Moisés en la llanura - Shuang Xuetao - E-Book

Moisés en la llanura E-Book

Shuang Xuetao

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Cubiertas por la nieve, bajo la penumbra que caracteriza a los márgenes que el progreso ha olvidado iluminar y custodiadas por la mirada de un gigantesco timonel de concreto, estas dos novelas cortas nos transportan a una fría ciudad al nordeste de China. Allí, un arma asesina revive el caso de una serie de asesinatos que quedó sin resolver, y un hombre ahogado por las deudas decide demostrarles a quienes ha defraudado que no se equivocaron al confiar en él. Con una sobriedad lacerante, la prosa de Shuang Xuetao, uno de los autores jóvenes más celebrados en la China contemporánea, entrelaza tiempos en los que la violencia y el desencanto son el factor común: un pasado de ebullición social e industrialización rampante, un presente de abandono y los días intermedios en los que la utopía fue transformándose en una feroz competencia. Este volumen es la presentación en lengua hispana de una de las escrituras más emocionantes del continente asiático, una obra cuya asimilación de la mejor literatura occidental nos demuestra que, en medio del más crudo realismo, puede brotar una sobrecogedora esperanza por un futuro sin adjetivos.

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Seitenzahl: 237

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DERECHOS RESERVADOS

© 2016, 2017 Shuang Xuetao

Publicado bajo acuerdo con Casanovas & Lynch Literary Agency y Shanghai Translation Publishing House.

“Moisés en la llanura” (平原上的摩西) fue publicada originalmente en la colección de relatos homónima por ThinKingdom/Baihua Literature and Arts Publishing House, 2016.

“El aeronauta” (飞行家) fue publicada originalmente en la colección de relatos homónima por Imaginist/Guangxi Normal University Press, 2017.

© 2022Xuan Le, por la traducción

© 2022Munir Hachemi, por la traducción

© 2022Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadiaeditorial.com

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: 2023

eISBN: 978-607-8851-37-9

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Hecho en México.

ÍNDICE

平原上的摩西

MOISÉS EN LA LLANURA

ZHUANG DEZENG [ 庄德增 ]

JIANG BUFAN [ 蒋不凡 ]

LI FEI [ 李斐 ]

FU DONGXIN [ 傅东心 ]

LI FEI [ 李斐 ]

ZHUANG DEZENG [ 庄德增 ]

ZHUANG SHU [ 庄树 ]

SUN TIANBO [ 孙天博 ]

FU DONGXIN [ 傅东心 ]

LI FEI [ 李斐 ]

ZHUANG SHU [ 庄树 ]

ZHAO XIAODONG [ 赵小东 ]

LI FEI [ 李斐 ]

ZHUANG SHU [ 庄树 ]

飞行家

EL AERONAUTA

UNO

DOS

TRES

CUATRO

CINCO

SEIS

平原上的摩西

MOISÉS EN LA LLANURA

ZHUANG DEZENG [ 庄德增 ]

En 1995 dejé mi puesto en la fábrica municipal de tabaco y viajé al sur, a Yunnan, con un contable y un agente comercial. Antes de dejar el trabajo, dirigía el Departamento de Comercialización y Abastecimiento. Durante la Gran Revolución Cultural había sido un zhiqing, uno más de esos estudiantes a los que mandaron a trabajar al campo. Volví a la ciudad con experiencia y con el grado escolar, así que me asignaron el puesto de mi padre en el Departamento de Comercialización y Abastecimiento. Por aquel entonces se trataba de un departamento de pega compuesto por tres personas que nos pasábamos el día tomando té y leyendo el periódico. Como yo era joven, hombre y pariente lejano del director de la fábrica, unos años después fui ascendido a director de sección. Mis dos compañeros pasaron a ser mis subordinados, pero ambos eran mayores que yo, así que ninguno me llamaba “director”; seguían llamándome Xiao Zhuang.* Fue por aquel entonces cuando me organizaron una cita con Fu Dongxin. Tenía veintisiete años y era también una zhiqing que había vuelto del campo. Era guapa, de pelo muy negro y espalda erguida, no muy alta pero elegante de una forma despreocupada. Su padre había sido profesor de filosofía en la universidad antes de la fundación de la República Popular. Yo no sé mucho de filosofía, pero de él decían que pertenecía a la corriente del idealismo, así que fue fulminado durante el movimiento antiderechista y sus alumnos utilizaron sus libros para cebar las hornillas o para empapelar las ventanas. Durante la Gran Revolución Cultural fue torturado y se quedó sordo de un oído, por lo que no pudo seguir enseñando. Aun así, años después recuperaría su plaza de profesor. Fu Dongxin era la segunda de tres hijos; ninguno se dedicaba a lo mismo que el padre, ambos trabajaban en fábricas y se habían casado con mujeres de clase obrera.

