literaria y realidad real, ese vínculo unirá a la literatura con un espacio donde la mujer no dispone de peso específico, en una situación secundaria y dependiente. Para que la mujer llegue a la literatura con un centro de gravedad propio, debe advenir como invento, convenio entre el autor y la credulidad del lector. No es un problema de misoginia: lo que sucede es previo y posterior al odio a la mujer. Cultura y literatura conciben a la mujer como una criatura sólo concebible o consignable por escrito, ya que al ser reproducida naturalistamente, por ejemplo, carecería de interés y densidad espiritual. La mujer en la literatura mexicana, si va a ser expresada con complejidad, será, casi fatalmente, una abstracción.

El proceso histórico

En su espléndida “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz”, en pleno siglo XVIII, Sor Juana Inés de la Cruz describe una batalla: la de una mujer excepcional que decide ejercer la inteligencia en una sociedad que a la mujer sólo le consiente la gracia, el arrobo, el azoro y la sumisión. La carta a Sor Filotea es un documento admirable: la resistencia última de un sentenciado a quien aguardan la ignorancia y el silencio, la renuncia al entendimiento y “la quietud del claustro”. Sor Juana, en una sociedad donde “muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres”, defiende con angustia y celo su derecho a leer, su derecho a saber, su derecho a escribir. “Pues si está el mal —afirma— en que los use [los versos] una mujer, ya se ve cuántas los han usado loablemente; pues ¿en qué está el serlo yo?” En la pregunta de Sor Juana yace implícita la contestación: el mal intrínseco de una mujer es serlo, su “ruindad y vileza” como ella misma establece, son sinónimos de su condición femenina.

Entre el conocimiento de un fracaso inevitable y la voluntad de negarse —hasta el límite— al sometimiento (la extinción), se mueve la grandeza de Sor Juana, una grandeza que es defensa (personal y genérica) del conocimiento. Su singularidad la enfrentó a la represión, a esa incomprensión que se ha continuado en estudios y exégesis. Los padecimientos de Sor Juana prosiguen hasta hoy: por un lado, las integrantes de esas “asociaciones culturales” que todavía ven a la mujer como el “mejor aliado del hombre” la han asumido como símbolo, ignorando el sentido radical (intelectual y político) de su obra; por otra parte, la prisa o el desdén (ambas actitudes derivadas del sexismo) han convertido sus redondillas en la mera expresión (divertida) de una queja, no de la crítica que fue su declaración polémica sobre las desventajas institucionales de su sexo. De este modo, el “Hombres necios que acusáis...” se ha vuelto una simple referencia burlona a una protesta quejumbrosa, “sin ver que sois la ocasión/de lo mismo que juzgáis”.

Las reglamentaciones del siglo XIX

José Joaquín Fernández de Lizardi, designado por aclamación el primer novelista mexicano, en uno de sus libros clásicos, La Quijotita y su prima (1818-1819), delinea para la mujer un código implacable de conducta. El pretexto lo proporcionan las oposiciones en la educación de dos niñas, Pomposa y Pudenciana. Un personaje, el coronel, vocero del autor, explica así el punto de vista del insurgente Lizardi:

Por la ley natural, por la divina y por la civil, la mujer, hablando en lo común, siempre es inferior al hombre. Te explicaré esto. La naturaleza... constituyó a las mujeres más débiles que los hombres, acaso porque esta misma debilidad física de que hablo les sirviera como de parco o excepción para conservarse en aptitud para ser madres y sostener la duración del mundo... Creo que no me entiendes; [por supuesto, el coronel monologa con una mujer] te lo diré más claro. La naturaleza, o hablemos como cristianos, su sapientísimo autor, no concedió a las mujeres la misma fortaleza que a los hombres, para que éstas, separadas de los trabajos peculiares a aquellos, se destinasen únicamente a ser la delicia del mundo, y por consiguiente, fuesen las primeras y principales actrices en la propagación del linaje humano.

Se ha estipulado la misión de la mujer: es un artefacto de lujo, con capacidad reproductiva. La primera virtud: la docilidad. La segunda: la gratitud. En esta riquísima antología del sexismo decimonónico, La Quijotita y su prima, el coronel (resumen muy calificado de la mentalidad liberal de la primera mitad del XIX) expresa su criterio:

Verdaderamente ellas [las mujeres] son dignas del aprecio y estimación del hombre culto, y este aprecio hace que se les tribute su respeto y que les ceda en muchas ocasiones la preferencia que a él le toca; mas estos respetos y atenciones debe recibirlos la mujer juiciosa; o como un premio debido a su virtud, o como un efecto de la generosidad de los hombres, y nunca los exigirá como unos derechos debidos a su soberanía de mujer.