El día de nuestra primera cita, Fu Dongxin me preguntó qué libros había leído. Rebuscando en mi memoria recordé que antes de que me enviaran al campo había llegado a leer un cómic que adaptaba el Sueño del pabellón rojo. Me preguntó si todavía me acordaba de quiénes eran los protagonistas. Yo dije que no, que solo recordaba una mujer llorona y un hombre amanerado. Se rio y me dijo que por ahí iba el asunto. Me preguntó por mis aficiones y le conté que en verano me gustaba nadar en el río Hun y en invierno en el lago artificial del parque Beiling. En aquel otoño de 1980 los ríos aún no se habían congelado, pero ya hacía muchísimo frío. Ese día llevaba un suéter de cuello alto que me había hecho mi madre y una chaqueta negra de cuero que me había prestado un amigo. Hablábamos mientras remábamos en el lago artificial del parque. Ella estaba enfrente de mí, llevaba una bufanda roja y un par de zapatos de tela y tenía un libro en la mano, me parece que era sobre caza y que el autor era extranjero. Aunque ya tenía cierta edad y trabajaba en la fábrica y al terminar la jornada siempre olía, como todos, a tabaco, aquella mañana se había transformado en una estudiante embarcada en una excursión otoñal. Dijo que en el autobús de camino a nuestra cita había terminado de leer una novela corta incluida en el libro que llevaba, titulada “El médico del distrito” y que estaba muy bien escrita. Quiso saber si conocía el argumento y le dije que no. Me contó que se trataba de una mujer que se cae al agua y de un hombre que se desnuda y se lanza a rescatarla. La agarra del cuello y luchan por llegar a la orilla, pero ella ha tragado demasiada agua y sabe que va a morir. En el último momento se fija en el vello de la nuca del hombre, en su pelo húmedo, en sus tendones tensos por el esfuerzo… y se enamora de él. Fu Dongxin terminó el resumen diciendo: “a veces pasan cosas así, ¿no crees?”. Respondí que yo era buen nadador y que podía estar tranquila. Se rio de nuevo y dijo: “has aparecido en el momento justo. Sé que eres un poco bruto y yo un poco demasiado culta. El único libro que has leído, el del cómic, es un gran libro; si no me desprecias por pensar demasiado, podríamos construir una vida juntos”. “Cuando estoy contigo parezco un bruto”, dije, “pero normalmente no soy así”. “Lo sé”, respondió, “el hombre que nos presentó me dijo que en el asentamiento rural eras un líder entre los jóvenes, el cabecilla de todas las expediciones”. “Si hay en el mundo quien tenga alimentos”, declaré, “yo también tendré, y te los daré; si hay quien coma bien, no dejaré que comas peor”. “Por la noche”, dijo ella, “me gusta leer y escribir, y llevo un diario. Asegúrate de no molestarme”. “Dormimos juntos, ¿no?”, pregunté. No respondió, solo me hizo un gesto para que remara más fuerte y no me detuviera hasta llegar a la orilla.

Un año después de casarnos nació nuestro hijo. Ella eligió el nombre, Shu, que significa “árbol”, así que se llamó Zhuang Shu, aunque le decíamos Xiao Shu. Hasta que cumplió tres años se pasaba los días en la guardería de la fábrica, donde yo lo dejaba y lo recogía a diario, ya que Fu Dongxin se encargaba de hacer la compra y cocinar. Era nuestra particular división del trabajo. Su comida era casi incomible, pero habría sido mucho peor que recogiera al niño. Una vez llevaba a Xiao Shu en bicicleta y su piececito se trabó entre los radios de una de las ruedas; a ella le pareció raro que el pedal no se moviera y pisó con más fuerza. En el taller no gozaba de popularidad porque no jugaba al póquer y no sabía tejer suéteres; en los descansos de después de las comidas se retiraba a leer entre las pilas de hojas de tabaco, lo que imponía cierta distancia entre ella y nuestros colegas. En los años ochenta el ambiente social había mejorado, pero aun así todo el mundo opinaba que, si venía otra ola del Movimiento, Fu Dongxin sería la primera en caer. Un día fui a comer con ella y descubrí que su almuerzo estaba frío. Al parecer hacía ya tiempo que, cada mañana, después de que metiera su comida a calentar en el horno de vapor, alguien la retiraba. Puse al jefe del taller al tanto de la situación, pero él dijo que se trataba de lo que Mao llamaba “un conflicto en el seno del pueblo” y que no podía hacer nada, que él no era el comisario de nadie. Después empezó a quejarse de que quienes compartían equipo con Fu Dongxin tuvieran que trabajar mucho más porque ella era lenta y se movía como si estuviera bordando. Además, en un grupo de estudio de las palabras del camarada Deng Xiaoping, se dedicó a dibujarlo y lo retrató enorme, mientras que a los camaradas Hua Guofeng y Hu Yaobang los hizo tan pequeños que parecían de juguete. De no haber sido porque el director quería protegerme, aquello habría llegado a oídos de los jefes de la fábrica y la habrían mandado a otro departamento. Lo que dijo me dio qué pensar, así que me di la vuelta, fui a unos grandes almacenes y compré dos botellas de aguardiente Xifeng, volví al taller, las puse en la mesa del jefe y le dije: “entonces mándala al departamento de imprenta”.

Fu Dongxin siempre había disfrutado copiando las ilustraciones de los libros. Cuando nos casamos, en la dote había un cuaderno grande lleno de esa clase de dibujos. Yo no sabía qué representaban, pero todos me parecían bonitos; había una catedral altísima en cuyo techo un jorobado tañía las campanas; también había mujeres extranjeras con vestidos majestuosos cuyos pliegues estaban tan bien dibujados que casi se podía oír el frufrú que hacían al moverse. Una noche, después de cenar, saqué un taburete al patio para tomar el fresco. Ella estaba reclinada en la cama, leyendo, y Xiao Shu, sentado frente a mí, jugaba con mi caja de cerillos; la agitaba junto a su oreja y luego la olía. Teníamos un televisor en blanco y negro, pero apenas lo encendía para no molestarla. Al rato Fu Dongxin también sacó un taburete y se sentó a mi lado. “Mañana empiezo en la sala de imprenta”, dijo. “Bien, pon atención en tu trabajo”, respondí. “Hoy hablé con el jefe de imprenta”, añadió ella, “quiero hacer algunos dibujos para las cajetillas, un poco por diversión, luego ellos verán si los usan o no”. “Bien, hazlos”. Se quedó pensativa y finalmente me dijo: “gracias, Dezeng”. No sabía qué decir, así que sonreí. En ese momento Lao Li, el padre de Xiao Fei, pasó por delante de nosotros de la mano de su hija. Allí vivíamos unas veinte familias en casas de una sola planta; Lao Li, el del extremo este, trabajaba en la fábrica de tractores, era mecánico, de cara cuadrada y de altura media pero robusto. Nos conocíamos desde pequeños. Tenía dos hermanos; no era, como yo, hijo único. Lao Li era el menor, pero los mayores le tenían miedo. Durante la Gran Revolución Cultural los sellos estaban muy cotizados, y él había llegado a herir a alguien con un arma blanca para conseguir uno. Conmigo también tuvo un enfrentamiento, pero ya habíamos hecho las paces. Después de casarse sentó cabeza: trabajaba duro y era hábil, así que se convirtió en un obrero destacado para la fábrica y para el Partido. Su esposa también trabajaba en la fábrica de tractores. Se dedicaba a la chapa y pintura y siempre llevaba una mascarilla, lo que hacía que alrededor de la nariz tuviera un cuadrado más blanco que el resto de la cara. Por desgracia, murió al dar a luz a Xiao Fei. Lao Li nos vio y dijo: “¿Qué hacen los tres sentados en fila? ¿Están dando clase o qué?”. Le pregunté si estaba de paseo con Xiao Fei. “La niña quería un helado”, dijo, “así que fuimos a lo de la abuela Gao”. Xiao Fei se puso a hablar con Xiao Shu. Quería cambiarle la caja de cerillos por lo que le quedaba de helado, más o menos la mitad. Xiao Fei miró a Fu Dongxin, que dijo: “Xiao Shu, dale la caja de cerillos a tu amiguita. Y no le pidas el helado a cambio”. Al oír eso, Xiao Shu tiró al suelo la cajetilla, que hizo un ruido seco al caer, y rápidamente le quitó el helado a Xiao Fei. Ella recogió los cerillos, sacó uno, lo encendió y se quedó mirándolo fijamente. Para entonces ya había oscurecido, era una noche de luna nueva. Cuando el fuego llegó a la mitad del cerillo, Xiao Fei lo usó para prender el resto de la caja. Lao Li alargó la mano para quitársela; daba la impresión de que no lo hacía por temor a que Xiao Fei se quemase sino porque sabía que lo había hecho adrede. Ella lanzó hacia el cielo la bola de fuego, que emitió un sonido cantarín, bsbsbsbs, mientras volaba cada vez más alto.