La propia generosidad de Lizardi no termina allí. Posee también tesis tajantes en lo tocante a la división del trabajo:

Teniendo en consideración esa misma debilidad [la de las mujeres, que las hace inferiores a los hombres por ley de la naturaleza], las leyes civiles las han separado del sacerdocio, gobierno, política y arte de la guerra, que les han confiado a los hombres, de cuya privación resulta un justo premio debido al bello sexo, y tan justo, que los hombres en haberlas excluido de estos cargos no han hecho más que premiarles sus peculiares ejercicios, recompensarles sus fastidiosas fatigas y buscar sus propias conveniencias.

El hombre que las vitupere por razón de la diferencia del sexo debe ser declarado por necio y por ingrato; pero al fin de todo, hemos de confesar que justísimamente las mujeres son inferiores a los hombres por las leyes civiles. ¡Qué bien se acomodaría una mujer con un niño en los brazos asido de un pecho y sobre el otro apoyando un fusil! Lo mismo digo de una pluma, un formón, un arado u otros instrumentos peculiares de los hombres: era menester que abandonara el instrumento o el niño.

No tiene mayor sentido responsabilizar a un autor por la moral social prevaleciente en su época. Lizardi, producto típico de los códigos de conducta avanzados de la sociedad virreinal, no hace sino resumir un pensamiento general. Ocurre que esta visión patriarcal, que admite jubilosa la reducción de la mujer al metate, el comal y la tortilla, no termina en Lizardi. Dispone, para perpetuarse, de una admirable caja de resonancia: la familia, unidad monolítica forjada a conveniencia de las clases dominantes y de la Iglesia, que llega, casi inalterada, al día de hoy. La sociedad se funda en la familia y, en reciprocidad, la sociedad le aporta al matrimonio sus bases morales, religiosas, sociales y económicas; las bases que posibilitan la continuidad. Los novelistas del XIX (y muchos del XX) identifican la felicidad con el matrimonio y solicitan de los contrayentes requisitos inflexibles: riqueza y crédito monetario; nobleza (nacimiento, linaje); prestigio ocasional; influencia y poder; educación; respetabilidad; reputación, temperamento y cualidades personales (físicas, morales, intelectuales, espirituales); incluso raza y color. En esta literatura acrece la defensa sistemática del matrimonio, sus ventajas y exigencias. Nada más justo, como indica el teórico de la novela de ese tiempo, Ignacio Manuel Altamirano, ya que la novela debe ser “fácil de comprender por todos, y particularmente para el bello sexo, que es el que más la lee y al que debe dirigirse con especialidad, porque es su género”. Dueña de la novela por constituirse en la principal demanda en el mercado, la mujer acepta, en un acto de retroalimentación, que se la describa como a un valor económico y que se estimule su virtud en el logro de un matrimonio conveniente (esto es, financieramente respetable). El género novelístico posee leyes propias: los valores morales de la novela vigorizan la realidad económica burguesa, donde las mujeres dependen por completo del matrimonio para su sobrevivencia material (los ingresos de una mujer mexicana en el siglo XIX eran, en el mejor de los casos, una sexta parte, aproximadamente, de los ingresos del hombre, y la propiedad de la mujer pasaba, en el instante de la boda, a manos del marido en forma automática). En este sistema económico, no desaparecido, la honra se adjudica al mejor postor, y la virginidad cedida antes del matrimonio significa (inevitablemente) un descenso de las posibilidades en el mercado de la mujer en cuestión, y por lo tanto una disminución de su garantía de supervivencia.

La polarización de los papeles económicos se acompaña obligadamente de una polarización de los papeles psicológicos y a la mujer se le exige ser débil y pasiva en lo emocional, puesto que es dependiente en lo económico. Ni la María de Jorge Isaacs, ni la Amelia de José Mármol, ni la Clemencia de Altamirano disponían de ingresos propios, y eso las ayudaba a sufrir mejor y más noblemente, de acuerdo a la concepción de sus creadores.

La rendición por el espíritu

Distante, hierática, vaporosa, admirable, dulce, serena, mirífica o vagarosa, la mujer transcurre en nuestra literatura como un vasto proyecto utópico. Su capital inicial es su pasividad; su matrimonio es su meta y su realización; su adulterio es la expulsión del paraíso; su promiscuidad es su exterminio. De modo ritual, representa dos extremos de una teología para el consumo: es la Caída o es la Gracia. Si es la Caída, tenderá a confundirse con la ciudad, volviéndose una entidad sospechosamente parecida a los accidentes de trabajo. Si es la Gracia, devolverá con su sola presencia la pureza a quien la contempla. En este orden de cosas, ninguna maniobra más demagógica (y más evidente) que aquella que identifica a la mujer con el espíritu y la sacia de bienes verbales, la vuelve origen y recuperación. Si la mujer es el Espíritu, la mujer es, de nuevo, una magnífica irrealidad, un mero punto de partida de fantasías literarias. Y la Eva eterna, prestigiosa y perfecta, llena de virtudes frutales y ensanchadoras de rumbos, al concluir la parrafada lírica retorna a su espacio doméstico y se confina en los tres ghettos a su disposición: la cocina, la recámara y el confesionario. El sexismo dispone también de retóricas ennoblecedoras de su acción esclavista y uno de sus ejercicios predilectos es la metamorfosis de la mujer en esa honorable y vacua entidad romántica, el Espíritu, entidad que permite humillaciones y contriciones, arrepentimiento y postraciones de hinojos. La rendición ante la mujer a través del Espíritu —y de eso hay pruebas abundantes en la poesía romántica y en la declamación modernista de entonces y de ahora— no es (¿se necesita decirlo?) un acto de autocrítica, sino una autoexaltación que solicita testigos.

Por otra parte, esa especie de oculto priismo literario, donde el Espíritu sustituye a la Revolución mexicana en su representación totalizadora, no deja de manifestarse clasistamente. En esta narrativa y en esta poesía, las mujeres del pueblo podrán ser ingeniosas, dicharacheras, aguerridas, leales, graciosas. Espirituales nunca. El Espíritu es conquista de las elites y don sublime de las clases altas.

Al margen del sexo

La retórica de la mujer como el Espíritu es parte de una realidad inexorable: la asexualidad, la antisexualidad de nuestra literatura, una literatura que —todavía a principios de la década de los sesenta— conservaba casi intacta su estructura feudal, su negación del cuerpo y el orgasmo, su aversión vivísima a utilizar el coito como una explicación consecuente de la realidad. La mojigatería funcionó durante siglo y medio como agresividad y defensa: no había la referencia al acto sexual porque las relaciones se movían en planos ideales; no existía la visión o la glorificación del cuerpo humano porque a éste no se le concedía realidad literaria. No es de extrañar entonces que los escritores menos contaminados de sexismo sean los más penetrados de erotismo. El sexismo tiende, en su instancia más evidente y apocalíptica, a negar la explotación haciendo invisible lo que considera profanación. Para el sexismo, en forma a la vez hipócrita y consecuente, la virginidad es el estado alabable en la mujer, porque es una exaltación ficticia de la pureza y una especie de redención pública del objeto poseído, humillado, gastado, deteriorado hasta el punto de la maternidad constante.

Por eso, los escritores que han asumido profundamente su erotismo no responden, no pueden responder, a las calificaciones usuales de sexismo. En una sociedad como la nuestra, el erotismo es explosivo y subversivo e incluso el amor-pasión, con su carga de ingenuidad y teatralización primitiva, ha desempeñado una función renovadora. Una sociedad puritana, feudal, porfiriana, no gusta de las obsesiones. La obsesión (con su carga monomaniaca de insistencia, con su inflexibilidad) es a la vez un reproche y un desafío. Cuando, en 1904, Efrén Rebolledo insiste reiterativo:

Tú no sabes lo que es ser esclavode un amor impetuoso y ardiente,y llevar un afán como un clavo,como un clavo metido en la frente.

 

Tú no sabes lo que es la codiciade morder en la boca anhelada,resbalando su inquieta cariciapor contornos de carne nevada. [...]

 

Y no sabes lo que es el despechode pensar en tus formas divinas,revolviéndose solo en su lechoque el insomnio ha sembrado de espinas.

se está produciendo —sin que la historia literaria lo sepa— una revuelta de proporciones considerables. En pleno porfirismo, un obseso sexual, alguien que reconoce y ama públicamente la lujuria, un escritor que ambiciona a un cuerpo de modo concreto. La tradición sacralizante de la poesía mexicana había ido de la abstención mitológica de Ignacio Ramírez (“Ara es este álbum: esparcid, cantores,/a los pies de la diosa incienso y flores”) a la contabilidad de Manuel Gutiérrez Nájera, primer creyente en el poder adquisitivo de la literatura y adorador fiel de la mujer como objeto:

Las novias pasadas son copas vacías,en ellas pusimos un poco de amor.El néctar tomamos... huyeron los días...¡Traed otras copas con nuevo licor!