* Nota de las traductoras: En mandarín es común anteponer la palabra “xiao” (小), que significa literalmente “pequeño”, al nombre de los niños o de personas más jóvenes que uno mismo. Ocurre lo mismo con “lao” (老), “anciano”, y las personas mayores. En el cuerpo del texto no haremos más esta aclaración, así que el lector debe tener en cuenta que Xiao Zhuang y Zhuang Dezeng son, en este caso, el mismo personaje, y que lo mismo ocurrirá con otros personajes en las dos novelas de este volumen.

JIANG BUFAN [ 蒋不凡 ]

Cuando dejé el ejército me puse a trabajar de policía y participé en varios casos, todos relacionados con la política de Mano Dura.* Detuvimos a mucha gente, aunque no por delitos importantes; eran más bien cosas como bailar, pasar la noche fuera de casa, hurtos menores… en general, nunca ocurría nada grave y estábamos tranquilos. Por eso, la aparición de “los dos Wang” un par de años después del fin de la Mano Dura fue una sorpresa. Da Wang, el mayor, había sido, por cierto, condenado en aquel periodo, y Xiao Wang había estado en el ejército. De hecho, el cuartel de Xiao Wang y el mío estaban cerca, en la parte este de Mongolia Interior, así que yo ya había oído hablar de él. Decían que su puntería era magnífica, que podía cambiar el cargador con una sola mano y que tenía el récord de disparo rápido.

Los hermanos cometieron muchos asaltos, la mayoría a sucursales bancarias y tiendas de compraventa de oro. Durante el tiempo que pasó en el ejército, cada vez que escribía a su familia, Xiao Wang incluía cinco balas con la carta; eran esas mismas balas las que utilizaron después en los atracos. Hoy eso nos suena increíble, pero así fue como se aprovisionaron. En los asaltos siempre participaban los dos, con una pistola cada uno y miles de balas. Después los pusimos en la lista de los más buscados y empezaron a robar en casas particulares. Había carteles por todas partes y, aunque llevaban amarrados al cuerpo grandes fajos de billetes y lingotes de oro, no encontraban dónde los alimentaran. Por eso entraban en casas, ataban a quien hubiera dentro y se preparaban algo de comer. Iban lo más rápido que podían y se marchaban enseguida; no hacían daño a nadie más allá de las ataduras y a veces incluso dejaban un poco de dinero.

Más tarde se deshicieron de su botín tirándolo al río y empezaron a enfrentarse directamente a la policía. Por aquel entonces todos íbamos de paisano; llevar el uniforme suponía arriesgarse a recibir un balazo en cualquier momento. Fue en el invierno de ese mismo año cuando finalmente los cercamos en la colina Qipan, al norte de la ciudad. A mí me tocó hacer guardia al pie de la colina con un abrigo militar en cuya manga escondía una pistola cargada. Cada vez que pasaba algo por delante de mí, ya fuera una persona o un corzo, me daban ganas de disparar. En esas estaba cuando me llegó la noticia de que los habían matado a los dos. No vi los cadáveres, pero, según decían, estaban flacos como perros hambrientos y sus cuerpos mal abrigados yacían bocabajo en la nieve. En rigor, a Da Wang lo mataron, pero Xiao Wang se suicidó. Esa noche, ya en mi casa, bebí mucho y pensé mucho. Decidí que seguiría siendo policía.

A principios del invierno de 1995, en la ciudad murieron dos taxistas en una semana. Los cadáveres fueron hallados en las afueras; a los dos los habían quemado con sus coches y habían quedado completamente calcinados. Al final del mes habían muerto cinco. Hubo uno que quizá se libró de ser el sexto. Era un taxista asustadizo, compañero de trabajo de una de las víctimas, y por eso estaba alerta. Una noche recogió a un tipo. En un momento del trayecto le empezó a dar mala espina, así que saltó del coche y se escondió en una arboleda. Describió al pasajero como un hombre de estatura media, unos cuarenta años, de cara cuadrada y ojos grandes. Pero no estaba seguro de que fuera el asesino; desde los árboles lo vio abandonar el taxi sin tocar el dinero que había dentro.

Los asesinatos tuvieron un gran impacto social, así que nuestros superiores amortiguaron las cifras. En el periódico hablaban de dos muertos y un desaparecido. Yo le prometí a mi jefe que resolvería el caso en menos de veinte días. Me puse en contacto con ciertos mafiosos a los que conocía y me reuní con ellos en mi casa. Les dije que quien me entregara al asesino sería mi hermano para siempre, que comeríamos de la misma olla y beberíamos del mismo cuenco. Pero no sabían nada. El tipo no pertenecía a la mafia, debía de ser un ciudadano cualquiera. Leí toda la documentación acerca de las cinco víctimas y no encontré nada que las relacionara. Uno había sido chofer para funcionarios de alto rango; otro había sido transportista en el ejército; a otro lo habían despedido y había vendido su casa para comprarse la licencia del taxi, así que vivía alquilando. También revisé los armazones calcinados de los coches y en dos de ellos descubrí restos de unas cuerdas de nailon que no habían terminado de arder, de lo que deduje que el asesino primero estrangulaba al taxista, luego cogía el dinero, conducía el coche a las afueras, lo empapaba en gasolina y le prendía fuego. Contaba, por lo tanto, con algo de información: era alguien fuerte, sabía conducir y necesitaba dinero. Además, lo necesitaba con urgencia, porque habría sacado mucho más vendiendo los coches. O no tenía tiempo para vender los taxis, o no tenía los contactos necesarios. El dinero debía de hacerle mucha falta; cinco asesinatos en un mismo mes conllevaban un gran riesgo. Y los del departamento forense me dijeron que solo con la gasolina del depósito los coches no habrían ardido de esa manera. Así que tenía una pista más: el asesino disponía de combustible, quizá gasolina o diésel.