 

Champán son las rubias de cutis de azalea;borgoña los labios de vivo carmín;los ojos oscuros son vino de Italia,los verdes y claros son vino del Rhin.

O la exaltación autoritaria, el credo de Salvador Díaz Mirón, quien en su poema “A Gloria” declara:

¡No intentes convencerme de torpeza

con los delirios de tu mente loca!

¡Mi razón es a la par luz y firmeza,

firmeza y luz como el cristal de roca!

y culmina:

¡Confórmate, mujer! ¡Hemos venido

a este valle de lágrimas que abate,

tú, como la paloma, para el nido,

y yo, como el león, para el combate!

Frente a esta tradición, Rebolledo se decide por otro camino, un camino que se verá ocultado, disminuido por la necesidad de contener, de reprimir. Según la cultura oficial, en México no hay instintos, hay principios sanos y firmes; no hay erotismo, hay locura carnal. La decencia acude a eliminar el mensaje de Rebolledo, como intervendrá después para reblandecer o suprimir el aspecto erótico de la poesía de López Velarde, hoy convertido —luego de agotadores homenajes oficiales y de una biografía fílmica que augura una serie de televisión— en el perfecto novio de provincia, el febriscente y casto pretendiente que se aferró con nostalgia al amor puro. López Velarde, por lo contrario, me resulta colmado de tensiones subterráneas, un poeta maldito (un blasfemo y un profanador protegido por su barroquismo y su franqueza) vencido “sobre un motín de satiresas y un coro plañidero de fantasmas” e inmerso en la idolatría “de los bustos eróticos y místicos”. Mas sus posibilidades heresiarcas (su “barómetro lúbrico”) no podían ser asimiladas por una cultura que sigue viendo en la pornografía a un enemigo (no tan ocasionalmente deleitoso) y sigue exaltando formalmente una monogamia feudal. López Velarde fue purificado, virginizado, devuelto al estado de inocencia que se identifica con el ánimo provinciano. Y este procedimiento depurativo no es ajeno al usado para convertir, digamos, a Flores Magón en un mero precursor lírico de la Revolución. De acuerdo a tal concepción, el destino de los heterodoxos, en el mejor de los casos, es la aureola romántica.

La venganza como sometimiento

“Porque el poder —afirmó D. H. Lawrence— es el primero y el más grande de todos los misterios. Es el misterio que está detrás de todo nuestro ser, incluso detrás de toda nuestra existencia. Incluso la erección fálica es el primer movimiento ciego del poder.” Y quizá también el ocultamiento programado de la realidad sexual sea un primer movimiento de la debilidad o, por lo menos, de una búsqueda mutilada del poder. A la literatura mexicana, como a casi toda la literatura latinoamericana, la ausencia del sexo y del erotismo (oculto o evidente) la han vuelto borrosa, desleída, mentirosa. La carencia de las cargas subterráneas de la atracción física, de las tensiones y distensiones que engendra la relación sexual, se ha complementado con una descripción inalterable de la mujer: sujeto de servidumbre doméstica (lo que incluye el coito), es también una especie de testigo permanente de su existencia y de la ajena, alguien siempre presente de modo inmóvil, actuada reiterativamente por sus propias acciones. Aun ahora, con la novedad de las francas descripciones sexuales, la mujer continúa apareciendo como un pretexto y un escenario, el territorio pasivo, la trampa sojuzgable, el gemido de rendición ante la fuerza irrebatible de la voluntad fálica. Sin vida propia, la mujer es un designio de la naturaleza masculina.

¿Hay revancha en la mujer? En todo caso, hay complicidad con el desastre. Por el amor a la mujer (el “embrujo” o el “hechizo”, nociones mágicas que indican la imposibilidad de un dominio femenino logrado por procedimientos —por así decirlo— normales) pueden desencadenarse catástrofes pavorosas sobre el enamorado, pero quien arrasa no es la mujer sino la voluntad de autodestrucción del personaje, su “debilidad femenina”. Sólo si es como una mujer, podrá alguien ser vencido por una mujer. De allí que, abruptamente escondida, traspuesta, minimizada, la mujer aparece y reaparece en esta narrativa para a) frustrar o amortiguar el heroísmo y la participación política; b) revalidar el chantaje sentimental como la forma de comunicación entre el valor masculino y la cobardía femenina; c) transformarse en acicate del oportunismo.

Disminuida, la mujer crece como elemento negativo. O es la amada jamás perfectible o es la criatura sensata, nutrida de aptitudes hogareñas, que anula o castra al personaje. Ya que no cuenta con vida propia, la mujer (descrita como un acto de venganza que es una confesión de impotencia) intentará deshacer la de los demás.

Recurso o comprobante