Para cuando saqué todas esas conclusiones habían pasado diez días. Fui a la oficina de mi jefe y le dije: “Jefe, este caso no va a ser sencillo”. “¿Qué necesitas?”, espetó, “¿más dinero o más gente? Me están presionando desde arriba. La mitad de los taxis han dejado de circular por la noche y la gente se está quejando. Olvida tu promesa: si resuelves el caso, no importa cómo, te asciendo”. Le dije que sentía que ser policía consistía en limpiarles el culo a los demás. “¿Qué quieres decir?”, preguntó. “Nada”, respondí. “Diles a los de arriba que hay que instalar una mampara protectora en todos los taxis de la ciudad. El asesino usa una cuerda, como mucho llevará un arma blanca. Con una mampara los taxistas estarán mucho más seguros. Además, incluso en el caso de que demos con este, puede que surjan otros en el futuro, así que la protección no va a estar de más”. “Pero eso es muy caro”, se quejó, “no sé si van a aceptar”. “Hoy en día”, respondí, “sales a la calle y ves gente desempleada por todas partes. ¿Te acuerdas del tipo al que detuvimos hace poco? Se escondía en los pasillos de bloques residenciales y golpeaba a la gente por detrás en la cabeza con una azuela de desbastar madera. A veces lo hacía por cinco yuanes. Si quieres, llévate las fotos de las escenas del crimen y les enseñas a los de arriba los sesos esparcidos y los huesos quemados”. “Voy a ver qué hago”, me dijo, “pero cuéntame qué planes tienes para resolver el caso”. Le conté que tenía a seis agentes a mi cargo. “La chica no sabe conducir, así que dame cinco vehículos. Saldremos por la noche haciéndonos pasar por taxistas y sin mampara de protección”.

Unos días después hablé con mis subordinados. “Esto va a ser peligroso, quien quiera retirarse puede hacerlo. Pero si tenemos éxito se registrarán nuestros méritos y habrá una recompensa. Eso sí, si la cagamos podemos perder la vida y acabar como esos cinco taxistas. Muertos. Quemados. Piensen bien lo que quieren hacer”. Zhao Xiao Dong fue el primero en hablar: “Jefe, la recompensa… ¿de cuánto es?”. Yo sabía que su mujer estaba embarazada y que él llevaba más de diez días sin pasar por casa. Era el que más me preocupaba. Le dije que no estaba seguro. “Pero no menos de cinco mil yuanes. A repartir entre quienes participen”. Asintió con la cabeza y no dijo nada más.

El 16 de diciembre de 1995, a las diez y media de la noche, los cinco hombres salimos a hacer la ronda. Llevábamos cada uno dos pistolas: una en la axila y otra bajo el asiento del conductor. Les di una serie de escenarios posibles que debían ponerlos en alerta: que fueran uno o más hombres adultos y que se dirigieran a lugares apartados; que fuera un hombre solo que se sentara detrás del asiento del conductor; que oliera a gasolina o diésel. A las mujeres y a cualquiera que fuera con un niño les tenían que decir que no podían llevarlos con la excusa de que acababan de empezar y no conocían el camino. Por último, en caso de llegar a las manos, las órdenes eran acabar con el sospechoso, ya que sin duda él intentaría matarnos.

Hicimos la ronda durante tres días sin novedad. Xiao Dong recogió a tres hombres que le inquietaron. Iban a Sujiatun, un pueblo cercano, y eso lo puso en alerta. Por su acento debían de ser de la ciudad. Uno de ellos quiso parar a mear a la orilla de un camino, así que Xiao Dong sacó la pistola y se la metió en el zapato. El tipo volvió y siguieron con la charla. Parecía que eran tres hermanos que volvían al pueblo para asistir al funeral de su padre. Uno de ellos había estado bebiendo con la mujer y por eso necesitaba orinar. Cuando llegaron a Sujiatun, el lingpeng* ya estaba montado. Xiao Dong se bajó del coche y se fumó un cigarro. Cuando los vio entrar al cobertizo (dos de ellos llevaban al tercero a cuestas) se subió al taxi y emprendió el camino de vuelta.

El 24 de diciembre era el octavo día de ronda, y a las diez y media de la noche nevaba ligeramente. Aparqué el coche en el cruce de Nanjing con Beisan y bajé un poquito la ventana para fumar. Al terminar el cigarrillo decidí descansar un rato; esos días estuve durmiendo así, de forma intermitente. Al lado de donde estaba aparcado había una discoteca y me llegaba el eco de una melodía lejana. Era una versión local de “Jingle Bells”. Al taxi que había delante del mío subió una mujer de mediana edad con un abrigo de piel de visón. Avancé unos metros, tiré el cigarro y subí la ventanilla. En ese momento salieron dos personas del callejón contiguo a la discoteca. Eran un hombre de mediana edad y una chica de unos doce o trece años. Él tenía la cara cuadrada, era de estatura media y llevaba las manos en los bolsillos de una chaqueta negra, agrietada y reblandecida por el tiempo. Ella llevaba una mascarilla blanca y vestía los pantalones azules de un uniforme escolar, además de un abrigo rojo de plumas que debía de ser de una persona adulta, porque le llegaba por las rodillas. También llevaba una mochila rosa cuyos tirantes estaban negros por el uso. Tenía el pelo cubierto de nieve.

El hombre se acercó y tocó en la ventanilla. La bajé y me miró. “¿Nos llevas?”, me preguntó, pero le dije que ya me iba a casa. Señaló a la niña: “Vamos a la calle Yanfen, le duele la barriga y allí hay un hombre que sabe medicina tradicional”. “Si está enferma”, dije, “debería ir a un hospital decente”. Me respondió que eso era demasiado caro. “Este médico es muy bueno y ya la curó la última vez. Tiene varios remedios para el dolor de las mujeres en la zona del vientre”. Lo dudé un momento, pero al final accedí: “De acuerdo, pero no conozco bien el camino. Me tienes que ir indicando”. “Vale”, dijo, y abrió la puerta del taxi. Se sentó detrás de mí y la niña tras el asiento del copiloto, con la mochila sobre las piernas.

La calle Yanfen estaba en el extremo oriental de la ciudad, en el límite entre la ciudad propiamente dicha y el campo. Era un barrio humilde, se podría decir que de casuchas. Más al este todo eran tierras de cultivo. No era la primera vez que iba a esa zona; había detenido a mucha gente allí.

El hombre no había sacado las manos de los bolsillos. Tenía las orejas rojas por el frío. Ella iba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el asiento. Llevaba la mochila abrazada contra el vientre. Él me iba indicando cuándo girar. Al rato le pregunté: “Amigo, ¿tienes tabaco? ¿Me das un cigarro?”. Se sacó uno del bolsillo y lo encendí con mi mechero. Le pregunté a qué se dedicaba. “Antes era obrero y ahora tengo un pequeño negocio”, respondió. “La cosa está mal en las fábricas”, le dije. “Bueno, no en todas”, apuntó, “por ejemplo, a la 601 le va bien”. “Esa hace aviones”, dije, y asintió. “Cada vez menos, pero algunas todavía funcionan”, añadió. Le pregunté por su negocio. Me miró a través del retrovisor. “Nada importante, compraventa de cosas”. Le pregunté a qué se dedicaba su pareja y su respuesta fue: “Gira ahí a la derecha y luego todo recto”. Estábamos ya en la calle Yanfen y a punto de salir del barrio. La niña seguía sin abrir los ojos ni inmutarse, y el hombre miraba por la ventana, callado. Dije: “La cosa está muy mal” y él emitió un gruñido por respuesta, pero yo seguí: “Por ejemplo, el taxi. De día hay mucha policía, muchos controles, no nos dejan trabajar tranquilos. Por la noche sí, pero está el tema de la inseguridad”. Entonces habló: “Pero no ha pasado nada grave, ¿no?”. Lo miré por el retrovisor. “No lees el periódico, ¿verdad? Han asesinado a cinco taxistas que trabajaban de noche”, dije. Me devolvió la mirada y se encogió ligeramente de hombros. “Y, ¿ya agarraron al tipo?”, preguntó. “No”, respondí, “no deja a nadie vivo, así que es muy difícil